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El hierro del que están forjados los sueños o «Extraños en un tren»


Bernardo Sánchez Salas



A Monsieur Louis Aimé Augustín Le Prince,
precursor del mecanismo del cinematógrafo y desaparecido
el 16 de septiembre de 1890 en el Expreso de Dijon.






- I -

El breve montaje del que me he servido como preámbulo audiovisual a mi exposición1 está abiertamente intencionado en su edición. No he pretendido enfilar de un modo arbitrario una sucesión de «citas» de películas en las cuales -bien recuerdan ustedes- el tren comparece como «actor», sino que, persuadido de que su proyección semántica es mucho más intensa que su presencia literal; es decir, convencido como espectador de que su morfología y sus cualidades cinéticas se confunden -o más propiamente- «se funden» -a la hipnótica obertura de Europa (1991/Lars Von Trier) me remito- con la ilusión de la experiencia cinematográfica, las imágenes seleccionadas tienen como objetivo -más allá de su referencia argumental- predisponerles a la adopción de un punto de vista abstracto sobre el paisaje iconográfico del escenario ferroviario que facilite su asociación a los puntos de fuga y perspectivas de la visión cinemática. El visionado, por lo tanto, comporta deliberadamente una pequeña trampa: el intentar, de entrada, dirigir su percepción situándola a la altura de un «umbral óptico» desde el cual, el tren -y avanzo que es lo que trataré de glosar a partir de las imágenes propuestas, bastante demostrativas por sí solas, y de otros materiales- la «máquina» que conforma el tren, digo, y los objetos que constituyen su entorno físico transcienden el estatus escenográfico para acabar significando poéticamente: realizando la función de una privilegiada y recurrente alegoría del «sueño del cine», con el que llegará a homologar su mirada sobre el espacio / tiempo, a realimentar el fantasma de la realidad exterior y a compartir un sentido último de perpetuum mobile sobre los seres y las cosas de este mundo. Este último aspecto, a modo de balance filosófico, me parece también muy importante y está explícito en momentos como el elegido para el montaje: la bellísima secuencia final de I vitelloni (1953/Federico Fellini) en la cual, la cámara superpone a la acción de la partida en tren de Moraldo, que abandona el pueblo en solitario, un travelling «interior», de conciencia, a través de los dormitorios -realmente de los destinos- de los otros miembros de la cuadrilla; una última mirada paralela a su viaje de partida y marcada simbólicamente por la perspectiva entrecortada y ligeramente «picada» que da el tren.

La representación cinematográfica del tren vendrá definida por una delineación significativa de su espacio, implicándolo dramáticamente y proyectando -«inoculando»- reversiblemente una reflexión acerca de las coordenadas del «Ojo» de la cámara, del trazado de las «líneas de acción» y de las condiciones de percepción del espectador, sujeto desde su butaca a un «Viaje inmóvil»2.




- II -

La adopción, por el cine, de las «formas» del tren y sus componentes como una metáfora de sus posibilidades expresivas no fue un reflejo tardío, ni una moda, ni una idea prestada. Muy al contrario, su «figuración» de la dimensión fantasmática que, en pantalla, adquiría «El caballo de hierro», se remonta a los orígenes del cinematógrafo -desde luego contemporáneos de cierta euforia finisecular confiada en el advenimiento de la era del cosmopolitismo y la velocidad, era de la cual el avance del ferrocarril sería uno de sus emblemas más contagiosos-. Y la dimensión a la que me he referido la supieron explotar intuitivamente los cineastas desde su primer «paso de manivela», yo diría que en la sospecha de que el tren y el cine eran vehículos análogos del mismo sueño del movimiento, de que ambas máquinas promovían la imaginación de la misma aporía y de que la significaban con retóricas comunicadas entre sí.

Chapuis, Mesguich, Doublier, Promio... la centena de operadores pioneros de la Casa Lumière -por no dispersarnos a otras cinematografías- filmaron casi sine qua non trenes, traviesas, raíles, estaciones, andenes, etc... no como un simple registro inocuo de datos; más bien estaban buscando la imagen fundacional, la «llave óptica», la imagen programática de la nueva técnica cronofotográfica: el requisito visual que demostrara y resumiera la modificación universal e irreversible del punto de vista que dicha técnica iba a suponer3. La primitiva cinematografía -aunque incubaba ya la moderna y definitiva revolución que ha sido- asimiló espontáneamente al tren como «Icono fetiche». La iconografía ferroviaria fue transportada como trasunto, símbolo e ideograma de las propiedades audiovisuales del cine.

De la reincidencia de los primeros catálogos en «llegadas a» -desde Japón a Alejandría-, pasajes, túneles, panoramas/travellings (En Dublín, Belfast, Liverpool...) hay que deducir que los cameramans que estrenaban su mirada habían encontrado en los andenes a lo largo del Mundo el campo de experimentación adecuado para su adiestramiento. Todos los trenes eran distintos y eran, a la vez, el mismo; pues los operadores viajeros buscaban obstinadamente, apostados en las estaciones, captar el gesto cinético universal de la locomotora desafiando el objetivo, imprimiéndole una profundidad novedosa. Les movían razones que hubiera entendido el Claude Monet que apenas veinte años antes había intentado atrapar para el lienzo el ritmo interno de la luz y el movimiento en una serie de siete cuadros sobre siete trenes entrando en la estación de Saint Lazare; siete instantáneas al óleo que pretendían componer una sola: la de un tren raptado en una indefinida fracción de tiempo. Los precursores de la cámara oscura pretendían también «alumbrar» su tren persiguiéndolos todos; pendientes de que el insospechado comportamiento de la cámara supiese reflejar con fidelidad el sentido de la búsqueda y de que lo proyectado finalmente fuese respuesta y justificación de la misma. Buscaban casi una quimera: el ángulo desde el cual lo «animado» era también «dinámico». El cine, epílogo de la investigación impresionista, encontró en el tren su «monstruo», el garante de la profundidad de campo abierta en la superficie plana de la pantalla y el modelo paradigmático del nuevo modo de representación de la realidad. La violencia frontal del tren embistiendo convirtió, desde sus primeros metros, al espectáculo cinematográfico, en el ojo que atraviesa el ojo del que mira, en el trompe l'oeil agitador y provocativo que aún hoy se esfuerza en ser.




- III -

Aquel «Tren de las sombras» al que se refiriera Gorky4 era portador de la materia prima en que consiste el efecto cinematográfico y, reflexivamente, su chasis de hierro resultó, primera vez, entrevisto dramáticamente en la secuenciación de su movimiento al trasluz de la piel fina y fungible de la que estaba fabricada esta misma materia. Como afectado por la pócima que, vertida sobre sus ojos, conseguía que los personajes del Sueño de una noche de verano se enamoraran al despertar del primer objeto que se ofreciera a su vista, el público de las primeras sesiones de cinematógrafo prendió su retina a la imagen genesíaca del tren de los Lumière. Tras violentar su esfera de visión, quedó adherido a su conciencia -efectivamente- como el «negativo» de un sueño y, esto es fundamental, transformó -al modo de las «transformaciones» en la comedia de Shakespeare- al grupo de «curiosos», ocasionales espectadores de teatro, pintura o «varietés» en «Espectadores de cine».

Una noticia aparecida en el periódico La Rioja, el 12 de Marzo de 1906, confirma la pervivencia en la recámara de los espectadores de esta «Imagen fija». El suelto de prensa se refiere a un cambio de telón en el Teatro Díaz de la localidad riojana de Calahorra, donde, por cierto he podido descubrir que una primera «Proyección de Vistas» tuvo lugar en Octubre de 1898 en un tal Salón Express. La causa del cambio de motivo pictórico del telón era el estreno de la zarzuela El Túnel. La descripción que hace el cronista del «trampantojo» pintado por el maestro escenógrafo D. Manuel Grisso parece una transcripción literal de los artículos escritos y publicados bajo la impresión de la embestida del tren en los primeros programas Lumière:

La máquina que simula la salida del tren del túnel está pintada con tal propiedad que parece se viene encima, habiendo espectador que se retiró de su butaca temiendo ser aplastado por el monstruo de hierro. Con tal naturaleza estaba pintado el lienzo, además de llevar las farolas idénticas a las usadas en el ferrocarril.



El cine sustituirá a la poesía en una reformulación de la máxima horaciana «Ut Pictura Poesis» (Arte Poética), como un hito culminante de la descripción hiperrealista en el seno del figurativismo plástico. Alcanzará el grado de lo que Fontanier, aplicado a la literatura, denominaba hypotypose: una «Figura de Discurso» producida cuando «... la expresión del objeto es tan viva, tan enérgica, que el estilo da como resultado una imagen, un tableau»5. La «ilusión» del life-like, de la percepción de la «realidad total» es indisociable del «Mito del cine total» (Bazin), una aspiración que data de los primeros segundos de su existencia y que hereda la voluntad de «relieve representativo» que demostraron antes la literatura y las artes plásticas. El tren, ese objeto con automoción que parece definir en la trayectoria de su movimiento un espacio tridimensional, prolongación de aquel en el que se encuentran los espectadores, quedará acuñado como patente de la experiencia del cine. Se le sumará, inmediatamente, otra imagen mucho más expeditiva a la hora de sugerir la irrupción virtual de una inesperada zona contigua de la realidad, a la cual el cinematógrafo había abierto hueco en pantallas improvisadas en salones, clubs y «Cafés cantantes» de todo el mundo: me refiero al cañón de un revólver apuntando al público y hasta disparando dos tiros frontalmente. Ambos «proyectiles» -las balas y el tren, a su manera- se esgrimen y se «realimentan» en la película realizada en 1903 por Edwin Stanton Porter The great train robbery, una auténtica declaración de intenciones del cine por cuanto al espectador se le prevenía de varios presupuestos relacionados con sus posibilidades y limitaciones: la alteración de la geometría del campo visual -representada paradigmáticamente por lo que podríamos denominar «La Diagonal del tren»- y el inofensivo «Engaño a los ojos» -demostrado por la ineficacia del impacto del fantasma de la bala-, inofensión que será salvaguarda de la integridad física del espectador, pero -aún mucho más importante- su ratificación como espectador en las sombras, afincado en la invulnerabilidad de su butaca: supone su entronización como voyeur impune.

A estas dos cláusulas cinematográficas inscritas en la película de Porter, es necesario añadir un tercer aspecto sólo en parte aprehensible para los primeros públicos pero evidente desde la perspectiva historiográfica: el tren de Porter se constituía en «tren retablo», ensayando un formato de ordenación, luego de narración de los hechos. Lo que equivale a decir que la iconografía ferroviaria, asimilada lingüísticamente al cine, opera, desde sus inicios, en dos sentidos: simbólicamente y diegéticamente. Respecto a lo segundo, obsérvese como el decorado del tren aporta a la puesta en escena de las imágenes en movimiento su primer bastidor narrativo. El despacho del telegrafista, el vagón correo, la locomotora, etc... se habilitan como tableaux, como «cuadros» o «forillos» en los cuales se segmenta la acción. El tren como esquema de narración tenderá muy pronto al realismo poético. Recuerdo una frase de Jean Renoir referida a su lectura de La bestia humana de Zola, pre-texto de su película homónima (La Bête humaine/1938): «... la masa de acero de la locomotora se convirtió en mi imaginación en la alfombra voladora de los cuentos orientales»6. A lo que se podría añadir la conclusión que extrajo luego Truffaut de la propia película de Renoir: «las tragedias son en línea recta»7, interpretando el tratamiento que Renoir le había dado a la delineación -fatalista- del trayecto de las vías. Abel Gance también potenciaría el trazado trágico de los raíles en su película La Roue (1921-1924), basada en el relato Le Rail de Pierre Hamp. Gance se esforzaría en subrayar simbólicamente que el camino por el que circulaba su locomotora «Norma Compound» era, sin lugar a dudas, el camino del destino8. No fue menos simbólica para Hitchcock la «fuga» de líneas en las extrañamente trenzadas vías de Extraños en un tren (Strangers on a train/1951)9 o para Fritz Lang en su versión de La bestia humana, Deseos humanos (Human desire/1954). Hay algo, a su vez, inevitable en este sentido «trasladado», en esta proyección poética de la vida del ferrocarril acompañando al destino de los humanos. Antonio Machado lo intuyó al recapitular literariamente su travelling sobre Castilla; «Luego, el tren, al caminar / siempre nos hace soñar»10.

Las versiones antropomórficas del tren son una manifestación bastante elocuente de la dimensión poética que le otorga la imagen cinematográfica. Esta dota de personalidad e incluso de psicología a la «masa de acero». La locomotora de la citada película de Abel Gance adopta un comportamiento femenino respecto a su ingeniero, Sisif, al que acaba dejando ciego de un golpe de vapor; sin embargo Sisif (el actor Severin Mars) -cito a Gance- «rememora su amor junto a su vieja compañera de los cabellos de humo»11. Los cartoons, que de un modo más o menos infantiloide transforman a las pesadas máquinas en dúctiles y simpaticonas cafeteras de plastilina; recordemos una de las primerísimas apariciones de Mickey Mouse en el corto realizado por la Disney en 1929 Mikey's Choo Choo12 y mucho antes, en la primera década del siglo y del cine de los fantásticos prototipos ferroviarios del mago Méliès en Viaje a través de lo imposible (Le voyage à travers l'impossible/1904) o El Túnel de la Mancha (Le Tunnel sous La Manche/1907), Qué decir de la inteligentísima General del maquinista Johny Gray / Buster Keaton. Sobre su mesilla de noche estará enmarcada una foto de la locomotora, como aparecerá enmarcada la de Annabel Lee en «La General». Son dos amores que aprecia por igual: son dos mujeres para él.

Por otro lado, si bien superpuestos en la misma cronología aproximadamente (1920-30), cineastas de vanguardia como Eisenstein o Vertov descubrirán en el engranaje de las piezas del tren una «Sinfonía Mecánica», un «Ballet de la Máquina»: el ritmo propio de la industria y el progreso social, tal y como ellos «significaban» ideográficamente el marchamo de los nuevos tiempos. En las estampas de Almanaque con que se había clausurado el siglo anterior, la máquina del tren ya simbolizaba la fuerza arrolladora del futuro inmediato, custodiado por el mascarón de proa de una alegoría que investía al porvenir con los atributos del mito. Otro ejemplo al margen de las aplicaciones ideológicas: entre 1921 y 1922, Moholy-Nagy abocetó el proyecto para una película que se iba a titular Dinámica de la Gran Ciudad. Incluía un apartado bajo el epígrafe de «Ferrocarril», del que transcribo un fragmento: «Las tripas del tren, cómo pasa, filmado desde un foso contra los raíles. Un guardagujas saluda. Ojos vidriosos. Primer plano: Ojos»13.

Además de los guardagujas, los propios trenes pueden «tener ojos». Una de las facetas del tren como «máquina de visión» (tomo prestado el término de Paul Virilio) -volveré más tarde sobre este supuesto- es el de comportarse como una primitiva cámara de cine; es decir, reversible: que pueda registrar y pueda proyectar. Lo primero supone que la visónica desde el tren, a través de la «turbia ventanilla» que diría Machado14 exige del espectador / viajero una «lectura» de la realidad exterior, previamente a la reconstrucción mental de su imagen completa. Dicha lectura se realiza sometida a las mismas leyes estroboscópicas con las que el ojo humano interpreta las imágenes en movimiento propuestas por el cine.

En la ilustración del programa de mano de la película El hombre del expreso del Oriente, se ensamblan unos ojos -parecidos a aquellos «Ojos misteriosos de Londres»- sobre el lomo del expreso en cuestión. Se juega con la alusión a una posibilidad antropomórfica: la del tren que «es todo ojos», vigilantes, nocturnos, policiacos, quizá criminales. «Miradlos bien, porque esos ojos son el centro de mi historia y han atravesado todo el siglo XVIII como un riel electrizado». Así describirá el narrador de la «Novela-film» Cagliostro -Vicente Huidobro (1927)- los ojos del legendario mago italiano15. Adivinando el argumento de El hombre del expreso del Oriente puede aventurarse que alguien o algo observa oculto en la oscuridad del expreso, pero la composición iconográfica del programa expande la sospecha al propio perfil del tren: pasa a ser, en sí, el misterio; cobra personalidad y desprende una incertidumbre siniestra. Esto también nos debe hacer reflexionar acerca del tren como ámbito predilecto para el misterio: se trata, realmente, de un microespacio, de una «nave» autopropulsada que, en su travesía, logra independizarse -en parte- de algunas de las referencias que sustentan el orden externo y el orden doméstico. El tren es un espacio «envasado al vacío»; circula como un polizón oblicuamente a las coordenadas exteriores. Constituye, en definitiva, un mundo particular cinética y psicológicamente. También en esto se asemeja al cine.


El hombre del Expreso de Oriente

En cuando a la concepción del tren como «proyector», distinguiré dos aspectos, uno físico y otro simbólico-retórico. Físicamente, el tren en movimiento proyecta sobre el paisaje la secuencia de su luz interior, obturada por el recuadro de las ventanillas. En el relato de Robert Coover titulado «Mildford Junction», incluido en Sesión de cine (1987), el narrador evoca el ferrocarril que se aleja del andén: «... despidiendo por las ventanillas luces parpadeantes sobre ellos como si abofeteara sus macilentas caras con el intermitente tic-tac del propio tiempo»16. De esta forma, el paisaje se transforma en una pantalla, «... en una inmensa y mágica pantalla y las luces de su coche en una cámara de cine», en palabras de Julio Llamazares, quien, en su artículo «Manzanas verdes»17 observa un efecto análogo al del tren, pero descrito desde el volante de un coche que circula a gran velocidad en una noche de agosto. La dimensión simbólica y -atención- metacinematográfica del tren / proyector me vino sugerida por la maquetación de una sección fija de la célebre revista norteamericana Photoplay. El título de la sección -«Last Minute News from East and West» / «Noticias de última hora del Este y del Oeste»- se acompañaba de un motivo iconográfico ferroviario. Se trataba de un noticiario telegráfico sobre el mundillo del cine secundado por la ilustración del escorzo de una veloz locomotora ciclópea cuyo faro de cabeza emitía un ancho haz de luz, semejante al irradiado desde una cabina de proyección, y que iluminaba / proyectaba en la cabecera de la página el subtítulo de la sección: «As we go to Press», que podríamos traducir por «Tal y como entran en máquina». Evidentemente, se jugaba con la doble acepción de «máquina»: de tren y también se trataba, añado yo, de la «máquina del cine» porque, en el diseño de esta cabecera, el tren se revela como «faro iluminador» de las noticias que se producen en el mismo cine, como «linterna» sobre la realidad cambiante de la «Industria», sobre el devenir celérico, mundano y moderno del «Cinema». Vendrá a compartir con el cinematógrafo una de sus más tempranas y divulgadas metáforas: la de la sucesión de las imágenes registradas como secuencia del acontecer de la vida, la de lo cinemático o fílmico identificado con una cierta movilidad y espectacularidad de las cosas y los hechos; o sea, el suceder de la vida y las gentes como un fenómeno interpretable mediante el símil cinematográfico, la descripción de lo acontecido como «película de los acontecimientos». Secciones de periódicos que llevan por título «Cine Local», «La Película del día», «Peliculerías» o, sencillamente, «Cinematógrafo» -una sección con este nombre aparece en el diario La Rioja ya en 190518- nada tendrán que ver con el cine sino con su concepto, usufructuado por articulistas que pretendían equiparar la fidelidad de sus crónicas de sociedad con la verosimilitud documental de las imágenes «tomadas de la realidad».

La «marcha» de la historia -en el sentido de «March» más cercano a «March of Time», el «Newsreel» / Noticiario- encontrará fiel reflejo en el efecto cinematográfico. El esqueleto dinámico y potente de las locomotoras asumirá en pantalla la figuración retórica adecuada del espíritu locomotivo. Este espíritu se formalizó, en el lenguaje cinematográfico, en varios recursos «cliché» de extraordinaria rentabilidad narrativa, en «secuencias-tipo» cuyo motor era el ferrocarril en acción, sólo o en compañía de otros elementos. El denominador común de estos «clichés» era su condición de secuencias de transición, dispuestas para economizar tiempo en el desarrollo de la acción gracias a una elipsis también semánticamente tipificada y casi acotada por los géneros musical y policiaco. Se trata de secuencias iconográficamente «mixtas»: sobre el background de unas ruedas de tren a toda velocidad puede sobreimpresionarse una rotativa de periódicos que escupe noticias acerca del éxito internacional e imparable de cierto cantante o cierta actriz. Tren y rotativa se refuerzan semánticamente, sobrecargan, incluso, la impresión arrolladora de ubicuidad y éxito de los protagonistas. Autónomamente, el tren también puede hacerse cargo de esta secuencia conservando el significado de paso del tiempo y acumulación de acontecimientos. Recuérdese de la película de Vincente Minnelli titulada precisamente Band wagon (1953) -«El vagón de la Banda», pero Melodías de Broadway 1955 en España- la secuencia de la gira en tren de la Compañía capitaneada por Fred Astaire. El pretexto del viaje desde Philadelphia a Nueva York es utilizado por Minnelli para mostrarnos non stop casi todo el repertorio de la Revista -que incluye números geniales como el «Triplets»- dando paso a cada fragmento del show con un «plano de situación» del «vagón de la Banda» a su paso por Boston, Washington y Baltimore. Por su parte, la «revista de prensa», sin apoyo del «fondo» del tren y sobre otros «fondos» soluciona perfectamente este tipo de secuencia-sinopsis. Véase, si no, de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), obra de un cineasta que opinaba que el cine era el tren eléctrico más grande del mundo, uno de los ejemplos de «elipsis rotativa» más brillantes de su historia: la secuencia del fulminante ascenso y desplome de la carrera operística de la amante de Charles Foster Kane. Las portadas amañadas de los periódicos pertenecientes a la cadena del magnate no lograrán acabar desmintiendo la extinción del filamento de la voz de Susan Alexander. Welles enfatiza la celérica demolición de la fama de la cantante componiendo una secuencia de telones, bambalinas, «gorgoritos» y titulares de prensa. Podemos citar también un ejemplo más reciente: La secuencia en la que se resume el «Crack del 29» perteneciente a la película Cotton Club (1984). Sin embargo hay que advertir que, en manos de Coppola, la secuencia es «cine sobre cine»; es una «reconstrucción» primorosa del «cliché»; es decir, una «anotación de régimen interior», aunque sin el tono paródico e irónico de su espléndida «apoteosis», el número «ferroviario de Revista musical» titulado «Daybreak Express Medley» con el que cierra la película en guiño de «ojo de gato».

Llegado a este punto, en el que he intentado vincular el tren, el cine y el decurso de la realidad desde la asociación simbólica, no me resisto a acudir a una reflexión de Frank D. McConell contenida en su libro El cine y la imaginación romántica (1975), con el fin de intentar una paráfrasis o «vuelta de tuerca» de la que me gusta pensar McConell no le importaría ser cómplice. El autor inicia el capítulo titulado «El cine como realidad y representación: viajes con mi hijo»19 con una cita, a su vez, extraída del Finnegans Wake de Joyce; concretamente una frase dicha por el personaje del «Soñador HCE», y como el resto de las frases del libro, diabólicamente intraducible: «Roll away the reel world, the reel world, the reel world...» McConell llama la atención sobre la ambigüedad del término reel que literariamente significa, dentro del campo semántico del cine, rollo o bobina, pero fonéticamente el significado puede ser trastocado debido a su pronunciación cercana a [riel]: realidad. Así, HCE, estaría invitando a que rodaran -término igualmente ambiguo- el Mundo del Cine y el Mundo de la Realidad, casi homófonos y casi homógrafos y, desde luego, poéticamente comunicados. Ahora podríamos añadir un «tercero en concordia»: a [ri:l] / bobina / rollo y a [riel] /real / realidad le acoplaríamos, insertándolo en la misma cadena semántica como una «trivalencia», el término raíl, pronunciado [reil], con lo que culminaríamos la ambigüedad de partida. El Mundo del raíl se integraría en los del cine y la realidad, como tres tiempos, tres ritmos y tres representaciones de la misma secuencia de movimiento. El «Soñador HCE» podría, así, soñar con que «rodaba» y «se rodaba» el Mundo del raíl y en el sueño, rodarían sobre las guías del tren el Mundo del Cine y el Mundo.




- IV -

Pero lo que ahora me interesa es indagar en la tácita homologación que se detecta entre la experiencia del cine y la experiencia del tren. Y más exactamente entre la experiencia del viaje mental e inmóvil que propone la máquina del cine y el viaje físico, aunque no exento de peripecia perceptiva y traslado intelectual, que produce la máquina del tren. En ambos viajes se encarna el mito de la traslación, el «mito del viaje». Desde los primeros días de su andadura, el cinematógrafo empezó a soñar con el ferrocarril y viceversa. De la primera afirmación pueden aportarse pruebas, un testimonio literal: una curiosa película de Edison realizada en 1904 que, bajo el título de Railroad smash up / Choque de trenes, parece comprender dos pequeñas películas. La secuencia que sigue al título muestra, efectivamente, un choque real de trenes. Sin embargo, cuando ya hemos catalogado estas imágenes -que se corresponden con el título- como material documental propio de noticiario o archivo, su significado resultará ser provisional ya que será expuesto a una transformación radical por efecto de una insólita operación de ensamblaje. En la copia videográfica de que dispongo, le sucede al cartón con el título principal y las tomas del choque, un film añadido -estructuralmente de ficción e incluso con algún ribete fantástico- que se introduce con el intertítulo «Asleep at the switch» / «El sueño ataca al guardagujas». Se trata de un desarrollo en código distinto -el fictivo / narrativo- del motivo o estribillo documental previo. Conoceremos la particular batalla de Sam, el guardagujas, con la somnolencia. Nuestro protagonista debe mantenerse toda la noche en su puesto, «de guardia», al haber caído enfermo su relevo. Su obligación principal será estar muy atento al cambio de agujas que precisa el «12-45», un tren. Sam se pasará la velada luchando contra el sueño y contra «los sueños». En una de sus «cabezadas» sufre la pesadilla -visualizada en pantalla mediante un «catch» / «ventanilla»- del horrible choque del tren por el que debe velar. Más tarde, durante otra acometida de Morfeo, las posibles víctimas del catastrófico accidente se le aparecen a Sam a través de la ventana como una legión de espectros, esta vez gracias al truco de una «trasparencia». Al concluir esta addenda a los 30 segundos documentales -por supuesto lo hace con un final feliz tipo «Griffith's last minute rescue» y liberando al guardagujas de su pesadilla- se produce un efecto: el documento matriz es susceptible de ser reinterpretado como una versión preliminar del sintagma de la pesadilla de Sam. Es más, el plano que sigue al intertítulo «Asleep at the switch» -plano en el que vemos a Sam despertarse- puede contemplarse como una solución de continuidad narrativa para unir documento y ficción, lo que conllevaría una modificación del significado de las imágenes iniciales, cuya «factura» documental se disolvería en favor de la analogía: lo que habríamos visto, insisto, sería una secuencia extraída de la mente adormecida de Sam, la primera ensoñación del choque, análogo al que más adelante se verá reconstruido en maqueta y recuadrado en el «catch»; ya fabricado con los recursos artísticos de la ficción y en el espacio teatral-mágico del «Estudio». Por cierto, qué extraordinario parecido entre las estructuras de los primeros «Estudios» de cine -por ejemplo los de la «Pathé Fréres» en Montreuil o Vincennes (1906) o el de la «Itala Films» en Ponte Trombetta, donde trabajara Chomón- con la arquitectura de las grandes «Estaciones» ferroviarias europeas de finales del XIX. Pero volviendo a la película de Edison, destacar que es, sin duda, una precoz pirueta metacinematográfica, de la que tampoco está ausente la consideración del estatus del espectador como «soñador diurno» y del cine como territorio de lo onírico.

Una de las formas en que, a la inversa, el tren soñó con el cine, fue sirviéndole de «continente»: trasportándolo. La maquinaria del tren ya había sido utilizada en varias atracciones «de feria» como escenografía idónea para el espectáculo panorámico, los llamados «Moving Panoramas». En la Exposición Universal celebrada en París en 1900 -Exposición clave para la difusión del cine y en la que el formato predominante de exhibición cinematográfica se basó en el «viaje inmóvil»-, uno de estos «Panoramas móviles» -quizá de los más elaborados- que reproducía la ilusión de un viaje en el «Transiberiano» desde Moscú a Pekín por medio de unos fondos pintados rulantes tras las ventanillas de los vagones20, se repartía la curiosidad del público con el «Cineorama» de Grimoin-Sanson, las «Vistas sincronizadas» de Gaumont, el «Fono-cinema teatro» de Clément Maurice y las proyecciones gigantes dirigidas por Lumière. Ya en la siguiente «Exposición Universal», la de 1904 en St. Louis, los célebres «Hale's Tours», aun manteniendo la estructura del vagón -en esta ocasión, único- perfeccionaron la sensación de realismo de los fondos incorporando la proyección de imágenes filmadas previamente desde un tren y que colmaban el campo de visión de los espectadores sentados en ligera pendiente21. En 1905, recorrería Bélgica el «Tren-Barraca» de J. Claeys denominado «Le Grand Theatre Cinematographique Viographe». Partiendo de Bruselas, esta caravana con aspecto de ferrocarril arrastró por carretera un cinematógrafo que pesaba 32 toneladas, que se desplegaba en un pabellón de 320 metros cuadrados y que estaba equipado con un órgano22. Los «Cine-Vagones» también se acabarían «estacionando» en Madrid, en San Bernardo, Atocha, Montera, entre 1909 y 1916 aproximadamente. Sus nombres era definitorios: «Cinemaway», «Metropolitan Cinematour» y «Wagon Cinema», los más conocidos23. Las películas que se proyectaban en su interior no se alejaban temáticamente de la motivación escenográfica; eran filmaciones de recorridos por la geografía española o la extranjera: realizaban la función de suplantar la experiencia del viaje real, para lo cual llegaba a reforzarse la exhibición con efectos de trepidación y «traqueteo». Si podemos decir que, en los primeros tiempos, el cine se «sirve del tren para hablar de sí mismo, no es menos cierto que, recíprocamente, el tren se sirvió del cine para describir y reproducir su propia mecánica. Creo que no hay duda acerca de que Tren y cinema se esforzaron, desde un principio, en subrayar sus propias equivalencias mecánicas, ópticas y simbólicas y en hacer cómplice al espectador del juego en paralelo de sus maquinarias, en explicarse el uno al otro.

Dotados de distinto sentido, pero declarándose explícitamente vehículos portadores del «Arma del cine», circularon, a lo largo de la Rusia de los «soviets», trenes de propaganda como el «Revolución de Octubre» o el «Tren Lenin». En ambos viajaría Dziga Vertov, quien -por cierto- sentía una gran admiración por la película de Abel Gance La Roue. En el «Revolución de Octubre» (1920), Vertov estaba encargado de acompañar al presidente Kalinin en calidad de documentalista y operador. De hecho, él mismo se ocupaba de proyectar su película El aniversario de la Revolución (1919) en cada estación donde se paraba. Fruto de este viaje fue el documental El Estarosta de todas las Rusias (1920). En los primeros meses de 1920, Vertov también había sido pasajero del «Tren Lenin», el cual estuvo más de dos años (1919-21) recorriendo todo el país trasportando a una compañía de teatro, un cine ambulante, operadores, un laboratorio de positivado y montaje, una imprenta y una biblioteca. Vertov realizó un montaje con todo el material documental producido por el «Tren Lenin»; lo tituló El tren del Comité Central (1921) y lo subtituló expresamente Film-Viaje24. Actualmente, una reproducción modelo de este tipo de trenes de propaganda se puede visitar en el «MOMI» (Museum of the moving image) de Londres e incluso asistir, en el interior de uno de sus vagones, a una proyección de extractos de «cine revolucionario» comentada por un bolchevique de guardarropía. Por su parte y en las mismas fechas que funcionó «a todo tren» la doctrina soviética, los «trenes burgueses» también incorporaron las proyecciones cinematográficas en sus recorridos, pero como un simple atractivo añadido al viaje -aunque no debió ser tal-, por supuesto degenerado hoy en su versión «autobús», una verdadera tortura para el viajero y un desprecio absoluto de las calidades audiovisuales del producto. En el número de Octubre de 1920 de la revista Cine-Mundial se publicó la siguiente noticia:

El Cine en los Trenes

La Compañía de ferrocarriles entre Nueva York y Nueva Orleans inició el otro día una innovación a bordo de sus trenes expresos, en los que hizo, para entretenimiento de los viajeros, una serie de exhibiciones cinematográficas amenizadas por el fonógrafo. Y aunque el viaje es largo y aburrido, tal vez por culpa del fonógrafo, la tal innovación estuvo muy lejos de ser un éxito, ya que los viajeros prefirieron quedarse en sus asientos y en sus coches camas. Pero la cosa tiene el mérito de la originalidad25.



Pero el «sueño del cine» a bordo del tren traspasa anécdotas como la relatada y, en general, su oportunidad de «continente» ocasional del aparato cinematográfico hasta llegar a sugerirse -lógicamente, desde la madurez del arte del cine- un «isomorfismo», complementario de las posibilidades de simbolización ya apuntadas. El tren puede pasar de «conllevar» el cine, de ser su convoy a ser «absorbido» y «vampirizado» por el contenido: a ser «ensoñado» por y como el cine; a ser «pensado» por el «pensamiento mecánico» (Vicente Huidobro) que es el cine; de manera que, enriqueciendo -y fijando- semánticamente el símbolo y el concepto cinemático, puedan, por ejemplo, las «vías» del tren culminar una metamorfosis que nos permita aceptarlas y justificarlas icónicamente como equivalencia de la «Cinta de película» o suponer el mismo proceso de significación en el caso de las ventanillas del tren, lo que nos haría identificarlas automáticamente con los fotogramas. La película de Lars Von Trier Europa es un ejercicio metacinematográfico tan barroco que nos es lícito afamar que el Expreso de la compañía Zentropa no tiene más realidad que la del puro ilusionismo cinematográfico, en el cual se interna para atravesar la fantasmagoría de la historia del cine. Es ya un tren fabricado exclusivamente con cine; hecho de su materia y barnizado con el brillo de su textura. Quizá se trate de la mayor simbiosis entre las maquinarias del tren y las cinematográficas que haya dado el cine. El nuevo vagón coche-cama Frankfurt-Berlín es una pura «linterna mágica» y su presencia es indistinguible de su background: el subconsciente del cine, la historia del cine. Los elementos ferroviarios del Expreso de Europa se «disuelven» en su representación cinematográfica, lo «férrico» casi se convierte en «féerico». El acceso a la película es simultáneo al acceso al tren, que no es otra «cosa» que la misma película. Los raíles y traviesas de la obertura componen el paisaje de una «cola de celuloide» arrastrando y mesmerizando la mirada del espectador. El «paso de la vía» es habilitado como «paso de proyector». Durante el trayecto del tren y de su revisor Leopold Kessler -trayecto interiorizado- ventanillas y «fondos» transparentan el «mapa del cine».

Otro ejemplo que se me ocurre aportar de identificación entre vías y film es la composición gráfica de uno de los afiches de Extraños en un tren. En este caso se alude al «espacio diegético» que abre el cine. En el hueco / pantalla que se define entre dos vías convergentes (Aquí se reproduce la delineación simbólica que prima en la película: convergen, realmente, Guy Haines y Anthony), se suceden y superponen escenas extraídas de la acción argumental del film. Así, el insospechado camino del tren promete ser -puesto que se trata de un póster publicitario y su objetivo es prometer, crear expectativa- promete, repito, figurarse como el no menos insospechado desarrollo de los acontecimientos que se narrarán, desde luego provocados por una, si cabe, más insospechada convergencia de destinos personales. Coincidirán el punto de fuga del tren y el punto de fuga de la acción; contenida sumarialmente «entre vías» ya que ha sido la puesta en marcha del dispositivo ferroviario la que ha disparado los dispositivos narrativos.


Extraños en un tren




- V -

Que la película es un viaje lo sabe todo espectador puesto en movimiento por la poderosa máquina de visión de cine. Desde la butaca, como desde el asiento en el vagón, la recomposición de la realidad circundante pasa por una «operación de sutura» llevada a cabo por un sujeto óptico radicado en punto de observación, generalmente fijo. Será precisamente esta «inmovilidad periscópica» una característica común a la percepción desde la butaca y desde el compartimento, diferenciadas, sin embargo, por el tipo de ejercicio perceptivo al que se verá sometido el espectador: en el interior de la sala de cine «restaura» la continuidad de lo filmado, mientras que, a través de la ventanilla, «instaura» la integridad del paisaje exterior mediante la filmación personal e intransferible. Viaje supone actividad y la filmación es acción. El viaje delega en el viajero la responsabilidad de la progresión. Noël Burch percibió en la descripción que hacía el operador Félix Mesguisch de un viaje a bordo del ferrocarril en su obra Tours de Manivelle -y nótese la ambigüedad entre Tour / viaje y Tour / vuelta (de manivela) el paralelismo entre el «traslado» y el «rodaje». Estas eran las palabras de Mesguisch: «En sus súbitos cambios, los decorados rápidos y apresurados vienen a ser como imágenes coloreadas... El objetivo se dirige hacia la ensenada de Villefranche, captando de paso las masas grises de los grandes acorazados, cortadas en todo momento por la sucesión de postes telegráficos o por la oscuridad de los túneles»26.

La acción provoca la emoción. Cine y tren invitan a la aventura, a la «aventura scópica» particularmente y que comparten en muchos de sus términos. El texto que sigue bien podría ser la descripción de un espectador de cinematógrafo: «Bien cómodo y bien sentado, / Sin recelo, ni cuidado, / Se divierte todo el día / Con su esposa y compañía, / Y a la noche ha regresado»27. Pero con unos ripios decimonónicos incluidos en un poema titulado «Un matrimonio dichoso o llegada del ferrocarril de Granollers», que se refería a las comodidades que ofrecía al viajero de levita aquel revolucionario sustituto de la carroza de tiro. De igual manera, lo que pudiera pasar perfectamente por una «gacetilla» publicitaria o la fraseología de un «trailer», «... el único camino para aquellos que les gusta el lujo y la emoción... es como vivir una excitante historia. Belleza, brillantez, amor, aventura... entran en tu vida»28 es la publicidad del «Santa Fe», aparecida en el Photoplay de enero de 1927. Este tren se anunciaba como el tren preferido por las «estrellas» del cine, «gancho» que explotaba al realizar el trayecto Chicago-Hollywood. Obsérvese en su logotipo la identificación entre la rueda del tren y la bobina de película, dato que corrobora la iconografía isomórfica del tren y el cine, y sobre la que ya me he extendido. Claro que otras líneas de tren también rivalizaban por ser el transporte elegido por actrices y actores. En el mismo Photoplay, Norma Shearer, Edmund Lowe o Lilyn Tashman aseguraban por escrito que el mejor -por lo menos para viajar entre Los Angeles y Chicago- era el «Golden State Limited», fletado por las Compañías «Southern Pacific» y «Rock Island».

Sin embargo, y casi para terminar, permítanme que les confiese mi debilidad por una de las más hilarantes, encantadoras y exactas puestas en escena de todo lo dicho respecto a la «simpatía» entre el «viaje en tren» y el «viaje en cine». Me refiero, por supuesto, al personaje de Edgardo, perteneciente a la obra de Enrique Jardiel Poncela Eloísa está debajo de un almendro (1940). El singular Edgardo -«caballero de cincuenta años largos, gran aspecto y muy cuidadoso de su persona» (Acto I)- representa el paradigma del «viajero inmóvil» y, por extensión, del «espectador burgués». Desde su cama / trono / butaca a la que, maniáticamente, está confinado y ayudado por su criado Fermín simula con perfecta convicción la «ilusión» del viaje gracias a un artefacto «para proyectar vistas de los sitios principales por donde se pasa» (Acto I). Y así cree recorrer toda la geografía española, accionando personalmente un mecanismo de proyección que le suministra la apariencia del traslado, a bordo de un vagón-cinema de fabricación casera. El caso es que, burla burlando y colado «de rondón» en una pieza teatral cuya obertura transcurre, no por casualidad, en el interior de un cinema, el perfil de este personaje atrabiliario reúne una serie de características inherentes a la condición de espectador de cine: la autoconsideración de ser «agente» de la acción, de ser «productor» de sentido; la persuasión de que la ficción necesita rigor y precisión, lo contagioso de su «ilusión» (Fermín y Leoncio la acatarán sin prejuicios y con mucha disciplina) y la suposición de que las imágenes son un signo de la realidad exterior, dominable, reinterpretable y transitable, como el paisaje avistado desde un tren; exponente del «maquinismo moderno» y en cuya órbita -descrita por Gance a propósito de La Roue como el ámbito de la «vida múltiple y prodigiosa de la máquina, con todo su cortejo de ideas y de símbolos que le acompañan»- he pretendido ubicar la «máquina de visión» que activa el cine29.





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