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El hispanismo en la era global

Gonzalo Navajas Navarro


University of California, Irvine



Los vemos en los vestíbulos de hoteles grandes y suntuosos, los paraninfos y las aulas de universidades prestigiosas, los verdes campus de universidades americanas, europeas y de otros puntos del mundo. Hablan y discuten de Gonzalo de Berceo, Sor Juana, Quevedo, Gabriela Mistral, César Vallejo y Miguel Delibes con la facilidad y soltura de lo cotidiano y habitual. Los más prominentes de entre ellos mantienen un estilo de vida que se asemeja al de las figuras del jet set, traspasando el Atlántico repetidas veces al año, dando conferencias y seminarios en Munich, Madrid, Chicago, Los Ángeles o México. A pesar de su innegable influencia, su impacto rara vez alcanza el espacio público y queda limitado a la apacibilidad del ámbito académico con alguna salida breve y ocasional a la difusión y notoriedad de los grandes medios de comunicación. Proceden de países diversos y distantes y sus lenguas maternas son múltiples (inglés, húngaro, sueco, japonés, etc.). Por encima de esas diferencias transcontinentales, los une una cultura y una lengua comunes, propias o asumidas, que los lleva a dialogar, a veces apasionadamente, entre ellos por medio de un discurso compartido. ¿Quiénes son estas figuras, a la vez influyentes y anónimas, teóricamente poderosas pero inermes en la práctica, y que poseen una sabiduría intemporal que parece desplazada del huidizo mundo contemporáneo? Son los representantes del hispanismo en el mundo, los que, desde naciones y medios culturales diversos, definen y propagan la identidad cultural de los países de habla hispana. Este hecho no es nuevo ni siquiera reciente. El hispanismo ha existido por largo tiempo y, desde la primeriza historia de la literatura española de George Ticknor en 1849 a Américo Castro, Ricardo Gullón y Marcel Bataillon, entre muchos otros, ha producido brillantes textos de investigación histórica y textual. Lo que ha cambiado de manera dramática en los últimos años es el ámbito colectivo en que queda inserta la actividad del hispanismo. La nueva condición posmoderna, global y digital ha provocado cambios en los parámetros de la comunicación que el hispanismo no puede ignorar y ante los que es imperativo ofrecer una respuesta innovadora y diferente, que no replique meramente los reflejos del pasado. Esa es el origen de este artículo.

El hecho más prominente de la última década ha sido la desaparición de la polaridad política y estratégica que caracterizó la segunda mitad del siglo XX. Quienes -desde Paul Kennedy a Pierre Bourdieu-vaticinaban o auguraban la emergencia de una multipolaridad, la eclosión de varios centros mundiales de decisión con que sustituir la singularización del poder y la orientación ideológica unidimensional del fin de siglo no han visto realizado su pronóstico. En los últimos años, hemos presenciado la unidimensialización del mundo, la concentración del poder ejecutivo en un punto determinante. La vía japonesa ha resultado ser un espejismo a causa de la inflexibilidad y hermetismo de su sistema social y cultural. La opción europea es un proceso prolongado que está sometido a las presiones contrapuestas de sus miembros que tienen diferentes conceptos de lo que debe ser la identidad última y el funcionamiento de esa entidad. Otras opciones como la China o la India son todavía una interrogación destinada a no ser resuelta más que en un futuro lejano. Esta situación se presta a lecturas reductivas como el nuevo hegelianismo atemporal de Fukuyama, la infinita red intercomunicacional de Castells o la disolución semiótica de Derrida o De Man. Todos esos casos son la respuesta al desvanecimiento de los enfrentamientos ideológicos irreconciliables en los que ha sido pródiga la historia moderna desde Voltaire a Adorno. El llamado siglo americano -el XX- puede verse seguido por otro siglo igual. La única posibilidad de ruptura parece la opción cultural donde se ofrecen otros frentes además del hegemónico y prevaleciente americano. Es ahí donde se inserta la discusión sobre el hispanismo actual.

El hispanismo es el marco de proyección internacional de la cultura en español. Es un complejo o estructura colectiva, abstracta en su forma pero integrada por numerosos componentes individuales que la sostienen con sus diferentes visiones. Tiene varios marcos nacionales primarios -los países donde el castellano o español es lengua oficial- y otros muchos paralelos que se extienden por todo el mundo pero con un punto de concentración especial en Europa y Estados Unidos. Es cierto que el español forma parte del curriculum educativo en numerosos países pero, como hecho académico y universitario, tiene como núcleo las zonas económicamente privilegiadas de la tierra.

La asimetría cultural constituye el punto de ruptura del marco global homogéneo. La cultura en español (y por extensión de los idiomas y formaciones culturales existentes dentro de los países hispánicos desde el catalán al quechua) ha adquirido una dimensión mayor de que la que corresponde a esos países por su peso geopolítico específico. Después del inglés, el español se ha convertido en la lengua y marco cultural más amplio y diversificado, superando -en un espacio mundial, no estrictamente europeo- al francés, el alemán y el ruso como las lenguas de preferencia en los programas de estudio. Un dato revelador: en las universidades norteamericanas, el español es estudiado por más del cincuenta por ciento de los estudiantes que estudian una lengua extranjera, habiendo relegado a otras lenguas hasta hace poco más prestigiosas (el francés o el alemán) a un distante segundo término y teniendo como nueva competencia -muy lejana todavía- a los programas de lenguas orientales. La proyección cultural en este caso es superior a la de otras áreas como la económica y política y puede impactarlas de manera significativa.

Tradicionalmente, el hispanismo ha tenido como núcleo de orientación central la cultura de la escritura. La literatura en particular ha sido el referente que ha aglutinado y orientado el hispanismo. La razón primordial es que el medio literario, en especial desde la convulsión romántica, ha constituido el vehículo preferente para modelar la identidad nacional. Hasta la reciente revolución comunicacional, la literatura ha sido el modo privilegiado de configurar la nación ideal para una colectividad y de proyectarla como formación cultural hacia el exterior. Los grandes iconos culturales de una entidad nacional (Cervantes, Dante, Sarmiento, Thoreau) han servido para lograr el consenso de la colectividad en torno a referentes simbólicos indisputables. Esos símbolos incuestionables sobrepasan las diferencias que separan a la colectividad en el espacio político y social. A través de ellos, se produce una asociación metonímica, una transferencia del espacio literario al colectivo. El acuerdo en torno a la palabra escrita se extiende a otros medios. Lo que separa en el plano político o histórico se compensa con la posible unidad en el cultural.

El hispanismo se ha vinculado con esta visión aglutinante de la cultura en torno a la privilegización de la palabra escrita. Entre otras razones, porque la escritura ha sido la forma más asequible de transmisión cultural, la que permitía una comunidad de referentes compartidos en torno a los cuales era posible establecer un intercambio y diálogo. Otras formas culturales, como las artes plásticas y la música, han tenido hasta hace poco más dificultades para ser intercambiadas de manera amplia.

Además, la naturaleza más intrínseca del hispanismo conlleva un componente de adhesión y promoción de aquello que se estudia. Para los nativos, la literatura es un modo de definición y caracterización nacionales, una potenciación de la estima e imagen individuales por asociación con un archivo cultural colectivo que se considera como una preciada posesión personal. Ese proceso compensatorio puede derivar hacia ramificaciones excesivas e incurrir en actitudes nacionalistas y puede ser sometido incluso a la manipulación política: la utilización de la literatura clásica española por el aparato propagandístico del franquismo (desde Lope de Vega a Pedro Antonio de Alarcón) es un ejemplo.

Para los hablantes no nativos, aprender una lengua con un alto nivel de competencia hablada y escrita y extender además ese conocimiento a los componentes más profundos de la cultura en esa lengua es un esfuerzo arduo y prolongado. Conlleva necesariamente una relación afectiva profunda con la cultura estudiada y una identificación con ella. La promoción de la cultura estudiada más que el análisis crítico motiva la actividad. No obstante, con frecuencia, ha sido la actividad investigadora externa la que ha hecho avanzar el análisis crítico. En realidad, buena parte de la crítica literaria e histórica de la segunda mitad del siglo XX se ha desarrollado en las universidades de Estados Unidos y Europa. Esa tarea del hispanismo internacional cubrió el vacío intelectual que las diversas situaciones locales -desde el franquismo a los regímenes autoritarios de Latinoamérica- produjeron. Gracias a esos hispanistas extranjeros se aseguró una continuidad intelectual que la anomalía de situaciones represivas había impedido.

Podemos establecer una primera conclusión y decir que, durante los últimos cincuenta años, el hispanismo ha seguido una doble vertiente con relación al vasto proceso cultural en español.

Por una parte, el hispanismo ha sido una fuerza de proyección de una cultura que -a diferencia de otras opciones culturales como la anglófona o la francesa- se ha visto obligada a abrirse un espacio entre otras opciones mayoritarias y prevalecientes. Obtener la aprobación internacional ha sido imperativo para la cultura en español ya que eso le otorgaba la legitimidad que le era negada por las particulares circunstancias históricas. Esa versión del hispanismo ha sido y es beneficiosa para la causa del español en el mundo en la era global.

Por otra parte, ese hispanismo, concebido en su versión académica como un corpus de análisis crítico de la cultura en español, se ha visto identificado con un movimiento de preservación del status quo cultural, de oposición al cambio y de identificación de la cultura en español con un pasado áureo más que con un futuro renovador. De manera emblemática, esta postura se ve identificada con la obstinada pervivencia de los métodos filológicos, adheridos a un modelo positivista ya caduco, y la resistencia a los procedimientos analíticos nuevos que responden a una configuración nueva del espacio cultural.

Esta tendencia conecta con el tema de la insularidad de la cultura crítica hispánica, su aparente incapacidad para integrarse de manera creativa y no ancilar dentro de las corrientes determinantes del discurso crítico internacional. De manera específica, esa insularidad se relaciona con la desproporción entre la presencia destacada de la producción creativa en castellano y el status relativamente menor de la actividad del pensamiento. ¿Por qué no hay una correspondencia paralela entre los nombres de Neruda, Goytisolo y Cortázar y los de las figuras del pensamiento? ¿Por qué el pensamiento crítico no ha producido un modelo originador -y no meramente organizador- de discursividad? La realidad es que no hay en castellano equivalentes de Derrida, Habermas, Paul de Man o Lyotard, etc. que han transformado radicalmente el modo en que nos enfrentamos a la textualidad. Y la comprensión de la textualidad -y ya no de la llamada «realidad» como en siglo XIX- es el tema capital del pensamiento contemporáneo.

Ese décalage entre textualidad y crítica es uno de los aspectos que el hispanismo ha evitado confrontar prefiriendo la cómoda preservación del status quo a la revisión de los presupuestos tradicionales. Nos hallamos ante la situación paradójica y contradictoria de una creatividad innovadora, que asume riesgos y disfruta de un reconocimiento internacional incuestionado y un pensamiento crítico en torno a esa creatividad que aparece como tímido y con horizontes reducidos. Hasta que el discurso cultural en español no asuma íntegramente ese tema será difícil que su actividad no supere plenamente el ámbito relativamente local al que hasta ahora ha estado restringido.

Esa renovación debe plantearse en primer lugar a partir del análisis de los mitos ideológicos en los que queda ubicado el discurso crítico hispánico de manera general. El primero es que el discurso crítico -el análisis y la interpretación de textos- es una tarea ancilar, derivativa, sometida a la precedencia del texto analizado por el crítico. Una labor, además, secundaria en cuanto que es ajena a la creatividad que conlleva la escritura supuestamente primaria de la textualidad original. Este falso concepto está enraizado todavía en la visión filológica positivista que sacraliza el texto, lo convierte en un objeto de culto inviolable y reprime la discursividad creativa en torno a él. Desde Barthes a Derrida y Paul de Man sabemos que esta visión de la textualidad coarta un intercambio intelectual genuino.

Otro presupuesto a superar es el modelo falsamente científico en que se apoya la crítica tradicional. El aura de universalidad incontrovertible que posee la ciencia ha querido ser transferida a la actividad crítica con resultados inciertos. Por una parte, esa apropiación del modelo científico produjo resultados sobresalientes cuando fue aplicada a la literatura del pasado remoto (Menéndez Pidal, por ejemplo). La fijación lingüística del texto es una tarea necesaria para la literatura de esa época pero es marginal para la textualidad moderna. El modelo de las llamadas «ciencias duras» no sólo es inservible para la crítica sino que es incluso un impedimento para ella. La interconectividad entre los diversos campos de la cultura, el establecimiento de relaciones dialógicas entre formas culturales diversas que muestren la comunicatividad entre lenguajes y aproximaciones diversas es un método que sustituye con imaginación y eficacia el rígido y estéril empiricismo de la vieja ciencia filológica.

Un término está en boga: interdisciplinariedad. Está sustituyendo al antiguo de literatura comparada porque ese concepto implicaba una visión estática de las diversas literaturas, entre las que más que el diálogo y la hibridización se potenciaba la enumeración y clasificación de similitudes y diferencias. Es cierto que la nueva crítica ha roto las fronteras del saber. Desde la arquitectura a la imagen y la estética popular los modos de acercarse al texto para interpretarlo se han multiplicado de manera notable. Los modelos de la posmodernidad y la internacionalización global cultural han establecido los parámetros conceptuales en donde enmarcar esta orientación de los estudios literarios.

Otro presupuesto limitador es el que la intercomunicación entre formaciones lingüísticas y culturales diferentes, en principio defendida con elogios, es demasiado difícil para ser llevada a la práctica. La crítica se convierte así en el último bastión del nacionalismo. Dentro de la estructura académica, el departamento- derivado de la universidad decimonónica- solidifica esta visión del saber en unidades herméticas. El ámbito de la cultura se concentra en la propia lengua y nación. El establecimiento de conexiones entre lenguas y culturas diferentes es considerado con sospecha por aquellos que defienden el preciado territorio de su especialiadad en la que nadie más que ellos parece tener el derecho a penetrar. Los programas de estudios culturales y poscoloniales son un procedimiento relativamente reciente para socavar conceptualmente el concepto del saber literario centrado en la preservación de la unidad de la identidad nacional mediante la erección de fronteras artificiales.

Precisamente por su vastedad y diversidad, el hispanismo no constituye un movimiento monolítico con una unidad de criterios y procedimientos. Aunque vinculado por rasgos y objetivos comunes, no puede afirmarse que hay un solo modelo de hispanismo. Instalado en múltiples países con lenguas y tradiciones culturales diferentes, el hispanismo responde a esas divergencias que confieren un carácter singular a sus prácticas de investigación, pedagogía y escritura. Por ejemplo, la normativa alemana que prima el predominio del dato erudito y la utilización de fuentes bibliográficas exhaustivas o la corriente italiana que privilegia los estudios del período clásico difieren considerablemente de la implantación teórica -el new close reading- de la crítica norteamericana y francesa o la crítica ideológica propia de un segmento del hispanismo latinoamericano. Los procedimientos filológicos y la preferencia por las prácticas informativas -la edición comentada- siguen cubriendo un espacio amplio en el medio universitario español e imperan todavía por encima de los intentos de apertura conceptual que han emergido en varios centros académicos. No obstante, esta diversidad procede de una dependencia de sistemas establecidos previamente y pone de manifiesto una característica determinante del hispanismo como movimiento internacional global. Es un gigante que no es todavía plenamente consciente de su identidad, su influencia y poder potenciales dentro de la nueva cultura global. Por ello, sus actitudes de subordinación a otros medios culturales y su dificultad para crear una discursividad con referentes propios. No para sustituir con ellos de modo exclusivista y cerrado los emblemas de otras culturas sino para comunicar con ellos de manera genuina y no unidireccional, de acuerdo con una comunicación auténtica de doble dirección por la que los participantes en el intercambio cultural son hablantes y oyentes a un tiempo, escuchan y son a su vez escuchados y de esa manera emprenden una relación igual entre ellos.

No hay una sola vía para la renovación del hispanismo. Un componente decisivo está destinado a ser de naturaleza institucional y está vinculado a la evolución de las humanidades dentro de los programas de estudios de los diversos países. Desde esa perspectiva, los estudios hispánicos dependen del desafío que las humanidades han experimentado dentro de la cultura tecnológica y digital que, velis nolis, se ha superimpuesto sobre todo el discurso cultural. Pero no es ése el único y ni siquiera el factor determinante.

El concepto primordial se relaciona con la autopercepción, el modo en que el hispanismo se visualiza a sí mismo dentro de la creciente multipolarización cultural a la que la globalización conduce. La cultura hispánica constituye uno de esos grandes espacios y puede incluso afirmarse que constituye con la cultura anglófona la fuerza determinante para el siglo XXI. De nuevo, eso no implica una llamada a la homogeneidad, el fundamentalismo cultural o un falso triunfalismo. Al mismo tiempo, la falta de reconocimiento de esta realidad puede conducir a malograr posibilidades, la necesidad de afirmarse con voz y presencia propias dentro del mundo cultural.

Además de la recomposición de la autopercepción y el modo en que esa percepción se proyecta hacia el otro, el otro componente renovador es la reconstitución del campo de trabajo dando lugar a la hibridación, incorporando la transformación copernicana que ha supuesto la irrupción de la cultura visual y auditiva como modo preferencial de comunicación y transmisión cultural. En lugar de la tradición y la insularidad, la inclusión de lo nuevo y lo diferente. Creo que en este aspecto el espacio académico está a la zaga de la cultura popular para la que la multiplicidad y la diferencia se han convertido no sólo en una aspiración sino en un hecho consumado.

No hay, claro está, una línea única para los cambios paradigmáticos de la historia cultural. No obstante, es posible visualizar una nueva situación en la que el hispanismo, tras haber asumido su naturaleza y orientación de manera plena, deje de ser un gigante dormido para realizar el papel que le corresponde por lógica histórica, demográfica y cultural dentro del mundo reconfigurado del siglo XXI.





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