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El hombre de ciencia en la sociedad actual

Pedro Laín Entralgo






ArribaAbajoEl sabio del siglo XIX

¿Qué hace, qué significa el hombre de ciencia para quienes con él y junto a él viven? Si la historia de la humanidad es en su conjunto un «Gran Teatro», ¿cuál será el papel propio de un hombre que no vive sino para saber lo que las cosas son? Dejemos ahora intacto el problema de lo que el cultivador de la ciencia fuese en la sociedad antigua, helénica o romana, y en el mundo cristiano anterior al comedio del siglo XIII. Para nosotros, hijos más o menos fieles del mundo moderno, la respuesta a esas punzantes interrogaciones debe considerar ante todo un suceso, aparentemente nada científico, acaecido en el seno de los claustros europeos entre los años 1250 y 1300: la decisión de afirmar con toda seriedad y toda consecuencia que el hombre es imagen y semejanza finitas de un Dios infinito, omnipotente y creador. Los descendientes de Adán se sienten desde su raíz misma cuasi-creadores, en el sentido más fuerte del término. Implícita desde el origen mismo del cristianismo, esa tesis antropológica -la más revolucionaria y fecunda de toda la historia- adquiere ahora formal y exigente explicitud. Manejar inteligentemente las cosas del mundo no será ya imitar una physis soberanamente sabia o una mayestática potentia Dei ordinata; será, a la cambiante y perfectible manera humana, actuar originalmente, crear. El arte -tékhnê, ars- va a ser en primer término obra original, «creación»1.

Todavía muy auroral y confusamente, así lo viven en sus almas los primeros hombres de ciencia de la naciente modernidad: Rogerio Bacon, Buridan, Alberto de Sajonia, Nicolás de Oresme. Pero una idea clara de lo que como hombre de ciencia representa el sabio para la sociedad en que vive, no alcanzará expresión notoria -y si se quiere, solemne- hasta que el mundo moderno deje de ser incipiente crepúsculo y resueltamente se convierta en mañana luminosa; con otras palabras, hasta Descartes. El título primitivo del Discurso del método rezaba así: «Proyecto de una ciencia universal por la cual pueda elevarse nuestra naturaleza a su más alto nivel de perfección.» He aquí, pues, la sublime misión específica del filósofo que sepa serlo plenamente, y a la manera del propio Descartes logre también calificarse como hombre de ciencia: ayudar con mayor eficacia que nadie a que la naturaleza humana adquiera «su más alto nivel de perfección». El texto del Discurso cartesiano dirá cómo esto puede y debe acaecer: «En lugar de esta filosofía que se enseña en las escuelas se puede encontrar una filosofía práctica, por la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean [...], podríamos hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza.» El goce expedito de todos los frutos de la tierra, la conservación de la salud, la certidumbre de una vejez exenta de achaques y flaquezas: todo esto y mucho más podrá obtenerse, augura Descartes, si la lección contenida en su Discurso es recta y colectivamente aprovechada por la posteridad. Muy diligentemente van a escuchar esa lección los primeros mecenas modernos del trabajo científico: Luis XIV, Federico II de Prusia, Catalina de Rusia, Carlos III de España.

En Descartes, como en Galileo, Leibniz y Newton, es posible, más aún, es necesario distinguir entre el sabio y el creyente. El sabio piensa que la ciencia moderna, esa que los italianos han comenzado a llamar scienza nuova, es capaz de elevar a la naturaleza humana hasta «su más alto nivel de perfección»; el creyente, a su vez, cree que por encima del «nivel de perfección» que el hombre puede lograr con su propio ingenio hay otro, sólo accesible a los humanos mediante la ayuda gratuita de una instancia sobrenatural, constitutivamente superior, por tanto, a todas las que ellos por sí mismos lleguen a poner en juego. La historia del género humano no tiene y no puede tener en sí misma su fin más propio. ¿Qué acontecerá cuando los hombres del siglo XIX lleven a sus últimas consecuencias la secularización de la vida y la cultura que con tanta resolución habían iniciado los del siglo XVIII? ¿Cuál será entonces el papel que a sí mismo se conceda el sabio?

Desde Fichte hasta Bergson -en orden al pensamiento filosófico, eso es el siglo XIX-, la significación social del sabio puede ser a mi juicio caracterizada mediante dos palabras, relativa una a la penetración del saber científico en el seno de la sociedad, democratización, y tocante la otra al alcance real que el sabio atribuye a su misión histórica, sacralización.

El saber logrado por los hombres de ciencia de los siglos XVII y XVIII apenas llega a las gentes humildes. «Esa secta quedó siempre por debajo de los derechos del pueblo», dirá agudamente Robespierre, hablando de los enciclopedistas. El sabio típico del siglo XIX, en cambio, tiene siempre la intención y la creencia -más o menos justificadas por la realidad- de informar con su enseñanza las mentes de la sociedad entera, desde la del aristócrata a la del trabajador manual. Recuérdese, a título de ejemplo, lo que en París fueron las lecciones públicas de Claudio Bernard, Berthelot y Pasteur, las de Virchow en Berlín o las de Haeckel en Jena. O, mucho más modestamente, las de Pedro Mata en el Madrid de 1870.

Más radical e importante va a ser la novedad en lo que atañe a la consistencia de la misión histórica que el sabio cree cumplir. «Estoy llamado -decía de sí mismo, con sinceridad y énfasis sobrecogedores, el extremado Fichte- a dar testimonio de la verdad; mi vida y mis avatares nada cuentan para mí... Soy un sacerdote de la verdad; estoy a su servicio, y me he comprometido conmigo mismo a hacer, osar y sufrir todo por ella. Si por su causa fuese perseguido y odiado, si por ella hubiese de morir, ¿qué tendría esto de singular, qué haría yo sino lo que en rigor debo hacer?» Tal sería en su raíz la Bestimmung des Gelehrten, la misión del sabio. Y quien así habla, ¿no está diciéndonos a voces que en el fondo de su alma siente simultáneamente vocación de «sacerdote» y de «redentor»? Una página de la Filosofía de la Historia, de Hegel, pintará con mayor pretensión de objetividad y no menor énfasis la situación espiritual de que esa actitud fichteana era consecuencia y testimonio: «Desde que existe el Sol en el firmamento y giran en torno a él los planetas, jamás se ha visto que el hombre se atenga a su cabeza, esto es, a su pensamiento, y según esto edifique la realidad. Había dicho Anaxágoras que el nous rige al mundo; pero sólo ahora ha llegado el hombre a reconocer que el pensamiento debe regir la realidad espiritual. Ha sido como una espléndida aurora. Todos los seres pensantes han concelebrado esta época... Un entusiasmo del espíritu ha hecho estremecerse al mundo, como si ahora hubiese acaecido la efectiva conciliación entre él y lo divino». El mismo entusiasmo estelar de la mente revela una carta del propio Hegel a su amigo Nothammer: «El espíritu del mundo (Weltgeist) ha dado a nuestro tiempo la orden de avance. Tal orden ha sido obedecida, y este ser avanza a campo traviesa irresistiblemente, como una falange compacta y acorazada, y con tan insensible paso como el Sol.»

No es difícil advertir que bajo tan imponente prosa romántica -el Romanticismo tuvo dos polos, uno exultante y otro doliente- hay: a) la convicción profunda de que el hombre puede conquistar por sí solo, y por tanto históricamente, la suma plenitud de su propia naturaleza; b) la no menos profunda convicción de que esa operación, a un tiempo reveladora y creadora -porque el sabio revela la verdad de lo real creándola, y crea esa verdad revelándola-, posee respecto del destino de la humanidad un carácter rigurosamente redentor, y c) la clara y firme idea de que es el sabio quien histórica y socialmente ha de cumplirla. Habría según esto dos modos y dos niveles en el oficio del «hombre de ciencia»: el supremo de quienes poseen cabal conciencia filosófica de su misión estamental, el nivel de los sabios-sacerdotes, y el inferior de quienes, menos dotados y profundos, no pueden pasar de ayudar técnica y especializadamente a aquéllos en su tarea sublime, el nivel de los sabios-acólitos. El sabio es, en suma, quien actualiza y manifiesta la condición divina de la humanidad, quien patentiza a todos el hecho de ser ésta, como Hegel había dicho para todo su siglo, «Dios deviniente», Gott im Werden.

Una lectura atenta de los hombres de ciencia más característicos del siglo XIX, Helmholtz o Clausius, Claudio Bernard o Berthelot, Darwin o Huxley, el mismo Cajal, permitirá descubrir en todos ellos, con cuantas modulaciones nacionales o individuales se quiera, la actitud espiritual que acabo de describir. El sabio es, por supuesto, revelador de lo que las cosas en sí mismas son: piénsese en la emoción cuasi-religiosa que corrió por las mejores cabezas de Europa cuando Mayer, Joule y Helmholtz descubrieron y formularon con todo el rigor deseable el segundo principio de la termodinámica, o en el trémolo entusiasta de la pluma de Virchow cuando por primera vez escribe su omnis cellula e cellula. El sabio es, por otra parte, creador: Cauchy con sus funciones de variable imaginaria, Lobatschewski y Riemann con sus geometrías no euclidianas, inventan entes y verdades que siendo «lógicos» -esto es, hijos legítimos de la razón del hombre- no parece que en modo alguno puedan ser «naturales», pertenecientes al orbe de lo que en la naturaleza hay; los químicos, por su parte, comienzan a sintetizar en sus laboratorios sustancias nuevas, cuerpos no existentes en la realidad cósmica. No sólo en el dominio de las artes bellas es el hombre capaz de creación; también lo es, y no menos pasmosamente, en el campo de las artes intelectuales y científicas. El sabio es, además, redentor, porque con su obra van a ser radical y definitivamente vencidos el dolor, la miseria y la ignorancia: léanse las ilusionadas predicciones de Berthelot acerca de lo que la química irá haciendo para resolver de raíz el problema de la alimentación del hombre; hojéense las páginas de L'avenir de la science, de Renan. El sabio es, en fin, sacerdote de la única religión adecuada a la dignidad de la inteligencia humana, la religión de la verdad natural. Dígalo por todos Virchow, con las palabras que pronunció en elogio póstumo de su maestro Johannes Müller: «Y así llegó a ser, como él decía de sus grandes predecesores, un permanente sacerdote de la naturaleza; el culto a que servía era como un vínculo religioso entre sus discípulos y su persona, y el estilo severo y como sacerdotal de su lenguaje y sus movimientos completaba el sentimiento de veneración con que todos le contemplaban. En la boca, en sus labios apretados, un rasgo de seriedad; en la frente y en los ojos, la expresión del más severo pensamiento; en cada pliegue del rostro, el recuerdo de un trabajo ya concluso: así este hombre, erguido ante el altar de la naturaleza, libre por su propio poder de las ataduras que imponen la educación y la tradición, era todo él un testimonio de la independencia personal.» Sin esta olímpica altisonancia, con la punta de ironía del hombre que habiendo vivido y triunfado en la centuria de Johannes Müller y Virchow sobrevive y declina en la nuestra, escribirá concisa y certeramente Guillermo Wundt: «En el siglo XVII, Dios dictaba los principios de la naturaleza; en el XVIII, lo hace la naturaleza misma; en el XIX, los hombres de ciencia se cuidan de ello.» No puede extrañar que un brillante epígono tardío de la mentalidad ochocentista, el biólogo Jacques Loeb, recabase con toda seriedad para los hombres de ciencia, ya en 1917, la suprema dirección política de los pueblos: la utopía platónica renacía entonces a través de la ciencia más especializada y positiva.




ArribaAbajo¿Crisis de la ciencia?

En la mente de un sabio del siglo XIX, la razón científica es el único «camino real» -aquel königlicher Weg de que Kant había formulado las leyes- para un conocimiento verdadero y radical de la realidad. Extra scientiam nulla salus, piensan estos hombres; y lo que por ese camino no haya sido hasta entonces logrado, los sabios de mañana lo lograrán. Las verdades científicas -los principios de la termodinámica, la ley de la gravitación universal, las ecuaciones del campo electromagnético- son la verdad por excelencia, la verdad necesaria y absoluta, la forma humana de una intuición divina del cosmos. «¿Fue un dios quien escribió estos signos?», exclamará Boltzmann, con palabras de Goethe, ante las geniales ecuaciones de Maxwell.

¿Era imaginable para uno de esos hombres lo que llegó a decirse de la ciencia en los últimos lustros del siglo XIX y en los primeros del XX? Primero, los analistas de mente severa y rigurosa: un Emile Boutroux, por ejemplo. En 1874 publicaba Boutroux su resonante libro De la contingence des lois de la nature. Las leyes de la naturaleza no son absolutas, son todas contingentes, y su grado de contingencia se hace tanto mayor cuanto menos abstracta y más inmediatamente real es la materia sobre que esas leyes pretenden imperar. Para la inteligencia humana, la realidad es y será siempre más rica que la posibilidad. Poco después, los filósofos de la vida: un Nietzsche, un Dilthey, un Bergson; a su manera, un Unamuno. La razón científica, dirá Bergson, es radicalmente inepta para aprehender la realidad de las cosas; sus leyes y sus conceptos la solidifican, la reducen a cadáver; sólo la intuición permite al hombre un conocimiento satisfactorio y adecuado de sí mismo y del mundo. Algo más tarde, los críticos de la ciencia: Poincaré, Tannery, Duhem, Mach, Meyerson. La empresa de discutir si la geometría euclidiana es más o menos verdadera que las geometrías no euclidianas carece totalmente de sentido, enseña Poincaré. Una geometría no es más o menos verdadera que otra, sino más o menos adecuada a las necesidades vitales de la mente que la formula. Y entre tanto, los vulgarizadores y panfletarios, como el expeditivo Ferdinand Brunetière, autor, en 1895, de un comentadísimo artículo significativamente titulado La faillite de la science. La ciencia no padece crisis; lo que padece es quiebra de supuestos y principios, bancarrota. ¿Puede ahora extrañar que en la guerra de 1914 viesen muchos el sangriento y estruendoso fracaso del optimismo histórico inherente a la ciencia del siglo XIX y subyacente a ella? Desde el punto de vista de su monarquía sobre las restantes actividades del alma humana, scientia fuit: tal parece ser la clave de una parte considerable del pensamiento europeo a comienzos del siglo XX. Mientras Becquerel, Röntgen, los Curie, Planck y Einstein inician la fascinante física de nuestro siglo, otros parecen no contentarse más que declarando anticuado el espíritu científico y hasta tratando de enterrarlo para siempre.

Pero ¿es acaso posible el advenimiento de una «bancarrota de la ciencia» en la historia del mundo occidental? Indudablemente, no, porque la ciencia es un constitutivum formale de nuestra cultura. Suprímasela, y desaparecerá en un abrir y cerrar de ojos esta cosa inmensa y delicada que para entendernos pronto solemos llamar «Occidente»2. Es cierto que desde la raíz misma de su existencia la humanidad ha pedido y pedirá siempre un «saber de salvación» (Scheler), y la ciencia, pese a sus infinitas aspiraciones a lo largo del siglo XIX, no es capaz de otorgárselo. La termodinámica y la astrofísica pueden dar y dan efectivamente al hombre grandeza intelectual; mas no pueden darle felicidad, y hacia ésta se dirige en última instancia, como fray Luis de León diría, «el pío universal de las criaturas». Auténticos «saberes de salvación» sólo pueden serlo -subjetivamente, ya se entiende- las creencias últimas acerca del sentido de la existencia humana y del mundo: la creencia en el progreso indefinido para el progresista dieciochesco, en un venturoso «estado final» de la humanidad para el marxista, en la vida in patria para el cristiano. Sí, todo esto es muy cierto; pero también lo es que el hombre occidental no puede concebir para sí y para el hombre in genere una salvación -sea ésta histórica, como la que postula el marxismo, o sobrehistórica, como la que promete el cristianismo- que no lleve en su seno algún saber intelectual, alguna «ciencia». La misma fe religiosa no es en sí misma asentimiento ciego, pese a lo que parece sugerir su habitual representación plástica; y si el pensamiento de nuestro siglo, acaso como legítima reacción frente a una teología excesivamente racionalista, ha subrayado con energía lo que en el acto de fe es ejercicio de la voluntad y la afectividad, nunca la inteligencia del creyente -véase el hermoso libro que R. Aubert ha consagrado al tema3- dejará de tener en ese acto un papel esencial. ¿Cómo no recordar, aunque el argumento sea más poético que teológico, la intelectual y aun cosmológica manera con que en la Oda a Felipe Ruiz es concebida y esperada la bienaventuranza eterna? «Quién rige las estrellas -veré, y quién las enciende con hermosas- y eficaces centellas...», exclama, ávido de una astrofísica trascendente y definitiva, como si fuese un astrónomo de Monte Palomar y no un agustino de Salamanca, el bueno de fray Luis4. ¿No es tradicional llamar «visión» -visión beatífica, posesiva evidencia plenaria- a la felicidad celeste? Y si esto puede decirse de la fe religiosa, piénsese lo que cabrá de decir de las creencias de índole pura y exclusivamente histórica, como las que alimentan de ilusión la vida del progresista y el marxista convencidos.

En dos sentidos cabe hablar de una «crisis de la ciencia» en el filo de los siglos XIX y XX: por obra de la teoría de los quanta y de la teoría de la relatividad prodújose en la física, ciencia normativa, entonces, de todas las demás, una indudable crisis de principios; y, por otra parte, cambió de muy visible manera la actitud de los hombres respecto de lo que el saber científico puede por sí mismo dar a quien lo posee. Pero en modo alguno fue «bancarrota» esa indudable crisis. Quien con ingenuidad contemple el lugar que en el sistema de prestigios del hombre actual ocupa una serie de cuestiones de carácter puramente científico -energía atómica, astrofísica, conquista del espacio, secreto químico de la vida-, ¿qué pensará del jactancioso epígrafe de Brunetière? La crisis no ha afectado a la ciencia en cuanto tal, sino a la fe de las almas en la capacidad de la ciencia para resolver los problemas últimos de la existencia humana. Lo cual, como es obvio, había de traer consigo un profundo cambio en la figura y en la significación social del científico.




ArribaEl sabio del siglo XX

Para entender con alguna precisión lo que el hombre de ciencia significa dentro de la sociedad actual, conviene desde ahora señalar las dos principales figuras típicas con que ese hombre aparece a los ojos del observador atento. Frente al sabio-sacerdote del siglo XIX, hoy el buscador y expositor del saber científico -quede aparte, pues, un tercer tipo, el simulador de la ciencia- se realiza psicológica y socialmente con arreglo a dos esquemas ideales: el sabio-deportista y el sabio-mercenario. Trataré de explicar el sentido de estas dos expresiones.

¿Qué es un deportista? A mi modo de ver, un hombre que con riesgo de su integridad o de su vida se consagra empeñada y alegremente al cumplimiento de tareas que para él -y, por supuesto, para los demás hombres- poseen importancia penúltima. He ahí a Hillary, el alpinista vencedor del Gaurisankar. Que con su proeza arriesgó su vida, nadie será capaz de ponerlo en duda; que, no obstante, se entregó a ella con empeño y alegría, tampoco. ¿Quiere esto decir que para Hillary sea la ascensión al Gaurisankar el más noble y sublime de todos los fines humanos? La meta suprema de la existencia humana, aquello por lo cual ésta se ensalza o se aproxima, como diría Descartes, «a su más alto nivel de perfección», ¿será para él una peregrinación más o menos religiosa a la cúspide del Himalaya? En modo alguno. Pero Hillary era deportista, y a sabiendas de que su empresa no podía constituirse en fin último de la vida del hombre, procedió como si lo fuese. Y como él, tantos y tantos otros.

Pues bien, tal es el proceder de los sabios más ejemplares y representativos de nuestro siglo. Alegre y deportivamente, sin el menor ademán solemne o sacerdotal, no disimulando su ironía frente al hieratismo de sus abuelos científicos, esos hombres consagran con ahínco su vida -muchas veces en equipo, para que el estilo deportivo sea más patente- a la investigación de una parcela de la realidad. En algunas ocasiones, con verdadero riesgo; en otras, sin riesgo visible, pero con visible entusiasmo; casi siempre, con la mesurada, tranquila constancia del que a horas fijas cumple día tras día un gustoso deber vocacional. Visítese un centro de trabajo científico en Bethesda o en Cambridge, en París o en Tubinga, en Tel-Aviv o en Magnitogorsk, y en todas partes se encontrará, estoy seguro, ese mismo espectáculo.

Salvadas excepciones, el sabio-deportista -si se quiere, el deportista de la ciencia- inicia su vigencia social en los años subsiguientes a la Primera Guerra Mundial. Max Planck, que comenzó su vida científica entre sabios-sacerdotes (Helmholtz, Clausius, Boltzmann, Ostwald) y la terminó entre sabios-deportistas (Heisenberg, Schrödinger), supo expresar muy certera y tempranamente esta nueva condición del sabio. En una conferencia del año 1926, significativamente titulada Vom Relativen zum Absoluten -«De lo relativo a lo absoluto»-, y después de negar sin ambages el pretendido carácter absoluto del saber científico, decía el gran físico: «Lo absoluto constituye más bien una meta ideal que (los hombres de ciencia) siempre tenemos ante nosotros, sin poder jamás alcanzarla: un pensamiento tal vez perturbador, al cual debemos resignarnos. Nuestra situación es comparable a la de un alpinista caminante por terreno desconocido, que nunca sabe si tras la cima que ve ante él y hacia la cual penosamente se esfuerza, se alzará otra más alta. Mas tanto para él como para nosotros sirve de consuelo el hecho de que así se asciende y se avanza, y que nada nos impide aproximarnos ilimitadamente a la meta anhelada. Perseguir siempre y configurar cada vez más precisamente esta aproximación es el empeño propio e inabdicable de cualquier ciencia, y así, bien podemos decir, con Lessing: No es la posesión de la verdad, sino el combate victorioso por ella lo que hace feliz al investigador.» Como Lessing, pero sin negar al alma del hombre una posibilidad extracientífica, religiosa, de alcanzar realmente «lo absoluto» -léase su reveladora conferencia Religion und Naturwissenschaft-, Planck proclama el valor sólo penúltimo de la ciencia y lanza la consigna de conquistarlo y gozarlo deportivamente. No, no era un capricho infundado mi apelación al ejemplo de Hillary.

¿Necesitaré recordar que Niels Bohr alternaba la dedicación al fútbol con la elaboración intelectual del genial modelo atómico que lleva su nombre? ¿O que Einstein, el hombre a quien, según el sabroso decir de Ortega, «hasta las constelaciones venían a adularle», expresó más de una vez una idea estrictamente «deportiva» del saber físico? ¿O que Schrödinger -Zubiri supo subrayarlo- se formó, como mozo de la Jugendbewegung, a la sombra del lema: «Camaradería. ¡Abajo las convenciones!»? No hay duda: desde los ilusionados años twenties hasta nuestros menos ilusionados días, los sabios más eminentes y representativos del siglo XX han sido, en el sentido antes consignado, «deportistas de la ciencia». A través de su sencillez cristalina, así nos lo mostraba Severo Ochoa a los oyentes de la sensacional conferencia que hace poco dio en Madrid acerca de la clave bioquímica de la herencia.

Todo ello supone un cambio profundo en la idea que el sabio tiene acerca de su papel en la sociedad y en la historia. Mas no me parece oportuno estudiar esa nueva actitud sin un rápido examen de la segunda de las figuras típicas que más arriba nombré: la del sabio-mercenario o mercenario de la ciencia.

Cuando el sabio-sacerdote se hieratiza demasiado aparatosamente, bien por su propia iniciativa, bien porque la beatería de la sociedad en torno le conduce a ello, su perfil es el del bonzo o santón. Algo tenía de viejo bonzo Rodolfo Virchow, valga su ejemplo, en la medicina alemana de 1900. Cuando el sabio-deportista se degrada moralmente, cuando no le basta esa noble fruición de conquistar lo penúltimo que hemos oído describir a Planck, pronto se convierte en mercenario. Consciente o no de esa penultimidad que a sus ojos posee el saber científico, el sabio-deportista pone su trabajo al servicio -servicio retribuido, claro está, porque ser deportista dista mil leguas de ser asceta del yermo5- de instancias más «últimas» que la ciencia misma; pero no de cualesquiera, sino tan sólo de aquellas que de algún modo casan sin violencia con sus creencias, explícitas o implícitas, fervorosas o tibias, acerca de lo que para él o para cualquier hombre posee real y verdadera ultimidad. La famosa carta de Einstein a Roosevelt sobre la utilización de la energía atómica vendrá inmediatamente a la memoria de todos. El mercenario de la ciencia, en cambio, vende su trabajo a quien mejor se lo pague. Y puesto que la ciencia, hecha técnica, otorga riqueza y poder, véndelo en definitiva a cualquiera de los poderosos que actúan en nombre de creencias o intereses más fuertes y acaso más «últimos» que la dignidad que el sabio-mercenario cree recibir de su investigación personal o de su personal enseñanza.

Se dirá, y con verdad, que el tipo del sabio-mercenario no es nuevo en el mundo moderno. Recuérdese a los varios sabios dieciochescos que en el curso de pocos años sirvieron indistintamente a la Francia de Luis XV, a la Prusia de Federico II y a la Rusia de Catalina; o al francés Proust, llevando a término sus investigaciones químicas en la Academia de Artillería de Segovia. Pero la analogía entre los mercenarios del siglo XVIII y los actuales es más aparente que real. Cualesquiera que fuesen sus diferencias personales, todos aquellos hombres servían a una misma causa espiritual e histórica, la causa de la «razón»; más o menos religiosamente entendido, el servicio a la raison, tal como su siglo la concibe, unifica entonces a la mayor parte de los sabios de Europa, sea París, Berlín o San Petersburgo la sede de sus emolumentos y sus desvelos. ¿Puede decirse esto de quienes hoy viven como mercenarios de la ciencia? No lo creo. Queden aparte los que dignamente trabajan en un país cualquiera porque forzosidades de orden político, técnico o económico no les dejaron trabajar en el suyo. Entre los restantes, no será difícil descubrir los no escasos para los cuales la ciencia es cínicamente, si vale decirlo así, una penultimidad exenta de ultimidades, una mercancía vendible al mejor postor. Y así lo demuestra el hecho de que, en la medida a que su propia habilidad científica alcanza, son capaces de ponerla por dinero al servicio de las concepciones del mundo y las ideologías políticas más agriamente opuestas entre sí.

En tal conducta son fácilmente discernibles dos momentos: uno personal, la peculiar instalación de cada sabio frente a un problema que, después de todo, posee un inequívoco carácter moral; otro típico, dependiente de la significación y el valor que el mundo actual y el propio hombre de ciencia atribuyen al saber científico. Algo de común tienen el sabio-deportista y el sabio-mercenario, y en no pocos casos no será cosa fácil colocar al investigador contemporáneo bajo una u otra de esas dos etiquetas. ¿Qué pasa en nuestro siglo para que los dos principales tipos sociológicos del sabio sean los ahora descritos? ¿Por qué entre ellos hay, en la realidad empírica de la sociedad occidental y de la sociedad marxista, una tan indudable transición continua? Tales son las interrogaciones que ahora importan.

Mi respuesta a una y otra dice así: porque la ciencia, que en la sociedad secularizada del siglo XIX desempeñaba el papel de un verdadero sacramentum, se ha convertido durante el nuestro en una profesión desacralizada y penúltima. En cierto sentido, la secularización de la sociedad se ha hecho más radical, porque afecta tanto a la religión propiamente dicha como a las seudorreligiones que a modo de sucedáneos la habían remplazado. El hombre de nuestro siglo ha hecho recta o torcidamente la experiencia vital de su propia contingencia (Merleau-Ponty); y quien así vive, puede, desde luego, admitir la existencia de un Dios misteriosamente trascendente al mundo, pero no el imperio de dioses o ídolos inmanentes a él. No vacilo en afirmar que a la postre esto ha sido un bien -un bien, eso sí, harto incómodo, como empiezan siéndolo casi todos los bienes auténticos-, y pienso que no sería difícil dar una prometedora versión católica a la distinción conceptual y axiológica de Gogarten entre «secularización» y «secularismo». En otro sentido, tan radical secularización de la vida social e histórica -«desilusión del alma», la llamó Ortega en el epílogo a El tema de nuestro tiempo- ha dejado al hombre en total franquía, ya para un cultivo entusiasta de lo penúltimo a sabiendas de que lo es, ya para su instalación personal más o menos cínica o angustiada en una penultimidad sin horizontes hacia regiones que la trasciendan. De ahí la actual coincidencia de cristianos, marxistas, deístas, agnósticos e indecisos en el estilo histórico de la «deportividad», y la mencionada transición real entre el sabio-deportista y el sabio-mercenario.

El cultivo de la ciencia, profesión desacralizada y penúltima. Hombre de ciencia es hoy quien con inteligencia egregia o gregaria aprende unas técnicas de trabajo -las del laboratorio físico o las de la comprensión fina del pasado- y las emplea, unas veces con vocación esclarecida, otras como cotidiano recurso pro pane lucrando, en la investigación metódica de lo que en sí misma es o parece ser una parcela de la realidad. Nada más. Textos como los de Fichte y Hegel antes transcritos conmoverán tal vez al sabio-deportista y harán reír con fácil sarcasmo al sabio-mercenario; pero ni a uno ni a otro parecerá que esas palabras solemnes y augúrales «van con ellos». Lo cual no habría acontecido hace ochenta años, es bien seguro, aunque el sabio lector de entonces -un Helmholtz, un Virchow- se hallase muy lejos de confesar el idealismo fichteano o el hegeliano.

Así profesionalmente cualificado, ¿qué es lo que el hombre de ciencia cree dar a la sociedad y qué es lo que la sociedad espera del hombre de ciencia? A mi juicio, los cinco siguientes bienes:

1.º Holgura de la existencia física, bienestar, comodidad para la satisfacción de las necesidades vitales : tal es la cosecha que incesante y crecientemente vienen ofreciendo las ciencias aplicadas, y el más inmediatamente visible entre todos los beneficios sociales del saber científico. Bastará mencionar los nombres de unas cuantas de esas necesidades -nutrición, actividad sensorial, defensa frente a la inclemencia ambiente, reposo, traslación en el espacio, comunicación interpersonal, lucha contra la enfermedad-, para que acudan a las mientes las innumerables técnicas que en orden a la satisfacción amplia y cómoda de cada una han inventado los hombres de ciencia durante los últimos decenios. Viendo que en sólo trescientos años casi ha llegado a triplicarse la pervivencia media del individuo humano, y que un satélite artificial permite a los hombres enviar en torno al planeta el sonido de sus palabras y fidelísimas imágenes de su cuerpo, ¿no creería Descartes en buena parte cumplido el esperanzado vaticinio que él escribió como remate de su Discurso del método?

2.º Poder. Tantum possumus quantum scimus, dijo Sir Francis Bacon en el siglo XVII. Desde entonces, mil y mil veces ha sido repetida tan sentencia. Parece, sin embargo, que su indudable verdad no ha llegado a ser patente y plenaria hasta nuestro siglo. Todavía en el pasado, los guerrilleros españoles, tan escasamente técnicos, podían vencer a fuerza de astucia y coraje a infantes y artilleros discípulos de Laplace y Monge. Pero frente al poderío bélico que la ciencia actual garantiza a quien de veras la posee -no será preciso nombrar una por una las distintas bombas «atómicas»-, ¿qué guerrillas serían capaces de subsistir?

Claro que la ciencia no da poder al hombre privado en cuanto tal: nada hubiese podido hacer el mismísimo Einstein frente a un gun-man cualquiera dispuesto a agredirle. El poder lo otorga al hombre en cuanto éste pertenece a una comunidad capaz en medida suficiente de hacer ciencia y técnica, y dotada a la vez de firme vocación de mando: de ahí que las fórmulas científicas que garantizan el ejercicio violento del poder sean hoy preciadísimos arcana imperii, genuinos «secretos de Estado». He oído decir que el gran matemático von Neumann, muerto hace pocos años en Washington, a consecuencia de un cáncer inoperable, pasó muchas de sus últimas horas revelando secretísimamente a un pequeño grupo de altos jefes de la Marina norteamericana todos sus saberes hasta entonces no publicados. No cabe una confirmación más patética de la verdad contenida en el aserto baconiano.

3.º Dignidad. El saber científico -por sí mismo, sin necesidad de realización técnica- ennoblece a quien lo posee, aunque éste no haya contribuido a conquistarlo. Hacia afuera, tal dignidad se manifiesta como prestigio. Basta, para advertirlo, observar cómo los ciudadanos de los Estados Unidos y de la Unión Soviética -y por extensión, los amigos de uno o de otro de esos pueblos- participan en las vicisitudes de la actual conquista del espacio cósmico. O, sin salir de nuestra frontera, el curioso alivio que el premio Nobel de Cajal trajo a las almas de tantos españoles a quienes nada importaba la ciencia histológica. Más quilates tiene la dignidad que internamente concede el saber científico. Este no permite al hombre gritar quijotesca y unamunianamente «Yo sé quien soy», porque la ciencia, en el sentido con que esta palabra suele usarse, no entiende de «quiénes»; pero sí le ayuda a decir con fundamento «Yo sé lo que soy»: qué es su condición humana y el mundo en que él existe, dónde está cósmica e históricamente su persona, cuáles son sus posibilidades y límites reales. Aunque a regañadientes, porque ellos son más hombres de «quiénes» que hombres de «qués», hasta los españoles más tradicionales van reconociendo esta virtualidad dignificadora de la ciencia.

4.º Libertad. Predecir o imaginar el ocio que las técnicas científicas van a regalar o están regalando a los hombres, sometidos hasta hoy a la forzosidad del trabajo casi todas las horas del día, constituye uno de los más difundidos tópicos de nuestro tiempo. La ciencia «libera» en alguna medida de la servidumbre al trabajo, abre nuevas posibilidades a la vida, otorga libertad. Más cuestionable parece ser mente adentro la capacidad liberadora de la ciencia. Saber científicamente una cosa, ¿no es por ventura sentirse obligado a pensar que lo que se sabe «es así» y no puede ser de otro modo? ¿No llamó Lamartine chaînes de la pensée humaine a las matemáticas, prototipo del saber científico? Pero no hay que dejarse llevar por las apariencias. Incluso en este orden, la ciencia ayuda al ejercicio real de la libertad; y no sólo porque nos hace más lúcidos en cuanto a tal ejercicio, sino, sobre todo, porque orienta de algún modo nuestra acción en el mundo, ordena con eficacia el paso, no siempre fácil, de la «aspiración» al «proyecto» y dirige sin forzosidad, a manera de praeambulum, la incardinación de lo penúltimo en lo que es o nos parece ser de veras último6. Por la ciencia -esta ciencia de hoy, tan alegremente convicta de penultimidad- llega a sernos razonable nuestra contingencia. Y hoy sabe cualquiera, contra la miope y apresurada sentencia de Lamartine, que tanto respecto de su génesis como respecto de su alcance, el saber matemático se mueve en el elemento de la libertad.

5.º Quehablar. Permítaseme introducir y substantivar el neologismo verbal «quehablar», gemelo y complementario de «quehacer». Nos dan quehacer las cosas cuando nos obligan al esfuerzo laborioso; nos dan quehablar cuando sirven de pábulo a nuestra conversación, cuando nos incitan a ocuparnos verbalmente de ellas. Sin cosas de que hablar, ¿qué terrible océano de tedio sería nuestra vida? Pues bien, acontece que la ciencia, a medida que hace menor el quehacer del hombre, va incrementando su quehablar. La teoría de la relatividad, la fisión del átomo, la evolución biológica, la síntesis de la materia viva y el origen del hombre han sido y son en nuestro siglo, entre tantos otros, frecuentes temas de conversación. Si el siglo XVIII tuvo por obra de Algarotti un Newtonianismo per le signore, nuestro siglo tiene gracias a Jacobo von Uexküll unas Cartas biológicas a una dama, para no mentar el aluvión, no siempre exento de valor, de los libros y las revistas de science-fiction. La ciencia ilusiona, hace volar, hechas palabra, las imaginaciones más plantígradas, da quehablar.

Comodidad vital, poder, dignidad, libertad, materia coloquial: todo esto brinda hoy la ciencia al hombre. Lo que no le brinda es la promesa, a la postre falsa, de una acción redentora respecto de sus menesterosidades más radicales -porque el bienestar no es y no puede ser la felicidad, y mucho menos la felicidad plenaria-, ni tampoco un ersatz de la religión, porque el saber científico ha vuelto a ser en la mente de todos un saber penúltimo. Repetiré mi fórmula: la ciencia es hoy una profesión sin duda nobilísima, pero desacralizada y penúltima. Profesión, no sacerdocio; ordenado trabajo cotidiano, económicamente atendido por el Estado y las empresas industriales -mal, cuando el saber científico no interesa de veras; con el decoro suficiente, cuando interesa- o por el mecenazgo espontáneo de la sociedad. Pero la profesión de conquistar verdades acerca mucho más que casi todas las restantes a ese fondo de la vida en que se manifiesta la índole moral de las acciones y los hábitos; y así acaece que el hombre de ciencia actual, muy lejos de creerse sabio-sacerdote, se siente a veces en el honroso deber de denunciar la falsedad, la injusticia y la crueldad que tantas veces hay en el mundo en que vive. Surge así, junto al deportista y al mercenario, un nuevo tipo de sabio: el sabio-denunciante moral. Los nombres de Einstein, Bertrand Russell, Oppenheimer, Mitscherlich y C. Fr. von Weizsäcker ilustran muy bien, creo, lo que esa expresión concretamente significa7.

Escribía Renan en L'avenir de la science: «Sólo la ciencia dará a la humanidad eso sin lo cual ésta no puede vivir: un símbolo y una ley.» No creo que hoy fuesen muchos los que suscribieran convencidos esta optimista sentencia. Cuando los necesita, la humanidad busca sus símbolos allende la ciencia o se atiene a los que desde más allá de la ciencia hayan venido a ella; y una ley moral sólo en la ciencia inspirada, tal vez se hallase mucho más cerca del temible summum ius que de la deseable equidad. Pero si no símbolo y ley, la ciencia está dando a los hombres cosas nada retóricas y muy reales: hacia afuera, la posibilidad de llegar a otros planetas, y tal vez de instalarse algún tiempo en ellos; sobre la tierra, vida más larga y cómoda; en el interior del alma, dignidad auténtica -no por penúltima menos real- y verdadera libertad. Pienso que no es poco.





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