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El hombre menguado o El carlista en la proclamación


Mariano José de Larra




Tal del pobrete
la rabia fue,
tal cachetina
siguió después.
Que mal ferido,
zurrado bien,
allí entre el lodo
me le dejé.


Moratín                






Horas menguadas debe de haber, dice Moratín, y hombres menguados debe de haber, decía yo para mí, el día de la proclamación, reparando en una extraña figura que, parada en una esquina de esta gran capital, volvía y revolvía los ojos a todas partes como quien busca alguna cosa y no la encuentra. «¿Si será -dije yo entre mí- algún Carlista que anda buscando su partido?» Y no fue temeraria creencia, porque el hombre buscaba tan por menor como don Simplicio Bobadilla busca fantasmas en la Pata de Cabra por entre las rendijas del antiguo sillón. Muérome yo por las descripciones y tengo de describir al hombre menguado que vi el jueves. Era el sombrero redondo, o lo había sido, alto de copa, y tan alto que más que sombrero parecía coroza; la cabeza chica y achatada por delante y por detrás, más a guisa de plato que de cabeza; podría caber en ella todo lo más una idea, y esa no muy grande; los ojos, como la intención, atravesados y hundidos; la nariz aplastada, señal de respiración difícil; gran patilla entre portugués y guerrillero; los pies como de persona que no anda muy derecha, las manos de ave de rapiña, vivo encarnado en pantalón azul, capa no de estas que se roban, sino con las cuales se roba, y el traje todo de moda atrasada porque las gentes de ese partido nunca están muy al corriente. Corto de vista si los hay, como aquel que está acostumbrado a poca luz y le ofende la de un día claro. -«¡Carlista!» -dije yo para mí-. «¡Carlista!» -Acerqueme al arrimón, que lo estaba siendo a la sazón efectivamente de la casa más inmediata, porque es de advertir que estas gentes se andan agarrando ya a las paredes. Fumaba el buen hombre y fumaba de lo malo, de a seis maravedís, quién sabe si por no poderse acostumbrar a lo bueno, quién sabe si por andar haciendo economías en su gasto, en vista de la repentina falta de arbitrios de aquel día. El cigarro es uno de los vínculos que hermana a los españoles y que reúnen a los partidos, por el espacio a lo menos necesario para encender. Cuán fácil sea, por otra parte, provocar y enlazar una conversación al encender un cigarro, eso sólo Dios lo sabe y un fumador. Héteme, pues, hablando con mi hombre menguado a la faz de las nubes, porque sol no le había aún por entonces.

-¿Me haría usted el favor de la lumbre? -le dije de buenas a primeras.

-Sí, señor.

Quitole en seguida al cigarro la ceniza que sobraba, añadiendo con ronca voz:

-Bueno es quitar estorbos de delante.

Y miró a todas partes por ver si venía ya la proclamación.

-¿Le estorbaba a usted algo, amigo?

-Y aun algos.

-¡Cosa rara! -dije yo para mí-; ha leído a Cervantes.

-Mal día parece que hace hoy -añadió en seguida mirando al cielo.

-¿No le gusta a usted el día éste? ¿Eh?

-Anubarrado está...

-Es que hoy sale el sol más tarde, pero saldrá.

-Puede. Cosas ve uno en estos tiempos...

-¿Sabía usted novedades?

-Apenas.

-¿Qué hay de Merino? -le dije yo.

-Alistando a la gente buena, señor, que le sigue toda voluntaria, pena de la vida. Dicen que los seduce, pero vótova!...

-Vea usted qué falso testimonio, camarada -repuse yo-; si dijeran que los fusila!... ¿Sabe usted si ha dado alguna acción?

-Sí, señor; ya ha tenido un encuentro.

-¿Con el ejército? ¿Con alguna crecida división?

-No, señor; con el correo.

-¡Pícaro correo! ¡Sería un canalla! ¡Es idea! Andar llevando y trayendo cartas de todo el mundo... ¿Para qué queremos correos? ¿Hay más que cada uno coja sus cartas y las lleve en persona al sujeto a quien escriba?

-Eso digo yo, y no esas pamemas, y esas sillas de posta...

-Diga usted, ¿y fué reñido el combate?

-¿Qué? No, señor.

-¡Sería algún cobarde el correo!

-Por supuesto. Le atacaron por delante como unos quinientos no más...

-¿A él solo?

-Sí, señor, y quinientos por la espalda.

-¿Y lo vencieron?

-Al momento.

-Y quedarían en poder del vencedor...

-Todas las cartas.

-¡Gran destrozo! ¡Memorable jornada! ¿Vendrá a Madrid, después de esa victoria?

-No, señor; no le prueban los pueblos grandes; ¡como está achacoso!

-Dicen que en Segovia ha cogido prisioneras muchas raciones de pan.

-Ya ve usted, ¡la gente ha de comer!

-Como que a eso se va.

-Clarito.

-Decían que hoy se levantaban en Madrid...

-¿En Madrid? Calle usted. Aquí ya se ha levantado todo lo que se ha de levantar... Pero, mire usted; usted me parece de los nuestros, porque viene usted mal arropado (y era verdad, que por hablar con estas gentes aquel día y explorar su parecer sin miedo de parecerles sospechoso, púseme una capa vieja y un viejísimo sombrero).

-Bueno -prosiguió el hombre-. Aunque oiga usted la proclamación, no haga usted caso, porque no la proclaman.

-Con que si oigo la proclamación ¿es señal de que no la proclaman?

-Eso es.

-Bueno.

-Y aunque la vea usted reinar, no crea usted nada, porque no reina.

-Bueno.

-Y aunque usted vea franceses...

-Puede que no sean precisos...

-Pues aunque usted los vea, diga usted que no vienen.

-¿Aunque los vea?

-Aunque los vea usted.

-¡Bueno! Diga usted, y si le veo a usted, ¿he de decir que le veo, o que no le veo?

-Nada, mentira; que el partido del emperador don Carlos V, que felizmente reina en Marvaon, corte portuguesa de España, es el partido donde se cree a ojos cerrados... Ahí está la fe, y si me apura usted, la esperanza.

-Váyase por la paz y la caridad que tienen los otros. Y diga usted: ¿se sabe qué hace S. M. I. en Marvaon?

-Sí, señor; está aprendiendo portugués para gobernar a los españoles... y dar un ataque al ejército de observación. ¿No ve usted que si habláramos todos una lengua, luego nos entenderíamos?...

-Dice usted bien, amigo.

Y aquí me dió el hombre un puñado de mano, como quien dice: ¡la cosa es nuestra!

En esto, venía ya andando hacia nosotros la proclamación, y gritaban las gentes por delante: «¡Viva Isabel II!»

-¿Qué dice usted a esto, amigo? -le pregunté.

-No oigo nada, caballero. Y si acaso oigo, que no estoy seguro..., ¡gente pagada!

-Por supuesto -dije yo para mí-, los de Merino no es gente pagada, porque donde hay dinero se cobran ellos...

-Vámonos de aquí -me dijo mi compañero-; estas grandes concurrencias me revientan.

Pero ya no era posible; iba ya envuelto mi hombre en la turba; llevábanle las oleadas de aquí para allí, que era un contento, como pluma que lleva el aire. Aprovechéme entonces de la ocasión para separarme un tanto de él; si bien sin perderle de vista. Pero, ¡cuál fue mi alborozo y mi risa cuando vi a mi hombre haciendo parte de la turba entusiasmada! Dábale una moneda de la proclamación en las narices, y acudía prestamente con la mano a sacudírsela, como calvo a quien pica importuna mosca. Añada a esto el lector que como él era el único que, a pesar de viento y marea, trataba de andar contra la corriente y salirse de la gresca, no había movimiento suyo que no encontrase con el de algún otro. Pellizcábale un chico en una pierna por coger un real; dábale un cachete en un ojo el que iba a atrapar al aire una peseta; hundíale el ancho sombrero hasta las cejas un alto hombrón que alargaba el brazo encima de él. No hubo caballo que, como por instinto, no lo acocease. Llovía, en una palabra, encima de él la causa entera de la legitimidad. Gemía, bufaba, maldecía y lloraba en nombre del Emperador, y yo también lloraba, pero de risa.

Tal fue, en fin, la cachetina, tan grande el enredo y la confusión, tanto el bregar y combatir del hombre menguado, que de un momento a otro vi desaparecer de entre la multitud su magullada cabeza, como se ve hundirse y desaparecer de la superficie de las olas alteradas, el leve barquichuelo que naufraga junto a la playa enemiga. Un grito oí, sin embargo, agudo, penetrante, carlista, que exclamó al desaparecer su cabeza de mi vista:

-¡No la proclaman, no!

Y al mismo tiempo clamaba la efervescencia popular, acacheteando al menguado, sin saberlo:

-¡Viva Isabel II!





Revista Española, n.º 27, de octubre de 1833.






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