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El hombre y la estatua

(A propósito de un cuento de Rubén Darío)

Mariano Baquero Goyanes






- I -

El escultor Pigmalión, como es bien sabido, acabó por enamorarse de su más bella estatua, la de Galatea. Desde entonces, la literatura universal tuvo a su disposición un mito más del que extraer refinadas y complejas variaciones. En todas ellas el motivo permanente vendría dado por la relación hombre-estatua, configurada precisamente como amorosa. De no ser así, no podríamos hablar de Pigmalión y Galatea, aunque siguiéramos encontrando la pareja hombre-estatua. Por el contrario, estaríamos ante versiones tan sombrías y trágicas de esa relación como las que puedan suponer todos los antecedentes, entronques y derivaciones del mito de Don Juan, referido no a su conducta amorosa, sino a su irreverente actitud frente a la fúnebre escultura del Comendador.

En tal zona literaria habría que incluir aquellas variantes en que el hombre hace burla o escarnio de la estatua, y es castigado por ésta. En alguna ocasión se combina con el ademán de la burla, el de la relación amorosa, cuando el burlador es hombre y la estatua escarnecida es de una mujer, bella e inerte en la quietud de su piedra. Recuérdese la leyenda «El beso», de Gustavo Adolfo Bécquer: Durante la guerra de la Independencia el ejército francés se apodera de Toledo. En una iglesia, un capitán francés descubre un sepulcro con dos figuras yacentes de mármol: un guerrero y su esposa. Se enamora, extraña y obsesivamente, de la «dama de piedra», en forma tal que es inevitable recordar el mito de Pigmalión, y así lo hace el narrador por boca de uno de los personajes. Un oficial comenta: «De tal modo te explicas que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea». Y el capitán responde: «Por mi parte, puedo deciros que siempre la creía una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego».

Por la noche, cuando los oficiales y el capitán se reúnen en la iglesia y beben abundantemente al lado de las esculturas fúnebres, excitados por las libaciones llegan a escarnecerlas. En principio, el capitán invita a beber al guerrero yacente y derrama una copa de vino por sus «barbas de piedra». (La escena se relaciona indudablemente con las muy semejantes de Don Juan y la estatua del Comendador.) Después, el capitán, víctima de insensata exaltación, decide dar un beso a la hermosa estatua femenina. Cuando va a hacerlo, es derribado por un golpe que la estatua del guerrero le da con su mano de piedra.

Viene todo esto a cuento -y nunca mejor empleada la expresión- de uno de los más conocidos relatos breves de Rubén Darío, «La muerte de la emperatriz de la China». Es quizá, de entre todos los que escribió, uno de los que más inequívocamente puede ser calificado de cuento, en contraste con otros, muchos más allegables al poema en prosa.




- II -

La trama de «La muerte de la emperatriz de la China» no puede ser más amable y ligera, pese al burlesco equívoco de su título, que pudiera hacer pensar, a primera vista, en un cuento trágico.

En un ambiente que bien podría ser el de París -por más que sólo se hable de «la gran ciudad»-, se describe el apasionado idilio de un joven matrimonio: Recaredo y Suzette. Él es escultor, muy aficionado a las «japonerías y chinerías». Cuando un amigo suyo le envía desde Hong Kong un «fino busto de porcelana» que representa a «la emperatriz de la China», Recaredo le dedica toda su amorosa atención, con olvido, incluso, de la que debe a su mujer. Ésta, al fin, le da a conocer sus celos, y Recaredo, para demostrar que sigue amándola, accede a que «aparte para siempre» a su rival. Entonces Suzette rompe en mil pedazos el busto de «la emperatriz de la China», y recupera así el amor de su marido.

Al viejo motivo de Pigmalión y Galatea se ha añadido aquí un elemento relativamente nuevo: el de los celos que padece la mujer del escultor, al ver a éste enamorado de una estatua femenina. De esta forma, el cuento de Rubén, de aire muy francés, da entrada a un nuevo personaje, con el cual queda completado el clásico triángulo de esposa, marido y amante. Al asumir la emperatriz de la China este último papel, consigue Rubén un tono amable y frívolo que contrasta vivamente con el trágico de «El beso», de Bécquer. El hecho de que Rubén haya sustituido la marmórea estatua yacente de la tradicional temática, por ese casi juguete o miniatura de porcelana, que es el busto de la emperatriz, resulta muy expresivo con referencia a la delicadeza, fragilidad y levedad característica del relato, tanto en lo que atañe a su contenido como a su forma. El gusto rubeniano por el orientalismo de signo francés -los Goncourt, Loti- determinó el que las clásicas Galateas de antaño se hayan visto sustituidas por esa escueta figurilla de la emperatriz china, suscitadora de la amorosa adoración de Recaredo, precisamente por su aire exótico. La rival de Suzette había de ser un tipo distinto de mujer, una mujer de otra raza, de otro estilo y condición.

El interés que para mí tiene, temáticamente considerado, el ligero cuento rubeniano, reside en la introducción de ese nuevo personaje, que es la mujer del escultor, en el antiguo motivo de Pigmalión y Galatea. Es justamente esta variante, esta nueva situación, la que me ha hecho pensar en otras dos narraciones cortas, muy distintas de la de Rubén, y sin embargo, relacionables con ella: «La Vénus d'Ille», de Prosper Mérimée, y The last of the Valerii, de Henry James.




- III -

Me apresuraré a advertir que al aproximar estas tres narraciones, no pretendo establecer ninguna relación de causa a efecto. Un elemental planteamiento cronológico nos haría ver que, de haber existido alguna posible -aunque, en mi opinión, muy dudosa- influencia, ésta tendría que haber llegado a Rubén en 1888 (fecha de Azul..., donde aparece «La emperatriz»), desde la obra de Mérimée -que es de 1837-, pasando por la de Henry James -de 1874-. En el mejor de los casos, podría suponerse que Rubén -tan devoto de la literatura francesa- conoció el cuento de Mérimée. Menos probable me parece que tuviera noticia del de Henry James, con ser, sin embargo, el que más se acerca a «La muerte de la emperatriz».

Como quiera que sea, no siento personal interés ni inquietud por la determinación de las «fuentes» del cuento de Rubén, y si en estas páginas intento ponerlo en relación con los de Mérimée y James, es sólo a efectos de comparación temática, más para extraer diferencias que para buscar forzadas semejanzas. Éstas vendrían dadas por la presencia, en los tres relatos, del antiguo esquema del hombre y la estatua femenina, complicado ahora por la incorporación de la esposa como nuevo personaje.

Para proceder con cierto orden, conviene recordar al lector el esquema argumental de «La Vénus d'Ille»: En el pueblo de este nombre, en el Pirineo francés, M. de Peyrehorade, al desarraigar un viejo olivo que se había helado, encuentra, bajo tierra, una bella y gran estatua clásica de bronce, representando la figura de Venus. El entusiasmo de M. de Peyrehorade por la Venus de Ille, contrasta con el temor y aversión que por ella sienten muchos de sus convecinos, ya que al ser desenterrada e izada con una cuerda, la estatua cayó pesadamente y rompió la pierna de uno de los trabajadores, Jean Coll. En otra ocasión, cuando un vecino lanza una piedra contra la estatua -colocada ya, sobre un pedestal, en la finca de Peyrehorade-, se produce un rebote sobre el bronce y la piedra es devuelta contra la cabeza del ofensor. (Una situación como ésta podría relacionarse con las ya vistas de los castigos que las estatuas afrentadas infligen a sus escarnecedores.)

El hijo de Peyrehorade, un rústico patán ávido de dinero, va a contraer matrimonio con Mlle. de Puygarrig, una rica heredera. El mismo día de la boda y en el frontón que hay en la finca, el novio, antes de acudir a la ceremonia, juega una partida de pelota con unos hábiles contrincantes españoles, unos aragoneses y navarros. Como al joven Peyrehorade le moleste la sortija de esponsales para jugar, se la quita momentáneamente y la coloca en el dedo anular de la mano que tiene levantada la Venus, situada en lugar cercano al del juego. Más tarde, cuando el novio llega al lugar donde ha de celebrarse la ceremonia matrimonial, se da cuenta de que ha olvidado el anillo. Está ya demasiado lejos para volver por él, y se sirve de otro. Además, el joven Peyrehorade quiere evitar que se sepa el incidente, que se conozca su distracción, pues podrían burlarse de él y llamarle «el marido de la estatua».

Cuando regresa a la casa, el joven Peyrehorade informa al narrador -el relato está en primera persona, la de un viajero que llega a Ille y se aloja con esa familia amiga- de que no le es posible recuperar la sortija, ya que la Venus ha doblado el dedo, ha cerrado la antes extendida mano. El novio, horrorizado, dice que la Venus es ya su mujer, puesto que él le ha dado su anillo y ella no quiere devolverlo. El narrador cree que el mozo se encuentra embriagado, pero a la mañana siguiente todos descubren con horror que el novio ha muerto en el lecho matrimonial como si hubiera sido estrangulado en un círculo de hierro. En el suelo se encuentra la perdida sortija de esponsales. El horror aumenta cuando la pobre esposa, y viuda ya, del joven Peyrehorade, cuenta cómo vio entrar en el lecho a la estatua de la Venus y abrazar a su marido durante toda la noche. Al cantar el gallo, la estatua saltó del lecho, dejó caer el cadáver del joven y partió.

Con evidente arte Mérimée supo combinar los elementos fantásticos del relato con los de tono realista, para que el desarrollo de la trágica historia estuviese siempre situado en un plano deliberadamente ambiguo. Así, la historia del anillo y la de la aparición de la estatua son puestas en boca de dos personajes, y no presentadas objetivamente o, en este caso, como algo contemplado por el narrador. El hecho, asimismo, de que, al lograr el triunfo el joven Peyrehorade en su partida de pelota contra un irascible rival aragonés, éste se mostrase encolerizado y amenazara con vengarse, determina el que, en principio, se interprete la muerte del novio como un crimen cometido por el jugador derrotado. Éste es hecho preso, pero puesto rápidamente en libertad, tan pronto como se comprueba la autenticidad de su coartada. De ahí, el tono misterioso del relato, cuyo horror crece, en cierto modo, con tales adiciones, por cuanto éstas parece que podrían explicar en forma natural lo que se configura como sobrenatural. Al fracasar, realmente, tales explicaciones, se acentúa el carácter fantástico de la obra.

Sobre las fuentes de la misma se ha escrito bastante. Ya Víctor Said Armesto en su conocido libro La leyenda de Don Juan, y en el capítulo VI, «Muertos y estatuas», tuvo ocasión de ocuparse de la que él llama arcaica leyenda de «La Venus y el anillo», inspiradora, entre otras obras, de «La estatua de mármol», del Barón de Eichendorff; «La Vénus d'Ille», de Mérimée; la ópera Zampa, de Mélesville, etc. Alude, asimismo, Said Armesto a cómo Heine recogió tal leyenda del libro Mons Beneris, de Kornmann; citando entre sus antecedentes las Disquisiciones mágicas del jesuita español Martín del Río, más otras versiones como la contenida en un viejo fabliau francés, De celui qui espousa l'ymage de pierre, y las que supondrían el tratamiento del tema «a lo divino», de Vicente de Beauvais, Gautier de Coincy, Gonzalo de Berceo y Alfonso X el Sabio. En ellas es la Virgen la que ocupa el lugar de Venus, al considerar espiritualmente desposado con ella al novio que tal voto o promesa había hecho.

Por su parte, Pierre Josserand, anotador de una edición moderna (Gallimard, París, 1964) de «La Vénus d'Ille», recuerda como Mérimée dijo haber leído la historia hacía mucho tiempo en Pontanus. Se trata de un autor de difícil identificación, ya que casi una veintena de escritores entre el siglo XV y el XVII han llevado ese nombre. Como quiera que sea, señala Josserand, la historia se encuentra en muchos autores: Henry Knighton, Ralph de Diceto, el jesuita P. Bidermann, etc., y mucho antes, en un relato del cronista inglés del siglo XII, Guillermo de Malmesbury.

Dejemos a un lado esta cuestión, ya que aquí lo que realmente nos importa es la comparación de «La Vénus d'Ille» con el cuento de Rubén y con la novela corta de Henry James. Y la verdad es que estas dos narraciones se alejan ya mucho del trágico y fantástico tema que, con tanto arte, recogió Mérimée.




- IV -

La narración de Henry James, The last of the Valerii, está, como la de Mérimée, narrada en primera persona. El narrador cuenta cómo su ahijada, una moderna muchacha norteamericana, se casa en Roma con el conde Marco Valeri. Instalado el matrimonio en la espléndida mansión del aristócrata italiano, Villa Valeri, la joven esposa, Marta, organiza una serie de excavaciones arqueológicas en sus dominios. En principio, Valeri se muestra hostil al proyecto, ya que no le parece bien turbar el reposo de los dioses antiguos. Se adivina, entonces, en las palabras del conde, que éste parece creer en esas viejas divinidades. Una de ellas, una bellísima Juno de piedra, es extraída de la tierra y, en seguida, suscita la amorosa adoración del conde. Con una mayor complicación y matices que en el caso de «La emperatriz», surgen los celos en Marta o, más bien, su tristeza al comprobar que su marido no se ocupa ya de ella. Marta no parece contar en la vida de Valeri, absorbido como éste se encuentra siempre en la adoración a la Juno y, sobre todo, en su obsesivo deseo de volver a las creencias paganas. Ante el atroz sesgo que las cosas van tomando y que parece empujar a Valeri a la locura, Marta ordena a los obreros de las excavaciones que vuelvan a enterrar la estatua de Juno. El acto de depositarla en una zanja y de recubrirla de tierra, tiene un aire fúnebremente poético, y equivale, en versión seria y noble, al momento en que Suzette rompe y pisotea el busto de la emperatriz de la China.

Resumidas ya las tramas de los tres relatos, se ve con claridad en qué puntos coinciden y en cuáles divergen. La narración de James coincide con la de Rubén en la situación conflictiva de celos, de desavenencia conyugal, que la estatua provoca al atraer la atención del marido y suscitar la irritación de la esposa. La divergencia fundamental viene dada por el tono serio y melancólico del relato norteamericano, que tan vivamente contrasta con el amable y frívolo de «La muerte de la emperatriz». Por otro lado, aquí no se trata de ninguna diosa antigua, sino tan sólo de un busto femenino oriental. En cambio, la narración de Mérimée sí coincide con la de James en ese punto: el de tratarse en ambos casos de dos diosas de la antigüedad, Venus y Juno (la esposa de Júpiter), representadas escultóricamente. En la narración francesa la estatua suscita el entusiasmo y casi adoración de Peyrehorade padre y el terror, más bien, del hijo. En la obra de James, la figura de Juno fascina al conde y actúa de sentimental obstáculo entre él y su esposa. En el relato de Mérimée no ocurre nada de esto, ya que la interposición de la estatua entre el marido y la mujer se produce en forma sobrenatural y violenta. El trágico desenlace del relato supone algo así como el triunfo de la estatua sobre el hombre -en coincidencia con lo observable, en otro plano, en «El beso» o en las tradicionales versiones de Don Juan-; en tanto que en los relatos de James y de Rubén es el hombre (o, más bien, la mujer) quien triunfa sobre la última, matándola, aniquilándola: inhumación de Juno o desmenuzamiento de la emperatriz.

El conflicto entre el hombre y la estatua, lo animado y lo inanimado, adquiere una configuración romántica y poderosamente trágica en Mérimée; un aire melancólico y noblemente humanístico en James; y un desenfado, color y musicalidad modernista en Rubén. Para éste el tema ha quedado reducido casi a la categoría de un divertido juguete. Se diría que la reducción operada en el paso de las imponentes estatuas en bronce o piedra de Venus y Juno, a la frágil porcelana del pequeño busto de la emperatriz chinesca, ha repercutido en el paralelo achicamiento de las dimensiones del relato, en la contracción de la que era trágica o por lo menos grave historia en Mérimée y en James, a las proporciones de un bien trabajado esmalte o miniatura. Del friso se ha pasado al camafeo.




- V -

Los puntos en que coinciden las tres narraciones son fácilmente determinables, quizá por afectar a lo más externo y anecdótico. Así, puede observarse la especial atención que Rubén y, sobre todo, Mérimée y James conceden a la mirada, a los ojos de sus respectivas estatuas. La nota de misterio, de fascinación se repite una y otra vez. En Rubén se lee: «¿Qué manos de artista asiático habían modelado aquellas formas atrayentes de misterio? Era una cabellera recogida y apretada, una faz enigmática, ojos bajos y extraños, de princesa celeste, sonrisa de esfinge, cuello erguido sobre los hombros colombinos, cubiertos por una onda de seda bordada de dragones, todo dando magia a la porcelana blanca, con tonos de cera inmaculada y cándida».

La mirada de la Venus de Ille es tan inquietante que nadie se atreve a sostenerla: «Hay que bajar los ojos, al mirarla»; lo cual es consecuencia de la fijeza que ella pone al mirar con sus grandes ojos blancos, muy destacados sobre el negruzco bronce. De ahí que los encarecimientos campesinos que al narrador se le han hecho sobre tal forma de mirar, encuentren la confirmación cuando éste se enfrenta por primera vez con la Venus: «Esta expresión de ironía infinita se veía aumentada por el contraste de sus ojos de plata incrustada, muy brillantes con la pátina de un verde negruzco que el tiempo había dado a toda la estatua. Esos ojos brillantes producían una cierta ilusión que recordaba la realidad, la vida. Me acordé de lo que me había dicho mi guía: que ella hacía bajar los ojos a los que la miraban. Casi era cierto, y no pude contener un movimiento de cólera contra mí mismo, sintiéndome incómodo ante esta figura de bronce».

En cuanto a la Juno de Henry James se caracteriza asimismo por la especial fijeza de su mirada: «Su perfecta belleza le confería una apariencia casi humana, y sus ojos vacíos parecían posar sobre nosotros una mirada tan sorprendida como la nuestra». «Su admirable cabeza, ceñida por una diadema, parecía incapaz ele inclinarse si no era para un gesto de mando. Sus ojos miraban con fijeza hacia adelante».

Coinciden también las tres narraciones en el hecho de que las estatuas reciban adoración, casi idolátrico culto. Peyrehorade siente tal afección por la Venus de Ille, que no lamentaría haber estado en el lugar de Jean Coll, el que se rompió una pierna al extraerla. Considera un auténtico sacrilegio el que el brazalete que en un tiempo debió tener Venus como una especie de exvoto, le fuera robado por los bárbaros o por algún ladrón. E incluso llega a pensar que el día escogido para el matrimonio de su hijo, un viernes, es justamente el día de Venus, por lo cual cree que sería bueno sacrificar a la estatua un par de palomas, o bien incensarla. Ante el horror que tal proyecto causa en su mujer, Peyrehorade dice que se le permita al menos colocar sobre la cabeza de Venus una corona de rosas y lirios. Y efectivamente, el día de la boda, M. de Peyrehorade deposita unas rosas en el pedestal de la estatua y formula ante ella sus votos por la felicidad del matrimonio.

Por su parte, el narrador de The last of the Valerii cuenta que cuando la Juno es desenterrada, el conde ordena que traigan vino para obsequiar a los excavadores y celebrar el descubrimiento. El encargado de la obra,

«[...] después de llenar el primer vaso, avanzó, gorra en mano y se lo ofreció cortésmente a la condesa. Marta se limitó a mojar sus labios en el dorado líquido y pasó el vaso a su marido, el cual lo alzó maquinalmente hacia sus propios labios; pero súbitamente interrumpió aquel gesto y extendiendo el brazo, esparció el contenido del vaso lenta y solemnemente a los pies de la Juno.

-¡Eso es una libación! -exclamé.

El conde, sin contestar, se marchó con paso lento».



Al día siguiente el conde hace que la estatua de Juno sea trasladada al «casino»: «El casino era un pabellón abandonado, construido a imitación -muy bien lograda- de un templo jónico, donde los antepasados de Marco debieron reunirse a menudo para beber refrescos en finos vasos de Venecia y escuchar madrigales. Albergaba algunos polvorientos fragmentos de esculturas antiguas, pero sus amplias dimensiones le permitían acoger una colección más valiosa, de la cual la Juno podía ser el glorioso centro. La bella imagen quedó instalada allí, de pie y con toda su majestuosa serenidad».

Y allí -en ese pabellón que equivale, en realzada versión, al pedestal sobre el que Peyrehorade colocó a la Venus de Ille-, el conde Valeri comienza a prestar culto a la estatua y, a su través, a todos los dioses del mundo antiguo. En una ocasión, al coincidir el narrador y Valeri en el Panteón romano, adaptado al culto católico, el conde expresa su admiración por la época en que los dioses y las diosas se instalaban en sus altares: «Y aquí está lo que nos han dado en lugar de ello -se encogió de hombros-. ¡Me gustaría arrancar sus cuadros, derribar sus candelabros y envenenar su agua bendita!». Ante las protestas del narrador, Valeri replica que: «Se ha hablado mucho de las persecuciones paganas; pero los cristianos también han perseguido. ¡Y los antiguos dioses han sido adorados en las cavernas y en los bosques, tanto como los nuevos! ¡Aparecían en los torrentes, en la tierra, en el aire y en el agua! ¡Y también aquí puede encontrarlos un hijo de la vieja Italia!».

Una noche, el narrador sorprende a Valeri postrado, en el pabellón, ante la figura de Juno. En otra ocasión descubre, junto con su ahijada, que Valeri ha colocado un altar ante Juno con una losa de mármol antiguo, en la que hay manchas de sangre, lo cual les hace sospechar que Valeri ha sacrificado a la diosa a «algún inocente cordero o algo por el estilo». Este momento y la posterior huida de Valeri de su casa, de su mujer, marcan el climax de la tensión espiritual a la que el conde se ve sometido. Después sobreviene la distensión, el regreso al hogar y al cariño de Marta, la devolución de Juno a la tierra de donde fue extraída.

El escultor enamorado de la emperatriz de la China no incide, por supuesto, en las extremosidades del conde Valeri; pero su adorativo comportamiento ante el busto de porcelana se asemeja en algún punto a del joven romano o al del viejo Peyrehorade: «Y Recaredo sentía orgullo de poseer su porcelana. Le haría un gabinete especial, para que viviese y reinase sola, como en el Louvre la Venus de Milo, triunfadora, cobijada imperialmente por el plafón de su recinto sagrado».

Obsérvese bien -porque no deja de ser significativo- que aunque se trate de una emperatriz china, la estatuilla de Recaredo queda asimilada a una diosa pagana, con esa referencia a la Venus de Milo y su «recinto sagrado». De ahí la posibilidad de relacionar la narración de Rubén con las de Mérimée y James.

Efectivamente, Recaredo construye una especie de pequeño «recinto sagrado» para su emperatriz: «En un extremo del taller, formó un gabinete minúsculo, con biombos cubiertos de arrozales y de grullas. Predominaba la nota amarilla. Toda la gama, oro, fuego, ocre de Oriente, hoja de otoño, hasta el pálido que agoniza fundido en la blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado y negro, se alzaba riendo la exótica imperial. Alrededor de ella había colocado Recaredo todas las japonerías y curiosidades chinas. La cubría un gran quitasol nipón, pintado de camelias y de anchas rosas sangrientas».

Ese «gabinete minúsculo» -recuérdese el valor de miniatura que asignamos, anteriormente, al cuento rubeniano comparado con los de Mérimée y James- equivale indudablemente al «casino» o pabellón en que Valeri hace colocar la estatua de Juno. Y así como la adoración del conde italiano por la diosa clásica asume un carácter de casi trágica tensión, la de Recaredo por su emperatriz se configura poco menos que burlesca y cómicamente: «Era cosa de risa, cuando el artista soñador, después de dejar la pipa y los cinceles, llegaba frente a la emperatriz, con las manos cruzadas sobre el pecho, a hacer zalemas. Era una pasión. En un plato de laca yokohamesa le ponía flores frescas todos los días. Tenía en momentos verdaderos arrobos delante del busto asiático, que le conmovía en su deleitable e inmóvil majestad. Estudiaba sus menores detalles: el caracol de la oreja, el arco del labio, la nariz pulida, el epicantus del párpado. ¡Un ídolo la famosa emperatriz!».

Lo que «era cosa de risa» se convierte en motivo de celos para Suzette:

«Un día, las flores del plato de laca desaparecieron como por encanto.

-¿Quién ha quitado las flores? -gritó el artista desde el taller.

-Yo -dijo una voz vibradora.

Era Suzette, que entreabría una cortina, toda sonrosada y haciendo relampaguear sus ojos negros».



Ese relampagueo, esa pasional tormenta acabará con una nota cómica: la del asesinato de la emperatriz, en medio de la alegría y de los besos de los reconciliados esposos. El contexto todo del cuento era suficiente para quitar cualquier impresión de violencia, y de ahí que, aunque la emperatriz quede reducida a añicos y sean pisoteados sus restos por Suzette, el tono del pasaje encaja perfectamente dentro del general del relato, no alterado jamás por ninguna estridencia. La devolución de Juno a la tierra (y no su destrucción) resulta mucho más patética que la «muerte» de la emperatriz china.




- VI -

El posible interés de una confrontación como la que he intentado establecer entre las tres narraciones, radicaría en cómo, a su través, es posible percibir con total acuidad y distinción el distinto tono de cada relato, de cada autor, de cada estilo.

El tono de «La Vénus d'Ille» es inequívocamente trágico. Se trata de un relato allegable a otros del mismo autor, que tanto gustó de lo fantástico, de lo misterioso, de lo sobrenatural: «Il viccolo de Madame Lucrezia», «Les âmes du Purgatoire», «Vision de Charles XI», etc.

The last of the Valerii se caracteriza por su tono noblemente melancólico. El desenlace no es ni rotundamente trágico -como el de «La Vénus d'Ille»-, ni sonoramente regocijado -como el de «La emperatriz»-: es un desenlace feliz, pero no un pleno happy end, porque se adivina que aunque Valeri ha vuelto al amor de su mujer, conserva cierta añoranza de su pagana adoración por la diosa clásica, por Juno, según lo revela el hecho de guardar una mano de mármol desprendida de la bellísima estatua:

«Nunca fue un hombre completamente moderno, si se quiere; pero un día, muchos años más tarde, cuando un visitante le interrogó acerca de la mano de mármol que figuraba en su vitrina de antigüedades, Marco Valeri asumió un aire grave y cerró el mueble con llave.

-Es la mano de una bella criatura a la que yo, en otros tiempos, admiré mucho -dijo».



El tono del cuento de Rubén, según quedó ya apuntado, es más bien burlón, frívolo, divertido. El escritor nicaragüense tiene conciencia de que maneja un tema al que le iría mal cualquier pretenciosidad expresiva, y acomoda la forma ligera, musical y colorida a la menuda anécdota. Aquí triunfa por completo el amor, sin ninguna clase de reservas, y con la muerte de la emperatriz se borra toda sombra de amargura o de recelo. La conversión de la diosa pagana en imperial figurilla chinesca encaja perfectamente dentro del gusto modernista por lo oriental, dando oportunidad a Rubén para ese derroche de exótico colorido que supone la descripción del gabinete construido por Recaredo para la emperatriz. La Venus de Ille dominaba solitaria y terrible desde lo alto de su pedestal al aire libre. La Juno, adorada por Valeri, era la figura central de un conjunto de recuerdos clásicos, albergados en un pabellón cerrado. Su reducción a «minúsculo gabinete» en Rubén, responde a lo antes sugerido sobre el carácter de miniaturización amable con que este escritor plantea y expresa un tema de muy vieja y grave tradición literaria.

Precisamente la variedad tonal e intencional con que Mérimée, James y Rubén manejaron el antiguo tema o mito del hombre y la estatua, justifica el interés que para el lector pueda suponer la confrontada lectura de los tres relatos. Se diría que, a su través, es posible percibir con claridad una vieja lección estilística: la de cómo un mismo tema se reviste de distintos sonidos, colores e intenciones, según la personalidad de quien lo trate. Mérimée se atiene sustancialmente a un viejísimo relato, al que él sabe dar impresionante forma literaria, por cuanto la índole del tema, tal como le venía dado por la tradición, se adecuaba bien a su capacidad para expresar eficazmente lo trágico, lo misterioso y sobrenatural.

James adecúa el motivo del hombre y de la estatua a su personal concepción estética. Norteamericano reducido por los ambientes europeos, sitúa la acción de su relato en la Roma que tanto amó y que tantas veces aparece en sus narraciones. Pocos escenarios como éste cabría encontrar, tan ajustados al talante y gustos clasicistas de James. De ahí, la personal entonación que el tema adquiere en sus manos, al presentarnos el caso de Valeri no sólo como un problema sentimental, del que es víctima su mujer; sino también como una cuestión de más alto porte, por lo que tiene de conflicto creencial, de choque de religiones. La fuerza sobrenatural que, en Mérimée, tiene la diosa pagana, apresadora del anillo del novio y violentamente desposada con él, se trueca aquí en esa otra fuerza espiritual que emana, sin violencia, de la estatua de Juno y que, en tal alto grado, altera el carácter y el vivir de Valeri.

En el cuento de Rubén prevalece el lado erótico, la exaltación del juvenil amor de Suzette y Recaredo, turbado fugazmente por la intromisión de la emperatriz china. Ha desaparecido toda posible connotación grave y trascendente. Se ha evaporado no sólo el tono trágico y misterioso de Mérimée, sino también el melancólico de James. La verdad es que Recaredo nunca tomó demasiado en serio su adoración por la emperatriz, y sus zalemas ante ella eran más bien «cosa de risa».

Esa risa es la que resuena en el cuento desde el principio al fin, a cargo no sólo de la enamorada pareja, sino también del mirlo que tienen en su casa y que, en la estructura modernista del relato, supone el adecuado equivalente sonoro de las restantes referencias plásticas.

En Mérimée, la estatua destruye al hombre, actúa como una irresistible y casi demoníaca potencia. En James, hay cierta nivelación de fuerzas: el hombre se siente dominado por la estatua, pero no del todo; y de ahí esa angustiada huida de Valeri que concluirá con su retorno al hogar, tras un proceso -no descrito- de esclarecimiento interior, de autoanálisis de sentimientos y conducta. El hecho de que, tras la inhumación de Juno, pasados los años, Valeri recuerde aún aquel episodio, da la medida de tal nivelación de fuerzas.

En Rubén, la estatua, el busto de la emperatriz, es ya algo tan minúsculo, tan reducido a la categoría de artístico juguete, que jamás podría competir con el hombre. De hecho, tan pronto como Recaredo abandona el juego y entra en la realidad -el amor de Suzette-, la emperatriz de la China no cuenta para nada.

Para algunos preceptistas no parece haber más posibilidades que las de la tragedia, el drama y la comedia. En cierto modo, cabría incluir, sin demasiada violencia, cada uno de los tres relatos estudiados en cada uno de esos tres tradicionales casilleros. Entre el horror trágico de Mérimée y la riente comicidad de Rubén, James se atiene, una vez más en su extensa producción narrativa, al tono casi propio del drama.





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