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El honor castellano

Novela histórica

José María Amado Salazar


Autor de la historia crítica del reinado de don Pedro de Castilla y su completa vindicación, de la historia del influjo que ha tenido el descubrimiento del Nuevo-Mundo en la civilización de España, de la familia errante, etc., etc.




ArribaAbajo- I -

Una noche tempestuosa del mes de enero de 1366, dos caballeros cruzaban el extrecho sendero que separa el valle de Altamira de, la antigua villa de Cabezon, para dirijirse al castillo de este nombre, que la oscuridad no les permitia distinguir todavia. La lluvia caia á torrentes, el viento silbaba con furor, y el cielo cubierto de negros nubarrones, tan lejos de tranquilizar á los fatigados viajeros, parecia anunciar una nueva borrasca, mas terrible que la que acababa de ofrecerse á su vista. Envueltos en largas capas que solo descubrian la punta de una ligera espada, y montados en dos soberbios caballos, cuyo paso firme y seguro en medio de los rigores de la noche, manifestaba una raza privilegiada; ambos viajeros caminaban silenciosos entregados á sus pensamientos, y sin cuidarse al parecer de los peligros que aun les amenazaban. Solo de vez en cuando al débil resplandor de un relámpago, dirijian la vista al rededor para asegurarse del camino que cruzaban, y separar los caballos de algun barranco para no tropezar con alguna do las robustas encinas que cercaban el camino.

El cielo, tan lejos de despejarse, se iba cada vez oscureciendo de tal modo, que uno de los viajeros, detenido á su pesar por haberse enterrado su caballo en un lodazal, apenas pudo distinguir á su compañero á pesar de no haberse adelantado mas que algunos pasos.

-D. Fernando, dijo de repente al ver que su caballo se encabritaba para vencer aquel contratiempo.

El caballero al oir esta voz, se detuvo.

-Qué sucede? preguntó deteniéndose, y aflojando las riendas á su caballo. No veis el camino?

-Detenéos un instante, si no quereis que nos extraviemos ahora que llegamos al término de nuestro viaje.

Y empuñando con mano robusta las riendas, apretó los hijares de su caballo con tal vigor, que el generoso animal despidiendo un espantoso ronquido, dió un bote terrible que hubiera hecho saltar de la silla á otro jinete menos diestro, logrando salir del lodazal en que yacia sepultado, no sin hacer abandonar los estribos al caballero.

-Podeis seguir, dijo este á su compañero; creí por un momento que mi Bayardo se iba á enterrar en esto sendero maldito; pero ya vuelve á caminar con libertad.

-Qué noche, vive Dios! respondió el otro levantando la visera de su casco para dirijir la vista al cielo: parece que todos los elementos se desencadenaron hoy contra nosotros.

-Nada de blasfemias, D. Fernando, porque el peligro aun amenaza. ¿No veis que las sombras nos ocultan, á pesar de la corta distancia que nos separa?

-Sí, y el trueno resuena aun á lo lejos. ¿Volverá la tormenta?

-Antes espero descansar bajo los muros de Cabezon.

-Desconfiad, señor, que aun está lejos ese castillo, y la tormenta ruge ya sobre nuestras cabezas.

-No lo creais; el castillo debe hallarse á la vuelta de este sendero.

-Vos medís la distancia que de él nos separa por las horas que llevamos de viaje, y este cálculo no puede ser exacto, porque durante la borrasca hemos caminado á ciegas y desalentados.

-Sí, pero ya hace mas de cuatro horas que no cesamos de andar, y para llegar á Cabezon desde Valladolid, no se necesitan mas que dos.

-Eso prueba que nos hemos extraviado.

-No es posible; en este momento acabamos de dejar la villa de Cabezon, y el castillo de su señor debe hallarse en la cima de la montaña que ahora vamos atravesando. Pero extraño, amigo D. Fernando, que desconozcais estos lugares, cuando en ellos debe habitar la hermosa doña Blanca de Cabezon.

-Señor, jamás la he visto en el castillo de su familia, y esta es la primera vez que voy á visitarlo.

-Luego dónde diablos la conocisteis?

-En Valladolid, señor, cuando se hallaba en el convento.

-Ola, ola, dijo el caballero con irónico acento; parece que en estos tiempos de revueltas no se hallan tan seguras las vírgenes del Señor como debian estarlo en sus templos.

-Me acusais, señor, porque he osado?...

-Sí por cierto; á vos, D. Fernando, que vais en pos del amor á un lugar que os está vedado por la Iglesia.

-Señor, siempre lo he respetado.

-Veamos; cuántas veces habeis acudido á la reja para hablar á doña Blanca?

-Ninguna.

-La respuesta no admite réplica. Os creo, D. Fernando, porque siempre decis la verdad; pero perdonad si manifiesto mi extrañeza al veros tan discreto. Sin duda no habreis hablado nunca á vuestra amada.

-Nunca, señor.

-Y luego, cómo esperas obtener su mano? para qué obligarme á abandonar mis proyectos por un dia, si no estais seguro del amor de doña Blanca?

-Os diré, señor; muchas veces una mirada es mas elocuente que la mejor declaracion. Yo jamás hablé á doña Blanca, pero solo una vez la he visto á través de la reja de su convento y fué bastante para que nuestras miradas se cruzasen y para que nuestros corazones se compren diesen. Vos tal vez no conocereis este mudo lenguage, ó esta elocuente correspondencia, y es porque no habeis amado con todo el fuego de los primeros años, como yo amo ahora.

-Os sobra razon, á fé mia, porque nunca cometí la locura de enamorarme de un objeto que solo podia ver á través de una espesa reja.

-No tan espesa, señor, cuando dejó vislumbrar un semblante peregrino, y el rostro de un ángel.

-Pero lo habeis contemplado á vuestro antojo?

-Sí Señor, y mas de una vez.

-Y la dama correspondia á vuestras miradas?

-No puedo dudarlo.

-Cuando se ama, D. Fernando, la imaginacion forja mil risueñas esperanzas que mas tarde preparan un funesto desengaño.

-Teneis razon, y siento haberos escuchado...

-Sin duda ha cambiado ya el curso de vuestros pensamientos halagüeños.

-No puedo negarlo, señor; y vos de ello teneis la culpa.

-Es que con la misma facilidad volverán á renacer, si yo quiero.

-Pues hacedlo, y si es posible muy presto, porque ahora empiezo á sentir los rigores de la noche, y solo porque me haceis dudar del amor de doña Blanca.

-Pobre galan! Apuesto cien doblas castellanas á que en este instante veis ya con ojos mas serenos los diferentes objetos que nos rodean. Ved ahí lo que es ese fantasma que vosotros llamais amor.

-Fantasma á quien vos pagásteis tambien un tributo.

-Razon teneis, D. Fernando; pero ha sido en una edad en que la razon no habia llegado á un completo desarrollo.

-Es decir que la mia....

-No prosigais, en medio de una noche tempestuosa, y cuando por todas partes nos amenaza el peligro, seria un delito ventilar tales cuestiones. Continuad, noble paladin, continuad sosegado; no quiero distraeros de tan hermosos pensamientos; pero no olvideis las sombras que nos rodean y los riesgos que ofrece todavia este camino maldito. Fácil seria que tropezáseis con un obstáculo como el que acaba de salvar mi caballo, y sentiria que os despertase de vuestros sueños con mas rigor del que mereceis.

-Descuidad, señor, no echaré en olvido el consejo.

La calma habia ya renacido en el solitario camino que atravesaban los dos viajeros, pero la oscuridad era cada vez mas profunda, y algunas gotas de rocio que destilaban sus almetes, venian á indicarles, que si la tempestad se habia alejado, haciendo renacer la calma á su alrededor, en cambio experimentarian los rigores de una de esas noches de hielo en que el soldado mas valeroso vé agotado todo su valor.

-D. Fernando, dijo de repente el caballero que iba reconociendo el camino. Descubrís un sendero á vuestra izquierda?

-Mi vista solo alcanza sombras espesas y por cierto nada risueñas, y la vuestra no creo que sea mas diestra.

-Precipitad el paso de vuestro caballo porque, si no me engaño, este bosque que ahora dejamos á nuestro lado debe, hallarse muy próximo al sendero que conduce á la ermita de Cabezon.

-Quereis ver al ermitaño?

-Le pediremos hospitalidad por esta noche, y mañana pasaremos al Castillo. El viejo señor de Cabezon no nos recibiria de buen grado á una hora tan adelantada de la noche.

-Como gusteis.

D. Fernando, despues de esta lacónica respuesta, dió un espolazo al caballo, que partió al trote, y á poco rato se detuvo al descubrir tres senderos que cruzaban el camino que iban siguiendo.

-Coged á la izquierda, dijo el caballero acercándose.

-Y dista mucho la ermita?

-Si la luna quisiese ahora mostrarnos sus brillantes fulgores, os enseñaria desde aquí la morada del anciano ermitaño.

-Le conoceis, señor?

-Una vez le he visto al pasar por esta villa, y su semblante venerable no se ha borrado de mi memoria. Me ha interesado su piedad, y quisiera preguntarle si continúa tranquilo en su soledad. Ahora, con motivo de nuestras discordias, no se respeta el asilo del desgraciado; y por eso quiero saber si le han molestado algunos de los muchos desalmados que recorren este pais.

-Muy noble es vuestro deseo, señor; y me place que os hayais resuelto á no entrar esta noche en el castillo.

-Pues andad, y no os detengais; dentro de un instante hallareis una cruz al lado del sendero que seguimos, y ella os mostrará la ermita conocida en estos lugares por el Cristo de las batallas.

El caballero, sin responder, aligeró el paso de su caballo, sin dirigir una mirada penetrante á lo lejos para juzgar del estado del camino. Algunos vestigios de la tempestad se descubrian todavia, mostrando de vez en cuando algun obstáculo, que el caballero procuraba vencer, trepando por algun vallado, ó acortando el paso de su caballo. El camino áspero y montañoso que seguian hacia dos horas, acababa de desaparecer, mostrando en su lugar un ancho sendero rodeado de espesos árboles, que venian á aumentar las tinieblas en que caminaban envueltos. A poco rato, el caballero que iba delante descubrió una forma negra y gigantesca que creyó reconocer por la cruz que le habia indicado su compañero, y dudando si seria la misma, oprimió los hijares de su caballo, dispuesto á salvar de pronto la distancia que aun le separaba; pero no bien habia dado algunos pasos, cuando el caballo retrocedió de repente, dando un espantoso relincho que hizo estremecer á su dueño sobre la silla.

-Adelante, D. Fernando, dijo el caballero que venia detrás, al notar que su compañero yacia inmóvil.

-Decís bien, señor, respondió; pero antes necesito el permiso de mi caballo, y al parecer no quiere otorgármelo.

-Se habrá asustado al descubrir la cruz del ermitaño.

-Será acaso esa especie de fantasma que parece cruzarse ahora en el camino?

-La misma es.

-Y la ermita...

-Está á vuestra derecha.

El caballero se disponia ya á luchar con la resistencia que oponia su caballo á seguir adelante, cuando un gemido lastimero vino de repente á herir su oído.

-Escuchad... dijo volviéndose á su compañero; cerca de nosotros gime sin duda algun desgraciado.

-Será algun viajero extraviado, á quien la tempestad no quiso respetar, como á nosotros.

-Nos adelantaremos, porque sin dada reclama auxilio.

-Extraño en verdad que el ermitaño no le haya socorrido estando tan próximo su albergue.

Los dos caballeros poco tardaron en llegar á la vuelta del sendero donde se hallaba la cruz que en aquella época guiaba al viajero á la ermita del Cristo de las batallas. La oscuridad, aunque profunda, les permitió distinguir el cuerpo de un hombre medio arrodillado en el primer escalon de la cruz, despidiendo gemidos ahogados, y luchando al parecer con las agonias de la muerte.

-Apeaos, D. Fernando, dijo el caballero, y reconoced á ese hombre.

D. Fernando, á pesar de la complicada armadura que cubria su cuerpo, abandonó el caballo con una ligereza que manifestaba todo el vigor de un jóven en la flor de su edad. Con paso firme se dirijió al momento á la escalinata de la cruz en que se hallaba el desconocido, que ageno á lo que pasaba alrededor, seguia despidiendo mil exclamaciones dolorosas.

-Quién sois? dijo poniendo una mano en su espalda y procurando descubrirle el rostro.

El desconocido, herido por esta voz que sin duda no esperaba oir en aquella soledad, se levantó penosamente, y separando los cabellos que cubrian sus ojos, descubrió un rostro que sin duda debió sorprender al caballero, porque al momento llamó á su compañero con toda la fuerza de sus pulmones. El caballero no tardó en acercarse.

-Señor, señor, dijo vivamente, este desgraciado es el escudero del señor de Cabezon.

-El mismo soy, añadió el desconocido haciendo un esfuerzo para ponerse en pie.

-Qué haceis aquí? Por qué os quejais? De dónde venís?

D. Fernando, al dirigir estas preguntas al escudero, parecia hallarse agitado de un cruel presentimiento.

-Estoy herido en un pie, y vengo de Valladolid.

-Hablad presto. Quién os hirió? Algun bandido tal vez...

-No señor, ha sido un caballero.

-Su nombre?

-D. Lope Alvar de Rojas.

-Explicaos y sed breve, porque la paciencia se agota, y la tormenta amenaza.

-D. Fernando, sin duda delirais, dijo el caballero ¿por qué esa impaciencia?

-Señor, vos ignorais que ese D. Lope Alvar de Rojas quiere ser mi rival.

-Calle! Con que teneis tambien rival?

-Perdonad, señor, ahora no puedo explicarme.

Y volviéndose al escudero que parecia haber olvidado sus lamentos para contemplar con asombro á los dos caballeros, le dijo.

-Por qué os hirió D. Lope?

-Señor, ayer de órden de D. Rodrigo pasé á Valladolid para acompañar á doña Blanca al convento.

-Al convento! repitió D. Fernando con trémulo acento.

-Sí señor, al convento de santa Clara de Valladolid para visitar á su amiga la abadesa.

-Proseguid, dijo el caballero, respirando al parecer con mas libertad.

-Esta tarde resolvió volver al castillo, y como el camino no ofrecia el menor riesgo, mandó á los pages y á sus doncellas que se adelantasen mientras ella seguia á pie para disfrutar de la frescura de la tarde, y de la belleza de los campos. El tiempo estaba sereno; y como nuestro paseo se habia prolongado mas de lo regular, dispuso doña Blanca que descansásemos un momento para recordar la época venturosa en que sentada sobre mis rodillas jugueteaba con mis cabellos blancos...

El escudero hizo una pausa, y D. Fernando al advertirlo, se disponia ya á mandarle proseguir, pero el caballero le detuvo con un gesto.

-Ved si ese hombre está herido, y cuidad de socorrerle antes de saber lo que tan penoso le es referir ahora.

-Teneis razon, señor; perdonad mi impaciencia, pero es tan interesante para mí la relacion de ese hombre...

-Olvidadlo ahora, y ved si puede ser trasladado á la ermita.

-El cielo premiará vuestros generosos esfuerzos, exclamó el escudero conmovido; no os cuideis de mí, porque la herida que he recibido debe ser muy leve. Solo me molesta un pié que me he fracturado al correr cuando quise socorrer á mi señora.

-Luego, estuvo en peligro? preguntó vivamente D. Fernando.

-Sí señor; una hora despues de habernos sentado á la sombra de ese bosque que veis á vuestra espalda, fuimos sorprendidos por cuatro hombres armados que se apoderaron de doña Blanca, y la llevaron con direccion á la ermita del Cristo de las batallas.

-Y conocisteis á los raptores?

-Era D. Lope Alvar de Rojas y sus escuderos.

-Miserable! Toda su sangre no podrá lavar esta afrenta! Y decís que se dirigieron á la ermita?

-Sí señor, porque la tempestad rugia á lo lejos, y sin duda queria ponerse á cubierto de sus rigores.

-Señor, dijo D. Fernando, volviéndose al caballero; ya que tan próxima se halla la ermita, quereis que me adelante para interrogar al ermitaño?

-No; las sombras de la noche son cada vez mas espesas, y podrian muy bien extraviar vuestro paso. Seguidme; yo os guiaré, pero antes colocad á ese hombre en la grupa de ese caballo.

D. Fernando, despues de penosos esfuerzos, pudo acomodarse en su caballo, con el escudero, que en medio de su gratitud no cesaba de llamar sobre el caballero todas las bendiciones del cielo. Su compañero se adelantó, y D. Fernando, le siguió interrogando de paso al escudero. Las densas sombras que hasta entonces rodearan á los dos viajeros, empezaban á descorrerse con la aparicion de la luna, cuya luz sombria vino á dibujar confusamente el camino que cruzaban. A un lado corrian las aguas del Pisuerga despidiendo un ruido sordo y monótono que interrumpia el silencio de la noche, y á la orilla se descubria el negro grupo de los árboles que se perfilaban ante un cielo tempestuoso cubierto de densas nubes que formaban una especie de crepúsculo en medio de la noche. De trecho en trecho en la llanura, y á los lados del camino, se divisaban algunos árboles corpulentos, y á lo lejos, en la cima mas alta de la montaña, un castillo feudal que aparecia en aquel momento á la vista de los viajeros como una forma negra y vaporosa. Ni una ráfaga de viento se advertia en la atmósfera; un silencio sepulcral reinaba en aquella inmensa soledad; el camino estaba húmedo y resvaladizo, y los viajeros reanimados con la aparicion de la luna, volvieron á continuar su viaje con mas celeridad. A poco rato el caballero que iba delante se detuvo al descubrir el robusto roble que ocultaba la triste vivienda del ermitaño, y apeándose del caballo mandó á D. Fernando, que imitase su ejemplo, cuidando de bajar al escudero, mientras llamaba á la puerta de la ermita.

-¿Quién llama? preguntó una voz al oir el robusto golpe que el caballero descargó sobre la puerta.

-Un herido, y dos viajeros extraviados por la tormenta.

-¡Que el cielo os guie, hermanos! Aquí no hallareis hospitalidad, porque el P. Anselmo volvió hoy á su convento.

-Abrid quien quiera que seais, dijo el caballero con imperioso acento; la tormenta puede empezar de nuevo, y necesitamos un asilo para el resto de la noche.

-Seguid un poco adelante, y hallareis un castillo. El señor de Cabezon es hospitalario, y no os negará por esta noche una buena cena y mejor lecho del que yo pudiera ofreceros.

-Señor, dijo D. Fernando acercándose; la negativa del hombre que se halla dentro, encierra algun misterio. Sin duda es uno de los raptores de doña Blanca.

-Tambien yo abrigo la misma sospecha, y por quien soy, que he de entrar. Villano, prosiguió acercándose á la puerta ¿quereis dejarnos á la intempérie?

-Señor caballero, no desprecieis mi consejo. El señor de Cabezon os recibirá de buen grado, mientras que yo no podré perdonaros que vengais á interrumpir mi sueño.

-Me place la respuesta, dijo el caballero dando un nuevo golpe á la puerta. ¿Quereis que os rompa la mollera, seor villano? Pues os juro por quién soy, que si no abrís pronto, me veré obligado á colgaros como un perro, para escarmiento de gentes de vuestra ralea.

-Muy larga teneis la lengua, señor caballero andante, y sabeis que puedo cortárosla si me decido á saltar del lecho.

-¡Miserable! exclamó el caballero rugiendo con furor, y dando violentos golpes á la puerta. ¿Quieres provocar mi saña? Pues bien; espera un instante, y verás si en vano te amenazo...

Y diciendo esto, sacudió un golpe tan terrible sobre la puerta, que esta vino al suelo hecha pedazos.

-Atrás, mal caballero, atrás. ¿Con qué derecho venís á asaltar esta morada?... dijo una voz que D. Fernando creyó conocer.

Y de repente aparecieron en el umbral de la puerta derribada cuatro hombres armados de largas espadas, cuyas puntas amenazaban el pecho de los indefensos viajeros.

-Señor, señor, dijo D. Fernando retrocediendo el hombre que acaba de dirigirnos la palabra no me es desconocido.

El caballero al ver aquella muralla de hierro habia retrocedido un paso. Dirigiéndose despues al que capitaneaba á aquella gente, le dijo:

-¡Miserable! ¿me conoces?...

Y levantando la visera de su casco, descubrió su rostro tan terrible, como amenazador... El que parecia jefe, al reconocerlo, se adelantó vivamente, y arrojando su espada á los pies del caballero, dijo con sumiso acento.

-Perdonad, señor, no sabia que érais vos...

-¿Qué haceis en esta ermita?

El desconocido -vaciló un instante antes de responder.

-Señor, una aventura de amor...

-¿Qué osais decir? ¿Sereis vos acaso el raptor de doña Blanca de Cabezon?

-¿Qué?... Vos sabeis...

-La presencia de este hombre os le explicará.

Y cogiendo de una mano al escudero que seguia á D. Fernando lo presentó al desconocido preguntándole con furioso acento.

-¿Qué habeis hecho del sagrado depósito que el señor de Cabezon confió á la lealtad de este escudero?

-Señor...

-Responded pronto.

-Doña Blanca, se halla dentro entregada á un profundo desmayo. Un momento despues de haberla arrebatado de los brazos de su escudero, perdió el conocimiento, y hasta ahora no lo ha recobrado.

D. Fernando, al oir estas palabras, despidió una exclamacion de cólera que hizo estremecer por un instante al desconocido.

-¿Y cuál era vuestro objeto al arrebatarla?

-Hacerla mi esposa.

-¡Miente el villano! dijo D. Fernando no pudiendo contener la esplosion de su cólera.

-Caballero, respondió el desconocido, haciendo un violento esfuerzo para refrenar su cólera, ved que en este momento no puedo contestaros... Sed mas generoso y esperad...

-¡Silencio! Aquí no debe resonar mas voz que la mia, dijo el caballero volviéndose á D. Fernando, y luego dirigiéndose al desconocido, añadió. Dejad libre el paso, y tratemos de socorrer á doña Blanca. Despues me ocuparé de vuestro atentado...

El desconocido caminando delante siguió al caballero por un extrecho corredor alumbrado escasamente por el débil resplandor de una lámpara de hierro que se descubria en el fondo de la cueva. El pavimento era de dura piedra, y estaba sembrado de yerba y hojas secas sin duda para preservar al anacoreta de los rigores de la intempérie. A un extremo se descubria un modesto oratorio en que descollaba un crucifijo de forma regular, cubierto con una ligera cortina de seda á través de la que se traslucia toda su magnificencia. En el rincon mas apartado, y en una forma de nicho que servia de lecho al ermitaño, se hallaba recostada una muger, cuyo rostro angelical dibujaba confusamente la luz opaca que reinaba en la cueva. Su actitud doliente, sus cabellos en desórden, y su mirar inquieto y vacilante, manifestaba el estado de insensibilidad de que acababa de salir. D. Fernando al verla, se arrojó al momento á sus pies, y apoderándose de sus manos murmuró sordamente.

-¡Blanca! ¡Blanca! ¡El cielo me envia para salvaros!

La jóven por única respuesta dirigió al caballero una mirada triste y apagada, y luego haciendo un esfuerzo violento para despejar sus sentidos entorpecidos todavia, se sentó en el lecho cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Recobraos, Blanca mia! añadió el apasionado jóven volviendo á apoderarse de sus manos y apretándolas dulcemente en la mas viva espansion. ¿No reconoceis á vuestros amigos? Ved que os hayais al lado de D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¡D. Fernando!! repitió la jóven con trémulo acento.

Y su mirada penetrante, se fijó en el caballero con una expresion de ternura indefinible.

-Sí, soy yo, Blanca mia. ¿No me conoceis?

-Oh! Salvadme, salvadme por el cielo, exclamó de repente saltando del lecho, y tendiendo sus brazos al caballero en una actitud suplicante.

-Tranquilizaos por el cielo, ved que ya no son enemigos los que nos rodean.

-Sí, pero ese hombre, aun se halla á mi lado.

Y con mano temblorosa señaló á su raptor, que inmóvil y con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba esta escena esforzándose en ocultar el ódio que germinaba en su alma.

-Señora, podeis estar tranquila, dijo el caballero adelantándose, y levantando la visera de su casco, os hallais bajo la proteccion de un castellano honrado, que sabrá devolveros á los brazos de vuestra madre.

Doña Blanca separando los negros rizos de su cabellera, examinó al desconocido con una mezcla de temor y respeto que le hizo sonreir.

-Ignoro quién sois, respondió despues de un momento de silencio; pero confio, en vuestra lealtad, y en la de este generoso caballero, añadió dirigiendo una tímida mirada á D. Fernando.

-D. Lope Alvar de Rojas, prosiguió el caballero dirigiéndose al raptor, esta dama será conducida ahora por vos al castillo de su padre ¿lo entendeis?

D. Lope se inclinó profundamente, y con sumiso acento respondió.

-Señor, mandad y... obedeceré,

-Podeis ya partir.

-¿Y vos? preguntó D. Fernando.

-¿Me esperais aquí ó nos acompañais al castillo?

-Os aguardaré, y mientras escribiré nuestra llegada al P. Anselmo.

-No tardaré en volver, dijo D. Lope.

-¿No habeis dicho que se hallaba en su convento?

-Perdonad, eso he dicho, pero os engañé juzgando que era un importuno el que me interrogaba á la puerta.

-¿Qué ha sido pues del ermitaño?

-Huyó tan presto como nos vió entrar.

-¿Antes de la tormenta?

-Sí señor.

-¡Desgraciado! ¿qué habrá sido de él? D. Lope, prosiguió el caballero con airado acento; sois responsable de la vida de ese anciano ¡Ay de vos si ha muerto en la montaña!

-Se habrá alejado de la ermita para proporcionar auxilios á doña Blanca, dijo don Fernando.

-D. Lope, añadió el caballero dirigiéndose á este, tan pronto como esta dama se halle tranquila bajo los muros de Cabezon, buscareis al ermitaño, y lo conducireis aquí ¿entendeis?

D. Lope sin responder, se inclinó profundamente, en ademan de obediencia.

-Partid, y volved al punto.

Y con una mano le señaló la puerta. D. Lope se inclinó ligeramente para ocultar su agitacion, y despues, haciendo un gato á sus escuderos, se dispuso á emprender el viaje al castillo de Cabezon. D. Fernando llevando de la mano á doña Blanca; se preparó tambien á seguirlo, mientras que el caballero inmóvil, y con los brazos descansando sobre el pecho, examinaba con una curiosa atencion el semblante de la dama para juzgar del grado de intimidad á que habia llegado en tan cortos instantes la relacion de los dos jóvenes.

-Señor, dijo esta despidiéndose, que el cielo premie vuestra generosa ayuda.

-Adios, noble dama, adios, repuso el caballero, presto volveré á veros en el castillo de vuestro padre.

-Ya rogaré al cielo para que no olvideis esta promesa.

-Yo uniré mi ruego al vuestro, repuso D. Fernando dirigiendo al caballero una espresiva mirada.




ArribaAbajo- II -

D. Lope se hallaba ya á la puerta rodeado de sus escuderos, esperando á don Fernando y á la que pocos minutos antes habia sido su prisionera. La alteracion de su semblante revelaba una agitacion interior, cuya terrible explosion solo podia contener la presencia del caballero. Dispuesto á cumplir sus órdenes, esperaba con ansiedad el momento en que tranquila doña Blanca en su castillo, pudiera vengar las ofensas que habia recibido de don Fernando Alfonso de Zamora. El placer de verle vencido á sus pies, á que se entregaba en aquel instante, le hacia olvidar la humillacion por que acababa de pasar delante de la muger que amaba, y el castigo que á la vuelta debia imponerle el caballero desconocido. Hallábase preocupado con la venganza, cuando de repente sintió el galope de algunos caballos que le hizo aplicar el oido, y olvidar por un momento á don Fernando, y á su amada doña Blanca. Con la vista fija en el camino por donde suponia venian los caballos, permaneció inmóvil procurando rasgar el espeso velo que las tinieblas de la noche habian impuesto á todos los objetos que le rodeaban. Despues de un momento de ansiedad, durante el que su vista centelleante se fijó con ardoroso afan en el camino que guiaba á la ermita, se adelantó algunos pasos para salir al encuentro de los caballos, cuyo paso resonaba ya á su lado. Los rayos de la aurora empezaban ya á asomar en el horizonte, pero su brillo opaco y nevuloso no permitia distinguir todavia los objetos, si no á través de negras y espesas sombras. D. Lope, agitado y confuso, sin poder explicarse á símismo la causa de la estraña turbacion que sentia, dió algunos pasos; pero de repente retrocedió como espantado al reconocer á los nuevos viajeros. El primero que caminaba delante, era un caballero de edad madura, de talla colosal, mirada viva y penetrante, y enjuto de carnes; la dureza de su expresion era habitual; su cuerpo, aunque algo encorbado, parecia tener mas animacion de la que su edad podia permitir. A su lado caminaba un anciano de larga y espesa barba, envuelto en un hábito ceniciento y con la cabeza descubierta, siguiendo en pos diez ó doce hombres de armas, montados en briosos caballos.

D. Lope, tan presto descubrió al anciano, retrocedió vivamente yendo á ocultarse á un lado de la puerta de la ermita, bajo las espesas ramas del árbol que la ocultaba. La comitiva al llegar á este punto se detuvo, á tiempo que doña Blanca y su amante, seguidos del caballero disponian la vuelta al castillo de Cabezon. Sorprendidos al ver aquella gente, se detuvieron, y el caballero desconocido iba ya á interrogarles, cuando el anciano que venia delante apeándose precipitadamente de su caballo se dirigió á él con presteza.

-Traidor, dijo con furioso acento, ¿qué has hecho de mi hija.? ¿dónde se halla? Responde, villano, ó quieres, que te arranque la lengua? Venid vasallos, prosiguió llamando á su comitiva, sujetad á este bandido, y cortarle al punto la lengua ya que se niega á responderme.

El caballero, tranquilo en medio de aquel ciego arrebato contempló en silencio por algunos instantes al anciano, y despues dando á su voz una entonacion altanera é imperiosa, le dijo.

-Callad, desventurado, y no provoqueis á quien puede sepultaros con un solo gesto. Os perdono porque el justo furor que abrigais, perturba ahora vuestra razon ¿No veis á vuestra hija?...

Y cogiendo de la mano á doña Blanca, que aterrada de la actitud de su padre, no se atrevia á dar un solo paso, prosiguió con tranquilo acento.

-Hé aquí vuestro tesoro, noble anciano; os lo devuelvo para que veais cómo respondo á vuestras injurias.

-Eso no basta; villano, es preciso que antes quede vengado mi ultrage.

Y desnudando la espada hizo ademan de arremeter al caballero.

-Deteneos, padre mio, deteneos, exclamó doña Blanca arrojándose en los brazos del anciano. ¿No sabeis que este caballero es el que me ha salvado? Sin su generoso esfuerzo, vuestra hija se hallaria en poder de un miserable raptor.

-¡Es posible! ¡Y yo desventurado le provocaba! ¡Oh! perdonad, caballero, dijo acercándose al desconocido y apoderándose de sus manos; el furor habia extraviado mi razon.

-Comprendo lo que debisteis sufrir al veros separado del objeto de vuestro cariño, y por eso os perdono.

-¿Y no tendré el placer de ver el rostro del generoso caballero á quien soy deudor del honor de mi hija?

-Sí, con tal de que respondais con lealtad y franqueza á una pregunta que voy á dirigiros.

-Hablad, señor, hablad; en este momento soy vuestro siervo. Habeis salvado á mi hija de la infamia, y esta generosa accion os hace dueño de mi persona. Mandad, pues; D. Rodrigo de Cabezon os pertenece.

El caballero pareció vacilar un instante; con una mirada escrutadora examinó ligeramente á los que le rodeaban, y luego bajando la voz dijo al anciano.

-¿Conoceis el triste estado en que yace la infortunada Castilla?

-Sí, señor.

-¿Sabeis la causa?

-¿Quién la ignora? Sin la funesta division de la nobleza, Castilla seria poderosa y feliz.

-¿Tomais parte en esta division?

-No he podido evitarlo.

El caballero guardó silencio un instante. Luego con voz resuelta preguntó:

-¿Cuál es vuestro partido?

-El de D. Enrique, conde de Trastamara.

-¿Le servís fielmente?

-Como un leal vasallo á su dueño.

-¿Le abandonareis?

-Un castellano honrado jamás falta á sus deberes.

-¿Olvidais que es ya crecido el número de los que desconocen los suyos?

-No pertenece á ese número don Rodrigo Cabezon.

-¿Lo jurais?

-D. Rodrigo no jura jamás; ofrece su palabra de caballero y todo el poder de los elementos no es bastante para hacérsela olvidar.

-Es decir que nada en el mundo os separará de la causa del bastardo.

-Solo la muerte.

El caballero volvió á guardar silencio, sin advertir que sus preguntas habian dejado absortos de admiracion á todos los que lo rodeaban.

-Puesto que ya he averiguado lo que deseaba, podeis partir, caballero, dijo el desconocido con una expresion singular.

-No, no, repuso el anciano; antes debo conocer á quien tanto bien acaba de prodigarme.

-¡Inútil empeño! vuestra curiosidad no será satisfecha.

-Os lo ruego, señor, dijo don Rodrigo con acento suplicante.

-Anciano, habeis abrazado una causa que no es la mia. No podemos ser aliados. Un abismo nos separa. Id tranquilo, y que el cielo os bendiga.

El caballero diciendo esto iba á retirarse; pero el desconocido le detuvo apoderándose de una de sus manos.

-Si las calamidades de Castilla nos separan, le dijo, el encuentro de esta noche nos une con un vínculo poderoso que por mi parte solo se desatará en la tumba. No os negueis, pues, á mi súplica. ¿Qué importa que sigáis el pendon del rey don Pedro? ¿Habeis por eso de negarme la gracia que se otorga al mas oscuro pechero? ¿Por qué no he de saber vuestro nombre? ¿Es acaso un secreto? Si habeis hecho voto de ocultarle, lo respetaré; pero habeis de otorgarme la promesa de revelármelo cuando os lo permita vuestra conciencia. Todo os lo concederé menos que me priveis de la esperanza de poder gravar algun dia vuestro nombre en mi corazon. Vos no conoceis á Rodrigo de Cabezon. Vos no sabeis que el que defiende su honor, como vos lo habeis hecho, es dueño de su vida. Así como será inexorable en el castigo del miserable que ha querido mancillarlo, inexorable será tambien en conservar eternamente el recuerdo del que acaba de defenderlo. Ahora, si me negais lo que os pido, me resignaré, pero juro no albergarme en techo cubierto hasta descubrir vuestro nombre.

-Esa curiosidad pudiera seros funesta, dijo el caballero gravemente. Ningun voto me impide revelaros mi nombre. Si lo oculto, es porque conozco que esta revelacion os causará una dolorosa impresion.

-No importa; quiero conocerlo.

-No, no; es inútil que lo sepais. No necesito vuestro reconocimiento, aunque tal vez llegue á recordároslo algun dia.

-Es decir, que estoy condenado á no conocer al generoso caballero que socorrió á mi hija.

-¿Os empeñais en saberlo? dijo el caballero ya impaciente.

-Os lo suplico, señor.

El caballero reflexionó un momento, y despues, cogiendo de una mano al anciano, fué á ocultarse debajo de las ramas del árbol que defendia la ermita. D. Lope Alvar de Rojas permanecia aun allí escondido, esperando el resultado de aquella escena. El ermitaño, doña Blanca, y los vasallos de su padre, continuaron inmóviles á la puerta de la ermita, admirados al ver el misterio que parecia encubrir al caballero. Este, hallándose ya solo con el anciano, le dijo:

-D. Rodrigo, vuestra curiosidad abrirá una herida en vuestro pecho, porque sois un leal caballero. Reflexionad, pues, un instante, y os lo repito, seguid mi consejo. Si quereis que me descubra, lo haré aquí, en esta soledad, á la vista de ese rayo luminoso que brilla ahora sobre mi cabeza, pero temo que os arrepintais, y que con el nuevo dia que ahora luce, empiece para vos una epoca de amargura.

-No importa, respondió el anciano con voz resuelta; vuestra reserva excita mi curiosidad. Hablad, pues, y calmad mi impaciencia.

El caballero guardó silencio por algunos instantes, como si necesitase esta tregua para resolverse á acceder á la demanda de don Rodrigo; pero al ver que la ansiedad de éste iba en aumento, levantó la visera de su casco, y con acento conmovido, le dijo acercándose:

-¿Vuestra curiosidad está satisfecha?

-¡Cielo santo! exclamó D. Rodrigo postrándose á los pies del caballero.

-¿Me conoceis?

-Perdon, señor, perdon... murmuró sordamente el anciano.

-Alzad, noble caballero, estais perdonado.

-¡Oh! ¡ese perdon es funesto para mí! Teniais razon, señor; de hoy en adelante el recuerdo de esta noche será un cruel remordimiento que desgarrará mi pecho.

-Luego comprendeis...

-Sí, conozco que soy deudor de mi honra á un hombre á quien juré inmolar. ¡Fatal destino es el mio, señor! ¿Cómo podré ser fiel ahora á mi bando? ¡Oh! Matadme señor, matadme; sed generoso, añadió el anciano arrojándose á los pies de caballero. Salvadme del remordimiento que debe atormentarme desde esta noche. ¿No veis que he jurado defender la causa de vuestro enemigo y que no puedo separarme de ella? Ya veis, soy un traidor, un rebelde y merezco la muerte...

-Levantaos, don Rodrigo, dijo el caballero con emocion, no me engañé cuando creí ver en vos el último vástago de una raza que ya no existe. No, no privaré á Castilla de un caballero, cuyo nombre puede recordar con gloria algun dia. Seguid la senda que os habeis trazado, y no temais que intente separaros de ella. Un noble como vos, no puede abrazar en la vida mas que una sola causa. ¡Oh! Si todos hubieran seguido vuestras huellas, no seria hoy Castilla víctima de la guerra sangrienta que devora á sus hijos mas ilustres. ¿Qué importa que seais mi enemigo? ¿He de olvidar por eso la nobleza y la lealtad de vuestros sentimientos? Aprended á juzgarme, y no olvideis que el hombre á quien concede vuestro bando los instintos de la fiera, es mas noble, mas generoso que los que así le juzgan.

D Rodrigo, con una mirada triste y vacilante contempló por un instante el pálido semblante del caballero. Las palabras que acavaba de pronunciar, habian penetrado en su alma de una manera inexplicable. Aquella generosidad, que no podia concebir, le habia dejado absorto. Haciendo despues un ligero esfuerzo, y como si tratase de dominar la secreta agitacion que sentia en aquel instante, dijo con débil acento, aunque seguro.

-Señor, el vasallo rebelde solicita de vos una nueva gracia.

-Hablad.

-Jamás volverá á veros; su fin debe estar próximo, y quisiera llevar al sepulcro el consuelo de no ser aborrecido por el hombre generoso á quien debe el honor de su hija.

-Partid tranquilo, noble anciano, y olvidad como yo el recuerdo de esta noche. Quizá un dia vuelva á veros, y entonces os probaré que mi corazon no abriga ningun sentimiento que pueda inquietaros.

-¡Señor, vos venir á verme!... Es imposible...

-Vendré, don Rodrigo, para ver si habeis olvidado la fé jurada á los enemigos del reposo de Castilla.

Y el caballero separándose de don Rodrigo, se dirigió al encuentro de don Fernando Alfonso.

-D. Fernando, le dijo, montad á caballo.

-¿Partís ya?

-Sí, dentro de una hora, os esperaré mientras acompañais á doña Blanca á su Castillo.

Volviéndose despues á don Rodrigo, que le seguia con la cabeza inclinada sobre el pecho, y abismado en profundas meditaciones, le dijo.

-D. Rodrigo, este caballero os seguirá á vuestro castillo, para darme cuenta del estado de vuestra esposa. La desaparicion de su hija debió sumirla en la desesperacion, y quiero recibir el placer de que la traquilice en mi nombre, devolviendo á sus brazos el bien que tanto adora.

El anciano solo respondió con un ligero movimiento de cabeza.

-¡Ah! Olvidaba lo mas interesante, prosiguió el caballero acercándose al señor de Cabezon. D. Rodrigo, dijo con voz casi imperceptible, ese jóven adora á vuestra hija, y ha salido hoy de Valladolid con el solo objeto de anunciároslo. No puedo mandaros, ni tampoco debo rogaros... Sois dueño de hacer lo que gusteis.

Y sin cuidarse de la impresion qua estas palabras habian producido en el ánimo del anciano, se dirigió á la ermita; pero antes de llegar al umbral, don Rodrigo, recobrado ya de su asombro, exclamó con acento imperioso, dirigiéndose á los escuderos que rodeaban el asilo del ermitaño.

-Villanos, paso al rey don Pedro de Castilla.

Los escuderos al oir esta voz conocida, volvieron de repente la cabeza, y al descubrir delante de sí al caballero, se pusieron de hinojos por un movimiento instantáneo. El rey se detuvo un instante para contemplarlos en esta posicion, y luego volviéndose á don Rodrigo, que inclinado tambien profundamente imitaba el ejemplo de sus vasallos, le dijo.

-Gracias, don Rodrigo, gracias...

El acento con que pronunció estas palabras, penetró hasta el corazon del anciano.

-¡El infierno ha guiado hoy mis pasos! murmuró con triste acento. ¡Oh! ¡Si yo pudiera encontrar al miserable que me precipitó en estos lugares! Al menos tendria el placer de desahogar un instante el peso horrible que ha dejado en mi pecho el funesto encuentro de ese rey sin corona, proscripto en su patria como un bandido y á quien he calumniado tal vez, sin advertir que el destino habia de arrojarlo un dia en mi camino para admirar la grandeza de su alma.

Y don Rodrigo reclinando la cabeza sobre su pecho, quedó abismado en una profunda meditacion, que por un instante le hizo casi olvidar el lugar en que se hallaba.

-D. Rodrigo, dijo de repente, don Fernando Alfonso de Zamora, siguiendo á caballo al lado de doña Blanca, ved que os esperamos.

El anciano levantó vivamente la cabeza al oir aquella voz.

-¿Con que me esperais? dijo examinando al caballero con estraña curiosidad. ¡Oh! parece que estais impaciente, caballero.

-Ya veis, el rey me espera.

-Pues adelantaos con mi escudero, mientras yo reuno á nuestra gente.

D. Fernando no dió lugar á que le repitiese la órden. Caminar á solas un momento con la hermosa doña Blanca, y hablarla de su amor, era todo cuanto podia ambicionar el enamorado caballero.

El rey hacia ya largo rato que se hallaba en la ermita, conferenciando con el padre Anselmo, y aun D. Rodrigo permanecia á la puerta procurando explicarse á sí mismo su extraña aparicion á aquella hora en un parage tan solitario. El motivo que habia manifestado al despedirse, tan lejos de dejar satisfecho al anciano, solo sirvió para excitar su curiosidad, y ver en él solo un pretexto para ocultar el verdadero objeto de su venida, y en efecto, nada mas natural que la sorpresa de D. Rodrigo. Ocupado el rey en la guerra con el de Aragon y en exterminar á su nobleza, no podia concebirse que por complacer á D. Fernando Alfonso de Zamora, abandonase el teatro de la guerra cuando su presencia debia ser mas necesaria. Por otra parte ninguna mira política podia conducirle á aquellos lugares. En el radio de seis leguas no se conocia otro noble que el señor de Cabezon, y este enteramente adicto á la causa del conde D. Enrique, no tomaba parte en las discordias del reino y solo en secreto favorecia á los partidarios de aquel, si bien siempre dispuesto á abandonar los muros de su castillo, para volar en su socorro cuando fuese necesario. ¿Se llevaria por objeto el atraerle á su partido?¿Las preguntas que le habia dirigido no parecian confirmar esta idea?

Hallábase D. Rodrigo entregado á estas reflexiones, cuando fué interrumpido por uno de sus escuderos.

-Señor, le dijo, en este momento acabamos de sorprender á un hombre oculto detrás del árbol de la ermita, y como puede ser uno de los raptores de doña Blanca, he encargado á mis camaradas que le aprisionen, mientras vos no disponeis otra cosa.

-Adelantaos con él, y esperadme á la salida del bosque.

El escudero obedeció, y á poco rato se hallaba con sus compañeros frente á la cruz que separaba el camino de la ermita.

D. Rodrigo antes de reunirse con sus vasallos, recorrió á caballo las avenidas de la ermita, para saber si el rey habia venido solo con D. Fernando Alfonso y sus gentes para alguna emboscada; y viendo que todo permanecia tranquilo á su alrededor, se dirigió en busca de sus escuderos, cada vez mas confuso y admirado al advertir que D. Alfonso quedaba solo en la ermita sin mas compañia que un anciano, expuesto á ser sorprendido por alguna de las compañias de aventureros que ifestaban el pais, ó á ser vendido por los vasallos del señor de Cabezon.

-Esto es estraño, murmuraba el caballero pensativo ¡venir acompañado de D. Fernando Alfonso, y solo para hablarme del amor que este caballero profesa á mi hija... vamos, ó el rey está loco, ó yo soy el viejo mas desconfiado de todo el reino!

Y apresurando el paso de su caballo, poco tardó en hallarse al lado de sus vasallos.

-¿Qué sucede? dijo al verles reunidos en tumulto, y como preparados para una lucha.

-Señor, dijeron á una voz, este hombre quiere huir...

-¿Quién es ese hombre? Por Santiago que es noche de aventuras la que acaba de pasar. Vamos, acercaos malandrines ¿Por qué ese motin?

-Ved aquí el prisionero.

D. Rodrigo vió en efecto á un hombre que luchaba para desasirse de los brazos de los escuderos. La vigorosa resistencia que oponia, manifestaba un cuerpo nada afeminado, y acostumbrado sin dada á luchas tan desiguales.

-Soltadle, vive Dios, y que hable, si no le habeis cortado la lengua.

-¡Vil canalla! dijo el desconocido al verse libre, no lucirá el nuevo dia sin que hallais experimentado el rigor de mi venganza.

-Ola, ola, parece que habeis medido vuestras fuerzas con las de un buen caballero, dijo D. Rodrigo con aire zumbon. Y decidme, señores villanos, ¿por qué habeis detenido sin mi permiso á este caballero?

-Señor, dijo el mas osado, este hombre se hallaba oculto junto á la ermita, y sin duda alguna ha sido uno de los que se apoderaron de doña Blanca.

-Sí, recuerdo que poco há me hicisteis esa observacion. Y bien caballero, ¿qué respondeis? dijo á este.

-La verdad D. Rodrigo.

-Veamos, pues.

-Vuestros vasallos no os engañaron. Un caballero no miente jamás.

-Acercaos, dijo D. Rodrigo alargando el pescuezo para descubrir mejor al caballero, creo reconocer vuestra voz... sí, sí, no hay duda, sois...

-D. Lope Alvar de Rojas.

-Caballero, ¿no es verdad?

-Como vos.

-Cierto es, añadió el anciano con irónico acento. ¿Dejareis acaso do serlo por haber intentado robar á una dama?

-Sabiendo que vos habeis aborrecido á mi padre, creí que me negariais su mano, y...

-Por eso la robabais ¿no es cierto?

D. Lope inclinó la cabeza haciendo un gesto afirmativo.

-Pues esta hazaña, amigo D. Lope, prosiguió el anciano con el mismo acento irónico, es un nuevo blason que debeis unir á los que heredasteis de vuestro noble padre. Lástima es en verdad, que este buen caballero haya muerto, para que si pudiera contemplaros en este instante me ahorrara el trabajo de mostraros mi agradecimiento por la honra y merced que ibais á dispensar á mi familia. Y decidme, D. Lope, ¿conoceis los deberes de un buen caballero?

-D. Rodrigo, esa pregunta...

-Es muy oportuna, no lo dudeis. Responded pues, y con presteza, porque no quisiera detenerme mucho tiempo, y por grande que sea el placer que esperimento al veros á mi lado tan noble y tan leal como vuestro noble padre, mayor es el que me espera al lado de mi hija libre ya de vuestros cariñosos brazos. Estará impaciente sin duda por mi tardanza, y no debeis estrañarlo, como que espero me perdonareis esta falta al recordar que quien me obliga á cometerla, es una dama muy querida vuestra y admiradora como yo de vuestra sin par galanteria...

El acento frio é irónico del caballero, no podia tranquilizar de ningun modo á D. Lope y aun tuvo la suficiente osadia para responderle, con una nueva injuria.

-¿Quereis vengaros, D. Rodrigo? Pues bien, mandad á vuestros vasallos que se separen á un lado y nos batiremos.

-Teneis razon, es preciso que haya un combate. ¿Cuáles son vuestras armas?

-¡D. Rodrigo!

-Las mias, prosiguió el anciano sin advertir la llama que acababan de despedir los ojos de D. Lope, las mias no se han fabricado todavia; pero muy presto estarán aquí. ¡Hé, canallas! dijo á los escuderos, cortad cuatro ramas del bosque y traedlas al punto. Escojed las mas fuertes...

Los escuderos aterrados al ver la calma aparente de su señor, se apresuraron á obedecer, temerosos de que la terrible explosion que iba á estallar, descargase sobre ellos.

D. Lope, admirado de aquella órden singular, miró fijamente al anciano, como pidiendo una esplicacion, pero éste, como sino le hubiese comprendido, prosiguió:

-El combate será desigual, pero no debeis olvidar que como mas jóven, me llevareis mucha ventaja. Así, pues, preparaos ya y no temais; porque os juro, que mis golpes no serán mortíferos.

-Veo, D. Rodrigo, que abusais de vuestra posicion, dijo D. Lope esforzándose para aparecer tranquilo; y esto no es noble, en un caballero de tan altas prendas. Os estais burlando de mí y haceis mal, D. Rodrigo, porque el cielo me ha dotado de un carácter algo altanero y nada conciliador, que puede acarrearos algunos males.

-Ya sé que sois vengativo como vuestro noble padre, y que no perdonais la menor injuria. Por eso quiero borrar ahora la que hicisteis á mi linage, castigándoos como á un villano que sois.

-¡D. Rodrigo! exclamó el caballero rugiendo como el leon; no provoqueis mi saña...

-¡Villanos! dijo el anciano variando de tono y con un eco de voz que retumbó por un instante en aquella soledad; atad á éste miserable á la cruz, y apaleadle como á un esclavo.

-¡D. Rodrigo! ¡D. Rodrigo! Ved que soy un caballero y que la mancha que vais á imprimir en mi rostro solo puede borrarse con sangre.

-Descargad fuerte, dijo el señor de Cabezon á los escuderos que habian cortado las ramas para aquel duelo singular; vengaos si es posible en el cuerpo de ese villano, de los golpes que he descargado en el vuestro. No temais, su pellejo debe ser tan duro como la coraza que cubre su pecho.

Los escuderos no necesitaban las exhortaciones de su señor, para cumplir dignamente sus órdenes. La resistencia que al principio opusiera el caballero, habia cedido á los repetidos y vigorosos esfuerzos de tantos hombres reunidos. Derramando espumarajos de rabia, y jurando como un herege, se dejó atar despues de ver agotadas todas sus fuerzas.

-¡D. Rodrigo! dijo con desfallecida voz, matadme por lo que mas amais en el mundo, y no arrojeis sobre mí tal baldon.

-¿Y os acordabais de esa súplica cuando fraguabais la deshonra de mi hija?

-¡Oh! matadme, matadme, la muerte no me es tan odiosa como las manos de estos viles esclavos sobre mi cuerpo. ¿No veis que quedo para siempre deshonrado?

-No, no, el secreto de este castigo, quedará sepultado en el silencio de la noche. Yo os lo juro por la fé de caballero.

-¡Mentís! ¡Mentís! ¿Y esos hombres?...

-Estos hombres, se dejarán desollar como perros antes de que sus labios pronuncien una sola palabra de lo que pasa ahora entro los dos. Yo no quiero infamaros, D. Lope; debia hacerlo, pero soy noble y solo me limitaré á daros un castigo tan villano como la ofensa que ibais á hacer á mi linage.

-¡Oh! ¡qué espantoso suplicio! murmuró el caballero, dejando oir el crujido de sus dientes.

-Villanos, dijo el señor, de Cabezon, dadle algunos latigazos, y soltadle.

Los escuderos, despues de haber aplicado algunos golpes al mísero caballero, se disponian á abreviar el castigo, haciendo girar las ramas que habian cortado sobre sus espaldas, con mas rigor sin duda del que aconsejaba su señor, pero un rumor cercano que percibieron á su lado, les obligó á suspender de pronto el castigo, temerosos de ser sorprendidos por algunos amigos ó vasallos del caballero.

D. Rodrigo, olvidando por un instante á su enemigo, se dirigió á la entrada del camino que conducia al castillo, para reconocer á los importunos que venian á interrumpir el castigo que estaba imponiendo al caballero, y no tardó en descubrir á su hija acompañada de D. Fernando Alfonso de Zamora, y del escudero. Alarmados por la tardanza del anciano, y confusa doña Blanca al verse casi sola con el apasionado D. Fernando, habia dado órden á este para emprender la vuelta, no sabemos si con el deseo de caminar mas tiempo á su lado, ó por desvanecer un ligero escrúpulo.

-¿Qué haceis aquí, señor? preguntó la dama admirada ¿por qué esta detencion?

-Mi buena estrella, respondió D. Rodrigo, me ha reunido esta noche con tu raptor, y antes de despedirnos, me pareció que debia darle una muestra de mi agradecimiento por la señalada honra que queria dispensarte.

-¿Qué?... habeis osado tal vez... dijo D. Fernando tendiendo su vista á los lados para descubrir al prisionero.

-No os alarmeis, caballero; solo he mandado aplicarle algunos latigazos como pudiera hacerlo con uno de mis perros.

-¿De esa manera, viejo cobarde, cumples la promesa que acabas de otorgarme? esclamó D. Lope, rechinando los dientes de desesperacion.

-D. Lope, las promesas que se otorgan á un villano, son como las hojas que arrebata el viento...

-Es decir... repuso D. Lope.

-Que quiero veros humillado y cubierto de oprobio como estais ahora, dijo D. Rodrigo interrumpiéndole con un gesto terrible.

-¡Oh! ¡que mengua! murmuró el caballero con sordo acento cubriéndose el rostro con las manos.

-D. Rodrigo, dijo de repente D. Fernando Alfonso de Zamora, el castigo que acabais de imponer á este caballero...

-D. Fernando, interrumpió el viejo enojado, recojed la lengua y no os entrometais en lo que no os pertenece.

-D. Rodrigo, jamás puedo olvidar el deber de un caballero, y el mio en este momento es protestar contra el ultrage que habeis hecho á D. Lope, ya que el respeto que me inspiran vuestras canas no me permite daros otra respuesta.

-Osado sois á fé mia, y si manejais la espada como la lengua, no dudo que sereis un valiente caballero.

-D. Rodrigo, permitidme el silencio. El respeto que os profeso, pone un nudo en mi garganta.

-¿Quereis que os lo descorra?

-¡D. Rodrigo! ¿Olvidais el nombre augusto que represento en este lugar?

-Teneis razon, dijo el viejo variando de tono repentinamente, perdonad los caprichos de un anciano encanecido ya en la guerra, y acostumbrado á ser siempre obedecido. D. Fernando, prosiguió tendiendo una mano al jóven que este apretó entre las suyas con respeto, me place vuestra hidalguia; sois todo un caballero, y la defensa que acabais de tomar, ofrece una alta idea de vuestras nobles prendas. Y como no puedo negar que habeis obrado con la lealtad de un castellano honrado al defender á ese miserable, sed tambien tolerante y no me censureis por haber impuesto un castigo infamante al que intentaba cubrirme de oprobio.

-D. Rodrigo, un hombre como vos, no sabe castigar. Alarga su diestra y perdona.

-D. Fernando, hay injurias que el caballero no debe perdonar.

-D. Rodrigo, hay castigos que el caballero no debe imponer.

-¡Extraño contraste! murmuró el anciano: no podemos entendernos, contradecís mis palabras como todavia no lo hizo ningun hombre, y sin embargo, héme aquí tranquilo, y dispuesto á perdonaros esta ofensa.

-Nunca hay ofensa, D. Rodrigo, cuando se dice la verdad.

-Testarudo sois, á fé mia. ¿Por qué censurais, lo que vos hariais en mi lugar?

-Perdonad, D. Rodrigo, yo jamás olvido lo que se debe á un caballero.

-Es decir, que no dariais un castigo de villanos, á un caballero que dejó de serlo.

-Desnudaria mi espada, y se uniria con la suya en lucha igual.

-¿Y si lograba heriros?

-D. Rodrigo, dejaos de ociosas preguntas y permitid que devuelva la libertad á D. Lope.

Y acercándose á la cruz, desató al caballero, ayudándole á ponerse en pié. El castigo de los escuderos habia magullado su cuerpo, de tal modo, que apenas podia conservar el equilibrio.

-D. Rodrigo, dijo el generoso D. Fernando, permitid que uno de vuestros escuderos ofrezca un caballo á D. Lope.

-D. Fernando, mas acertado seria que le diéseis el vuestro ya que tan galante con él os mostrais.

-Teneis razon, perdonad, no se me habia ocurrido esa idea.

D. Rodrigo contrariado y confuso al advertir cómo el caballero se deshacia de su caballo para ofrecérselo á su rival, se acercó á su hija, para no contemplar indiferente aquella escena.

-D. Fernando, dijo su rival al verse á caballo, aunque no habeis podido evitar el castigo humillante que he sufrido, procurásteis hacerlo menos doloroso con la generosidad de un leal adversario. Por esto os quedo muy reconocido; y como conozco que el mejor medio de demostrároslo, es señalándoos el parage y la hora, en que podeis encontrarme, os diré que mañana hasta las seis de la tarde, esperaré en mi castillo de Rojas, por si teneis la galanteria de buscarme.

-No puedo otorgaros promesa formal, mientras acompañe al rey; pero, en el momento que su servicio nos separe, procuraré veros en vuestro castillo, ó donde me conduzca el deseo de corresponder dignamente á vuestra honrosa invitacion.

-Gracias, D. Fernando, gracias, hé aquí mi mano.

-Tomad la mia.

D. Lope tendió la suya, y D. Fernando, aunque con repugnancia, la tocó ligeramente. Habia en esta muda señal de un mentido afecto, una elocuencia misteriosa que hizo estremecer á los dos.

D. Lope saludando ligeramente á su rival, se acercó al señor de Cabezon.

-D. Rodrigo, le dijo con un eco de voz que hizo estremecer á todos los circunstantes: el infierno ha desplomado hoy todas sus iras sobre vuestra cabeza. Sí, porque Dios no pudo inspiraros la idea de ofender tan horriblemente á un hombre, que ya no puede bajar al sepulcro, sin haberos hecho sufrir antes los tormentos del infierno. Habeis empeñado conmigo una lucha, que solo debe terminar con la muerte de uno de los dos: pero... ¡ay de vos, desventurado anciano, si soy el vencedor! Preferible seria mil veces que os diéseis la muerte. Si amais á vuestra esposa y á vuestra hija, hacedlo, desventurado, os lo ruego; y así me salvareis de la horrorosa mision que de hoy en adelante guiara mis pasos.

Dicho esto, pegó un espolazo al caballo, y con la rapidez del relámpago se alejó del valle, despidiendo un juramento horrible que hizo estremecer á la tierra de espanto.

-¡Habeis labrado en un instante la desdicha de vuestra hija!

-¡Dios mio! ¡Qué horrible imprecacion! exclamó doña Blanca aterrada. ¡Oh! ¡Padre mio! ¡Qué habeis hecho! ¡Desventurado!

Y reclinando la cabeza sobre su pecho, despidió un gemido lastimero, que hizo estremecer á D. Fernando sobre su caballo.

-¡Dios mio! murmuró éste elevando sus ojos al cielo. ¡Será un presentimiento!...

Un cuarto de hora despues descansaban los viajeros en el castillo de Cabezon.




ArribaAbajo- III -

Sobre la cúspide del cerro de Altamira, se descubria á mediados del siglo XIV el soberbio castillo de Cabezon, con sus torres, sus almenas y sus fosos. Habia sido edificado por el primer señor de Cabezon, cuando la invasion sarracena, con la solidez que aun se admira hoy, en la mayor parte de las obras de aquella época, y de la que todavia se conservan algunos restos al examinar sus ruinas.

Las murallas que le rodeaban, de una inmensa altura, revelaban el pensamiento del que habia dirigido la obra desde su origen.

En efecto, era imposible que en una sola fortaleza pudieran reunirse tantos medios de defensa, como se habian empleado en el castillo de Cabezon. Sus cuatro torres dominando todo el valle, servian de atalayas en un radio de ocho leguas, y en un largo asedio, podian defender á los habitantes del castillo en el espacio de dos meses, aun cuando estuviese ocupado el resto del edificio por los sitiadores. El primer señor de Cabezon, con una prevision harto comun en los nobles de aquella época, habia calculado que un dia se veria obligado á sostener un sitio formal, con algun rival poderoso, y para ponerse á cubierto de una sorpresa, en lugar de ocuparse de la defensa de los primeros departamentos del castillo, se habia fijado en las torres como último punto de defensa, y tal vez el mas seguro.

Estas torres que aun hoy se elevan orgullosas sobre las ruinas del castillo, formaban cuatro departamentos separados, con el número suficiente de aposentos, para alojar hasta una compañia de hombres de armas en cada uno. Los muebles que le servian de adorno, solo consistian en una hilera de tarimas embutidas en la pared, algunas máquinas de armas de todas clases y otros efectos de guerra.

Otra de las defensas mas principales de este castillo, tal vez la mas importante, consistia en los bosques espesos que le rodeaban, y en la escabrosidad del terreno; haciéndole inaccesible aun á los sitiadores mas inteligentes, como que en todo el pais se sabia por tradicion, que algunas veces se habia intentado su conquista infructuosamente. De todas las fortalezas del pais, era la única donde los sectarios del profeta no habian podido fijar su media luna, ni menos las huestes del rey D. Pedro, en guerra entonces con don Alfonso XI de Aragon y D. Enrique de Trastamara.

Los albores de la aurora largo rato hacia que brillaban en el horizonte, y solo una ligera brisa, fria y helada como el rocio de la noche, agitando suavemente los árboles del bosque, interrumpia silenciosa la calma que se disfrutaba en el valle. A esta hora matutina, un caballero, procurando contener la violenta carrera de su caballo, se dirigia al castillo de Cabezon, envuelto todavia en una espesa niebla que la aurora iba disipando. Despues de cruzar el puente de la villa, y dejar á un lado el Pisuerga, siguió con menos ligereza el camino abierto en el monte, y que no sin gran riesgo llevaba al viajero, al castillo de Cabezon. Corta era ya la distancia que le separaba, cuando se vió detenido por una voz robusta, que dominando el espacio, le gritó:

-Deteneos, caballero, deteneos.

-Quieto estoy, dijo este haciendo un gesto desagradable, y conteniendo á su caballo por las riendas, mientras que con la vista trataba de descubrir á su interlocutor.

-¿Quién sois? preguntó este mostrando su cabeza cubierta de hierro, en lo más alto del primer torreon del castillo.

-¿Quién soy? repitió el caballero, dirigiendo la vista á la torre. ¿Y por qué lo preguntais?

-Perdonad, caballero; este castillo se halla amenazado de una sorpresa; y para conjurarla, tomamos estas precauciones. Así, no dejeis de responder si venís á visitarlo.

-¡Sois cortés, buen escudero, y no lo olvidaré! Decid al señor de Cabezon, que á la puerta de su castillo espera D. Fernando Alfonso de Zamora.

-Concededme un instante, y no tardaré en bajaros el puente.

Diciendo esto, el escudero hizo sonar una trompa, cuyos ecos retumbantes se repitieron por largo espacio en la llanura. Un minuto despues, se hallaba rodeado de algunos hombres de armas.

-¿Qué ocurre? preguntaron á una voz.

-Decid á D. Rodrigo, que acaba de llegar D. Fernando Alfonso de Zamora, y pide que se le admita en el castillo.

El señor de Cabezon acababa en aquel momento de abandonar su lecho, y se disponia á pasar á la cámara de su esposa, cuando el sonido de la trompa le obligó á volver á su aposento. Abriendo entonces una ventana, tendió la vista al rededor para descubrir al importuno que á aquella hora venia á interrumpir la soledad de su castillo.

D. Fernando, inmóvil en el lugar en que se le habia mandado hacer alto, tan pronto como le descubrió en la ventana, levantó la cabeza vivamente, y con una sonrisa burlona, le dijo.

-¿Qué sucede, D. Rodrigo? ¿Estais en guerra con vuestros vasallos, ó haceis preparativos para combatir al rey?

-¡Sois vos, D. Fernando! dijo el viejo en extremo alborozado. ¡Oh! subid, subid al punto: Hé... malandrines... proseguió dirigiéndose á los escuderos que se habian agolpado á las torres; volved á vuestros aposentos, y bajad el puente.

D. Fernando, habiendose acercado al castillo, se apeó ligeramente, y entregando su caballo á un escudero, penetró en el edificio con tanta soltura, como si le fuesen familiares los cuatro departamentos de que se componia; pero al llegar al primero de la derecha, vió que se hallaba cerrado por una doble puerta de roble, y de un trabajo admirado. Contrariado, y algun tanto confuso, se dirigió al departamento de la izquierda, y al llegar á la puerta, descubrió en el umbral al señor de Cabezon.

-Venid, venid, mi leal amigo, dijo tomándole una mano, y apretandosela cordialmente, llegais á tiempo para acompañarnos en el desayuno. Supongo que tomareis con nosotros algun refrigerio.

-Como querais, D. Rodrigo; me tendreis á vuestro lado hasta la tarde.

-¿Partís tan presto?

-Es preciso; el rey me espera.

-¡El rey! murmuró el caballero variando de expresion.

-Sí, el rey D. Alfonso, en su nombre vengo á hablaros.

-¡Extraño encargo! dijo el viejo pensativo.

Y cojiendo de una mano al caballero, añadió:

-Venid al aposento de mi esposa, ya me hablareis...

-Escuchad, D. Rodrigo, antes de saludar á las damas, quisiera hablaros un instante.

-Despues os escucharé; ahora permitid que os introduzca en su aposento.

-Ved que es un encargo del rey...

-Bien, bien, ya me lo comunicareis.

Y sin dar lugar á otra respuesta, empujó suavemente la puerta, y acompañado del caballero, entró en el aposento. Hallábase este adornado con el gusto exquisito que exigia la época. Grandes cortinajes de damasco adornaban las ventanas; sus pliegues ondulantes dejaban paso á los rayos del sol. Algunos cuadros de tamaño natural que representaban á los descendientes del señor de Cabezon, cubrian de lleno las paredes, y en el fondo se descubria el de D. Rodrigo, armado de punta en blanco, y con una mano fija en el escudo de armas que la mano hábil de un célebre artista habia esculpido sobre la puerta. El suelo adornado de una preciosa alfombra que ocupaba todo el aposento, ofrecia una perspectiva risueña y sorprendente contribuyendo á darle mas realce los magníficos espejos de Venecia, colocados en los extremos, y algunos sillones de terciopelo carmesí distribuidos en desórden por el aposento.

D. Fernando, despues de examinar ligeramente el aposento, fijó su vista en la señora del castillo, sentada muellemente en un sillon al lado de su hija. Hallábase esta tan atareada en componer uno de los rizos de la negra cabellera de su madre que no advirtió la presencia de su padre hasta que anunció á D. Fernando.

-Beatriz, dijo llevándole aun de la mano: os presento á D. Fernando Alfonso de Zamora.

El jóven habia retrocedido un paso no atreviendose á interrumpir la tarea de su amada. Embelesado al contemplarla tan bella en aquella actitud, casi habia olvidado la presencia de su guia. La voz de este vino á sacarle de su extasis. Haciendo entonces un ligero movimiento separó su vista del grupo que formaban las dos damas, y dando un paso, fijó en la madre de Blanca una rápida mirada, en que el observador menos profundo, hubiera creido advertir algo de admiracion. En efecto, no podia examinarse friamente á la esposa de D. Rodrigo. Algo de sobrehumano parecia encubrir aquel rostro angelical.

Una larga cabellera de un negro reluciente adornaba sus hombros, cubiertas en parte con una ligera gasa trasparente á través de la que resaltaba la blancura alabastrina de su cutis. Sus ojos lánguidos, adornados de largas pestañas negras, despedian en aquel instante un pálido fulgor que hubiera quizá impresionado el corazon ardiente del jóven D. Fernando, si de él no hubiese sido dueño mucho tiempo hacia la hermosa doña Blanca.

Era de mediana estatura, su cuerpo esbelto reclinado lánguidamente sobre el sillon, dibujaba el talle de una sílfide; sus manos de nieve coronadas de sonrosadas uñas, jugueteaban con los cabellos ondulantes de su hija, mientras ella arreglaba los rizos de la suya. De vez en cuando al sentir el contacto de la mano de Blanca sobre su cabeza, dejaba asomar á sus labios una dulce sonrisa, mostrando dos hileras de perlas que hubieran dado celos á una diosa del Olimpo. El aspecto y la languidez de esta muger, imprimian en sus movimientos un carácter tierno y simpático, que contrastaba singularmente con la expresion viva y risueña que de ordinario brillala en el semblante de su hija. No contando con la viveza encantadora de esta, y la muelle languidez de aquella, cualquiera al examinarlas, no hubiera vacilado en saludarlas como á dos hermanas cariñosas. Y sin embargo, los vínculos que las unian eran mas extrechos. Blanca poseia toda la belleza de su madre, pero que su edad hacia brillar con mas explendor, y no obstante de aparecer aquella con tan tierno nombre, nadie á primera vista se lo hubiera prodigado, temeroso de hacerla un agravio.

Confuso D. Fernando al admirar tanta belleza, permaneció inmóvil delante de la esposa de D. Rodrigo, despues de hacer un saludo, que esta recibió con una benévola sonrisa.

-¿Qué feliz estrella os ha conducido hasta estos lugares? exclamó la hermosa castellana mirando dulcemente al caballero.

-Perdonad, he sido un indiscreto, en seguir hasta aquí á vuestro esposo. El estado en que os encuentro...

-¿Os inspira algun temor? dijo interrumpiéndole con la misma sonrisa. Poco galante sois, D. Fernando; mi cabellera podria asustaros, pero no debais decirlo...

-Señora, en este estado, quisiera contemplaros siempre de hinojos.

Y el jóven lanzó una mirada centellante, que la castellana apagó de repente con una sonrisa glacial.

-Blanca, dijo vivamente, recoje presto mis cabellos, y vos, caballero, podeis tomar asiento á nuestro lado.

-Beatriz, dijo vivamente el señor de Cabezon: no creí hallaros en este estado; mientras acabais vuestro tocado, llevaré á D. Fernando, para que conozca el castillo.

-Id, D. Rodrigo, pero no le detengais mucho tiempo.

-Presto estaremos aquí de vuelta.

D. Fernando saludó profundamente á las dos damas, y despues de hacer un signo cariñoso á doña Blanca, salió del aposento en pos del viejo D. Rodrigo. Celoso este hasta de su sombra, se habia turbado algun tanto, al descubrir las miradas que el jóven habia dirigido á su esposa. Y juzgando que su vista en aquella actitud debia alarmar á otro hombre menos impresionable, creyó mas acertado hacerle salir del aposento, mientras las dos damas no terminaban su tocado. Al llegar al primer corredor, le dijo:

-Si gustais, mientras las damas se preparan para el desayuno, podeis participarme el encargo del rey.

El jóven turbado todavia tardó algun tiempo en responder. Antes debia reponerse de la extraña sensacion que habia experimentado á la vista de las dos damas mas hermosas de Castilla, en la situacion mas interesante que podia imajinar allá en sus sueños de amor y ventura. Recobrado ya algun tanto, respondió:

-D. Rodrigo, vos recordareis sin duda, aquella noche, que vuestra hija estuvo en peligro de ser arrebatada de vuestro lado...

-Sí, hace dos meses.

-¿Olvidásteis el encargo que entonces os hizo el rey?

-No por cierto: me dijo que vos amábais á Blanca, y que no lo olvidase.

-¿Y nada añadió?

-Creo que mostró algun interés por vos, y...

-¿No os recomendó mi amor?

-Sí, no puedo negarlo.

-Luego vos...

-Proseguid.

-Si yo os dijese ahora, D. Rodrigo, amo á vuestra hija, y quiero ser su esposo, ¿qué responderiais?

-Es ese el encargo del rey.

-Sí, me ha mandado haceros esa pregunta.

El viejo reflexionó un instante, y luego acercándose con el jóven á la muralla que rodeaba el castillo, le dijo:

-¿Amais á Blanca?

-Como los ángeles aman al Criador.

-Y ella...

-Cifra toda su ventura en llamarse mi esposa.

-En este caso...

-Dareis vuestro consentimiento.

-Antes tengo mucho que hablaros, y dado que ahora podais escucharme.

-Oh, hablad, no temais; escucharé lo que querais.

-Pues bien, seguidme.

Y D. Rodrigo, abandonando la muralla, se internó en el primer corredor seguido de D. Fernando, despues de dejar á un lado varias habitaciones, subió algunos escalones con ligero paso: y haciendo una señal á su compañero para que se detuviese, abrió una puerta casi imperceptible por una inmensa cortina de damasco y entró en su aposento. Hallábase este adornado con bastante lujo, aun cuando la mayor parte de sus adornos consistian en escudos de armas, y retratos de familia.

D. Rodrigo, al entrar, indicó al caballero que tomase asiento en un precioso sillon que le presentó, y luego acomodándose en otro mas modesto, le dijo:

-Ahora que estamos solos, podeis repetir vuestra demanda.

D. Fernando despues de acomodarse en el sillon, y de dirigir al rededor una furtiva mirada para asegurarse de que ningun importuno les escuchaba, dijo al anciano.

-No os repetiré la historia del amor que profeso á vuestra hija, porque no creo pueda interesaros ahora.

-Teneis razon, solo deseo saber en qué lugar habeis conocido á Blanca. Jamás os he visto antes de aquella noche, en que tuvisteis la fortuna de salvarla, y creo haber descubierto entonces que ya la amabais hacia algun tiempo.

-Cierto es, D. Rodrigo, la he amado desde el primer dia que apareció á mi vista, en el convento de santa Clara de Valladolid.

-¡Ola! parece que no sois muy excrupuloso en cuestiones de amor. ¿Y cómo diablos pudisteis hablarla estando encerrada?

-Vos sin duda ignorais que los enamorados poseemos un lenguage mas elocuente que las palabras.

-Os comprendo, jóven, hablábais con los ojos. ¿No es cierto?

El jóven hizo un signo afirmativo.

-Y Blanca, ¿respondia? añadió con maliciosa sonrisa.

-No puedo negarlo.

D. Rodrigo guardó silencio por un instante, mientras que don Fernando admirado de aquel extraño interrogatorio, se disponia á hacer de nuevo su demanda.

-Ahora, D. Fernando, ¿me explicareis la intervencion del rey en este asunto? ¿Hay en ello algun secreto?

-Ninguno que vos no podais conocer. D. Alfonso me ama; dice que soy uno de sus partidarios mas fieles, y al sabor un dia que amaba á vuestra hija, resolvió aprovechar la primera ocasion favorable, para rogaros que no violentaseis su inclinacion, y que en lugar de enlazarla con un noble adipto á la causa del señor de Trastamara, de quien no podia estar apasionada; uniese su mano á la mia para hacerla dichosa. Tal ha sido, D. Rodrigo, el objeto que impulsó al rey á pasar desde Valladolid á Cabezon la noche en que fué arrebatada vuestra hija por los escuderos de D. Lope Alvar de Rojas.

-Verosimil es vuestra relacion, D. Fernando; pero me admiro de que el rey teniendo empeñada la guerra con el aragonés, abandonase á sus soldados para favorecer los amores de uno de sus partidarios. ¿No os parece muy extraño, D. Fernando?

-Veo, D. Rodrigo, que sospechais de la venida del rey, y siento deciros que vuestra sospecha es infundada.

-¿No podia guiarle tambien otro objeto de mas cuantia? Vamos, no me lo oculteis.

-D. Rodrigo, os juro que el rey hizo un viaje solo por complacerme.

-Me parece que estoy mejor informado que vos, y eso que no soy su partidario, dijo el viejo con extraña sonrisa.

-Hablad, D. Rodrigo; pronto estoy á demostraros que de mis labios solo sale la verdad.

-¿No venia dispuesto el rey á conocer los proyectos del señor de Cabezon?

-No, solo por curiosidad habia resuelto preguntar si le érais adipto.

-Vamos, ya vais confesando que no solo vuestros amores le obligaron á venir á Cabezon.

-D. Rodrigo, un caballero jamás se retracta. Os he dicho que el rey D. Pedro no traia ningun proyecto encubierto y sentiré que me obligueis á repetirlo otra vez.

-No os enojeis así, D. Fernando, ved que soy el padre de Blanca.

-D. Rodrigo, el deber me manda ahora defender al rey, y lo haré aun cuando me negueis la mano de vuestra hija.

-Vuestro amor en ese caso debe ser muy pasagero, cuando por un ligero excrúpulo quereis aventurarlo.

-Es que defiendo al rey D. Pedro mi bienhechor, y antes que él, no hay para mí amor, ni otro sentimiento que pueda hacérmelo olvidar.

El semblante del jóven al pronunciar estas palabras, se revistió de una expresion tierna y melancólica, y sus ojos de un negro reluciente, se animaron con un fuego extraordinario. Las dudas que el anciano habia concebido, no pudieron menos de desvanecerse al ver la expresion de la verdad en el rostro del caballero, y el amargo sentimiento de verse contrariado.

-D. Fernando, dijo lentamente como si pesase cada una de sus palabras, ya que os enojan mis sospechas, las guardaré para mí solo, y solo me ocuparé de vuestra demanda.

-Haced lo que gusteis, D. Rodrigo, sois dueño de pensar á vuestro antojo; solo os suplico que no dudeis de mis palabras, porque es una ofensa que no merezco de vos.

-Bien, dejemos este asunto por demás molesto, y hablemos de lo que tanto os interesa. ¿Decís que el rey apoya vuestra demanda?

-¿No lo recordais? Si no me engaño, creo que él mismo os lo ha indicado antes de ver al ermitaño.

-Sí, pero lo hizo de una manera algo extraña. Me parece que en lugar de encargarme que aceptase vuestra mano para Blanca, solo se limitó á manifestar el deseo de que se verificase esta union.

-¿Y no os satisface, D. Rodrigo?

-Si en ello tuviese el interés que vos suponeis, hubiera empleado su autoridad real...

-D. Rodrigo, ¿olvidais que antes de reconocerlo, le habiais hablado de vuestra adhesion á la causa de D. Enrique?

-¡Y bien! ¿Era este un obstáculo para que su voluntad dejase de ser acatada?

-D. Pedro cuando manda quiere al punto ser obedecido, y cualquier escusa suele castigarla con rigor. Sabiendo que vos perteneciais á su enemigo, dudó que le obedeciéseis, y para evitar el castigo de vuestra desobediencia, creyó que solo debia mostraros su deseo, dejándoos en completa libertad de hacer lo que gustáseis.

-Razonais, á fé mia, como un hombre de letras. Acabais de explicar el deseo del rey, como queria que lo comprendiéseis.

D. Fernando algun tanto turbado, no se atrevió á responder. El anciano prosiguió.

-Ahora que podemos entendernos, contestaré á vuestra demanda. ¿Sabeis D. Fernando, que he jurado defender la causa del conde D. Enrique?

-Sí, proseguid.

-¿El amor que profesais á mi hija, puede obligaros á abandonar la del rey?

-Jamás.

-No quiero aconsejároslo, porque si lo hiciéseis, nunca seriais el esposo de doña Blanca.

-Gracias, D. Rodrigo; sois un castellano honrado.

D. Fernando al pronunciar estas palabras, se habia puesto pálido. Un funesto presentimiento que acababa de herir su imajinacion, le hizo vacilar en su asiento, y fijar en el viejo una mirada triste y apagada.

-Ahora bien, D. Fernando, si el honor y el deber os mandan seguir el partido del rey, ¿quereis que yo abandone el de su enemigo, para que seais el esposo de mi hija?

-D. Rodrigo, no puedo exigiros ese sacrificio.

-¿Y luego, qué esperais? ¿Quereis combatir un dia con el padre de vuestra esposa? Reflexionad, D. Fernando: yo admiro en vos las mismas prendas, que adornan á mi hijo D. Alvaro; como él sois uno de los caballeros mas ilustres del reino; mi gloria y mi ventura llegarian á su colmo, si pudiera estrecharos entre mis brazos, para saludaros con el dulce nombre de hijo, porque he sondeado vuestra alma, y creo que el cielo no puede conceder á mi hija un esposo que la haga feliz, como sin duda vos la hariais. Empero he recordado que las funestas disensiones del reino, pueden colocarme un dia frente á vos con la espada en la mano para mataros como á enemigo de mi bando, y que mi hijo celoso partidario de D. Rodrigo, no podrá tender su diestra, á un amigo predilecto del que llaman tirano de Castilla. Lamentando, pues, el invencible obstáculo que nos separa, solo me resta pediros una gracia. Quisiera que no desechaseis la amistad de un viejo como yo, encanecido en la guerra, y que en lugar de culparme por la dolorosa respuesta que doy á vuestra honrosa demanda, me alargeis vuestra mano, olvidando si es posible que habeis amado un dia á mi hija.

D. Rodrigo pronunció con acento conmovido estas palabras, y como si tratase de desvanecer la dolorosa impresion que acababan de producir en su ánimo, le apretó la mano cordialmente despues de considerarle en silencio por algunos instantes, con una solicitud casi paternal.

-D. Rodrigo, dijo el jóven procurando ocultar su emocion; debo antes de todo, mostrarme reconocido á los elogios que acabais de prodigarme. Soy en efecto un castellano leal, adipto á mi rey, é incapaz de seguir la senda traidora de los que olvidaron sus juramentos; pero de ningun modo, puedo revestirme de los títulos gloriosos que Castilla ha concedido á las altas prendas de vuestro hijo D. Alvaro. He procurado seguir siempre sus huellas, pero conozco que todavia no he llegado á la posicion en que le han colocado. Sin embargo, no olvidando esta superioridad, he creido que vos, á pesar de haberle servido de modelo, no me negariais la mano de vuestra hija, y esto aun conociendo la funesta division que nos separa. Será un error, D. Rodrigo; pero yo no veo ese obstáculo que tanto os desalienta. ¿No podeis vos defender al conde D. Enrique, sin que yo falte al juramento que me liga á la causa de su hermano? Decís que la suerte de las armas puede reunirnos en el campo de batalla, pero si el destino lo dispusiese así, el primero que lo advirtiese, haria retroceder á su caballo, sin que nadie pudiese llamarle cobarde. ¿No conoceis á muchos hermanos que se han visto en una situacion semejante? ¿Cuántos hijos no han tenido que retroceder á la vista de sus padres? ¿Y por eso han sido acusados de traidores? Nada de eso, amigos y enemigos, todos les respetaron lamentando al mismo tiempo el destino de la infortunada Castilla, y la fiebre sanguinaria que se ha apoderado de la mayor parte de sus hijos. En cuanto á D. Alvaro, es tan noble y tan generoso, que no vacilara en llamar hermano, al que un dia tuvo la dicha de salvar á doña Blanca, de un peligro en que hubiera quizá sucumbido victima de la saña de un noble villano.

-D. Fernando, razonais bien, y no lo extraño, porque al fin estais enamorado y en una situacion semejante, cuando se trata de conseguir el objeto de nuestro amor, la imajinacion presta grandes recursos, por mas que la inteligencia sea harto limitada. Empero yo que soy viejo y que no entiendo ya de amores ni galanteos, no quiero participar de vuestra opinion, ni creo podais sostenerla con conviccion. Os aconsejo, pues, que no aguceis el injenio para defender lo que vos no aprobariais en otra ocasion.

-Permitid que os interrumpa, dijo D. Fernando vivamente. Vuestras palabras me ofenden, yo jamás sostengo lo que no me dicta la conciencia; no lo olvideis, D. Rodrigo.

-Pues bien; entonces diré que la pasion os alucina, y que veis un acontecimiento natural, donde debiais hallar un crímen.

-Un crímen, D. Rodrigo.

-Sí, vos no recordais el ciego frenesí que de nosotros se apodera en el ardor de la pelea, porque de otra suerte no hubiérais considerado con tanta frialdad el obstáculo invencible que os dí á conocer. En el furor de la pelea ¿sabeis si D. Rodrigo reconoceria al esposo de su hija? Y vos, al descargar vuestros golpes de muerte sobre los partidarios de D. Enrique, y al ver tendidos algunos á vuestros pies, ¿podriais distinguir entre ellos al padre de Blanca? ¿Qué divisa nos daria á conocer? ¿Os atreveriais á proponerla? Sí: vuestra mirada me lo indica; pero en una noche oscura, y en el ardor del combate, ¿de qué serviria esa señal? ¿Podriamos reconocerla? Imposible, D. Fernando. No os alucineis tan presto y creedme; siento como vos no poder desvanecer ese obstáculo; pero si reflexionais un momento, no dejareis de conocer que es insuperable.

-Veo que despreciais mi demanda, dijo D. Fernando con amargura levantándose del sillon é inclinándose levemente delante de don Rodrigo.

-Por Santiago, que sois testarudo en demasia: sentaos, vive Cristo, y escuchadme.

Diciendo esto, obligó al jóven á que tomase asiento; y luego, con una sonrisa entre amarga y risueña, le dijo:

-¿Por qué despues de lo que os dicho, suponeis que desprecio vuestra demanda?

-¿Y qué debo pensar, cuando no me concedeis siquiera una esperanza?

-Vive Dios, que no puedo concebir semejante esperanza.

-¿No puede dejar de existir el obstáculo en que se funda esa negativa?

-Explicádmelo, si gustais.

-¿Os parece que la contienda que hoy se agita en Castilla, no tendrá término algun dia?

-Sí por cierto.

-¡Y bien! ¿No podiais reservar la respuesta á mi demanda para cuando llegue ese dia?

El viejo guardó silencio, sin duda para reflexionar un instante en la esperanza que reclamaba el enamorado D. Fernando.

-O si la guerra dura algunos años, ¿quereis que mi hija espere la vejez para daros su arrugada mano? Vamos, no estais en vos, don Fernando.

-Os repito, D. Rodrigo; no habeis recibido con agrado mi demanda.

-Y vuelta al mismo tema! dijo D. Rodrigo haciendo un gesto de impaciencia. ¿Cómo diablos he de probaros que sois el caballero que mas convenia á mi hija?

-Y entonces, ¿por qué me privais de esa débil esperanza?

-Pero decidme, testarudo. Si antes de terminar la guerra se presenta un partido brillante para mi hija, ¿quereis que lo desprecie hasta que vos, viejo decrépito, vengais á pedírmela por esposa?

-Segun eso, ¿creeis que la guerra jamás terminará?

-Yo creo que durará tanto como los dos monarcas; y como ambos casi son de vuestra edad, debo suponer racionalmente que vivireis los mismos años con alguna diferencia, y que siempre combatireis por la misma causa.

-Pues bien, D. Rodrigo, prometedme no violentar á doña Blanca, y consentiré que no desecheis el partido que para ella se os presente.

-Veamos: sin duda pensais alucinarla tambien para que cometa la torpeza de morir doncella. Por el cielo, D. Fernando, sed mas considerado, y no priveis á una dama hermosa de la dicha matrimonial que la espera.

-Pues bien, D. Rodrigo, me someto á todo lo que querais, dijo D. Fernando con acento desesperado; no alucinaré á vuestra hija: partiré hoy mismo de su lado, y no volveré hasta que haya terminado la guerra. Si entonces está libre, seré su esposo: ¿me lo prometeis?

-Sois tan exigente como una dueña enamorada. Os juro, á fé de caballero, que no violentaré á Blanca, ni dispondré de su mano sin anunciároslo. ¿Estais satisfecho?

-D. Rodrigo, no esperaba menos de vos, dijo D. Fernando alargándole una mano, mientras que con la otra enjugaba una gota de sudor que corria por su frente.

El jóven para conquistar aquella débil esperanza, habia agotado todas sus fuerzas como si acabase de sostener una lucha con su mayor enemigo.




ArribaAbajo- IV -

Terminado el desayuno, y retiradas las damas á su aposento, don Rodrigo volvió al suyo, acompañado de D. Fernando, éste algun tanto contrariado, al verse separado tan presto de su dama.

El señor de Cabezon, profundo conocedor del corazon humano, sabia que la ausencia, es el auxiliar mas poderoso, para combatir una pasion. Durante el corto espacio que habian estado reunidos los dos amantes, comprendió la naturaleza, del sentimiento que los unia hacia algun tiempo, y abrigando algun temor por la tranquilidad de su hija, trató de poner una raya que los separase para siempre, ya que las discordias del reino, ó quizá otros motivos mas graves, hacia dificil su enlace. Con este propósito, despues de enterarse de los proyectos que el enamorado D. Fernando habia formado para el porvenir, le dijo:

-La guerra, tan lejos de tocar á su término, vá de dia en dia tomando incremento, y creo por lo mismo que se dilatará vuestra vuelta al castillo, mucho mas de lo que habeis calculado. Para evitar, pues, que mi hija espere demasiado, si os parece, fijaremos un plazo durante el cual, no dispondré de su mano.

-¿Pues no hemos fijado como término, la conclusion de la guerra? Si se prolonga demasiado, sin violentar á Blanca, otorgareis su mano, al que merezca vuestra preferencia, dándome aviso, como habeis ofrecido.

-Me conformo, D. Fernando, dijo el anciano con una expresion singular; pero vos habeis de otorgarme otra promesa.

-Lo que querais.

-Juradme por vuestro honor, que no vereis á doña Blanca ni la enviareis el menor mensaje, al menos sin mi permiso.

-Os he otorgado ya mi palabra, dijo D. Fernando con triste acento. Ahora, D. Rodrigo, no direis que soy exijente. Me separo de vos, como un amante desdeñado, sin la mas ligera esperanza de ser algun dia el esposo de vuestra hija.

En el rostro del jóven, alumbrado por los rayos del sol, que iluminaban el aposento, se notó en aquel instante un carácter particular de dolor resignado, que interesó vivamente al anciano.

-Partid tranquilo, D Fernando, le dijo apoyando una mano en el hombro con cierta expresion cariñosa, no violentaré á dona Blanca; pero si en vos tiene algun poder el consejo de un anciano, que os admira por vuestras prendas, olvidad presto al objeto de vuestro amor, y sereis mas dichoso.

Estas palabras destilaron un frio glacial en el corazon del enamorado D. Fernando.

-¿Es esa la esperanza que me concedeis, D. Rodrigo?

D. Rodrigo pareció vacilar antes de responder. Por un instante sostuvo una lucha interior que el jóven no pudo comprender, y luego, como si hubiese adoptado un partido, respondió:

-Os aconsejo, D. Fernando, que olvideis á mi hija, porque no es posible que la guerra termine tan pronto como vos deseais. Pero si vuestro amor es superior á este obstáculo, alimentadlo con la esperanza de una próxima paz en el reino. Nada mas puedo deciros.

Una hora despues, D. Fernando montaba á caballo en el patio del castillo, para dirijirse á la ermita del Cristo de las batallas.

Con el corazon oprimido por el mal éxito de su demanda, descendió lentamente por la enorme pendiente de Altamira, abandonando las riendas de su caballo, para entregarse con mas libertad á los pensamientos que le sugerian la larga conferencia que habia tenido con el señor de Cabezon. Acababa de abandonar el camino escarpado de la montaña, y su inmovilidad era tan completa, que no advirtió la senda extraviada que iba siguiendo su caballo, para separarse de un lago profundo que las aguas de la montaña habian formado en derredor.

Largo rato hacia que el caballo continuaba su paso extraviado, cuando el jóven levantó de repente la cabeza, como si tratase de desvanecer una idea que le aquejaba y vió que se hallaba en un camino desconocido. Dirijiendo entonces una mirada alrededor, suspendió de repente el paso de su caballo, para contemplar admirado el panorama delicioso que se ofrecia á su vista. A su derecha un arroyo cristalino despedia sus aguas, agitadas suavemente por la ligera brisa de la mañana. Los arbustos que cercaban la orilla, iban elevándose gradualmente, hasta que la espesura y robustez de los árboles, formaban un bosque delicioso, por el que cruzaban una multitud de senderos que se confundian entre sí, de tal modo, que el caballero se encontró en un laberinto natural, cuya salida parecia impracticable. Sin embargo, despues de vacilar un instante, y de tender la vista alrededor, se decidió á tomar la senda mas próxima, huyendo del arroyo. Un momento despues conoció que se habia extraviado. El cielo estaba despejado, el aire puro y embalsamado, el cántico dulce y monótono de las aves, al revolotear sobre su cabeza, le distrajeron por un instante de los tristes pensamientos que tanto le preoupaban. Apretando despues los hijares de su caballo, continuó su paso extraviado, confiando en que el ángel protector de los enamorados, le conduciria á la ermita del padre Anselmo; una vez alejado de aquel valle delicioso, el camino que se presentó á su vista mas escabroso, y la inmensa altura de las montañas que dejaba al paso, vino á recordarle el viaje qua dos meses antes habia hecho á aquellos lugares con el rey D. Pedro. Entonces creyó reconocer las montañas inaccesibles de Altamira, y animado de una secreta esperanza, volvió á excitar á su caballo, para salvar de pronto la distancia que le separaba de un punto negro, que descubria á lo lejos, y que dudó si seria la cruz del Cristo de las batallas. En efecto, media hora despues, se detenia delante del crucifijo que guiaba á la ermita, para respirar libremente, y dar tiempo á que su caballo se repusiese de la celeridad con que hasta entonces habia caminado.

Mientras el caballero se disponia á continuar su viaje, el padre Anselmo, objeto de tantos afanes, se hallaba tendido á la sombra del árbol protector, que cercaba su mísera vivienda, entregado al parecer, á una profunda meditacion. Su semblante que infundia respeto y admiracion al mas osado, se habia revestido de una ligera nube de tristeza. Con una mano apoyada en la frente, y la otra sosteniendo el rosario que pendia de su hábito, contemplaba con religioso anhelo, las nubes blanquecinas que cruzaban el firmamento, fijando de vez en cuando su vista, en el inmenso valle que descubria á lo lejos, como para admirar una de las obras mas sublimes de la naturaleza.

Hallábase aun absorto, contemplando aquel inmenso panorama, cuando D. Fernando, apareciendo de repente, vino á cortar el hilo de sus meditaciones. El ermitaño al descubrirlo, se levantó penosamente de su asiento, para examinar las facciones del viajero. Despues de fijarse un instante, conoció al amigo del rey, á pesar de que la jornada habia alterado su semblante.

-Padre; que el cielo os guarde, dijo besándole una mano.

-Y á vos os bendiga, hijo mio, respondió el anciano, cojiendo de una mano al caballero, despues de sujetar el caballo al árbol bienhechor de la ermita. ¿Qué casualidad os conduce á esta soledad? añadió haciéndole entrar en la cueva, y sentándole en una especie de asiento formado en la roca. ¿Venís á impetrar la misericordia divina, ó á quejaros de la miseria humana?

-Padre; solo vengo á informarme de vuestro estado.

-¿Qué decís? ¿Se acuerda todavia el mundo de este mísero anciano?

-Sí, hay un hombre que se interesa por vos, y que no os olvida aunque mora lejos de vuestro albergue.

-¿Os comprendo, jóven? hablais del rey. A pesar de su vida azarosa y aventurera, recuerda todavia al padre Anselmo. Y decidme, caballero, ¿le amais mucho?

-Tanto como á vos, noble anciano.

-¿Venís en su nombre?

-Antes de partir de su lado me dijo: si vais á Cabezon, informaos del padre Anselmo, y decidle que no me olvide en sus oraciones.

-¡Que el cielo le bendiga! ¡Oh! A pesar de su grandeza, aun tiene un recuerdo para los que ya no le volverán á ver en el mundo.

El anciano conmovido á su pesar, guardó silencio; mientras que el jóven le examinaba con el mas vivo interés.

-¿Y venís del castillo? preguntó de repente, como si tratase de adormecer algunos recuerdos, que venian á herir su memoria.

-Sí, he visto á D. Rodrigo.

-Sigue tan adicto á la causa del conde D. Enrique.

-Solo la abandonará despues de la muerte.

-¡Funesto error! murmuró el anciano. ¿Y habeis visto á su esposa?

-Y á su hija tambien, respondió el jóven despidiendo un profundo suspiro.

-La amais, ¿no es cierto?

-Sí, la amo como no deben amar los hombres.

-¡Desgraciado!

-¡Desgraciado, decís!

El anciano solo respondió, inclinando tristemente la cabeza sobre su pecho.

-¡Oh! Por el cielo, explicaos, padre Anselmo, dijo D. Fernando apoderándose de una de sus manos, y besándola con ternura. ¿Qué misterio encierra vuestra exclamacion?

-¿Habeis hablado á D. Rodrigo de vuestro amor?

-El rey me ha dado el encargo, de pedirle en su nombre la mano de doña Blanca.

-¿Y qué ha contestado el señor de Cabezon?

-Dice, que accederá á mi demanda, cuando terminen las discordias del reino.

-¿Confiais en el amor de doña Blanca?

-¿Acaso dudais?

-¡Pobre jóven! Perdonad; el peso de los años ha debilitado mi cabeza.

Y el anciano despidió un profundo suspiro y quedó entregado á una profunda meditacion. D. Fernando no se atrevió á interrumpirle, y sin embargo, la pregunta del ermitaño le habia causado una profunda impresion.

-¿Amais al rey? preguntó de repente como si despertase de un profundo letargo.

-Desde la edad de seis años, no me he separado de su lado. He participado de sus juegos infantiles, y de sus mas bellas ilusiones. He sido su compañero de horfandad, y en sus horas de infortunio, mis consuelos mas de una vez mitigaran sus pesares. Mientras sus tutores se entregaban al placer de repartir entre sus partidarios los tesoros de la corona, el desventurado monarca yacia olvidado en su oscuro aposento sin mas compañia que la de su fiel vasallo don Fernando Alfonso de Zamora. Por último, cuando se llenó la copa del sufrimiento, yo he sido el primero en aconsejarle que recobrase sus derechos sacudiendo el yugo de tan pesada tirania. Entonces empezó la lucha que aun hoy no ha terminado. A los juegos de la infancia, sucedieron los horrores de la guerra. En el campo lo mismo que en el consejo, siempre he seguido su suerte. Mi espada ha sido la primera que se ha desenvainado para defender su corona, y mi sangre tambien la primera que se ha derramado por tan noble causa. Ahora preguntadme, si amo al rey.

-Una adhesion semejante, es digna de vos, don Fernando, volved al lado del rey, y decidle que don Rodrigo no puede disponer de la mano de su hija, porque ha empañado su palabra en concedérsela al hijo de don Juan Manuel.

-¿Qué decís?

-Sí, de alguna manera he de mostraros el vivo interés que me habeis inspirado; doña Blanca no puede amaros, su corazon pertenece á don Lope Manuel.

-Os engañaron, padre Anselmo, doña Blanca ha jurado ser mi esposa. ¡Si la hubiérais visto esta tarde! ¡Si la hubiérais escuchado sus palabras! ¡Oh! No dudariais de su amor.

-Pues si os ama, que el cielo bendiga vuestra union, hijos mios, tal vez haya desistido de su empeño don Lope Manuel. En este caso, podrá realizarse vuestro enlace aunque las discordias de Castilla lo dilatarán mucho tiempo. Si don Rodrigo os ha prometido la mano de doña Blanca para cuando terminen, no retrocederá por mas que defendais una causa que él combate.

-Vuestras palabras me reaniman, y sin embargo, me estremezco al considerar que el bastardo de Manuel puede disputarme la mano de doña Blanca. Vos no ignorais que su padre es uno de los señores mas poderosos de Castilla, don Rodrigo le debe vasallaje, y aunque sea mal de su grado, le hará dueño del porvenir de su hija, si lo exije; ya veis, que no puedo tranquilizarme.

-No temais; el padre Anselmo velará por vosotros.

-Oh! ¿Y sereis tan generoso, que cumplais vuestros derechos en favor de un desgraciado que apenas conoceis?

-D. Fernando; cumplo un deber; tambien yo amo á doña Blanca y me intereso por su dicha. Sí, velaré por ella; no lo dudeis.

-Gracias, padre mio; el cielo os premiará. Empero, ¡es tan débil vuestro apoyo! Solo, sin amigos, en esta soledad, y expuesto á ser devorado por las fieras. ¿Cómo podreis luchar con el bastardo de Manuel, y con don Lope Alvar de Rojas?

-Teneis razon; pero ninguno de los dos me intimida.

-Padre, vuelvo al lado del rey.

-¿Tan pronto?

-No puedo detenerme un instante.

-Decidle que no dejo de rogar por la paz de Castilla.

-No me olvideis en vuestras oraciones.

-Adios, hijo mio; nada temais por doña Blanca. Ya que no podeis deteneros, partid tranquilo. La noche adelanta, y no quisiera que tropezarais con don Lope ó con alguno de sus vasallos.

-Descuidad; si le encuentro, procuraré que se aleje de estos lugares.

El sol habia terminado ya su carrera, cuando don Fernando montaba de nuevo á caballo, para seguir su camino. Despues de atravesar un rápido torrente, cuyas vistosas cascadas se transformaban en argentina espuma en su profundo abismo, empezó á caminar á la sombra del mismo bosque que dirijia al viajero al Cristo de las batallas; sus árboles corpulentos, oscurecian el cielo de tal modo, que el caballero empezó á caminar entre tinieblas.

-La noche se acerca, dijo tendiendo una mirada al rededor, y si no me apresuro, muy tarde llegaré á Valladolid.

Y apretando los hijares de su caballo, no tardó en dejar á sus espaldas las risueñas riberas del Pisuerga. El camino que hasta entonces no habia ofrecido el menor obstáculo, se fué estrechando, sin que el caballero pudiera advertirlo. Entregado á sus risueñas esperanzas, habia olvidado al rey y hasta á sus rivales. En aquel momento solo veia á la hermosa doña Blanca al lado de su madre, mostrándole un porvenir de amor y ventura.

-¡Oh! El cielo no puede reservar tanta dicha á un solo mortal. ¡Blanca mia! por tu amor abandonaré riquezas y honores; ¿quieres que abandone al rey, para vivir á tu lado en la soledad mas profunda? Aunque su cariño es necesario á mi existencia, no vacilaré un solo instante. Denunciaré á la gloria; me olvidaré del brillante porvenir que me espera, y que el rey muestra á mi vista; todo, todo lo sacrificaré gustoso por una sola de tus miradas.

Y despues de algunos momentos de silencio en que sus ideas tomaron un nuevo giro, añadió:

-¡Insensato! horrible es tu destino si esa mujer llega á olvidarte... No, no, es imposible, Blanca me ama; Blanca ha jurado ser mia y no podrá olvidarlo...

La noche cubria ya con sus sombras la dilatada llanura que iba cruzando el caballero. Algo distante se descubria una montaña, que ocultaba los árboles corpulentos de un bosque, que don Fernando tenia que atravesar. El camino que dirijia á aquel parage solitario, rodeado de colinas incultas, estaba sembrado de piedras cubiertas de musgo. El violento choque del caballo contra una de esas piedras, despertó á don Fernando de sus sueños de ventura.

-¿Quién vá? Dijo de repente una voz robusta que interrumpió por algunos momentos el silencio profundo que reinaba en aquellas soledades.

D. Fernando levantó la cabeza vivamen te y vió deslizarse entre la oscuridad una figura colosal que al principio no pudo reconocer.

-Si sois amigo, el cielo os envia, dijo esforzándose para descubrir á su interlocutor; mi caballo acaba de recibir un golpe que no le permitirá continuar la jornada.

-Reconozco esa voz, dijo el desconocido adelantándose. ¿Qué veo? añadió reconociendo al caballero; ¡don Fernando Alfonso de Zamora!

-¡D. Lope Alvar de Rojas! esclamó don Fernando con asombro.

-El mismo soy; teneis razon; el cielo me envia.

-Sí; al fin estamos solos, y en un parage y á una hora en que podemos hablar libremente sin temor de que nos interrumpan.

-Y por cierto que nuestra entrevista se iba dilatando, dijo don Lope con irónico acento. Hace mas de dos meses, que os espero con el mas vivo afan, y ved ahí como al fin nos hemos reunido, cuando menos lo esperaba. No direis vos lo mismo, porque seria ofenderos el dudar ahora que ibais á buscarme al castillo de Rojas. La casualidad ha dispuesto que me adelantase para saliros al encuentro, y vos no dejareis de felicitaros tambien por haber ahorrado parte de la jornada.

-D. Lope; os engañais, puesto que ya os habia olvidado.

-¿Y ese es el interés que os inspiro? Don Fernando, sed mas generoso y no recompenseis con el desvio el cariño mas sincero.

-Muy mal empleais vuestro cariño, don Lope.

-Ya sabeis que la ingratitud es moneda que circula con profusion en estos tiempos de desafecto; pero estoy resignado y no me quejo. ¿Y vos, don Fernando?

-Yo amo y soy correspondido.

-¡Dichoso amante!

-D. Lope, observo que estamos perdiendo un tiempo precioso, y que podiamos emplearlo dándonos una recíproca muestra de cariño.

-Como querais, pero me parece que debiais acompañarme á mi castillo de Rojas. Allí descansaremos esta noche, y mañana á la hora que señaleis nos daremos... un estrecho abrazo.

-Perdonad; no puedo aceptar. El rey me espera y antes de dos dias debo hallarme á su lado. Si ahora me detuviese, no podia verle el dia que me ha señalado, y yo no quiero hacerlo esperar.

-¿De modo que nuestra entrevista se verificará en este paraje solitario?

-Me parece el mas apropósito para alejar todo motivo de inquietud.

-Pues si gustais, dejaremos los caballos para disfrutar un momento de la frescura de la noche.

-De cualquier modo, el mio, al parecer, ha quedado inútil.

-Ya sabeis que os debo uno, y así podeis disponer del mio.

-Nos lo disputaremos. El que dentro de una hora pueda montarlo, que disponga de él á su antojo, pues nadie se lo inquietará.

-Vive el cielo que sois tan discreto como valiente. Os llevareis el caballo.

-Ya veis que lo necesito para continuar la jornada.

-Vamos á buscarlo.

-Ya os sigo.

-No quiero alejarme, porque luego llegarán mis gentes y podian interrumpirnos.

D. Fernando que no queria desprenderse de su caballo, aunque no podia serle útil en aquel momento, lo ató á uno de los primeros árboles del bosque, dispuesto á dejarlo al primer lugareño que encontrase en su camino.

D. Lope al llegar á la entrada del bosque se detuvo.

-¿Quereis seguir mas adelante?

-Como gusteis.

-Este paraje solitario convida al reposo. La oscuridad es profunda y á dos pasos no se distinguen los objetos. Si la luna quisiera mostrarnos sus brillantes fulgores, os rogaria que me permitiérais estrechar vuestra mano; pero ahora temo que en lugar de la mano tropeceis con la espada, y esto podia inquietaros.

-No temais; alargad vuestra mano, y hé aquí la mia, dijo don Fernando desnudando la espada.

-¿Me ofreceis la mano ó la espada?

-Podeis elegir lo que gusteis.

-Acepto la espada; pero antes recibireis la mia.

-Quizá perdais en el cambio.

-Probaremos las dos hojas y vereis cómo la mia aventaja á la vuestra.

-¿Quién será, pues, el agraciado?

-El mas diestro de los dos.

-Veamos.

-Escuchad; no quisiera pincharos,

-Pues defendeos.

-Las sombras que nos rodean, rechazan un juego como el que proponeis.

-¿Luego no aceptais?

-Sí, por cierto; quiero mostraros que mi espada es mejor que la vuestra.

-Vamos, pues; mas no olvideis que es un juego.

-Que terminará con la muerte de uno de los dos, dijo D. Lope atacando á su rival con el mayor encono.

Entonces empezó una lucha encarnizada que las tinieblas de la noche, hacian cada vez mas horrible. El violento choque de las espadas interrumpió el silencio profundo de aquella soledad, y mientras que los dos rivales redoblaban sus golpes con creciente saña, la luna empezaba á derramar un pálido fulgor sobre el teatro de aquella escena sangrienta. La respiracion de los dos combatientes era cada vez mas forzada. Envueltos en tinieblas que no les permitian descargar sus golpes con acierto, solo se habian limitado al principio á defender su cuerpo, esperando familiarizarse con la oscuridad para terminar el combate. D. Lope mas diestro ó mas sereno que su enemigo, permanecia inmóvil, mientras que éste le acosaba por todas partes impaciente y ansioso de hacerle abandonar el árbol protector que defendia su espalda. Las fuerzas de D. Fernando se iban ya agotando en esta lucha desigual, cuando, al dirigir un nuevo golpe á su enemigo, tropezó con un pequeño arbusto, que le arrojó al suelo. Don Lope, en lugar de tenderle una mano, supo aprovechar aquel incidente para atravesarle el pecho con la espada. El desgraciado jóven al sentir el frio acero en sus venas, hizo un movimiento desesperado para incorporarse. Empero sus fuerzas se agotaron, y despidiendo un profundo suspiro, quedó inmóvil...

-Fatal ha sido el juego para vos, dijo D. Lope con sarcástica, sonrisa, dirigiendo una mirada á su enemigo.

Y despues de examinarlo un momento, prosiguió:

-Todo auxilio seria inútil. Ha muerto como un valiente. Por esta parte queda satisfecha mi venganza. Ahora iré á ofrecer mi espada al conde de Trastamara, ó á fortificar mi castillo, porque don Pedro de Castilla á nadie acusará mas que á D. Lope Alvar de Rojas, de la muerte de su hermano de armas, y su venganza será tambien muy sangrienta... Adios, jóven infortunado, añadió montando á caballo; dentro de una hora serás pasto de las fieras y yo no podré evitarlo. Para que yo me salve, es preciso que te abandone. Adios.

D. Lope á poco rato habia desaparecido entre las ramas gigantescas del bosque.

Algunos momentos despues el caballo de don Fernando hacia inauditos esfuerzos para recobrar su libertad. Sus relinchos atronadores hubieran atraido sin duda al viajero mas extraviado si acertase á pasar por aquel sombrio desierto. La resistencia que oponia el robusto roble que servia de vigilante al brioso corcel, empezaba á ceder, porque las riendas que lo sujetaban, aunque podian sufrir un choque mas violento sin romperse, iban descorriendo el débil lazo que habia formado don Fernando. El caballo, despues de nuevos esfuerzos, pudo al fin correr libremente por aquellos lugares; sin torcerse un momento siguió su carrera hasta que vió interceptado el paso por la muralla de un caserio de bella apariencia. Este obstáculo solo sirvió para que redoblase sus relinchos atronadores; pero de tal modo que, el ruido que producian, hizo acudir con presteza á una muger que al parecer se hallaba en el caserio. Su mano, aunque débil, empuñó las riendas, y guió al caballo á un extremo opuesto del caserio.

-Diego! Diego!! gritó la jóven á la puerta.

Un hombre, que apenas contaria veinte y dos años de airosa presencia y vistiendo un rico trage del pais, apareció en el umbral.

-¿Es tu caballo Maria? preguntó á la jóven.

-No, he creido que se habia escapado; pero no es el mio. Acércate y examinémosle.

-Ola, ola, dijo Diego, trae rico arnés. Sin duda pertenece á algun caballero. Oh! Este caballo vale un tesoro. Acércate, Maria. ¿Has visto otro de mayor alzada?

-¿Dónde estará su dueño? preguntó la jóven.

-Tal vez le andará buscando.

-No; sin duda le arrojó de la silla y está herido. ¡Diego! es preciso que le socorramos.

-Calla, loquilla, ¿quién te ha dicho que está herido?

-¿No adviertes la inquietud de su caballo? Se encabrita y forcejea como si quisiera alejarse.

-Es muy brioso y habrá querido desafiar á su dueño.

-Oye Diego ¿quieres montarlo? Puede dirijirte á su encuentro. Ya sabes que estos animales poseen un gran isntinto. ¿Te acuerdas de mi Diana? Pues mas de una vez te arrojó al suelo para venir á buscarme.

-Sí; pero Diana nació en el caserio, nunca abandonó estos de lugares, de modo que conocia hasta el mas oscuro rincon en que solias detenerte.

-Y bien! ¿Sabemos, por ventura si el dueño de ese caballo empleó el mismo afan que yo con Diana para enseñarle? Si no quieres montarlo, lo haré yo.

-Eso no lo permitiré, porque á pesar de tu destreza, Puedes recibir un golpe.

-Pues no te detengas.

-¿Conque debo correr en pos de esta aventura? ¿No seria mas acertado que esperásemos hasta mañana?

-No, no: ¿y si el dueño está herido?

-¿Pero dónde he de encontrarle?

-El caballo te guiará.

-Pues bien; voy á intentarlo.

Diciendo esto, de un salto se colocó en la silla y desapareció como una exalacion.

-¡Dios mio! exclamó la jóven. ¿Irá desbocado?

Trémula y con el corazon palpitante, escuchó el ruido del galope cada vez mas lejano, hasta que solo pudo percibir un eco casi apagado. Entonces dirigió una mirada inquieta al rededor y se estremeció al ver la soledad que la rodeaba.

-Esperaré media hora, dijo con trémulo acento, y si no vuelve, le iré á buscar, ya que por mí ha corrido este peligro.

La tregua era corta; pero Diego no necesitó tanto tiempo para tranquilizar á Maria. Apenas se habia acomodado esta en un banco de musgo colocado á la puerta del camino, cuando el ruido producido por el galope de un caballo la obligó á cambiar de posicion. Aunque la luna empezaba á iluminar la llanura, Maria no pudo descubrir al que se acercaba hasta que le vió á su lado.

-¡Maria! Maria!! gritó Diego con desfallecida voz.

-¿Eres tu, Diego?

-Sí; apenas puedo respirar. Acércate y no te alarmes al ver mi compañero.

-Tu compañero? repitió la jóven con asombro.

-Sí, el dueño del caballo. ¡Oh! Bien decia que era un tesoro. Abre la puerta; quiero entrar en el patio.

La jóven obedeció maquinalmente. Diego que apenas podia sostener su carga, hizo un violento esfuerzo para apearse del caballo.

-Ayúdame á llevar este desgraciado á mi aposento.

-¡Cielos! un cadáver!

-¡Pobre jóven! murmuró Diego entemecido.

Maria, sin responder, separó los rubios cabellos que cubrian el semblante de don Fernando, y al descubrir su rostro pálido y desfigurado, sintió que flaqueaban sus rodillas, y que apenas podia sostenerse en pié.

-Valor, Maria; dijo Diego cogiendo á don Fernando por la espalda: vamos á ver si está muerto.

-¡Oh! que semblante tan hermoso.

-En efecto, dijo Diego, parece una dama disfrazada.

-Deténte; no puedo asegurar si está muerto. ¡Dichoso el que pudiera salvarle!

-Vamos, dijo Diego descubriendo el pecho de don Fernando.

Maria, que en vano queria explicarse á si misma la extraña agitacion que estaba experimentando desde la llegada del caballero, apoyó en el pecho de éste su mano trémula.

-¡Dios mio! Sin duda es una ilusion; pero su corazon late... Sí, sí, le salvaré.

El rostro de la jóven, al pronunciar estas palabras, se revistió de una expresion indefinible. De sus ojos brotaron dos lágrimas cristalinas que rodaron por el pecho del moribundo.

D. Fernando habia sido trasladado á un modesto aposento y colocado en un lecho sencillo, pero elegante, rodeado de espesas cortinas, cuyos pliegues ocultaban al cirujano y al enfermero.

Maria á la entrada del apasento escuchaba con la mayor ansiedad esperando oir el último suspiro del herido, ó la voz consoladora del cirujano, llamándola para reanimar su valor. Toda su dicha dependia de la salvacion del herido. La vista de este desgraciado, habia despertado en su pecho un sentimiento de compasion, que iba á dejenerar en otro mas profundo. Jamás habia experimentado una impresion semejante. Educada en aquel modesto retiro, sin mas compañia que la de su hermano Diego, habia visto correr los dias de su infancia y los primeros de su juventud, con la mas tranquila indiferencia. Acababa de cumplir los veinte años. Sus cabellos negros como el ébano, peinados graciosamente, descubrian una frente ancha y espaciosa; sus ojos negros y relucientes, respiraban una ternura embriagadora. El delicado carmín de sus mejillas, y sus formas, modelo de gracia y desenvoltura, elevaban á Maria á un rango mas elevado del que la pertenacia. Huérfana como su hermano, sin mas patrimonio que el caserio que habitaba la jóven, habia reconcentrado todos sus placeres en el modesto jardin que cultivaba. Allí, en las primeras horas de la mañana, repartia sus cuidados entre las flores y las palomas. En su rostro expresivo y risueño, aun no habia reflejado una sola vez la sombra mas ligera de tristeza. Sus dichas y sus pesares eran tan puros como su alma. Amaba á su hermano con ciega idolatria, y este cifraba toda su dicha, en rodear la existencia de Maria de todos los encantos que puede sugerir el amor paternal. Ambos jóvenes vivian enteramente aislados, y solo de vez en cuando, recibian alguna visita de los señores de Cabezon, y aun participaban de algunas de las fiestas que se celebraban en el castillo; pero sin abandonar por mas de un dia su modesto retiro.

Esta relacion con los señores del lugar, dió lucrar al principio á grandes comentarios. Los mas curiosos aseguraban que D. Rodrigo de Cabezon, habia conocido á los padres de los dos huérfanos, y que aun habia recibido de ellos grandes beneficios; otros, por el contrario, decian que Diego y Maria eran dos bastardos, y que á su hipocresia debian la proteccion que les dispensaba el señor de Cabezon. Los mas prudentes, veian en los dos jóvenes, dos huérfanos desgraciados, que habian despertado las simpatias de los señores del castillo; por último, los mas osados no tenian rebozo en calificar de aventureros á los protegidos de su señor. Estas diferentes versiones fueron tomando mayor incremento, hasta que obligaron á los dos huérfanos á encerrarse en su caserio, y á cortar toda relacion con sus vecinos. Pero el aislamiento dió lugar tambien á nuevos comentarios, llegando por último á su colmo el asombro de los naturales de Cabezon, al ver que el padre Anselmo, el ángel de aquella comarca, empleaba la mitad del dia, en acompañar á los dos jóvenes en su retiro. Esta nueva proteccion puso un dique á la maledicencia, y los dos huérfanos, objeto hasta entonces de los sarcasmos de sus vecinos, fueron considerados con el mas vivo interés, por los que mas habian contribuido á calumniarlos. La celosa proteccion del padre Anselmo, vino á producir este cambio inexpresable. Sin embargo, aun faltaba por resolver uno de los problemas que mas preocupaban á los lugareños. Era indudable que los dos huérfanos merecian todas las atenciones que les prodigaban los señores de Cabezon, puesto que el padre Anselmo, los acompañaba en su soledad; pero, ¿pertenecian á la nobleza, ó eran plebeyos? He aquí la gran cuestion que en vano trataban de resolver los hijos de Cabezon.

A juzgar por el aspecto y ademan de los dos jóvenes su educacion, sus hábitos y sus costumbres, nadie podia dudar que eran nobles: pero la pobreza de su morada, sus tareas agrícolas y hasta su trage, les hacia aparecer como plebeyos. Esta cuestion aun no estaba resuelta, el dia en que su retiro fué interrumpido por la llegada de D. Alfonso de Zamora. Ahora con declarar que ninguno de los dos conocia su verdadero origen, disculparemos la curiosidad de los vecinos de Cabezon, y la de nuestros lectores, con otra revelacion mas extraña, á saber que nosotros participamos de las mismas dudas, puesto que ignoramos si Diego y Maria eran nobles ó plebeyos. Empero, otorgamos promesa formal de averiguarlo y por consiguiente, de revelarlo antes de llegar al término de esta verídica historia.

Largo rato hacia que la joven, víctima de una agitacion interior que en vano trataba de ocultar, procuraba descubrir al herido, á través de las cortinas que rodeaban el lecho, en que yacia el moribundo. Su ansiedad crecia por instantes, y ya se disponia á entrar, cuando una ligera oscilacion del pabellon la obligó á retroceder, confusa y contrariada de verse descubierta. Un momento despues apareció el cirujano.

Maria, no atreviéndose á hablar, le dirigió una mirada suplicante, que el cirujano comprendió al momento.

-Tranquilizaos, la dijo; la herida es muy grave, pero espero que el cielo obrará un milagro.

-¿Luego desesperais?

-Mientras no conozca el resultado de la operacion que acabo de hacerle, no podré aseguraros si salvará de la muerte. Ahora, me retiro. Vos quedareis para acompañarle. Si dentro de dos horas, ha recobrado el sentido, podeis concebir algunas esperanzas. Adios; presto volveré.

La jóven permaneció inmóvil en su sitio sin dar un solo paso. La débil esperanza del cirujano habia aumentado su ansiedad, hasta el extremo de no atreverse á entrar en la alcoba del enfermo. Haciendo sin embargo, un esfuerzo para dominar su agitacion, separó con mano trémula la cortina, y se quedó inmóvil como una estatua, contemplando el pálido semblante del herido.

-¡Qué aspecto! dijo examinándole. ¡La imagen de la muerte está retratada en su semblante.

Diciendo esto, se dejó caer en una silla á los pies del lecho del enfermo.

La vista de un hermoso jóven en el lecho del dolor, despierta una tierna simpatia. Maria que hacia dos dias no le abandonaba un solo instante, habia contado con ardoroso afan los latidos de su corazon, esperando una catástrofe, que por un misterio inexplicable negaba su razon.

Dos horas hacia que contaba los segundos como el sentenciado que espera el momento fatal de su suplicio, sin que durante este largo espacio, sus ojos dejaran de fijarse un momento en el semblante cadavérico del enfermo. Este permanecia siempre inmóvil, como si su corazon hubiera dejado de latir. Solo acercando el oido á su pecho podia percibirse una respiracion tan débil y tan apagada, como la del tierno infante que acaba de salir del seno de su madre. La agitacion de Maria crecia por instantes. La tregua que habia señalado el cirujano, habia terminado, y el enfermo parecia hallarse en la agonia. De repente y cuando el esceso del sufrimiento habia colocado á la jóven, en ese estado de sonambulismo que precede á la pérdida de la esperanza mas risueña, el enfermo hizo un ligero movimiento, que la obligó á correr hasta su lecho en un estado de angustia dificil de explicar, sus manos temblorosas, se apoyaron en la frente y en el pecho del herido, como si tratase de comunicar nueva vida á sus venas.

-Se muere el desventurado, murmuró inundando su rostro de lágrimas, sin haber conocido á la pobre huérfana, á su tierna enfermera. ¡Oh! ¡El cielo no ha escuchado mis súplicas! Si supiera su nombre, le llamaria en este momento supremo para recibir su último adios!

-¡Blanca! murmaró el herido despidiendo un suspiro ahogado.

-¡Que dice, Dios mio! balbució la jóven apoderándose de una de sus manos.

-¡Blanca! repitió el herido.

-En su agonia, parece que invoca el nombre de alguna persona querida.

Una ligera pausa siguió á estas palabras. Maria no atreviéndose á respirar, seguia con ansiedad la mirada apagada y vacilante de don Fernando, que se fijaba sin objeto en derredor del aposento.

-Caballero... murmuró la jóven sordamente y retrocediendo.

El herido al oir esta voz, hizo un movimiento como si tratase de despejar sus sentidos entorpecidos con algun sueño pesado, ó con el velo de la muerte.

-¡Blanca! repitió D. Fernando, extendiendo sus manos como si llamase á la jóven.

-No es una ilusion, dijo esta con amargo acento; Blanca es el nombre de su amada, y en este momento supremo invoca su nombre por última vez.

-¿No respondes? añadió el herido.

Maria inmóvil y tan pálida como el enfermo, no acertaba á articular un solo acento.

-Ven; en medio de mi delirio, he advertido que velabas á los pies de mi lecho... Acércate; quiero estrechar tu mano.

-¡Cielos! ¿Si habrá salvado de la muerte?

-Sí, sí; gracias á tu angélica asistencia me he salvado. ¿Dónde está D. Rodrigo? quiero verle; quiero mostrarle mi gratitud por su hospitalidad.

Maria, víctima de mil diversas sensaciones, se resolvió al fin á contestar al enfermo.

-Caballero, dijo con tímido acento; estais en un error. No me llamo Blanca.

-¿Quién sois, muger celestial? ¿Habré dejado el mundo pará siempre? ¿Vienes á anunciármelo que lo abandone?

-No; soy una pobre huérfana.

-¿Y me has salvado?

-No; os he auxiliado.

-¿Dónde me encuentro?

-En Cabezon.

-¡Cabezon! ¿Y esta casa?

-Es la del huérfano Diego y su hermana.

-¡Qué letargo tan profundo! murmuró el herido, oprimiendo su frente con las manos. ¿Qué es esto, cielo santo? Yo nada recuerdo... nada...

-Estais herido.

-¡Herido! repitió el enfermo descubriendo su pecho, y tocando el vendaje que habia aplicado el cirujano. ¡Herido!

-Sí, mi hermano os halló moribundo en el bosque.

-¿Cuándo? ¡Oh! Responded, responded, porque mi mente se extravia.

-Hace dos dias que os encontrábais á las diez de la noche, en el bosque de Cabezon, junto al señorio de Rojas.

-¡Rojas! repitió D Fernando, suspirando con dificultad. Sí, ahora recuerdo lo demás. Y vos, pobre niña, me habeis salvado. ¿No es cierto?

-No; ha sido mi hermano, ó mas bien vuestro caballo.

-Sí; ha venido hasta aquí muy inquieto, y al verle con su precioso arnés, creimos que habia arrojado al suelo á su dueño. Entonces mi hermano lo montó, y en seguida fué conducido hasta el lugar, en que os hallabais moribundo.

-Gracias, noble jóven, gracias, murmuró el herido conmovido.

-¿Os sentís mas aliviado?

-Sí; luego dejaré de molestaros.

-¿Qué decís, señor? ¡Molestarnos!

Y una lágrima asomó á los párpados de la jóven.

-Perdonad; pero la estancia de un herido como yo, no puede menos de ser penosa para dos huérfanos como vosotros.

-¡Oh! No lo creais.

D. Fernando guardó silencio.

-Voy á llamar al cirujano. Permitid que os deje solo un momento.

-¡Oh! No me abandoneis.

Era tan cariñoso este ruego, que Maria se estremeció.

-Presto volveré.

Y despues de dar el aviso á un mozo del caserio que halló en el corredor, volvió presurosa al lado del herido.

-Sentaos á mi lado, dijo señalándola una silla.

La jóven obedeció, sin comprender la extraña sensacion que producian en su ser las palabras del herido.

-¿Cómo os llamais?

-Maria.

-¿Habeis conocido á vuestros padres?

-No.

-Me habeis dicho que residis en Cabezon?

-Sí señor.

-¿Conoceis al señor del castillo?

La jóven hizo una señal afirmativa.

-¿Y á doña Blanca?

-Sí, tambien la conozco.

El acento de Maria al pronunciar estas palabras era tan triste que conmovió al caballero.

-¿No sois feliz? preguntó con interés.

-Sí, tan feliz como vos desventurado en este momento.

-Teneis razon; no hay desgracia que iguale á la de verse postrado en el lecho del dolor con escasas esperanzas de abandonarlo.

-No desconfieis; el cirujano presto vendrá para tranquilizaros.

El enfermo guardó silencio. El acento tierno de la jóven le causaba una impresion que no sabia cómo esplicarse. Su semblante de una angélica bondad le recordaba otro mas cariñoso que no podia desterrar de su memoria. La circunstancia de pertenecer al señorio de Cabazon, la familia á cuyo lado se encontraba por un acontecimiento tan singular, venia á ocupar su imaginacion con mil recuerdos á la vez tristes y risueños, que á su pesar, complicaban el crítico estado en que se hallaba. El nombre de doña Blanca asomaba á sus labios hacia una hora, y no acertaba á pronunciarlo, temeroso de molestar á la jóven con sus querellas amorosas. Pero se mostraba tan bondadosa, que apagando sus escrúpulos, resolvió aventurar algunas preguntas para satisfacer su ansiedad. La llegada del cirujano, que apareció descorriendo la cortina de su lecho, le obligó á dar nuevo curso á sus pensamientos.

-Animoso estais, caballero; le dijo al advertir la expresion de su semblante.

-Sin duda á vos debo los vendajes que rodean mi cuerpo.

-Os molestan.

-Sí.

-Voy á examinarlos.

Despues de un minucioso reconocimiento que el enfermo, soportó con heróica resignacion, le dijo:

-Os encuentro muy mejorado, y apenas doy crédito á mis ojos. Jóven, fatal ha sido vuestro encuentro. Sin ser indiscreto, ¿podré saber la causa de esas heridas?

-Aun no me he atrevido á preguntárselo; dijo Maria con emocion.

-El encuentro, teneis razon, ha sido fatal para mí. Me he batido con un enemigo implacable, que debió abandonarme moribundo.

-Y muy implacable, repitió el cirujano, porque estais acribillado de heridas.

-Alguna es mortal, ¿no es cierto? No vacileis en decírmelo, porque tengo que disponer algunas cosas antes de abandonar este mundo.

-Señor... dijo al cirujano Maria con lágrimas en los ojos, estendiendo sus manos suplicantes. ¿No le salvareis?

-Pobre niña! murmuró el enfermo. No os alarmeis; si ha llegado el término de mi vida, no me vereis mañana, porque dentra de una hora pediré que se me traslade lejos de aquí.

-Oh! ¡Qué funesto error! ¿Volveis á dudar de nuestros cuidados?

-No! no; pero un enfermo desconocido como yo, no debe interrumpiros vuestra dicha.

-¿Qué importa? Es un deber que impone la misma naturaleza.

-Deber que habeis llenado con un celo que me conmueve. Oh! nunca podré premiarlo.

-No debeis hablar demasiado, dijo el cirujano. Observo que os esforzais, y no debo permitirlo.

-Gracias, caballero, gracias; pero si mi destino es morir de las heridas que he recibido, dejadme al menos disfrutar de estos momentos de expansion.

-Las heridas son graves; pero os salvaré, con la ayuda del cielo y de estos pobres jóvenes.

-Oh! ¿Será cierto? dijo Maria estrechando una mano del cirujano.

-Sí, hija mia; tus esfuerzos y los mios, serán premiados muy luego.

-Maria, dijo el enfermo con tierno acento dirigiéndola una mirada que revelaba toda la gratitud de su alma; quisiera salvar de la muerte, para amaros y para que me ameis como á vuestro hermano, Diego.

La jóven por única respuesta inclinó la cabeza sobre su pecho despidiendo un profundo suspiro.

-Reposad tranquilo, dijo el cirujano. Mas tarde volveré á veros.

-¿Sois de este lugar? preguntó el herido.

-Sí.

-Entonces, podeis dispensarme un nuevo beneficio.

-Disponed lo que gusteis.

-Quisiera que dierais aviso de mi estado, á los señores de Cabezon.

-¿Les conoceis?

-Sí.

-Hoy quedará cumplido vuestro encargo.

-Es que tengo en este lugar, otra persona que se interesa por este desgraciado enfermo.

-Tambien le avisaré, si gustais.

-Os lo agradeceré, señor. Pues bien, si acertais á pasar por la ermita del Cristo de las batallas, decidle al anacoreta, que aquí está herido D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¿Conoceis al padre Anselmo? preguntó vivamente la jóven.

-Sí, y le admiro, como vos le admirareis, si teneis la dicha de conocerle.

-Es nuestro protector.

-Entonces, Maria, sin saber quién sois, diré, que noble ó plebeya, sois digna de ocupar en mi corazon, el vacio que en él ha dejado la muerte de una hermana, tan sensible y tan bondadosa como vos.

-Señor, esas alabanzas...

-No le hableis, hija mia, dijo el cirujano sonriéndose, porque si le escuchais, no cesará en todo el dia de esforzar la voz. Caballero, añadió dirigiéndose al enfermo, cumpliré vuestro deseo. Os encargo el mayor sosiego. Presto volveré.

-No me abandoneis, sin decirme antes vuestro nombre.

-¿Por qué lo preguntais? Un hijo de Esculapio, encerrado en esta soledad, no puede tener nombre.

-No importa.

-Me llamo Sancho Avalos, y soy tan chico, que ni aun á hidalgo he podido ascender.

-Pues sereis noble.

-¿Noble? Ilusion, caballero, mucho lo deseo para mejorar mi clientela, pero vasallo nací, y no dejaré de serlo.

-Os otorgo mi palabra de caballero, que si llego á abandonar el lecho en que me encuentro, os haré tan noble como deseais.

-Señor.

-Os lo juro.

-Dejadme besar vuestra mano. ¿Perteneceis á la familia del rey?

-No; el padre Anselmo os dirá quien soy, y si podeis confiar de cumplimiento de mi promesa.

-Voy al punto.

Y sin saludar á Maria, el cirujano salió como una exhalacion soñando ya con el título de nobleza, que acababa de ofrecérsele.

Maria en extremo admirada del acento de seguridad con que el enfermo habia prometido lo que solo podia conceder el rey, se retiró á un extremo del aposento, confusa y admirada de hallarse asistiendo á un desconocido, que sin duda pertenecia á la familia real de Castilla. D. Fernando que se habia reanimado algun tanto, con la alegria del cirujano, al ver que Maria se hallaba casi oculta, y en una situacion embarazosa, la dijo:

-Maria, aunque el cirujano no me permite hablar, lo haré con vos, si gustais, hasta que no pueda articular un solo acento.

-No, no; eso retrasaria vuestra curacion, y no debo permitirlo.

-No lo creais. Necesito preguntaros, y si os negais á responderme, me causará mas daño del que pudiera proporcionar algunas palabras mas, de las que permite el cirujano.

-Siendo así, os escucho.

El herido, antes de comenzar, procuró acomodarse mejor en su lecho, confiando sin duda en que seria largo el interrogatorio.

-Dispensad, Maria, si os llamo así, y si os llevo mas lejos mi indiscrecion; pero es tanto lo que os debo, que casi os considero como una persona de mi familia.

-Señor, no merezco tanto honor.

-Llamadme solo Fernando, os lo ruego.

-No, jamás me atreveré.

-Haced un esfuerzo y lo conseguireis.

La confianza del enfermo, causaba á la huérfana una turbacion tan visible, que este permaneció un rato vacilante antes de empezar su interrogatorio.

-Maria: dijo con ademan resuelto. ¿Amais?

-Sí, respondió la jóven con viveza; amo á Diego.

-¿A vuestro hermano?

-Sí.

-Lo comprendo, dijo D. Fernando sonriéndose; pero no era eso lo que os preguntaba.

-Amo tambien al padre Anselmo.

-¿Y á nadie mas?

-Sí, á mi Ñana, á mis pájaros y á mis flores, a...

-¡Pobre jóven!

-¿Qué decís?

-Nada; que sois dichosa no concediendo vuestro cariño á otro objeto.

-¿Y vos? preguntó Maria con la mayor candidez.

-Yo amo á una dama.

Maria sin advertirlo, se estremeció. Esta declaracion no podia menos de causarla una profunda impresion, por mas que hasta entonces no hubiera conocido el amor. Dos dias antes la hubiera recibido con la mas tranquila indiferencia, verdad es que aun no conocia á D. Fernando.

-Sí, hermosa Maria, prosiguió el jóven, amo á una dama que vos conoceis.

-¿Yo?

-Sí, porque mora en Cabezon.

-¿Será doña Blanca?

-La misma.

-¡Ah! vos sois sin duda su prometido esposo, el hijo de D. Juan Manuel.

¿Qué decís? ¿Está prometida su mano?

-Pues que, ¿no sois vos D. Lope Manuel?

-No.

-¡Desventurada! murmuró la jóven sordamente. ¡He revelado un secreto que va á serle fatal!

Y luego como si hubiese sido herida de una idea repentina, prosiguió dirigiéndose al enfermo.

-Las gentes del lugar que refieren muchasveces lo que no existe, han dado en suponer, que doña Blanca de Cabezon se une al señor de Manuel, sin que haya otro motivo para semejante rumor, que la estrecha alianza de estas dos familias.

-No, no; el padre Anselmo me ha dicho tambien que Blanca es la prometida esposa de D. Lope.

-Vos debeis saberlo, si os ama.

-¡Oh! mas de una vez me lo ha jurado.

-Entonces, dijo la jóven con emocion, es injuriarla sospechando de su fé.

-Sí, Maria; soy un insensato en dudar de su cariño. ¿No es cierto?

-Sí, doña Blanca es incapaz de engañaros.

-Gracias, Maria, ¡Oh! no sabeis cuanto me atormentan estas dudas desgarrantes.

-Desterradlas de vuestra mente.

-Si, lo haré.

-Voy á dirigiros dos súplicas, dijo la jóven con cariñoso acento.

-Hablad, os otorgaré lo que querais.

-Quisiera saber cómo os llamabais; solo vuestro nombre, os lo ruego, el título ocultadlo; me es indiferente que seais noble ó pechero.

-Perdonad que haya dado lugar á esa súplica por mi indiscrecion. Mi primera palabra al dirigirme á vos, debió ser para pronunciar mi nombre. Me llamo Fernando Alfonso de Zamora. Mis títulos se reunen, en uno solo, que algun dia tal vez, me será fatal: soy uno de los partidarios mas queridosdel rey D. Pedro, mi señor.

-¡Que el cielo os bendiga, si le sois adicto! dijo la jóven con una animacion estraordinaria.

-Le admirais; ¿no es cierto?

-Sí, porque tambien le admira el padre Anselmo, mi protector.

-Veamos la segunda súplica.

-Os ruego que descanseis. Estais muy agitado.

-Sí, pero no habeis de abandonarme.

-Os lo prometo, no me separaré de vos hasta que os halleis restablecido.

-Gracias, Maria, ¡Oh! ¡Cómo podré recompensar!...

-Callad y reposad.

-Obedezco, Maria.

El herido volvió á arroparse, y algunos momentos despues, se hallaba sumergido en un sueño apacible y tranquilo.

Maria á los pies del lecho, acomodada en un viejo sillon, al fijar la vista en su pálido semblante, sentia que las lágrimas bañaban sus megillas, y que el sentimiento que acababa de despertarse en su pecho iba á ser profundo é inextinguible.




ArribaAbajo- V -

D. Fernando Alfonso de Zamora, lleva ya cuatro dias de estancia en la casa de los huérfanos. Sus heridas, aunque graves, ofrecen menos cuidado. Diego y Maria no le han abandonado un solo instante en este breve trascurso, durante el cual hizo rápidosprogresos el amor de Maria. La pobre huérfana, conocia que su existencia estaba ligada á la del caballero herido, mientras que la de este pertenecia á una dama de la alta nobleza; ¡triste destino era: el suyo! Amar sin esperanza, con todo el fuego de la primera edad, y á un hombre que la habla sin cesar del objeto de su cariño! ¡Cuánto sufre en estas conferencias la desventurada huérfana! Y sin embargo, en medio de este sufrimiento, experimenta un placer inefable al verse á su lado y al oir el dulce metal de su voz. ¡Pobre Maria! Presa su alma de una pasion irresistible, presto el sello del infortunio, marcará su frente.

Eran las diez de la mañana, y se esperaba la visita del cirujano. La del padre Anselmo, tenia lugar despues. El anciano anacoreta al primer aviso de la enfermedad del amigo de su rey, corrió al punto á la mansion de sus protegidos, para ofrecerle todos los auxilios de que podia disponer. Desde entonces, solia trasladarse desde su celda dos veces al dia para acompañar al herido y aconsejar á los huérfanos.

Maria al lado delenfermo, esperaba como siempre, á que la dirijiera la palabra.

-¿Ha vuelto Diego? preguntó don Fernando.

-No señor; y lo extraño, porque cuando va al castillo, apenas se detiene.

-Sin duda le retiene doña Blanca para saber de mi estado.

Maria no respondió.

-Al parecer, añadió don Fernando, es la única persona que en el castillo se interesa por el herido.

-Os equivocais, señor; D. Rodrigo ha enviado por dos veces á su escudero para saber de vos.

-Mas le hubiera agradecido que se acercase á esta morada.

-Ya vendrá; no lo dudeis.

-¡Oh! No debo esperarlo, si es cierto que dispuso de la mano de doña Blanca.

-No lo creo; es solo un rumor infundado.

-Pero del que vos habeis participado, Maria.

-¡Oh! No lo creais, dijo vivamente. Y aun cuando fuese cierto, ¿creeis que doña Blanca faltaria á la fé que os ha jurado? ¡No, no lo hará!

-Gracias, Maria; vuestras palabras me reaniman. El cirujano con toda su ciencia no me hubiera salvado de la muerte, á no contar con un auxiliar tan poderoso como la huérfana.

-¿Y por qué? Perdonad si soy indiscreta.

-Me habeis sido, vos Maria, el ángel de mi salvacion. ¿Quién me ha velado desde que estoy en este lecho? ¿Quién cuidó de mis heridas? ¿Quién combatió mi frenesí? Vos, Maria; vos que parece que descendisteis del cielo para devolver al desgraciado herido toda la dicha que habia perdido en el mundo, pues que contaba ya con su estancia en el otro.

Maria nunca respondia, cuando D. Fernando elogiaba sus cuidados. Este prosiguió:

-Cuando pueda abandonar el lecho, ya procuraré desquitarme. Averiguaré vuestros menores caprichos para satisfacerlos al punto.

-¡Empeño inútil! Nada deseo, ni nada espero.

Diego que apareció en el aposento, vino á cortar este diálogo que iba á ser embarazoso para los dos.

-¿Habeis estado en el castillo? preguntó.

-Sí, vuelvo ahora. Vuestro encargo se ha cumplido. Los señores, de Cabezon sienten mucho vuestro estado.

-¿Y doña Blanca?

-Tambien se muestra muy pesarosa por la herida que habeis recibido. Mucho se interesa por vos.

-¡Que el cielo premie su cariño, si mi destino es abandonar este mundo! dijo D. Fernando suspirando.

-Descansad, señor; ved que lo necesitais, dijo Maria con emocion.

-Sí, sí; descansaré pensando en ella.

-Vamos, Diego; dejémosle, reposar.

Y cojiendo de la mano á su hermano, salieron de la estancia, Maria le siguió hasta su aposento, y allí con una exaltacion inexplicable, le dijo:

-¿Hay algun forastero en el castillo?

-Sí, D. Lope Manuel.

-¿Le ama?

-¿Quién?

-Doña Blanca.

-¿Por qué lo preguntas?

-¡Oh! te ruego que respondas.

-¡Maria! Esa agitacion...

-Por piedad, no dejes de responderme.

-No podré asegurarte si doña Blanca ama á D. Lope pero lo que, me atrevo á afirmar es, que él la idolatra.

-¿Y ha mostrado mucho dolor al saber la desgracia de D. Fernando?

-Sí.

-¿De modo que le ama?

-Tal vez...

Diego, admirado del estado de su hermana, no acertaba á interrogarla.

-Cuando saliste del castillo ¿no te ha dado doña Blanca algun encargo para D. Fernando?

-No.

-¿Ni siquiera te rogó que le dieseis aviso de su estado?

-No.

-¡Oh! No le ama; y si es cierto, no tiene alma.

-Mucho interés te inspira el herido. ¡Maria! ¡Si su encuentro nos será fatal!

-¡Oh! No hables así; me desgarras el corazon.

-¡Maria! ¡Tú le amas!

-Sí, lo confieso; le idolatro. ¡Diego! ¡Es tan bondadoso su aspecto! ¡Sufre tanto el infeliz! ¡Su corazon es grande y generoso! Seria muy desgraciado si doña Blanca le olvidase.

-¿Y por qué?

-¡Oh! Porque no ambiciona mas que su dicha, y conozco que solo podrá encontrarla al lado de doña Blanca.

-¡Qué obcecacion! ¡Maria! Apenas puedo creer lo que veo. Tu alucinamiento me llena de espanto. ¡Qué va á ser de ti, desventurada, si el amor se apodera de tu inocente corazon!

-No temas, Diego; aunque jóven, sabré dominarme.

-¡Oh! Por el cielo, que no llegue á comprender...

-¡Nunca! ¡nunca! La herida que abrió en mi pecho, tu solo podrás sondearla en el mundo.

-¡Funesto encuentro! dijo Diego sin poder dominar su emocion. ¡Oh! Es preciso adoptar un partido desesperado. ¡Maria! Vas á seguirme lejos de Cabezon.

-No, no quiero abandonarle.

-¿Y no adviertes, infeliz, que mientras él esté aquí irá en aumento tu pasion?

-¿Qué importa? Véale yo libre de las heridas, y seré dichosa.

-Mañana vuelvo al castillo. Preguntaré á los escuderos si es cierto que está concertado el enlace de doña Blanca con D. Lope.

-Sí es cierto; pero doña Blanca ama á D. Fernando y su padre le ha ofrecido su mano para cuando termine la guerra.

-D. Rodrigo no concede la mano de su hija á un aliado de don Pedro.

-De cualquier modo, te ruego Diego, que nada refieras á don Fernando que pueda afectarle. Si doña Blanca le muestra algun desvio, debes ocultárselo. Hay que engañarle.

-¿Y para qué recurrir á un embuste? Si doña Blanca es indigna de su amor, debe saberlo al momento para que no se forge ilusiones.

-No; le amo demasiado, para hacerle sufrir. Déjame obrar en este asunto, y no temas, que sabré devolverle la salud y el reposo.

-¡Que el cielo nos proteja, hermana mia! Presiento que vamos á sufrir grandes males.

-No lo creas; soy animosa. Conozco que el cielo ha castigado mis culpas con una pasion desgraciada; pero ya será indulgente cuando las haya expiado.

-¡Maria! eres un ángel.

Ahora que sabemos lo que pasa en la vivienda de los dos huérfanos, nos trasladaremos al castillo de Cabezon para trabar conocimiento con D Lope Manuel, personage poco importante en esta verídica historia; pero que no podemos dejar de traerle á la escena, por la naturaleza del papel que en ella debe representar.

Hijo de D. Juan Manuel, uno de los nobles mas poderosos del reinado de Alfonso XI, disfrutaba en la corte del conde de Trastamara el papel mas importante, por el estrecho parentesco que los unia. Siendo la casa de Manuel una de las encumbradas de Castilla, y la que poseia mas estados, D. Enrique con su natural sagacidad, comprendió que una alianza con ella, no podria menos de contribuir poderosamente á la realizacion de sus proyectos ambiciosos. D. Juan Manuel poseia grandes villas y fortalezas, y podia presentar un ejército lucido, solo de vasallos de su casa. Tenia una hija que la madre del rey D. Pedro, al principio del reinado de este, pensó en darle á aquel por esposa. Mas doña Leonor de Guzman, ambiciosa como la reina doña Maria, y mas audaz, á pesar de hallarse en un encierro con la misma doña Leonor, supo burlar los planes de aquella, concertando el enlace en la prision y autorizándolo con su presencia. Cuando estuvo consumado, dió aviso á la reina, el cual, segun la opinion de los historiadores, fué la sentencia de su muerte, porque al momento dispuso que la trasladasen á Talavera, donde á los pocos dias de su llegada recibió la muerte de órden de su vengativa rival.

De esta ligera relacion, se infiere que la casa de D. Juan Manuel era una de aquellas que hacia vacilar un trono en la edad media, por mas que estuviese bien cimentado. D. Lope de Manuel, vástago de esta familia ilustre, debia figurar naturalmente como el partido mas ventajoso de Castilla, y de ahí la pompa con que habia sido recibido en Cabezon, y las fiestas conque se celebraba su llegada.

Deslumbrado D. Rodrigo al saber que amaba á su hija, procuró desde el momento borrar de su corazon el recuerdo de D. Fernando Alfonso de Zamora. Doña Blanca le amaba; pero su amor no podia haber echado hondas raices en su pecho. Le habia visto algunas veces á través de las rejas del convento. Su gallardia habia interesado su corazon; pero aun no se habia comunicado entre los dos esa tierna confianza que presta vida al amor. Solo se habian hablado por la vez primera en la ermita de Cabezon, cuando el rapto de D. Lope Alvar de Rojas, y por mas que entonces se hubiesen comunicado sus mas secretos pensamientos, no se hallaba preparado todavia el corazon de doña Blanca para comprender el cariño de D. Fernando con la intensidad que este deseaba. Si despues de aquella primera entrevista, hubiera continuado algun tiempo entregada á la soledad, el recuerdo de D. Fernando se hubiera arraigado en su pecho, y la empresa de desterrarlo hubiera sido mas dificil. Pero á los dos dias apareció D. Lope Manuel en el castillo con su comitiva. La vista de tantos caballeros no pudo menos de distraer á la dama. Jamás habia visto otro mas que D Fernando, y el encontrarse de repente en medio de tanto noble, se sintió sobrecojida de temor; luego fué serenándose gradualmente, y por último, el bullicio que producia su llegada, y la transformacion que esperimentaban los señores del castillo, acabó de familiarizarla con aquella nueva sociedad hasta el punto de presidir los juegos de los caballeros, y de oir con menos rubor sus lisonjas.

Al trasladarnos al castillo, hallábase doña Blanca asomada á un balcon, triste y pensativa, al recordar que D Fernando yacia moribundo en una rústica cabaña, mientras que ella disfrutaba de placeres que hasta entonces no habia conocido.

La visita de Diego la habia robado toda su alegria. En medio de aquel bullicio, la imajen de D. Fernando heria muchas veces su imajinacion, pero desde que le anunciaron su estado, sentia una especie de remordimiento. D. Fernando habia sido herido por D Lope Alvar de Rojas, y este la amaba. ¿No debia atribuir á sus celos el combate que tan fatales consecuencias habia producido? Ella, pues, era la causa de un duelo que retenia en el lecho del dolor al amigo del rey don Pedro.

Hallábase entregada á estos pensamientos, cuando se acercó su padre enlazando su talle por la espalda.

-Te he sorprendido, Blanca mia, dijo sonriéndose el anciano.

-¿Estabais ahí? preguntó la jóven ruborizándose.

-Sí, mientras le veias pasar.

-¿A quién?

-Me place la pregunta. ¿A quién veias pasar desle el balcon?

-Os aseguro que mi vista vagaba sin objeto por la campiña.

-¿Y no has visto á D. Lope?

-No.

-Pues acaba de salir con sus amigos.

-Estaba tan distraida...

-Vamos, pensabas en su gallardia ¿no es cierto?

La jóven no contestó; pero bajó los ojos ruborizada.

-Es un gallardo doncel. ¿Cuantas envidiarán la dicha que él te ofrece? Verdad es que nadie le iguala en riqueza y poderio.

-Padre mio; parece que olvidais á un pobre jóven, á quien poco há, he debido un bien que jamás olvidaré.

-¿Hablas de D. Fernando Alfonso de Zamora? Tienes razon; es un pobre jóven. Parece que está herido. Mucho lo siento. Es digno de compasion. Te ama y no serás suya.

-Vos le habeis ofrecido...

-Sí, un imposible. No le recordemos, hija mia; ya sabes que nos separa un abismo. Su causa es humillante. Nadie sigue hoy al rey D. Pedro. Solo los insensatos pueden auxiliarle.

-Creedme, padre mio; si algun título ha podido conceder á don Fernando un lugar en mi corazon, es el que tanto desprecio os inspira. El rey será un tirano, un cruel como decís; pero es el legítimo soberano de Castilla; y el que le combate, auxilia á un usurpador: don Fernando, sigue, pues, una causa noble, porque es legítima.

El viejo quedó absorto. Jamás habia visto á su hija bajo el nuevo aspecto con que se le presentaba á su vista. Su timidez habia desaparecido al ver juzgado con tanto rigor al que habia interesado su corazon. Nunca apareció como entonces á su vista el caballero don Fernando. Creyó por un instante que era mas digno de su cariño que D. Lope, porque al menos defendia una causa justa.

D. Rodrigo que estaba muy lejos en aquel momento de discutir con su hija, procuró sonreirse para ocultar la terrible impresion que le habian causado sus palabras.

-¡Y bien, hija mia! ¿Qué importa que defienda esta ó la otra causa, si al fin no le amas lo bastante para darle tu mano? Muchas veces lo has repetido. «Le amo, padre mio; pero ahora no quisiera ser su esposa. Es preciso que le conozca mas á fondo, que comprenda su carácter, que sondee su corazon, que...

-Basta, padre mio, os lo ruego. Eso dije; pero hoy casi puedo aseguraros con certeza que le amo mas que entonces.

-No es posible; amas demasiado á tu padre para ocasionarle semejante disgusto.

-¿Pero no habeis alentado vos su pasion?

-No; le he despedido sin concederle una sola esperanza. Tu no puedes unirte con un enemigo de tu padre, de tu hermano.

-¡Oh! Vos no me violentareis.

-Eso no, hija mia. Eres dueña de tu libertad. No soy un viejo tirano. Siempre que tu eleccion sea digna, la aprobaré. Antes que todo, tu dicha, Blanca mia.

Y el anciano estrechó contra su pecho á la jóven, que dejó correr libremente sus lágrimas.

-¿Por qué lloras? preguntó sorprendido.

-Conozco que ambicionais la alianza de D. Lope, y sin embargo, D. Fernando... mis promesas... su amor...

-Desecha vanos recelos; D. Fernando es un gallardo mancebo que se consolará muy presto de la pérdida de su amor. Si espera al término de la guerra para insistir en su pretension matrimonial, morirá soltero.

-¿Y por qué, padre mio?

-Abrigo la esperanza de que antes de un mes, concederás espontáneamente tu mano á D. Lope.

Doña Blanca no respondió; pero el rubor que asomó á su rostro manifestó al anciano que sus sospechas no eran del todo infundadas.

-Adios, hija mia, dijo besándola en la frente; voy á dirigirme al encuentro de los cazadores.

Doña Blanca, preocupada y sin poder explicar las diversas sensaciones que la agitaban, se separó de la ventana para sentarse de nuevo en el sillon. La gallardia de D. Lope Manuel y sus boatos la habian fascinado tambien como á sus padres. El recuerdo de D. Fernando perdia terreno por instantes.

Una dueña que entró en el aposento, vino á distraerla de sus pensamientos.

-El jóven Diego acaba de llegar y desea hablaros, dijo saludando.

-Que entre al punto, respondió la dama levantándose con viveza.

El hermano de Maria, acostumbrado á pisar con frecuencia aquellos umbrales, penetró en la estancia con el mayor desembarazo.

-Acércate, mi buen Diego, dijo doña Blanca tendiéndole una mano que el jóven besó con respeto. ¿Cómo se encuentra tu hermana? ¿Sigue haciendo locuras con Diana?

-Hace algunos dias que solo se ocupa del herido... dijo Diego con intencion, fijando en la dama una mirada escudriñadora.

-Sí, me han dicho que le asiste con el mas vivo afan. Maria es un ángel y devolverá la salud á ese desventurado. ¿Sigue mejor de sus heridas?

-Hay esperanzas de salvarle.

-¡Pobre jóven! ¿Conoce á los que le rodean?

-Sí, desde ayer... ¿No me direis, doña Blanca, añadió Diego vacilando, quién es ese herido? Parece de una familia ilustre.

-Es el mejor amigo del rey D. Pedro.

-Pues ahora con doble motivo bendigo la casualidad providencial que lo llevó á mi pobre morada.

-Sí, no he olvidado que eres partidario del rey D. Pedro.

-Es el legítimo soberano de Castilla, y por eso le acato y le defiendo.

-¿Os ha preguntado por mí D. Fernando?

-Sí, me envia á vos para saber de vuestro estado.

La jóven, tartamudeando, solo pudo responder.

-Decidle, que siento haber sido la causa de sus heridas.

-¿Nada mas?

-Que ruego al Santo Cristo de las batallas para que le lleve al seno de sus amigos.

-Y... ¿No deseariais verle?

-¿Qué decís, Diego? abandonar el castillo para ver á un caballero.

-Proseguid.

-No, no; es imposible.

-Os equivocais, señora, dijo Diego con grave acento. No se trata de que vayais á verle, ni de que él se traslade al castillo. Os preguntaba, si deseábais verle, y me pareció natural, sabiendo que le amais.

-¿Yo amarle? dijo doña Blanca ocultando su rostro cubierto de un vivo carmín... Sí, prosiguió despues de algunos momentos de silencio; le amo... como vos á Maria...

-Pero de otra manera, dijo Diego sonriéndose aunque con amargura.

Doña Blanca no respondió. Las palabras del jóven la causaban una turbacion inexplicable.

-Vuelvo al caserio, si no me ordenais otra cosa.

-Decidle á Maria que hace quince dias que no ha venido al castillo.

-Ahora vos misma la prohibireis que abandone al herido por veros.

-Es cierto, perdonad; estoy tan preocupada, tan...

-Adios, doña Blanca; mientras Maria esté atareada, vendré yo á veros.

La jóven sin duda quiso dar algun encargo á Diego, que no sabia cómo explicar, por que mostró durante algunos instantes, una indecision, que no pudo menos de llamar su atencion; pero al advertir que no acababa de resolverse, se retiró con alguna pausa, esperando á que le llamase: ¡vana esperanza! El generoso jóven queria llevar un consuelo al herido, y al ver frustrado su deseo, se retiró triste y pesaroso, no tanto por la pérdida de su esperanza, como por el nuevo aspecto con que se le habia presentado doña Blanca. Jamás hubiera creido su indiferencia por D Fernando, á no haberla visto por sí mismo. Ya no podia abrigar recelos. Doña Blanca, si habia amado al herido, presto llegaria á olvidarlo. Diego que apenas le conocia, y que no podia juzgar del efecto que produce el desvio de la muger amada, sintió una nueva simpatia por el herido, que unida á las que le habia inspirado, le obligaban ya á considerarlo como una persona de su familia.

Cuando Diego penetró en la estancia del herido, le halló acompañado del padre Anselmo. El ermitaño, al primer aviso de su estado, abandonó su soledad para prodigar los auxilios de la amistad al partidario del rey D. Pedro. Hacia una hora que se hallaba á su lado, exhortándole á contemplar resignado las pruebas que iba á sufrir. El padre Anselmo tenia noticia de lo que pasaba en el castillo de Cabezon, y veia con dolor la imposibilidad de que pudieran realizarse las esperanzas del herido. Doña Blanca, segun los cálculos del anciano, debia ser muy en breve, la esposa de D. Lope Manuel.

-¿Qué nuevas traeis del castillo? preguntó á Diego.

-Muy buenas, señor; allí todos se divierten.

-¿Y doña Blanca?

-Doña Blanca está pesarosa, porque se acusa del estado en que os hallais. Dice que es responsable de las heridas que habeis recibido.

-Ahora las bendigo, dijo D. Fernando con emocion, porque alentarán su amor.

-¿Y D. Lope? preguntó el ermitaño con intencion. ¿Cuándo abandona el castillo?

-Se ignora; pero sus gentes aseguran que la estancia será larga.

D. Fernando, á quien el nombre de D. Lope le causaba una impresion desagradable, se dirigió de nuevo á Diego para saber los pormenores de su visita al castillo. El jóven, consecuente con lo prometido á su hermana, nada reveló que pudiera hacer comprender á D. Fernando la indiferencia de doña Blanca, y por el contrario, de su relacion podia inferirse que le amaba todavia. Tranquilo el herido por esta parte, se arrojó en su lecho al ver que el ermitaño se levantaba.

-Descansad, D. Fernando, porque lo necesitais. Presto os veré.

El enfermo le alargó la mano y el padre Anselmo, apretándola con ternura, le dijo.

-Escribiré al rey, para que no extrañe vuestra tardanza, y le diré que antes de un mes os hallareis en Búrgos.

-No, no; dentro de quince dias me habré reunido con la córte.

-Corta es la tregua; pero vosotros los jóvenes teneis el cuerpo de hierro. Adios, hijo mio, adios; descansad, y no penseis en lo que os atormenta.

-Es imposible, señor.

El padre Anselmo cojió de la mano á Diego y salió de la estancia dejando solo al enfermo. Al llegar al aposento de Maria, hallaron á esta llorando, mientras arreglaba unos vendajes que le habia encargado el cirujano. Diego, sorprendido al verla en aquel estado, dirigió al ermitaño una mirada en que se retrataba toda la amargura de su alma.

-Padre mio, dijo con emocion señalando á su hermana, el cielo ha descargado el peso de su cólera sobre los dos huérfanos.

-¿Qué tienes, hija mia? preguntó el padre Anselmo, cogiéndola una mano y contemplándola con una ternura paternal. ¿Por qué las lágrimas bañan tus megillas? ¿Tienes algun pesar? ¿Te entristece el estado del enfermo? ¡Pobre jóven! Sus heridas son graves; pero el cielo permitirá que se cicatricen; vamos, responde á tu segundo padre.

Maria dió libre curso á sus lágrimas, y en lugar de responder á la cariñosa palabra del padre Anselmo, ocultó la cabeza entre sus manos despidiendo algunos gemidos ahogados.

-¡Maria! dijo su hermano con enérgico acento en que se descubria toda la ternura que profesaba á la jóven. Es necesario que cese esta situacion angustiosa. No puedes permanecer aquí un solo instante. Es preciso que te alejes de Cabezon. El padre Anselmo te proporcionará un asilo. ¿No es verdad, señor, que la llevareis para que se enjugue su amargo llanto?

-Veré que es lo que la atormenta.

-Una desgracia inaudita, señor; Maria ama á ese caballero con una vehemencia, que me llena de espanto.

-¿Le amas, Maria? preguntó agitado el padre Anselmo.

La jóven solo respondió con un gemido lastimero que desgarró el pecho de su hermano.

-¡Desventurada! murmuró el padre Anselmo. ¡Que el cielo te proteja! Ese amor es fatal para ti, pobre niña. ¿No sabes que don Fernando está perdidamente enamorado de la hermosa doña Blanca de Cabezon?

-Sí, sí; la adora, pero yo... yo tambien lo amo...

-¿Y qué va á ser de ti, si alientas una pasion sin esperanza?

-Morir, señor, morir; dijo Diego con desgarrador acento. ¡Oh! ¡Si yo pudiera contener los impulsos de mi corazon, ya le hubiera dicho á ese caballero, que no podiamos concederle hospitalidad por mas tiempo!

-Diego, eso seria matarme, y tu me amas demasiado para cometer un crímen semejante.

-¡Tanto le amas, infeliz!

Las lágrimas que la jóven habia ya casi enjugado, volvieron á correr libremente.

El padre Anselmo admirado de una revelacion tan inexperada, hacia algunos instantes que se hallaba entregado á una profunda meditacion. El anciano amaba á la huérfana como si fuese su hija, y por salvarla de aquella situacion tan triste, hubiera sacrificado su reposo.

-Hija mia, la dijo; tu hermano tiene razon. Es preciso que te alejes de Cabezon. Te acompañaré al convento de Santa Clara de Valladolid, donde ha estado doña Blanca. La superiora es una señora bondadosa, que antes de un mes habrá devuelto la paz á tu inocente corazon.

-Padre mio; para acudir á ese asilo es muy temprano, dijo Maria algun tanto serena. Mas adelante quizá os ruegue que me acompañeis.

-¿Y por qué no ahora? preguntó Diego.

-No quiero abandonarle en ese estado, dijo Maria enjugando una lágrima.

-El cirujano ha dicho que está fuera de peligro. No necesita ya de tus auxilios.

-No importa; le velaré hasta que abandone nuestra morada.

-¿Y vos lo permitireis, padre mio? dijo Diego.

-Sí, porque antes de ocho dias D. Fernando estará lejos de Cabezon.

Maria al oir esta respuesta, se estremeció. Su semblante alterado por la emocion, manifestó en aquel momento, con una elocuencia estraordinaria, toda la intensidad del amor que ya profesaba al herido.

-¡Maria! la dijo tristemente. ¡Cuán dichosa serias si obedecieses nuestro consejo! ¿Por qué no te alejas de su lado?

-Padre mio, me retiene, bien á mi pesar un poder desconocido que no puedo combatir. Dejadme en mi amor y mi dolor. A nadie se lo manifestaré. D. Fernando partirá luego. Su ausencia quizá cicatrice una llaga que hoy abriria mas la idea de haberlo abandonado cuando necesitaba todavia de mis auxilios.

-Diego, dijo el ermitaño estrechando la mano del huérfano, toda discusion es ahora inútil. Mañana ve á buscarme á la ermita. Allí hablaremos.

Y luego volviéndose á Maria prosiguió:

-Adios, hija mia; sé dócil á nuestros consejos, y no te arrepentirás. Sabes cuanto te ama el padre Anselmo, y que por asegurar tu dicha, atravesaria por los mayores peligros. Tranquilízate, pues, y no te entregues al dolor. El cielo te consolará.

Cuando Diego volvió al aposento, despues de acompañar al ermitaño hasta la puerta, Maria se acercó á él vivamente y tomándole una mano le preguntó con exaltacion.

-Me amas, Diego.

El jóven sorprendido al oir una pregunta tan extraña, no acertó á responder.

-¡Diego! ¿Me amas? repitió la jóven.

-¿Y lo dudas, Maria? respondió estrechándola contra su pecho y derramando dos lágrimas abrasadoras que corrian por la pálida frente de la jóven.

-Pues bien; júrame que no darás el paso mas ligero para alejar de nuestra casa al herido.

Diego vaciló un instante.

-Jura, hermano mio, jura; te lo ruego.

-Lo juro, Maria.

-Ya estoy tranquila.

Y al acabar de pronunciar estas palabras, cayó en un sillon como una masa inerte.

Tantas emociones acababan de producirla un profundo desmayo.

Cuando volvió en sí, dirijió alrededor una mirada apagada, y de repente despidió un grito penetrante. Acababa de descubrir á su lado, el pálido semblante del herido.



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