Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El huevo

Daniel Moyano





Algunos ministerios de educación y pedagogos tienen objetivos, planes y estrategias para formar al ciudadano y darle una visión de la historia, se gastan millones en su aplicación, pero lo que suele quedar en la mente de los niños y luego en el adulto es muy distinto de lo propuesto. Porque la memoria finalmente elige lo que le gusta, no lo que le dicen que necesita.

En Argentina, mi país de origen, durante todos los años de la escuela primaria y luego en la secundaria, me enseñaron hasta el cansancio los viajes de Colón. Llené cuadernos y cuadernos con los itinerarios y las fechas, dibujos y pegatinas con todos los datos históricos, pero lo que más retuvo mi mente, por no decir lo único, de todos esos conocimientos, fue el huevo de Colón, tan famoso en el mundo como el propio almirante.

En esas aulas rurales llenas de sol, con una maestra que nos contaba la historia como si fuera un cuento, y que además era hermosa, la importancia de los viajes para el mundo moderno y aún la propia redondez de la tierra pasaban a un segundo plano porque directamente no nos interesaba, y lo que más nos atraía del descubridor de América era su ingenio para parar un huevo dejando atónitos a los sabios del mundo.

La imagen que nos dieron de Colón, en años de aprendizaje y de mañanas soleadas, fue la de un hombre pura bondad y sabiduría cuyo propósito era cruzar los mares para rescatar a los indios de la ignorancia y darles, junto con el amor y el conocimiento, un Dios verdadero en quien creer. En las ilustraciones de los libros de texto, solía aparecer acariciando a los indios, que se sometían dulcemente al calor de su mano rezando el Padrenuestro (como en la película Raza de años ha). Y era hermoso que un hombre así, tan sabio, bueno y generoso, nos hubiese «descubierto».


Otra vez símbolo

A uno se le partía el corazón cuando el hombre que nos daría una identidad (que finalmente nunca tuvimos) llamaba, hambriento, a la puerta del convento de La Rábida, junto con su tierno hijo Diego, implorando un pedazo de pan para los dos a cambio de un mundo allende los mares tenebrosos y desconocidos. «El frío, el hambre y el viento/ le abaten y pide abrigo», rezaban los octosílabos del texto. Allí los monjes le dan de comer y sobre todo lo escuchan y le creen, y ya vienen los sabios incrédulos y se quedan estupefactos ante el huevo, y ya la reina se despoja de sus joyas y por arte de magia surgen las carabelas, y allá va don Cristóbal rumbo al oeste (su hijo, para nuestra tranquilidad, ha quedado al cuidado de los monjes), hasta que «una luminosa mañana de octubre» dice el libro, luminosa como nuestra aula, el marinerito Rodrigo de Triana, desde lo alto de la cofa, da el grito sacrosanto haciéndose acreedor a los diez mil maravedíes prometidos por el propio Colón a quien fuese el primero en avistar las tierras del Nuevo Mundo.

Según aquella maestra vestida de blanco almidonado. Colón saluda a los indios, les habla de Dios, los bautiza, los besa, y regresa triunfalmente a España llevando a dos de ellos para asombro del mundo, y el ex mendigo de La Rábida es nombrado Almirante de Todos los Mares, y nosotros los indios tan contentos, por fin tendremos Dios e incluso por disposición papal, a partir de 1537 tendremos un alma y uso de razón, cosas de las que antes carecíamos. Historia con final feliz, todos contentos porque todos somos buenos, allí se acaba el programa y la infancia y el aula y la maestra y pasa el tiempo y uno de pronto se ha hecho adulto.

Uno se entera después de las cosas que nos ocultó la maestra, acaso para no herir nuestra sensibilidad, incapaz de asumir por entonces datos escalofriantes como los que da Nicolás Sánchez Albornoz cuando habla de millones de personas muertas, a partir de la llegada del Almirante, como causa directa del genocidio, las pestes y las nuevas enfermedades. O las ciudades incendiadas y sus habitantes exterminados, como refiere Hernán Cortés en sus «Cartas de relación», o los 9,3 millones de incas desaparecidos según el historiador Nathan Wachtel, o los seis indios condenados por sacrilegio, según narra Eduardo Galeano, que Bartolomé, hermano de Colón, mandó quemar en Haití por haber enterrado unas estampitas con Jesús y la Virgen, ignorante de que las habían enterrado por fe, en la creencia de que fecundarían la tierra y habría más maíz. Unos indios incultos y analfabetos que sin embargo habían medido el tiempo con precisión atómica y que hablaban lenguas donde para decir «perdonar» decían olvido, para nombrar al bastón usaban la expresión «nieto continuo», en vez de «amigo» decían «mi otro corazón», y al alma (de la que carecían), la llamaban «sol del pecho». Unos indios autores de los códices mayas que contenían la historia del mundo, que en 1562 fray Diego de Landa convirtió en cenizas en una hoguera tan grande como la que se necesitó en 1499 para quemar en Granada, por orden el arzobispo Cisneros, miles de libros que contenían la cultura islámica.

Por razones como ésas, que nunca se aclararon, las comunidades indígenas de hoy se oponen a la celebración del quinto centenario del descubrimiento. «Si la constitución de 1812 hubiese sido mantenida, tal vez hubiese sido posible la reconciliación en la pluralidad y se hubieran evitado ríos de sangre hermana y fraccionamiento de Hispanoamérica», dijo el rey Juan Carlos en su discurso de Cádiz en octubre de 1981. La constitución de Cádiz consideraba españoles, esto es, semejantes, a los habitantes de los reinos que estaban al otro lado del mar. Con alma, claro, como todo el mundo.

A mi modo de ver, la tragedia del desencuentro de culturas que significó 1492 se debe a que los españoles de entonces no consideraron a los indios semejantes suyos, y éstos a su vez creyeron que los españoles eran dioses. Para Moctezuma, Hernán Cortés era nada menos que Quetzalcóatl. El equívoco costó millones de vidas.

Pero bueno, dejemos estos temas tan serios y desagradables y volvamos a la maestra de mi infancia. La imagen que ella me dio del descubridor se mantuvo pese a estos tristes conocimientos posteriores que tuve acerca de los resultados de su descubrimiento. Después de todo, él creía haber llegado al Paraíso Terrenal (que Bartolomé de las Casas llamó «Infierno») y de paso hizo posible que don Antonio de Nebrija nos diera el idioma que tenemos. Lo que nunca pude perdonarle (atento al cariño que le tuve en las aulas) fue que los diez mil maravedíes que correspondían a Rodriguito de Triana por haber gritado tierra desde lo alto de la cofa según el dibujo que tenía en mi cuaderno, se los embolsó Colón aduciendo que él la había visto primero.







Indice