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El impresor y el librero en el Siglo de Oro

Jaime Moll





Vago e impreciso es el título de esta intervención, por lo que, ante todo, trataremos de precisar su alcance. Desde el punto de vista cronológico, el Siglo de Oro ha sido objeto de diversas tentativas de fijación, que han variado también según las distintas áreas consideradas. En este caso, su ámbito sobrepasa el siglo -hay quien prefiere hablar de Siglos de Oro- y podemos centrarlo en los siglos XVI y XVII, con incursiones a sus aledaños. Estamos dentro de la época de la imprenta manual, que abarca también y va más allá del siglo XVIII, siglo que dejamos al margen por sus especiales características, y sobre todo por la creciente intervención de los poderes gubernamentales de control, que desarrollan con eficacia sus fines. El punto de partida de esta situación arranca principalmente de la pragmática de 1558, que sigue en vigor, pero a mediados del siglo XVIII se intenta lograr su estricto cumplimiento, prescindiendo si la no observancia conlleva peligros políticos o religiosos. El sometimiento a la norma administrativa es cuestión fundamental y de forzado cumplimiento.

Impresores y libreros son dos elementos básicos en el conjunto de estructuras culturales del mundo moderno. Sin embargo, encontramos aparentemente en falta en estos siglos un tercer elemento fundamental: el editor. Pilar básico de la comunicación cultural basada en el libro impreso, promotor dinámico de la difusión de la cultura escrita reproducida en múltiples ejemplares, juega un papel decisivo, habitualmente olvidado al estudiar el libro antiguo. En la época de nuestro análisis son los libreros, mejor dicho, algunos libreros los que se dedican a la edición, adquiriendo a los autores sus obras, financiando su impresión y cuidando de su distribución y venta. Como ya puede suponerse, algunos autores ejercen de editores de sus obras y también ciertas instituciones financian ediciones. En estos dos casos existe el problema de su distribución, importante y aun decisiva en todas las épocas.

Librero-editor, impresor, librero, o sea industria editorial, industria gráfica, sector comercial, son tres elementos fundamentales que es preciso tener en cuenta al estudiar el libro, sin que ello signifique preterir al autor y al comprador-lector1. Los tres elementos citados desarrollan sus actividades en una determinada sociedad, bajo unas instituciones y normas, un marco global -social, político, religioso, económico- que puede ser favorable o bien puede frenar su actividad.

Nuestro objetivo básico es intentar responder a esta pregunta: ¿estuvieron los editores, impresores y libreros a la altura que les exigía una época de eclosión cultural -en el sentido más amplio- como la que vivió España en los siglos XVI y XVII?

El estudio del libro español de los siglos XVI y XVII forzosamente ha de enmarcarse en la característica constitución que ofrecía la monarquía de los Austrias; un conjunto de reinos unidos en la persona del rey, que, con su corte, residía habitualmente en los reinos de Castilla y León y se hacía presente en los demás reinos por medio de un virrey. Reinos diversos, con su dinámica propia, con diferentes y variables situaciones económicas y sociales, con sus propias normas para el libro. Esta diversidad no impide un activo comercio del libro entre los distintos reinos ni, tampoco, las coediciones entre sus editores. La consecuencia fundamental de la existencia de este conjunto de reinos, con un mismo rey, es la multiplicidad de privilegios de edición. No existe un privilegio que cubra toda España. Esta concesión de exclusiva de edición que tiene el poseedor de un privilegio abarca sólo un reino o un conjunto de reinos. Todo privilegio es una concesión del rey, que la realiza directamente en los reinos de Castilla o para el conjunto de reinos de la Corona de Aragón, mientras que en los demás reinos, en cada uno de los que componen la Corona de Aragón y en el de Navarra, es concedido en nombre del rey por el respectivo virrey. Si un autor o editor quiere tener la exclusiva de edición para toda España debe acumular un conjunto de privilegios que abarque todos los reinos. Es un sistema usado a veces pero no es lo habitual. La consecuencia es clara: fuera del ámbito protegido por el privilegio puede un editor reeditar cualquier libro legalmente, siempre que solicite la correspondiente licencia previa, lo que sucede con muchas obras de éxito, con lo que se reduce el mercado de la edición privilegiada. Como se deduce de lo expuesto, no se trata, como muchas veces se ha dicho, de ediciones piratas2, pues son perfectamente legales, aunque no sean autorizadas por el autor, aspecto que es preciso tener en cuenta si queremos acercarnos al texto que salió de su pluma. Esta situación que afecta al mercado editorial se podía evitar fácilmente, como hemos dicho, solicitando los correspondientes privilegios de los demás reinos. Ignoramos la causa de su reducido uso.

La situación constitucional y su base histórica favorecieron la multiplicidad de centros editores importantes en los distintos reinos, multiplicidad que se da en los mismos reinos de Castilla ante la falta de fijación de la corte. Al instalarse ésta en Madrid en 1561 -excepto el breve período vallisoletano de principios del siglo XVII- y establecerse cinco años después la imprenta en esta villa, se va creando un centro editorial en continuo crecimiento, favorecido por la presencia de muchos autores en la corte, con lo que otros centros editores que habían destacado anteriormente ven reducida su producción. Es el caso de Sevilla, que, sin embargo, se mantiene como centro de embarque de libros para las Indias -libros nacionales o importados- lo que puede ser una de las causas de la proliferación de ediciones contrahechas que salen de sus prensas, principalmente en la primera mitad del siglo XVII.

Pasemos a considerar los distintos elementos que intervienen en la creación y difusión del libro impreso. La industria gráfica ocupa un puesto destacado y visible en la producción material del libro. Sin embargo, si exceptuamos a impresores que actúan a veces como editores, la industria gráfica es dependiente de la industria editorial, que contrata sus servicios e impone las condiciones que guiarán la realización de la impresión, con lo que el producto resultante, el libro, reflejará normalmente las exigencias y deseos del editor, más que las posibilidades de calidad que puede satisfacer el impresor. Es algo que frecuentemente se olvida al juzgar las producciones de la imprenta española, principalmente del siglo XVII, en que la crisis económica obliga en toda Europa, no sólo en España, a bajar la calidad del libro. Sin embargo, encontramos a lo largo del siglo citado obras muy bien impresas, en buen papel, que sorprenden a los que creen que la pésima calidad es algo ineludible. La calidad de la presentación viene impuesta por el editor y éste se guía por el tipo de obra, su finalidad y el público lector al que se dirige. Por otra parte, no debemos olvidar las consecuencias que se derivan de un uso continuado de un ejemplar, que influyen notablemente en su conservación, como puede comprobarse en ejemplares adquiridos coetáneamente por un extranjero, que lo incorporó a su biblioteca, sin pasar por la continua lectura. Su estado de conservación es óptimo, dándonos la imagen de una edición más cuidada, lo que no podemos decir de un ejemplar muy leído y manoseado.

¿Puede compararse técnicamente la imprenta española con la de los principales países europeos? Teniendo en cuenta que existen -como en todos los países- imprentas buenas y malas, bien equipadas o con materiales viejos y usados, la imprenta española, en todas las épocas, tiene un considerable número -¿la mayoría?- de talleres bien dotados, con maestros que conocen a fondo su profesión y que pueden producir libros de calidad, aunque ofrezcan dificultades técnicas. La imprenta española, principalmente en el siglo XVI y principios del siglo XVII, está incluida en el circuito que siguen muchos tipógrafos formados en los principales centros europeos, que buscan mejores condiciones de trabajo. Se ha señalado, por ejemplo, que por impericia técnica no se imprime en España, excepto en contados casos, la obra de nuestros grandes polifonistas, que tuvieron una aceptación europea, como lo demuestra las ediciones realizadas en los más importantes centros de edición musical. Lo que ocurre es que existe un problema de financiación de las posibles ediciones y, sobre todo, un problema de distribución fuera de España. Tenemos suficientes muestras de la capacidad técnica de nuestra imprenta para la impresión musical de polifonía -Osuna, Sevilla, Barcelona, Madrid- y también la demostró en la complicada composición tipográfica de la tablatura de obras para vihuela o instrumentos de tecla -Valencia, Valladolid, Sevilla, Salamanca, Alcalá y Madrid-. Técnicamente dispone España de talleres capaces y de impresores hábiles para cualquier tipo de trabajo. El problema es que no reciben muchos encargos de calidad.

Elemento fundamental de un taller es la dotación de fundiciones. Encontramos en España el mismo proceso que se da en otros países. Del taller que posee punzones propios de los que se abren los correspondientes juegos de matrices para fundir los tipos, se pasa al taller que disponía de un conjunto de matrices para hacer sus fundiciones, y a la última fase, en que eran los fundidores quienes poseían las matrices y realizaban las fundiciones, que vendían a las imprentas de distintas ciudades. Es el proceso normal europeo, sólo que -dejando aparte las letrerías góticas de la que es preciso estudiar su origen- no se graban punzones, por lo que sabemos hasta ahora, hasta fines del siglo XVII, hecho que también se da en otros países. Llegan a España, sin demora, los juegos de matrices sin justificar que se difunden en Europa en cada momento. Algunos grabadores de punzones venden directamente sus matrices a España, como es el caso del célebre Robert Granjon3. Tampoco las letrerías cursivas llegan con retraso4, aunque por el tipo de libros que se imprimen no predomina su uso en los primeros años de su difusión. Como es normal, y siempre hay que tenerlo en cuenta, no todas las imprentas son iguales. El inventario realizado en 1595, poco después de su muerte, de la imprenta de Pedro Madrigal5, y el de la Imprenta Real, de 1619, a la muerte de Julio Junti6, nos muestran dos imprentas dotadas de un buen número de juegos de matrices, algunos sin justificar, prueba de que no habían sido todavía usados. Y un caso curioso: se habían asignado unas letras titulares al grabador de punzones holandés Christopher Van Dijck7 y, sin embargo, en España, concretamente en Sevilla, ya las encontramos en 1618, cuando su pretendido autor contaba unos once años de edad. Una detallada investigación nos permitirá encontrar usos de estas titulares, probablemente en Holanda, que no serán muy anteriores.

Frente a este estar al día de las letrerías que se ponían de moda en Europa, principalmente por parte de los grandes talleres, debemos señalar el sobreuso que se hace muchas veces de los tipos, con lo que la calidad de las impresiones es pésima. La sustitución a su debido tiempo de las fundiciones gastadas permite mejorar la calidad, aunque, en muchos casos, la pésima presentación tipográfica es debida a la mala calidad del papel. Si éste es malo, la impresión lo será forzosamente. Entre algunas emisiones en papel de Génova y en papel de la tierra, la diferencia es tan grande que es preciso un detallado análisis para afirmar que pertenecen a la misma edición.

Problema importante es el del papel. El papel de la tierra, como es llamado generalmente en Castilla el papel de sus molinos, es de baja calidad y ésta sigue los descensos de la situación económica. La calidad del papel extranjero es mejor, aunque también varía según los ciclos económicos, con lo que en los momentos de recesión la diferencia entre uno y otro papel no aumenta. Una industria editorial exportadora hubiese podido forzar la calidad y cantidad de la producción nacional, teniendo además en cuenta que se exportaban trapos viejos a los países productores. Por otra parte, si era necesaria la importación de papel, ésta se hubiese compensado con el valor añadido de la producción impresa dedicada a la exportación.

Teniendo en cuenta la finalidad de nuestro análisis, podemos afirmar que existen talleres con un nivel técnico equiparable al de toda Europa, que pueden ejecutar los más exigentes encargos editoriales. Si su tamaño -el número de prensas con los adecuados adherentes- no es siempre comparable al de los grandes centros europeos, la causa es la inexistencia de una fuerte industria editorial que hubiese favorecido el desarrollo de la industria gráfica. Ante casos concretos de una necesaria rápida ejecución, los editores repartían la impresión del libro entre dos talleres, como sucede en algunas partes de comedias de Lope de Vega o en la segunda edición madrileña de la primera parte del Quijote. En el caso de una obra en varios volúmenes, que interesaba poner a la venta al mismo tiempo, se contrataba el trabajo de varias imprentas, a veces de distinta ciudad. De esta manera el editor resolvía el problema de la falta de capacidad de producción de las imprentas.

Pasando a analizar la situación de la librería, vemos que cumplió su cometido: poner a disposición de los lectores -personales o institucionales- los libros españoles y extranjeros que necesitaban. Desde los puestos de venta, principalmente de obras de gran difusión, que en los pueblos se integraban en tiendas donde se vendían un conjunto de abigarrados productos, a los grandes libreros importadores -pensemos en Medina del Campo y en el Madrid del siglo XVII- se abastecía a un amplio y variado público, que deseaba o necesitaba productos impresos y también lo que ahora llamaríamos productos de papelería: papel de distintas clases, libros en blanco de diversos formatos, cañones, tinta, polvos secantes, obleas, etc.

España y las Indias son un gran mercado para el libro, tanto nacional como editado en el extranjero. La red de libreros satisface la demanda. El comercio es activo y los centros editores interiores están interrelacionados para favorecer la distribución de sus productos. Si consideramos los sectores intelectuales de la población, en un sentido amplio, vemos cómo procuran acceder a los libros que les interesan para el desarrollo de su profesión y los adquieren para sus bibliotecas privadas o institucionales. Los numerosos inventarios conocidos de colecciones privadas, centros religiosos, fondos de libreros y los ejemplares que han llegado hasta nosotros con indicación de procedencia justifican lo que acabamos de decir. El profesional está al día de la producción bibliográfica existente y que se va produciendo. Otra cosa es que no encontremos todo lo que nos gustaría que figurase, pero tenían y usaban los libros que necesitaban y deseaban tener. El libro era un objeto útil, necesario y considerado, era un material para el trabajo cotidiano. Y en muchas personas existía, además, un afán coleccionista, de bibliofilia, aunque creemos que la utilización profesional era la predominante. Es interesante notar que los miembros de la alta carrera judicial, que muchas veces culminaba en el Consejo de Castilla, cuando cambiaban de residencia, solicitaban una ayuda de costa para el traslado. En las peticiones se diferencian los libros de las pertenencias de su casa.

Esta demanda de libros profesionales incluye, como es natural, un gran número de obras extranjeras. Los libreros españoles se preocupan de suministrar estos libros, pero en los grandes centros editoriales europeos se capta y se aprovecha la existencia de este mercado, una parte del mercado supranacional que necesitan para el más rápido despacho de sus ediciones. España queda incluida en la amplia red de distribución montada por los grandes editores, que crean delegaciones, y sus enviados -familiares, dependientes o socios- se establecen en España como libreros, principalmente en Medina del Campo y Madrid, y comercian con el libro extranjero pero también con el libro español. Al margen de las grandes casas editoras, otros libreros extranjeros se establecen también en España, con lo que se completa la red distribuidora del libro importado, que satisface las necesidades de España y las Indias.

La función básica en la producción del libro es la editorial. En la época que nos ocupa son algunos libreros los que la ejercen, a los que hay que añadir, como ya hemos indicado, los autores que costean las ediciones de sus propias obras y las instituciones, civiles o eclesiásticas, que financian la edición de determinados libros. La función editorial exige la existencia previa de obras a editar, que presenten expectativa de éxito, una industria gráfica capaz y dotada del nivel técnico y la capacidad adecuados y la distribución en un mercado, geográficamente reducido o muy amplio, para lograr, en un tiempo razonable, la recuperación de la inversión realizada y la obtención de beneficios.

Los libreros españoles editan, por lo general, obras en castellano, catalán o latín, que una distribución en los reinos españoles e Indias es suficiente para garantizar -como es natural, a veces las expectativas fallan- el éxito de sus inversiones. Sin embargo, no abordan ciertos tipos de ediciones castellanas, como pueden ser las ediciones de lujo de obras completas de los grandes autores, actividad a la que se dedican editores de los Países Bajos. Es interesante señalar la actitud de los editores españoles hacia los clásicos latinos usados en la enseñanza. La imprenta de Valencia y Barcelona imprime en sus inicios obras clásicas y humanísticas con esta finalidad. La entrada de libros publicados en otros países corta esta línea editorial. Jacobo Cromberger la reemprende en Sevilla, en 1528, con el inicio de una serie de clásicos que responde al modelo fijado por Aldo Manucio, imitado por los editores de Lyon: formato en 8.º y letra cursiva para el texto. Juan Cromberger dará breve continuidad a la serie, pues no puede luchar con Venecia y Lyon que dominan el mercado8. No será hasta el siglo XVII cuando reaparecen de una manera más continua las ediciones españolas de clásicos latinos para estudiantes.

Dos hechos editoriales plantean un problema: cuando el éxito de una obra sobrepasa el mercado nacional -y son muchas las obras que se encuentran en este caso- o cuando el mercado necesario para asegurar su previsible rentabilidad económica es supranacional. ¿Cómo reacciona el librero español? Por lo general se desentiende o procura que un editor extranjero se ocupe de la edición en perjuicio de la industria gráfica española. ¿Y los libreros extranjeros afincados en España, principalmente los delegados de los grandes centros editores? Su actuación no puede enfrentarse a los intereses de la casa matriz, que al ver la posibilidad de negocio prefiere realizar la edición y favorecer su propia industria gráfica. La edición o reedición se hará en el extranjero y la parte que absorberá el mercado español se distribuirá a través de sus delegaciones. La distribución supranacional es la base del negocio en este tipo de ediciones que no pueden ser absorbidas rápidamente -en un sentido relativo- por un mercado nacional.

Paradigmático se nos presenta el caso de la edición de De republica de Aristóteles, traducida al latín y anotada por Juan Ginés de Sepúlveda, dedicada al príncipe Felipe, el futuro rey Felipe II. Procedente de Toledo llega a París, en 1547, Diego de Carvajal, con el manuscrito de Sepúlveda y firma un contrato de edición con Regnault Chaudière. El editor podrá hacer la tirada que quiera, pero deberá vender a Carvajal, a precio especial, trescientos ejemplares destinados al mercado español. Chaudière no podrá enviar ejemplares a España hasta pasados seis meses de la publicación de la obra. En contrapartida, Carvajal no podrá vender en París ninguno de los adquiridos9. Si consideramos una tirada normal de 1.500 ejemplares, el mercado español no la podía absorber en poco tiempo, en tanto que una parte de la misma era suficiente para abastecerlo. El resto se colocaría en otros países europeos valiéndose de las redes de distribución establecidas. La obra se publicó en 1548, habiéndose traspasado el contrato a Michel Vascosan, con quien Sepúlveda mantendrá relación epistolar y le hará ciertos encargos.

Autores españoles que buscan editor en el extranjero, a los que se añaden los españoles que vivían fuera de su país, que ceden sus obras para ser publicadas en los centros editores internacionales. Obras editadas en España, que ante el interés que ofrecen son reeditadas fuera de ella, al margen del autor y de su editor español. Son muchas las obras, por supuesto en latín, que inician su carrera editorial en España y que al alcanzar su éxito europeo prosiguen la carrera con reediciones en el extranjero, de las que se surten los libreros españoles. En otros casos son los libreros extranjeros establecidos en España, o los libreros españoles, los que buscan un editor extranjero en lugar de realizar la edición y preocuparse de su distribución fuera del país. También hemos de mencionar los casos de libreros-editores, españoles o extranjeros, que encargan fuera de España la impresión de las obras que editan para el mercado nacional o europeo. Y, finalmente, los agentes que grandes editores extranjeros envían a España con la misión especial de buscar obras, verdaderos cazatextos, que revelan el interés europeo que ofrecen los autores españoles.

En 1557, Jacques Boyer, librero de Salamanca, hace imprimir en Lyon las Relectiones Theologicae XII de Francisco de Vitoria. Para ello obtuvo del rey de Francia un privilegio por diez años, expedido en París, el 13 de julio de 1556. Es la actuación de un librero francés establecido en Salamanca, que financia una edición en Lyon donde cuenta con la red distribuidora familiar adecuada.

Uno de los libreros, en su mayoría extranjeros, que hacían de intermediarios para la edición de obras inéditas fuera de España, es el parisino Jerónimo de Courbes, establecido en Madrid, en el primer tercio del siglo XVII. El 25 de marzo de 1620 recibió poderes del librero-editor parisino Denis de la Nonne para concertar con el procurador de la Compañía de Jesús en Madrid «la inypresión de un libro que compusso el padre Luis de la Puente, de la dicha Compañía de Jesús sobre los Cantares», dándole plena libertad para fijar las condiciones del contrato10. La Expositio moralis in Canticum Canticorum se publicó en París, en 1622, en dos volúmenes, por el citado Denis de la Nonne.

En otra intervención, Jerónimo de Courbes, formalizado el contrato, recibe ante notario, el 20 de noviembre de 1626, el manuscrito original, precisándose el número de hojas que tiene y los índices incluidos. Se trata de la obra del P. Lorenzo de Aponte, de los clérigos menores, In Sapientiam Salomonis commentaria, editada tres años más tarde en París, por Claudio Sonio11.

Distinto carácter presentan ciertos casos que se dan en momentos determinados, debido a circunstancias especiales. A mediados del siglo XVI, la imprenta barcelonesa pasa por un momento de crisis, resuelta por la intervención de dos libreros, Jaume Cortey y Claudi Bornat, que instalan sus propias imprentas. A esta época pertenecen varios libros litúrgicos editados por el librero de Barcelona Joan Guardiola, que los manda imprimir en Lyon por Cornelio Septemgranges12.

En 1570, salía del taller de Pau Cortey y Pere Malo un gran volumen, en folio marquilla, con más de 700 folios, magníficamente impreso, con la Sylva allegoriarum Sacrae Scripturae, obra del benedictino Jerónimo Lloret, abad del Monasterio de San Feliu de Guíxols. Esta monumental edición, prueba de la recuperación de la capacidad y calidad de la imprenta barcelonesa, fue costeada por el autor. La obra tuvo una gran acogida en el extranjero y, como era habitual, se suceden las reediciones: Venecia, 1575; París, 1583, con una emisión en 1584; Venecia, 1587; Colonia, 1612; Lyon, 1622; Colonia, 1630; Colonia, 1681, etc.13 Sin embargo, la primera edición, falta de una buena distribución, en este caso por ser una edición costeada por el autor, no se había agotado. Cuando ya se habían publicado varias ediciones en el extranjero, dos libreros, Gabriel Lloberas, de Barcelona, y Angelo Tavano, de Zaragoza, adquirieron en 1596 los ejemplares no vendidos, dividieron la obra en dos volúmenes, colocando al frente de cada uno una nueva portada con sus datos y la nueva fecha, con lo que rejuvenecieron la edición, creando una nueva emisión. De esta manera intentaron liquidar el fondo adquirido.

Ante esta situación resulta obvio señalar que en España no se editan las traducciones a otras lenguas de la gran cantidad de obras españolas -literarias, científicas, técnicas, religiosas- que fueron difundidas en las principales lenguas europeas en los siglos XVI y XVII.

El efecto perjudicial que esta dejadez editorial tenía en la industria gráfica española fue captado por los impresores madrileños, que pusieron, en 1651, una demanda judicial contra algunos grandes libreros por ceder ediciones a editores extranjeros o coeditar con ellos. Es curioso señalar uno de los argumentos con que se defienden los libreros: si se editan las obras en el extranjero, la fama de los autores españoles aumentará y sus libros serán conocidos ampliamente en Europa14. La misma difusión hubiesen podido tener de ser editadas en España si sus editores hubiesen cuidado la distribución europea.

Ante la realidad que ofrecía la industria española del libro, ¿cuál fue la actitud de los poderes públicos? De 1480, después de algunas decisiones en casos particulares, es la pragmática de las Cortes, reunidas en Toledo, por la que se confirma la ya existente exención de alcabalas a los libros que se traían de otras partes, que se amplía, declarándolos exentos de pagar «almoxarifadgo ni diezmo ni portadgo ni otros derechos algunos»15.

Esta exención fiscal en los reinos de Castilla sigue en vigor durante todo el Antiguo Régimen, pues el intento, en el segundo tercio del siglo XVII, de establecer impuestos sobre el libro, no tuvo efectividad, debido a las protestas de los libreros, expresadas en numerosos memoriales. Estas ventajas afectaban la circulación del libro de cualquier procedencia.

Sentido distinto tiene la pragmática dada en Lerma a 4 de junio de 161016. Teniendo en cuenta, como dice el preámbulo, «que de averse llevado o embiado a imprimir a otros Reynos las obras y libros que han compuesto y escrito algunos naturales destos sin nuestra licencia y aprovación de los del nuestro Consejo y sin preceder y guardar las demás diligencias a que obligan nuestras leyes y pragmáticas van resultando y cada día se reconocen algunos inconvenientes muy considerables y tales que piden remedio con que se atajen y cessen de aquí adelante», «mandamos que de aquí adelante ninguno de nuestros súbditos naturales y vassallos destos Reynos, de qualquier estado, calidad y condición que sea, pueda, sin especial licencia nuestra, llevar ni embiar a imprimir ni imprima en otros Reynos las obras y libros que compusiere o escriviere de nuevo, de qualquier facultad, arte y ciencia que sean y en qualquier idioma y lengua que se escrivieren». El incumplimiento de la pragmática motivó un auto del Consejo de Castilla, de 15 de septiembre de 1617, en el que se aclara que las segundas ediciones de libros de autores naturales de los reinos de Castilla podrán ser impresas fuera de los mismos, siempre que se someta su importación a la legislación vigente, mientras que prohíbe la concesión de licencias para las primeras ediciones, declarando sin valor las que pudiesen concederse17.

¿Qué finalidad tenía la pragmática de 1610? Habitualmente es considerada como un eslabón más del control del poder sobre el libro, impidiendo a los autores publicar en otros reinos. ¿Qué alcance tienen las causas aludidas en el preámbulo? Es raro que no se aduzcan explícitamente motivos religiosos, cuando su uso, en muchos casos, tiene ya carácter tópico. La finalidad es económica, medida dictada para favorecer a la industria española del libro, aunque su incumplimiento impidiese su eficacia.

Sancho de Moncada, al referirse a la pragmática de 1610, la considera promulgada por motivos económicos: «los libros estrangeros han causado en la arte de imprimir la misma barbarie que las demás mercaderías estrangeras en las demás artes, porque ay en España poca letra griega y hebrea, ortografía, acentuación y puntuación la saben pocos y como importa que no entren las demás mercaderías, porque no se acaben de olvidar las demás artes, importa no entren libros estrangeros porque se impriman acá por un original y se perficione esta arte usándola»18. Como es habitual -y no hace la pragmática de 1610- continúa Moncada hablando de los peligros de tipo peligroso que pueden producir ciertos libros importados.

El carácter protector de la imprenta que tiene la pragmática de 1610 viene confirmado posteriormente, cuando ya no se cumplía en la práctica, por los propios impresores, que se basan en ella en el ya citado pleito, iniciado en 1651, contra los libreros que intervienen en la edición e impresión de libros de autores españoles en Lyon, París y otras ciudades extranjeras.

En los primeros años de su vigencia son abundantes las peticiones y concesiones de licencias para imprimir obras fuera de España o para introducir en los reinos de Castilla obras impresas fuera de ellos, en los otros reinos hispánicos o en el extranjero. Juan de Acevedo, que había logrado el 27 de octubre de 1610 una prórroga del privilegio concedido a su padre, Alfonso de Acevedo, para sus Commentariorum Iuris Civilis in Hispaniae Regias Constitutiones tomi sex, solicita al rey licencia, que se le concede el 29 de enero de 1611, para imprimir la obra fuera de España, pues el editor que está dispuesto a hacerlo la quiere imprimir en Flandes. Se trata del librero flamenco Juan Hasrey, establecido en Madrid, que hizo imprimir la obra en Douai, por Baltasar Bellero, haciendo dos emisiones, una para la venta en España y otra para su distribución europea.

Lorenzo Ramírez de Prado obtuvo el 30 de abril de 1611 licencia para poder imprimir fuera de España su Pentecontarchos, aduciendo la falta de tipos griegos suficientes en las imprentas. La obra del jesuita Luis de la Puente citada anteriormente tenía licencia del rey para imprimirse en el extranjero.

Al margen de la acción legal, ¿realizó la corona acciones concretas de apoyo a la imprenta española? Ya en el siglo XV, ante la desaparición de la primera imprenta establecida en Sevilla, se dictan medidas para incentivar la instalación de nuevos talleres en dicha ciudad. Y no debemos olvidar las ayudas prestadas por muchas autoridades municipales para fijar talleres en sus respectivas ciudades, como es el caso del Ayuntamiento de Valencia con el impresor Juan Mey19.

Un momento clave para la imprenta española se produce con la adopción de los nuevos textos litúrgicos unificados que se establecieron a consecuencia del Concilio de Trento. Nos referimos al llamado Nuevo Rezado. Se trata de una operación de gran envergadura por la gran cantidad de ejemplares que fue preciso imprimir inicialmente en un plazo breve y que presenta una continuidad en el tiempo. Son libros de cierta dificultad técnica, impresos a dos tintas y con una alta exigencia de fidelidad textual que demandaba una atenta corrección de pruebas por persona cualificada. La imprenta española había ya demostrado que era tarea que podía abordar.

Desde principios del siglo XVIII se aduce por el Monasterio de El Escorial, que tenía el privilegio de la distribución de dichos libros en los reinos de Castilla y las Indias, la existencia de un privilegio real a favor del gran impresor de Amberes, Cristóbal Plantino, que siguieron gozando sus sucesores de la Oficina Plantiniana. Es un fraude histórico que ha distorsionado el análisis de la situación de la imprenta española en los siglos que estudiamos. Felipe II no concedió a Plantino ningún privilegio para los libros litúrgicos del Nuevo Rezado. No vamos a insistir en este aspecto concreto que ya hemos tratado en ocasiones anteriores20. Sólo expondremos algunos detalles que nos interesan dentro de la línea que guía esta intervención.

La imprenta española no estaba en condiciones de abastecer la gran cantidad de ejemplares que se necesitaban, lo que no significa su exclusión de esta empresa ni la imposibilidad de aumentar su capacidad de producción. Salamanca, Burgos, Zaragoza, Martín Muñoz, Alcalá de Henares imprimen desde el primer momento miles de ejemplares de libros litúrgicos a los que se añaden los encargados a París, Lyon, Venecia y Amberes, o sea, Plantino. Ante el volumen de la obra a realizar y los previsibles beneficios entra en juego lo que actualmente llamaríamos el tráfico de influencias. Un grupo, encabezado por Gabriel de Zayas, se mueve en la corte para favorecer a Plantino, intentando incluso que el breve papal autorizando dichas impresiones se ponga «en cabeza de Plantino», a lo que se opuso Felipe II. El grupo transnacional de los Junta, instalado desde muchos antes en España, mueve también sus influencias, apoyado por los monjes de El Escorial. Entretanto la situación en los Países Bajos sufre una agravación que culmina en 1576, con el saqueo de Amberes. Desde este año Plantino no suministra más libros litúrgicos a España, situación que se mantiene hasta su muerte, a pesar de las numerosas gestiones que hace en la corte para lograr la reanudación de los pedidos. La solución dada a esta lucha no es un privilegio sino un asiento de suministro de los libros que se necesiten, fijándose unos precios para los distintos tipos y calidades, contrato que firman el 7 de febrero de 1577 fray Juan del Espinar, por el Monasterio de El Escorial, y Juan de la Presa, comerciante de Burgos, y Julio de Junta.

Retrocedamos unos años. El 12 de noviembre de 1572 envía Felipe II una provisión a los corregidores de Toledo, Burgos y Medina del Campo, al regente de Sevilla, a los rectores de las Universidades de Salamanca y Alcalá de Henares, al licenciado don Diego de Zúñiga, oidor de la Audiencia de Granada, y al licenciado don Antonio de Covarrubias, oidor de la Chancillería de Valladolid21, para que nombren a personas competentes para informar sobre «el número de impresores que ay en esa ciudad y de la calidad de las imprentas que tienen los visitéis y entendáis el recaudo que en ellas ay de correctores y componedores y otros oficiales. E si las personas que sirven los dichos oficios son áviles y sufientes para ello; y los moldes y géneros de letras que en ellas ay. E qué es la causa que en los libros que se imprimen en ellas ay comunmente tantas faltas y herrores. E qué cosas será necesario proveer y remediar para que, de aquí adelante, no los aya y las impresiones se hagan con toda la buena horden que conbiene; y qué medio se podrá tener para que las imprentas de estos reinos sean tan caudalosas y de tanta perfición como lo son las que ay fuera de ellos; y para que se gaste en ellas buen papel y se halle a precios conbenibles. Y de todo lo demás que os pareciere ser necesario, lo qual ansí hecho nos enbiaréis relación de todo ello juntamente con vuestro parecer de lo que en ello se deva hacer».

Estamos en un momento decisivo para la imprenta española ante la posibilidad que se le ofrecía de poder suministrar la ingente masa de libros del Nuevo Rezado que se necesitaban. No parece que de la encuesta realizada se dedujesen medidas de tipo general. Sólo encontramos decisiones puntuales, como la que figura en un contrato con Lucas de Junta, de 23 de septiembre de 1573, para la impresión de libros litúrgicos, de pagarle una blanca más por pliego, sobre el precio concertado, si aumentase el número de prensas que tiene en Salamanca, de cuatro a diez. O propiciar el establecimiento de la Imprenta Real, para la impresión de libros litúrgicos, entre otras obras, a cargo de Julio Junti de Modesti, trasladando las prensas que tenía en Salamanca e importando el papel necesario. Se solucionaba el problema de la calidad del papel con su importación, pero la elaboración del libro se hacía en España. Muchas son las ediciones litúrgicas que hizo la Imprenta Real a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII, que se completaban con importaciones, principalmente de Venecia. Esta realización se va diluyendo a medida que avanza el siglo XVII y la Oficina Plantiniana logra reanudar, hacia 1615, el suministro al Monasterio de El Escorial de libros litúrgicos, hasta que de hecho se convierte en única suministradora, sin que exista ningún privilegio real ni concesión. Ante la deuda creciente que El Escorial tenía con Amberes, logra Baltasar Morete III, en 1680, un contrato mercantil de exclusiva de suministro al monasterio de los libros litúrgicos que necesitaban los reinos de Castilla y las Indias. Este suministro exclusivo se truncó, a mediados del siglo XVIII, con la fundación de la Real Compañía de impresores y libreros.

Muy interesante es el hecho que gentes ajenas a la industria del libro vean su producción, en concreto la de libros litúrgicos, como una empresa en la que era interesante invertir capital. El comerciante Simón Ruiz y su familia se unen a Francisco de la Presa, comerciante de lanas, para la impresión de libros litúrgicos, estableciendo una imprenta en Burgos, para lo que habían enviado al impresor Matías Marés a París con el fin de comprar las prensas y demás aparejos necesarios y contratar operarios. Los Ruiz se apartaron de la empresa a la muerte de Francisco de la Presa, continuándola su hijo Juan, que recibió nuevas aportaciones de capital, hasta su quiebra en 1579. Con anterioridad, como ya hemos indicado, Juan de la Presa obtuvo con Julio de Junta el asiento de suministro de los libros del Nuevo Rezado22.

Queremos señalar un nuevo hecho que demuestra la existencia, en el reinado de Carlos II, de una preocupación oficial para favorecer la industria del libro, dentro de lo que se hacía en el ámbito de la industria en general y del comercio. Ya hemos dicho que las letrerías usadas en España seguían la evolución estilística europea gracias a la importación de matrices. Para evitar la salida de divisas que ello suponía, la Diputación del Reino, con la colaboración del Consejo de Castilla, financió la grabación de punzones desarrollada por el flamenco Pedro Disses, antiguo servidor de Juan José de Austria. Con algunos altibajos, debido a la actitud de Disses, se llegó a la realización de algunas letrerías, aunque sólo se usaron, hasta mediados del siglo XVIII, las correspondientes a titulares de varios cuerpos23.

A veces se ha contrapuesto la actitud favorecedora de la difusión del libro -del libro en general, no de la producción castellana- que representa la pragmática de 1480 con la pragmática promulgada en 1502, estableciendo la licencia previa de impresión, consolidada por la de 155824, que fija el sistema que regirá a lo largo del Antiguo Régimen y que a inicios del siglo XVIII se extenderá a los reinos de la Corona de Aragón25. No hay contraposición, pues cumplen dos finalidades distintas. Una cosa es una disposición de tipo fiscal, otra el establecimiento de la licencia de impresión previa para permitir un control ideológico.

La existencia de un control ideológico -político, religioso- es algo normal en toda Europa. Pero control del libro no presupone poner obstáculos a la difusión del libro aceptado. ¿Cuál es la repercusión de ese control en la industria editorial? Ninguna. Parecerá excesiva o partidista una afirmación tan tajante, pero los hechos la avalan. Los editores españoles tenían a su disposición un ingente número de obras de difusión internacional que no tenían ningún problema con el poder, que hubiesen logrado sin contratiempo la licencia previa de impresión. Lo prueban las ediciones de estas obras realizadas en España y la libre circulación de las que sólo se editaban en el extranjero. Las obras de autor español que no podían imprimirse en el país por motivos políticos o religiosos -casos de Antonio Pérez o Cipriano de Valera, por ejemplo- no representan nada editorialmente frente al gran número de obras que no presentaban ningún problema con el poder.

Aunque quizás a alguien pueda parecer sorprendente, lo que acabamos de expresar hemos de repetirlo si nos referimos a la Inquisición. ¿Podía la Inquisición obstaculizar -ya que no prohibir, pues no las había incluido en los índices- la edición de obras, limitándonos a las teológicas, que fueron una de las importantes bases de la contrarreforma en Europa? Hay que insistir en el hecho que los editores españoles disponían de una grandísima cantidad de obras teológicas, filosóficas, jurídicas, científicas -en latín y de una extensión considerable- de difusión internacional, que no presentaban ningún problema con los poderes civil y eclesiástico. ¿Por qué no aprovecharon los editores la ocasión que se les ofrecía?

La causa que emerge de las consideraciones anteriores es la falta de un sector editorial español ambicioso, agresivo, dispuesto a aprovecharse de la eclosión cultural que ofrecía su país. Ello hubiese forzado el desarrollo de la industria gráfica y si ésta no aceptaba el reto, siempre quedaba el recurso de crear y financiar sus propios talleres, como hicieron algunos editores europeos. Y lo más importante y decisivo ante obras que exigían un mercado supranacional, hubiera sido el establecimiento de una red distribuidora europea. Falta inversión, dedicación de capitales a la industria editora. Pero para la rentabilidad de esta inversión era imprescindible su distribución europea. El librero-editor español no sale de sus fronteras, no establece delegaciones y depósitos de sus publicaciones en las principales ciudades que eran los centros comerciales del libro. No acude a la feria del libro de Frankfurt. Lo que da fuerza a una industria es la exportación. La industria editorial española se encerró en su mercado interior, olvidando el importantísimo papel que le correspondía de difusora europea de la cultura española. No tuvo el espíritu empresarial que se necesitaba en este momento. Los editores de los principales centros europeos se aprovecharon de la situación y desarrollaron, en beneficio propio y de las imprentas de sus países, la actividad que correspondía a nuestros libreros-editores. Estos últimos se beneficiaron sólo de lo producido en el extranjero, abasteciendo el mercado nacional, sin tener que realizar grandes inversiones y sin verse obligados a salir fuera a vender sus libros.

La situación de la industria editorial española se corresponde a la de otros sectores industriales y comerciales del país, enmarcados todos ellos en una actitud social generalizada. Las consecuencias que se desprenden de ello pueden expresarse con una simple frase: España exporta obras, no libros.





 
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