El Inca Garcilaso en los diarios de viaje de Alexander von Humboldt por el Tawantinsuyu
Belén Castro Morales
…no hay más que un mundo, y aunque llamamos Mundo Viejo y Mundo Nuevo, es por haberse descubierto aquél nuevamente para nosotros, y no porque sean dos, sino todo uno. |
Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales |
Si la economía de Europa ya necesita de nosotros, también acabará por necesitarnos la misma inteligencia de Europa. |
Alfonso Reyes, La inteligencia americana |
El naturalista prusiano Alexander von Humboldt llegó a Licán, en la frontera Norte del antiguo Tawantinsuyu, en junio de 1802, y abandonó el virreinato del Perú el 24 de diciembre del mismo año, rumbo a Guayaquil, Cuba y México. Esta ruta andina está jalonada por encuentros con una dispersa comunidad científica, con libros, archivos y saberes locales que, sin duda, -como había ocurrido antes en Venezuela y Cuba- transformaban los conocimientos del viajero. En Bogotá había compartido fructíferas investigaciones con su ilustre huésped, el botánico español José Celestino Mutis, y en Ibarra iba a producirse otro fecundo encuentro con un sabio criollo, Francisco José de Caldas. En Quito permaneció en la casa del cultivado marqués de Selva Alegre durante seis meses, tiempo que invirtió en realizar estudios fitogeográficos, geológicos y vulcanológicos que cambiarían el rumbo de estas ciencias incipientes; escaló el Pichincha, el Antisana, el Cotopaxi y realizó su gran hito de altura al escalar el Chimborazo casi hasta la cima, lo que le permitió confirmar su naturaleza volcánica.
Todo indicaba que
el experto botánico Caldas, con una sólida
reputación científica, iba a ser invitado a unirse a
la expedición de Humboldt, pero este optó por elegir
la compañía del joven aristócrata
quiteño Carlos de Montúfar y Larrea (1780-1816), el
segundo hijo del Marqués de Selva Alegre, cuyos
méritos como naturalista se consideraban inferiores. Al
parecer, en la decisión de Humboldt actuaban más bien
otras afinidades electivas que Caldas, despechado, propagó
en alguna carta, sugiriendo la relación íntima que
unía a los dos nobles1.
Sin embargo, en su «Breve relación del Viaje»
publicada en un diario de Filadelfia en 1804, Humboldt
definió a su nuevo compañero como un promotor de la
ciencia americana, «que estaba
poseído por un celo particular por el progreso de las
ciencias y que se encargaba de reconstruir a sus expensas las
pirámides de Yaruquí, puntos de referencia de la
célebre base de los académicos franceses y
españoles»
(en Humboldt 2005: 48-49).
Durante los
diecisiete meses que permaneció en tierras andinas el
naturalista realizó notables aportaciones a la
geografía, la botánica, la biología y la
oceanografía. Investigó las propiedades del
árbol de la quina en Loja, exploró la cabecera del
Amazonas, estableció el ecuador geomagnético cerca de
Cajamarca; descubrió para Europa el estiércol que los
indígenas llamaban guano; se maravilló ante
la vista del Pacífico y describió
científicamente por primera vez la corriente fría
antártica, a la que el geógrafo Ritter puso el nombre
de Humboldt. Pero la hazaña científica de la que se
sintió más satisfecho fue la observación de un
raro fenómeno astronómico, el paso de Mercurio ante
el disco solar, que permitió «la
determinación exacta de la longitud de Lima y de la parte
sudoeste del Nuevo Continente»
, logro que vino a
compensarle la contrariedad de su desencuentro con el
capitán Baudin en el Callao (Humboldt 2003: 417). A partir
de sus primeras anotaciones de campo redactó valiosas
aportaciones científicas sobre geografía,
minería peruana, geología, flora y fauna, que en
algunos casos fueron directamente editados en publicaciones
especializadas2,
mientras en otros aparecen incluidos en sus libros sobre el viaje
americano (Humboldt 2002: 89-191).
Pero nuestro
interés se dirige sobre todo a otras aportaciones
-antropología, etnografía, lingüística,
arqueología o historia- que hoy se incluyen en las
Humanidades, aunque en rigor no pueden separarse de la
concepción geográfica multidisciplinar de Humboldt,
donde el estudio de la interacción entre los pueblos y los
espacios físicos que habitan, así como de sus
«manifestaciones
intelectuales»
, sostienen su descripción
científica del Cosmos.
Esos textos sobre el Tawantinsuyu conforman un corpus particularmente fragmentario y disperso, ya que, a diferencia de la narración que Humboldt organizó sobre el resto de sus viajes americanos, no culminaron en un relato integral y acabado. En efecto, la narración de la Rélation historique du Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau Continent..., publicada en París entre 1816 y 1825, se interrumpe cuando en abril de 1801 los viajeros embarcaban en el río Magdalena hacia las regiones andinas. Falta, en consecuencia, el relato correspondiente a su exploración por las zonas actualmente distribuidas entre Colombia, Ecuador, Perú, así como sobre sus estancias en México y los Estados Unidos.
Por lo tanto, manejaremos textos de naturaleza muy heterogénea repartidos entre sus «cartas americanas», una parte importante de Sitios de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas (publicado en francés entre 1810 y 1813) y en el capítulo «La meseta de Cajamarca» (1849), incorporado por Humboldt a la tercera edición alemana de Cuadros de la Naturaleza cuando cumplía 80 años. También encontramos dispersas informaciones peruanas en otros capítulos del Ensayo político sobre la Nueva España (1808-1811) y en su gran obra-síntesis, Cosmos (1845-1862).
Pero, sin perder de vista esas publicaciones, en este trabajo analizaremos sobre todo las notas privadas de sus diarios de viaje a través de la valiosa edición en varios volúmenes publicada desde 1982 por Margot Faak. Los materiales para nuestra investigación sobre el antiguo Perú se encuentran en los volúmenes 8 y 9: Reise auf dem Río Magdalena durch die Anden und Mexico (I, 1986 y II, 1990), y Lateinamerika am Vorabend der Unabhängigkeistsrevolution (1982)3, donde su editora seleccionó las anotaciones de carácter más claramente político, desconocidas hasta entonces, y en las que se expresa sin censura el espíritu crítico y reformista de Humboldt, y donde se perfilan con claridad sus ideas republicanas, antiesclavistas y anticolonialistas en el umbral de las guerras de Independencia en América Latina4.
Transitar por la escritura de Humboldt en ese primer estrato de su elaboración discursiva nos permitirá recorrer un doble camino: el espacial del viaje físico y el de la formación del conocimiento humboldtiano sobre ese espacio, tal como se va construyendo en un relato complejo, que registra desde sus primeras impresiones hasta páginas más desarrolladas, y donde se produce el primer encuentro entre el saber aprendido en Europa y su experiencia empírica de un mundo insospechado. En estas anotaciones ya encontramos, entre una multitud de referencias y citas que confieren un marcado carácter intertextual a los diarios, las palabras del Inca Garcilaso.
Muchos de estos
apuntes y reflexiones podían haber dado lugar a un
«Ensayo político sobre el Virreinato del
Perú» como los que Humboldt dedicó a la Nueva
España o a Cuba (Zeuske 2003), y seguramente fueron la base
de un efímero tomo IV de la Relación
histórica del viaje americano que su autor
retiró de la imprenta cuando ya estaba a punto de salir a la
luz5.
Varios especialistas se han preguntado por las causas de ese
vacío en la Relación del viaje y, en efecto,
resulta extraño pensar que el viajero se conformara con
reducir la multiplicidad de sus experiencias a los escasos textos
publicados, máxime cuando en la «Ojeada general»
de Sitios de las cordilleras... había prometido
conclusiones más definitivas. Charles Minguet
sospechó que, aparte de la falta de tiempo para rehacer ese
volumen, pesaba «el incidente
Caldas-Montúfar»
, difícil de explicar al
público lector, ya que la elección de Humboldt
«no está fundada sobre un criterio
estrictamente científico»
(Minguet 1969: 105). De
los estudios de Margot Faak sobre los diarios podríamos
también deducir algunos problemas compositivos en la
organización del relato del viaje, que exigía
orquestar la heterogeneidad temática que revelan sus
anotaciones.
Pero, leyendo
atentamente los materiales peruanos que Humboldt dejó
inéditos, podemos suponer que otras causas
ideológicas, que analizaremos a lo largo de este trabajo,
pueden explicar la omisión del relato del Tawantinsuyu; y
entre ellas la repugnancia moral que constantemente causaban en el
pensador liberal los abusos de autoridad sobre las castas
oprimidas, la hipocresía del clero o las formas de
esclavitud que embrutecían a los indígenas en las
minas, obrajes y plantaciones de quina, factores que él
unía estrechamente a la inmoralidad esencial que
entrañaba el colonialismo. Así, por ejemplo, una
anotación correspondiente a Riobamba relata la
anécdota de un cura que había perdido su puesto por
haberle hecho con sus casullas unos «faldellinos» a su
amante, y a continuación añadía: «Esto no para la imprenta»
(Reise 212).
Sin duda, la cortesía hacia sus anfitriones y la autocensura gravitaban sobre la conciencia del viajero a la hora de editar las experiencias y conocimientos atesorados en sus cuadernos. Teniendo en cuenta que su viaje era una expedición privada y autofinanciada, pero autorizada por la Corona española con un pasaporte excepcionalmente amplio, Humboldt debió cuidarse mediante una calculada prudencia de no cargar las tintas en los aspectos más críticos contra la política colonial española o el mal gobierno de sus territorios, que en el Perú le pareció especialmente escandaloso y desalentador. No olvidemos que cuando en 1799 Humboldt abandonó España por La Coruña registró en su cuaderno un recuerdo «al infortunado Malaspina», que «gemía» preso en el castillo de San Antón por la animadversión que suscitaron en el valido Godoy sus ideas reformistas para las colonias americanas6.
Humboldt, hijo intelectual del siglo XVIII, había partido hacia América con un variopinto equipaje en el que, junto a los instrumentos de medición más avanzados, viajaban las concepciones científicas y filosóficas de la Ilustración, los ideales de la Revolución Francesa y su caudal de experiencias en geología, minería, botánica y comercio (Kameralistik); pero también en dibujo, filología, arqueología e historia de América. El niño que había crecido en el castillo de Tegel leyendo los relatos de viaje de su preceptor Joachim Heinrich Campe7, siguió fascinado los relatos de quienes anunciaban un nuevo sentimiento romántico y exotista de la Naturaleza: Rousseau, Bernardin de Saint-Pierre, Chateaubriand, Volney, y sobre todo, los de su amigo Georg Forster.
Junto a estas
lecturas, Humboldt consolidó sus nociones americanistas
previas al viaje en el espíritu universalista y racionalista
de la Enciclopedia francesa (con sus contradictorias y
dogmáticas disertaciones sobre el Perú y los pueblos
americanos), así como en la obra de algunos viajeros
científicos como La
Condamine, que había escrito sobre esa
región en su Relation abregé d'un voyage fait dans l'interieur
de l'Amerique meridionale (1745). Al recorrer durante casi
cinco años aquellos territorios sobre los que los
philosophes y
sus seguidores habían emitido tantas especulaciones
teóricas sin haberlos conocido realmente, el viajero
inició una trabajosa superación de muchos de aquellos
prejuicios revestidos con la autoridad de la Razón, y
así, en su «Breve relación del viaje»
(1804), seguro ya de la gran modernización científica
que iba a aportar con sus futuras publicaciones, escribía
sobre su expedición andina: «Estudiaron la parte geológica de la
cordillera de los Andes, sobre la que nadie había publicado
nada en Europa, ya que, nos atreveríamos a decir, la
mineralogía es más reciente que el viaje de
La Condamine»
(Humboldt 2005: 48).
Pero el experto
profesional en Minas (oficio que le abrió las puertas de la
corte española, necesitada de modernizar sus recursos de
Ultramar, y le facilitó la obtención de sus
pasaportes), encontró en el antiguo Imperio de los Incas
sobre todo un privilegiado campo de pruebas para desarrollar sus
intuiciones generales sobre una «física del
globo», su gran proyecto donde adquieren definitiva
coherencia las variadas materias en las que indagó con
profunda curiosidad durante sus viajes. En una valoración
posterior Humboldt declaró que el Perú le dio la
oportunidad de estudiar una de las civilizaciones más
elevadas en las cordilleras, y que su arriesgado viaje por las
sierras de los Andes no sólo fue un viaje de interesantes
estudios particulares, sino que tuvo un «objetivo más elevado»
: «el de comprender el mundo de los
fenómenos y de las formas físicas en su
conexión y mutua influencia»
(Cosmos I,
VII-VIII).
Esa idea
ambiciosa, que según una carta temprana a Schiller, de 1794,
pretendía superar el «miserable» fragmentarismo
del sistema clasificatorio de Linneo para captar la viva
dinámica de la Naturaleza sin traicionar su unidad,
aparecía ya asociada a su viaje americano en 1799, cuando,
para solicitar su pasaporte a América, presentó a
Carlos IV una Memoria de gran valor documental, donde explicaba
algunos propósitos fundamentales de su viaje: «estudiar […] la Construcción del
Globo, medir las capas que lo componen, y reconocer las relaciones
generales que enlazan a los seres organizados»
(Cit. en Puig-Samper 1999: 337).
Ese objetivo de demostrar científicamente su intuición de una «física del globo», sustentada sobre una visión global del planeta, hunde sus raíces en la idea pitagórica de un Cosmos armoniosamente ordenado, presente en Epicuro, Lucrecio, Aristóteles y Platón, en la Historia Natural de Plinio y en algunos autores renacentistas, como el historiador José de Acosta, cuya Historia Natural y Moral, fue una importante fuente documental y formativa tanto para el Inca Garcilaso como para Humboldt8.
Esa noción «cósmica» había reaparecido en las diversas actualizaciones que ofreció el Siglo de las Luces, ya fuera en la nueva concepción del mundo como un todo interrelacionado en constante evolución, presentado bajo el signo materialista en los enciclopedistas franceses (sobre todo en Buffon y Diderot), ya fuera en su variante idealista y holística de la Naturphilosophie alemana, a la que Humboldt se aproximó por un tiempo, al frecuentar a Goethe y a Schiller durante su estancia en Weimar, en 1797.
Pero además, entre estas tendencias generales, varios estudiosos de la obra de Humboldt han encontrado en las lecciones de Geografía de Emmanuel Kant y en las rectificaciones aportadas por su polémico alumno, Johann Gottfried Herder, el impulso para lo que iba a ser la revolucionaria concepción humboldtiana del Cosmos. Kant, que había otorgado a la Geografía la máxima importancia en la formación de un conocimiento universal, abogó por someter esta ciencia incipiente al examen de la razón y de la experiencia, al tiempo que organizaba su actividad científica en tres vertientes interrelacionadas: la Geografía Física, la Geografía Moral (sobre costumbres humanas) y la Geografía Política (sobre la organización de estados y pueblos). Mientras las sociedades humanas quedaban «localizadas» en sus espacios vitales, el contemplador sensible podía percibir la unidad de esas estructuras mediante fuertes impresiones estéticas (lo pintoresco, lo sublime), a las que Kant concedió gran valor en el umbral sensorial de la formación del conocimiento geográfico (Beck 1999; Álvarez 2005).
Pero el universalismo ilustrado y cosmopolita de Kant implicaba una generalización cultural logocéntrica y eurocéntrica que Humboldt, transformado por la experiencia de su viaje americano, contribuyó a modificar con una nueva perspectiva más cercana al giro relativista que Herder había aportado al estudio comparativo de las culturas en Ideas acerca de la filosofía de la historia de la humanidad (1784). Su valorización de las lenguas, leyendas y mitos (juzgados por Kant como viejas sombras del pasado que la luz de la Razón debía disipar), le hicieron ver a Herder, como luego a Humboldt, que no se puede despreciar la identidad de otras culturas diferentes y menos desarrolladas, consideradas bárbaras y subordinadas respecto a las del Viejo Mundo civilizado. Humboldt, al «descubrir» la cultura inca y la azteca, contribuyó decisivamente a esa apertura de perspectivas, y relacionó su nueva actitud con la «revolución» que había supuesto el hallazgo de otras grandes civilizaciones milenarias diferentes a la griega clásica, como la egipcia o la hindú. Así lo manifestaba en Sitios de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas (1810-13), donde escribía:
(Humboldt 1878: 6-7, cursiva nuestra)9 |
En los inicios de ese largo proceso (aún inconcluso), Humboldt empezó a constatar, entre oscilaciones conceptuales y algunas contradicciones, que el desarrollo de los pueblos es desigual, que está sometido a circunstancias geohistóricas específicas, y que sólo los que se pertrechaban en las caducas «ideas sistemáticas» podían seguir juzgando las obras de la civilización peruana o azteca en virtud del canon neoclásico de la cultura griega. Pero ¿cómo reorganizar el cuadro de la Antigüedad, asaltado por esas civilizaciones extra-europeas? Humboldt intentará abrazar las diferencias mediante el despliegue de su método comparativo, buscando analogías con otras culturas conocidas. Por eso en la citada «Introducción» a Sitios de las cordilleras advertía:
(Humboldt 1878: 18) |
En su obra de
madurez, Cosmos, lo expresará con este axioma:
«Hay naciones con más
posibilidades de culturizarse, mucho más civilizadas,
más ennoblecidas por el cultivo de la mente que otras, pero
ninguna entre ellas es más noble que las otras. Todas
están en similar grado concebidas para la
libertad»
(Cosmos I: 357-358). Con esta nueva
metodología abierta y comparatista Humboldt luchó por
universalizar lo local sin anular las diferencias, intentando
extraer «las grandes armonías de
la Naturaleza»
(Cit. en
Puig-Samper 1999: 354).
Sus estudios
realizados en el Tawantinsuyu nos muestran una primera escala de
esa aventura científica, basada, como ha explicado Ottmar
Ette, en una concepción transdisciplinar e
intercultural, que asume, con todas sus implicaciones
éticas, la pluralidad de las culturas y, en consecuencia, la
descentralización del saber eurocéntrico en «el contexto de un concepto multipolar de la
Modernidad»
(Ette en Holl 2005: 40).
Por otra parte, ese interés por la dimensión humana -histórica, social y cultural- que tanto interesó a Humboldt para comprender la acción recíproca entre el medio físico y la psicología de los pueblos, también convierte a Humboldt en un fundador de la Antropología moderna (Minguet 1969: 347-459), al hacer concurrir otras disciplinas incipientes que el mismo sabio impulsó: la antropología física, la etnología, la arqueología, la demografía, la sociología, la economía o la ciencia política.
Como veremos a través de sus diarios, Humboldt investigó en esos campos con la convicción de que podrían aclarar sus grandes interrogantes generales sobre el origen, antigüedad y diversidad de los pueblos americanos. El mosaico de anotaciones diseminadas en sus cuadernos sobre el Tawantinsuyu empieza a cobrar sentido cuando tenemos en cuenta que los indicios recopilados pueden apuntalar, por ejemplo, su convicción de que el Nuevo Mundo no era tan nuevo y diverso como se creía en Europa, o su novedosa hipótesis sobre el origen asiático de los indígenas americanos:
(Humboldt 1878: 13) |
Y, en consonancia con sus nuevas metodologías dinámicas y con su perspectiva intercultural, el viajero también amplió sus fuentes de conocimiento hacia los «cronistas» y los testimonios orales, mientras sometía a un constante experimentalismo la representación de sus objetos de estudio mediante distintos recursos semióticos, retóricos y estilísticos.
En este sentido, el Tawantinsuyu de Humboldt aparecerá representado mediante dos estrategias descriptivas de gran interés: la de procedimiento que Ottmar Ette denomina intermedial de Vues des cordilléres... (Ette, 2005: 41), con su doble discurso visual (con sus grabados de paisajes, ruinas, objetos arqueológicos o códices) y verbal (las descripciones de «sitios» y «monumentos»)10; y la del «cuadro de la Naturaleza», en «La meseta de Cajamarca», donde la escritura trata de transmitir al lector aquella impresión del conjunto descrito, compaginando la percepción estético-subjetiva con el análisis de los objetos investigados, de acuerdo con su inclusión de lo subjetivo y sensorial en el dominio de la ciencia.
El papel del Inca
Garcilaso en esta gigantesca aventura intelectual de Humboldt es
conflictivo y ambiguo, pero en las páginas que siguen
podremos demostrar que el historiador cuzqueño, que
escribía en Montilla con el «deseo
de conservación de las antiguallas de mi patria»
,
hubiera visto cumplido en parte su deseo de salvar la memoria de su
mundo materno, amenazado por «la entrada
de la nueva gente y trueque de señorío y gobierno
ajeno»
(Garcilaso 1985 II: 100), a través de las
nuevas imágenes incaicas que el viajero prusiano iba a
divulgar dos siglos más tarde en Europa y en la misma
América.
Pese a las profundas divergencias ideológicas y las distancias culturales que separan al sabio prusiano del también sabio pariente de Atahualpa, no podemos dejar de reconocer las afinidades entre dos fuertes individualidades que, al estudiar el Tawantinsuyu, entrecruzaron sobre el espacio andino la doble focalidad de sus miradas; una doble focalidad que en ambos es intercontinental: americana y europea. Pero también la misma concepción cósmica, de raíz neoplatónica, les permitió tender una amplia trama de analogías para comprender dentro de su red abarcadora la legitimidad de las diferencias culturales; y en ambos el procedimiento intertextual de su escritura también alió voces de la oralidad y de la erudición para concertar la elaboración de un saber poliédrico y más exacto sobre el antiguo Perú.
La lectura y sobreescritura que Humboldt hizo, entre el asombro y el espanto, de algunos pasajes de los Comentarios reales para documentar su trabajo sobre el Tawantinsuyu, nos permitirá también comprender y matizar lo que denominaremos, con la mayor prudencia, el «indigenismo» humboldtiano.
Al analizar los cuadernos de viaje de Humboldt comprobamos que durante su estancia en Perú y posteriormente, en México y en Europa, leyó, tomó notas e indicó referencias de las dos partes de los Comentarios reales. En el proceso de redacción de sus diarios y notas complementarias el viajero se sirvió de la edición madrileña de González de Barcia (1722-23), cuyos dos tomos le fueron regalados en Lima. Uno de esos ejemplares lleva la curiosa dedicatoria «Juan del Pino al Varon de Vmbot» y la anotación «Al. Humboldt Lima 1802»11. Sin embargo, en su texto más tardío de «La meseta de Cajamarca», de Cuadros de la Naturaleza, citó la edición francesa de Baudoin, publicada en Amsterdam en 1737, con ilustraciones.
Teodoro Hampe asegura que Humboldt había conocido los Comentarios reales desde su estancia parisina de 1790, en la etapa de la Revolución Francesa:
(Hampe, 2004, s/p) |
Esa lectura supone un importante eslabón en la formación americanista de Humboldt que, antes del viaje a América, se había ido ampliando progresivamente en las bibliotecas de Ebeling, de Hamburgo, en la biblioteca del barón Karl Ehrenbert von Moll, en Salzburgo y luego en Madrid, cuando en 1799, al decidir en España el rumbo atlántico de su travesía, consultó la nutrida biblioteca y archivo de documentos inéditos del historiador y Cosmógrafo Mayor de Indias, Juan Bautista Muñoz, que en esa época estaba organizando el Archivo de Indias y redactando su Historia del Nuevo Mundo12.
Pero su estudio más profundo de la obra del Inca Garcilaso de la Vega tuvo lugar, como el mismo Humboldt manifestó, en Lima. En aquellos dos meses se convirtió en un atento lector de las «crónicas de Indias» (Acosta, Oviedo, Herrera, Cieza, Gómara) y de la literatura colonial (La Araucana de Ercilla, el Arauco domado de Pedro de Oña) así como de Peralta Barnuevo y Antonio León Pinelo. A esa selección, llamativa en la biblioteca de un naturalista, añadió las obras, informes y descripciones geográficas de otros viajeros que, pocos años antes, habían escrito sobre el Perú: La Condamine, Malaspina, Tadeo Haenke y Cosme Bueno; Antonio de Ulloa y Jorge Juan, así como los ejemplares del Mercurio Peruano, dirigido por el P. Cisneros, o la Guía política del Virreynato del Perú (1793) de uno de lo más destacados redactores de dicha publicación, el médico ilustrado Hipólito Unanue.
Cuando Humboldt decidió completar sus manuscritos con algunas notas tomadas del Inca Garcilaso, las obras del historiador cuzqueño no eran, ni mucho menos, documentos olvidados. Por un lado, venían disfrutando de una amplia circulación en los focos ilustrados y progresistas europeos, donde los estudios americanistas despertaban entre difusas utopías y oscuros prejuicios; y por otro lado, en el mismo Perú y las regiones vecinas, constituían una lectura subversiva que inspiraba sublevaciones indígenas e incluso proyectos emancipadores y nacionalistas con ribetes incaístas.
En ese horizonte, donde la lectura europea y americana de las obras del Inca Garcilaso constituía un fermento ideológico que suscitaba vivas adhesiones y también claros desacuerdos, resulta interesante analizar, en primer lugar, la posición de Humboldt respecto a los Comentarios reales; y en segundo lugar, la función que cumplieron estas obras en la elaboración del saber humboldtiano sobre América y el Virreinato del Perú, así como en la nueva imagen del mundo incaico que el viajero berlinés divulgó en Europa y América a principios del siglo XIX.
Para conocer cuál era la recepción del Inca Garcilaso y la apreciación del mundo incaico en la Europa de Humboldt antes de la edición de Vues des cordillères, conviene que recordemos las principales tendencias de aquella «moda incaísta» que invadía los salones ilustrados europeos, cuando las obras del historiador cuzqueño satisfacían por igual el gusto primitivista dieciochesco, la sed reformista de los primeros ilustrados, y los argumentos de la «leyenda negra» suscitada por la competitividad neocolonial europea, cuando se esgrimían las obras de Las Casas y del Inca Garcilaso para criticar los procedimientos de la conquista española y restar mérito a la colonización.
El modelo de una sociedad feliz, basada en el trabajo comunal, como la descrita por el Inca en sus Comentarios reales, ya había inspirado algunas utopías como La ciudad del Sol (1623), de Campanella y la Nueva Atlántida (1627), de Francis Bacon; y el carácter histórico-novelesco de sus obras, con su sesgo antioficialista, iba a seguir inspirando la narrativa utópica del siglo XVIII, cuando el descontento político europeo se expresaba a través de la ficción.
En su trabajo «El Inca Garcilaso en las utopías revolucionarias», Iris Zavala observa que los Comentarios reales, en su edición francesa de 1633, ofrecía el «sociograma» de una «república ideal» basada en la comunidad de bienes y en la racionalización del trabajo, mientras satisfacía la nostalgia de la Edad de Oro y de los mundos primitivos en la imaginación prerrevolucionaria francesa (Zavala 1992: 222).
De ese modo el Inca Garcilaso inspiró sociedades perfectas (socialismo, justicia, educación, deísmo sin dogmas ni supersticiones) a varios escritores de la época, como al geógrafo protestante Denis de Vieras d'Allais (1677-1679), autor de la novela Histoire des Sévarambes (1677-1679), o a Simon Tyssot de Patot (1710) que en Voyages et aventures de Jacques Massé, imaginó una isla cuyos rasgos socio-políticos iban a encontrar eco en las ideas socialistas de Saint-Simon y de los primeros anarquistas.
Nos recuerda Zavala que esas utopías nutridas en la lectura de Comentarios reales no estaban lejos de su realización política en los proyectos de algunos escritores como el abate Morelly, incluido por Marx y Engels entre los primeros socialistas utópicos y generalmente reconocido como antecesor del marxismo. Morelly había escrito el poema heroico Naufrage des isles flotantes, ou Basiliade du célèbre Pilpaï, poéme héroique traduit de l'indien par M. M*** Messine (París, 1753), luego reeditado durante la Revolución Francesa. En esa obra imaginaba una organización socialista primitiva, basada en una armonía con las leyes naturales, idea que posteriormente iba a desarrollar en Code de la Nature, donde abogaba por la relación armoniosa y solidaria del hombre con la naturaleza. Como concluye Iris Zavala, en estas lecturas de los Comentarios reales
(Idem, 226) |
Por su parte, como nos recuerda Edgar Montiel, los enciclopedistas franceses, tan importantes en la formación de Humboldt, fueron los mayores divulgadores de las obras del Inca Garcilaso, tanto de La Florida, que en el siglo XVIII disfrutaba ya de unas veinte ediciones a distintas lenguas europeas13, como de los Comentarios reales, cuya edición francesa de 1744, en dos volúmenes anotados por Feuillée, Gage, La Condamine y por otros filósofos viajeros del siglo XVIII, fue leída con entusiasmo por Voltaire, Diderot y d'Alembert14. Lo cierto es que incluso Montesquieu, en El espíritu de las leyes, evocaba al Inca para explicar su tesis sobre el desarrollo desigual de los pueblos, mientras también Diderot se documentó en las obras de Garcilaso para escribir con el Abate Raynal el tomo III de la Historia Filosófica y Moral de las Indias.
El papel de algunos ideólogos y escritores hispanoamericanos había sido importante en la divulgación de la obra del Inca Garcilaso, y así se ha evocado el papel transmisor del ilustrado peruano Pablo de Olavide, admirador del Inca Garcilaso y amigo de Voltaire y de otros enciclopedistas; o el de los jesuitas americanos, radicados en Italia tras su expulsión (1767) e involucrados algunos de ellos en la «Polémica del Nuevo Mundo».
En los conflictos de la Revolución Francesa el Inca Garcilaso siguió vigente, con su modelo de «colectivismo agrario», a través del influjo del Abate Morelly, inspirando, junto con Las Casas, la tendencia radical de los revolucionarios socialistas encabezados por Babeuf. Es significativo que dos años antes del viaje americano de Humboldt, en 1797, este jacobino muriera ejecutado por promover la «Conjuración de los Iguales» en los inicios del llamado «Terror blanco».
En el plano más ceñido al americanismo europeo, se discutió vivamente la imagen idealizada de los incas legada por el Inca Garcilaso a aquellos utopistas y revolucionarios radicales. Ese americanismo incipiente estaba intensamente coloreado por la ideología universalista de los enciclopedistas franceses, quienes, con su racionalismo sistemático y desmitificador, ofrecían unas visiones sumamente distorsionadas de un mundo sin historia, idea que todavía encontraremos en Hegel. Entonces el Inca pasó a ser visto como un historiador poco fiable, parcial y fantasioso, y su imperio fue crudamente juzgado como un sistema bárbaro de gobierno.
Esta desmitificación de la patria de Garcilaso se basaba, sobre todo, en la Histoire Naturelle (1749) de Buffon, quien había catalogado a los indígenas americanos en la escala más baja de su clasificación de las razas humanas. Ello se debía a que la humanidad, pese a avanzar siempre hacia el progreso y la civilización, tenía determinado su impulso por las condiciones ambientales donde vivía. Los indígenas americanos, al pertenecer a un mundo nuevo, de reciente formación y aún húmedo, con climas insalubres, eran, al igual que el resto de las especies inferiores que allí vivían, seres inmaduros, débiles, lampiños (y, por tanto, poco viriles e incapacitados para la procreación), apáticos e insensibles. Mientras la hostilidad del clima determinaba la escasa población del nuevo continente, así como el empequeñecimiento y atrofia de las especies trasladadas a esas zonas, la idea rousseauniana del «buen salvaje» agonizaba para dejar paso a las viejas categorías del «salvaje» y el «bárbaro», a la que pertenecían los mexicanos y peruanos, algo más avanzados que las tribus costeras.
Cornelius de Paw en sus Recherches philosophiques sur les Américains (Berlín, 1768-1769) y el abad François Raynal, Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes (Amsterdam, 1770) también imaginaron que los americanos, débiles y atrofiados, eran producto de una degeneración determinada por el clima. De Paw caracterizó a los indígenas como salvajes bestiales y lujuriosos, y rebatió la idealización de los incas, reduciendo su colosal arquitectura a primitivas chozas sin ventanas.
El célebre historiador escocés William Robertson, en su divulgadísima History of America (Londres, 1777) quiso ofrecer un estudio más realista de la mentalidad indígena que el aportado por los philosophes ilustrados, y añadió matices novedosos (el determinismo socio-político) al simple determinismo climático de Buffon o a las ideas contradictorias sobre el indio tal como aparecían en Rousseau y De Paw. Después de utilizar la documentación oficial e inédita que le dejaron consultar en los archivos españoles, declaró que los testimonios de los primeros cronistas, misioneros y colonizadores, carentes de ilustración y presas de innumerables prejuicios, eran poco dignos de crédito. Por esa razón Robertson desprestigió la obra de Garcilaso de la Vega y declaró la barbarie de un pueblo que comía la carne cruda y se dejaba enterrar con sus gobernantes, mientras el clima tórrido (¿) explicaba su molicie y pasividad.
La nueva lectura que Humboldt hizo de las obras históricas del Inca Garcilaso no se aparta radicalmente de algunas aportaciones de Robertson, pero su indagación del Tawantinsuyu le permitió aportar una representación más coherente y documentada, gracias a una metodología que empezaba a sacar a la luz la intrincada trama de factores contextuales y a considerar la historicidad de los fenómenos y de los pueblos.
En cuanto a la
recepción de los Comentarios reales en el
Perú, debemos tener en cuenta que unos años antes de
la llegada de Humboldt, el Inca Garcilaso se había
convertido en una viva presencia entre los descendientes de los
incas y en algunos sectores criollos descontentos con la
política absolutista y con los abusos fiscales de los
corregidores. Aquella lectura que exaltaba el mundo incaico en los
medios ilustrados europeos, pronto se instaló en el
Perú y regiones limítrofes por la acción de
los viajeros reformistas. En su documentado trabajo sobre la
función que desempeñó la obra del Inca
Garcilaso en la consolidación del patriotismo peruano,
Jesús Díaz-Caballero demuestra que su influencia no
sólo inspiró a los sectores indígenas de la
población, sino que también alentó en el
sentimiento de los criollos la forja de un incaísmo
utópico, crítico y emancipador que, sin embargo, una
vez consumada la Independencia, resultó ser en los proyectos
nacionalistas más simbólico, retórico y
pasatista que efectivamente integrador. Como escribe este autor, la
obra del Inca Garcilaso «se recicla como
fuente utópica emancipadora en el pensamiento ilustrado
europeo, durante el siglo XVIII, para volver a América como
recurso simbólico redentor del patriotismo criollo a
principios del siglo XIX»
(Díaz- Caballero 2004:
100).
La amplísima divulgación peruana de esa segunda (y muy tardía) edición española de los Comentarios reales, la de 1722-23, se relaciona con el fortalecimiento de sentimientos de orgullo y nostalgia del viejo orden incaico destruido por los españoles, así como el deseo de dignificación del sector indígena, humillado y postergado por la política virreinal. El llamado «Renacimiento Inca» se manifestó en las artes plásticas, en las representaciones teatrales y en la exteriorización de los distintivos tradicionales que lucían los curacas, pues volvían a exhibir públicamente la dignidad de su linaje. Este sentimiento impregnaba una época de gran inestabilidad política y económica, a la que se sumaron algunas revueltas indígenas a favor de la restauración del Imperio Inca, como la de Juan Santos Atahualpa (1742-1756) y, sobre todo, la revolución del cacique José Gabriel Condorcanqui, que en 1780 se autoproclamó Inca legítimo con el nombre de Tupac Amaru II, por ser directo descendiente del primer Tupac Amaru.
Las autoridades
comprobaron el poder subversivo que emanaba de los Comentarios
reales, que había regresado a la tradición oral.
Por haberse convertido en la «biblia
secreta de Túpac Amaru II»
(Durand 1974: 39) el
rey Carlos III envió al virrey Jáuregui sus reales
órdenes (1781 y 1782) para la incautación de todos
sus ejemplares, porque en ella «han
aprendido esos naturales muchas cosas
perjudiciales»15
.
Se consideraba que el Inca Garcilaso, al dejar abierta la
genealogía imperial incaica después del
ajusticiamiento de Atahualpa y de la persecución y destierro
de indígenas y mestizos ordenada por el virrey Toledo,
animaba a la reconstitución del imperio.
Cuando Humboldt llegó al Perú encontró un clima político en el que aún se sentía el peso de la fuerte represión y censura que siguió a la insurrección de Tupac Amaru II, con la persecución y exilio de sus parientes, la prohibición del uso de la lengua quechua, del teatro tradicional indígena y de toda manifestación sospechosa de incaísmo político. Los Comentarios reales seguían informando sobre un pasado rico y monumental, pero, como advierte Díaz-Caballero, disociado del presente indígena, y acorde con un sentimiento de patriotismo criollo compatible con la lealtad a la monarquía borbónica. Ese era el patriotismo ilustrado y católico de El Mercurio Peruano (1791-1794) y de la Sociedad Académica de Amantes del País, donde sólo don Hipólito Unanue, conectaba el presente de la población andina con su pasado imperial a través del estudio de sus tradiciones culturales y de sus prácticas médicas16.
Ante estas tendencias principales que caracterizan la recepción europea y americana de las obras del Inca Garcilaso en el siglo XVIII, Alexander von Humboldt nos propondrá una nueva lectura original y matizada (aunque no enteramente positiva) de sus obras, fruto de un análisis crítico de su escritura y, también, de sus observaciones directas sobre el Perú contemporáneo. De este modo se apartó de las corrientes dominantes en la recepción francesa del historiador peruano, tanto de las interpretaciones utópicas y jacobinas radicales, como de las dogmáticas descalificaciones de De Paw o Robertson, para atacar indirectamente, desde su posición liberal, la lectura «comunista» de los Comentarios reales.
Durante su viaje americano Humboldt empezó a tomar conciencia de la enorme variedad y riqueza de las lenguas indígenas, casi completamente desconocidas en Europa, así como de la importancia de su estudio para comprender el origen y la vida intelectual de aquellos pueblos. Mientras la Biblioteca Real de París sólo disponía de tres gramáticas amerindias, el viajero logró reunir una considerable colección de trabajos, gramáticas y manuscritos en lenguas indígenas17.
Después de descubrir el inesperado tesoro de las lenguas de los pueblos del Orinoco, de los guaicas, chaimas y muiscas, y de haber escuchado durante su travesía por los Andes la lengua quechua, le escribió a su hermano Wilhelm una carta de gran interés desde el punto de vista etnolingüístico:
(Humboldt 1989: 85) |
Mientras el sabio desmentía los apresurados juicios de La Condamine, que en su Rélation había declarado al indígena incapaz de comprender y expresar ideas abstractas, también empezaba a concebir su novedosa aproximación al acervo intangible de las lenguas, que será presentada en la «Introducción» y en la «Ojeada general» de Sitios de las Cordilleras como una importante vertiente de su metodología, pues consideraba que sin su estudio toda teoría sobre el Cosmos quedaría incompleta.
En esa exposición teórica el estudio comparativo de las lenguas amerindias aparecía como un campo apenas desbrozado que, con el tiempo, podría llegar a ofrecer pruebas positivas sobre el desconocido parentesco de los pueblos indígenas con los de otros continentes. Junto a las imponentes masas pétreas de las cordilleras y a la monumentalidad de las ruinas incaicas, el lenguaje, monumento también del espíritu de los pueblos, aparecía en el mundo del naturalista como el fenómeno más resistente a la cuantificación científica, pero con un valor altamente iluminador sobre la organización de la vida humana en el planeta. No en vano la filología empezaba a ser una joven ciencia con un creciente protagonismo, tanto por su capacidad de indagación en los archivos remotos de la humanidad como por su importancia en el desciframiento y descripción del «libro de la naturaleza» (Blumenberg 2000: 173 ss.).
Las raíces
comunes de las palabras recolectadas por Humboldt, comparadas con
otras recogidas por misioneros, viajeros y estudiosos,
parecían reforzar (aunque aún sin pruebas
concluyentes) su hipótesis más recurrente sobre una
migración procedente de Asia que, tras penetrar desde el
Norte hacia el Sur, se dispersó por las regiones del
continente, experimentando grados diversos de mestizaje o sufriendo
un prolongado aislamiento tras las fronteras impuestas por la
naturaleza. Estos factores habrían causado «la pasmosa variedad de las lenguas
americanas»
y su diversificación respecto a otras
del tronco común, aunque algunos factores históricos
causaban un efecto unificador, como ocurrió con la
expansión imperial de los incas y la generalización
del quechua.
(Humboldt 1878: 11)18 |
Cuando aún
se creía en una sola raza originaria y en una lengua
común de la humanidad, previa a la bíblica
confusión de las lenguas, y cuando se situaba la
dispersión de Babel en una etapa muy próxima a los
tiempos históricos, Humboldt avanzó algunas
hipótesis novedosas. En paralelo con la antigua
formación geológica de América, su
población y sus lenguas también resultaban ser mucho
más antiguas de lo pensado19(Minguet
1969: 392). Mientras las lenguas, como las conchas marinas
fosilizadas a grandes alturas en las montañas andinas o los
enormes huesos fósiles de mastodontes que Humboldt
envió a Cuvier, podían probar que los Andes eran tan
antiguos como los Alpes, descubría que la complejidad de la
lengua quechua y otras igualmente ricas y desarrolladas «bastarían para probar que la
América poseyó alguna vez mucha mayor cultura que la
que encontraron los españoles en 1492»
(Humboldt
1989: 85). También, y en virtud de sus teorías sobre
la migración de los pueblos, imaginó que en
algún confín americano podrían llegar a
encontrarse lenguas ya perdidas en el viejo continente.
Estas ideas de Humboldt se desarrollaban en un momento de grandes innovaciones en el estudio de las lenguas, cuando las concepciones lingüísticas del primer romanticismo experimentaban, como las ciencias naturales, un revolucionario avance hacia territorios inexplorados y hacia su propio desarrollo epistemológico. En aquellos momentos de expansión neocolonial europea, el descubrimiento del sánscrito (preservado en la India como lengua ceremonial) se había revelado como lengua madre de las antiguas lenguas persa, griega y otras europeas. William Jones, al describir en 1786 el indoeuropeo, abría el campo donde iba a desarrollarse la lingüística comparada a escala intercontinental. El redescubrimiento del antiguo Egipto por las campañas napoleónicas y el desciframiento de jeroglíficos también añadían al comparatismo otro punto de referencia extra-europeo sobre una antigua cultura «diferente» de las clásicas mediterráneas. Y, por otra parte, en sus Ensayos sobre el origen del lenguaje (1772) ya Herder había iniciado un estudio de las lenguas y mitos americanos con una nueva inquietud comparatista y con una visión positiva de las identidades culturales que desbordaba las fronteras europeas.
Mientras Friedrich Schlegel fundaba la lingüística histórica, la lexicografía comparada moderna iniciaba su andadura con las primeras recopilaciones de P. S. Pallas, Linguarum totius orbis vocabularia comparativa (1786-1789), que presentó palabras en doscientas lenguas; la del jesuita Lorenzo Hervás Catalogo Delle Lingue Conosciute (1800-1805), basado en las encuestas y memorias sobre lenguas amerindias conocidas por los jesuitas exiliados en Italia; y, la más importante, la de J. Adelung y J. S. Vater, Mithridates, oder allgemeine Sprachenkunde (Berlín, 1806-1817), con sus casi quinientos Padrenuestros en otras tantas lenguas o dialectos.
Es interesante saber que, del mismo modo que Humboldt citó más de una vez en apoyo de sus indagaciones los criterios etimológicos de Adelung y Vater en su Mithridates, dicha enciclopedia había ido creciendo con algunos hallazgos de los hermanos von Humboldt20. En efecto, mientras Alexander le envió a Vater algunas de sus gramáticas amerindias, Wilhelm le facilitaba a Adelung las dieciocho gramáticas resumidas que Hervás le había entregado en Italia en 180221.
Estas conexiones y redes de cooperación nos muestran la existencia de un activo intercambio de conocimientos entre estos primeros etnolingüistas, tanto entre Europa y América como entre las dos Américas. En el caso de los Estados Unidos, el contexto socio-político del país reforzaba el interés científico de varios investigadores y gobernantes de la época por el conocimiento de sus lenguas amerindias, ya que a principios del siglo XIX se iniciaba la expansión estadounidense hacia el lejano Oeste y también hacia el Sur. En 1804, después de su larga estancia de investigaciones en México, Humboldt facilitó a Thomas Jefferson, información sobre los desconocidos territorios mexicanos adquiridos a Napoleón mediante el contrato de Compra de Luisiana. Aparte de la polémica cesión de su información sobre minas, mapas y estadísticas de población, Humboldt entabló intercambio (luego seguido también por su hermano) con varios estudiosos del comparatismo lingüístico de la prestigiosa American Philosophical Society, como el citado Benjamín Smith Barton, con Peter S. De Ponceau, otro gramático comparativo autor de unos Indian vocabularies (1820-1844) y de una traducción de Vater; o con el mismo Jefferson, que venía recopilando y comparando vocabularios indígenas desde 178022.
Naturalmente, el interés filológico del científico no se puede aislar de los intereses de su hermano Wilhelm, y habría que estudiar más a fondo sus afinidades teóricas en materia lingüística, el sentido de su cooperación y la funcionalidad diferente que tuvo en cada uno el estudio (inconcluso en ambos) de las lenguas amerindias dentro de sus respectivas concepciones antropológicas. Lo que sí parece cierto es que Alexander -visto el papel trascendente que ocupaba el estudio de las lenguas en su proyecto geognósico- al estudiar in situ lenguas indígenas completamente desconocidas, no fue sólo un recolector de curiosidades etnolingüísticas para su hermano (a quien atrajo hacia estos intereses e invitó a cooperar en la Rélation historique), sino un verdadero promotor del desarrollo del comparatismo europeo y americano desde su privilegiado horizonte americano. Un documento insoslayable para esa investigación pendiente sería el ambicioso proyecto comparativo de estas lenguas expuesto por Wilhelm en su «Ensayo sobre las lenguas del Nuevo Continente», escrito hacia 1812. En sus páginas podemos leer más de una idea afín a las que Alexander empezaba a vislumbrar en 180223.
El cuadro comparativo que Humboldt aportó en Sitios de las Cordilleras... (p. 137) entre lenguas americanas (azteca, quechua, muisca y nutka) y lenguas tártaras (manchú, mongólica y oigur) nos muestra un primer estadio de sus aportaciones a este campo, y también su cautela en un terreno resbaladizo donde el naturalista ya había rebatido teorías extravagantes y carentes de «datos positivos» (Humboldt 1878: 7).
En este contexto
del primer comparatismo, cuando el viajero se debatía en el
laberinto de las lenguas amerindias, resulta especialmente
interesante el interés filológico que
descubrió en la obra del Inca Garcilaso, «que poseía el idioma materno y gustaba
de buscar etimologías»
(Humboldt, 2003: 396). En
las notas que salpican sus textos peruanos nos encontramos con
frecuentes referencias al historiador, que en sus Comentarios
reales no sólo esgrimió su conocimiento del
quechua como fundamento autentificador que avalaba la legitimidad
de su relato -el indio «que escribe como
indio»
- (Garcilaso 1985: 1, 7), sino que también
explicó minuciosamente la riqueza de su lengua materna,
especialmente en el libro 7.º de sus Comentarios
reales. Para Garcilaso, como también para el
naturalista, las lenguas eran un importante indicio de la
civilización de un pueblo, y por eso puso en boca de
Atahualpa estas solemnes palabras dirigidas al padre Valverde poco
antes de su apresamiento:
(Garcilaso 1960, III, 50) |
Ya en La
Florida encontramos varios indicios de su preocupación
por la exactitud de las palabras, que el Inca asociaba
estrechamente a su identidad y a la de su pueblo, mientras
describía una realidad babélica donde imperaba
«el mal preguntar de los
españoles y
[d]el mal responder del
indio»
(Garcilaso 1988: L 6.º, XV, 566), y donde las
identidades de personas y objetos quedaban alteradas por
la distorsión de sus nombres. A este respecto, basta con
recordar hasta qué punto preocupó al Inca la
reflexión sobre los nombres impuestos por los conquistadores
a los nuevos americanos (cholo, mestizo,
mulato), tanto en La Florida del Inca (Garcilaso
1988 L 2.º, XIII, 180), como en los Comentarios
reales (1985: 2, XXXI: 265-266); o su amplia
explicación sobre las diferencias fonéticas que
motivaron el nombre de Perú en el Libro I, IV-VII
de la misma obra, evocadas en el diario de Humboldt (Reise 274).
Por su parte, Humboldt había encontrado cerca de Lambayeque territorios donde aún se hablaban distintas «lenguas bárbaras» no asimiladas a la «lengua general» del Inca, y ese hecho le hizo recordar el relato de Garcilaso sobre aquellos equívocos resultantes de la mediación del intérprete Felipe, el «indio trujamán», en el diálogo crucial entre Pizarro, el religioso Valverde y Atahualpa, en el capítulo XXIII de la Historia general del Perú.
Si estos ejemplos nos permiten constatar que la actividad filológica del Inca estaba profundamente entrañada en el espíritu rectificador de su proyecto histórico, donde la lengua quechua aportaba las bases para una correcta comprensión de su mundo, Humboldt, por su parte, encontró en la obra del Inca Garcilaso la vía de acceso hacia un valioso estrato que le permitiría reconstruir la cosmovisión de los incas.
Además, muchas de las informaciones léxicas del Inca Garcilaso sobre aspectos del mundo natural también le aportaron valiosas pistas en su actividad de naturalista. Por eso, en su diario anotó como la etimología más probable de «Cajamarca» la de casa (hielo, frío) y marka (tierra, provincia) ofrecida por Garcilaso (Reise 267); y en la primera página de «La meseta de Cajamarca», en Cuadros de la Naturaleza, introducirá una extensa nota sobre el Inca y su aportación etimológica sobre los Antis (designación del pueblo anti, habitante de una provincia al este del Cuzco) y sobre la descripción cuatripartita del imperio andino. Pese a sus imprecisiones, estas etimologías fueron juzgadas por Humboldt como mucho más fiables que las explicaciones ofrecidas por otros estudiosos modernos; así, la concepción espacial de los incas se actualizaba a través de esa representación humboldtiana del mundo andino.
También le interesaron al naturalista, a partir de la información de Garcilaso, las etimologías de términos zoológicos, como la de los perros runa-allco o «perros indígenas», adorados en Huancaya y Jauja, que le permitieron verificar la función ritual de estos canis ingae, presentes en las huacas descritas por el zoólogo moderno J. Tschudi. A esa información se añadían otras sobre perros autóctonos que sólo mordían a los blancos, junto a otros de México y las Antillas, que dieron lugar a su curiosa disertación sobre «Perros cimarrones o alzados», en Cuadros de la Naturaleza (2003: 111-113). Las citas de Garcilaso sobresalen aquí entre las menciones a autoridades europeas como Linneo o Buffon, mientras los hábitos de estos perros indígenas (su asalvajamiento o cimarronaje, su mestizaje con especies europeas o su esclavitud) dejaban esbozados sugerentes paralelismos con las sociedades humanas.
De esta manera, por la mediación de Humboldt, los conocimientos de Garcilaso sobre su lengua materna entraban a formar parte de un acervo documental donde se fraguaban los primeros estadios científicos de la Lingüística Comparada.
El contacto con los pueblos indígenas convirtió a Humboldt en un etnógrafo interesado por los mitos y leyendas que contenían sus visiones del Cosmos. De este modo el sabio ilustrado también traspasaba el umbral de los prejuicios racionalistas para encontrarse en un terreno escasamente apreciado por el materialismo científico de su época, pero que estaba marcando el giro hacia la comprensión romántica del mundo y abriendo la sensibilidad geográfica hacia las manifestaciones del volk.
Humboldt descubría en el mundo legendario de la oralidad indígena, en sus calendarios y en los jeroglíficos y códices aztecas, las aptitudes intelectuales que, pese a su aislamiento, demostraban un grado considerable de progreso en el dominio de su medio y en el conocimiento de su historia remota. Por otra parte, encontró en esas tradiciones inmemoriales las trazas para reconstruir la verdadera psicología de unos pueblos que, golpeados por la colonización, la esclavitud, la encomienda y la reducción en misiones, se habían vuelto desconfiados y replegados sobre sí mismos.
Ello no quiere
decir que, como ilustrado crítico y racionalista, no
fustigara la ignorancia y la superstición de los
indígenas, de la que culpaba sobre todo a misioneros y
gobernantes por su errónea acción educativa, en la
que vio una estrategia para perpetuar la subordinación de
los más oprimidos; pero es una constante en sus textos el
interés por encontrar el fondo de verdad científica
que encierran esas historias fabulosas en la memoria de los
pueblos. Había descubierto que las creencias míticas
y los relatos maravillosos «transparentan un sentido
alegórico»
(Humboldt 1878: 16-17), y por eso
escribía en «La meseta de Cajamarca» que
«...en el nuevo o el antiguo mundo, y en
todas las razas en que la conciencia de sí mismas
sucesivamente se ha despertado, se reconoce que siempre el
brillante dominio de la fábula precede al período de
los conocimientos históricos»
(Humboldt 2003:
401).
Por eso prestó tanta atención a las leyendas sobre el origen foráneo de los fundadores (Quetzalcóatl, Bochica o Manco Cápac), que sustentaban su hipótesis sobre la población americana por pueblos tártaros, mongoles o del Asia insular. Del mismo modo encontró información vulcanológica de la zona de Licán en el relato mítico de la profecía de Ouaina Abomatha, que predijo el final de una era, asociada a la fuerte erupción del Nevado del Altar; y dedujo viejos conocimientos geográficos de un relato cosmogónico de los muiscas que explicaba el nacimiento de la región de los Llanos de Bogotá sobre el lecho de un lago desecado por Bochica.
Sin embargo, pese a la fascinación que pudieron ejercer en el viajero esos relatos, que explicaban una realidad de enorme fuerza telúrica, no se dejó atrapar por la magia de esas imágenes de lo maravilloso americano, y a lo largo del «camino del Inca» fue cobrando conciencia de la amarga raíz histórica y económica que nutría muchas de las creencias legendarias andinas.
Aquí atenderé a las más recurrentes, que son las referidas a los tesoros ocultos de los Incas, relacionadas, por una parte, con la riqueza minera de la región, y por la otra, con una utopía mesiánica o milenarista ampliamente estudiada en la segunda mitad del siglo XX: la del Inkarrí, de la que Humboldt nos ofrece una versión poco conocida. Esta creencia, propagada en las tradiciones orales andinas, surgió después de la conquista y se sustentaba en la regeneración del cuerpo seccionado de Atahualpa (o de Tupac Amaru I, según versiones) y en la certeza de su regreso para restaurar el viejo orden incaico, constituyendo una forma de resistencia frente al poder opresor24.
El mítico tesoro de los incas había sido ocultado de la codicia de los conquistadores desde que el Inca Huayna Capac supo por numerosas señales que llegarían por mar quienes harían caer su imperio; y, en efecto, desde el momento en que se conoció el incalculable valor del rescate de Atahualpa los españoles se dedicaron ávidamente a la búsqueda de tesoros en palacios y túmulos (huacas). Los cálculos que aportaba el Inca Garcilaso sobre el valor de aquel tesoro, así como sus noticias sobre la profecía de Huayna Capac, sirvieron a Humboldt para relacionar el trasfondo legendario con el valor material de las riquezas de los incas (Reise 269).
Es significativo
cómo se presenta en el diario toda esa información
mítico-legendaria en relación con el exhaustivo
análisis socio-económico y moral del cerro minero
(sobre todo de Hualgayoc), entremezclada con las duras
críticas del naturalista a la pésima
administración de los recursos por parte de las autoridades
coloniales, al estado de despojamiento y esclavitud en que malvive
el sector indígena, y a la alarmante conjunción de la
minería con la corrupción y el juego. Todos estos
factores indicaban que la minería peruana estaba tan lejos
de la racionalización técnica y administrativa que el
mineralogista prusiano aconsejaba, como de la probidad ética
que aquel oficio exigía, mientras en aquel caos la
economía del virreinato (y de la Corona) estaba librada al
azar: «La minería se convierte en
un verdadero juego en el que rápidamente se es rico o pobre
y con este juego se ven en Hualgayoc todos los males y vicios de
los jugadores: fraude, estafa, astucia»
(Reise, 259), mientras «el Rey es un señor endeudado que tiene
la plata guardada en los Andes»
(Ibidem 265).
Un fragmento
inédito, titulado «Hualgayoc», escrito sobre el
terreno e inédito hasta su edición por M. Faak en
Vorabend
(pp. 206-207), concentra la
indignación del viajero, testigo directo de un mundo
degradado por propietarios y funcionarios corruptos. Se
refería ahí a la «tiranía» de los
corregidores, que impunemente vendían a los indios objetos
innecesarios en unas condiciones tales de usura que los
reducían a «esclavitud
perpetua»
: «Es el gran
principio de la América española: endeudar al indio
para convertirlo en esclavo»
. Por otra parte, observaba
que las reformas borbónicas no habían hecho otra cosa
que cambiar «nombres» y «cosas» sin aportar
soluciones, y, mientras en muchas zonas el
«repartimiento» de indios seguía en vigor, en
los lugares donde la prohibición liberaba al indígena
de la usura, se perdía su mano de obra y bajaba la
productividad.
En estos pasajes
del diario contrasta la riqueza de una región que goza de
todos los climas y recursos con el mal aprovechamiento y reparto de
sus riquezas, así como con los abusos de gobernantes, clero
y falsos caciques, hasta el punto de declarar que es «un país donde los indios tienen tanta
razón para sublevarse»
(Reise, 216). Por eso en
«Hualgayoc» justificaba la gran revolución de
Tupac Amaru II como respuesta del pueblo indígena al
régimen de tiranía que lo oprimía: «La revolución de Tupamaro hizo abrir los
ojos a la Corte»
, y dando un paso más allá,
calculaba que la situación cambiaría y se
multiplicaría la riqueza de esos pueblos «si los países andinos, Perú y
Chile, alguna vez bajo otra constitución crecieran en
cantidad de población y en bienestar»
(Reise 261).
Pero el experto
Inspector y Asesor de Minas del Rey de Prusia no sólo se
interesó por mejorar la producción minera y la
dignificación de sus trabajadores, como ya había
hecho en Sajonia; también interrogó a los
indígenas en busca de noticias sobre los tesoros enterrados,
y escuchó viejas leyendas sobre las riquezas ocultas que
todavía seguían sin hallarse. En la anotación
correspondiente a su paso por Licán, Humboldt empezó
a percibir una actitud generalizada entre los indígenas
respecto a los tesoros ocultos. La amenaza que los señores
indígenas transmitieron al pueblo para que no revelaran a
los conquistadores la ubicación de minas o tesoros
seguía viva en el pueblo, y así anotaba la
contestación de un indígena: «¿Quieres que me muere enseñandote
la mina? El tesoro me traga»
(sic, citado en español,
Reise
215).
Humboldt sabía que los indios reservaban oculto el tesoro del Inca destronado hasta que, según sus viejas creencias, este regresara como un Mesías redentor, y con ese apunte nos ofrece un primer indicio de su conocimiento del mito del Inkarrí:
(Ibidem) |
Tras haber recorrido un territorio donde esa creencia estaba tan extendida, iba a concluir:
(Humboldt 2003: 413) |
Pero este rumor
sobre el retorno del Inca, relacionado con la conservación
de los tesoros, alcanzaba su máximo nivel de desarrollo y de
intensidad en las anotaciones correspondientes a la visita de los
viajeros a las ruinas del palacio de Atahualpa, en Cajamarca.
Humboldt anotó detalladamente su visita a la mazmorra donde
«el monstruo de Pizarro»
tuvo
preso al «desdichado rey»
antes de su ajusticiamiento en la plaza pública; vio la
marca que indicaba la altura del oro que prometió para su
rescate y, con sentido desmitificador, describió la falsa
mancha de su sangre en la piedra donde creían
erróneamente que fue decapitado. También
relató por primera vez (luego lo hará en Cuadros
de la Naturaleza) su encuentro con la familia de Silvestre
Astorpilco, que, aun siendo mestizos, descendían de
Atahualpa y vivían entre los muros semiderruidos de su
palacio. El viajero anotó: «¡Qué sensación produce el
aspecto de estos pobres indios, viviendo sobre las ruinas de la
grandeza de sus ancestros!»
(Reise 268).
Al interrogarlos
supo que «vivían en la
última miseria»
porque los corregidores tuvieron
la «crueldad» de retirarles la renta que les
correspondía como herederos del Inca; y, de nuevo, la
noticia del gran tesoro oculto y del regreso del Inca volvía
a manifestarse, esta vez en boca del joven Astorpilco:
(Reise 269, cursiva nuestra)25 |
El viajero no podía negar del todo la credibilidad de aquella emocionante historia, pues, como añadía a continuación, la aparición de otros grandes tesoros estaba documentada en los Comentarios reales del Inca Garcilaso y en otros autores contemporáneos.
Pero lo que me interesa subrayar aquí atañe a dos cuestiones: la primera, al valor indianista del relato en esta redacción inicial; y la segunda, a su relación con la utopía del Inkarrí, que persistía vigorosa tras la frustrada revolución de Tupac Amaru II. Cuando poco después Humboldt decidió estudiar a fondo esta sublevación, la fábula del joven Astorpilco iba a revelar mayores relieves políticos, mientras que su aura estética pasará a cumplir una nueva función en el enfoque histórico del problema de la insurgencia indígena.
Un dato significativo es que en una anotación de su diario Humboldt citaba al «Señor Don Gabriel de Aguilar», que le había comunicado una importante información sobre la arquitectura de los incas. Como informa Estuardo Núñez, Gabriel Aguilar fue posteriormente apresado en Cajamarca y acusado de conspiración, por lo que Humboldt intercedió por él ante el Virrey Avilés (en Humboldt 2002: 250). En efecto, en 1805, cuando Humboldt ya había regresado a Europa, este minero y el abogado Manuel Ubalde fueron ahorcados en la plaza mayor del Cuzco, tras haber sido delatados sus proyectos independentistas y sus planes de coronar a un Inca, en los que participaban indígenas y notables personalidades del clero y del gobierno local.
Esto nos indica que Humboldt también tuvo trato en los Andes con personajes implicados con proyectos sediciosos e incaístas, con los que seguramente enriqueció sus observaciones críticas sobre el mal gobierno en la región. Aquella terca ocultación de los tesoros de los incas pasaría a un segundo plano al cobrar mayor protagonismo la inminencia de un nuevo levantamiento indígena, de cuyos preparativos Humboldt pudo tener noticia en 1802 en Cajamarca.
El monumental camino de piedra de los incas con las ruinas de sus palacios dispuestos en la ruta que conducía al Cuzco forman el zigzagueante eje estructurador del relato del viajero, tanto en el diario como en Sitios de las cordilleras y en «La meseta de Cajamarca», aunque en estas dos publicaciones los procedimientos estilísticos y su presentación final fueron muy diferentes.
Humboldt
encontró en los «monumentos» y paisajes del
Tawantinsuyu un valioso objeto de estudio legado por una
civilización aislada y elevada, como pocas, «en la región de las nubes»
,
entre sierras nevadas que imprimían a sus obras «el sello de la salvaje naturaleza de las
Cordilleras»
(Humboldt 1878: 23). Allí fue
encontrando con asombro los ricos vestigios de unas obras «que el fanatismo ha destruido, o se han
arruinado, merced a una criminal negligencia»
, cuando
«la barbarie de aquellos siglos y su
intolerancia han destruido casi todo lo que podía darnos
idea de las costumbres y cultos de los antiguos habitantes;
allí donde se han demolido edificios para arrancar piedras
de ellos o buscar tesoros ocultos»
(Ibidem, 21)26.
Al estudiar esos monumentos su propósito era demostrar de qué manera influían el clima y los espacios naturales en el espíritu de esta cultura serrana que, en lucha contra la hostilidad de un ambiente frío, seco y con poca vegetación, había convertido la misma adversidad en el estímulo para su desarrollo intelectual y material.
Sin embargo, ante
«el estilo grosero y la
incorrección de los contornos»
de las ruinas
incaicas, Humboldt exteriorizó sus mayores dudas sobre la
forma de calificar aquella cultura, y en las introducciones de
Sitios podemos percibir múltiples deslizamientos en
su conceptuación de un pueblo admirable «que no debe en justicia llamarse
bárbaro»
(Ibidem: 22 y 363), y que avanzaba, como todos,
hacia el progreso, pese al freno del aislamiento.
El procedimiento comparatista también fue el método dominante en la práctica arqueológica de Humboldt. Así, por ejemplo, asociará la «calzada» pétrea de los incas con las romanas, el palacio del Inca en Chulucanas le evocará las ruinas de Herculano, y los jardines que rodeaban algunas ruinas le recordarán nada menos que los jardines ingleses de Kew, o los de Sans-Souci, en Potsdam. Así, al equiparar las obras de los dos continentes, como ya había hecho también el Inca Garcilaso, Humboldt incorporaba los objetos arqueológicos a una inteligencia constructiva universal.
Pero su interés no era exactamente estético, sino «filosófico» y «psicológico»:
(Humboldt 1878: 20, 21) |
Humboldt dejaba
muy claro que esos monumentos, tan interesantes en esos aspectos,
carecían de valor puramente artístico, ya que
aquellas construcciones austeras obedecían a una finalidad
práctica que excluía la imaginación creadora.
Ya en el diario advertía: «La
construcción de las casas es tan uniforme que uno se repite
describiéndolas»
(Reise 248), y la simetría de las
edificaciones, repetidas sin variantes a lo largo de la sierra, le
hacía pensar en un arquitecto único. Por supuesto, el
viajero conocía la explicación legendaria de esta
uniformidad arquitectónica, ya que el Inca Garcilaso
había explicado que el modelo urbanístico («la
traza») había sido dado por el primer arquitecto,
Manco-Cápac, al fundar el Cuzco, la ciudad-ombligo, la
ciudad «madre y señora de la
república»
y cifra que compendiaba todo el
imperio27.
Sin embargo,
prefería ofrecer una explicación basada en la
psicología del pueblo inca y, sobre todo, en su forma de
gobierno. De este modo se revelaba un factor más poderoso
que el clima para explicar qué causas habían impedido
a los incas alcanzar un grado superior de desarrollo, al tiempo que
vinculaba a una cuestión ideológica o moral la
insatisfacción estética que le producían sus
monumentos: «Un gobierno
teocrático dificultaba el desenvolvimiento de las facultades
individuales entre los Peruanos, a pesar de que favorecía
los adelantos de la industria, las obras públicas y cuanto
revela, por decirlo así, una civilización en
masa»
(Humboldt 1878: 18).
Era, pues, ese
gobierno teocrático, amante del orden y la funcionalidad, el
que «encadenaba la libertad»
impidiendo al pueblo sobresalir «en las
obras de imaginación»
(Reise, 278). Y es, precisamente, en la
evaluación de la teocracia incaica donde Humboldt se
convirtió en un lector sumamente crítico del Inca
Garcilaso, ya que muchos méritos de la cultura materna que
el historiador del Cuzco describía como pruebas del avance
providencialista de los incas hacia el estado más perfecto
que les llevó el catolicismo, iban a ser tomados por
Humboldt como pruebas de una política hostil al desarrollo
de aquella civilización.
En los diarios comprobamos que los Comentarios reales fueron la fuente indudable de la que obtuvo a modo de exempla numerosos casos que le sirvieron para criticar el fanatismo de los Incas y la crueldad de sus costumbres, o para delatar la irracionalidad del visionario Inca Viracocha, cuyo sueño dio lugar a que se recibiese a los españoles como a dioses y los llevaran en andas hasta Cajamarca. A este respecto son muy interesantes algunas de estas vehementes anotaciones del diario redactadas en México, entre 1803 y 1804, donde el viajero, citando a Garcilaso, deducía el horror de un régimen basado en la violencia autoritaria, en el fanatismo y en la subordinación del pueblo:
(Vorabend, 329) |
Como vemos, en esta anotación se apartaba de la idealización de los incas para aproximarse al criterio de Robertson, que vio en aquel imperio el abuso de unos gobernantes que se identificaban con la divinidad, sojuzgando al pueblo en nombre de sus dioses28. Pero, mientras el historiador escocés derivaba del régimen teocrático la sumisión y cobardía de sus súbditos y descendientes, Humboldt se apartaba claramente de esta opinión, pues la misma historia reciente mostraba los intentos de sublevación indígena que se sucedían en el territorio.
Pese a lo dicho, el viajero transmitirá en Sitios de las cordilleras... una imagen plásticamente atractiva de su recorrido por las ruinas incaicas, aunque esas impresiones estéticas no emanaban tanto de los monumentos en sí, sino más bien de la mirada del viajero, que percibía esas construcciones, reintegradas a la Naturaleza, a través de los códigos dieciochescos de la estética de las ruinas, con su efecto melancólico. Más cerca de la sensibilidad romántica que de la moralización ilustrada, Humboldt pondrá el mayor énfasis en el valor emotivo-visual de lo «grandioso» o «sublime» y de lo «pintoresco», adjetivo que enlaza las descripciones verbales con las representaciones plásticas que los grabados pretendían transmitir con mayor precisión.
Es curioso a este respecto que, ante la vista de los palacios de los Incas, en lugar de reproducir las luminosas descripciones del Inca Garcilaso en sus Comentarios reales sobre las casas del Inca29, con su profusa ornamentación de metales preciosos y de jardines con árboles «contrahechos» con pájaros de oro, Humboldt haya preferido transmitir dentro de los parámetros estéticos del Romanticismo la misteriosa desnudez de las ruinas despojadas, antes que presentar una idealización de su esplendoroso pasado. La visión integral y sumamente detallada del imperio que el Inca Garcilaso conservaba viva en su memoria se convertía, en las representaciones del viajero, en un desciframiento de fragmentos removidos que no aspiraba a restaurar totalidades.
Con su
invitación a los pintores a representar con fidelidad
aquellos parajes, el viajero buscaba la máxima
comunicabilidad de lo pintoresco y sublime kantianos desde un plano
estético, aunque en el plano más privado de la
escritura humboldtiana, subsistía su crítica hacia
unos incas violentos que, como informaba Garcilaso, ajusticiaban a
los sodomitas, e incluso «dieron al
mundo el primer ejemplo terrible de guerras de
religión»
(Vorabend 329).
La estetización final de ese mundo, reducido a melancólica arqueología, podrá explicarse mejor a la luz de las conclusiones que Humboldt iba a extraer de su trabajo de historiador en Lima.
Como anticipaba más arriba, los viajeros encontraron en Lima un clima gris, oscurecido por la censura y por la amenaza de una nueva revolución indígena. Humboldt, portador de una carta del Virrey de Nueva Granada, fue recibido solemnemente en la corte del virrey Avilés, que gobernaba el Virreinato después de haber dirigido la «pacificación» militar de la zona tras la revolución de Tupac Amaru II.
Las impresiones
que suscitó en el viajero la capital del Virreinato aparecen
generalmente asociadas a su carta a D.
Ignacio Checa, Gobernador de la provincia de Jaén de
Bracamoros, fechada en Guayaquil el 18 de enero de 1803, es decir,
a las tres semanas de haber abandonado el Perú. En esa carta
parecen reunirse todos los tópicos neoclásicos de la
ciudad como suma de vicios, ya que Lima aparece como un lugar
insalubre y patológico en lo físico, en lo
económico, en lo político y en lo social. El
ceremonial azaroso del juego regía la sociabilidad de unas
familias arruinadas que, por lo demás, protagonizaban
disensiones fomentadas por el gobierno. Lima (un «castillo de
naipes») no sólo vivía de espaldas al resto del
país, desentendida de los acuciantes problemas que
sufría su población, sino que también, salvo
escasas excepciones, carecía de «espíritu patriótico»
y
se consumía en un «egoísmo
frío»
(Humboldt 1989: 92-93). Desde la capital
parecía sentir con más dolor e indignación la
tragedia de la sierra.
Como le
escribió al virrey de Nueva Granada, Pedro de Mendinaueta
(7- XI-1802), las ciudades peruanas ostentan un «lujo
vicioso» que «infesta al
país y arruina las fuentes de riqueza»
(en
Humboldt 2002: 199). Y, como anotó en su diario, la ciudad
de Lima (antaño Rímac) era más dada a la
palabra que a los hechos: «Se puede
decir que el dios Rímac, que Garcilaso llama el Dios
hablador, preside todavía todas las sociedades de Lima. Hay
pocos sitios donde se hable más y se haga menos»
(Reise
281).
Estas impresiones
desagradables sobre el talante limeño se unían a
aquellas otras sobre la complicidad de quienes seguían
esclavizando al indígena y desatendiendo el progreso
material del país. Y en ese contexto la carta al gobernador
Checa, con su inusual sinceridad que tanto ofendió a los
peruanos30,
expresa la excepcional confianza que suscitó en el viajero
un gobernante crítico y heterodoxo que en su
periférica región de Jaén de Bracamoros
había instaurado un gobierno justo para la población
y un trato respetuoso hacia los jíbaros. Como había
anotado en su diario, «esta
región está gobernada hoy con dulzura por Mr.
Chica
[sic]. Pero
¿cómo sanar llagas de tantos siglos sin estar
socorrido por los virreyes?»
(Reise 251)31.
Por otra parte, durante su estancia en Lima, inmerso en las bibliotecas y archivos de la ciudad, Humboldt pudo satisfacer su curiosidad sobre muchos interrogantes de tipo histórico sobre el Tawantinsuyu, suscitados a lo largo de su exploración por los Andes. Esta vocación historiográfica se tradujo en varias esclarecedoras anotaciones de sus diarios, dirigidas hacia dos direcciones: el antiguo imperio incaico y el Perú contemporáneo; dos momentos que Humboldt concibió como un continuo histórico, y cuyos acontecimientos le sirvieron para extraer un perfil psicológico de los peruanos.
Mientras el perfil político de los Incas ofrecido por Garcilaso chocaba frontalmente con la ideología liberal de Humboldt, que se negó a aceptar la idealización que el Inca hacía de su cultura materna desde su elevada posición en la nobleza andina, el Perú colonial también revelaba al viajero sus horrores32.
Son expresivas de
su crítica al pasado reciente del virreinato sus notas
agrupadas en Vorabend bajo el título
«Pérou», redactadas en Lima entre octubre y
diciembre de 1802, y donde todas las castas, desde los virreyes
hasta el pueblo llano, aparecen negativamente caracterizadas.
Humboldt se había remontado a la época del virrey
Amat para mostrar la crueldad y pérdida de poder de los
virreyes, y también analizó el suceso en que el
virrey Castefuerte mandó ajusticiar a unos franciscanos por
interceder a favor del oidor Antequera, defensor de los jesuitas,
ante la completa pasividad del pueblo. La dureza de estas
anotaciones culminaba con frases como «se puede permitir todo contra este bajo pueblo
del Perú»
, o «la
nación no ha aumentado en energía 50 o 60 años
después»
(Vorabend 111).
Pero, sin duda alguna, las páginas más interesantes del diario limeño de Humboldt se encuentran en su extracto de unos documentos sobre la insurrección de Tupac Amaru II, algunos de los cuales se conservan junto con los cuadernos del viajero en su archivo de Berlín. La nota 239 de Vorabend, titulada «Materiales sobre la historia de la conspiración del Perú» (23 octubre-24 de diciembre de 1802), contiene una detallada descripción de los antecedentes, proceso, captura y martirio de Tupac Amaru II, así como de la represión posterior contra su hermano y muchos otros sospechosos.
Humboldt
trazó un prolijo retrato de Tupac Amaru II, «un hombre de refinadas costumbres y de cultura
media, obtenida en Lima tras sus estudios de
Filosofía»
; calculó la ruina que hubiera
supuesto para la Corona el éxito de esa insurrección
y juzgó los errores estratégicos de su dirigente:
«No carecía de espíritu
guerrero, pero sí de una planificación adecuada:
tenía a sus hombres dispersos y avanzaba en varios frentes a
la vez»
(Vorabend 238).
En estas notas se observa la presencia del Inca Garcilaso, tanto por las informaciones que provee sobre la genealogía de Condorcanqui como, sobre todo, por el paralelismo que Humboldt estableció entre la narración del momento culminante de su relato sobre su muerte y las de Atahualpa y de Tupac Amaru I, narradas por el Inca en momentos igualmente climáticos y trágicos de su Historia general del Perú:
(Vorabend 239) |
Puede decirse que en esta detallada anotación del diario, Humboldt, pese a mostrar cierta desconfianza ante la posibilidad de una restauración del Imperio Inca con aquellos rasgos que le parecían tan criticables, sostuvo una posición indigenista, al hacer recaer la mayor culpabilidad en los abusos y en la desmedida crueldad de los españoles. Sin embargo, con el tiempo su posición fue claramente anti-revolucionaria e integradora, al llamar a los criollos a la apertura de sus sociedades hacia todas las castas y razas, rechazando la violencia armada y aconsejando nuevas leyes en defensa de los derechos humanos y la educación, ya que él atribuyó al largo abandono de esos aspectos la marginación social y el resentimiento indígena.
Esta
preocupación por el factor educativo se constata en su
crítica a las desigualdades establecidas por la
educación de los Incas y a la ineptitud de muchos
misioneros, así como a la ausencia de políticas
educativas a principios del siglo XIX. Así, en Cuadros
de la Naturaleza tomó del Inca Garcilaso su
descripción de la enseñanza en la época del
Inca Roca, reservada sólo para las castas nobles, para
concluir: «Tal era la
constitución teocrática del imperio de los incas y su
política casi la misma que se ha practicado en los Estados
de América donde se mantiene hoy la esclavitud»
(Humboldt 2003: 410, n. 21). Según
el diagnóstico del viajero liberal, los españoles de
su tiempo, al continuar esa misma política de
exclusión del indígena, cometían el error de
dejarlos abandonados a sus viejas creencias regresivas, en lugar de
incorporarlos como ciudadanos libres a la ilustración y al
progreso.
Por eso, en su
Ensayo político sobre el Reino de la Nueva
España, Humboldt volvió a narrar, aunque de
forma resumida y muy distinta de la versión del diario, la
revolución de Tupac Amaru II, pues le resultaba ejemplar
como aviso sobre el peligro de dejar a los indígenas formar
«un status in
statu», perpetuando su aislamiento, sus
supersticiones, su miseria y, en consecuencia, el odio contra las
otras castas. En este ensayo Humboldt presentaba a Tupac Amaru II
como un mestizo y dudoso descendiente de Tupac-Amaru I y del Inca
Sayri-Tupac (exiliado en Vilcabamba al huir de la
persecución del virrey Toledo), que se sublevó
ejerciendo su crueldad contra todos los que no eran
indígenas. De este modo, discutiendo tanto las tesis de
algunos filántropos como las de los propietarios, que
coincidían en mantener al indio en su estado de ignorancia,
defendía su integración con este argumento: «Es del mayor interés aun para la
tranquilidad de las familias europeas establecidas, siglos ha, en
el Continente del Nuevo Mundo, mirar por los indios y sacarlos de
su presente estado de barbarie, de abatimiento y de
miseria»
(Humboldt 1978: 75).
El interés de Humboldt por la insurrección de Tupac Amaru II y su posible repetición en el futuro encabezaba el de otros viajeros e historiadores extranjeros (Humboldt 2002: 281-286). En particular interesó en los Estados Unidos, donde varios documentos valiosos de y sobre Tupac Amaru II, algunos de ellos notarizados, se encuentran desde 1820 en la American Philosophical Society Library en virtud de una donación, nada menos que del liberal Joel Poinsett, el agente secreto que llegó a ser embajador estadounidense en México en 1825.
Atando los cabos sueltos en las anotaciones andinas del viajero, podemos deducir que, pese a su comprensión del problema indígena e, incluso, pese a su justificación de las revueltas, Humboldt constató la dificultad e inconveniencia de la encarnación histórica del mito del Inkarrí, y, con él, de la restauración del Imperio Inca a principios del siglo XIX. Esa conclusión nos ayuda a comprender por qué, tras un análisis detallado de la «cuestión indígena», aquel descendiente de Atahualpa y portavoz de la utopía mesiánica del Inkarrí en 1802, el joven Astorpilco, aparece definitivamente estetizado y arqueologizado entre las ruinas en la versión final del relato, en «La meseta de Cajamarca»33.
En la «Breve relación» (1804) de su viaje americano, redactada en tercera persona y publicada en Filadelfia poco antes de su regreso a Europa, Humboldt se refirió escuetamente a la ciudad de Lima:
(Humboldt 2005: 50) |
Esta
valoración de la minoría científica de la
ciudad donde debió permanecer durante dos meses, contrasta
visiblemente con los aspectos negativos que había expuesto
en su carta a Ignacio Checa. Sin embargo, en esa misma carta
existen algunas pocas líneas donde el viajero valoraba
también la heroica labor intelectual de algunos escasos
ilustrados y librepensadores que lo acogieron, como el director del
Tribunal de Minería, Santiago Urquizu, poco reconocido
porque «sus conciudadanos estiman poco a
un hombre que no juega»
(Humboldt 1989: 93); el director
del Mercurio Peruano Padre Cisneros, al que Humboldt
elogiará en su Ensayo político sobre la Nueva
España por sus estadísticas demográficas;
y el barón de Nordenflicht, que también había
sido alumno en la escuela de minería de Freiberg junto con
los hermanos Elhúyar y Andrés del Río y que
había llegado al Perú encabezando una comisión
de expertos alemanes en minería. Este librepensador, que
suscitó la sospecha de las autoridades limeñas por
sus ideas progresistas y por su biblioteca de libros prohibidos,
también iba a ser defendido por Humboldt ante el virrey
Avilés (Núñez 2002: 246).
En esas escuetas líneas Humboldt presentaba a la inteligencia peruana del momento que, bajo un estado de censura y frente a la hostilidad del medio, se sentía comprometida con el avance del conocimiento y con el destino del virreinato. Mientras el viajero extraía sus notas del Inca Garcilaso, conoció también la colección del Mercurio peruano, que le pareció admirable por los conocimientos que aportaba sobre la región, por lo que envió a Europa una colección para la Biblioteca Imperial de Berlín y otra para Goethe, e influyó también en que se tradujeran al alemán algunos artículos34.
Esa publicación, que desde sus páginas había abominado de la insurrección de Tupac Amaru II, representaba la avanzada científica, y algunos de sus miembros, como el doctor Unanue o el también médico José Manuel Dávalos, encabezaron la reacción contra los prejuicios europeos sobre los americanos. En efecto, Unanue iba a contribuir a la Polémica del Nuevo Mundo con sus Observaciones sobre el clima de Lima y su influencia en los seres organizados, en especial el hombre (Lima, 1806), donde contradecía el determinismo climático de Buffon y De Paw, aduciendo (como Humboldt) la importancia de los factores morales, e introduciendo matices desconocidos sobre la «diferencia» americana.
Como ha escrito
Puig-Samper al comentar la estancia de Humboldt en el Perú,
«existían, al menos en Lima, los
nuevos espacios de sociabilidad que anuncian la Modernidad antes de
la llegada del viajero prusiano»
. Y no sólo se
trataba del círculo del Mercurio peruano y del
grupo de los mercuristas, tan importantes en «el desarrollo de una opinión
pública y singularmente en la conciencia de un espacio
geográfico propio»
(Puig Samper, 2000: 21), sino
también de otros promotores de la nueva ciencia, como
Francisco González Laguna o Cosme Bueno, y de investigadores
botánicos como Ruiz y Pavón o sus discípulos
Tafalla y Manzanilla.
Nuestro viajero atendió especialmente a los conocimientos de estos ilustrados peruanos. Celebró las investigaciones de Unanue sobre las vacunas, e insertó en sus cuadernos de viaje parte de la Guía del Perú donde el médico criollo rectificaba la información del mismo Humboldt sobre la población andina (en Faak, 2003, 140). Es muy probable que el alejamiento de Humboldt de los principios «sistemáticos» y racionalistas del americanismo francés de los enciclopedistas respecto al Perú guarde relación con su intercambio con estos científicos del círculo del Mercurio Peruano, del mismo modo que los mercuristas y otros jóvenes científicos recibieron sus conocimientos y continuaron allí su labor.
Pero, como
sabemos, el viajero no se limitó únicamente a
frecuentar a estos representantes limeños de la cultura
letrada, ya que su ruta andina estuvo jalonada por distintos
encuentros trascendentes para la adquisición de ese saber
que se enriqueció con diversas perspectivas. En el estrato
de los diarios ya se encuentra en la escritura polifónica de
Humboldt la inclusión de textos, voces y testimonios de
otros indios, mestizos y criollos; personalidades aisladas, de gran
cultura y avanzadas ideas que, sin duda, instruyeron al viajero
sobre el territorio que pisaba. Así podemos recordar el
retrato elogioso que trazó del citado gobernador Checa,
amigo de Mutis, o del volteriano y polifacético Bernardo
Darquier [Darquea o D'Arques], que había sido secretario del
peruano Pablo de Olavide en Sierra Morena, y que por sus muchos
méritos «podría brillar en
Europa»
(Reise 212).
Pero entre estas
personalidades aisladas, las notas más memorables y
llamativas son las que Humboldt había dedicado en tierras
ecuatorianas a «Don Leandro Zepla» [Sepla y Oro], de
Riobamba. Sobre este respetado cacique escribió con gran
admiración, tanto en sus diarios como en las cartas a su
hermano Wilhelm, subrayando su alto nivel de instrucción y
sus «virtudes cívicas»
.
Este descendiente del último Inca tenía una
genealogía de los antiguos gobernantes del Tawantinsuyu,
papeles que probaban sus derechos y un valioso documento en lengua
puruay, traducido al español, que le cedió al viajero
para su estudio (aparte de otros que le envió con
posterioridad). Humboldt lo representó majestuoso, a
caballo, vestido ricamente a la manera indígena y envuelto
en un aura de poder. Pero lo que más le sorprendió
fueron sus conocimientos, tanto de las ancestrales tradiciones
orales de la zona, como librescos: «Cita
a Solórzano, a Garcilaso, a Solís»
(Reise
215-216).
Esta apertura del científico a los conocimientos sobre América gestados sobre el propio territorio, excepcional para su tiempo, lo condujo a revisar los falsos conocimientos americanos de los philosophes ilustrados, que, en gran parte, eran también los suyos antes de 1799. En las primeras páginas de Sitios de las Cordilleras ya quedaba establecido su distanciamiento:
(Humboldt 1878: 8) |
Armado con esas
lecturas despreciadas por los «filósofos
sistemáticos», e incluyendo perspectivas americanas,
pudo valorar el saber de aquellos «otros»
(indígenas, mestizos, criollos), incorporarlos a su propio
saber americanista y restituirles su parte de credibilidad. Esa
inclusión comprendía también a los antiguos
misioneros y cronistas, y entre ellos al Inca Garcilaso de la Vega;
y como señalaba Minguet, «Es
útil recordar la enorme importancia de esta especie de
rehabilitación, la primera sin duda de los tiempos modernos,
de los clásicos ibéricos y de
América»
(Minguet, 1969: 325-6).
El haber transitado un mundo como el andino, en cuyas cimas y valles se experimentan de forma escalonada todos los climas del globo, destruía, por la simple experiencia de la diversidad del territorio, aquella imagen puramente especulativa de un continente nuevo, con especies y pueblos aún indiferenciados que aún latía en la ciénaga primigenia, como imaginaba Buffon.
La mente y el cuerpo no degeneraban irremisiblemente, y contra esa idea de Cornelius de Paw, Humboldt solía hacer gala de su buena salud en las regiones equinocciales, exhibiendo una sobrecarga de energía potenciada por el conocimiento y por la contemplación estética de sus paisajes. Así, en una carta al botánico español Cavanilles (México, 22 abril 1803) escribía:
(en Humboldt 2002: 217) |
La idea de una América insalubre quedaba desautorizada también con otras estrategias de tipo moral, como esta irónica anotación del diario sobre la fama de lugar malsano del valle caluroso de Chamaya:
(Reise: 254) |
Del mismo modo
que, desmintiendo a De Paw y a Raynal, le escribía a Wilhelm
que «un Caribe adulto parece un
Hércules fundido en bronce»
(Humboldt 2004: 178),
en el mundo andino también encontró numerosos motivos
para echar por tierra el prejuicio sobre la degeneración
intelectual y moral de los indígenas; así, en las
brillantes páginas del diario sobre los jíbaros del
Marañón, representó con admiración la
forma de vida de un pueblo no hispanizado y perfectamente adaptado
a su medio natural:
(Reise 256) |
En esta disputa
humboldtiana contra los «filósofos
sistemáticos» el papel del Inca Garcilaso cobra un
notable relieve, sobre todo cuando sus informaciones,
extraídas de la tradición oral y de creencias
legendarias, terminaban imponiéndose como ciertas y
triunfando sobre las pseudo-teorías racionalistas. Es el
caso de la desautorización que hace Humboldt de Robertson al
establecer la fecha de muerte de Hayna Capac en 1525 y aportar como
prueba concluyente datos que «están confirmados por el testimonio de
Garcilaso [...] y por la tradición conservada entre los
amautas, "que son los filósofos de esta
República"»
(Humboldt, 2003: 408).
En su
revalorización de Humboldt, Ottmar Ette considera que en
Sitios de las Cordilleras, el científico no
sólo hizo avanzar la tradición occidental del
conocimiento, introduciendo la diversidad americana en su proyecto
intercultural, universalizándolo y sometiendo su
propio saber ilustrado a una profunda autocrítica, sino que
también, de modo inusual hasta entonces, permitió a
miembros de la élite criolla, a autores mestizos o
indígenas tomar la palabra: «A
diferencia de Buffon, De Paw, Raynal o Robertson, en los escritos
del sabio prusiano, el Nuevo Mundo no es sólo un objeto de
la investigación europea, sino que emerge como un sujeto
autónomo tomando parte de un diálogo -si bien
asimétrico- continental»
(Ette 2005: 87).
Pero la mirada europea que incluía al «otro» americano también encontró en el Inca Garcilaso la mirada americana que observaba al «otro» europeo. Humboldt debió leer con especial interés estas palabras del «Prólogo a los indios, mestizos y criollos» que abre la Historia General del Perú del Inca Garcilaso:
(Garcilaso 1960: III, 11-12, cursiva nuestra) |
Esas palabras, escritas en Montilla, son fundamentales para establecer una arqueología de las afirmaciones de la «inteligencia americana» en el inicio más remoto de las polémicas del Nuevo Mundo.
En 1936 el
escritor mexicano Alfonso Reyes, también lector de Humboldt,
reivindicaba en sus «Notas sobre la inteligencia
americana» la incorporación del quehacer intelectual
de América Latina al saber universal. La «inteligencia americana»
, que
había llegado tarde «al banquete
de la civilización»
y que había tenido que
construir el conocimiento de su mundo con herramientas ajenas, ya
alcanzaba su mayoría de edad, y la «inteligencia de Europa»
la necesitaba
(Reyes 1955: 89).
Con esa perspectiva de un intelectual latinoamericano del siglo XX podemos pensar mejor hasta qué punto es significativa la inclusión del Inca Garcilaso en el proyecto intelectual de Humboldt, en ese mapa de los diálogos desiguales entre el saber de América sobre sí misma y el saber de Europa sobre un continente más inventado que realmente conocido35.
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