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El Inca Garcilaso, escritor de frontera

Dante Liano





El sudafricano J. M. Coetzee imaginó la biografía de Elizabeth Costello, una escritora australiana de edad madura, que recorre el mundo impartiendo conferencias, muchas de ellas irritantes, luego de haber ganado fama en el mundo anglosajón. El origen de la novela es curiosa. Coetzee, antes de convertirse en una celebridad con el Premio Nobel en 2003, era un profesor universitario. Como todos, había escrito artículos académicos para diferentes revistas de su especialidad. Algunos de esos artículos constituyen las conferencias que dicta su personaje, y dan título a los diferentes capítulos de la novela. En torno a las conferencias se desarrolla una trama que pareciera ser una simple armazón en la que descansa la reelaboración de su trabajo universitario. El capítulo segundo está dedicado a la conferencia sobre «La novela en África»1. El contexto de la ficción es más bien irónico y nos dice mucho de la situación de los escritores en nuestra época. Una sociedad naval sueca organiza cruceros culturales para jubilados, en los que, entre otras amenidades, escritores de fama se turnan para dar conferencias a los viajeros. La protagonista acepta ser uno de esos conferenciantes y coincide con un colega que es secuaz de la «africanidad», una especie de búsqueda de la especificidad de la novela africana frente a la novela europea. Entre ambos se enciende una discusión, y a un cierto punto, Costello reflexiona:

-La novela inglesa -dice Elizabeth- la escribe básicamente gente inglesa para otra gente inglesa. Por eso es la novela inglesa. La novela rusa la escriben rusos para otros rusos. Pero la novela africana no la escriben unos africanos para otros africanos. Puede que los novelistas africanos escriban sobre África y sobre experiencias africanas, pero a mí me parece que todo el tiempo que escriben están mirando por encima del hombro hacia los extranjeros que los van a leer. Les guste o no, han aceptado el rol de intérpretes e interpretan África para sus lectores. Pero, ¿cómo se puede explorar un mundo con plena profundidad si al mismo tiempo se lo tienes que explicar a unos forasteros?2



Si sustituimos «África» por «América Latina» y «escritores africanos» por «latinoamericanos», la reflexión de Costello-Coetzee podría aplicarse, con algunas diferencias, a la literatura escrita en Hispanoamérica. En efecto, ya desde el principio de nuestras letras, una de sus preocupaciones ha sido la de explicar América a los europeos. Desde Colón, las cartas de relación de exploradores y conquistadores dan cuenta de una nueva realidad geográfica y cultural a un público que, si bien al inicio fue de funcionarios administrativos, pronto se convirtió en todo el mundo europeo, asombrado delante de las maravillas que, según los fantasiosos relatores y cronistas, poblaban el Nuevo Mundo. Lo que no deja de llamar la atención es que tal inquietud (explicar América) no se haya detenido en los primeros tiempos de la relación con Europa, sino que se haya convertido en una constante de la literatura latinoamericana. La numerosa información contenida en las crónicas de Oviedo, Gómara o Díaz del Castillo no parece ser suficiente a don Andrés Bello, quien, al cantar la selva americana, detalla una lista de peculiaridades de animales, plantas y lugares que descubren de nuevo al continente. Resulta evidente que no se están dirigiendo a sus paisanos, que bien conocen el lugar, sino a quien podría conocerlo, y tal exaltación no se detiene en el neoclasicismo, sino que continúa hasta los insospechables tiempos de la llamada «nueva novela», que en pleno siglo XX ya no hace listas de flora y fauna, sino inventa un modo de pensar que se supone específico de los americanos, el «realismo mágico», para algunos, lo «real maravilloso» para otros. De todos modos, prevalece la sospecha de que el escritor no tiene como destinatario a sus compatriotas, esto es, a su público más inmediato, y ni siquiera a otros lectores de la América Hispana, sino más bien a un público europeo, para el cual América sigue siendo la sede de mitos e imaginaciones nacidas en el viejo continente. No es impertinente, aunque parezca anticuado, invocar las tesis de O'Gorman sobre la necesidad europea de inventar una cierta idea de América3.

Nada de malo en ello, si no fuera por el inquietante colofón que Coetzee añade a su señalamiento: el esfuerzo por explicar un mundo a los foráneos puede constituir un serio obstáculo para una profunda reflexión sobre él. El razonamiento del novelista sudafricano comienza con una observación bastante justa: un escritor inglés escribe, en primera instancia, para los ingleses; y así, los rusos, los franceses, los italianos y los alemanes. Al hacerlo, no siente la necesidad de explicar su mundo a quienes lo conocen bien. Esto le abre un espacio muy importante: si no tiene que demorarse en explicarlo, puede entonces entrar en él, y mostrar sus más íntimas contradicciones, o aquellas que, por costumbre y repetición, los mismos miembros de su cultura no logran ver. Un caso extraordinario es el de Miguel Ángel Asturias, en Guatemala. Con incisiva observación, referida al romántico José Milla, Thomas Irving hace notar que, si bien es el mayor novelista histórico del siglo XIX en Centro América, en la obra de Milla no aparece un solo indígena, a pesar de escribir dentro de un país en donde tres cuartas partes de la población son indígenas4. Esa mayoría de pobladores no sólo es silenciosa, sino invisible para la mayor parte de la literatura guatemalteca de la Colonia y del período independiente. En el mejor de los casos, aparecen como comparsas, en un telón de fondo que comprende volcanes, lagos y cielo azul. En 1949, al publicar Hombres de maíz, Asturias logra ver, desde el punto de vista literario, al indígena guatemalteco, en cuanto protagonista de su historia. Los personajes de su novela no son un pretexto para denunciar una determinada situación social, ni para ilustrar una visión de color local, ni para hacer bajo mentidas vestimentas, una descripción folklórica. El indígena, en Asturias, es algo más y algo menos. Más, porque es personaje principal; menos porque no se le señala como tal indígena, sino como personaje que lleva consigo una cierta manera de ver el mundo, en muchos casos coincidente con la del mismo autor. La cuestión étnica emerge en Asturias de manera muy marcada, y, se podría decir, con énfasis. Era algo que le preocupaba desde que redactó su infausta tesis de graduación (cuyos pormenores racistas le han provocado el enésimo anatema por parte de un cierto integralismo maya) y que fue afinando hasta culminar en su obra maestra. Asturias no era un mestizo y tampoco un indígena, no obstante el famoso perfil maya que se le atribuye. Pertenecía a una parte de la oligarquía, si bien venida a menos: ya no hidalgos terratenientes que vivían de sus rentas, sino profesionistas liberales. Su padre mismo descendió en la escala social (según los rancios cánones guatemaltecos) al casarse con la «plebeya» María Rosales. En Hombres de maíz, la intención de Asturias no parece tanto la de hacer descubrir al «indio» a un destinatario extranjero, cuanto en realizar una profunda exploración de la propia cultura, con los escasos elementos con que contaba, para hacer emerger de ella a un protagonista en términos de conciencia, más que en términos sociales. Decir que se trata de una novela solipsista es indudable exageración; habría que comprender la necesidad generacional de explorar territorios negados por férreas prohibiciones consuetudinarias, para encontrar, en esos territorios, aquella parte de sí mismos que las élites de Guatemala se empeñaban en negar. La reacción de esas élites delante de la obra asturiana, aún ahora, se asemeja, y no parece casualidad, a la reacción delante del testimonio de Rigoberta Menchú.

Hace más de veinte años, Antonio Cornejo Polar había planteado la misma cuestión que Coetzee, en términos más específicos y, quizá, más rigurosos. En un volumen intitulado La novela indigenista5, Cornejo señala cómo, en el circuito comunicativo del indigenismo (escritor-referente-lector), mientras que escritor y lector pertenecen a una misma concepción de la literatura, que tiene como su centro a la novelización del mundo, en cambio, el referente, el indígena, se queda excluido del proceso:

En lo que se refiere al circuito de comunicación de la novela indigenista, incluyendo en él al «lector ideal» y a los lectores reales, no hay duda de que se trata de un circuito que margina al indio y se remite esencialmente al lector urbano, especialmente al de las capas medias -es decir, en cierto sentido al menos, al mismo grupo del que surge el productor de la novela indigenista. [...] El referente -claro está- sí corresponde al universo indio. Este es precisamente el elemento que, al escapar al orden occidentalizado que preside a los otros, crea la heterogeneidad de la novela indigenista6.



De esa cuenta, Cornejo resuelve la paradoja de Coetzee, porque aquello que en el novelista sudafricano suena a reproche y acusación, en el crítico peruano se convierte en virtud, en rasgo específico y caracterizante: la heterogeneidad de la literatura latinoamericana. Las literaturas heterogéneas, dice Cornejo, son aquellas en las que «uno o más de sus elementos constitutivos corresponden a un sistema socio-cultural que no es el que preside la composición de los otros elementos puestos en acción en un proceso concreto de producción literaria»7. Tal descripción no despeja completamente la duda sobre la distracción de recursos conceptuales en esa dislocación del esquema comunicativo. Lo que realmente resuelve el problema es «el impacto del referente». Cornejo da un paso hacia atrás y refiere las duras críticas de los representantes del llamado «boom» literario hacia las novelas que los precedieron. Tales críticas, en esencia, achacaban a la novela indigenista una desviación de la norma respecto del canon occidental. Ese desvío, que para críticos como Emir Rodríguez Monegal era un grave defecto, al punto que descalificaba la calidad estética de la producción indigenista, para Cornejo, en cambio, es un punto a favor, en cuanto le otorga, a esa producción literaria, su calidad específica, la heterogeneidad, producida por la filtración del referente en la materia misma de lo novelado, en una especie de ósmosis dentro de la sustancia del relato gracias a las cualidades de lo narrado.

En este sentido es necesario advertir que si bien, en un primer movimiento la producción de la novela indigenista exige una cierta adecuación del referente a las condiciones que se le imponen desde fuera, de la misma manera, en un segundo movimiento, en general poco estudiado, todo el proceso de producción se modifica por presión del referente, modificación que se traduce en las peculiaridades formales que aparecen en la novela indigenista. Simplificando el problema podría decirse que el menor desarrollo histórico del mundo indígena con sus especificidades sociales y culturales, hace resistencia a un sistema literario que proviene de otra realidad y está condicionado por otras categorías históricas, sociales y culturales8.



De ello, Cornejo deriva que la sustancia narrativa (lo indígena) condiciona la forma narrativa, imponiendo un modo de composición más aditivo que secuencial, una conciencia no histórica sino mítica del tiempo y el uso de componentes míticos que aún subsisten en las comunidades indígenas contemporáneas.

Respecto del Inca Garcilaso, Cornejo opina que, al igual que otros cronistas, su necesidad de escribir un relato occidentalizado «encubre» al referente: no obstante su amor por los propios orígenes, lengua y cultura, el afán del Inca, dice Cornejo, es crear un mundo armónico, según los cánones de la cultura en la que se ha instalado. Por ello se ve obligado a comparar al Cuzco con Roma y al Inca con el rey o con el emperador, encorsetando de esa manera la realidad indígena con las categorías occidentales desde las que trataba de relatar sus historias9. Sin embargo, resulta curioso que el crítico no haya aplicado al cronista toda la estructura categorial que le sirve para explicar y defender, de manera por demás convincente, a la novela indigenista. ¿No sería posible utilizar el mismo esquema de la comunicación para las crónicas escritas por el Inca Garcilaso de la Vega? Estamos delante del mismo caso, pues emisor y destinatario se identifican: el Inca es, en España, un hombre cuya cultura se puede definir como apegada al humanismo renacentista vigente. Sus lectores no pueden ser más que personas de su misma condición. Es el referente lo que cambia, pues se encuentra a miles de kilómetros de distancia, en el ámbito geográfico, pero no muy distante en lo que se refiere a la formación íntima del Inca. No me parece descabellado proponer que la sustancia de la narración -los avatares americanos, con sus arranques épicos y maravillosos- se haya filtrado en la composición toda de las obras garcilasianas, y que encontremos ya en el Inca Garcilaso de la Vega la semilla de lo que será después la gran novela hispanoamericana. Cometeríamos el mismo error de los críticos del «boom», que quisieron hacer partir nuestra literatura ex novo, sólo que atrasando un poco la fecha hacia el momento de la aparición de la novela indigenista. Justamente, Bellini nos recuerda que Miguel Ángel Asturias «veía en la obra de Garcilaso el comienzo mágico de la moderna narrativa americana»10.

A este punto se plantea una de las objeciones más repetidas cuando se habla de los cronistas americanos. La observación de Asturias/Bellini estaría viciada por un error de fondo: el Inca Garcilaso no es un novelista sino un historiador, y por tanto, son otras las categorías a las cuales debemos acudir para comentar su obra. La respuesta a tal objeción se encuentra en los abundantes estudios sobre las relaciones entre historia y ficción en la obra del Inca, principalmente los de Miró Quesada11 y de Pupo-Walker12. No puede olvidarse la oscilación crítica desde el inicio: del desdén histórico de Carmelo Sáenz de Santa María, quien afirma, sin ambages: «De todo este conjunto literario no se salva para la historia sino los frecuentes pasos autobiográficos que el escritor nos regala. Ni la cronología, ni la sucesión de los reyes, ni la organización religiosa o civil del Imperio están tratados en esta historia de manera fidedigna»13, hasta la mesurada hipótesis de José Durand, quien sostiene la famosa frase de Ventura García Calderón sobre La Florida como una Araucana en prosa.

Garcilaso, antes que su informante se muriera, se va a las Posadas a estar junto a él, para que le dicte La Florida. Tiene pues que escribirla, urgentemente. Primero, porque no se pierda en el olvido esta gran jornada, cosa que preocupaba mucho a los historiadores clásicos y también, sin duda, por razones literarias [...] Ya hace algunos años he indicado que en esos tiempos se discutía mucho en España el problema de la poesía frente a la historia; había una escuela según la cual la epopeya debía estar apegada a la historia y ser del todo verdadera, como era el caso de La Araucana14.



Esto nos lleva, casi forzosamente, a repasar algunas cuestiones sobre la encrucijada entre historia y literatura, que hemos tratado en otros lugares, con fines ligeramente diferentes. En realidad, es un problema que atraviesa toda la historia de la literatura hispanoamericana y que se plantea periódicamente, desde los más variados puntos de vista. Piénsese que Sánchez Alonso, en su Historia de la historiografía española15, separa la crónica de Indias de la historiografía general española, en cuanto se trata de cosa aparte, en cierto sentido viciada por la fantasía al mismo tiempo que relata cosas verdaderas. De todos modos, no es, según el historiador, un género propiamente historiográfico. No se trata tanto de desmentir al ilustre historiógrafo, cuanto de adelantar un poco en el problema por él planteado.

En lo que se refiere a los cronistas de Indias, Manuel Alvar señala que el conquistador lleva consigo el imaginario medieval, y aporta un inventario bastante convincente de su aseveración. En efecto, dice, «para ellos no hay fronteras entre el ensueño y la realidad, este quehacer pertenece al hombre renacentista»16. Desde Carlos V, a quien Alvar califica como «la duración del tipo más noble del caballero medieval»17, pasando por Colón, cuyas invenciones americanas son harto conocidas, se pueden documentar, punto por punto, las innumerables ficciones edificadas por los europeos en el territorio americano, que acompañan a las más famosas: las islas de San Borondón, las Ínsulas Esquivas, la Gran Isla de las Siete Ciudades, y todo el bestiario medieval atestiguado por Oviedo. Este bagaje cultural se inscribe dentro de la historiografía indiana porque, para decirlo con Walter Mignolo, el sentido de un texto filosófico o historiográfico es el producto de un sujeto, pero también de una tradición, de una disciplina, de estructuras conceptuales18. Sin embargo, la disciplina historiográfica estaba ya muy desarrollada, en Europa, en el momento de escribirse las crónicas. El exceso de fantasía de los cronistas no puede llamar a engaño sobre su alto grado de conciencia del oficio que ejercían. En el artículo que estamos citando, Mignolo señala que Oviedo y el Inca Garcilaso se preguntaban cómo, sin escritura (la gran discriminante renacentista entre las sociedades «primitivas» y las «letradas»), los indígenas recordaban su pasado. Y pese a que logran ubicar los métodos pictográficos y mnemotécnicos de las culturas orales, insisten en su concepción de que la única historia válida es la historia escrita. Por lo cual es urgente transcribir la oralidad para no perder la memoria. Tal la operación del Inca con Gonzalo Silvestre. Como lo ha señalado Miró Quesada, no le bastó con el testimonio del explorador, sino que, con una actitud refinadamente humanista, cotejó la fuente oral con dos escritas, a saber, las Peregrinaciones de Alonso de Carmona y la Relación de Juan de Coles19.

Todo ello viene a cuento de lo afirmado por Margarita Zamora, cuando precisa que «La historia de los incas que escribe Garcilaso es conceptual y estructuralmente un comentario filológico»20. Zamora parte de una premisa, según la cual la filología humanista es un método por el que resulta falsa toda interpretación que no se base en un conocimiento gramatical e histórico del texto. Según dicha autora, el Inca Garcilaso usa el método de Erasmo (1-hallar, entre todos los manuscritos, el más auténtico, hasta restituir la integral originalidad al texto; 2- traducción y exégesis de los fragmentos oscuros; 3- acudir a las fuentes autorizadas para dar mayor peso a la interpretación) y lo aplica a la historia de las Indias en cuanto considera insuficientes sea las tradiciones orales que las narraciones españolas. Su intento es la restauración de la verdad histórica a través de una restauración filológica de la lengua original, y como ejemplo da la famosa disquisición etimológica sobre el nombre del Perú, (que tanto recuerda el origen del nombre de la península de Yucatán), o del nombre de la ciudad de Lima. La autora va más allá, y señala que la estrategia narrativa del Inca Garcilaso persigue la subversión de las interpretaciones negativas de la cultura incaica. Quizás una de las conclusiones más interesantes de Zamora es que la obra de Garcilaso constituye un punto de partida para la literatura latinoamericana no tanto por el contenido imaginativo o novelesco, sino por el método: una hermenéutica de la tradición histórica, oral o escrita, como un acto de restauración de la verdad.

La anterior afirmación podría parecer una hipérbole si no hubiéramos leído las declaraciones de los cronistas antes de poner sus obras en manos de los lectores. En 1519, Hernán Cortés declara que las relaciones hechas hasta ese momento no son veraces, pues nadie las ha vivido. Por lo tanto, su Primera carta de relación tiene como finalidad poner en conocimiento de los reyes la cualidad de las tierras conquistadas y, además, dar fe de lo que es verdadero21. Mientras que idéntico testimonio lo pretende Francisco de Jerez, con estilo cortesano e indudablemente patriótico22. Ideas más claras las tiene Francisco López de Gómara, quien señala que la historia debe ser generalizadora, contar los hechos importantes y descuidar las particularidades; se escribe la historia para difundir la fama, dice, porque «la historia dura más que la hacienda y cuanto más se añeja, más se precia». Además, Dios quiere que se escriba la historia «para memoria, aviso y ejemplo de los otros mortales»23. Una mayor insistencia sobre la verdad la encontramos en Pedro Cieza de León, quien a la idea de la fama, la reivindicación de las hazañas de sus compatriotas y la reiteración del topos de la historia como «maestra de vida», le interesa subrayar que su finalidad es decir la verdad, dicha con brevedad y con moderación, por encima del ornato y la retórica: «desnuda de retórica... acompañada de verdad»24. El mismo alegato, a veces vehemente, vamos a encontrar en Fernández de Oviedo, en Fray Toribio de Benavente, Agustín de Zárate, Bernal Díaz del Castillo y Fray Bartolomé de las Casas, para sólo citar algunos de los más conocidos. No estamos, pues, delante de una exageración cuando encontramos la afirmación de búsqueda de la verdad a través de un trabajo de refinada filología.

Del mismo modo, el estilo de la escritura se encuentra normado por diferentes reflexiones, que López de Gómara señala en forma por demás pulcra: «El romance que lleva es llano y cual agora usan, la orden concertada e igual, los capítulos cortos por ahorrar palabras, las sentencias claras, aunque breves» y a los futuros traductores exige «grandes razones con pocas palabras»25. En un ensayo ya clásico, Lore Terracini describe los criterios estilísticos predominantes en la España del Renacimiento. Parte de la propuesta de Nebrija: el imperio ha alcanzado su punto máximo, y con él, la lengua, por lo que conviene refinarla para hacerla lengua imperial, para llegar al Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés, quien «representa en la preceptiva española el intento de armonizar el reconocimiento de una tendencia metaforizante y conceptista (agudeza, juego de palabras) connatural a una íntima, aunque muy tenue artificiosidad del español con un criterio renacentista de naturalidad»26. Quizá la palabra clave de esta exigencia estilística sea el «cuidado» que se ha de tener con la lengua, frente a un lugar común que quería a los hablantes españoles «descuidados» en el uso de la lengua vulgar. Frente a ello, el humanista debía desplegar una lúcida vigilancia intelectual para escribir con elegancia pero sin afectación, de modo que el resultado fuera el de una claridad natural. Con ello se manifiesta de acuerdo Garcilaso en la Carta-prólogo con que presenta la traducción del Cortegiano, de Boscán (1543), en un paso que ha sido muy repetido por la crítica: «guardó una cosa en la lengua castellana que muy pocos la han alcanzado, que fue huyr del afetación, sin dar consigo en ninguna sequedad; y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oydos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente». Según Terracini, estos dictados garcilasianos caracterizan a toda su época, en términos de «buen gusto» y de «naturalidad y selección»27.

Éste es, pues, el panorama que se le presenta al joven Inca Garcilaso de la Vega: una concepción de la historia y un paradigma de cómo escribir sea la historia que la literatura. Pero, como es obvio, el Inca no es un personaje al que se puedan aplicar los parámetros corrientes de un español de la época. No es necesario recordar a los mejores especialistas del autor sus particularidades biográficas. Todos conocemos sus orígenes cuzqueños, su viaje a España y sus frustrados intentos por obtener las mercedes correspondientes a los servicios prestados por su padre, el conquistador. Sabemos también sus esfuerzos por orientarse en la carrera de las armas, y que, a pesar de haber obtenido los despachos de capitán, tal cosa no le es suficiente. De allí su opción por la carrera de las letras, cuando tenía unos treinta años. Y debemos a Raúl Porras Barrenechea la descripción de su estancia en Montilla, con pormenores de gran utilidad para la reconstrucción de la biografía de nuestro autor28. En los manuales de crítica literaria, el adjetivo «mestizo» se aplica al gran escritor peruano; es más, algunos lo consideran como el primer escritor mestizo de Hispanoamérica. La palabra tiene orígenes clasificatorios, de las ciencias naturales, y se ha extendido después al terreno de lo cultural. Así, Covarrubias lo define como «el que es engendrado de diversas especies de animales» y lo hace derivar del verbo misceo29, mientras Corominas fecha la palabra en 160030. La acepción contemporánea alude sin reticencias a la mezcla de «hombre blanco e india, o de indio y mujer blanca» y en el campo de la cultura se generaliza más: «proveniente de la mezcla de culturas distintas»31. Pero sabemos muy bien que en el terreno de palabras de fuerte carga semántica cultural, los diccionarios ayudan bien poco. Aunque es útil saber que entra al español sólo en 1600 y que ya en 1611 lo recogía Covarrubias, pues parece un índice de la rápida expansión de la palabra. Todo ello nos lleva a un pasaje de los Comentarios Reales, en donde el Inca reconoce y reivindica su posición:

A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fué impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen sois un mestizo o es un mestizo, lo toman por menosprecio32.



A la definición del diccionario el Inca añade un matiz semántico de no poca importancia: la carga despectiva de la palabra, en su época. Y añade un rasgo psicológico, igualmente importante. No obstante que sea un vocablo denigrante, él lo asume con orgullo y sin ambages. Pero el recorrido para llegar a esta reivindicación no parece haber sido sin tropiezos. Porras Barrenechea sigue este itinerario:

[El Inca Garcilaso] se hace nombrar generalmente, sobre todo en los años de la juventud, el «ilustre señor Capitán Garcilaso de la Vega, que en los tiempos en que vivió en las Indias, y tierra firme del Mar Océano, se hacía llamar Gómez Suárez de Figueroa». Había, pues, cierta jactancia española. Pero esta jactancia ha desaparecido con los años, con las decepciones, con la falta de favor real, y Garcilaso aparece ya, hacia 1590, hacia 1600, tildándose principalmente de Inca, firmándose Garcilaso Inca de la Vega, cuando antes se había firmado el Capitán Garcilaso de la Vega, el Ilustre Capitán Garcilaso de la Vega; y no sólo se proclama Inca, que al fin y al cabo era declararse de casta real, sino que también se proclama Indio. Dice en sus prólogos, en sus cartas, en los preliminares de sus obras, que él es indio, y que ha hecho esa obra que para un indio no es poco atrevimiento y también refiriéndose a la postergación en que vive dice: «Por ser yo indio antártico no me conocen ni tienen noticias de mí»33.



A este punto de la reflexión, con el Inca que se declara español, indio y mestizo, podemos comprender que las circunstancias lo obligaban a tales definiciones que eran, en realidad, indefiniciones. ¿Podemos conjeturar una incoherencia del Inca Garcilaso en su actitud frente a sus orígenes? Probablemente no. Podemos imaginar lo contrario. Que esos cambios de identidad fueran lo más coherente que podía asumir en su circunstancia y que constituyeran, en efecto, una conciencia (desgarrada, es probable, conflictiva, al menos) de un estado común a la mayoría de los hombres de América. En efecto, podemos decir que, sin contradicción, el Inca es español, el Inca es indio y el Inca es mestizo. Las tres cosas a la vez. Porque son categorías que parten de un origen étnico para convertirse en culturales. No se puede dudar de la cultura india del Inca, si no por otra cosa por su dominio del quechua, aunque éste sea sólo un punto de partida para el conocimiento, visto y vivido, de la cultura en la que nació. No se puede dudar (y existen abundantes estudios sobre ello) de su cultura humanística española. No se puede dudar de la síntesis que el Inca hace de ambos elementos culturales. Su obra deviene coherente con esa conciencia. La Florida del Inca resulta simultáneamente un testimonio histórico de primera mano, y al mismo tiempo, obra literaria semejante a la de Alonso de Ercilla. Los meritorios esfuerzos de situar la obra en uno u otro campo (o los ataques por desvalorizarla, con idénticas motivaciones) derivan de una concepción de la historia o de la literatura que niega los frecuentes intercambios entre ellas, y, sobre todo, en base al rigor científico, no concede a ambas la ocupación de un territorio común, el de la narratividad, que, según las tesis de Ricoeur, contamina una y otra. La configuración discursiva, dice el filósofo francés, ya es ficción, por el mero hecho de existir34.

El Inca Garcilaso de la Vega sería, según esta concepción, un escritor de «frontera», es decir, como primera definición, una manera de pensar desde la diferencia, desde la intersección de culturas que no son ni la cultura hegemónica, ni la cultura «otra» o «subalterna», sino un lugar en donde todas esas corrientes dialogan. Según Zulma Palermo, se entiende como pensamiento de frontera «el que emerge en los momentos de fractura dentro del imaginario del sistema-mundo produciendo una doble crítica (del eurocentrismo a la vez que de las tradiciones excluidas)»35. Según la estudiosa argentina, la idea de frontera como límite «da paso a otra cuyo sema nuclear cobra valor de "pasaje", "relación entre elementos diferentes", "puente"»36.

El primer territorio fronterizo en el que se mueve el Inca es precisamente el de la cultura europea de su tiempo. Ya se ha señalado que nuestro autor tiene una lengua culta que corresponde a mediados del siglo XVI. A esta observación, José Durand anota:

[...] el Inca Garcilaso no escribió a mediados del siglo XVI sino a fines, y aun a principios del XVII. Ya encontramos aquí un hecho extraño: el del Inca Garcilaso viviendo un poco a contrapelo de su época37.



La explicación del estudioso peruano está en dos puntos esenciales: el hecho de que haya vivido en Montilla, esto es, un espacio pequeño, que lo empujaba a usar una lengua arcaizante; pero sobre todo, al hecho de que las lecturas del Inca, según su biblioteca, era las de un humanista del Renacimiento más que las de un hombre de la época del Barroco38. Si ello es verdad, el Inca Garcilaso resiente del impacto sufrido por la cultura europea gracias a los cambios introducidos por la época renacentista.

En un célebre ensayo sobre el Quijote, Víctor Sklosvki señala algunos cambios tecnológicos que cambiaron la vida material de los europeos a partir del siglo XVI: la introducción de un sistema de velas que dejó atrás la época de los galeotes y que se aplicó a los molinos de viento; con el uso de la brújula los árabes y los portugueses comienzan a trazar nuevos mapas; el hecho de aceptar la redondez de la tierra y de que ésta gira alrededor del sol cambia la vida de los hombres. El contemporáneo descubrimiento de América con la llegada al Pacífico de los rusos a través de Siberia literalmente cierran el círculo de lo conocido. El mundo se cierra y se abre, simultáneamente. La invención de la imprenta unida a los innumerables viajes, descubrimientos y conquistas crearon una épica real que sustituyó fácilmente a la épica caballeresca, mientras las leyendas medievales se transformaron, adaptándose a los nuevos conocimientos39. La conciencia del hombre europeo se resquebraja, se conmueve, se desplaza a los nuevos territorios abiertos por la avalancha de cambios en su vida material. Europa no es un territorio monolítico, sino que es un hervidero de iniciativas e imaginaciones, lo cual hace entrar en crisis a todo el sistema. Arnold Hauser señala grandes crisis económicas (bancarrota financiera, en Francia, en 1557, y en 1575, en España) que se repercuten en la gente pobre y que dan lugar a crisis sociales y a crisis espirituales. Todos los valores de la caballería feudal se desploman y dan lugar a la «segunda derrota de la caballería»40. Lukács habla de la sensación del hombre renacentista de quedarse solo frente a un mundo lleno de novedades y revolucionado en sus principales creencias, y del resultado de esa sensación: «la inadecuación entre el alma y la obra, entre la interioridad y la aventura, en el hecho de que ningún esfuerzo humano se inserte ya en el orden trascendente»41.

Según esto, España no le da al Inca las contundentes seguridades conceptuales ni anímicas que uno podría suponer de frente a la cambiante situación americana. Ya sabemos de los resultados de su búsqueda de seguridades económicas. Hay, pues, en la misma España, un territorio de pasaje, que abarca desde los cambios tecnológicos hasta las novedades en la concepción de la literatura y el lenguaje. Para usar el concepto que tratamos de manejar en este artículo, se encuentra en una «frontera» cultural y el esfuerzo de Nebrija por fijar la lengua o el de Covarrubias por recoger su léxico no son sino síntomas de encontrar los linderos de esa frontera.

Quiero decir con esto que el lugar de enunciación del Inca Garcilaso de la Vega, si bien se ha establecido que es la ciudad de Montilla, en España, desde el punto de vista geográfico, desde el punto de vista cultural es un lugar de enunciación fronterizo: la tierra del exilio espiritual, en donde nuestro autor enfrenta sus múltiples situaciones: el Renacimiento, como una conjunción viva de contradicciones, como pasaje de una época a otra en términos de adelantos materiales y espirituales, con las consecuentes crisis a todos los niveles; la cuestión étnica, en la cual el Inca reconoce sus identidades múltiples: la española, la india y la mestiza; la cuestión genérica, en el sentido de que su voz habla en la intersección exacta entre literatura e historia.

En este sentido, el Inca Garcilaso de la Vega se perfila como auténtico autor americano. Hay un exilio implícito en todo escritor hispanoamericano. Lo ha dicho Luis Cardoza y Aragón respecto de los guatemaltecos, con palabras terribles: «Ser guatemalteco es ser apátrida». Tal condición pareciera ser una obligación en casi todos los escritores latinoamericanos: para poder ejercer su arte, deben situarse en territorios fronterizos, como si siempre tuvieran la obligación de explicarse, desde una distancia íntima, las propias realidades. La objeción de Coetzee, con la que hemos abierto estas reflexiones, no deja de ser cierta, pero no implica necesariamente una negatividad. Que el escritor esté mirando «por encima del hombro» hacia un posible lector, es condición necesaria de la escritura. No hay quien no lo haga, salvo los que declaran, con una cierta dosis de autoengaño, escribir para sí mismos. Que ese lector virtual sea un extranjero, resulta ineludible. Siempre el lector es extranjero respecto del territorio en el que se instala quien escribe. Su código no siempre es el mismo del código de la enunciación, e infinitas veces tiene que aprenderlo, para poder alcanzar la estética del escritor. El Inca Garcilaso de la Vega escribía para salvar la memoria de los hechos de América, con códigos lingüísticos y estilísticos aprendidos en España. ¿Por qué forzosamente pensar que su intención era escribir sólo para los españoles de su época? Sería otorgarle una patente de relativismo excesiva. Si era hombre inteligente y sensible, el Inca habrá percibido mejor que nadie que escribía desde un territorio cultural inédito, nuevo como el continente americano. Sus reivindicaciones de españolidad, indigenismo y mestizaje dan cuenta de un hombre nuevo, que reúne en sí características aparentemente contradictorias. Desde esa frontera, una especie de cuerda tensa sobre el vacío en el que se mantiene en equilibrio, quizá no sea azaroso atribuirle la función complementaria del artista de la frontera. No sólo ver el mundo con ojos diferentes a los del europeo, necesariamente condicionado por sus orígenes, sino también tender puentes hacia la otra cultura. Abrir un diálogo de modo que la cultura de origen resulte salvada y fortalecida, mientras la cultura de llegada se enriquezca y sea siempre más nueva merced a esa contribución. Es el motivo por el cual la cultura en lengua española ha sido siempre mejor y más grande con las obras de Miguel Ángel Asturias, de Alejo Carpentier, de Jorge Luis Borges, de José María Arguedas. Desde la escritura fundacional del Inca Garcilaso de la Vega, en la ciudad de Montilla, muy cerca de Córdoba.





 
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