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El infierno tan temido [Prólogo a «El poder y la gloria» de Graham Greene]

Sergio Ramírez





Graham Greene llegó por primera vez a México en 1938, cuando tenía 34 años de edad. No fue el primero de los grandes escritores ingleses del siglo XX en sentirse atraído por los misterios y el drama de una tierra estremecida por la magia ancestral y por los cataclismos políticos, pues D. H. Lawrence y Malcolm Lowry lo habían precedido, y cada uno de los tres escribiría una obra maestra como resultado de su propia estancia: el propio Greene, El poder y la gloria (1940); Lawrence, La serpiente emplumada (1926), que regresa al mito de Quetzaltcoatl, esencial a la cultura mexicana; y Lowry Bajo el volcán (1947), que aunque publicada tardíamente, tras varios rechazos editoriales, había tenido sus origines en la primera permanencia del escritor en Cuernavaca en 1936, una novela en la que su personaje central, el cónsul Geoffrey Firmin, alcohólico impenitente, no será distante a los propios personajes de Greene.

Sin saber una sola palabra de español, y sin preocuparse nunca de aprenderlo, su corta visita no varió la idea que ya llevaba de México, a sus ojos un país salvaje y atrasado, de mestizos tramposos e indios indolentes, donde hasta hacía poco los curas eran fusilados, y las iglesias clausuradas convertidas en establos. Era para entonces crítico de cine de The Spectator, en cuya redacción había recalado a su regreso de Liberia, una exploración que describe en Viaje sin mapas, y se había convertido al catolicismo en 1926, para la temprana época en que tenía ya el cargo de subdirector del Times de Londres, «un católico con una creencia intelectual, sino emocional, en el dogma católico», según él mismo señala. Pero en todo caso, un católico dispuesto a defender los fundamentos de la fe que había abrazado.

Su viaje a México estaba motivado por la intención de escribir un reporte sobre la persecución contra la iglesia, que había tenido su clímax diez años atrás, y de su recorrido por los estados sureños de Tabasco y Chiapas resultó el libro Caminos sin ley, que vino a ser también el cuaderno de apuntes, en cuanto a escenarios y personajes, para El poder y la gloria. Pero si en el primero asume una posición, y deja oír sus opiniones, casi siempre adversas al país, y algunas veces sesgadas, en el segundo sabe preservar su condición de novelista y narra desde una impecable distancia, con una mirada que es capaz de envolver a los personajes desde todos los ángulos.

Iba en busca de las huellas de la persecución religiosa, pero no buscó documentar «la guerra de los cristeros», librada desde 1927 hasta 1929 en Guadalajara y Guanajuato, al noroeste de la capital, y otros cuatro estados vecinos más, entre las tropas del gobierno y campesinos católicos alzados en armas, sino la represión contra los sacerdotes en Tabasco, uno de los estados más pobres y más despoblados, de caluroso clima tropical, abundantes lluvias, ríos caudalosos y selvas todavía vírgenes, pantanos y sabanas.

En Tabasco había gobernado hasta el año de 1935 un extravagante personaje, Tomás Garrido Canabal (1891-1943). Fanático anticlerical como pueden encontrarse pocos en la historia de América Latina, dispuso en el año de 1925 que los sacerdotes estaban obligados a casarse, y de allí arranca uno de los temas esenciales de El poder y la gloria; saqueó y clausuró las iglesias, hizo quemar las imágenes de los santos, mandó a quitar las cruces de las tumbas en los cementerios, de donde hizo desaparecer imágenes y mausoleos, para que fueran cambiados por columnas truncas de igual tamaño, que tuvieran por todo epitafio un número, un nombre y una fecha; sustituyó las fiestas religiosas por ferias agrícolas y ganaderas, ordenó cambiar los nombres de las poblaciones que llevaran nombres de santos, para que fueran repuestos por nombres de héroes, sabios, maestros y artistas; prohibió la palabra «adiós» para saludarse, y mandó que en cambio se usara «salud»; en su finca experimental La Florida, bautizó a un burro catalán como «el Papa», a un toro como «Dios», a una vaca como «la Virgen de Guadalupe», y a un cerdo como «San José». Y durante su segundo período como gobernador, creó «Los camisas rojas», una milicia privada formada por jóvenes fieles a su credo radical, que asoman en las páginas de El poder y la gloria.

Si era rubio y apuesto como se le veía en el mural de famosos de la historia de México en el viejo restaurante Prendes, cercano al Zócalo, en el cuadrante antiguo de la capital, debe haber parecido antes sus súbditos una estrella de cine. Tenía una hija a la que puso Zoila Libertad, un hijo al que puso Lenin, director de teatro luego en Costa Rica, adonde la familia debió exiliarse en 1935, tras la caída del padre; Luzbel, el otro hijo, que por supuesto se cambió de nombre, fue dueño de una fábrica de margarina, también en Costa Rica.

Un personaje semejante hubiera sido atractivo para cualquier novelista hispanoamericano, empezando por Valle-Inclán, pero Graham Greene era ascético en todo lo que se refiere a los esperpentos, o al realismo mágico, es decir, a las graves exageraciones que la realidad impone a la imaginación, y a los desbordes de humor que esas exageraciones traen consigo. El humor en sus novelas queda implícito en las situaciones, y es mucho más sosegado, eso que algunos podrían llamar «un humor inglés».

Al contrario de acercarse a los episodios históricos de la época, su advertencia inicial en El poder y la gloria, donde Garrido Canabal no se menciona por su nombre, aunque permanece como una sombra en el relato, es la de que la novela «se basa en la situación de uno de los estados de México hace algo más de diez años. No se ha intentado reproducir a ninguna persona real en ninguno de los caracteres». De pronto aparece «un primo del gobernador», pero sólo como contrabandista de vino y de licores al amparo del poder.

En 1938, cuando llegó desde Estados Unidos a la ciudad de México, para ir luego al puerto de Veracruz, y de allí por barco a través del río Grijalva hasta Villahermosa, la capital de Tabasco, ya había cesado «la más feroz persecución religiosa conocida en país alguno desde la época de Elizabeth», como él mismo la calificó. El nuevo presidente, el general Lázaro Cárdenas, normalizó en el año de 1936 las relaciones con la iglesia, en crisis desde que el general Plutarco Elías Calles había promulgado en 1926 la ley que reglamentaba el Artículo 130 de la Constitución de 1917, y facultaba al gobierno para cerrar templos, escuelas católicas y conventos, expulsar sacerdotes extranjeros y reducir su número en el territorio nacional. Esta ley fue la que dio manos libres al gobernador Garrido Canabal para imaginar, y desatar, su propia represión, y terminó por dar origen a la mencionada «guerra de los cristeros», desatada en enero de 1927, cuando los campesinos católicos, indios y mestizos, atizados por la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, se alzaron al grito de «¡Viva Cristo Rey!», bajo el estandarte de la virgen de Guadalupe.

El culto guadalupano, que se remonta en México al siglo XVI, es el mejor ejemplo del sincretismo entre la religión católica y las antiguas creencias indígenas, pues en el mismo sitio de la aparición de la virgen, el cerro del Tepeyac, se adoraba a la diosa Coatlicue, llamada también Tonantzin; y es también el mejor ejemplo del poder de la iglesia enraizado en las creencias populares, desde luego que miles de los más pobres fueron a combatir con las armas, y en desigualdad de condiciones, en contra de la revolución que prometía entregarles la tierra y cambiar su situación secular de miseria.

La muerte del general Álvaro Obregón, asesinado en noviembre de 1927 por el joven católico José León Toral, vino a agravar la situación de guerra; Obregón, otro de los caudillos de la revolución, iba a ser de nuevo presidente, y tanto Toral como los demás supuestos implicados en el complot, entre ellos el padre jesuita Agustín Pro, elevado a beato por el Papa Juan Pablo II, fueron ejecutados sumariamente.

De modo que el dramático enfrentamiento entre el poder laico de la revolución mexicana, y la iglesia católica, está en el trasfondo de El poder y la gloria, como un hecho reciente del pasado. Cuando Greene llega a México en 1938, ya zanjado en términos políticos el asunto religioso, lo que encuentra en caliente es la nacionalización de las riquezas petroleras, consumada ese mismo año. La decisión de Cárdenas de reivindicar el petróleo, hasta entonces en manos de compañías norteamericanas y británicas, habría de tensar las relaciones con Inglaterra hasta el extremo de la ruptura diplomática. En Caminos sin ley, tomando el lado de su país, y el de las empresas expropiadas, dirá que los trabajadores petroleros no hacían sino reclamar «grotescas condiciones».

Ese enfrentamiento que campea de manera casi invisible en El poder y la gloria, y que se encarna en la implacable persecución del personaje central, el «padre whisky», el último de los sacerdotes que queda en el estado de Tabasco, y que debe huir y esconderse siempre, había desembocado en aquella guerra de los cristeros, con su trágico saldo de decenas de miles de muertos, y en los desmanes de Garrido Canabal, que lleva su fobia a los extremos de una caricatura. Pero venía de mucho más lejos.

Quienes encabezaron en el siglo XIX en México al partido victorioso en las guerras de reforma libradas entre 1858 y 1867, eran liberales ilustrados, mientras los derrotados, de la facción conservadora, se identificaban estrechamente con la iglesia, como ocurrió en toda América Latina a la hora de las revoluciones liberales que sucedieron a la independencia frente a España. Las nuevas constituciones empezaron por separar los intereses del estado de los de la iglesia, confiscaron sus propiedades y declararon el laicismo, aboliendo también las órdenes monásticas y declarando la secularización de los conventos y monasterios, como había ocurrido en España con la ley de desamortización de Mendizábal en 1836.

Durante la dictadura del general Porfirio Díaz, uno de los caudillos de la guerra en contra de las tropas francesas de ocupación, y quien gobernó desde 1876 hasta 1910, toda una era en la historia de México, la iglesia católica pudo llevar adelante una «segunda evangelización» que la ayudó a consolidar de nuevo su gran poder en un país mayormente campesino y analfabeto. A la caída de Díaz sobrevino el gobierno civil del presidente Francisco Madero, asesinado en 1913, y bajo el gobierno del general Venustiano Carranza, que sucedió a Madero, se alzaría de nuevo una oleada anticlerical, otra vez bajo los presupuestos liberales de que la iglesia encarnaba una rémora para el progreso que la revolución venía a representar. La Constitución Política de 1917 reafirmó los principios laicos del estado en forma más radical que la anterior de 1857; no sólo se prohibieron los votos religiosos, y a la iglesia la propiedad de bienes, sino que ésta quedó despojada de existencia legal, y el culto restringido al interior de los templos.

En 1923, bajo el gobierno del general Obregón, el nuncio papal fue expulsado del país por haber presidido una ceremonia dedicada a la consagración de Cristo Rey en el cerro del Cubilete, en el estado de Guanajuato, uno de los más conservadores y católicos de México, y territorio de la guerra de los cristeros. Y dos años más tarde, ya Calles en el poder, se dio el intento de establecer la «Iglesia Católica Mexicana», que tendría como patriarca al cura cismático Joaquín Pérez, otro buen personaje de novela.

Estos acontecimientos, que marcan la historia de México en el siglo XX, llegan a las páginas de El poder y la gloria pero en sordina, porque no se trata de una novela histórica, ni política. El enfrentamiento entre el poder y la fe no tiene ningún gran escenario épico, y se reduce a una dimensión casi íntima, doméstica, en un villorrio junto a un río oscuro, cercado por la selva, y en el territorio salvaje y olvidado de Tabasco, donde se da la persecución del «padre whisky», acosado por un joven teniente de las fuerzas de policía, sin nombre ni apellido, encarnación nuevo orden laico que trata de imponerse destruyendo todo resabio del pasado; y acosado también por sus propias debilidades, vicios y miserias, que a la postre se volverán, más que el teniente custodio de la nueva fe atea, sus peores enemigos.

Es, pues, el relieve interior del conflicto lo que ha vuelto arquetípica a esta novela, un conflicto que tiene que ver con la preservación de la fe, y con el pecado y el delito. «El pecado y el delito se prestan mucho más que sus contrarios a excitar la fantasía de sus lectores, y, sobre todo, como en el caso clásico de Dostoyevski, a escrutar en las profundidades más oscuras del alma humana» -dice Giovanni Papini, igual que Green, convertido al catolicismo-. «No se puede negar que algunos novelistas de nuestro tiempo, incluso católicos, como, por ejemplo, Mauriac y Green, parecen atraídos y como fascinados por todo lo más vicioso y odioso que existe en las criaturas de esta época».

Es esta la fascinación que atrajo al novelista a explorar la oscura vida del «padre whisky», un personaje al que pudo identificar de lejos en Caminos sin ley, pero que no hubiera podido sustentarse solamente como víctima de la persecución sino encarnara al mismo tiempo a un hombre acorralado por el pecado, alcohólico, infiel a sus votos de castidad, padre sacrílego de una niña, y que debe vivir entre dos infiernos: el de su alma atormentada, y el de la persecución.

Desde luego que se trata de una épica personal, el número de personajes viene a ser limitado, y la mayoría de ellos son de aparición circunstancial, suficientes para ayudar a forjar los eslabones del relato. La lucha de contrarios, en un escenario casi siempre despejado, se libra entre el «padre whisky», un personaje solitario, por perseguido, porque darle asilo o amparo significa el riesgo de la muerte para sus feligreses; y su perseguidor, el teniente sin nombre, quien no abriga razones personales en su obsesión de capturarlo y llevarlo ante el paredón de fusilamiento. Sus razones son ideológicas, y si se quiere, profesionales; un hombre joven que al encarnar el aparato de ideas laicas de la revolución, no ve en los curas sino una especie cuya extinción debe ser apresurada, para que el futuro racional, en el que no debe haber ni oscurantismo ni fanatismo, sea posible. Es el guardián ascético del laicismo intransigente del presidente Calles, y del laicismo exuberante del gobernador Garrido Canabal, quien tenía por divisa una frase atribuida a Víctor Hugo: «En cada aldea hay una vela encendida: el maestro de escuela, y una boca que sopla para apagarla: el cura», y otra a Emilio Zola: «la humanidad no llegará a su perfeccionamiento hasta que no caiga la última piedra de la última iglesia sobre el último cura».

Otros personajes de la novela no son sino instrumentos del destino, o de la divinidad, como en el caso de «el mestizo», que tampoco tiene nombre ni apellido, y que aparece en el camino de «el padre whisky» solamente para entregarlo, ansioso de cobrar la recompensa. Su misión, como delator, es llevarlo hacia la expiación, y la purificación, un papel maquinado por la Providencia, sin escapatoria posible, como el de Judas en las escrituras, igual que el teniente sin nombre es también un instrumento de la divinidad, y lo mismo el propio «padre whisky». Si estamos hechos a imagen de Dios, reflexiona el perseguido, «Dios era entonces el padre, pero también la policía, el criminal, el cura, el maniático y el juez. Algunas veces la imagen de Dios colgaba de una horca o adoptaba raras actitudes ante las balas en el patio de una cárcel o se retorcía como un camello durante el acto sexual».

Dios es el perseguidor, el instrumento de la persecución, y el perseguido, como dirá Flaubert de sí mismo en su carta de 1873 a George Sand: «Me parece que atravieso una soledad sin fin, para ir no sé adonde. Y soy a la vez el desierto, el viajero y el camello». Una propuesta como las de Jorge Luis Borges, que también debe aplicarse al propio «padre whisky», porque junta en sí mismo al pecador, al pecado y la expiación, siendo al mismo tiempo el perseguidor de su propio pecado, y el perseguido.

Greene parece echar mano de las herramientas de una antigua fe puritana, construida en base a los mandatos implacables del viejo testamento, para abrirse paso hacia su nuevo catolicismo donde la gracia de los evangelios ocupa el lugar central, una gracia capaz de lavar todas las culpas. Bajo esta doble condición, como novelista es dueño de una doble potestad, desde luego que el novelista también es dios a la hora de juzgar a sus personajes y decidir la suerte que les toca.

En el antiguo testamento, Dios, que encarna el bien si concesiones, y maneja los resortes de la buena conducta, capaz de exigir su cumplimiento a costa de cualquier sacrificio o penuria, encarna también el mal, y contienen en su propia divinidad al demonio, porque no hay todavía ángel caído en el orden inmutable de los cielos y de la tierra. Es sólo después que habrán de separarse el bien y el mal, y habrá entonces ángeles de luz y ángeles de las tinieblas, y en el nuevo testamento la gracia será posible por aparte del mal, la gracia que busca el «padre whisky» y que, precisamente por eso, siente que no puede encontrar, porque se trata de la gracia independiente, alejada del mal. Antes no. La conciencia tiene que luchar toda la noche consigo misma, dentro de sí misma, como Jacob que lucha en el Génesis con el ángel, que es a la vez Dios, y es su propia conciencia.

«El padre whisky», es un ser culpable ante sus propios ojos de pecador, porque como sacerdote nadie mejor que él está preparado para juzgar el pecado; pero no conseguirá la expiación de sus culpas sino al precio de la purificación total. Es un mandato severo que no puede evadir: para salvar su alma, tiene primero que perderla. Pero antes de perderla, tiene que encontrarla. No cabe huir del ángel que quiere la lucha, ni vale la pena hacerlo en términos de la fe. La persecución consumada es necesaria para la expiación del pecado. De alguna manera, el teniente sin nombre, de opiniones implacables y asépticas, es el ángel justiciero. Por eso, al mismo tiempo que huye, en busca de la frontera del estado de Chiapas, donde la aplicación de las leyes anticlericales es más benigna, en el fondo de su conciencia atribulada sabe que debe regresar a Tabasco, donde le espera la muerte.

Se trata de un deber simple, y nunca se atreverá a pensar en el martirio, una corona que no merece. Es el último de los sacerdotes, porque los demás han huido fuera de las fronteras del estado, o han sido fusilados, y uno de ellos, el padre José, ha aceptado casarse en obediencia a la nueva ley. Su papel, por lo tanto, es irrenunciable; debe volver en busca de fieles a quienes administrar los sacramentos, un deber que su propia vida ha corrompido, pero al cual será fiel a pesar de todo. Pero más que eso, fiel a su destino, que es el del martirio, aunque se niegue a darle ese nombre.

El mayor de los pecadores siempre será salvado en el arrepentimiento y en la expiación. Pero el sacerdote que ha envilecido su ministerio tiene que ir mucho más allá, debe regresar para recibir su castigo. Borracho, sacrílego, concupiscente, vuelve a manos de sus perseguidores, sabiendo que ni siquiera puede aspirar a mártir de la causa de la fe, porque es demasiado impuro para ello. Sus feligreses necesitaban que cuidara de ellos un mártir verdadero, y no un necio como él, que amaba todas las cosas falsas. Y el amor, que le ha dado una hija, ¿es también una cosa falsa?

El amor no es malo, se responde, pero ha de ser dichoso y visible, tan sólo es malo cuando es oculto y desgraciado, «puede ser la mayor desgracia entre todas salvo la de perder a Dios. En sí, es perder a Dios... la lujuria no es lo peor. Porque un día, una vez, puede convertirse en el amor que debemos evitar. Y cuando amamos nuestro propio pecado, estamos condenados sin remedio...». Hacia donde quiera huir, el «padre whisky», tan miserable y desprovisto, no tendrá más camino que el regreso, ni más salida que la de entregarse a su perseguidor. Su pecado, está siempre delante de él.

Ya sabe también que el sacerdote perseguido por el poder que trata de reducirlo a cero como ministro de Dios y como hombre, no puede transar con ese poder porque se convierte en esperpento, como le ocurre al padre José, que se vuelve una figura trágica al haber aceptado casarse con su antigua ama de llaves, única manera de salvar su vida. ¿Y para qué salvarla? ¿A qué precio? El precio del desprecio. Ahora es el hazmerreír de los niños cuando la mujer lo llama a la cama; él mismo «sabía que era un bufón. Un viejo que se casa ya es grotesco; pero un cura viejo...».

Entonces, la verdadera escogencia para librarse de la persecución, y del pecado, viene a ser la muerte, y el «padre whisky» acaba de comprenderlo cuando ya a salvo en Chiapas, acepta regresar a territorio de Tabasco para dar la extremaunción a un moribundo, un yanki prófugo de la justicia, como él, pero por asaltante de bancos; cede por fin a la trampa, porque quiere la expiación, y el «mestizo» lo lleva de regreso adonde el teniente sin nombre lo espera.

Y como católico converso, muy consciente del valor de su propia fe, Green no puede dejar de hacer explícito un mensaje que se transfigura a lo largo de toda la novela: el sacerdote, por muy bajo que haya caído y por numerosos que sean sus pecados, no deja de ser nunca sacerdote, y conserva hasta el momento de su muerte el poder de convertir la hostia en la carne y la sangre de Cristo, el gran misterio y fundamento de la fe que se repite todos los días; pero si no se haya en estado de gracia, y ha corrompido sus votos, cada vez que eleve el cáliz en la consagración cometerá un sacrilegio. Ni siquiera la inocencia de su hija puede redimir al «padre whisky» de la impureza, ni devolverle la gracia.

En las horas de vigilia en la cárcel, antes de comparecer al alba delante del pelotón de fusilamiento, entre las llamas de su infierno personal alumbra una terrible convicción: si a pesar de sus culpas, como sacerdote conserva la facultad de perdonar los pecados de otros, y dejarlos limpios, él no puede perdonarse a sí mismo, y debe ser absuelto en confesión. Sólo queda recurrir al padre José, tan culpable y corrompido como él, y aún en eso fracasa, porque el otro se niega, lleno de miedo. Por tanto, se queda más solo que nunca en la hora final. Ni siquiera, reflexiona amargamente, era digno del infierno, y su peor tristeza es presentarse delante de Dios con las manos vacías. Y tan poco esfuerzo que le hubiera costado llegar a ser santo; solamente necesitaba un poco menos de cobardía.

Una de las cualidades más atractivas de Greene es su asombrosa capacidad de registrar escenarios y maneras de ser de países y regiones donde sólo ha estado de paso, y donde a lo mejor no regresará nunca, aprehendiéndolos como si fueran propios y como si tuviera de ellos un conocimiento de por vida. Semejante poder de elaboración, depende generalmente en un escritor de la vivencia constante. Se trata, en su caso, de una percepción minuciosa e inteligente, que comunica al lector no sólo con un paisaje, urbano o rural, sino con toda una atmósfera, que se ofrece sin visos de adulteración.

En este sentido Greene es un novelista trashumante, como en muchos sentidos lo fue Joseph Conrad, uno de sus maestros preferidos, y sus novelas ambientadas en países de América Latina no dejan de recordar el sabio aparato de invención que es Nostromo, donde Conrad consigue a través de una síntesis histórica y geográfica un país arquetípico, que puede ser reconocido a través de muy diversos y diferentes elementos; un verdadero prodigio, porque él mismo se preciaba de haber divisado apenas el relieve de las costas del continente desde un barco mercante.

Y es Conrad quien apunta de primero, desde una óptica exterior, hacia la percepción de un «espíritu nacional» que desde la independencia de los países latinoamericanos habrá de repetirse siempre en revueltas, golpes de y revoluciones, la disputa viciosa por el poder, la fatuidad, las bravatas y los alardes, la intolerancia, la venalidad y la corrupción, como algo inherente a la naturaleza de las cosas, «tiranía, ineptitud, falsía y brutalidad salvaje», como en la imaginaria, pero tan real, Costanagua. Ideas que ya estaban prefiguradas en la mente de Greene al arribar a México en 1938.

Aquella misma verosimilitud que Conrad da a su país imaginario, tienen la ciudad de La Habana, de Nuestro hombre en La Habana; Puerto Príncipe, de Los comediantes; el norte de Argentina, de El cónsul honorario; y el estado de Tabasco, de El poder y la gloria. Pero no se trata solamente de conseguir una virtuosa verosimilitud, sino de trasponer en términos literarios la realidad, una realidad que podríamos llamar adoptada, pero que tampoco es inocente al punto de servir nada más como un recurso de composición. El poder y la gloria conmueve no sólo por el drama del «padre whisky», sino también porque ese personaje perseguido y desvalido brota de la historia real de México, estremecido por el cataclismo de una revolución que altera el paisaje social, y que mientras no termina de asentarse producirá excesos y deslumbres, heroísmos y villanías. Sin ese cataclismo, una novela tan espléndida no sería posible.

No se trata, por tanto, ni de escenarios ni de espacios intercambiables, por el hecho de que Greene sea un escritor trashumante. Tabasco bajo la persecución religiosa de Garrido Canabal no es sustituible en El poder y la gloria, como no lo es el Haití del siniestro Papa Doc Duvalier en Los Comediantes. Representan, en cambio, pruebas de la maestría de apropiación que sólo se consigue con ese ojo fresco con que saben ver Greene los territorios extraños que se ofrecen llenos de novedad ante sus ojos y su memoria. Un poder de apropiación que alcanza, por supuesto, a los personajes.

En la composición del riguroso cuadro de personajes de sus novelas, habrá siempre la presencia insoslayable de algún «modelo» en el que el propio autor se desdobla, como una manera de narrar desde dentro del escenario sin riesgo de parecer un escritor de costumbres exóticas, demasiado exaltado por la novedad. Y ese personaje será siempre inglés, y masculino, aficionado al buen whisky, aburrido del trópico, quizás, y frustrado, siempre deseoso de irse del lugar, y de alguna manera absorbido o transfigurado en la propia herrumbre de las cosas y su desidia, deshaciéndose en el calor y la lluvia, como el dentista mister Trench, que aparece desde las primeras páginas de El poder y la gloria.

Esta manera de conectarse con la situación de lugar, muy peculiar suya, es lo que libra a Greene de los riesgos de una familiaridad abusiva, que podría comprometerlo con incidencias demasiado locales que sería incapaz de dominar. Sólo una vez que presenta a su personaje inglés, mister Trench, y lo elabora lo suficiente, permitirá la entrada en escena del «padre whisky». Y su personaje inglés, aquí y en otras de sus novelas, tendrá siempre rasgos de sí mismo.

El poder y la gloria, sin lugar a dudas una obra maestra, fue la primera de sus grandes experiencias por este camino de apropiarse de ambientes extraños que precisamente, gracias a su maestría, nunca llegaron a ser exóticos; y fue el primero de sus grandes logros literarios para siempre, en una dilatada y magistral obra narrativa.





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