Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El ingenio de Don Jacinto

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



La compañía Iniesta-Galván intenta sobrevivir en la España de la posguerra. Es modesta. Apenas cuenta con un anciano primer actor y una primera actriz que recuerda con dificultades la lista de quienes se han ido quedando en los cementerios. Se sostiene gracias a Carlos Galván, cuyo amor al teatro es sometido a todo tipo de pruebas y desengaños. Van de pueblo en pueblo con su repertorio de juguetes cómicos, sainetes y comedias. Incluso algún drama de Benavente como Señora Ama (1908); para las grandes y rememoradas ocasiones. Eso sí, retocado mediante la eliminación de largos y complejos parlamentos que apenas entienden, recortado tras prescindir de algunas escenas, sin tantos personajes para que los espectadores no se pierdan...; pero de Benavente, un autor que es sinónimo de calidad y cultura. Les deslumbra.

Los miembros de esta compañía que emprende un viaje a ninguna parte de la mano de Fernando Fernán-Gómez1 no son cultos. Saben mucho de la vida como «últimos representantes de la picaresca», según definición de Francisco Umbral. Su continuo deambular por los pueblos les confiere una experiencia apenas completada con el estudio, al igual que tantos otros cómicos. Entre las obligaciones de su oficio no figura el conocimiento de una tradición teatral que, sin embargo, ellos mismos encarnan sin proponérselo, como eslabón final de lo iniciado en la España de Lope de Rueda. Pero les ha llegado la fama y el prestigio de Benavente; de don Jacinto, esa figura tan valorada por los actores españoles de la primera mitad del siglo XX a tenor de multitud de anécdotas y declaraciones reflejadas en entrevistas y escritos autobiográficos que examiné en Cómicos ante el espejo2. Y están orgullosos de representarle. Incluso lo recuerdan como un hito cuando alguien pone en duda la valía y el interés de su trabajo. Carlitos, el inesperado hijo y nieto de los cómicos, no se entusiasma tras asistir por primera vez a una representación de sus familiares en el Café París de Cabezales. Piensa que hacen algo «ridículo». Su abuelo le contesta con una rotunda defensa de la profesión donde no cabe la ironía:

Tiene veneno, ¿sabes?, el teatro tiene veneno... Un no sé qué, un misterio. Hay gente que dice: voy a probar, un año, dos, y si me va mal, me dedico a otra cosa. Y luego no lo pueden dejar. Tiene veneno. Haces reír a la gente, les haces gozar. O llorar, según tú quieras. Tienes que aprenderte párrafos hasta de Benavente. Y, como es lógico, algo se pega. Los cómicos somos una casta privilegiada, de verdad.


(ed. cit., p. 77).                


Nadie duda del esfuerzo que supondría para estos, y otros, cómicos aprender los párrafos benaventinos, tan opuestos al estilo de Fernando Fernán-Gómez y un auténtico desafío de memorización saldado con los habituales atajos en la práctica. Tanto en el Café París de Cabezales como, me temo, en el Teatro Princesa de Madrid. Pero, ¿qué «se pega»? Se supone que la cultura del autor o, mejor dicho, el prestigio de una cultura envuelta en unas «divinas palabras» capaces de deslumbrar a estos cómicos. Los mismos que al ensayar renocen no comprender parte de lo que dicen:

- «Comprendo que lo... que in... tentaba ha... cer e... ra una felonia».

Felonía.

«Felonía». ¿Y eso qué es?

¡A ti qué te importa! ¡Sigue!


(ed. cit., p. 92).                


No les preocupa; como actores creen en el poder de unas palabras sonoras o expresiones cultas cuya aparatosa utilización desarbola a quien las escucha. Son también las de un Benavente que ellos apenas comprenden, pero utilizan con el afán de alcanzar prestigio y la confianza de que el ejercicio memorístico desembocará en un poso cultural. Al menos, un barniz.

Tal vez estos paradigmáticos cómicos creados por Fernando Fernán-Gómez anden un tanto equivocados, sobre todo con respecto a su supuesta cultura gracias al contacto con las obras donde Benavente volcó su ingenio. Ante el público de Cabezales y otros pueblos de La Llanada podrán brillar, e incluso deslumbrarle con una retórica benaventina que ellos mismos enfatizarían con sus peculiares y tradicionales técnicas de interpretación. Pero no habrán adquirido un bagaje cultural que vaya más allá de las apariencias. ¿Sólo por su culpa? No me atrevería a dar una rotunda respuesta afirmativa. Su modesta condición supone un límite evidente, pero también convendría observar la otra parte: la obra benaventina, donde sabiduría e ingenio se mezclan en dosis no siempre equilibradas.

Nadie, incluso los más radicales detractores de don Jacinto, cuestiona la cultura de quien fue un infatigable lector con espíritu crítico. Hasta se suele admitir su despliegue un tanto aparatoso en algunas obras donde evidencia un profundo conocimiento de la tradición teatral y literaria. Pero, dadas las características de su éxito y sus seguidores, cabe pensar que la causa fundamental del mismo no fue tanto una supuesta sabiduría como su hábil presentación en un sentido retórico y dramático. Es decir, un fértil y lúdico ingenio, capaz de deslumbrar a sectores mucho más amplios, y hasta cultos, que el de los cómicos concebidos por Fernando Fernán-Gómez.

Establecer una disyuntiva entre sabiduría e ingenio lleva, implícitamente, a la descalificación del segundo. Debemos evitarla, sobre todo en un ámbito como el de la ficción literaria o teatral, donde el ingenio a menudo es necesario para transmitir una sabiduría que de otra manera quedaría desprovista de atractivos. Pero también conviene no confundir ambos términos, delimitar sus campos respectivos y comprender el porqué de su desigual reparto en unas obras como las benaventinas, tan conscientemente concebidas de acuerdo con las características del público que durante décadas le sostuvo en la cúspide del teatro español. Y hoy le ha olvidado.

Benavente en este sentido, como en el ideológico, cultivó una calculada ambigüedad a lo largo de su prolífica y larga trayectoria teatral. Hay excepciones relativas. Obras que son exquisitos y brillantes juegos de ingenio como Los intereses creados (1907), que soporta como pocas el paso del tiempo por haber incidido en unas constantes universales, así como otras donde el imperativo de los tiempos y la necesidad de hacerse perdonar le hicieron caer en la palinodia y el panfleto. Es el caso de Abuelo y nieto (1941), mucho más definitoria en este sentido que Aves y pájaros (1940). Frente a la pirotecnia verbal al servicio de un ingenio asentado en la experiencia vital, la declaración rotunda que leída hoy produce una mezcla de sonrojo y compasión. Tal vez necesaria, para evitar la denunciada ambigüedad de la obra de 1940, que fue acogida por los portavoces del franquismo con una tibieza poco alentadora para el autor. Pero conviene evitar los casos extremos y un tanto excepcionales para centrarse en las obras que aportaron a Benavente un reconocimiento popular mantenido a lo largo de décadas. Se reparten en los distintos géneros que cultivó, desde el sainete hasta el drama rural. No obstante, mantienen esa calculada y hábil ambigüedad interpretada a menudo como expresión de las dudas de un espíritu escéptico, aunque también cabe percibir esa tendencia a la idea común manifestada con ingenio, que garantiza una aceptación mayoritaria por parte de un público convencido de la sabiduría del autor.

Benavente no fue una excepción en este sentido. Un autor coetáneo y de éxito similar como Arniches también supo jugar con la ambigüedad del lugar común, incluso en aquellas obras de una tendencia regeneracionista que compartió con su colega. Cualquiera de sus tragedias grotescas podría servir de ejemplo. La diferencia estriba en la orientación humorística del alicantino, donde el ingenio es imprescindible pero sin el matiz de prestigio del que se puede revestir en géneros como los cultivados por Benavente. En un drama rural o en una alta comedia el ingenio suele derivar en frases lapidarias, propias de momentos álgidos o de un impactante final de acto. En un marco rural de pasiones encontradas, mujeres sufridoras y hombres temporalmente desnortados, estas frases parecen salidas de las entrañas de la sabiduría popular, son sentencias que subrayan el «sermoneo educativo» reconocido como tal por el propio autor. En los salones madrileños, poblados por una aristocracia decadente y una burguesía emergente, que apenas se diferencian en lo esencial hasta el punto de que acaban confluyendo, estas frases parecen sentenciar el sentido del paso del tiempo histórico. En obras de humor, aunque el contenido sea similar, aparecen tan sólo como chispas que dan algo de fondo y calado a la acción dramática.

No obstante, si desmenuzamos el contenido nos encontramos a menudo con el lugar común que busca ser ratificado por un espectador cómodo, al no encontrarse ante algo sustancialmente nuevo o perturbador, y agradecido, ya que el ingenio benaventino le ha permitido elevar lo que en su mentalidad circulaba con marcado prosaísmo. Ahí radica, en mi opinión, buena parte del prestigio popular alcanzado por don Jacinto, un «sabio» del que se citan con admiración frases que apenas pueden ser desmenuzadas, desarrolladas o contrastadas. Propias de la vacuidad ideológica señalada, entre otros, por José Monleón y José M.ª de Quinto.Tampoco son encuadrables en un sistema filosófico, ideológico o moral que vaya más allá de lo conocido y aceptado por la inmensa mayoría, del lugar común que, como tal, suele situarse en un plano donde la polémica es inviable. Frente a esta táctica poco pudieron hacer Pérez de Ayala y quienes a partir de la I Guerra Mundial intentaron rebatir los fundamentos de su prestigio, basándose a menudo en cuestiones extrateatrales ante la imposibilidad de rebatir los contenidos de obras que moraban en un ingenioso limbo.

¿Quién va a negar la necesidad de adaptarse a la evolución de los tiempos? ¿Quién rebatirá la denuncia del afán de aparentar lo que en realidad no se posee? O en un plano moral, ¿quién descalificará a personajes que asumen el sufrimiento sin abdicar de una bondad a prueba de cualquier circunstancia? Es imposible. Tanto como la respuesta dialéctica a un teatro que no la busca. El objetivo de Benavente es orientar a su público, pero por un camino no sólo ya trazado, sino compartido por un autor en perfecta comunión con sus espectadores. Así, en El teatro del pueblo, afirma: «La obra dramática es más impulsada que impulsiva. El autor dramático que más predique puede estar seguro de que sólo será escuchado cuando predique a convencidos». Dicha comunión le permite cierto margen, el de «los alfilerazos», utilizados con la seguridad de que no producirán sangre y hasta reconfortarán a unos espectadores que escuchan un «sermoneo» similar al de otros rituales. Pero de esos «alfilerazos» apenas se puede extraer una sustancia ideológica, filosófica, política... Son tan sólo un componente de un sistema comunicativo donde no cabe lo perturbador, lo innovador o lo sorprendente; es decir, todo aquello que pudiera provocar inquietud o desconfianza en los espectadores.

Podemos establecer dos tipos de autores teatrales que parten de un presupuesto común: el público manda y es preciso darle lo que pide. No hace falta retrotraerse a los tiempos de Lope de Vega para argumentar en este sentido. Les vemos en nuestro teatro de la primera mitad del siglo XX. Unos como Muñoz Seca o García Álvarez lo hacen sin disimulo. Tal vez triunfen popularmente, pero sin el componente de prestigio y hasta con la animadversión de la crítica o los sectores más exigentes. Otros lo saben hacer de manera más sutil e inteligente, poniendo en juego recursos más elaborados al servicio de unos géneros mucho mejor considerados que el astracán. Suman así triunfo popular y prestigio, concepto este último que se extiende como los lugares comunes, sin necesidad de ser sustentado o explicado de manera racional o al menos contrastada. En parte así sucedió con Benavente, cuya «sabiduría» es indudable en cuestiones teatrales, pero dudosa cuando la sacamos de un escenario cuyos límites supo dominar como pocos. Ahí radica su valía y, también, su carencia.

Esta debilidad tal vez sea una de las razones que nos permiten comprender el relativo olvido de quien tantos triunfos cosechó. Hay otras igual o más importantes como la caducidad de los géneros que cultivó o el excesivo hincapié en la palabra, eje omnipresente de su dramaturgia y abrumadora para los usos actuales. Ya Julio Cejador y Frauca, tan poco sospechoso de vanguardista, calificó sus obras como «conferencias tenidas en el escenario entre algunos personajes». No obstante, también incluiría un ingenio capaz de disfrazar lugares comunes de amplia circulación y consenso en su tiempo, pero que, desde nuestra perspectiva, resultan además anacrónicos. Capaces de deslumbrar en su época a quienes se sentían reconfortados y a quienes, como los miembros de la imaginada compañía de Fernando Fernán-Gómez, estaban además abrumados por la sabiduría de don Jacinto. Hoy este concepto ha perdido fuerza, incluso de manera preocupante. Los sabios a nadie parecen interesar y menos abrumar. Y, aunque estemos en una cultura del ingenio como ha explicado José Antonio Marina3, el mismo se reviste de unas características alejadas de las que percibimos en las obras benaventinas. Su pulcro, culto y brillante estilo poca relación guarda con quienes rentabilizan el ingenio en tiempos donde todos nos empeñamos en «jugar» sin demasiado esfuerzo, ni siquiera el estilístico.

Leamos, pues, a Benavente, dejémonos arrastrar por su fértil ingenio que nos permite reencontrarnos con las exquisiteces de un lenguaje brillante y lúdico, pero no dejemos que el deslumbramiento nos lleve a hablar de sabiduría, probablemente más presente en la experiencia vital de aquellos pobres cómicos que emprendieron un viaje a ninguna parte creyendo que se les había «pegado» algo de los párrafos benaventinos.





Indice