Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoDon Quijote de la Mancha

Primera parte


imagen


ArribaAbajoCapítulo I

De la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme5, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero6, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados7, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos consumían las tres cuartas partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte8, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí9 de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años: era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijano. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías que leer, y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos: y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva; porque la claridad de su prosa, y aquellas entrincadas razones suyas le parecían de perlas: y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos10 donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza11. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y dalle fin al pie de la letra como allí se promete: y sin duda alguna lo hiciera y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza) sobre cual había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra, o Amadís de Gaula: mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio: y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Rui Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules cuando ahogó a Anteón el hijo de la Tierra entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigántea, que todos son soberbios y descomedidos, él sólo era afable y bien criado.

Pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalván, y más cuando le veía salir de su castillo, y robar cuantos topaba, y cuando en Allende12 robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia.

imagen

Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón13, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda; y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba.

Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón.

imagen

Limpiolas y aderezolas lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple: mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión hacia una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia de ella la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real14, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit15, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban.

imagen

Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría- porque (según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno el por sí, estuviese sin nombre conocido, y así procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces: pues estaba muy puesto en razón que mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE: de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia, que sin duda se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria para hacerla famosa y se llamó Amadís de Gaula, así quiso como buen caballero añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias pues sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmádose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, o por mi buena suerte me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos: y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso: nombre a su parecer músico y peregrino, y significativo como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.




ArribaAbajoCapítulo II

De la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote


Hechas pues estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretandole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana antes del día (que era uno de los calurosos del mes de julio) se armó de todas sus armas, subió sobre el Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuanta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que conforme a la ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero: y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas como novel caballero, sin empresa en el escudo hasta que por su fuerza la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó y prosiguió su camino: sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.

imagen

Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: ¿quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera? Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que dejando la blanda cuna del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel (y era verdad que por él caminaba); y añadió diciendo: dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles, y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú sabio encantador, quien quiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras. Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: ¡Oh princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento16 de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros17 deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.

Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y con esto caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo.

Autores hay que dicen, que la primera aventura que le avino fue la del puerto Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de La Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si viera una estrella que a los portales, sino a los alcázares de su rendición le encaminaba. Diose priesa a caminar, llegó a ella a tiempo que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido18, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada: y como a nuestro aventurero todo cuanto pasaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza, y honda cava, con todos aquellos adherentes que de semejantes castillos se pintan, fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar a, la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando.

En esto sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman), tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante, se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así con extraño contento llegó a la venta y a las damas; las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su ida su miedo, alzándose la visera del papelón, y descubriendo su seco y polvoroso rostro con gentil talante y voz reposada les dijo: non fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse, y a decirles: bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros.

El lenguaje no entendido de las señoras y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaban en ellas la risa y en él el enojo, y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la venta), respondió: Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etcétera. Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante19 que estudiante o paje. Y así le respondió: Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar: y siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y diciendo esto fue a tener del estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de-su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Mirole el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad: y acomodándole en la caballeriza volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas (que ya se habían reconciliado con él), las cuales aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola ni quitarle la contrahecha celada, que trata atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar: y al desarmarle (como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo) les dijo con mucho donaire:


    Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido,
Como fuera don Quijote
Cuando de su aldea vino;
Doncellas curaban dél,
Princesas de su rocino,

o Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío: que puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. Cualquiera yantaría yo respondió don Quijote, porque a lo que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que darle a comer. Como haya muchas truchuelas, respondió don Quijote, podrán servir de una trucha; porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos, que una pieza de a ocho; cuanto más que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa en la puerta de la venta por el fresco, y trújole el huésped una porción de mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía, y así una de aquellas señoras servía deste menester: mas al darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino: y todo esto lo recibía en paciencia a trueco de no romper las cintas de la celada.

imagen

Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como llegó sonó su silbato de cañas, cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería.




ArribaAbajoCapítulo III

De la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero


Y así fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena, la cual acabada, llamó al ventero, y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él diciéndole: No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, hasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió don Quijote; y así os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana como tengo dicho se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.

El ventero, que como está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y por tener que reír aquella noche, determinó de seguirle el humor, y así le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba, y que él ansimismo en los años de su mocedad se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo burlando sus aventuras, sin que hubiese dejado los percheles de Málaga, islas de Riarán, compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba y las ventillas de Toledo, y otras diversas partes donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y finalmente dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay en casi toda España; y que a lo último se había venido a recogerá aquél su castillo, donde vivía con su hacienda, y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía, y porque partiesen con él de sus haberes en pago de su buen deseo.

imagen

Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo, que a la mañana siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo. Preguntole si traía dineros: respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba, que puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de que tantos, libros están llenos y atestados), llevaban bien herradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no todas las veces en los campos y desiertos donde se combatían y saltan heridos, había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría trayendo por el aire en alguna nube alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas como si mal alguno no hubiesen tenido: mas que en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias como eran hilas y ungüentos para curarse: y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y raras veces) ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes: y por esto le daba por consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado que tan presto lo había de ser) que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuan bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Prometiole don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su adarga asió de su lanza, y con gentil continenti se comenzó a pasear delante de la pila, y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.

Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas, y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género de locura, fuéronsele a mirar desde lejos, y vieron que con sosegado ademán unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos.

Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitarlas armas de don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual viéndole llegar, en voz alta le dijo: Oh tú, quien quiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud) antes trabando de las correas las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo: acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece: no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga alzó la lanza a dos manos, y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que si segundara con otro no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.

Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero) llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos, y llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo: Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero que tamaña aventura está atendiendo. Con esto cobró a su parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo no volviera él pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría aunque los matase a todos. También don Quijote las daba mayores llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros, y que si el hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía; pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían: y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.

No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese: y así llegándose a él se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole cómo ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria: que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según el tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría. Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaban la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su Manual como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano, y diole sobre el cuello un gran golpe20; y tras él con su misma espada un gentil espaldarazo siempre murmurando entre dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñiese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenían la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena señora: Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero, y le dé ventura en lides. Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí en adelante a quien quedaba obligado por la merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía en las tendillas de Sanchobienaya y que donde quiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó, que por su amor le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Preguntole su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera: a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don, y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.

Hechas, pues, de galope y apriesa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo, y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante subió en él, y abrazando a su huésped le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora.




ArribaAbajoCapítulo IV

De lo que sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta


La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especialmente la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.

No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, saltan unas voces delicadas como de persona que se quejaba: y apenas las hubo oído, cuando dijo: Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos: estas voces sin duda son de algún menesteroso o menesterosa que ha menester mi favor y ayuda; y volviendo las riendas encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y a pocos pasos que entró por el bosque vio atada una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo, porque decía: La lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía: No lo haré otra vez, señor mío: por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.

Y viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo: Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede, subid sobre vuestro caballo, y tomad vuestra lanza (que también tenía una lanza arrimada a la encina adonde estaba, arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo. El labrador que vio sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió: Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado que cada día me falta una, y porque castigo su descuido o bellaquería dice que lo hago de miserable por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi anima que miente. ¿Miente delante de mí, ruin villano?, dijo don Quijote. Por el sol que nos alumbra que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza: Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto: desatadlo luego. El labrador bajó la cabeza, y sin responder palabra desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote, y halló que montaban sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento lo desembolsase si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que por el paso en que estaba y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada) que no eran tantos; porque se le habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo. Bien está todo eso, replicó don Quijote, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado: así que por esta parte no os debe nada. El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro. ¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡mal año! no señor, ni por pienso, porque en viéndose sólo me desollará como un San Bartolomé. No hará tal, replicó don Quijote, basta que yo se lo mande para que me tenga respeto, y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga. Mire vuestra merced, señor, lo que dice, dijo el muchacho, que este mi amo, no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, el vecino de Quintanar. Importa poco eso, respondió don Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que cada uno es hijo de sus obras. Así es verdad, dijo Andrés; pero este mi amo ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo? No niego, hermano Andrés, respondió el labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros como tengo dicho un real sobre otro y aun sahumados. Del sahumerio os hago gracia, dijo don Quijote, dádselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado: sino, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quien os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado so pena de la pronunciada.

Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguiole el labrador con los ojos, y cuando vio que había traspuesto el bosque y que ya no parecía, volviose a su criado Andrés y díjole: Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, que según es de valeroso y de buen juez, vive Roque que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo. También lo juro yo, dijo el labrador, pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y asiéndole del brazo le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes que le dejó por muerto. Llamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios, veréis como no desface aqueste, aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades: pero al fin le desató y le dio licencia que fuese a buscar a su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés partió algo mohíno jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contarle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas21; pero con todo esto él partió llorando, y su amo se quedó riendo: y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote, el cual contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea diciendo a media voz: bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven sobre la tierra, o sobre las bellas, bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel desapiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.

En esto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquellos tomarían: y por imitarlos estuvo un rato quedo; y al cabo de haberlo muy pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza. Y habiendo andado como dos millas descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran cuatro22, y venían con su quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y dos mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura, y por imitar en todo cuanto a él parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así con gentil continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo: todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son de estas razones y al ver la extraña figura del que las decía; y por la figura y por ellas luego echaron de verla locura de su dueño, mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y uno de ellos que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo; señor caballero, nosotros no conocemos quien es esa buena señora que decís, mostrádnosla, que si ella fuere de tanta-hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por vuestra parte nos es pedida, Si os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender: donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia: que ora vengáis uno a uno como pide la orden de caballería, ora todos juntos como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero confiado en la razón que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader, suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que porque no carguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás ni vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso por complacer a vuestra merced diremos en su favor todo lo que quisiere. No le mana, canalla infame, respondió don Quijote encendido en cólera, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como lo es la de mí señora.

Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada con el peso de las antiguas armas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, estaba diciendo: non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva; atended, que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y llegándose a él tomó la lanza, y después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos, que a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera23. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos que sobre él llovía no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines, que tal le parecían24. Cansose el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado, el cual después que se vio solo tornó a probar si podía levantarse, pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que aquello era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo, y no era posible levantarse según tenía brumado todo el cuerpo.

imagen




ArribaAbajoCapítulo V

Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero


Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña: historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así con muestras de grande sentimiento se comenzó a volcar por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del bosque.


    ¿Dónde estás, señora mía,
Que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
O eres falsa y desleal.

Y desta manera fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que dicen:


    ¡Oh noble marqués de Mantua,
Mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mismo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino, el cual viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él, y le preguntó que quién era, y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó sin duda que aquél era el marqués de Mantua, su tío, y así no le respondió otra cosa, sino fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta, de su desgracia y de los amores del hijo del emperante con su esposa, todo de la misma manera que el romance lo canta. El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que tenía lleno de polvo: y apenas le hubo limpiado, cuando le reconoció, y le dijo: señor Quijada (que así se debía llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante) ¿Quién ha puesto a vuestra merced desta suerte? Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba.

imagen

Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento por parecerle caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liolas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía. Y no menos iba don Quijote, que de puro molido y quebrantado no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo, de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase, le dijese que mal sentía: y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque en aquel punto olvidándose de Valdovinos se acordó del moro Abindarráez cuando el alcaide de Antequera Rodrigo de Narváez le prendió y llevó preso a su alcaldía. De suerte que cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez del mismo modo que el había leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor donde se escribe aprovechándose della tan de propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades, por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábase priesa a llegar al pueblo por excusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de la cual dijo: Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, ven ni verán en el mundo. A esto respondió el labrador: mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí!, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso su vecino, ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijada. Yo sé quién soy, respondió don Quijote, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. En estas pláticas y en otras semejantes llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero25.

Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en casa de don Quijote: la cual halló toda alborotada, y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote, y estaba diciéndoles su ama a voces: ¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado. Pero Pérez (que así se llamaba el cura), de la desgracia de mi señor? Seis días ha26 que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario, le han vuelto el juicio: que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía más: sepa, señor maese Nicolás (que éste era el nombre del barbero), que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos y ponía mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes, y criando estaba muy cansado decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio, decía que era sangre de las feridas que había recibido en la batalla, y bebíase luego un gran jarro de agua fría y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros (que tiene muchos), que bien merecen ser abrasados como si fuesen de herejes. Esto digo yo también, dijo el cura, y a fe que no se pasa el día de mañana sin que dellos no se haga auto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión, a quien los leyere, de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.

Todo esto estaban oyendo el labrador y D. Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así comenzó a decir a voces: abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua que viene mal ferido, y al señor moro Abindarráez que trae cautivo al valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron todos, y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo: Ténganse todos, que vengo mal ferido por la culpa de mi caballo: llévenme a mi lecho, y llámese si fuere posible a la sabia Urganda que cure y cate de mis feridas. ¡Mira en hora mala, dijo a este punto el ama, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora, que sin que venga esa Urganda le sabremos aquí curar. Maldito, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías que tal han parado a vuestra merced. Lleváronle luego a la cama, y catándole las feridas no le hallaron ninguna, y él dijo que todo era molimiento por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra. ¡Ta, ta!, dijo el cura: ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada que yo los queme mañana antes que llegue la noche. Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho, que fue poner más deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote.




ArribaAbajoCapítulo VI

Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo


El cual aún todavía dormía. Pidió a la sobrina las llaves del aposento donde estaban los libros autores del daño y ella se las dio de muy buena gana: entraron dentro todos y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados y otros pequeños; y así como el ama los vio, volviose a salir del aposento con grande priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: Tome vuestra merced, señor licenciado, rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos y pegarlos fuego, y si no llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos.

Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura: Parece cosa de misterio ésta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste, y así me parece que como a dogmatizador de una seta27 tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y así como a único en su arte se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él. Es, dijo el barbero, Las sergas de Esplandián28, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues en verdad, dijo el cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre: tomad, señora mía, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el cura. Éste que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de Amadís29. Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra y al pastor Darinel, y a sus églogas y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos el padre que me engendró si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el barbero; y aun yo, añadió la sobrina. Pues si así es, dijo el ama, vengan y al corral con ellos, Diéronseles, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dio con ellos por la ventana abajo.

¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Éste es, respondió el barbero, Don Olivante de Laura. El autor dese libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jardín de flores, y en verdad que no sepa determinar cual de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante30. Éste que se sigue es Florismarte de Hircania31, dijo el barbero. ¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el cura; pues a fe que ha de parar presto en el corral a pesar de su extraño nacimiento32 y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo: al corral con él y con esotro, señora ama. Que me place, señor mío, respondía ella, y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado. Éste es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ése, dijo el cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los demás sin réplica, y así fue hecho. Abriose otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan santo como este libro tiene se podía perdonar su ignorancia; más también se suele decir tras la cruz está el diablo: vaya el fuego. Tornando el barbero otro libro dijo: éste es Espejo de Caballerías33. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda el señor Reinaldos de Montalván con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el verdadero historiador Turpín, y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto34, al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendiérades, respondió el cura, y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos, escetuando a un Bernardo del Carpio35, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que éstos en llegando a mis manos han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego sin remisión alguna. Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo.

Y abriendo otro libro vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra, lo cual visto por el licenciado, dijo: esa Oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas36; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó37 para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno y la otra porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal, Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento38. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan. No, señor compadre, replicó el barbero, que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianís. Pues ése, replicó el cura, con la segunda, tercera y cuarta parte tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras impertinencias de más importancia, por lo cual se las dé término ultramarino39, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia, y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno40. Que me place, respondió el barbero y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela por grande y delgada que fuera, y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana.

Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quien era, y vio que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. Válame Dios, dijo el cura, dando una gran voz, ¡que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieléison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente Detriante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdernivida41, con los amores y embustes de la viuda Reposada42, y la señora Emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades sino de industria, que le echaran a galeras43 por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho. Así será, respondió el barbero; ¿pero qué haremos destos pequeños libros que quedan? Éstos, dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno vio que era La Diana de Jorge de Montemayor44, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género): éstos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento45 sin perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la sobrina, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás; porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delante. Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores; quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros. Éste que se sigue, dijo el barbero, es La Diana, llamada Segunda del Salmantino; y este otro que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino46, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo (2) se guarde como si fuera del mismo Apolo: y pase adelante, señor compadre, y démonos priesa que se va haciendo tarde.

Este libro es, dijo el barbero, abriendo otro, Los diez libros de fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fue Apolo y las musas, musas, y los poetas, poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y por su camino es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacerse cuenta que no ha leído jamas cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo: estos que se siguen son El pastor de Iberia47, Ninfas de Henares48, y Desengaños de Zelos49. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregarlos al brazo seglar del ama y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar. Éste que viene es el Pastor de Filitia50. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano, guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías51. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene: guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito. Éste es, siguió el barbero, El cancionero de López Maldonado. También el autor dese libro, replicó el cura, es grande amigo mío y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta: algo largo es en las églogas; pero nunca lo bueno fue mucho; guárdese con los escogidos.

¿Pero qué libro es ése que está junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete52, quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega, y entre tanto que esto se ve tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre. Que me place, respondió el barbero, y aquí vienen tres todos Juntos: La Araucana de don Alonso de Ercilla, La Austriada de Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Monserrat de Cristóbal de Virués, poeta valenciano. Todos estos tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia; guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España. Cansose el cura de ver más libros, y así a carga cerrada quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto vino el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.




ArribaAbajoCapítulo VII

De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha


Comenzó en esto don Quijote a dar fuertes voces diciendo: Aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo. Por acudir a este ruido y estruendo no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban, y así se cree que fueron al fuego sin ser vistos ni oídos La Carolea53 y León de España54, con los hechos del emperador, compuestos por don Luis de Ávila55, que sin duda debían de estar entre los que quedaban, y quizá si el cura los viera no pasaran por tan rigurosa sentencia. Cuando llegaron a don Quijote ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él y por fuerza le volvieron al lecho, y después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura le dijo: por cierto, señor arzobispo Turpín, que es grande mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan sin más ni más llevar la victoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros, los aventureros. ganado el prez en los tres días antecedentes. Calle vuestra merced, señor compadre, dijo el cura, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde, se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por ahora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está mal ferido.

imagen

Ferido no, dijo don Quijote; pero molido y quebrantado no hay duda en ello, porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia porque ve que yo sólo soy el opuesto de sus valentías; más no me llamaría yo Reinaldos de Montalván si en levantándome deste lecho no me lo pagase a pesar de todos sus encantamientos: y por ahora tráiganme de yantar, que sé que es lo que mas me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo. Hiciéronlo así, diéronle de comer, y quedose otra vez dormido y ellos admirados de su locura. Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador; así se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores.

Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesen que un encantador se los había llevado y el aposento y todo, y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros, y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo: ¿qué aposento o qué nada busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo. No era diablo, replicó la sobrina, sino un encantador que vino sobre una nube una noche después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento y no sé lo que hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería: dijo también que se llamaba el sabio Muñatón. Fristón diría, dijo don Quijote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en ton su nombre. Así es, dijo don Quijote, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede: y mándole yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.

¿Quién duda de eso?, dijo la sobrina; ¿pero quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias?, ¿no será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo56, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados? ¡Oh sobrina mía!, respondió don Quijote, y cuán mal que estás en la cuenta: primero que a mí me trasquilen tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía, y otras concedía, pero si no guardaba este artificio no había poder averiguarse con él.

En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos y asentó por escudero de su vecino. Dio luego don Quijote orden de buscar dineros; y vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad. Acomodose asimismo de una rodela57 que pidió prestada a un su amigo, y pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester; sobre todo le encargó que llevase alforjas. Él dijo que sí llevaría, y que ansimismo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba hecho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria: mas con todo esto determinó que le llevase con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyose de camisas y de las demás cosas que él pudo conforme al consejo que el ventero le había dado.

Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían atinque los buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que había tomado en su primer viaje, que fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaba.

Dijo en esto Sancho Panza a su amo: mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A lo cual le respondió D. Quijote: has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada, de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza, antes pienso aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o por lo mucho de marqués, de algún valle o provincia de poco más o menos; pero si tú, vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo. Desa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, que lo menos Juana Gutiérrez mi oíslo58 vendría a ser reina y mis hijos infantes. ¿Pues quién lo duda?, respondió don Quijote. Yo lo dudo, replicó Sancho Panza, porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió don Quijote, que él le dará lo que más le convenga; pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado59. No haré, señor mío, respondió Sancho, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginable aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación.


En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quién pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza. Aquellos que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió don Quijote, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí y ponte en oración en el espacio en que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas; no fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Levantose en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo: pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y en diciendo esto y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su adarga con la lanza en el ristre60, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho61 por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con el Rocinante. ¡Válame Dios!, dijo Sancho: ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? Calla, amigo Sancho, respondió don Quijote, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza: cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Fristón, que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo han de poder poco sus males artes contra la bondad de mi espada. Dios lo haga como puede, respondió Sancho Panza; y ayudándole a levantar tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura siguieron el camino del puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza, y diciéndoselo a su escudero le dijo: yo me acuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus descendientes se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca62. Hete dicho esto porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas, y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída. Así es la verdad, respondió don Quijote; sino me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella63. Si eso es así, no tengo yo que replicar, respondió Sancho; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí se decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero, y así le declaró que podía muy bien quejarse cómo y cuándo quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería.

Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondiole su amo que por entonces no le hacía menester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que se amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las aves que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota; y hallola algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias.

Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del día le descubrieron. Aquí, dijo en viéndole don Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras; mas advierte que aunque me veas en los mayores peligros del mundo no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden son canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes hasta que seas armado caballero. Por cierto, señor, respondió Sancho, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias: bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo yo menos, respondió don Quijote; pero en esto de ayudarme contra caballeros has de tener a raya tus naturales ímpetus. Digo que así lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo.

Estando en estas razones asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos64 de camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó don Quijote cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben de ser y son, sin duda, algunos encantadores, que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho: mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que se engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió don Quijote, que sabes poco de achaque de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo: gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejaos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los frailes las riendas y quedaron admirados así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron: señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya os conozco fementida canalla, dijo don Quijote: y sin esperar más respuesta picó a rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no cayera muerto.

El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el mismo viento. Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno arremetió a él, y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondioles Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo, y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces, y le dejaron tendido en el suelo, y sin aliento ni sentido; y sin detenerse un punto tornó a subir el fraile todo temoroso y acobardado y sin color en el rostro; y cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche diciéndole: la vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo: y porque no ponéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso: y en pago del beneficio que de mí habéis recibido no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.

Todo esto que don Quijote decía, escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno: el cual viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana y peor vizcaína desta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que criome, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno65. Entendiolo muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió: si fueres caballero como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano: si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que al gato llevas: vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agrajes, respondió don Quijote; y arrojando la lanza en el suelo sacó su espada, y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que por ser de las malas de alquiler no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada: pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temorosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirarla rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a dársela sin defensa le abriera hasta la cintura. don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz diciendo: oh señora de mi alma Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero que por satisfacer a la vuestra mucha bondad en este riguroso trance se halla. Al decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mismo que don Quijote, y así le aguardó bien cubierto de su almohada sin poder rodear la mula a una y otra parte, que ya de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías no podía dar un paso.

Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimismo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las de más criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a. las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen: y así con esta imaginación no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte66.




ArribaAbajoCapítulo IX

Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron


Dejemos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas en guisa de descargar dos furibundos fendientes67, tales, que si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada, y, que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba. Causome esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mí parecer faltaba de tan sabroso cuento. Pareciome cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escribir sus nunca vistas hazañas; cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes de los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías por más escondidas que fuesen, y no había de ser tan desdichado tan buen caballero que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echaba la culpa a la malignidad del tiempo devorador y consumidor de todas las cosas, el cual o la tenía oculta o consumida. Por otra parte me parecía, que pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de Zelos, y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna, y ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al de desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas de aquellas que andaban con sus azotes68 y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún follón o algún villano de hacha y capellina69, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo don Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia: aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera.

Estando yo un día en el Alcaná70 de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero, y como soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que, el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado71 que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él se comenzó a reír: preguntele que de qué se reía, y respondiome que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación: Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa dijo: está como he dicho, aquí en el margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos, que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me presentó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote.

Con esta imaginación le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de1a Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro, y salteándosele al sedero compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real: que si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales en la compra. Aparteme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguele me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentose con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad; pero yo por facilitar más el negocio, y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio, la tradujo toda del mismo modo que aquí se refiere72.

Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta: tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia, que sin duda debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote, estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante73: junto a él estaba Sancho Panza, que tenía de cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia74.

imagen

Otras algunas menudencias había que advertir; pero todas son de poca importancia, y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera. Si a ésta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos, aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado, y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia75 emula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor76 antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte siguiendo la traducción, comenzaba desta manera:

Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy mal trecho.

¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego viéndose parar de aquella manera! No se diga más sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña comenzó a echar sangre por las narices y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero con todo eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos y la mula espantada del terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra. Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y como le vio caer saltó de su caballo, y con mucha ligereza se llegó a él y poniéndole la punta de la espada en los ojos le dijo que se rindiese, sino que le cortaría la cabeza. Estaba el Vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra y él lo pasara mal según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran a donde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida de aquel su escudero; a lo cual don Quijote respondió con mucho entono y gravedad: por cierto fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su voluntad. Las temorosas desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado. Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más el daño, puesto que me lo tenía bien merecido.