Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XVIII

Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas


Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado, tanto que no podía arrear a su jumento. Cuando así le vio don Quijote le dijo: Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta es encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo esto por haber visto que cuando estaba por las bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro por la fe de quien soy que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería, que como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona en caso de urgente y gran necesidad. También me vengara yo si pudiera, dijo Sancho, fuera o no fuera armado caballero, pero no pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y de hueso como nosotros, y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nombres, que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo: así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral ni apearse del caballo en él estuvo que en encantamentos, y lo que yo saco en limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo, al cabo nos han de traer a tantas desventuras que no sepamos cuál es nuestro pie derecho; y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar ahora que es tiempo de la siega y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de zeca en meca y de zoca en colodra, como se dice.

Qué poco sabes, Sancho, respondió don Quijote, de achaque de caballería: calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio: sino, dime ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo? Ninguno sin duda alguna. Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo sé; sólo sé que después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no hay para que me cuente en tan honroso número) jamás hemos vencido batalla alguna, sino fue la del vizcaíno, y aun de aquella salió vuestra merced con media oreja y media celada menos; que después acá todo ha sido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme sucedido por personas encantadas de quien no puedo vengarme, para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice. Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho, respondió don Quijote; pero de aquí en adelante yo procuraré haber a las manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningún género de encantamentos, y aun podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís cuando se llamaba El caballero de la ardiente espada120, fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo, que porque fuera de que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura por fuerte y encantada que fuese que se le parase delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso fuese y vuestra merced viniese a hallar espada semejante, sólo vendría a servir y aprovechar a los armados caballeros, como el bálsamo, y a los escuderos que se los papen duelos121. No temas eso, Sancho, dijo don Quijote, que mejor lo hará el cielo contigo.

En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban, venía hacia ellos una grande y espesa polvoreda, y en viéndola se volvió a Sancho, y le dijo: Éste es el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte: este es el día, digo, en que se ha de, mostrar tanto como en otro alguno el valor de mi brazo, y en que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvoreda que allí se levanta, Sancho? Pues todo es cuajada de un copiosísimo ejército, que de diversas e innumerables gentes compuesto, por allí viene' marchando. A esa cuenta dos deben de ser, dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvoreda. Volvió a mirarla don Quijote, y vio que así era la verdad, y alegrándose sobremanera, pensó sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura, porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía, era encaminado a cosas semejantes: y la polvoreda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se echaron de ver hasta que llegaron cerca, y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho le vino a creer y a decirle: señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros? ¿Qué? dijo, don Quijote, favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos: y has de saber, Sancho, que éste que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana122; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo el rey de los Garamantas123 Pentapolín del arremangado brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo. ¿Pues por qué se quieren tan mal estos dos señores? preguntó Sancho, Quiérense mal, respondió don Quijote, porque este Alifanfarón es un furibundo pagano y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eso harás lo que debes, Sancho, dijo don Quijote, porque para entrar en batallas semejantes no se requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza eso, respondió Sancho: ¿pero dónde pondremos a este asno, que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega, porque el entrar en ella en semejante caballería, no creo que está en uso hasta ahora? Así es verdad, dijo don Quijote: Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ahora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque por otro; pero estame atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen; y para que mejor los veas y notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir los dos ejércitos. Hiciéronlo así, y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se veían bien las dos manadas, que a don Quijote se le hicieron ejércitos, si las nubes del polvo que levantaban no les turbaran y cegaran la vista; pero con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir:

Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes124, que trae en el escudo un león coronado rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la puente de plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia: el otro de miembros gigantescos que está a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta, que según es fama, es una de las del templo que derribó Sansón cuando con su muerte se vengó de sus enemigos- pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás delante y en la frente de estotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles azules, verdes, blancos y amarillos, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama, que según se dice es la sin par Miaulina, hija del duque Alfeñiquén de Algarbe: el otro que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana125, que trae las armas como nieve blancas, y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papin, señor de las baronías de Utrique: el otro que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros126 azules, es el poderoso duque de Nerbia Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte.

Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que él se imaginaba; y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de imprevisto, llevado de la imaginación de su nunca vista locura; y sin parar, prosiguió diciendo: a este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones; aquí están los que beben las dulces aguas del famoso Janto, los montuosos que pisan los masílicos campos, los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia, los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Tormodonte, los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo, los númidas dudosos en sus promesas, los persas en arcos y flechas famosos, los partos, los medos que pelean huyendo, los árabes de mudables casas, los citas tan crueles como blancos, los etíopes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo.

imagen

En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis, los que tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo, los que gozan las provechosas aguas del divino Genil, los que pisan los tartesios campos de pastos abundantes, los que se alegran en los elíseos jerezanos prados, los manchegos ricos y coronados de rubias espigas, los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda, los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente, los que su ganado apacientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso, los que tiemblan con el frío del silboso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino: finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra127.

¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y como no descubría a ninguno, le dijo: Señor, encomiendo al diablo si hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto a lo menos yo no los veo; quizá todo debe de ser encantamento, como las fantasmas de anoche. ¿Cómo dices eso? respondió don Quijote; ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino muchos balidos de ovejas y carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos, y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda; y diciendo esto puso las espuelas a Rocinante, y puesta la lanza en el ristre bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho diciéndole: Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir: vuélvase, desdichado del padre que me engendró; ¡qué locura es ésta!, mire que no hay gigante, ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados, ¿qué es lo que hace?, ¡pecador soy yo a Dios! Ni por esas volvió don Quijote, antes en altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del arremangado brazo, seguidme todos, veréis cuan fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana. Esto diciendo se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo, como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, descifiéronse las hondas y comensaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. don Quijote no se curaba de las piedras, antes discurriendo a todas partes decía: ¿Adonde estás, soberbio Alifanfarón?, vente a mí, que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta. Llegó en esto una peladilla de arroyo, y dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan al trecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estómago: mas antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra almendra, y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno que se le hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machacándole malamente dos dedos de la mano. Tal fue el golpe primero y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores, y creyeron que le habían muerto, y así con mucha priesa recogieron su ganado y cargaron de las reses muertas que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa, se fueron.

Estábase todo este tiempo Sancho sabre la cuesta mirando las locuras que su amo hacía y arrancábase las barbas maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer: viéndole, pues, caído en el suelo y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegose a él, y hallole de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole: ¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a cometer no eran ejércitos sino manadas de corderos? Como eso puede desaparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo, respondió don Quijote: Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas: si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno, y síguelos bonitamente, y verás como en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos como yo te los pinte primero; pero no vayas ahora, que he menester tu favor y ayuda: llégate a mí, y mira cuantas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguna en la boca. Llegose Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca arrojó de sí más recio que una escopeta cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero. ¡Santa María!, dijo Sancho, ¿y qué es esto que me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca; pero reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber, y fue tanto el asco que tomó, que revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué limpiarse y con qué curar a su amo, y como no las halló estuvo a punto de perder el juicio: maldíjose de nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su amo, y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.

Levantose en esto don Quijote, y puesta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y fuese adonde su escudero estaba de pechos sobre su asno con la mano en la mejilla en guisa de hombre pensativo además; y viéndole don Quijote de aquella manera con muestras de tanta tristeza, le dijo: Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro: todas estas borrascas que nos suceden, son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal y el bien sean durables, y de aquí se sigue, que habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca: así que, no debes congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte dellas. ¿Cómo no?, respondió Sancho; ¿por ventura el que ayer mantearon era otro que el hijo de mi padre?, ¿y las alforjas que hoy me faltan con todas mis alhajas, son de otro que del mismo? ¿Qué, te faltan las alforjas, Sancho?, dijo don Quijote. Sí que me faltan, respondió Sancho. Dese modo no tenemos que comer hoy, replicó don Quijote. Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan mal aventurados caballeros andantes como vuestra merced es. Con todo eso, respondió don Quijote, tomara yo ahora más aina un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna128; mas con todo esto sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y mas andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a, los mosquitos del aire, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y malos, y llueve sobre los injustos y justos. Mas bueno era vuestra merced, dijo Sancho, para predicador, que para caballero andante. De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho, dijo don Quijote, porque caballero andante hubo en los pasados siglos que así se paraba a hacer un sermón o plática en mitad de un camino real, como si fuera graduado por la universidad de París; de donde se infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea así como vuestra merced dice, respondió Sancho, vamos ahora de aquí y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados, que si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.

Pídeselo tú a Dios, dijo don Quijote, y guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos; pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien cuantos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos, y estándole atentando le dijo: ¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte? Cuatro, respondió don Quijote, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas. Mire vuestra merced bien lo que dice, señor, respondió Sancho. Digo cuatro, si no eran cinco, respondió don Quijote, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido de neguijón ni de reúma alguno. Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vuestra merced mas de dos muelas y media; y en la de arriba ni media ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano. ¡Sin ventura yo!, dijo don Quijote oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante; mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería: sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres. Hízolo así Sancho, y encaminose hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertirle diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos.


Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles, ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino o como se llama el moro, que no me acuerdo bien. Tienes mucha razón, Sancho, dijo don Quijote; mas para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria, y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo, te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería para todo. ¿Pues juré yo algo por dicha? respondió Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo don Quijote: basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y por sí por no, no será malo proveernos de remedio. Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vuestra merced no se le torne a olvidar esto como lo del juramento; quizá les volverá la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced, si le ven tan pertinaz.

En estas y otras pláticas les tornó la noche en mitad del camino sin tener ni descubrir dónde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre, que con la falta de las alforjas les faltó toda la despensa y matalotaje; y para acabar de confirmar esta desgracia les sucedió una aventura, que sin artificio alguno verdaderamente lo parecía, y fue que la noche cerró con alguna escuridad; pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho que pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena razón hallaría en él alguna venta.

Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento, y el amo con ganas de comer, vieron que por el mismo camino que iban, venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmose Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente lo que podía ser aquello; y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían, a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote, el cual animándose un poco dijo: esta sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. ¡Desdichado de mí!, respondió Sancho, si acaso esta aventura fuese de fantasmas como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo don Quijote, no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude saltar las paredes del corral- pero ahora estarnos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgrimir mi espada. Y si le encantan y entomecen como la otra vez lo hicieron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo abierto o no? Con todo eso replicó don Quijote, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo. Sí tendré, si a Dios place, respondió Sancho, y apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente como quien tiene frío de cuartana, y creció más el batir y dentellear, cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas, que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban: iban los encamisados murmurando entre sí con una voz baja y compasiva. Esta extraña visión a tales horas y en despoblado bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho y aun en el de su amo, y así fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros. Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él sólo estaba reservada; y sin hacer otro discurso, enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente habían de pasar; y cuando los vio cerca, alzó la voz y dijo: Deteneos, caballeros, quien quiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis, que según las muestras, o vosotros habéis fecho o vos han fecho algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que ficisteis, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron. Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la venta lejos, y no nos podemos detener a dar tanta cuenta corno pedís; y picando la mula pasó adelante. Sintiose desta respuesta grandemente don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo: Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado, sino conmigo sois todos en batalla. Era la mula asombradiza, y al tomarla del treno se espantó de manera que alzándose en los pies, di o con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a don Quijote, el cual ya encolerizado, sin esperar más, enristrando su lanzón arremetió a uno de los enlutados, y mal ferido dio con él en tierra, y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante según andaba de ligero y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa y sin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados asimismo revueltos y envueltos en sus faldamentos y loyas129, no se podían mover; así que muy a su salvo don Quijote los apaleó a todos, y les hizo dejar el sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquel no era hombre sino diablo del infierno, que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.

Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de su señor, y decía entre sí: sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice. Estaba una hacha ardiendo en el suelo junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver don Quijote, y llegándose a él le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese, sino que le mataría, a lo cual respondió el caído: harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada: suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes. ¿Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo don Quijote, siendo hombre de iglesia» ¿Quién, señor? replicó el caído, mi desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo don Quijote, si no me satisfacéis a todo cuanto primero os pregunté. Con facilidad será vuestra merced satisfecho, respondió el licenciado, y así sabrá vuestra merced, que aunque denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller130 y llámome, Alonso López, soy natural de Alcobendas, vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde era natural. ¿Y quién le mató? preguntó don Quijote. Dios por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron, respondió el bachiller. Desa suerte, dijo don Quijote, quitado me ha nuestro Señor del trabajo que había de tornar en vengar su muerte, si otro alguno le hubiera muerto; pero habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera, si a mí mismo me matara: y quiero que sepa vuestra reverencia, que yo soy un caballero de la Mancha llamado don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios. No sé como puede ser eso de enderezar tuertos, dijo el bachiller, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida, y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para siempre, y harta desventura ha sido topar con vos que vais buscando aventuras. No todas las cosas, respondió don Quijote, suceden de un mismo modo: el daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir como veníades de noche, vestidos con aquellas sobrepellices con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo, y así yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente supiera que érades los mismos satanases del infierno, que para tales os juzgué y tuve siempre. Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplico a vuestra merced, señor caballero andante, que tan mala andanza me ha dado, me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablara yo para mañana, dijo don Quijote, ¿y hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán? Dio luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de venir porque andaba ocupado desbalijando una acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores bien bastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gabán, y recogiendo, además, todo lo que pudo y cupo en el talego de la acémila, cargó su jumento, y luego acudió a las voces de su amo, y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión de la mula, y poniéndole encima della le dio la hacha, y don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón del agravio, que no había sido en su mano dejar de haberles hecho. Díjole también Sancho: si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso, dirales vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama El caballero de la triste figura.

Con esto se fue el bachiller. Olvidábaseme de decir que antes dijo a don Quijote: Advierta vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada juxta illud: si quis suadente diabolo, etc. No entiendo ese latín, respondió don Quijote; mas yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más que yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le pasó al Cid Rui Díaz cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante de su santidad el papa, por lo cual le descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.

En oyendo esto el bachiller se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra; y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle El caballero de la triste figura, más entonces que nunca. Yo se lo diré, respondió Sancho, porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo de haber causado o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de las muelas y dientes.

imagen

No es eso, respondió don Quijote, sino que al sabio a cuyo cargo debe de estar el escrebir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo como lo tomaban todos los caballeros pasados: cuál se llamaba El de la ardiente espada, cuál El del unicornio, aquél El de las doncellas, aqueste El del ave fénix, el otro El caballero del grifo, estotro El de la muerte, y por estos nombres e insignias eran conocidos por toda la redondez de la tierra; y así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamase El caballero de la triste figura, como pienso llamarme desde hoy en adelante, y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar cuando haya lugar, en mi escudo, una muy triste figura. No hay para qué, señor, querer gastar tiempo y dineros en hacer esta figura, dijo Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya, y dé rostro a los que le miraren, que sin más ni más y sin otra imagen ni escudo le llamarán El de la triste figura; y créame que le digo verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor (y esto sea dicho en burlas), que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas que, como ya tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura. Riose don Quijote del donaire de Sancho; pero con todo propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo o rodela, como había imaginado.

Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera eran huesos o no, pero no lo consintió Sancho, diciéndole: Vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto: esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en cuenta de que los venció sólo una persona, y corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos diesen muy bien en que entender: el jumento está como conviene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos con gentil compás de pies, y como dicen váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza; y antecogiendo su asno rogó a su señor que le siguiese, el cual pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volver a replicar le siguió: y a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió el jumento, y tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su harribre almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mismo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto (que pocas veces se dejan mal pasar) en la acémila de su repuesto traían, más sucedioles otra desgracia, que Sancho tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni agua que llegar a la boca; y acosados de la sed dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo XX

De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha.


No es posible, señor mío, sino que estas yerbas, dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que las humedece, y así será bien que vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre. Pareciole bien el consejo a don Quijote, y tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba.

imagen

Alegroles el ruido en gran manera, y parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo: digo que oyeron que daban Unos golpes a compás, y con un cierto crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote. Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela terció su lanzón y dijo: Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada como suele llamarse: yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazanas, los valerosos hechos: yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los doce de Francia, y los nueve de la fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en éste en que me hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas de esta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lástima los oídos; las cuales cosas todas juntas y cada una por sí son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras; pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra: así que, aprieta un poco las cinchas a Rocinante, y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por hacerme merced y buena obra irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.

Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo y a decirle: Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy bien conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo entre tantos enemigos como acompañaban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo, dé mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer y por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más y no menos; pero corno la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más negras las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula, que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano, por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo a lo menos hasta la mañana, que a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina está encima de cabeza, y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo131. ¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo don Quijote, ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo, que dices, si hace la noche tan escura que no parece en todo el cielo estrella alguna? Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que por buen discurso bien se puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare, respondió don Quijote, que no se ha de decir por mí ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero: y así te ruego, Sancho, que calles, que Dios que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud, y de consolar tu tristeza; lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto o vivo o muerto.

Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo, y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria y hacerle esperar hasta el día si pudiese; y así cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambas manos a Rocinante; de manera que cuando don Quijote se quiso partir no pudo porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo: Ea, señor, que el cielo conmovido de mis lágrimas y plegarias ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar y espolear y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón. Desesperábase con esto don Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo, no le podía mover, y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho, y así le dijo: Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No hay que llorar, respondió Sancho, que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear, y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba a uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera. ¿A qué llamas apear o a qué dormir? dijo don Quijote; ¿soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú que naciste para dormir, o haz lo quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión. No se enoje vuestra merced, señor mío, respondió Sancho, que no lo dije por tanto; y llegándose a él puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo sin osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes que todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún cuento para entretenerle como se lo había prometido; a lo que Sancho dijo que si hiciera, si le dejara el temor de lo que oía; pero con todo eso yo me esforzaré a decir una historia, que si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias, y esteme vuestra merced atento, que ya comienzo.

Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal para quien lo fuere a buscar; y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino romano, que dice: y el mal para quien le fuere a buscar, que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan. Sigue tu cuento, Sancho, dijo don Quijote, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado. Digo, pues, prosiguió Sancho, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lopez Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamada Torralva era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico... Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo don Quijote, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente, y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento, respondió Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, no es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondió don Quijote, que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.

Así que, señor mío de mi ánima, prosiguió Sancho, que como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralva la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo.

¿Luego conocístela tú?, dijo don Quijote. No la conocí yo, respondió Sancho, pero quien me contó este cuento, me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contase a otro afirmar y jurar que lo había visto todo: así que yendo días y viniendo días, el diablo que no duerme, y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en homecillo132 y mala voluntad, y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que por no verla se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva que se vio desdeñado del Lope, luego le quiso bien más que nunca le había querido. Ésa es natural condición de mujeres, dijo don Quijote, desdeñar a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: pasa adelante, Sancho.

Sucedió, dijo Sancho, que el pastor puso por obra su determinación, y antecogiendo sus cabras se encaminó por los campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal: la Torralva que lo supo fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine; y no sé que botecillo de mudas133 para la cara; mas llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré, que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre; y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralva venta ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; más tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que solamente podía caber en él una persona y una cabra, y con todo esto le habló y concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra, volvió y pasó otra, tornó a volver y tornó a pasar otra: tenga vuestra merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será posible contar más palabra dél; sigo pues y digo, que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver: con todo esto volvió por otra cabra, y otra y otra. Haz cuenta que las pasó todas, dijo don Quijote, no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año. ¿Cuántas han pasado hasta ahora?, dijo Sancho. ¿Yo qué diablos sé?, respondió don Quijote: He aquí lo que yo dije, que tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante. ¿Cómo puede ser eso?, respondió don Quijote; ¿tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado por extenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia? No, señor, en ninguna manera, respondió Sancho, porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento. De modo, dijo don Quijote, ¿que ya la historia es acabada? Tan acabada como mi madre, dijo Sancho. Dígote de verdad, respondió don Quijote, que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla ni dejarla jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes que no cesan te deben de tener turbado el entendimiento. Todo puede ser, respondió Sancho; más yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir, que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe norabuena donde quisiera, dijo don Quijote, y veamos si se puede mover Rocinante. Tornole a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo, tanto estaba de bien atado.

En esto parece ser o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural (que es lo que más se debe creer), a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue soltar la mano derecha que tenía asida al arzón trasero, con la cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos: tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas: hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fue tan desdichado, que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyolo don Quijote y dijo: ¿qué rumor es ese, Sancho? No sé, señor, respondió él, alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco: tornó otra vez a probar ventura, y sucediole tan bien, que sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado: mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan justo y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que algunos no llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado, cuando el fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. Sí tengo, respondió Sancho; ¿mas en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió don Quijote. Bien podrá ser, dijo Sancho: mas yo no tengo la culpa sino vuestra merced que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices), y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona, y con lo que debes a la mía, que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió, don Quijote.

En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas, porque corvetas, con perdón suyo, no las sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote, que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese, aquella temerosa aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba, y de parecer distintamente las cosas, y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que eran castaños, que, hacen la sombra muy escura: sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar, y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornole a referir el recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la paga de sus servicios no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes de que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario rata por cantidad del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo si cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula. De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio. Destas lágrimas y determinación, tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido y por lo menos cristiano viejo: cuyo sentimiento enterneció algo a su amo; pero no tanto que mostrase flaqueza alguna, antes disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía. Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua: al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aun no cesaba. Alborotose Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegándole don Quijote se fue llegando poco a poco a las casas, encomendose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía. Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al doblar de una punta pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido; y eran (si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban. Cuando don Quijote vio lo que era enmudeció y pasmose de arriba abajo. Mirole Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho con muestras de estar corrido. Miró, también don Quijote a Sancho, y viole que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de risa con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía tanto con él, que a la vista de Sancho pudiese dejar de reírse: y como vio Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero, de lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo de fisga: has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro; yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos; y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes. Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos tales, que si como los recibió en las espaldas los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: Sosiéguese vuestra merced, que por Dios que me burlo. Pues porque os burláis no me burlo yo, respondió don Quijote. Venid acá, señor alegre, ¿paréceos a vos que si como estos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no habría yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones, y saber cuáles son de batanes o no? Y más que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos lo habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos: si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes. No haya más, señor mío, replicó Sancho, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía; pero dígame vuestra merced ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado desta ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto. No niego yo, respondió don Quijote, que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas. A lo menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y dándome en las espaldas: Gracias a Dios y la diligencia que puse en ladearme; pero vaya que todo saldrá en la colada, que yo he oído decir: ése te quiere bien que te hace llorar; y más que suelen los principales señores tras una mala palabra que dicen a un criado, darle luego unas calzas, aunque no sé lo que le suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme. Tal podría correr el lado, dijo don Quijote, que, todo lo que dices viniese a ser verdad- y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en manos del hombre; y está advertido de aquí en adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo, que en cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo, y en verdad que lo tengo a gran falta tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más: si que Gandalín, escudero de Amadis de Gaula, conde fue de la ínsula firme, y se lee del que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza, y doblado el cuerpo more turquesco. ¿Pues qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos la excelencia de su maravilloro silencio, sólo una vez se nombra su nombre en toda aquella grande como verdadera historia? De todo lo que de dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero: así que, desde hoy en adelante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquier manera que yo me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro134, las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo, y si no llegaren, el salario a lo menos no se ha de perder, como ya os he dicho. Está bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero querría yo saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses o por días como peones de albañil. No creo yo, respondió don Quijote, que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y si yo ahora te le he señalado átí en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podría suceder, que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo; porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los mazos del batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced; más bien puede estar seguro que de aquí en adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle como a mi amo y señor natural. Desa manera, replicó don Quijote, vivirás sobre la haz de la tierra, porque después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero


En esto comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; más habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote por la pasada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro, y así torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día antes. De allí a poco descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aun él apenas lo hubo visto cuando se volvió áSancho y le dijo: Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: donde una puerta se cierra otra se abre: dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes ni a la escuridad de la noche: digo esto porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza el yelmo de Mambrino sobre que yo hice el juramento que sabes. Mire vuestra merced bien lo que dice y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de batanar y aporrear el sentido. Válate el diablo por hombre, replicó don Quijote, ¿qué va de yelmo a batanes? No sé nada, respondió Sancho mas a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice. ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? dijo don Quijote: dime ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre un caballo rubio rodado que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? Lo que veo y columbro, respondió Sancho, no es sino un hombre sobre un asno pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo don Quijote; apártate a una parte y déjame con él a solas, verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar el tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en cuidado el apartarme, replicó Sancho; mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano sea y no batanes. Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes, dijo don Quijote, que voto... y no digo más que os batanee el alma. Calló Sancho con temor que su amo no cumpliese el voto, que le había echado redondo como una bola.

Es pues el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que ni tenía botica ni barbero, y el otro estaba junto a él sí, y así el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar, y quiso la suerte que al tiempo que venía comenzó a llover, y porque no se la manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero y yelmo de oro: que todas las cosas que veía con mucha acilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos: y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo llevando intención de pasarle de parte a parte: mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera le dijo: Defiéndete, cautiva135 criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe. El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio para poder guardarse del golpe de la lanza, sino fue el dejarse caer del asno abajo, y no hubo tocado al suelo cuando se levantó más ligero que un gamo, y comenzó a correr por aquel llano, no le alcanzara el viento; dejose la bacía en el suelo con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto, y que había imitado al castor, el cual viéndose acosado de los cazadores, se taraza y corta con los dientes aquello por lo que él por distinto136 natural sabe que es perseguido: mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual tornándole en las manos dijo: por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de a ocho137 como un maravedí, y dándosela a su amo se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra buscándole el encaje, y como no se lo hallaba dijo: Sin duda que el pagano a cuya medida se forjó primero, esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad. Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada no pudo tener la risa, más vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad de ella. ¿De qué te ríes, Sancho?, dijo don Quijote. Ríome, respondió él, de considerar la gran cabeza que tendría el pagano dueño deste almete, que no semeja sino una bacia de barbero pintiparada. ¿Sabes que imagino, Sancho?, que esta famosa pieza deste encantado yelmo por algún extraño accídente debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debido de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo esta que parece bacía de barbero, como tú dices; pero sea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace al caso su transmutación, yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja ni aun le llegue la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas: y en este entre tanto la traeré como pudiere que más vale algo que no nada, cuanto más que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada. Eso será, dijo Sancho, si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos cuando le santiguaron ávuestra merced las muelas, y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras. No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho, dijo don Quijote que yo tengo la receta en la memoria. También la tengo yo, respondió Sancho; pero si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora: cuanto más que que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie: de lo del ser otra vez manteado no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos, y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevaren. Mal cristiano eres, Sancho, dijo oyendo esto don Quijote, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho: pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías: ¿qué pie sacaste cojo?, ¿qué costilla quebrada?, ¿qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?, que bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que a no entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena: la cual si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene: y aquí dio un suspiro y le puso en las nubes; y dijo Sancho: pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se me quitarán de las espaldas.

Pero dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó; que según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás, y para mis barbas sino es bueno el rucio. Nunca yo acostumbro, dijo don Quijote, despojar a los que venzo, ni es uso, de caballería quitarles los caballos y dejarles a pie: si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo que en tal caso lícito es tomar el del vencido como ganado en guerra lícita: así que, Sancho, deja ese caballo o asno, o lo que tú quisieres que sea, que como su dueño nos vea alongados de aquí volverá por él, Dios sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, o por lo menos trocalle con este mío, que no me parece tan bueno: verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden a dejar trocar un asno por otro, y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera. En eso no estoy muy cierto, respondió don Quijote, y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema. Tan extrema es, respondió Sancho, que si fueran para mí mesma persona no los hubiera menestar más; y luego habilitado con aquella licencia hizo mutatio capparum138, y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto. Hecho esto almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batantes sin volver la cara a mirallos; tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían puesto; y139 cortada la cólera y aun la melancolía subieron a caballo, y sin tomar determinado camino (por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto) se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras si la de su amo y aun la del asno, que siempre le seguía por donde quiera que guiaba en buen amor y compañía; con todo esto volvieron al camino real, y siguieron por él a la ventura sin otro designio alguno.

Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo: Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él?, que después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se malograse. Dila, dijo don Quijote, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo. Digo pues, señor, respondió Sancho, que de algunos días a esta parte he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde ya que se venzan y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea ni sepa, y así se han de quedar en perpetuo silencio y en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen, y así me parece que sería mejor (salvo el mejor parecer de vuestra merced) que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que visto esto del señor a quien serviremos, por fuerza nos ha de remunerar a cada cual según sus méritos; y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced para perpetua memoria: de las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de que dar las mías entre renglones.

No dice mal, Sancho, respondió don Quijote; mas antes que se llegue a ese término es menester andar por el mundo como en aprobación buscando las aventuras, para que acabando algunas se cobre nombre y fama, tal que cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras, y que apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen dando voces, diciendo: Éste es el caballero del Sol o de la Serpiente, o de otra insignia alguna debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas: Éste es, dirán, el que venció en singular batalla al gigantazo Bocabruno de la gran fuerza, el que desencantó al gran mameluco de Persia del largo encantamiento en que había estado casi novecientos años: así que de mano en mano irán pregonando sus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, aparescerá140 a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino; y así corno vea al caballero, conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: ea., sus, salgan mis caballeros cuantos en mi corte están a recibir a la flor de la caballería que allí viene; a cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero le hallará con la infanta su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que en gran parte de lo descubierto de la tierra a duras penas se puedan hallar: sucederá tras esto luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana, y sin saber cómo ni cómo no han de quedar presos y enlazados en la intrincable red amorosa y con gran cuita en sus corazones por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos.

imagen

Desde allí le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio ricamente aderezado, donde habiéndole quitado las armas, le traerán un rico mantón de escarlata con que se cubra, y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto: venida la noche cenará con el rey, reina e infanta donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circunstantes, y ella hará lo mismo con la misma sagacidad, porque como tengo dicho, es muy discreta doncella: levantarse han, las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que entre dos gigantes detrás del enano viene con cierta aventura hecha por un antiquísimo sabio: que el que la acabare será tenido por el mejor caballero del mundo: mandará luego el rey que todos los que están presentes la prueben y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta y pagada además por haber puesto y colocado sus pensamientos en tan alta parte: y lo bueno es que este rey o príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia para ir a servirle en aquella guerra dicha: darásela el rey de muy buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face: y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín en que cae el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces la habrá fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fía: suspirará él, desmayarase ella, traerá agua la doncella, acuitarase mucho porque viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos por la honra de su señora: finalmente la infanta volverá en sí, y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces, y se las bañará en lágrimas; quedará concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos; y rogarle la princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará poco para acabar la vida; vase desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina y de la infanta, diciéndole, habiéndose despedido de los dos, que la señora infanta está mal dispuesta, y que no puede recebir visita; piensa el caballero que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena: está la doncella medianera delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la recibe con lágrimas, y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero y si es de linaje de reyes o no; asegura la doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero sino en sujeto real y grave: consuélase con esto la cuitada, y procura consolarse por no dar mal indicio de sí a sus padres, y al cabo de dos días sale en público. Ya se es ido el caballero; pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas: vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios; no se la quiere dar el rey, porque no sabe quién es; pero con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa, y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe estar en el mapa: muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero, y a todos aquellos que le ayudaron, a subir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será sin duda la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.

Eso pido, y barras derechas141, dijo Sancho; a eso me atengo, porque todo al pie de la letra ha de suceder por vuestra merced, llamándose El caballero de la triste figura. No lo dudes, Sancho, replicó don Quijote, porque del mismo modo y por los mismos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores; sólo falta ahora mirar que rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra, y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes, que se acuda a la corte. También me falta otra cosa, que puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podrá hallar que yo sea de linaje de reyes, o por lo menos primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos: así que por esta falta terno perder lo que mi brazo tiene bien merecido; bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey; porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo, unos que traen y derivan su descendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta como pirámides, y otros que tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado hasta llegar a ser grandes señores: de manera que está la diferencia en que unos fueron que ya no son, y otros son que ya no fueron, y podría ser yo destos que después de averiguado hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual, se deberá de contentar el rey mi suegro que hubiere de ser: y cuando, no la infanta me ha de querer de manera, que a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán142, me ha de admitir por señor y por esposo: y si no, aquí entra el roballa y llevarla donde mas gusto me diere, que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.

Allí entra bien también, dijo Sancho, lo que algunos desalmados dicen: No pidas de grado lo que puedas tomar por fuerza, aunque mejor cuadra decir: Más vale salto de mata, que ruego de hombres buenos: dígolo porque si el señor rey suegro de vuestra merced no se quisiere domeñar a entregarle a mi señora la infanta, no hay sino como vuestra merced dice, roballa y trasponella; pero está el daño que en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se podrá estar a diente143 en esto de las mercedes, si ya no es que la doncella tercera que ha de ser su mujer se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por legítima esposa. Eso no hay quien lo quite, dijo don Quijote. Pues como eso sea, respondió Sancho, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor la encaminare. Hágalo Dios, respondió don Quijote, como yo deseo, y tú Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene. Sea por Dios, dijo Sancho, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta. Y aun te sobra, dijo don Quijote, y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso, porque siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza sin que la compres ni me sirvas con nada, porque en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe que te han de llamar señoría mal que les pese. Y montas, que no sabría yo autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir, que no litado, dijo su amo. Sea así, respondió Sancho Panza: Digo que le sabría bien acomodar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste144 de la mesma cofradía. ¿Pues qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas a uso de conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas. Bien parecerás, dijo don Quijote; pero será menester que te rapes las barbas a menudo, que según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres. ¿Qué hay más, dijo Sancho, sino tomar un barbero, y tenerle asalariado en casa?, y aun si fuere menester, le haré que ande tras mí como caballerizo de grande. ¿Pues cómo sabes tú, preguntó don Quijote, que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos? Yo se lo diré, respondió Sancho: Los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que paseándose un señor muy pequeño que decían que era muy grande145, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo; pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro hombre, sino que siempre andaba tras dél: respondiéronme que era su caballerizo, y que era uso de grandes llevar tras si a los tales: desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha olvidado. Digo que tienes razón, dijo don Quijote, y que así puedes tú llevar a tu barbero, que los usos no vinieron todos juntos ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primer conde que lleve tras sí a su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo. Quédese eso del barbero a mi cargo, dijo Sancho, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey, y el hacerme conde. Así será, respondió don Quijote, y alzando los ojos vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo XXII

De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir


Cuenta Cide Hamete Ben-Engeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia, que después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzó los ojos, y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos y todos con esposas a las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie: los de a caballo con escopetas de rueda, y los de a pie con dardos y espadas, y que así como Sancho Panza los vido, dijo: Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. ¿Cómo gente forzada?, preguntó don Quijote: ¿es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente? No digo eso, respondió Sancho, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. En resolución, replicó don Quijote, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza y no de su voluntad. Así es, dijo Sancho. Pues desa manera, dijo su amo, aquí encaja la ejecución de mi oficio, desfacer fuerzas, y socorrer y acudir a los miserables. Advierta vuestra merced, dijo Sancho, que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.

Llegó en esto la cadena de los galeotes, y don Quijote con muy corteses razones pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa o causas porque llevaban aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo, respondió que eran galeotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber. Con todo eso, replicó don Quijote, querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia: añadió a estas otras tales y tan comedidas razones para moverlos a que le dijesen lo que deseaba que la otra guarda de a caballo le dijo: Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo este de detenernos a sacarlas ni a leellas: vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mismos, que ellos lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías. Con esta licencia, que don Quijote se tomara, aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él respondió que por enamorado. ¿Por eso no más?, replicó don Quijote; pues, si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas. No son los amores como los que vuestra merced piensa, dijo el galeote, que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aun hasta ahora no la hubiera dejado de mi voluntad: fue en fragante, no hubo lugar de tormento, concluyose la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres años de gurapas, y acabose la obra. ¿Qué son gurapas? preguntó don Quijote. Gurapa son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahita. Lo mismo preguntó don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico: mas respondió por él el primero, y dijo: Éste, señor, va por canario, digo que por músico y cantor. ¿Pues cómo?, repitió don Quijote, ¿por músicos y cantores van también a galeras? Sí señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Antes he oído decir, dijo don Quijote, que quien canta sus males espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida. No lo entiendo, dijo don Quijote; mas una de las guardas le dijo: Señor caballero, cantaren el ansia se dice entre esta gente non santa, confesar en el tormento: a este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras, amén de doscientos azotes que ya llevaba en las espaldas; y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van, le maltratan y aniquilan y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo para decir nones: porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino. Y yo lo entiendo así, respondió don Quijote, el cual pasando al tercero preguntó lo que a los otros; el cual de presto y con mucho desenfado respondió y dijo: yo voy por cinco año s a las señoras gurapas por faltarme diez ducados. Yo daré veinte de muy buena gana, dijo don Quijote, por libraros desa pesadumbre. Eso me parece, respondió el galeote, como quien tiene dineros en mitad del golfo, y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester: dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola146 del escribano, y avivado el ingenio del procurador a manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodóver en Toledo y no en este camino atraillado como galgo; pero Dios es grande, paciencia, y basta. Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho, el cual oyéndose preguntar la causa porque allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: Este hombre honrado va por cuatro años a galeras habiendo paseado las acostumbradas147 vestido en pompa y a caballo. Esto es, dijo Sancho Panza, a lo que a mí me parece, haber salido a la vergüenza. Así es, replicó el galeote, y la culpa porque le dieron esta pena, es por haber sido corredor de oreja y aun de todo el cuerpo: en efecto, quiero decir que este Caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y collar de hechicero. A no haberle añadido esas puntas y collar, dijo don Quijote, por solamente el alcahuete limpio no merecía el ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida, y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se excusarían muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más o menos, pajecillos y truhanes de pocos años y de muy poca experiencia, que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe, se les hielan las migas entre la boca y la mano; y no saben cual es su mano derecha. Quisiera pasar adelante, y dar las razones por qué convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello; algún día lo diré a quien lo pueda proveer y remediar: sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero, aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos son algunas misturas y venenos conque vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad. Así es, dijo el buen viejo; y en verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa: en lo de alcahuete no lo pude negar; pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi intención era que todo el mundo se holgase, y viviesen en paz y quietud sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir a donde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato: y aquí tornó a su llanto como de primero, y túvole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno, y se le dio de limosna.

Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no menos sino con mucha más gallardía que el pasado: Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías: finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay sumista que la declare; probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, vime a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí, castigo es de mi culpa, mozo soy, dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.

Tras todos estos venta un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro; un poco venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda-amigo, o pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas donde llevaba las manos cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que como iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda: Porque tenía aquél sólo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir. ¿Qué delitos puede tener, dijo don Quijote, si no ha merecido más pena que echarle a las galeras? Va por diez años, replicó la guarda, que es como muerte civil; no se quiera saber más sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla. Señor comisario, dijo entonces el galeote, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres: Ginés me llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla como voacé dice, y cada uno se dé una vuelta a la redonda148, y no hará poco. Hable con menos tono, replicó el comisario, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar mal que le pese. Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre corno Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no. ¿Pues no te llaman así, embustero? dijo la guarda. Sí llaman, respondió Ginés; mas yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares. Dice verdad, dijo el comisario, que él mismo ha escrito su historia, que no hay más que desear, y deja empeñado el libro en la cárcel en doscientos reales. Y le pienso desempeñar, dijo Ginés, si quedara en doscientos ducados. ¿Tan bueno es? dijo don Quijote. Es tan bueno, respondió Ginés, que mal año para Lazarillo de Tormes, y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren: lo que le sé decir a voacé, es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se les igualen. Y ¿cómo se intitula el libro?, preguntó don Quijote. La vida de Ginés de Pasamonte, respondió él mismo. ¿Y está acabado?, preguntó don Quijote. ¿Cómo puede estar acabado, respondió él, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras. ¿Luego otra vez habéis estado en ellas?, dijo don Quijote. Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho, respondió Ginés, y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay más sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro. Hábil pareces, dijo don Quijote. Y desdichado, respondió Ginés, porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio. Persiguen a los bellacos, dijo el comisario. Ya le he dicho, señor comisario, respondió Pasamonte, que se vaya poco a poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde su majestad manda; si no, por vida de... basta, que podría ser que saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta, y todo el mundo calle y viva bien y hable mejor, y caminemos, que ya es mucho regodeo éste.

Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus amenazas: mas don Quijote se puso en medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto suelta la lengua; y volviéndose a todos los de la cadena, dijo: De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad, y que podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros deste, el poco favor del otro, y finalmente el torcido juicio del juez hubiesen sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Pero porque sé que una de las partes de la prudencia es, que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisarios sean servidos de desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres: cuanto más, señores guardas, añadió don Quijote, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con su pecado, Dios hay en el cielo que no se descuida en castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada con el valor de mi brazo harán que lo hagáis por fuerza. Donosa majadería, respondió el comisario: bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato: los forzados del rey quiere que le dejemos, corno si tuviéramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo: váyase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato. Vos sois el gato y el rato y el bellaco, respondió don Quijote; y diciendo y haciendo arremetió con él tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa dio con él en el suelo mal herido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero volviendo sobre sí pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote que con mucho sosiego los aguardaba; y sin duda lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera, que las guardas, ya por acudir a los galeotes que se desataban, ya por acometer a don Quijote que no los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho por su parte a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y arremetiendo al comisario caído le quitó la espada y la escopeta, con la cual apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte, como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.

Entristeciose mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la santa Hermandad, la cual a campana herida saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen, y se embocasen en la sierra que estaba cerca. Bien está eso, dijo don Quijote; pero yo sé lo que ahora conviene que se haga, y llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados, y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo: De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud, dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia el que de mí habéis recibido, en pago del cual querría, y es mi voluntad, que cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vayáis a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso, y le digáis que su caballero el de la Triste Figura se le envía a encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad, y hecho esto, os podréis ir donde quisiéredes a la buena ventura.

Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo: Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los, caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la santa Hermandad, que sin duda alguna ha de salir en nuestra busca; lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo149 de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced: ésta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo a tomar nuestra cadena, y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo. Pues voto a tal, dijo don Quijote (ya puesto en cólera), don hijo de la puta, don Ginesillo de Parapilla, o como os llamáis, que habéis de ir vos sólo rabo entre piernas con toda la cadena a cuestas. Pasamonte, que no era nada bien sufrido (estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar mal y de aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y, apartándose aparte comenzaron a llover tantas y tantas piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela, y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedriscos que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído cuando fue sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos: quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar si las grevas150 no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, dejándole en pelota y repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.

imagen

Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y don Quijote, el jumento cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los oídos; Rocinante tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada; Sancho en pelota, y temeroso de la santa Hermandad; don Quijote mohinísimo de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien había hecho.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De lo que sucedió al famoso don Quijote en Sierramorena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan


Viéndose tan mal parado don Quijote, dijo a su escudero: Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar: si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho, paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante. Así escarmentará vuestra merced, respondió Sancho, como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera excusado este daño, créame ahora y se excusará otro mayor; porque le hago saber que con la santa Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís: y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban por los oídos151.

Naturalmente eres cobarde, Sancho, dijo don Quijote: pero porque no digas que soy contumaz, y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo, y apartarme de la furia que tanto ternes: mas ha de ser con una condición, que jamás en vida ni en muerte has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos: que si otra cosa dijeres mentirás en ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento y digo que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres; y no me repliques más, que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro, especialmente deste que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy ya para quedarme y para aguardar aquí solo, no solamente a la santa Hermandad que dices y ternes, sino a los hermanos de las doce Tribus de Israel, y a los siete Macabeos152 y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los hermanos y hermandades que hay en el mundo. Señor, respondió Sancho, que el retirarse no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en un día; y sepa que aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno: así que no se arrepienta de haber tornado mi consejo, sino suba en Rocinante si puede, o si no, yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos. Subió don Quijote sin replicarle más palabra, y guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierramorena que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda, e ir a salir al Viso o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animole a esto haber visto que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron y buscaron los galeotes.

Aquella noche llegaron a la mitad de las entrañas de Sierramorena, adonde le pareció a Sancho pasar aquella noche y aun algunos días, a lo menos todos aquellos que durase el matalotaje que llevaba, y así hicieron noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques; pero la suerte fatal, que según opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera fe, todo lo guía, guisa y compone a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte, el famoso embustero y ladrón, que de la cadena por virtud y locura de don Quijote se había escapado, llevado del miedo de la santa Hermandad, de quien con justa razón temía, acordó de esconderse en aquellas montañas y llevole su suerte y su miedo a la misma parte donde había llevado a don Quijote y a Sancho Panza, a hora y tiempo que los pudo conocer, y a punto que los dejó dormir; y como siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de acudir a lo que no se debe, y el remedio presente venza a lo porvenir, Ginés, que no era ni agradecido ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno a Sancho Panza, no curándose de Rocinante por ser prenda tan mala para empeñada como para vendida. Dormía Sancho Panza, hurtole su jumento, y antes que amaneciese se halló bien lejos de poder ser hallado.

Salió la aurora alegrando la tierra y entristeciendo a Sancho Panza, porque halló menos su rucio; el cual viéndose sin él comenzó a hacer el más triste y doloroso llanto del inundo y fue de manera que don Quijote despertó a las voces, y oyó que en ellas decía: Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y finalmente sustentador de la mitad de mi persona, porque con veinte y seis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi dispensa. Don Quijote, que vio el llanto y supo la causa, consoló a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio para que le diesen tres en su casa de cinco que había dejado en ella. Consolose Sancho con esto, y limpió sus lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció a don Quijote la merced que le hacía: el cual como entró por aquellas montañas se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. Reducíansele a la memoria los maravillosos acontecimientos que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes: iba pensando en estas cosas tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra se acordaba, ni Sancho llevaba otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura) sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían quedado, y así iba tras su amo cargado con todo aquello que había de llevar el rucio, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se le diera por hallar otra aventura, entre tanto que iba de aquella manera, un ardite.

En esto alzó los ojos, y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester, y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo y deshechos; mas pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease153 a tomarlos, y mandole su amo que viese lo que en la maleta tenía. Hízolo con mucha presteza Sancho; y aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro, y así como los vio dijo: Bendito sea todo el cielo que nos ha deparado una aventura que sea de provecho; y buscando más, halló un librillo de memoria ricamente guarnecido, éste le pidió don Quijote, y mandole que guardase el dinero, y lo tomase para él. Besole las manos Sancho por la merced, y desbalijando a la balija de su lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don Quijote, dijo: Paréceme, Sancho (y no es posible que sea otra cosa), que algún caminante descaminado debió de pasar por esta sierra, y salteándole malandrines le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte. No puede ser eso, respondió Sancho, porque si fueran ladrones no se dejaran aquí este dinero. Verdad dices, dijo don Quijote, y así no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas espérate, veremos si en este librito de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que deseamos. Abriole, y lo primero que halló en él escrito como en borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que leyéndole alto, por que Sancho también lo oyese, vio que decía desta manera:


    O le falta al amor conocimiento,
O le sobra crueldad, o no es mi pena
Igual a la ocasión que me condena
Al género más duro de tormento.
   Pero si amor es Dios, es argumento,
Que nada ignora, y es razón muy buena
Que un Dios no sea cruel: ¿pues quién ordena
El terrible dolor que adoro y siento?
   Si digo que sois vos, Fili, no acierto,
Que tanto mal en tanto bien no cabe,
Ni me viene del cielo esta ruina.
   Presto habré de morir, que es lo más cierto,
Que el mal de quien la causa no se sabe
Milagro es acertar la medicina.

Por esa trova, dijo Sancho, no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo. ¿Qué hilo está aquí?, dijo don Quijote. Paréceme, dijo Sancho, que vuestra merced nombró ahí hilo. No dije sino Fili, respondió don Quijote, y éste sin duda es el nombre de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco del arte. ¿Luego también, dijo Sancho, se le entiende a vuestra merced de trovas? Y más de lo que tú piensas, respondió don Quijote, y veraslo cuando lleves una carta escrita en verso de arriba abajo a mi señora Dulcinea del Toboso: porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores154 y grandes músicos; que estas dos habilidades o gracias por mejor decir, son anejas a los enamorados andantes; verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor. Lea más la vuestra merced, dijo Sancho, que ya hallará algo que nos satisfaga. Volvió la hoja don Quijote, y dijo: Esto es prosa y parece carta. ¿Carta misiva, señor?, preguntó Sancho. En el principio no parece sino de amores, respondió don Quijote. Pues lea vuestra merced alto, dijo Sancho, que gusto mucho destas cosas de amores. Que me place, dijo don Quijote, y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta manera:

Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en Paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que hiciste, y yo no tome venganza de lo que no deseo.

Acabando de leer la carta, dijo don Quijote: Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante: y hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer, y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solemnizados los unos, y llorados los otros. En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta sin dejar rincón en toda ella ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento, y aunque no halló más de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán, y toda la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la entrega del hallazgo.

Con gran deseo quedó el caballero de la Triste Figura de saber quien fuese el dueño de la maleta, conjeturando por el soneto y carta, por el dinero en oro, y por las tan buenas camisas, que debía de ser algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su darna debían de haber conducido a algún desesperado término; pero como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna extraña aventura.

Yendo, pues, con este pensamiento, vio que por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía iba saltando un hombre de risco en risco y de mata en mata con extraña ligereza: figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados, los pies descalzos, y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes: traía la cabeza descubierta y aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó el caballero de la Triste Figura: y aunque lo procuró, no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad de Rocinante, andar por aquellas asperezas, y más siendo él de suyo pasicorto y flemático. Luego imaginó don Quijote que aquel era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas, hasta hallarle, y así mandó a Sancho que atajase por la una parte de la manta da, que él iría por la otra, y podría ser que topasen con esta diligencia con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de delante. No podré hacer eso, respondió Sancho, porque en apartándome de vuestra merced luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones: y sírvale esto que digo de aviso para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia. Así será, dijo el de la Triste Figura, y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar aunque te falte el ánima del cuerpo; y vente ahora tras mí poco a poco como pudieres, y haz de los ojos lanternas, rodearemos esta serrezuela, quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual sin duda alguna no es otro que el dueño de nuestro hallazgo. A lo que Sancho respondió: harto mejor sería no buscarle, porque si le hallarnos, y acaso fuere dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir; y así fuera mejor, sin hacer está inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe, hasta que por otra vía menos curiosa y diligente pareciera su verdadero señor, y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco. Engáñaste en eso, Sancho, respondió don Quijote, que ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, y le tenemos casi delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos: y cuando no le buscásemos la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea, nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese: así que Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo; y así picó a Rocinante, y siguiole Sancho a pie y cargado, merced a Ginesillo de Pasamonte: y habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos Más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del cojín.

Estándola mirando oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora a su siniestra mano parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ella por cima de la montaña pareció el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogole que bajase donde estaban. Él respondió a gritos, que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado, sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondiole Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y en llegando a donde don Quijote estaba, dijo: Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada, pues a buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar: díganme ¿han topado por ahí a su dueño? No hemos topado a nadie, respondió don Quijote, sino a un cojín y a una maletilla que no lejos deste lugar hallamos. También la hallé yo, respondió el cabrero, más nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de hurto: que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no. Eso mesmo es lo que yo digo, respondió Sancho, que también la hallé yo, y no quise llegar a ella con un tiro de piedra: allí la dejé, y allí se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro155. Decidme, buen hombre, dijo don Quijote, ¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas? Lo que sabré yo decir, dijo el cabrero, es que habrá al pie de seis meses, poco más o menos, que llegó a una majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes: preguntonos que cual parte desta sierra era la más áspera y escondida: dijímosle que era ésta donde ahora estamos y es así la verdad, porque si entráis media legua más adentro, quizá no acertaréis a salir, y estoy maravillado de cómo habéis podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar encamine: digo pues, que en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas, y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa con que le veíamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a uno de nuestros pastores, y sin decirle nada se allegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato, y le quitó cuanto pan y queso en ella traía, y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió a entrar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro desfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le conocimos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos. Saludonos cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era; mas nunca lo pudimos acabar con él: pedímosle también que cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que a lo menos saliese a pedirlo y no a quitarlo a los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de pedillo de allí adelante por amor de Dios sin dar molestia alguna a nadie. En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchándole habíamos si en él no le acompañáramos, considerándole como le habíamos visto la vez primera, y cual le veíamos entonces; porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona, que puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era tanta que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad: y estando en lo mejor de su plática, paró y enmudeciose, clavó los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos esperando en qué había de parar aquel embelesamiento con no poca lástima de verlo; porque por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos apretando los labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido; mas él nos dio a entender presto ser verdad lo que pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo donde se había echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y rabia, que si no le quitáramos, le matara a puñadas y a bocados, y todo esto hacía, diciendo: ¡Ah, fementido Fernando!, aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste; estas manos te sacarán el corazón donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el engaño: y a estas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor y fementido. Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre, y él sin decir más palabra se apartó de nosotros, y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo que nos imposibilitó el seguille: por esto conjeturamos que la locura le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber hecho alguna mala obra tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le había conducido: todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces, que han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los pastores le den de lo que llevan para comer, y otras a quitárselo por fuerza; porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando está en su seso lo pide por amor de Dios cortés y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas: y en verdad os digo, señores, prosiguió el cabrero, que ayer determinamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y después de hallado, ya por fuerza, ya por grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos si es que su mal tiene cura, o sabremos quién es cuando esté en su seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su desgracia. Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes, es el mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez (que ya le había dicho don Quijote como había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra); el cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdichado loco, y propuso en sí lo mismo que ya tenía pensado de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase hasta hallarle; pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mismo instante pareció por entre una quebrada de una sierra, que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado, sólo que llegando cerca vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre sí traía era de ámbar, por donde acabó de entender que persona que tales hábitos traía no debía ser de ínfima calidad. En llegando el mancebo a ellos los saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. don Quijote le volvió los saludos con no menos comedimiento, y apeándose de Rocinante con gentil continente y donaire le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos lo hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar El Roto de la Mala Figura, como a don Quijote el de la Triste, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando corno que quería ver si le conocía, no menos admirado quizá de ver la figura, talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él. En resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Donde se prosigue la aventura de Sierramorena


Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote escuchaba al astroso caballero de la Sierra, el cual prosiguiendo su plática dijo: Por cierto, señor, quien quiera que seáis, que yo no os conozco, y os agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado, y quisiera yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis hecho; mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas. Los que yo tengo, respondió don Quijote, son de serviros, tanto que tenía determinado de no salir destas sierras hasta hallaros, y saber de vos si al dolor que en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener, se podría hallar algún género de remedio, y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia posible; y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y a plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas. Y si es que mi buen intento merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico, señor, por la mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la cosa que en esta vida más habéis amado o améis, que me digáis quién sois, y la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo muestra vuestro traje y persona; y juro, añadió don Quijote, por la orden de caballería que recibí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de caballero andante, si en esto, señor, me complacéis, de serviros con las veras a que me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgracia si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarlo como os lo he prometido. El caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste Figura, no hacia sino mirarle y remirarle y tornarle a mirar de arriba abajo, y después que le hubo bien mirado le dijo: si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den, que después de haber comido, yo haré todo lo que se me manda en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.

Luego sacaron Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón con que satisfizo el Roto su hambre: comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba, y en tanto que comía ni él ni los que le miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo señas de que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él se tendió en el suelo encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo, y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en su asiento, dijo: si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta ni otra cosa no interrumpiréis el hilo de mi triste historia porque en el punto que Id hagáis, en ese se quedará lo que fuere contado. Estas razones del Roto trajeron a la memoria a don Quijote el cuento que le había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que habían pasado el río, y se quedó la historia pendiente; pero volviendo al Roto, prosiguió diciendo: Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa que de añadir otras de nuevo, y mientras menos me preguntáredes, más presto acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea de importancia, para satisfacer del todo vuestro deseo. Don Quijote se lo prometió en nombre de los demás, y él con este seguro comenzó desta madera.

Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad de las mejores desta Andalucía, mi linaje noble, mis padres ricos, mi desventura tanta, que la deben de haber llorado mis padres, y sentido mi linaje sin poderla aliviar con su riqueza, que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta misma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura, y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía: a esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos primeros años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían que cuando pasaran adelante no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje, y riquezas: creció la edad, y con ella el amor de entrambos, de modo que el padre de Luscinda le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada de los poetas; y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo; porque aunque pusieran silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las cuales con más libertad que las lenguas suelen dar a entenderá quien quieren lo que en el alma está encerrado; que muchas veces la presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más determinada y la lengua más atrevida. ¡Ay, cielos, y cuántos billetes la escribí!, ¡cuán regaladas y honestas respuestas tuve!, ¡cuántas canciones compuse, y cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias, y recobraba su voluntad! En efecto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que más convenía para salir con mi deseado y merecido premio, y fue el pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice: a lo que él me respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honrarle y de querer honrarme con prendas suyas, pero que siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo derecho hacer aquella demanda, porque si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda para tomarse ni darse a hurto. Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este intento luego en aquel mismo instante fui a decirle a mi padre lo que deseaba; y al tiempo que entré en un aposento donde estaba le hallé con una carta abierta en la mano, la cual antes que yo le dijese palabra me la dio, y me dijo: Por esta carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced. Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis saber, es un grande de España, que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida, qué a mí mismo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba, que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí la carta, y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque, y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo yo sé que mereces: añadió a estas otras razones de padre consejero.

Llegose el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mismo hice a su padre, suplicándole se entretuviese algunos días, y dilatase el darla estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería: él me lo prometió, y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba, fui dél tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el duque daba de hacerme merced había de ser en perjuicio suyo; pero el que más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual en poco tiempo quiso que fuese tan su amigo que daba qué decir a todos; y aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al extremo con que don Fernando me quería y trataba. Es, pues el caso, que como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejaba de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien a una labradora vasalla de su padre, y ella los tenía muy ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y honesta, que nadie que la conocía se determinaba en cual de estas cosas tuviese más excelencia, ni más aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlos y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su amistad, con las mejores razones que supe, y con los más vivos ejemplos que pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito; pero viendo que no aprovechaba determiné de decirle el caso al duque Ricardo su padre; más don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió, desto, por parecerle que estaba yo obligado en ley de buen criado a no tener encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque venía; y así por divertirme y engañarme me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por algunos meses, y que quería que el ausencia fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre con ocasión que darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo. Apenas le oí yo decir esto, cuando movido de mi afición, aunque su determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo, aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque en efecto, la ausencia hacía su oficio a pesar de los más firmes pensamientos; y cuando él me vino a decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque su padre haría cuando supiese su disparate. Sucedió, pues, que como el amor en los mozos por la mayor parte no lo es, sino apetito, el cual tiene por último fin el deleite, en llegando a alcanzarle se acaba, y ha de volver atrás aquello que parecía amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el cual término no le puso a lo que es verdadero amor: quiero decir, que así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos, y si primero fingía quererse ausentar por remediarlos, ahora de veras procuraba irse por no ponerlos en ejecución. Diole el duque licencia, y mandome que le acompañase, vinimos a mi ciudad, recibiole mi padre como quien era, vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir (aunque no habían estado muertos ni amortiguados) mis deseos, de los cuales di cuenta por mi mal a don Fernando, por parecerme que en la ley de la mucha amistad que mostraba no le debía encubrir nada: alabele la hermosura, donaire y discreción de Luscinda, de tal manera que mis alabanzas movieron en él los deseos de ver doncella de tan buenas partes adornada: cumplíselos yo por mi corta suerte, enseñándosela una noche a la luz de una vela por una ventana por donde los dos solíamos hablarnos. Viola en signo tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en olvido: enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto, y finalmente tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura; y para encenderle más el deseo (que a mí me celaba y al cielo a solas descubría) quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamorado, que en leyéndolo me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y entendimiento que en las demás mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora, que puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca, y comencé a temer, y con razón a recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática aunque la trujese por los cabellos: cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no por que yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda, pero con todo eso me hacía temer mi suerte lo mismo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba, y los que ella me respondía, a título que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís de Gaula...

No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo: Con que me dijera vuestra merced al principio de su historia que su merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda, así que para conmigo no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor y entendimiento, que con sólo haber entendido su afición, la confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo; y quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al bueno de don Ruger de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Darayda y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel156, y de aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por él con todo donaire, discreción y desenvoltura; pero tiempo podrá venir en que se enmiende esta falta; y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allí le podré dar más de trescientos libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores, y perderme vuestra merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interrumpir su plática, pues en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así es en mi mano dejar de hablar dellos, como lo es en la de los rayos dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna; así que, perdón y proseguir, que es lo que ahora hace al caso.

En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había caído a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar profundamente pensativo; y puesto que dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra; pero al cabo de un buen espacio la levantó y dijo: No se me puede quitar del pensamiento ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé a entender otra cosa, y sería un majadero el que lo contrario entendiese o creyese, sino que aquel bellaconazo del maestro Elisabad estaba amancebado con la reina Madasima. Eso no, voto a tal, respondió con mucha cólera don Quijote (y arrójole, como tenía de costumbre), y ésa es una muy gran malicia o bellaquería por mejor decir: La reina Madasima fue muy principal señora, y no se ha de presumir que tan alta princesa se había de amancebar con un sacapotras157; y quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco, y se lo haré yo entender a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de día, o como más gusto le diere. Estábale mirando Cardenio, muy atentamente, al cual ya había venido el accidente de su locura, y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco don Quijote se la oyera según le había disgustado lo que de Madasima le había oído. ¡Extraño caso!, que así volvió por ella como sí verdaderamente fuera su verdadera y natural señora: tal le tenían sus descomulgados libros.

Digo, pues, que como ya Cardenio estaba loco, y se oyó tratar de mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, pareciole mal la burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos tal golpe a don Quijote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza que de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado, y el Roto le recibió de tal suerte, que con una puñada dio con él a sus pies, y luego se subió sobre él, y le brumó las costillas muy a su sabor. El cabrero, que le quiso defender, corrió el mismo peligro, y después que los tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó, y se fue con gentil sosiego a emboscarse en la montaña. Levantose Sancho, y con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de no haberles avisado que aquel hombre le tornaba a tiempos la locura, que si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo había oído, que na era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas, y darse tales puñadas, que si don Quijote no les pusiera en paz, se hicieran pedazos. Decía Sancho asido con el cabrero: déjeme vuestra merced, señor caballero de la Triste Figura, que en este, que es villano como yo, y no está armado caballero, bien puedo a mí salvo satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano corno hombre honrado. Así es, dijo don Quijote; pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido. Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero, si sería posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el fin de su historia. Dijo el cabrero lo que primero había dicho, que era no saber de cierto su manida: pero que si anduviese mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle o cuerdo o loco.