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ArribaAbajoCapítulo XLV

Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad


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¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores, dijo el barbero, de lo que afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía, sino yelmo? Y quien lo contrario dijere, dijo Don Quijote, le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces. Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido el humor de Don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para que todos riesen, y dijo hablando con el otro barbero: Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería sin que le falte uno, y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.

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No, por cierto, dijo Don Quijote, porque le falta la mitad, que es la babera. Así es, dijo el cura, que ya había entendido la intención de su amigo el barbero, y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara, por su parte, a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires. ¡Válame Dios! dijo a esta sazón el barbero burlado, ¿que es posible que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en admiración a toda una universidad, por discreta que sea. Basta; si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho. A mí albarda me parece, dijo Don Quijote, pero ya he dicho que en eso no me entremeto. De que sea albarda o jaez, dijo el cura no está en más de decirlo el señor Don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos señores y yo le damos la ventaja. Por Dios, señores míos, dijo Don Quijote, que son tantas y tan extrañas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado me han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamento. La primera vez me fatigó mucho un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo no vine a caer en aquella desgracia. Así que ponerme yo agora en cosa de tanta confusión a dar mi parecer, será caer en juicio temerario: en lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero en lo de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia definitiva: sólo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes; quizá por no ser armados caballeros como yo lo soy no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían. No hay duda, respondió a esto don Fernando, sino que el señor Don Quijote ha dicho muy bien hoy, que a nosotros toca la definición deste caso; y porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos señores, y de lo que resultare daré entera y clara noticia. Para aquellos que la tenían del humor de Don Quijote era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efecto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía allí delante de sus ojos, se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de caballo; y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando tomando los votos de unos en otros, hablándolos al oído para que en secreto declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se había peleado; y después que hubo tomado los votos de aquellos que a Don Quijote conocían, dijo en alta voz: El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber que no me diga que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo; y así, habréis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es jaez y no albarda, y vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte. No la tenga yo en el cielo, dijo el pobre barbero, si todas vuestras mercedes no se engañan; y que así parezca mi ánima ante Dios como ella me parece a mí albarda, y no jaez; pero allá van leyes etc., y no digo más; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado, si de pecar no. No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de Don Quijote, el cual a esta sazón dijo: Aquí no hay más que hacer sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga. Uno de los cuatro dijo: Si ya no es que esto sea burla pesada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, o parecen, todos los que aquí están, se atrevan a decir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia; porque voto a tal (y arrojole redondo) que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que ésta no sea bacía de barbero, y ésta albarda de asno. Bien podría ser de borrica, dijo el cura. Tanto monta, dijo el criado, que el caso no consiste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen. Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la pendencia y cuestión, lleno de cólera y de enfado, dijo: Tan albarda es como mi padre; y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva. Mentís como bellaco villano, respondió Don Quijote, y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad. El ventero que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; Don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados, que le dejasen a él y acorriesen a Don Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que todos favorecían a Don Quijote; el cura daba voces; la ventera gritaba; su hija se afligía; Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa, y doña Clara, desmayada. El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada, que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor; el ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre; y en la mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de Don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante, y así dijo, con voz que atronaba la venta: Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida. A cuya gran voz, todos se pararon, y él prosiguió diciendo: ¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y pónga [...]7 suasión del oidor y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos; y en tanto que él con ellos se avenía, el oidor comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura qué debía hacer en aquel caso, contándoseles con las razones que don Luis le había dicho. En fin, fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era y cómo era su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su hermano el marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía; porque desta manera se sabía de la intención de don Luis que no volvería por aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida pues de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejarle hasta que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba. Desta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias por la autoridad de Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero, viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos. Es pues el caso que los cuadrilleros se sosegaron por haber entrevido la calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la pendencia, por parecerles que de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que, entre algunos mandamientos que traía para prender a algunos delincuentes, traía uno contra Don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho con mucha razón había temido. Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las señas que de Don Quijote traía venían bien, y sacando del seno un pergamino, topó con el que buscaba, y poniéndosele a leer de espacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en Don Quijote, y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de Don Quijote, y halló que, sin duda alguna, era el que el mandamiento rezaba. Y apenas se hubo certificado, cuando, recogiendo su pergamino, en la izquierda tomó el mandamiento, y con la derecha asió a Don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes voces decía: Favor a la Santa Hermandad; y para que se vea que lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de caminos. Tomó el mandamiento el cura y vio como era verdad cuanto el cuadrillero decía, y como convenía con las señas con Don Quijote, el cual viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto, y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo él asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que a no ser socorrido de sus compañeros allí dejara la vida antes que Don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego a darle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba: Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él. Don Fernando despartió al cuadrillero y a Don Quijote y con gusto de entrambos, les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro, bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen a dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así convenía al servicio del Rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y de carreras. Reíase de oír decir estas razones Don Quijote; y con mucho sosiego dijo: Venid acá, gente soez y mal nacida, ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?

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ArribaAbajoCapítulo XLVI

De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero Don Quijote


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En tanto que Don Quijote esto decía, estaba persuadiendo el cura a los cuadrilleros como Don Quijote era falto de juicio, como lo veían por sus obras y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio adelante, pues aunque le prendiesen y llevasen, luego le habían de dejar por loco; a lo que respondió el del mandamiento que a él no tocaba juzgar de la locura de Don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen trecientas. Con todo eso, dijo el cura, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará llevarse a lo que yo entiendo. En efecto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo Don Quijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de Don Quijote, y así tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rancor a su pendencia. Finalmente ellos como miembros de justicia mediaron la causa, y fueron árbitros della, de tal modo que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que Don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales, y el barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni por siempre jamás, amén. Sosegadas pues estas dos pendencias, que eran las más principales y de más tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno quedase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar; y como ya la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de los valientes della, quiso llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados se contentaron de cuanto don Luis quería; de que recibió tanto contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma. Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se entristecía y alegraba a bulto conforme veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma. El ventero, a quien no se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el cura había hecho al barbero, pidió el escote de Don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como Don Quijote había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano: de todo lo cual fue común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable liberalidad de don Fernando. Viéndose pues Don Quijote libre y desembarazado de tantas pendencias, así de su escudero como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje, y dar fin a aquella grande aventura para que había sido llamado y escogido; y así con resoluta determinación se fue a poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se levantase; y él, por obedecerla, se puso en pie, y le dijo: Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas cosas se muestra más esta verdad que en las de la guerra, adonde la celeridad y presteza previene los discursos del enemigo, y alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esto digo, alta y preciosa señora, porque me parece que la estada nuestra en este castillo ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño, que lo echásemos de ver algún día; porque ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruirle, y dándole lugar el tiempo se fortificase en algún inexpugnable castillo o fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi incansable brazo? Así que, señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y partámonos luego a la buena ventura; que no está más de tenerla vuestra grandeza, como desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario. Calló y no dijo más Don Quijote, y esperó con mucho sosiego la respuesta de la fermosa Infanta; la cual, con ademán señoril y acomodado al estilo de Don Quijote, le respondió desta manera: Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita, bien así como caballero a quien es anejo y concerniente favorecer los huérfanos y menesterosos, y quiera el cielo que el vuestro y mi deseo se cumplan, para que veáis que hay agradecidas mujeres en el mundo; y en lo de mi partida sea luego, que yo no tengo más voluntad que la vuestra: disponed vos de mí a toda vuestra guisa y talante; que la que una vez os entregó la defensa de su persona y puso en vuestras manos la restauración de sus señoríos no ha de querer ir contra lo que la vuestra prudencia ordenare. A la mano de Dios, dijo Don Quijote; pues así es que una señora se me humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantarla y ponerla en su heredado trono: la partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro; y pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrén de la Reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y vamos de aquí luego al punto. Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y a otra: ¡Ay señor, señor, y ¡cómo hay más mal en el aldegüela que se suena! Con perdón sea dicho de las tocadas honradas! ¿Qué mal puede haber en ninguna aldea ni en todas las ciudades del mundo que pueda sonarse en menoscabo mío, villano? Si vuestra merced se enoja, respondió Sancho, yo callaré, y dejaré de decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir a su señor. Di lo que quisieres, replicó Don Quijote, como tus palabras no se encaminen a ponerme miedo; que si tú le tienes, haces como quien eres, y si yo no le tengo, hago como quien soy. No es eso, pecador fui yo a Dios, respondió Sancho, sino que yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón, no lo es más que mi madre; porque a ser lo que ella dice no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda a vuelta de cabeza y a cada traspuesta. Parose colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando alguna vez a hurto de otros ojos había cogido con los labios parte del premio que merecían sus deseos, lo cual había visto Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura más era de dama cortesana que de reina de tan gran reino, y no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejole proseguir en su plática, y él fue diciendo: Esto digo; señor, porque si al cabo de haber andado caminos y carreras, y pasado malas noches y peores días ha de venir a coger el fruto de nuestros trabajos el que se está holgando en esta venta, no hay para qué darme priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento, y aderece al palafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos. ¡Oh, Válame Dios, y cuán grande que fue el enojo que recibió Don Quijote oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que, con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo: Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente, ¿tales palabras has osado decir en mi presencia y en la destas ínclitas señoras, y tales deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginación? Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas: vete, no parezcas delante de mí, so pena de mi ira; y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas; a cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara; y no supo que hacerse sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de Don Quijote, dijo, para templarle la ira: No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero, decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad. Por el omnipotente Dios juro, dijo a esta sazón Don Quijote, que la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a nadie. Así es y así será, dijo don Fernando, por lo cual debe vuestra merced, señor Don Quijote, perdonarle y reducirle al gremio de su gracia, sicut erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio. Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde, y hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo, y él se la dio, y después de habérsela dejado besar, le echó la bendición, diciendo: Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía de encantamento. Así lo creo yo, dijo Sancho, excepto aquello de la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria. No lo creas, respondió Don Quijote, que si así fuera, yo te vengara entonces y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar venganza de tu agravio. Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero les contó punto por punto la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos, y de que no menos se corriera Sancho si de nuevo no le asegurara su amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía y lo afirmaba. Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía estaba en la venta; y pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con Don Quijote a su aldea con la invención de la libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí, para que lo llevase, en esta forma: hicieron una como jaula, de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente Don Quijote, y luego don Fernando y sus camaradas con los criados de don Luis y los cuadrilleros juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a Don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto. Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas.

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Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de modo, que cuando él despertó con sobresalto no pudo menearse ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan extraños visajes, y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que sin duda alguna ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender; todo a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina. Sólo Sancho de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que trayendo allí la jaula le encerraron dentro y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran romper a dos tirones. Tomáronle luego en hombros, y al salir del aposento, se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda sino el otro, que decía: «Oh Caballero de la Triste Figura, no te dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobosina yacieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las rampantes garras del valeroso padre; y esto será antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con su rápido y natural curso. Y tú, oh el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices! no te desmaye ni descontente ver llevar así delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado, que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor; y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero; que conviene que vayas donde paréis entrambos; y porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad; que yo me vuelvo adonde yo me sé;» y al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyola después, con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían. Quedó Don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de todo en todo la significación de ella, y vio que le prometían el verse ayuntado en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha; y creyendo esto bien y firmemente, alzó la voz y dando un gran suspiro dijo: Oh tú, quien quiera que seas, que tanto bien me has pronosticado ruégote que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo que no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me han hecho; que como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso; y en lo que toca a la consolación de Sancho Panza mi escudero, yo confío de su bondad y buen proceder que no me dejará, en buena ni en mala suerte, porque cuando no suceda por la suya o por mi corta ventura el poderle yo dar la ínsula o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse, que en mi testamento, que ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía. Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas. Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.

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ArribaAbajoCapítulo XLVII

Del extraño modo con que fue encantado Don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos


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Cuando Don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo: Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero jamás he leído ni visto ni oído que a los caballeros encantados los lleven desta manera, y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con extraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, vive Dios que me pone en confusión; pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos; y también podría ser que como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos, y otros modos de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo? No sé yo lo que me parece, respondió Sancho, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas. ¡Católicas, mi padre! respondió Don Quijote: ¿cómo han de ser católicas, si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste más de en la apariencia. Par Dios, señor, replicó Sancho, ya yo los he tocado; y este diablo que aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero éste huele a ámbar de media legua. Decía esto Sancho por don Fernando, que como tan señor debía de oler a lo que Sancho decía. No te maravilles deso, Sancho amigo, respondió Don Quijote, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen no pueden oler cosas buenas, sino malas y hediondas; y la razón es, que como ellos, dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena; y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio. Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida; y llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza. Ya en esto el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero antes que se moviese el carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de Don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien Don Quijote dijo: No lloréis, mis buenas señoras; que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos: a los valerosos sí; que tienen envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero con todo eso la virtud es tan poderosa, que por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de sí luz en el mundo como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que de voluntad y a sabiendas jamás le di a nadie, y rogad a Dios me saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificarlas, servirlas y recompensarlas como ellas merecen. En tanto que las damas del castillo esto pasaban con Don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba Don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que él, asimismo le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos. El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del Curioso impertinente, y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos; que pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció, y abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela, y coligió, que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad. Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de Don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el carro; y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro guiándole su dueño, a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas: seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante; detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra;

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y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a los bueyes, y comunicándolo con el cura, fue de parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba había un valle de más yerba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomose el parecer del barbero, y así, tornaron a proseguir su camino. En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a Don Quijote enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facineroso salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió así: Señor, lo que significa ir este caballero desta manera dígalo él, porque nosotros no lo sabemos. Oyó Don Quijote la plática, y dijo: ¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y peritos en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias; y si no, no hay para qué me canse en decirlas. Y a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con Don Quijote de la Mancha, para responder de modo, que no fuese descubierto su artificio. El canónigo, a lo que Don Quijote dijo, respondió: En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las súmulas de Villalpando. Así que, si no está más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes. A la mano de Dios, replicó Don Quijote: pues así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos; caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás la Fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, gimnosofistas la Etiopía, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas. Dice verdad el señor Don Quijote de la Mancha, dijo a esta sazón el cura, que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja. Éste es, señor, «el Caballero de la Triste Figura», si ya le oíste nombrar en algún tiempo; cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos. Cuando el Canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz de admirado, y no podía saber lo que le había acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían. En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para adobarlo todo, dijo: Ahora señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es, que así va encantado mi señor Don Quijote como mi madre: él tiene su entero juicio, él come, y bebe, y hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto así, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores. Y volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo: ¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensará vuestra merced que no le conozco? ¿Y pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad. Mal haya el diablo, que si por su reverencia no fuera, ésta fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis servicio; pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí, que la rueda de la fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pingamitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa; pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus puertas hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le verán entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor Don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso. Adóbadme esos candiles, dijo a este punto el barbero; ¿también, vos, Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? Vive el Señor que voy viendo que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado como él por lo que os toca de su humor y de su caballería. En mal punto os empreñaste de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis. Yo no estoy preñado de nadie, respondió Sancho, ni soy hombre que me dejaría empreñar del rey que fuese; y aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras; y debajo de ser hombre puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor, que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque es peor menearlo. No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y por este mesmo temor había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante: que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantose con sus criados y con él; estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida, locura y costumbres de Don Quijote, contándole brevemente el principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el designio que llevaban de llevarle a su tierra para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura. Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia de Don Quijote, y en acabándola de oír, dijo: Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos que llaman libros de caballerías; y aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro; y según a mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar, y no a enseñar; al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues ¿qué hermosura puede haber, o qué proporción de partes con el todo, y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique? ¿y qué cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de combatientes? Como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo. Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosa de mentira, y que así no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte, que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan de modo, que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera, que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto son en el estilo duros, en las hazañas increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil. El cura le estuvo escuchando con grande atención, y pareciole hombre de buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así le dijo que por ser él de su mesma opinión, y tener ojeriza a los libros de caballerías, había quemado todos los de Don Quijote, que eran muchos; y contole el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena; que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas, pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores; ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulises, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Euríalo, la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón, y finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón8 ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos. Y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lizos tejida, que después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho, porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como en verso.

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ArribaAbajoCapítulo XLVIII

Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías con otras cosas dignas de su ingenio


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Así es como vuestra merced dice, señor canónigo, dijo el cura, y por esta causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han compuesto semejantes libros, sin tener advertencia a ningún buen discurso, ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina. Yo, a lo menos, replicó el canónigo, he tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas. Y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, doctos y discretos, y con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto, no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes, y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le quitó de las manos y aun del pensamiento de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo; y los autores que las componen, y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos: deste modo vendrá a ser un libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo; y aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que hagan el arte que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho? ¿Sin duda, respondió el autor que digo que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra.? Por ésas digo, le repliqué yo, y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La Ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la de El Mercader amante, ni menos en La Enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado; y otras cosas añadí a éstas con que a mi parecer le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su errado pensamiento. En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo, dijo a esta sazón el cura, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal que iguala al que tengo con los libros de caballerías; porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia: porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera escena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? ¿y qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun, si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así, se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? ¿Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, al mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con trazas verisímiles, sino con patentes errores, de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo demás es buscar gullurías. ¿Pues qué si venimos a las comedias divinas? ¡Qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobrio de los ingenios españoles; porque los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes viendo los absurdos y disparates de las que hacemos; y no sería bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación, y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad: y que, pues éste se consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo, que este fin se conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no tales; porque de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea, y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen; no sólo aquellas que se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España; sin la cual aprobación, sello y firma ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representarlas, y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento del pueblo como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigarlos; y si diese cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocupados, pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación. A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el cura, cuando, adelantándose el barbero, llegó a ellos, y dijo al cura: Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que, sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto. Así me lo parece a mí, respondió el cura. Y diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les ofrecía; y así por gozar dél como de la conversación del cura, de quien ya iba aficionado, y por saber más por menudo las hazañas de Don Quijote, mandó a algunos de sus criados que se fuesen a la venta que no lejos de allí estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya debía de estar en la venta, traía recado bastante para no obligar a no tomar de la venta más que cebada. Pues así es, dijo el canónigo, llévense allá todas las cabalgaduras, y haced volver la acémila. En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su amo, y le dijo: Señor, para descargo de mi conciencia le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento; y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta traza de llevarledesta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha de responder, tocará con la mano este engaño y verá como no va encantado, sino trastornado el juicio. Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho, respondió Don Quijote, que yo te satisfaré y responderé a toda tu voluntad: y en lo que dices que aquellos que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros compatriotos y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en efecto, eso no lo creas en ninguna manera: lo que has de creer y entender es, que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza; porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo, y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me viene este daño; porque si, por una parte, tú me dices que me acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y por otra, yo me veo enjaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense sino que la manera de mi encantamento excede a cuantas yo he leído en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados? Así que bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y en lo que toca a querer preguntarme algo, di; que yo te responderé, aunque me preguntes de aquí a mañana.

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¡Válgame Nuestra Señora!, respondió Sancho, dando una gran voz; ¿y es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero pues así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado: si no dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi señora Dulcinea cuando menos se piense. Acaba de conjurarme, dijo Don Quijote, y pregunta lo que quisieres; que ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad. Eso pido, replicó Sancho; y lo que quiero saber es que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes. Digo que no mentiré en cosa alguna, respondió Don Quijote; acaba ya de preguntar; que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevenciones, Sancho. Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, ¿si acaso después que vuestra merced va enjaulado y a su parecer, encantado en esta jaula le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse? No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda derechamente. ¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir ¿si le ha venido gana de hacer lo que no se excusa? Ya, ya te entiendo, Sancho: y muchas veces; y aun agora la tengo: Sácame deste peligro, que no anda todo limpio.

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ArribaAbajoCapítulo XLIX

Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor Don Quijote


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¡Ah! dijo Sancho, cogido le tengo: esto es lo que yo deseaba saber, como al alma y como a la vida. Venga acá, señor; ¿podría negar lo que comúnmente suele decirse por ahí cuando una persona está de mala voluntad, no sé que tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propósito a lo que le preguntan, que no parece sino que está encantado? De donde se viene a sacar, que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene, y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan. Verdad dices, Sancho, respondió Don Quijote, pero ya te he dicho que hay muchas maneras de encantamentos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y que agora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían; de manera, que contra el uso de los tiempos no hay que argüir ni de qué hacer consecuencias: yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos y necesitados que de mi ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora precisa y extrema necesidad. Pues con todo eso, replicó Sancho, digo que para mayor abundancia y satisfación, sería bien que vuestra merced probase a salir desta cárcel, que yo me obligo con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle della, y probase de nuevo a subir sobre su buen Rocinante, que también parece que va encantado, según va de melancólico y triste; y hecho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar más aventuras; y si no nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos a la jaula: en la cual prometo, a ley de buen y leal escudero de encerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdichado, o yo tan simple, que no acierte a salir con lo que digo. Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano, replicó Don Quijote, y cuando tú veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré en todo y por todo; pero tú, Sancho, verás como te engañas en el conocimiento de mi desgracia. En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante y el mal andante escudero, hasta que llegaron donde, ya apeados, los aguardaban el cura, el canónigo y el barbero. Desunció luego los bueyes de la carreta el boyero, y dejolos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como Don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión como requiría la decencia de un tal caballero como su amo. Entendiole el cura, y dijo que de muy buena gana haría lo que le pedía si no temiera que en viéndose su señor en libertad había de hacer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen. Yo le fío de la fuga, respondió Sancho. Y yo y todo, dijo el canónigo, y más si él me da la palabra como caballero de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad. Sí doy, respondió Don Quijote, que todo lo estaba escuchando; cuanto más que el que está encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo que quisiere, porque el que le encantó le puede hacer que no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le hará volver en volandas; y que, pues esto era así, bien podían soltarle, y más siendo tan en provecho de todos; y del no soltarle, les protestaba que no podía dejar de fatigarles el olfato, si de allí no se desviaban. Tomole la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y debajo de su buena fe y palabra, le desenjaularon, de que él se alegró infinito y en grande manera de verse fuera de la jaula; y lo primero que hizo fue estirarse todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante y dándole dos palmadas en las ancas, dijo: Aún espero en Dios y en su bendita madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos, tú con tu señor a cuestas, y yo encima de ti ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo. Y diciendo esto Don Quijote se apartó con Sancho en remota parte, de donde vino más aliviado y con más deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase. Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la extrañeza de su grande locura, y de que en cuanto hablaba y respondía mostraba tener bonísimo entendimiento; solamente venía a perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caballería. Y así, movido de compasión, después de haberse sentado todos en la verde yerba para esperar el repuesto del canónigo, le dijo: ¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga y ociosa letura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de modo, que venga a creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo está la mesma mentira de la verdad? Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto Emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes, y finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerías contienen? De mí sé decir que cuando los leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que son todos mentira y liviandad, me dan algún contento; pero, cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared, y aun diera con él en el fuego, si cerca o presente le tuviera, bien como a merecedores de tal pena, por ser falsos y embusteros, y fuera del trato que pide la común naturaleza, y como a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida, y como a quien da ocasión que el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades como contienen: y aun tienen tanto atrevimiento, que se atreven a turbar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que con vuestra merced han hecho, pues le han traído a términos, que sea forzoso encerrarle en una jaula y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león o algún tigre de lugar en lugar, para ganar con él dejando que le vean. Ea, señor Don Quijote, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra lectura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra; y si todavía, llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la sacra Escritura el de los Jueces; que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo Lusitania, un César Roma; un Aníbal, Cartago, un Alejandro Grecia, un conde Fernán González Castilla, un Cid Valencia, un Gonzalo Fernández Andalucía, un Diego García de Paredes Extremadura, un Garci Pérez de Vargas Jerez, un Garcilaso Toledo, un don Manuel de León Sevilla, cuya leción de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí será letura digna del buen entendimiento de vuestra merced, señor Don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía, y todo esto, para honra de Dios, provecho suyo y fama de la Mancha, do, según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen. Atentísimamente estuvo Don Quijote escuchando las razones del canónigo; y cuando vio que ya había puesto fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república, y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas. Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando, dijo a está sazón el canónigo. A lo cual respondió Don Quijote: Añadió también vuestra merced diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome en una jaula y que me sería mejor hacer la enmienda y mudar de lectura leyendo otros más verdaderos y que mejor deleitan y enseñan. Así es, dijo el canónigo. Pues yo replicó Don Quijote hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la mesma pena que vuestra merced dice que da a los libros cuando los lee y le enfadan: porque querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el hielo enfría, ni la tierra sustenta; porque ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Güi de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlo Magno? que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día; y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los doce Pares de Francia, ni el rey Artús de Inglaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo, y le esperan en su reino por momentos; y también se atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña; y es esto tan así, que me acuerdo yo que me decía una mi agüela de partes de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: aquella, nieto, se parece a la dueña Quintañona: de donde arguyo yo que la debió de conocer ella, o, por lo menos, debió de alcanzar a ver algún retrato suyo. ¿Pues, quién podrá negar no ser verdadera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día se vee en la armería de los Reyes la clavija con que volvía al caballo de madera sobre quien iba el valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta? Y junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldán, tamaño como una grande viga: de donde se infiere que hubo doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes, déstos que dicen las gentes que a sus aventuras van. Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charní, llamado mosén Pierres, y después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del Conde de San Polo. Niéguenme asimismo que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del Duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, déstos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso.

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Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla que Don Quijote hacía de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballería, y así le respondió: No puedo yo negar, señor Don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes españoles; y asimismo, quiero conceder que hubo doce Pares de Francia; pero no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo Turpín dellos escribe; porque la verdad dello es que fueron caballeros escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron pares por ser todos iguales en valor, en calidad y en valentía; a lo menos, si no lo eran, era razón que lo fuesen, y era como una religión de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava, que se presupone que los que la profesan han de ser, o deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y como ahora dicen caballero de San Juan, o de Alcántara, decían en aquel tiempo caballero de los doce Pares, porque no fueron doce iguales los que para esta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio; pero de que hicieron las hazañas que dicen creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija que vuestra merced dice del Conde Pierres, y que está junto a la silla de Babieca en la armería de los Reyes, confieso mi pecado; que soy tan ignorante, o tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho. Pues allí está, sin duda alguna, replicó Don Quijote, y por más señas, dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho. Todo puede ser, respondió el canónigo, pero por las órdenes que recebí, que no me acuerdo haberla visto. Mas puesto que conceda que está allí, no por eso me obligo a creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de caballeros como por ahí nos cuentan, ni es razón que un hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes, y dotado de tan buen entendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas y tan extrañas locuras como las que están escritas en los disparatados libros de caballerías.

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ArribaAbajoCapítulo L

De las discretas altercaciones que Don Quijote y el canónigo tuvieron, con otros sucesos


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Bueno está eso, respondió Don Quijote; los libros que están impresos con licencia de los reyes, y con aprobación de aquellos a quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron? Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto, sino léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: «Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negregura yacen?»; ¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos; con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá vee otra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas, de diamantes; las puertas, de jacintos; finalmente, él es de tan admirable compostura, que, con ser la materia de que está formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura;

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y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que por lo menos dicen que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores destilada? ¿Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio? ¿Qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra: que mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido; sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado. Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo: Trabaje vuestra merced, señor Don Quijote, en darme ese condado tan prometido de vuestra merced como de mí esperado; que yo le prometo que no me falte a mí habilidad para gobernarle; y cuando me faltare, yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa; y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan. Eso, hermano Sancho, dijo el canónigo, entiéndase en cuanto al gozar la renta; empero al administrar justicia, ha de atender el señor del estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar: que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines, y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto. No sé esas filosofías, respondió Sancho Panza, mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo; y siéndolo, haría lo que quisiese; y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y haciendo mi gusto, estaría contento; y en estando uno contento, no tiene más que desear; y no teniendo más que desear, acabose, y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciego a otro. No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho, pero con todo eso hay mucho que decir sobre esta materia de condados. Yo no sé que haya más que decir, sólo me guío por muchos y diversos ejemplos que podría traer a este propósito de caballeros de mi profesión, que correspondiendo a los leales y señalados servicios que de sus escuderos habían recebido, les hicieron notables mercedes, haciéndoles señores absolutos de ciudades y ínsulas; y cual hubo que llegaron sus merecimientos a tanto grado, que tuvo humos de hacerse rey. Pero ¿para qué gasto tiempo en esto, ofreciéndome un tan insigne ejemplo el grande y nunca bien alabado Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la ínsula firme? Y así puedo yo sin escrúpulo de conciencia hacer conde a Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido. Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que Don Quijote había dicho, del modo con que había pintado la aventura del caballero del lago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído, y finalmente le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido. Ya en esto volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila del repuesto, y haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho; y estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo: tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso para que se detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento le dijo: Ah cerrera, cerrera, manchada, manchada, ¡y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¿qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a quien imitáis? Volved, volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de guardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas? Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron, especialmente al canónigo, que le dijo: Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra a su rebaño: que pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo. Tomad este bocado, y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto, descansará la cabra; y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre todo fue uno. Tomolo y agradeciolo el cabrero; bebió y sosegose, y luego dijo: No querría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy; pero no tanto, que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias. Eso creo yo muy bien, dijo el cura, que ya yo sé de experiencia que los montes crían letrados, y las cabañas de los pastores encierran filósofos. A lo menos, señor, replicó el cabrero, acogen hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía. A esto respondió Don Quijote: Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo; que todos escucharemos. Saco la mía, dijo Sancho, que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor Don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer cuando se le ofreciere, hasta no poder más, a causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada, que no aciertan a salir della en seis días; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia. Tú estás en lo cierto, Sancho, dijo Don Quijote, vete adonde quisieres, y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre. Así las daremos todos a las nuestras, dijo el canónigo. Y luego rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole: Recuéstate junto a mí, manchada; que tiempo nos queda para volver a nuestro apero. Parece que lo entendió la cabra, porque en sentándose su dueño, se tendió ella junto a él con mucho sosiego, y mirándole al rostro daba a entender que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo; el cual comenzó su historia desta manera.

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ArribaAbajoCapítulo LI

Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a Don Quijote


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Tres leguas de este valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba; mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan extremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba, se admiraba de ver las extremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a extender por todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se extendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato propio. La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban; y entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y por salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto; cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra, sólo sé que el padre nos entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja entender que será desastrado. En esta sazón vino a nuestro pueblo un Vicente de la Roca, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias y de otras diversas partes, de ser soldado. Llevole de nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados e invenciones dellos, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinte plumajes; y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia. Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes reencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de «vos» a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera, que decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí sus gracias; que también la tenía de poeta, y así, de cada niñería que pasaba en el pueblo componía un romance de legua y media de escritura. Este soldado pues que aquí he pintado, este Vicente de la Roca, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa, que tenía la vista a la plaza. Enamorola el oropel de sus vistosos trajes; encantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados; llegaron a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, y finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél antes que en él naciese presunción de solicitarla: y como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchas que él se aplicaba. Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado.

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Volviéronla a la presencia del lastimado padre, preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella, mal advertida y peor engañada, le había creído; y robando a su padre, se le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también como el soldado, sin quitarle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos. Duro, señor, se hizo de creer la continencia del mozo; pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la despareció su padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos, con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta. Encerrada Leandra quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos, in tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas. A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes usando el mismo ejercicio nuestro, y son tantos que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmado de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición, y en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se extiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie, porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente: el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja: yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida, y finalmente del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones; y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros: si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto; cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.

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