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ArribaAbajoCapítulo LII

De la pendencia que Don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los desceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor


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General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le habían, especialmente le recibió el canónigo, que con extraña curiosidad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico cabrero, cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así dijo que había dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio, pero el que más se mostró liberal en esto fue Don Quijote, que le dijo: Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos la tuviérades buena, que yo sacara del monasterio (donde sin duda alguna debe de estar contra su voluntad) a Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante; guardando empero las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios nuestro Señor que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los desvalidos y menesterosos. Mirole el cabrero, y como vio a Don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admirose y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía: Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla? ¿Quién ha de ser, respondió el barbero sino el famoso Don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas? Eso me semeja, respondió el cabrero a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza. Sois un grandísimo bellaco, dijo a esta sazón Don Quijote, y vos sois el vacío y el menguado; que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió: y diciendo y haciendo arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en todo el rostro con tanta furia, que le remachó las narices; mas el cabrero que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre Don Quijote y asiéndole del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogarle, si Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas, y diera con él encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza; pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el barbero hizo de suerte, que el cabrero cogió debajo de sí a Don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo. Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados: sólo Sancho Panza se desesperaba porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase. En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron el son de una trompeta tan triste, que les hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se alborotó de oírle fue Don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo: Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama. El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y Don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes. Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había. Don Quijote, que vio los extraños trajes de los disciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y confirmole más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le enfrenó; y pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban: Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes. Y en diciendo esto apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía, y a todo galope (porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante) se fue a encontrar con los disciplinantes: bien que fueron el cura y el canónigo y barbero a detenerle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo: ¿Adónde va, señor Don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de disciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace; que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe. Fatigose en vano Sancho; porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra, y aunque la oyera no volviera si el rey se lo mandara. Llegó pues a la procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba harto deseo de quietarse un poco, y con turbada y ronca voz, dijo:

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Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero. Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la extraña catadura de Don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en Don Quijote, le respondió, diciendo: Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve, que en dos palabras se diga. En una lo diré, replicó Don Quijote, y es ésta: que luego al punto dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece. En estas razones cayeron todos los que las oyeron que Don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera de Don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió al encuentro de Don Quijote, enarbolando una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que descansaba; y recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró Don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó en la mano, dio tal golpe a Don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que el pobre Don Quijote vino al suelo muy mal parado. Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que Don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto, con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como un gamo. Ya en esto llegaron todos los de la compañía de Don Quijote adonde él estaba; más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y alzados los capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que estaba muerto. El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía; cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era Don Quijote, y así él como toda la turba de los disciplinantes fueron a ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza con lágrimas en los ojos, decía: ¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él quedará lleno de malhechores sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede! Con las voces y gemidos de Sancho revivió Don Quijote, y la primer palabra que dijo fue: El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado; que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos. Eso haré yo de muy buena gana, señor mío, respondió Sancho, y volvamos a mi aldea, en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama. Bien dices, Sancho, respondió Don Quijote y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre. El Canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo que decía; y así habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de Sancho Panza, pusieron a Don Quijote en el carro, como antes venía; la procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura les pagó lo que se les debía: el Canónigo pidió al cura le avisase el suceso de Don Quijote, si sanaba de su locura, o si proseguía en ella, y con esto, tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y barbero, Don Quijote y Panza y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta paciencia como su amo. El boyero unció sus bueyes y acomodó a Don Quijote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de seis días llegaron a la aldea de Don Quijote, adonde entraron en la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de Don Quijote. Acudieron todos a ver lo que en el carro venía, y cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías, todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a Don Quijote por sus puertas. A las nuevas desta venida de Don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo. Gracias sean dadas a Dios, replicó ella, que tanto bien me ha hecho; pero contadme agora, amigo ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías? ¿Qué saboyana me traéis a mí? ¿Qué zapaticos a vuestros hijos? No traigo nada deso, dijo Sancho, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más momento y consideración. Deso recibo yo mucho gusto, respondió la mujer: mostradme esas cosas de más consideración y más momento, amigo mío; que las quiero ver, para que se me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia. En casa os las mostraré, mujer, dijo Panza, y por agora estad contenta, que siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis presto conde, o gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse. Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas decidme, ¿qué es eso de ínsulas? que no lo entiendo. No es la miel para la boca del asno, respondió Sancho: a su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar señoría de todos tus vasallos. ¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos. No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca: sólo te sabré decir así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Selo yo de expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero con todo eso es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar ofrecido sea al diablo, el maravedí. Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza su mujer, en tanto que el ama y sobrina de Don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías; allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente ellas quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mismo punto que tuviese alguna mejoría, y sí fue como ellas se lo imaginaron. Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que Don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, a lo menos, por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que Don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna ni la alcanzara ni supiera, si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que según él dijo se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza, y de la sepultura del mesmo Don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres: y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquirir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo menos, de tanta invención y pasatiempo. Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en la caja de plomo eran éstas:

Los académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha, en vida y muerte del valeroso Don Quijote de la Mancha, hoc scripserunt:

El Monicongo, académico de la Argamasilla,

a la sepultura de Don Quijote.




Epitafio


El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón de Creta;
el juicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
   El brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría:
   El que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.

Del paniaguado, Académico de la Argamasilla,
In laudem Dulcinea del Toboso




Soneto


Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
    Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
Campo de Montiel, hasta el herboso
llano de Aranjuez, a pie y cansado.
    Culpa de Rocinante. ¡Oh dura estrella!
Que esta manchega dama, y este invito
andante caballero, en tiernos años,
   Ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir, de amor, iras y engaños.

Del caprichoso, discretísimo académico de la Argamasilla,
en loor de Rocinante, caballo de Don Quijote de la Mancha.




Soneto


En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
   Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡Nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
   Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
   Hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
   Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.

Del burlador, académico Argamasillesco,
a Sancho Panza




Soneto


Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,
pero grande en valor, ¡milagro extraño!
Escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico.
   De ser conde no estuvo en un tantico,
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
   Sobre él anduvo (con perdón se miente)
este manso escudero, tras el manso
caballo Rocinante, y tras su dueño.
   ¡Oh vanas esperanzas de la gente!
Cómo pasáis con prometer descanso,
y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!

Del cachidiablo, académico de la Argamasilla,
en la sepultura de Don Quijote.




Epitafio


Aquí yace el caballero
bien molido y mal andante
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
   Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.

Del Tiquitoc, académico de la Argamasilla,
en la sepultura de Dulcinea del Toboso




Epitafio


Reposa aquí Dulcinea;
Y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
   Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.

Eacute;stos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de Don Quijote.

«Forsi altro canterà con miglior plectio.»

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ArribaAbajoSegunda parte

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ArribaAbajoDedicatoria al Conde de Lemos

Enviando a V. E. los días pasados mis comedias, antes impresas que representadas, si bien me acuerdo, dije que Don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a V. E; y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá llega me parece que habré hecho algún servicio a V. E., porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe, para quitar el ámago y la náusea que ha causado otro Don Quijote, que con nombre de segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe: y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de Don Quijote: juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio. Preguntéle al portador, si su majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondióme que ni por pensamiento. Pues, hermano, le respondí yo, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje; además que sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros: y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande Conde de Lemos, que sin tantos titulillos de colegios ni rectorías me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear. Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a V. E. los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente: el cual ha de ser o el más malo, o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible. Venga V. E. con la salud que es deseado, que ya estará Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de V. E. De Madrid último de Otubre de mil seiscientos y quince.

Criado de V. E.

Miguel de Cervantes Saavedra.




ArribaAbajoPrólogo al lector

Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote: digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas, y nació en Tarragona. Pues en verdad que no te he de dar este contento, que puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido; pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las miras, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza: y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años. He sentido también que me llame invidioso, y que como a ignorante me describa qué cosa sea la invidia, que en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del santo oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañose de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras, y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo. Paréceme que me dices que ando muy limitado, y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir aflicción al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si por ventura llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento.

Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin; y en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como, mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota, y en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba diciendo a los circunstantes, (que siempre eran muchos): pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro. Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro. Y si este cuento no le cuadrare, dirasle, lector amigo, éste, que, también es de loco y de perro.

Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano: y en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y dando ladridos y aullidos no paraba en tres calles. Sucedió pues, que entre los perros que descargó la carga fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, viólo y sintiólo su amo: asió de una vara de medir, y salió al loco, y no le dejó hueso sano, y a cada palo que le daba, decía: perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro? Y repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco, y retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía éste es podenco ¡guarda! En efecto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto. Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador, que no se atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas. Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite, que acomodándome al entremés famoso de la Perendenga, le respondo que me viva el Veinticuatro mi señor, y Cristo con todos: viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad bien conocida contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya imprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y por el consiguiente, favorecida. Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a Don Quijote dilatado, y finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados, y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas; que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvidábaseme de decirte que esperes el «Persiles», que ya estoy acabando, y la segunda parte de «Galatea».




ArribaAbajoCapítulo I

De lo que el cura y el barbero pasaron con Don Quijote cerca de su enfermedad


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Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de Don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el cerebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura: las cuales dijeron que así lo hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo; y así determinaron de visitarle y hacer experiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban. Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano, y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia.

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Fueron dél muy bien recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y habló Don Quijote con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos examinadores creyeron indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio. Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo experiencia si la sanidad de Don Quijote era falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas que habían venido de la Corte; y entre otras, dijo que se tenía por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y con este temor, con que casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta. Á esto respondió Don Quijote: Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella. Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí: Dios te tenga de su mano, pobre Don Quijote, que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad. Mas el barbero que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a Don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese: quizá podría ser tal que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes. El mío, señor rapador, dijo Don Quijote, no será impertinente, sino perteneciente. No lo digo por tanto, replicó el barbero, sino porque tiene mostrado la experiencia que todos o los más arbitrios que se dan a su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino. Pues el mío, respondió Don Quijote ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno. Ya tarda en decirle vuestra merced, señor Don Quijote, dijo el cura. No querría, dijo Don Quijote que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo. Por mí, dijo el barbero, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios de no decir lo que vuesa merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal: juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega. No sé historias, dijo Don Quijote; pero sé que es bueno ese juramento en fe de que sé que es hombre de bien el señor barbero. Cuando no lo fuera, dijo el cura, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado. ¿Y a vuesa merced quién le fía, señor cura? dijo Don Quijote. Mi profesión, respondió el cura, que es de guardar secreto. Cuerpo de tal, dijo a esta sazón Don Quijote, ¿hay más sino mandar su Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España, que aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco? Estenme vuesas mercedes atentos, y vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta, o fueran hechos de alfeñique? Si no díganme, ¿cuántas historias están llenas destas maravillas? Había, enhoramala para mí, que no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de los del innumerable linaje de Amadís de Gaula, que si alguno destos hoy viviera, y con el Turco se afrontara, a fe que no le arrendara la ganancia; pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende y no digo más. ¡Ay! dijo a este punto la sobrina; que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante. A lo que dijo Don Quijote: Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende. A esta sazón dijo el barbero: Suplico a vuesas mercedes que se me dé licencia para contar un cuento breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana de contarle. Dio la licencia Don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y él comenzó desta manera:

En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio: era graduado en cánones por Osuna; pero aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta imaginación escribió al arzobispo suplicándole encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que sus parientes por gozar de la parte de su hacienda le tenían allí, y a pesar de la verdad querían que fuese loco hasta la muerte. El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco, que puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones, como se podía hacer la experiencia hablándole. Quiso hacerla el capellán, y poniéndole con el loco, habló con él una hora, y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha hacienda, pues por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la merced que nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre. Finalmente, él habló de manera, que hizo sospechoso al retor, codiciosos y desalmados a sus parientes, y a él tan discreto, que el capellán se determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad de aquel negocio. Con esta buena fe el buen capellán pidió al retor mandase dar los vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor, viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y decentes, y como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron en efecto, y con ellos algunos que se hallaron presentes; y llegado el licenciado a una jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le dijo: Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo, que acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible: tenga grande esperanza y confianza en él, que pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá a él si en él confía: yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte. Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra jaula frontero de la del furioso, y levantándose de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: Yo soy, hermano, el que me voy, que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho. Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo, replicó el loco, sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta. Yo sé que estoy bueno, replicó el licenciado, y no habrá para qué tornar a andar estaciones. ¿Vos bueno? dijo el loco: agora bien, ello dirá, andad con Dios; pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla en sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dél por todos los siglos de los siglos, amén. ¿No sabes tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante pueblo; y es con no llover en él ni en todo su distrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado? Así pienso llover como pensar ahorcarme. A las voces y a las razones del loco estuvieron los circunstantes atentos; pero nuestro licenciado, volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las manos, le dijo: No tenga vuesa merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere menester. A lo que respondió el capellán: Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al señor Júpiter: vuesa merced se quede en su casa, que otro día, cuando haya más comodidad y más espacio, volveremos por vuesa merced. Riose el retor y los presentes, por cuya risa se medio corrió el capellán; desnudaron al licenciado, quedose en casa, y acabose el cuento. Pues ¿éste es el cuento, señor barbero, dijo Don Quijote, que por venir aquí como de molde, no podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel que no ve por tela de cedazo! Y ¿es posible que vuesa merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería; pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo, y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces, mas agora, ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía, y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula? ¿Quién más discreto que Palmerín de Inglaterra? ¿Quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco? ¿Quién más galán que Lisuarte de Grecia? ¿Quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís? ¿Quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián? ¿Quién más arrojado que don Cirongilio de Tracia? ¿Quién más bravo que Rodamonte? ¿Quién más prudente que el rey Sobrino? ¿Quién más atrevido que Reinaldos? ¿Quién más invencible que Roldán? Y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien descienden hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su cosmografía? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio; que a serlo, su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas; y con esto, me quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare; digo esto porque sepa el señor Bacía que le entiendo. En verdad, señor Don Quijote, dijo el barbero, que no lo dije por tanto, y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuesa merced sentirse. Si puedo sentirme o no, respondió Don Quijote, yo me lo sé. A esto dijo el cura: Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquí el señor Don Quijote ha dicho. Para otras cosas más, respondió Don Quijote tiene licencia el señor cura, y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa. Pues con ese beneplácito, respondió el cura, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuesa merced, señor Don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos. Ése es otro error, respondió Don Quijote en que han caído muchos que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo, y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y describir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe, que por la aprehensión que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus facciones, sus colores y estaturas. ¿Que tan grande le parece a vuesa merced, mi señor Don Quijote, preguntó el barbero, debía de ser el gigante Morgante? En esto de gigantes, respondió Don Quijote, hay diferentes opiniones si los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la geometría saca esta verdad de duda. Pero con todo esto no sabré decir con certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de techado; y pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su grandeza. Así es, dijo el cura; el cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán, y de los demás doce pares de Francia, pues todos habían sido caballeros andantes. De Reinaldos, respondió Don Quijote, me atrevo a decir que era ancho de rostro de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando (que con todos estos nombres le nombran las historias) soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado. Si no fue Roldán más gentil hombre que vuesa merced ha dicho, replicó el cura, no fue maravilla que la señora Angélica la bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la blandura de Medoro que la aspereza de Roldán. Esa Angélica, respondió Don Quijote, señor cura, fue una doncella distraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentose con un pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo:


Y cómo del Catay recibió el cetro,
Quizá otro cantará con mejor plectro.

Y sin duda que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir adivinos. Vese esta verdad clara, porque después acá un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano cantó su hermosura.

Dígame, señor Don Quijote, dijo a esta sazón el barbero, ¿no ha habido algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado? Bien creo yo, respondió Don Quijote que si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas, fingidas o no fingidas, en efecto, de aquellas a quien ellos escogieron por señoras de sus pensamientos, vengarse con sátiras y libelos: venganza por cierto indigna de pechos generosos; pero hasta ahora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el mundo. Milagro, dijo el cura; y en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.

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