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ArribaAbajoCapítulo XLII

La academia de Pacheco. -Los libros de caballerías. -Don Quijote crece. -Muere Ana Franca. -«Quae est ista...?»


El pintor y poeta Francisco Pacheco, a la verdad, mediano pintor y poeta desapacible, nos dejó en su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones una joya valiosísima. Merced a ese peregrino libro conocernos mejor que por ningún dato ni reseña escrita lo que era la sociedad literaria y artística sevillana en los últimos años de Felipe II y primeros de su hijo. Ese libro nos muestra, sin quererlo su autor cómo en el reinado de Felipe II comenzaron a hacer asiento y a cuajar y a trabarse y a formar una conglomeración sólida y maciza los ingenios de las diversas ciencias y artes. Los ilustres y memorables varones en él retratados constituyen, sin proponérselo ellos, ni su retratista, una academia con todos los bienes y todos los males a este nombre inherentes.

Hay en ella sujetos de tan marcado temple académico cual el doctor Luciano de Negrón, todo escuálido, todo blando, tiernos los ojos, tímida la cara, lleno de fingida modestia y de contrahecha bondad y que lo mismo se colaba, sin ruido, en el provisorato de la sede vacante por muerte del cardenal don Rodrigo de Castro, que asistía con la mayor mansedumbre evangélica a la degradación y ejecución en la horca de dos frailes portugueses, dominico y franciscano, a quienes él mismo condenó por complicados en la impostura de Marco Tulio Carsón, que decía ser el rey don Sebastián perdido en Alcazarquivir: y con esto, grande amigo y corresponsal de los sapientísimos varones Juan Voberio, Jacobo Gilberto y otros que tales. Hay allí médicos como el doctor Bartolomé Hidalgo de Agüero, discípulo del famoso doctor Cuadra y que después de haber ejercitado veinte años la vía común, trepanando, legrando y usando de los hierros conocidos, vio que por tan cruentos medios no se obtenían grandes resultados e inventó modo más suave de curar, «desechó los instrumentos y medicinas fuertes, los digestivos y fármacos húmedos y usó en su lugar de cosas desecantes y conservativas, que llaman cefálicas, como sus polvos magistrales, el olio benedito que llaman de Aparicio y otras cosas propias para levantar huesos y sacar materias y humores con lenidad suma», con lo cual logró tantas curas que bravo o jaque herido en Sevilla, aunque tuviese todos los huesos quebrados, decía lleno de fe: Encomiendenme a Dios y al doctor Hidalgo... porque todo lo sanaba con suavidad y tiento. Hay allí frailes de ojos bajos y de salientes quijadas, como el padre maestro Juan Farfán, el cual evangelizó desde el púlpito a la estragada y corrompida Sevilla y en sus ratos de ocio supo darle a la pluma satírica con tanto aire y desaprensión como demuestra aquel soneto suyo casi desconocido. A un cornudo, que empieza:


    Oh, carnero muy manso, oh buey hermoso,
asno trabajador siempre contento,
de tu mujer frazada y paramento,
mastín blando al que viene deseoso...



Hay pintores correctos, amañados, para quienes el arte de la composición era una parte de la Teología dogmática y el del colorido un estudio pendiente del de la Liturgia, como el racionero Pablo de Céspedes, cuyos insoportables cuadros en Sevilla existentes son el preludio de toda la pintura académica, fría y razonadora del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX (si en esta época se puede llamar pintura a lo que no es Goya), es decir, que marcan, por caso maravilloso, una decadencia anterior a la prosperidad y al florecimiento. Hay jesuitas lacios, chupados, lamidos y pálidos, agudos, ojerosos, ojiclaros, fríos, viscosos, como el P. Luis del Alcázar, fino y sagaz personaje que vemos aparecer en esta obra acedando y amargando la alegría de los demás. Hay sabios arqueólogos y amantes de las antiguallas, como el maestro Francisco de Medina, catedrático de Osuna y secretario del cardenal Castro, y otros coleccionistas y dueños de museos y bibliotecas como el alférez mayor de Andalucía, ingenioso analista, historiador, bibliófilo y hombre de mundo Gonzalo Argote de Molina. Hay monstruos de la sabiduría como el gran Benito Arias Montano, y de la elocuencia como fray Luis de Granada, junto a poetas e historiadores cortesanos como Gutierre de Cetina, y Cristóbal Moxquera de Figueroa. No falta el burgués enriquecido que sabe hermanar la administración con el trato de las regocijadas musas, como el gran Baltasar del Alcázar, servidor o mayordomo del duque de Alcalá en los Molares, gran conocedor de las virtudes de piedras, hierbas y metales y famoso por la Cena y por el Diálogo de Borondanga y Handrajuelo; ni su hermano Melchor del Alcázar, alcaide de los Reales Alcázares de Sevilla.

Esta mezcla de burgueses y aristócratas, frailes y gentes de orden, amigas de que se ahorque a quien deba ser ahorcado y de que se conserven los tesoros de la antigüedad y los buenos puestos y prebendas de la edad presente, ¿cabe dudar que es una academia sesuda, reposada, conservadora, llena de esa apacible y grata serenidad que embellece y ennoblece las senectudes fecundas y justifica las estériles?

Todos estos sujetos son afables, sosegados, y si se les ocurre alguna picardigüela, comunicanla en secreto de boca a oreja, ríenla brevemente y con cierto diapasón, y luego vuelven a quedar graves. Como pidiendo perdón, sin biografía al pie, sin nombre siquiera, se ha deslizado en el libro un caballero de Santiago, de ganchudos bigotes, de ojos parlanchines, de enormes lentes redondos. Le conocéis al punto, pero el autor, el prudente y mesurado Pacheco no ha querido apuntar su nombre: es don Francisco Gómez de Quevedo. Por aquellas páginas anda también otra figura aguda, iluminada con una risilla de conejo: al pie lleva el nombre, pero no la biografía. Es Juan Sáez de Zumeta. Se echa de menos entre los verdaderos retratos, el del caballerizo de la reina, don Juan de Jáuregui, a quien, sin duda, no pintó Pacheco por ser del oficio; falta el retrato del gran poeta sevillano Juan de la Cueva de Garoza. Faltan, por fin, el retrato de Vicente Espinel y la efigie de Miguel de Cervantes.

¿Qué significa esto? Significa, a mi entender, que Cervantes perteneció desde luego a la casta de los satíricos, de los independientes, de los pobres, de los antiburgueses, de los contra-académicos. Puede ser que conociera y tratara a algunos, quizás a muchos de los sensatos y serenos varones a quienes Pacheco retrató; pero de seguro que ni le entendieron bien (aparte que muchos eran ya viejos por entonces) ni él los apreció, acaso porque no eran muy apreciables. Miguel, en estos años en que no tuvo oficio ni ocupación constante, como en los anteriores, era poco más que un vagabundo, era siempre un necesitado, un menesteroso.

Miguel andaba por las calles, por el Arenal de Sevilla, con las manos ociosas, el estómago vacío y la imponente máquina del Quijote en la cabeza. Y no sólo pensaba en el Quijote, pues de seguro algunas novelas ejemplares (señaladamente Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El celoso extremeño y quizás Las dos doncellas) las compuso en este tiempo. De ellas y de la parte del Quijote que iba componiendo leía trozos a escritores y no escritores amigos suyos. El primero de sus oyentes y admiradores fue quizás el graciosísimo, el experto, el sabio y simpático representante Agustín de Rojas Villandrando, cuyo genial humanísimo y cuyo amor a la vida le cayeron muy en gracia a Miguel. Entonces se le aficionó, y de seguro hubo de prestarle ayuda, un caballero toledano, algo emparentado con la casa de Alba, el cual se llamaba don Fernando Álvarez de Toledo, señor de Higares, pariente asimismo del duque de Lerma, con quien no andaba en mucha armonía. En aquellos días cultivó también Cervantes el trato de su antiguo conocido el licenciado Francisco Porras de la Cámara, a quien leyó sus obras, con gran contento de ambos, y entonces, o poco después, conoció a un tal López del Valle, algo poeta, contador de la casa ducal de Béjar y amigo del poeta Pedro de Espinosa.

Con estas amistades, que conoció serle útiles, el porvenir iba abriendose ante los ojos de Miguel. En febrero de 1599 sabemos que se hallaba en relaciones de dinero con su pariente don Juan Cervantes de Salazar, hijo o sobrino del gran filósofo Francisco Cervantes de Salazar, continuador del Diálogo de la dignidad del hombre, que escribió el maestro Pérez de Oliva. Don Juan Cervantes de Salazar, que era también poeta muy tierno y exquisito, por cierto, debía a Miguel noventa ducados, y se los pagó en aquella fecha. Había, pues, en la misma familia de Miguel quien necesitaba del auxilio del Ingenioso Hidalgo.

De su mujer y hermanas poco sabía, ni ellas debían de acongojarse gran cosa por lo que pudiera sucederle. Miguel se sentía y se encontraba solo ya en el mundo, y por eso se le ve rebuscando asideros para salir adelante, procurando halagar a los caballeros nobles, como el señor de Higares y el joven duque de Béjar, intentando lograr, por Porras de la Cámara, el amparo de la Iglesia, cada vez más poderosa, en particular (y piensen en esto lo que quieran los historiadores miopes) desde que, muerto Felipe II, faltó al Poder civil una mano fuerte y decidida que reprimiese los crecimientos y demasías del Poder eclesiástico. Miguel entonces, mientras azotaba las calles de Sevilla buscando una combinación como el trato con el galletero Pedro de Rivas, u otros semejantes para ganar el sustento, recordaba con nostálgica pesadumbre la abundancia del Vaticano, en que algunos meses vivió, la esplendidez y boato de aquellos Aquaviva y aquellos Colonna, a quienes rehuyó cuando joven. Veía, por otra parte, a todos los señorones a quienes conocemos por el libro de los retratos, tan lucios, llenos y felices por haberse acogido al gremio y acorro de la Iglesia, o por hallarse con ella en excelentísimas relaciones.

Los tiempos iban cambiando. Felipe II había sido un hombre capaz de afrontar las iras de los papas y de las demás naciones católicas; gran pecador, la varonil entereza que heredó de su padre y que en él se ofrecía entreverada de apocamientos y desmayos, hijos del alma amorosa y débil de su madre, lograba sobreponerse en los casos de apuro, y dominándose a sí mismo, dominaba a los demás.

Su hijo Felipe III era, en cambio, todo blandura linfática; era un pequeño pecador, y sus deslices, en aquel tiempo mínimos, le pesaban sobre la vacilante conciencia y necesitaba depositarlos, soltar aquella carga que oprimía su alma floja, confiárselos a cualquier santo varón que los absolviese y perdonara. Fue entonces cuando comenzaron a turbarse las conciencias y cuando la Iglesia, y más particularmente los frailes, principiaron apoderándose de las casas, conquistando todos los castillos interiores, domeñando a la empobrida y trémula sociedad, que al perder la alegría, desterrada de España por las negras voces de los predicadores biliosos, perdió la confianza en sí misma y en la ayuda que Dios prestó antes y presta siempre al individuo que en sí propio tiene fe, sin valerse de intermediarios ni correveidiles. Perdieron los ánimos la fuerza para resolver sus conflictos interiores y salir de sus espirituales apuros. La corte y su crecimiento, el cambio en las costumbres cortesanas contribuyeron también a esta situación, arrancando de su soledad bravía a la nobleza territorial, zambulléndola en las promiscuidades más enervantes y desmoralizadoras.

Miguel, que en sí propio, en su espíritu rendido y martilleado incesantemente por los golpes de la adversidad, notaba este desfallecimiento, iba haciendose cargo de cuán necesarias eran las personalidades superiores, las individualidades poderosas absorbentes, capaces de conducir a los hombres, de encauzar los hechos, de excitar los sentimientos y de guiar las ideas. Miguel veía desaparecer de la escena de España los héroes de la realidad y ser reemplazados por los de la ficción disparatada.

Ni las peticiones de las cortes de Valladolid en 1555, seguidas por numerosas protestas de los hombres más sabios y eminentes, como los maestros Luis Vives y Alejo de Venegas, Melchor Cano y fray Luis de Granada, ni las razones que el venerable Arias Montano, hombre de ojos sagaces siempre abiertos, formuló, consiguieron desterrar la peste de los libros de caballerías, cuya lectura estragaba las almas ansiosas de ver repetirse y abultarse las pasadas aventuras de mar y de tierra hasta tocar en lo imposible y cruzar los linderos de la honesta ficción para entrar en los del desvarío. ¿Acaso no eran libros de caballerías en cierto modo aquellos tratados de las espirituales conquistas, de los ocultos y secretos reinos y de las moradas invisibles y de los interiores castillos? ¿No lo eran también las relaciones habladas y escritas que a Sevilla la ardiente y la imaginativa y a Cádiz la fantasiosa llegaban de las proezas de los conquistadores y descubridores en el Nuevo Mundo?

Contra el empuje imaginativo, contra la avidez insaciable que reclamaba constantemente lecturas de este género en que la épica llega a la insania, cuyas lindes ya tocó en el poema de Ariosto, no había recurso que oponer. Endeble reparo a tal invasión fueron las novelas pastoriles y harto lo conoció Cervantes, que había sido de los primeros en oponer la dulcedumbre y suavidad arcádicas al estrépito y baraúnda de las caballerías. Persuadido iba estando de que ni sus esfuerzos en seguir la senda de Montemayor y de Gil Polo, ni los de Suárez de Figueroa, Gálvez de Montalvo, Lope de Vega, Valbuena y demás patrulla de los bucólicos bastarían a otra cosa que a empalagar al público.

Darle poesía pastoril y novela bucólica a quien pedía caballeros andantes era como querer saciar con miel y hojuelas el estómago hambriento que pide carne cruda y bodigos de pan de tres libras. Llamar la atención, de la gente hacia lo bajo y prosaico de la humanidad, como lo había hecho el autor del Lazarillo y lo intentaban ya el propio Miguel y su amigo Mateo Alemán, podía ser un medio para acabar con la balumba de las caballerías, si el libro picaresco lograba entrar en todas las casas y llegar a todas las esferas sociales, lo cual su misma índole impedía que se consiguiese. Las novelas novelescas, como hoy dicen, o de amores y de aventuras cortadas por el patrón del Teógenes y Cariclea de Heliodoro y tales como la Selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, el Clareo y Florisea de Núñez de Reinoso y el Persiles y Sigismunda, no se habían presentado aún a la imaginación de Cervantes como un remedio ecléctico y contemporizador para el mal de que se trataba. Las imitaciones de los novelistas italianos, en el estilo de las Novelas ejemplares eran, sin duda, arbitrio insuficiente para lo que se pedía. Al mundo y al vulgo, como él dijo, coincidiendo con su amigo Alemán, convenía tratarle como a niño mal educado, no poniéndose de frente con sus gustos, sino llevándole el genio y trasteándole con maña, consintiéndole y halagándole.

Por eso, para combatir los libros de caballerías, tan aventajados y lozanos en el sentir del mundo y del vulgo y con tan grandes raíces que al Romancero, a las gestas antiguas y a los orígenes mismos de la nacionalidad tocan, y prosiguen por la Edad Media en verdaderas historias de reales y efectivos caballeros de ventura, como Suero de Quiñones, como el conde de Buelna don Pero Niño, como los famosos mosén Luis de Falces y mosén Diego de Valera y como el condestable Miguel Lucas de Iranzo, cuyas crónicas pudieran intercalarse sin desdoro en lo más intrincado del Amadís, no cabía sino escribir otro libro de caballerías mayor que todos los anteriores y sacar a plaza un caballero de carne y hueso y hasta hacerle pelear ya con gigantes imaginados, ya con reales y cogotudos villanos, mercaderes y yangüeses y con fingidas tropas de Alifanfarones y de Pentapolines, en quienes se personificase, para el discreto y advertido, a todos los personajes engendrados por la fanfarria y ficción andaluza y portuguesa, que a tales términos iban llevando a la nación.

Con fruición deliciosa hundía la mirada Cervantes en todo aquel increíble cosmos de vaciedades y absurdos, venido Dios sabe de dónde. Resonabanle en los oídos las antiquísimas historias del caballo mágico que de la India vino tal vez a posarse en el poema homérico y desde allí corrió por las viejísimas leyendas de Clamades y de Clarimunda, convertidos en Pierres y Magalona o en el príncipe Caramalzamán y la princesa Badura. Montados también en mágicos corceles, en hipogrifos y alfanas, en cebras y dragones, iban corriendo por su imaginación los primitivos héroes de las caballerías y de los maravillosos cuentos, Fierabrás, Partinuplés, Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe y Tablante de Ricamonte, revueltos con los de las leyendas demoníacas y piadosas, como el San Amaro, gallego, y el Roberto el Diablo, de Bretaña o Normandía, y con las verdaderas relaciones de viaje y andanzas del infante don Pedro de Portugal, que anduvo las cuatro partidas del mundo.

A este primer escuadrón seguían la infinidad de caballeros imaginados por gentes que ni siquiera tenían la menor noción de las caballerías, como el famoso y archi disparatado Feliciano de Silva, padre de Florisel de Niquea o de don Rugel de Grecia y de tantos otros dislates; como Bernardo de Vargas, sevillano, autor de don Cirongilio de Tracia, hijo del noble Elesfrón de Macedonia; como Pedro de Luján, a quien debemos el invencible Lepolemo, también llamado el caballero de la Cruz; como el burgalés Jerónimo Fernández, que, desde su bufete de abogado en Madrid, lanzaba al mundo a don Belianís de Grecia; como la dama portuguesa que continuaba la historia de Primaleón y Polendos, como el curioso dialoguista, poeta y secretario del conde de Benavente, Antonio de Torquemada, que, alternando con su Jardín de flores y sus Coloquios satíricos, compuso el don Olivante de Laura, príncipe de Macedonia; como el caballero don Melchor Ortega, que sacó de entre los cerros de Úbeda, su patria, al príncipe Felixmarte de Hircania; y el señor de Cañadahermosa, don Juan de Silva y Toledo, que, en aquellos mismos días en que Cervantes pensaba el Quijote, componía el desaforado don Policisne de Beocia; y el sesudo traductor de Plinio, Jerónimo de Huerta, que imaginó el Florando de Castilla; y el fraile observante fray Gabriel de Mata, que en 1589 había hecho caballero andante nada menos que al seráfico padre San Francisco de Asís, intitulándole El caballero Asisio. Frailes, damas, caballeros, poetas, naturalistas, secretarios, contadores y gente de toda laya se entregaban a la composición y a la lectura de los descomulgados libros de caballerías.

La empresa de atacarlos y derribarlos era una de las más grandes que podían ser intentadas por ingenio alguno, y este propósito, no anterior, sino subsiguiente a la gran concepción del contraste humano, como base de una composición grandiosa y definitiva, debió de aparecer entonces claro a los ojos de Miguel, persuadido de las enormes consecuencias morales y literarias que tendría el derrocar la ficción caballeresca, en la que iba envuelto el eterno mal crónico de los españoles, lo que en tiempos recientes se llamó la leyenda dorada, aquel embaimiento y elevación en que viven los espíritus de España cuando fatigados de la acción por exceso de heroísmo y de energía, se tumban a la bartola pensando en mundos ignotos y en conquistas fantásticas.

Este desequilibrio entre la acción y el pensamiento, esta falta de sangre de hechos que a nuestras ideas suele caracterizar y, como consecuencia de ella, la ausencia o carencia de jugo ideal que a los hechos distingue, este divorcio pura y netamente español de la teoría y de la práctica, que nos conduce o a la utopía del caballero andante o a la rutina del panzudo escudero y de sus compinches y congéneres los destripaterrones del arado celta..., no diré que Cervantes lo meditó y reflexionó sobre ello, sí que la sensación y el presentimiento de todas estas cosas y de otras muchas iba posesionandose de su ánimo y añadiendo nueva substancia de realidad a lo ya pensado de su obra.

Antes que ningún político lo olfateara, excepción hecha de aquellos sagacísimos embajadores italianos, quienes desde los primeros tiempos de Felipe II andaban por toda Europa procurando el descrédito de España, conoció Miguel que ya comenzábamos a bajar la pendiente.

También él iba descendiéndola ya. Sin pena y sin recelo se encontraba en el claro otoño de la vida, lleno de visiones de gloria y de inmortalidad, como en tantos otros otoños de su malgastada juventud.

Por aquel entonces, para más espiritualizar y desinteresar su vida, le ocurrió una gran desgracia, de la que no podía lamentarse. Murió Ana Franca, Ana de Rojas o Ana de Villafranca, esposa de Alonso Rodríguez, la mujer a quien Cervantes había amado cuando se dieron a casarse él con doña Catalina, y Ana con Alonso Rodríguez.

¿Se ha pensado bastante lo que fueron estas dos existencias rotas por siempre para el amor? Murió Ana Franca, esa desconocida hembra que fue para Cervantes fecunda y de la cual no encontramos rastro alguno en todas sus obras. Antes quizás, había muerto Alonso Rodríguez. Isabel, la hija de Cervantes y Ana Franca, su hermana menor, quedaron huérfanas.

Miguel, a quien su hermana Magdalena comunicó la noticia, pensó en su vejez cercana, se acordó de su hija a quien no conocía casi y que era ya una moza, y desde Sevilla arregló un modo de recogerla, echando mano de los buenos sentimientos de la generosa y benigna doña Magdalena. Buscóse a ambas huérfanas un tutor postizo, que era cierto Bartolomé de Torres, alquilón que se ocupaba en tales menesteres, y a los tres días de nombrado curador este buen hombre contrató el poner a Isabel en servicio de doña Magdalena, quien había de enseñarla a hacer labor y a coser y darla de comer y beber y cama y camisa lavada y hacerla buen tratamiento. Claro está que de todo esto hubo de enterarse doña Catalina de Salazar. Miguel se proponía, de esta manera, preparar suavemente la entrada y acogimiento de su hija natural en su familia legítima; columbraba cercanos los días de la senectud, sentía cada vez con mayor apremio la necesidad de estar tranquilo para poder con todo sosiego llevar a cabo su obra que iba entre los puntos de la pluma hinchándose y creciendo. No veía aún claro que Don Quijote muriese cuerdo en su cama, sí que había de volver a su casa, por fuerza o por su voluntad, después de bien apaleado.

Un hecho muy sonado en Sevilla acabó de remachar su convicción de que íbamos cayendo, despeñándonos. En los días postreros de septiembre de 1599, el asistente de Sevilla, don Diego Pimentel, recibió una carta con firma del rey Felipe III, encargando que se hiciese muy buena acogida a la marquesa de Denia, que había ido a Sanlúcar para asistir al parto de su hija la condesa de Niebla. La marquesa de Denia era mujer del privado de Felipe III, de aquel inepto Lerma progenitor de toda la polaquería española. Decíase que Felipe III, casi niño, habíase dado buen tiempo con la marquesa, y que esta amable señora fue quien inició al devoto monarca en los misterios dulcísimos que la astuta Lycenion mostró al inocente Dafnis. Lo cierto es que todo cuanto hoy suele llamarse elemento oficial de Sevilla se dispuso a agasajar y regalar a la buena señora. El famoso veinticuatro y elegantísimo poeta don Juan de Arguijo recibió a la ilustre viajera en su finca de Tablantes, y para ello hizo tales y tan lujosos preparativos que echó la casa por la ventana, quedando arruinado para siempre.

La ciudad, asolada por la epidemia de carbuncos y tabas y por la miseria consiguiente, vio tirar sus dineros en mascaradas, comedias, simulacros de batallas navales en el Guadalquivir, cañas y toros, que resultaron mansos, en la plaza de San Francisco. Por si esto era poco, el cabildo acordó regalar diez mil escudos de oro a la andariega señora, en cuyas manos puede decirse que se hallaba entonces la fortuna de España entera. El ayuntamiento de Sevilla procedió en esto como el más adulador cortesano, y sólo hubo en él dos hombres independientes y dignos, Diego Ferrer y Juan Farfán, que se opusieran a despilfarro tan loco e injusto.

Aquella repugnante connivencia o contemporización de todos los representantes del pueblo con las debilidades del monarca, era una señal de los tiempos. Todos los poetas satíricos de Sevilla, los que no estaban retratados en el libro-academia de Francisco Pacheco, soltaron sobre el asunto chorretadas de versos burlones. No es enteramente descaminado creer que la pluma ocupada en el Quijote borrajease en un rato perdido este soneto:


    -Quae est ista quae ascendit de deserto?-
preguntó un socarrón a un licenciado
in lege bellacorum graduado,
de bigote engomado y cuello abierto.
    El cual le respondió, de risa muerto:
-Tiéneme esta braveza, seor soldado,
tan absorto y sin mí, tan abobado
que aun a informarme de lo que es no acierto.
    Dicen que nace este alboroto y fiesta
de que Sevilla a una mujer recibe
que pago le hará con un pax vobis.-
    Luego entró en su litera muy compuesta
y él, dándose en los pechos, dijo: -Vive,
gran marquesa: ya el Rey ora pro nobis.






ArribaAbajoCapítulo XLIII

Miguel trata de acogerse a sagrado. -Ve «La española inglesa». -Lope llega a Sevilla. -Agresión a Miguel. -El otoño de la vida


El cardenal don Fernando Niño de Guevara, a quien conocemos personalmente por haberle retratado de cuerpo entero y de tamaño natural nuestro gran Theotocópulos, era un hombre de mediana estatura, el rostro trigueño, la barba entrecana, la boca grande, los ojos curiosísimos asomados tras unas antiparras enormes, con recia armadura de concha, limpia y desembarazada la frente, poderoso y grave el entrecejo; era un hombre fino, elegante, magnánimo, de largas manos dadivosas, donde relucían cuatro anillos, de espléndida vestidura, amplia muceta de raso duro, alba impecable con lujosísimos encajes de Venecia. En él todo indica una gran perspicacia y un aristocrático refinamiento. Era un cardenal español que italiano parecía y lo que en su antecesor don Rodrigo de Castro, retratado por Pacheco, era socarronería sevillana, en Niño de Guevara más bien se creyera imperceptible sorna, muy en consonancia con sus gestos y sus gustos mundanos. En resumen, decirse puede que don Rodrigo de Castro, muerto en 20 de septiembre de 1600, era un hombre del siglo XVI y don Fernando Niño de Guevara, nombrado poco después para sucederle, era un hombre del XVII, y aun cuando ésta de los siglos parezca una división arbitraria, en el caso presente no resulta así.

Del siglo XVI son Felipe II y todas sus grandezas y todos sus decaimientos; del siglo XVI La Galatea, las comedias de Cervantes, la parte heroica de su vida y las novelas en que se refleja lo que vio y aprendió en Italia; del siglo XVII son Felipe III y Felipe IV, son las novelas ejemplares de asunto picaresco, es el Persiles, son las comedias posteriores de Cervantes y el Viaje del Parnaso. Sólo el Quijote se levanta por cima de los dos siglos y de todos los demás, pero sin apartarse del XVI ni del XVII sobre los cuales cabalga, como que en él se contiene la gran crisis española, que es, en suma, la de la humanidad entera en los tiempos modernos.

Nombrado Niño de Guevara arzobispo de Sevilla, quiso ante todo conocer el estado en que se encontraba su diócesis. Supo que proseguía la epidemia o, mejor dicho, las varias epidemias por la miseria acarreadas y envió muchos miles de ducados para remediar lo que remedio tuviere. Supo también que las llagas, carbuncos y roñas del cuerpo eran nada en comparación con la podredumbre moral y social que invadía la ciudad y la diócesis, y para mejor enterarse, recurrió a una información directa y desapasionada que encargó al racionero Francisco Porras de la Cámara, amigo de Cervantes y sujeto de tal clarividencia como era menester para desempeñar con acierto semejante comisión.

Porras de la Cámara había formado, para su particular recreo, un archivo de papeles y escritos en prosa y en verso, el cual contenía tres partes, una de poesías profanas, que ha desaparecido, otra de poesías divinas, que para en poder del ilustre hispanista norteamericano Mr. Huntington, y otra que es el traído y llevado códice cuyo título Compilación de curiosidades cervantinas vulgarizó don Isidoro Bosarte.

Estas curiosidades recogidas por Porras de la Cámara eran sucesos fabulosos o que el buen racionero quería hacer pasar como tales: chistes y ocurrencias del ya citado maestro Juan Farfán, chascarrillos y anécdotas de otros ingenios sevillanos, una relación en prosa y verso de un viaje hecho a Portugal en 1592, un cuadro del estado de la poesía sevillana al mediar el siglo XVI, una biografía laudatoria del licenciado Francisco Pacheco, canónigo, tío del pintor de los Retratos, y, por fin, los manuscritos sin nombre de autor y con variantes notabilísimas, de La tía fingida, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño. Con todos estos y otros simples bien pudo formar Porras de la Cámara un compuesto de tanto jugo como la carta confidencial en que informó al cardenal Niño de cómo se encontraba su diócesis. La verdad y el estudio de las cosas nos dicen hoy que Porras de la Cámara se quedó algo corto en su pintura; pero el hecho notable que de esta noticia se saca es que para mostrar el estado de la sociedad de su tiempo no halló mejor cosa que copiar las tres obras de Cervantes, por cuya pluma hablaba sin disimulos la verdad.

Infierese también de aquí la gran amistad que Miguel tuvo con Porras de la Cámara, quien debió remunerarle en algún modo la largueza con que le prestaba sus manuscritos, aún no publicados. Quizá desde el momento en que recibió Porras de la Cámara las preguntas de don Fernando Niño, vislumbró Miguel la esperanza de acogerse a la Iglesia, como último recurso, dada su penuria; quizá entrevió la protección futura de un Mecenas generoso y rico, tan italianizante y espléndido como el nuevo arzobispo de Sevilla. Seguro es (y ya casi es un locus classicus entre los cervantistas) que Porras de la Cámara leyó al cardenal Niño en las largas siestas del verano los manuscritos de Cervantes, hallándose ambos fugitivos del calor de Sevilla en la posesión arzobispal de Umbrete. No es dudable que Porras de la Cámara habló al arzobispo de la triste escasez en que vivía un hombre de tan peregrino ingenio. Tocó entonces Miguel como tantas otras veces en las puertas de la esperada tranquilidad y no logró pasar los umbrales.

A vueltas con sus pensamientos, iba un día caminando por las callejuelas que en gracioso enredijo se enmadejaban junto a la parroquia de San Marcos. Enorme concurso de gente bien arreada acudía a la plazoleta que se hace delante del convento de Santa Paula. El compás o patio que hay antes del convento se hallaba también lleno de gente. El sol acariciaba los magnolios, laureles y toronjiles que adornan el patio, y dejaba en sombra la noble ojiva de barro cocido y de grandes baquetones amarillos y rojos, en la cual un tímpano muestra las armas de los Reyes Católicos en gayos colorines de mayólica y unos medallones de azulejo en relieve enseñan a las avecillas y palomas los episodios de la santa vida de la titular.

Movido por la curiosidad, entró Miguel a la iglesia, que vestida de fiesta relumbraba desde el artesonado mudéjar de vigas al aire hasta el piso de azulejos formando aguas, como los de algunos aposentos del alcázar de don Pedro el Cruel. En los dos altarcillos laterales un San Juan Bautista y un San Juan Evangelista, recientes obras del ya famoso Martínez Montañés, parecían contarse sus penas, cantándolas bajito al son de angélico guitarro. En las dos pilastras del arco toral, dos angelitos, dislocados de puro gusto, volaban, bailando seguidillas, con candelabros prendidos en la diestra. En el coro, al fondo, tras los cortinajes, se oía el zumbar de la comunidad, ceceosas voces de monjas sevillanas, que son las más blandas y amables de todas las monjas del mundo, y hablan de Dios como de una dulzura infinitamente superior a la de las yemas ricas por las blancas manos de la comunidad fabricadas.

Miguel se enteró de que había monjío nuevo. Miguel vio acercarse el cortejo que a la nueva religiosa seguía, «uno de los más honrados acompañamientos que en semejantes casos se habían visto en Sevilla». Miguel vio a la novia de Cristo, tan gallarda, hermosa y bien aderezada que era una bendición de Dios el verla, y todos los circunstantes se estrujaban y se afanaban por contemplar más de cerca tan gran extremo de galanura. Miguel divisó antes que nadie cómo se abría paso entre la muchedumbre un hombre vestido como él mismo vistió cuando venía en el barco de maese Antón Francés, ya rescatado por la Trinidad, con su cruz de un brazo azul y otro rojo en el pecho y su bonete azul redondo en la cabeza. Miguel conoció en los ojos turbados de aquel hombre no ya sólo la castigada alma de un cautivo, como él mismo lo fuera, sino la terrible situación en que él tantas veces se encontrara, asiendo o creyendo asir a la felicidad por la fimbria de la túnica y dejándola escapar para caer de nuevo en la desdicha negra. Miguel oyó aquella voz del libertado cautivo que echando fuego por los ojos, gritaba: -Detente, detente, que mientras yo fuere vivo no puedes tú ser religiosa...- Presenció luego el desenlace de aquella dramática escena y se volvió a su casa con el alma oprimida por la angustia. ¿Quién sabía si aquello era anuncio de que por fin a él también como al desdichado cautivo la suerte le volvería la cara?

El suceso fue muy comentado en Sevilla. Miguel, con el alma aún dolorida, se lo contó a su amigo Porras de la Cámara y éste le rogó «que pusiese toda aquella historia por escrito, para que su señor arzobispo la leyese». Ésta es la historia de La española inglesa, modificada y aderezada por Miguel para dar mayor solaz al arzobispo Niño de Guevara; compuesta después que las de Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, y como ellas basada en sucesos vistos en Sevilla.

Comenzaba, pues, Miguel, según su opinión, bajo buenos auspicios, su carrera de escritor favorecido por los poderosos. Quizás, si es suyo el soneto contra la marquesa de Denia, no fuera ajeno a su composición el señor de Higares, con quien la marquesa, parienta suya, estaba reñida. De fijo que con La española inglesa hizo Miguel una obra de encargo, como las que Lope y otros tantos ingenios hacían. No sabemos si le fue recompensada ni cómo.

A últimos del año 1600 llegó Lope de Vega a Sevilla. Había dejado de servir al marqués de Sarriá y se hallaba cada vez más zambullido en enredos amorosos. Traía consigo a Camila Lucinda y a sus dos hijas, Mariana y Angelilla. Traía además, gallardamente y con desembarazo, la carga enorme de su ingente fama, que por toda España corría, creciendo hasta llegar a nunca visto extremo. Vivía Lope en Triana, quizás en casa de su tío el inquisidor. Por dondequiera, una estela de envidias le iba siguiendo.

Si para todos el oficio de escribir no era sino un modo de vivir muriendo, cuando no habían protección, para Lope la poesía fue una manera gloriosa, feliz, agradable, de llevar vida regalada y holgona, dejando encenderse y arder con fuertes llamas sus bravías pasiones. Sus comedias y sus poesías fueron para él lecho en que descansó, arca de donde sacó los menesteres de la diaria subsistencia, confidentes y medianeras de sus amores y amoríos, perdonadoras de sus deslices y disparates, agenciadoras de abundantes y generosos Mecenas. Sobre esto había otra cosa, hasta entonces por ningún escritor lograda, otra cosa que fue Lope el primero que en España la disfrutó, y era la popularidad, el universal aprecio, el ser conocido y amado por sus éxitos, que no se contenían ni paraban su carrera, como otros anteriores, en el círculo de los demás literatos, sino que penetraban, como el libro de caballerías o como el libro místico y ascético, en los apartados camarines de las damas y se abrían paso por entre la muchedumbre, que ya comenzaba a tornar la cabeza cuando alguien decía: -Ahí va Lope-. Este sol de la popularidad, al que ni siquiera se había puesto nombre aún, salió por primera vez en España para alumbrar a Lope. No tardó en hacer lo mismo con Cervantes; pero a lo cierto que, cuando Lope llegó a Sevilla, le daba de lleno en el rostro.

Siendo así, natural fue que le hicieran la salva los satíricos ingenios sevillanos, aquella musa callejera, salvaje y desgreñada que Pacheco había tenido buen cuidado de no retratar en su libro. Fue de los primeros homenajes con que se le agasajó un soneto de cierto desenfadado sevillano, medio rufián, medio poeta, llamado Alonso Álvarez de Soria. Es la célebre invectiva que comienza así:


-Lope dicen que vino. -No es posible.



y concluye con estas poco limpias frases:


    Si no es tan grande, pues, como es su nombre,
cá... me en vos, en él y en sus poesías...



Lope, que lo veía todo y todo lo oía, aunque estuviese entonces apartado de los escritores de poco pelo y sólo tratase con su tío, con el noble y elegante caballero don Juan de Arguijo y con alguno de los reposados académicos del Libro de los retratos, se enteró del soneto, no hizo por lo pronto caso de él ni de otras sátiras, jácaras y letrillas en que le daban vaya, como a recién venido; pero aconteció lo que siempre en casos tales. Viéndole callado, arremetieron con más furia contra él, y como hubiese acabado Lope su famoso libro El peregrino en su patria y le enviase a su amigo Arguijo, para que éste le honrara con un soneto de los suyos, de guante de ámbar y rizada lechuguilla, el maleante Álvarez de Soria volvió a la carga, con una décima de cabo roto, de las primeras que se compusieron en tal forma:


    Envió Lope de Vé-
al señor don Juan de Argui-
el libro del Peregrí-
a que diga si está bué-
y es tan noble y tan discré-
que estando, como está, má-
dice es otro Garcilá-
en su traza y compostú-
mas luego, entre sí, ¿quién dú-
no diga que está bellá-?



El tono agresivo de la décima, el desgarro de romperle los cabos, como para presentarla descosida y procaz, haciendo visajes y garatusas, y la circunstancia de atribuir a su amigo el noble Arguijo un piadoso fingimiento sobre el valor de su obra debieron de soliviantar a Lope, a quien no habían hecho sus padres para aguantar ancas. Buscó y preguntó quiénes podrían ser los autores de aquellos versos, y como Alonso Álvarez de Soria era un desconocido y los demás escritores satíricos acaso eran amigos suyos, no se le ocurrió pensar en otra persona que en Cervantes, con quien seguía desabrido por la cuestión antigua de Elena Osorio, y quizás por recientes resentimientos con el cómico Morales, grande amigo de Miguel. Lo cierto es que a los ataques pasados contestó Lope con este venenoso y feroz soneto:


    Yo que no sé de la-, de lí-, ni le-,
ni sé si eres, Cervantes, co- ni cu-
sólo digo que es Lope Apolo, y tú
frisón de su carroza y puerco en pie.
    Para que no escribieses, orden fué
del Cielo que mancases en Corfú:
Hablaste buey, pero dijiste mú.
¡Oh, mala quijotada que te dé!
    Honra a Lope, potrilla, o ¡guay de ti!
que es sol, y si se enoja, lloverá;
y ese tu Don Quijote baladí,
    de cu... en cu... por el mundo va
vendiendo especias y azafrán romí
y al fin en muladares parará.



No había olvidado por cierto, Lope, como no suele olvidarse nunca al imprudente e inoportuno testigo de sus aventuras juveniles, y bien se vengaba, llegado ya a la cumbre de la gloria, de aquel infeliz poeta a quien sólo conocía por La Galatea y por algunas obras teatrales que forzosamente habían de parecerle mal, por ser cosa de su facultad, en la que él mismo se había aventajado tan señaladamente.

Pensó Lope soterrar para siempre a Cervantes con aquel soneto. No conocía el Quijote sino de oídas, por reseñas o referencias dadas con mala intención entre gentes a quienes quizás Miguel sólo había leído algunos capítulos. No conocía tampoco a Cervantes bien, puesto que no se daba cuenta aún de que era quien únicamente pudiera algún día hacerle sombra. Se ve claro, no obstante, que desde aquellos días, Cervantes fue despreciado por Lope, como un envidioso vulgar de tantos que habían querido morderle: y en tal error vivió durante algún tiempo.

Por otra parte, nada de extraño ni de inhumano tendría el que, en efecto, Cervantes sintiera celos de Lope, a quien, en el injusto reparto de la vida sólo habían caído satisfacciones y halagos de la fortuna. Lope, de puro solicitado, rechazaba los protectores, desechaba las queridas, renunciaba a la tranquilidad del hogar bien abastado, vivía en perpetua guerra consigo mismo, por no tener necesidad de luchar para vivir. Lope triunfaba, Lope era famoso, Lope reía, se le disputaban las damas elegantes y los caballeros de mejor sociedad, había saltado a la cumbre en dos brincos, se alzó con la monarquía cómica, era el monstruo de la Naturaleza, mientras que Miguel vivía poco menos que obscurecido y asendereado, corriendo aún a sus años del corral de los Olmos, donde a la sazón triunfaba el jácaro Álvarez de Soria, al corral de don Juan o a la huerta de doña Elvira, coliseos sevillanos donde estaba seguro de tropezar con obras de Lope en las tablas y con cómicos amigos o siervos de Lope en la escena. Y para que se vea cuán injusto fue el engaño de Lope al achacar a Cervantes el soneto y la décima citados, no hay sino pensar que toda la venganza de Miguel se redujo a la prudente, mesurada y puramente literaria crítica del comediaje de Lope, hecha en el diálogo entre el canónigo y el cura, que debió de añadir entonces a lo que ya llevaba escrito del Ingenioso Hidalgo.

No estaba Cervantes para impetuosidades y violencias: su espíritu otoñal se iba amansando. La inmortal obra en que andaba había engrandecido y afianzado su talento, como sucede siempre que el escritor es humilde y no piensa sino en echar parte de su alma en las cuartillas, digan y piensen los demás lo que quieran. Miguel nunca desconoció lo que valía su obra, pero según iba adelantando en su composición, lo comprendía con mayor claridad, y se lo hacían notar asimismo los amigos a quienes leía trozos del Quijote.

Llegó a ser éste popular en Sevilla mucho antes de verse impreso, y los nombres de Sancho Panza y Don Quijote sirvieron de apodos, como sirven ahora para señalar a éste y al otro sujeto conocido. Posible es que, incitado por la curiosidad, al ver la obra de Cervantes en boca de mucha gente, quisiera Lope conocerla, y entonces procurara acercarse a Miguel. No es justo suponer que durara entre ellos la animadversión, puesto que en 1602 se publicó la tercera edición de La Dragontea y llevaba un soneto de Cervantes, extremadamente laudatorio, que empieza así:


Yace en la parte que es mejor de España...



Parece probado, sin embargo, que en la reconciliación no hubo entera sinceridad por parte de Lope. Es casi indudable que Cervantes suavizó muchos conceptos de los más crudos en el coloquio del canónigo y el cura del Quijote; y que no bien conocida la obra de Miguel, ya Lope modificó su juicio, en cuanto era posible que hombre tan lleno de sí mismo le modificase. Es admirable y digno de considerarse atentamente cuán poco amargaron estos disgustos el alma de Cervantes, quien seguía viviendo, sabe Dios cómo, hasta dejar terminado su libro, quizás al amparo del cardenal Niño y de Porras de la Cámara, aunque parece raro que, siendo él tan agradecido, no consignase en algún lugar su gratitud.

Nuevos golpes de la fortuna adversa le esperaban aún, cuando ya creía tener la llave de la tranquilidad en su mano. En 2 de julio de 1601 murió heroicamente en la batalla de las Dunas su hermano el alférez Rodrigo de Cervantes, a quien Miguel había enseñado el oficio de las armas, y que con tanta gloria le siguió en la Tercera y en otras ocasiones. La soledad en torno de Miguel iba creciendo.

En 14 de septiembre de 1601 los contadores de relaciones hacían cargo a Cervantes por los 136.000 maravedises que le pagó Francisco Pérez de Vitoria en Málaga y no mucho tiempo después mandaban al proveedor general Bernabé del Pedroso, residente en Sevilla, que detuviera y encarcelase a Miguel hasta que rindiese cuentas o diera fianzas suficientes para trasladarse a Valladolid y dar allí sus descargos. A últimos de 1602 se vio, pues, Cervantes metido en la maldita cárcel de Sevilla, no se sabe si por muchos o por pocos días o meses. Aquel receptor de Baza Gaspar Osorio de Tejeda a quien reconocimos en 1594 como uno de los precursores del triunfante caciquismo, fue quien hizo hincapié con el fin de que Cervantes se presentara a dar cuentas, más por perjudicarle que por otra cosa. En 24 de enero de 1603 los contadores se hicieron cargo de que lo no satisfecho por Cervantes era sólo un descubierto de dos mil trescientos cuarenta y siete o dos mil seiscientos y tantos reales que probablemente serían partidas fallidas y no cobradas por Miguel; manifestaban también aquellos señores que habían ordenado a Pedroso que soltara a Cervantes de la cárcel de Sevilla, sin que éste se hubiese presentado, como consecuencia de quedar en libertad. Era necesario por consiguiente, que Cervantes se trasladara a Valladolid, en donde estaba la corte de España desde enero de 1601.

Salió Cervantes de Sevilla, adonde no había de volver, a principios de 1603. Al echar la mirada última a las torres que el sol blanqueaba al amanecer y al anochecer doraba, no pensó que para siempre se despedía. No conoció que entonces era cuando definitivamente, irremediablemente, había entrado en el otoño de la vida. Quizás no le importaba mucho. Consigo llevaba su maletín y en él... en él iba encerrada la inmortalidad.




ArribaAbajoCapítulo XLIV

Cervantes lee el Quijote


Camino adelante, desde Sevilla a Valladolid, iba Miguel, antes que en los reparos de los señores contadores, pensando y repensando en su libro, contándose a sí mismo sus alabanzas y méritos y enumerando muy paso a paso las tachas que podrían ponersele. En los forzosos descansos de ventas y mesones sacaba y repasaba el manuscrito, en tan diversos papeles y tintas estampado. Volvía a ver con grave y profunda atención los lugares donde los sucesos de su libro ocurrían, y acaso acotaba y atajaba lo escrito o metía añadiduras e hijuelas.

Aun siendo tan grande la fertilidad de su ingenio, parece infantil suposición la de que Cervantes compuso al correr de la pluma y sin corregir ni releer su obra maestra. Probado está, además, que en gran parte o del todo se hallaba ya escrita la primera parte en 1602, y hasta era conocidísima de los sevillanos. Desconocer lo más elemental de la composición literaria sería pensar que en el Quijote, aun cuando haya descuidos puramente incidentales, hay algo hecho a la ventura, impensada o irreflexivamente. Más lógico y más humano es creer, como las palabras del mismo Cervantes declaran, que todo cuanto allí está escrito, se escribió por algo y tiene un significado y una intención, aunque en la mayoría de los casos haya sido labor inútil la de los hermeneutas y exégetas del Quijote.

Distinguir en la composición de uno de estos libros que a la humanidad iluminan la parte que a la inspiración casi inconsciente corresponde y la que a la meditación pausada compete es punto menos que imposible. Fácil es hallar alusiones, cuando se refieren a personajes o sucesos muy públicos y conocidos. Difícil y peligroso aventurar hipótesis y conjeturas como las amontonadas sobre este libro único, y las que en lo sucesivo puedan arriesgarse. De intenciones no juzga la Iglesia y realmente no importa cosa mayor que Cervantes, como Colón, pensando hallar las Indias de Oriente, descubriera las occidentales; pensión de quien busca nuevos mundos es tropezar con mundos no esperados. Lo que importa es el arranque, la fe, el valor y la constancia para llegar a alguna parte, sea la que quiera.

De esas hipótesis y conjeturas, a las cuales me refería, es la de que el pueblo de Don Quijote fuese Argamasilla de Alba. Destruida la suposición de que Cervantes se halló preso en ese lugar, no hay motivo serio para insistir en que fuese Argamasilla el lugar de cuyo nombre no quería acordarse Miguel, quien, con estas frases no da a entender sino que tiene el propósito de despistar a sus lectores. «En un lugar cerca del suyo» dice que habitaba Dulcinea, y el Toboso dista ocho leguas de Argamasilla, y ningún manchego nacido ni por nacer llama cerca a ocho leguas. Lo mismo pudo ser ese lugar Miguel Esteban o el Campo de Criptana, Quintanar de la Orden, Pedro Muñoz o la Mota del Cuervo. A él le bastaba con que fuese un lugar de la llanura manchega, tierra apta para criar hombres amigos de engrandecer, ennoblecer y amplificar la vida, sacándola de los términos mezquinos, prosaicos y estrechos en que se desarrolla, y espaciándola por la anchurosidad de los campos, avaros de aventuras. Por exceso de amor a la vida -dice con gran acierto Barrés- Don Quijote camina hasta la muerte.

La de los fuertes, la de los grandes son su religión y su moral. En tal sentido, su locura es la misma de Nietzsche, ya que hemos admitido provisionalmente ser verdad que Nietzsche y Don Quijote estaban locos, hasta que pasen años y se demuestre que ellos eran los cuerdos.

Contentabale a Miguel haber colocado a Don Quijote en un lugar de la Mancha, y bien claro veía que su caballero andante no pudo ser andaluz, aunque tal vez, al principio, pensara hacerle andar por la andaluza tierra. ¿Concebís siquiera un Don Quijote sevillano? ¿Creéis que en Andalucía pudiera criarse un caballero enamorado tan castísimamente platónico, ni tan absolutamente grave en todos sus hechos y palabras? Le parecía bien a Miguel que Don Quijote fuese manchego, de lugar donde el cielo y la tierra se besan constantemente al amanecer y al anochecer, como los esposos puros de la leyenda áurea, sin penumbras tentadoras de árboles y selvas, ni cantos alegres de ríos serpenteantes y voluptuosos. Necesario era también que fuese manchego Sancho. Facilísimo le hubiera sido a Miguel hacer del escudero un hampón gracioso, un socarra, un rufo de Sevilla, como tantos otros por él pintados; pero este contraste hubiera sido excesivamente burdo. No: Sancho había de ser otro manchego, como su amo, grave y digno, incapaz de proferir un chiste. Notemos que Sancho no dice gracias ni agudezas jamás: sus frases y refranes son oportunos por su naturalidad o por su incongruencia aparente, según los casos, pero la gracia está en la figura y en la situación, como conviene al verdadero humorismo.

Todos los pormenores relativos a la locura de Don Quijote, tan sobriamente apuntados, le parecían a Cervantes discretos y puestos en su lugar. Le agradaba la primera salida, la descripción del campo de Montiel y de cómo el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor como entra siempre el sol de la Mancha en julio. Juzgando para sus adentros, celebraba Cervantes su oportunidad y tino en la llegada de Don Quijote a la venta.

Esta llegada -pensaba- es nobilísima. Todas cuantas razones Don Quijote profiere son corteses y caballerescas. Bien es que tome al orondo y pacífico ventero por un poderoso castellano y a las blanqueadas mozas del partido por nobles doncellas. La grandeza de su situación no le impide tener hambre y manifestarla sin retóricas, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Como se forma una idea fantástica de cuanto le circunda, Don Quijote no tiene tampoco noción del tiempo. Al poco rato de velar las armas le dicen que han pasado cuatro horas, y se lo cree. La escena de armarse caballero es manifiesta parodia de los libros de caballerías, pero la primera aventura, la de Juan Haldudo, el rico labrador del Quintanar, no es sino de la realidad misma, sin que en ella haya nada altisonante y desaforado. Cualquiera, sin ser caballero ni conocer a Amadís, haría lo que hace Don Quijote, juzgando y hablando con toda cordura. Al final de su reprensión lanza como un grito de guerra su nombre sonoro a los vientos: «que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones», con el mismo orgullo con que lo hace en las batallas de su poema Miocid Ruy Díaz. Aquél es el primer choque de Don Quijote con la amarga realidad, con arte sublime preparado, pues la buena acción resulta fallida y contraproducente. La reaparición del muchacho Andrés al cabo de muchos capítulos, y sus maldiciones a Don Quijote y a sus caballerías, son un pequeño poema de Campoamor intercalado con la intuición de lo que hay de humorismo irreparable en la vida.

Los mercaderes toledanos aparecen a Don Quijote como tanta gente soberbia y descomunal se le había presentado a Cervantes en la vida. Confía Don Quijote que la razón servirá antes que la fuerza. Las palabras del mercader burlón, pura, fina e hidalgamente toledanas, que es como decir de la más graciosa y encubierta sorna que existe en España, preparan cruelmente la brutalidad del mozo de mulas. A Don Quijote le han apaleado por primera vez, y como reputaba imposible tal insulto, no puede menos de emplear el gran recurso español de volver los ojos a la dorada leyenda, recordando el romance del marqués de Mantua, y entregándose a las consiguientes lamentaciones. El vecino Pedro Alonso es la primer alma cuerda y compasiva que hace algo por que Don Quijote vuelva a la razón. El malherido caballero se revuelve orgulloso al oír mentar sus locuras, y exclama, con altivez misteriosa, como obedeciendo al pensar de su autor: «Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo lo que he dicho, sino todos los doce Pares...» donde se ve la arrogancia castellana fanfarroneando al día siguiente de la derrota.

Por no cansar los ánimos de los leyentes, introduce Miguel aquí el escrutinio de la librería de Don Quijote, donde apunta sus gustos y preferencias críticas, halaga a sus amistades y consigna sus desgracias. Aparecen allí el cura y el barbero, aquél ingenioso, delicado, socarrón, como tantísimos clérigos que había entonces en España, a quienes aún no había invadido la oleada de tristeza negra que después cubrió y embadurnó todo cuanto con la religión tenía algo que ver. Este cura, Pedro Pérez, es un descendiente de los alegres clérigos españoles de que tan pocas muestras se ven ya en las ciudades, raza simpática y bondadosa, humana e indulgente, que valió a la religión más imperio en las almas que todos los tétricos razonamientos de frailes y predicadores. El cura Pedro Pérez no mentaba a sus feligreses el infierno sino en último caso; su discreción mundana se echa de ver desde las primeras réplicas a Don Quijote.

Cuando el buen hidalgo ve tapiada su librería, procede como loco a quien se le ha sacado el cerebro (hoy decimos a esto falta de riego sanguíneo en la corteza cerebral): vuelve y revuelve los ojos sin decir palabra. ¿No es de loco clavado esta actitud?

Sale a relucir Sancho, cuya salida era menester preparar. El estado de ánimo propio de este sota-grande hombre al salir con Don Quijote, en el rucio «hecho un patriarca, con sus alforjas y su bota» es el mismo de los hidalgos extremeños y castellanos al partir para las Indias sin saber lo que ello sería, atraídos por la curiosidad y la ganancia; él no sabía lo que eran ínsulas, reinos ni gobiernos; quizás no conocía el nombre del rey, como les sucede hoy mismo a muchos labriegos y pastores de su tierra, pero en la bajeza de su alma cabían todas las ambiciones: sentíase capaz de ser emperador, aun cuando ignoraba con qué se comiese tal título. Don Quijote, un poco alucinado, un poco ladino, no quiere que su escudero aspire a poco, antes bien cultiva su ambición diciéndole: «no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado»

Al salir ya Don Quijote prevenido con su escudero y todo el matalotaje de las caballerías andantescas ¿cuál había de ser su primera aventura sino la ya entrevista desde muchacho por Cervantes, tal vez al divisar los molinos del Romeral, o los de la Mota del Cuervo o los de Criptana? Necesitaba acreditar con una temeridad épica la verdadera y denodada valentía de Don Quijote.

¿Puede creerse hecho y pensado al acaso un libro donde se inician los sucesos en esta forma, obedeciendo a una ponderación artística tan sutilmente buscada? Por los molinos de viento comenzó Cervantes a pensar en las caballerías y por los molinos de viento comenzaba Don Quijote al arrancarse resueltamente de su vida de hidalgo pobre y sensato «el más delicado entendimiento que había en la Mancha». «Ésta es buena guerra -exclama ansioso al ver los gigantes- y es gran servicio de Dios.» Tal vez no de distinto modo que las aspas de los molinos, se movían en Lepanto, frente a los calenturientos ojos de Miguel, las palas largas de los remos que en los bancos de los bajeles enemigos los forzados manejaban. Gigantes eran también y aquella era buena guerra y servicio de Dios, de donde heridas honrosas e inútiles resultaban.

No se quejó Don Quijote del dolor, que no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se les caigan las tripas; sí se lamentó de haberle faltado la lanza. ¿No recuerda esto algunas faltas de armamentos notadas después de la derrota? y ¿no pensamos siempre los españoles tras un desastre en los malignos encantadores que nos persiguen y achacamos a algún desconocido o inventado Frestón nuestras propias culpas, causantes de todo daño?

El diálogo que al molimiento de Don Quijote sigue pinta el carácter de Sancho e informa e ilustra al lector sobre los sentimientos del caballero y del escudero.

Sobreviene la batalla con el vizcaíno y de nuevo adquiere la figura de Don Quijote proporciones humanas y su efectivo denuedo se manifiesta. ¿Por qué suspende Cervantes su narración? ¿Es por imitar al Amadís, como indica Bowle? No: no lo creamos. A Cervantes le hace falta sacar a Cide Hamete Benengeli, el historiador concienzudo e impasible que ha de contar las cosas como cree y expone él mismo que debe escribirse la historia.

Con el vencimiento del vizcaíno, la ficción caballeresca, que anda siempre deseando agarrarse a dato cierto o a hecho sangrante, cobra nuevo brío. Sale a relucir el bálsamo de Fierabrás y con tal motivo amo y mozo discurren sobre lo que deben comer los caballeros andantes. Poniendo pie en este coloquio y vuelto a una esfera de razón a que no llegará nunca ninguna inteligencia vulgar, pinta Don Quijote a los cabreros la edad dorada, se humaniza con Sancho, le hace sentar a su vera, trata de hermanos a aquellos pobres hombres que apenas le comprenden, pero que sólo de oírle ya le aman. Es la misma sublime sencillez de Jesucristo hablando a los pescadores, la santa simplicidad del Pobre de Asís, dirigiéndose al lobo y a las tímidas alondras y a la hermana agua.

De tan elevada consideración desciende con suavidad el ánimo a la pastoril blandura de la muerte y amores de Grisóstomo. Aquí pone Cervantes la parte bucólica de su ingenio, buscando agradar a los cortesanos y escritores de oficio, y para que no se dude del fingimiento, cuida Antonio el pastor de declarar que el admirable romance Yo sé, Olalla, que me adoras lo compuso el beneficiado, su tío, y Sancho se queda dormido al oír los versos del pastor. No era este pasaje para el vulgo, ni gentes de poco más o menos podían gustar aquella vibración erótica, en que se ve temblando de anhelo a todo un valle por los amores de Marcela, ni los razonamientos de Don Quijote sobre si es posible existir caballero sin dama, ni la ideal descripción de Dulcinea, ni tampoco el elogio de Grisóstomo, en el cual no será osadía excesiva ver algo de autobiográfico, ni los conceptos platónicos en que la ensoñada Marcela, figura ideal fabricada con la pasta que sirvió a Shakespeare para forjar el volátil espíritu de Ariel, expone los conceptos platónicos que fray Luis de León vulgarizó, y otros por él no tocados sobre el amor y la hermosura, e inicia el magno asunto del libre albedrío, que a novelistas y dramaturgos acuciaba ya, como antes a los filósofos y teólogos.

De estas alturas inefables desciende súbito Don Quijote para caer bajo las estacas puestas en las manos rústicas y enojadas de los desalmados yangüeses. Quisiera Don Quijote dejarse allí morir de enojo. -¿Qué quieres, Sancho hermano?- le dice, reconociendo la igualdad de escuderos y caballeros ante el dolor; y después, ya más sosegado, discurre sobre la calidad de la afrenta. Con esta parte tragicómica se preparan los sucesos que en la venta han de ocurrir.

La buena Maritornes nos abre el portón para penetrar en esta pequeña Ilíada del humorismo. Sucesos reales e imaginados se mezclan y confunden aquí, y el arte del autor es tal, que no se sabe adónde la verdad comienza y la ficción acaba: o es que la verdad, cuando con tanto rigor se reproduce, trazas de ficción tiene. Comparaba quizás Cervantes aquella venta suya con las de Guzmán de Alfarache y con las de otros libros, y conocía cómo pasaba por la del Quijote un soplo de idealidad humorística en ninguna otra narración encontrada. Amontonaba él los hechos; pero no en forma que su tropel y sucesión no fueran posibles y aun probables. El manteamiento de Sancho y la mohina que le da y sus intenciones de volverse al pueblo, y aquel paternal y cariñoso «Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la bebas», ya estaba Cervantes seguro de que habían de conquistar y convencer al lector. Al salir de la venta, Don Quijote ama tiernamente a Sancho, sin darse cuenta de ello: y el lector, a Sancho y a Don Quijote.

¿Quién duda que la aventura de los dos ejércitos de borregos, donde estallan y detonan los nombres y apodos sevillanos y gaditanos de Alifanfarón y de Pentapolín, de Micocolembo y de Laucalco, de Brandabarbarán y de Alfeñiquen del Algarbe, de Timonel de Carcajona y de Pierres Papín, que era un naipero giboso de la calle de las Sierpes, encierra alusiones a personajes famosos de Andalucía? Quiénes sean éstos no he de ser yo quien lo ponga en claro, que plumas de mayor autoridad han de esclarecerlo.

Surge, tras ésta, la aventura del cuerpo muerto, y por primera vez no las tiene todas consigo el temerario Don Quijote y los cabellos se le erizan, como al temido león la melena; excomuniones andaban de por medio y no olvidaba Cervantes lo que en Écija le pasó, y a ello son debidas sus recelosas protestas, casi, balbucientes: «La Iglesia a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano...» Ya había llevado muchos golpes el caballero; ya le llamaba Sancho el de la Triste Figura; ya Sancho soltó su primer refrán, cuando se inicia con misteriosa entonación poética la aventura de los batanes. «Yo soy aquel -exclama recobrando toda su arrogancia de golpe, al olfatear el riesgo- yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos...» y con esto se decide a perecer en la demanda. ¿No es esto un verdadero libro de caballerías? ¿No es Don Quijote un real y efectivo caballero andante, quizá el único efectivo y real? ¿No se pone a los peligros con tanta valentía como la necesaria para vencerlos? Y en este punto extremo de su bravura y resolución, el genio de Cervantes pone el miedo y el mal olor de Sancho con admirable delicadeza y prodigiosa intuición de la fuerza humana del contraste. A esto no llegó Homero, ni otro autor ninguno antiguo ni reciente. El amanecer junto a los batanes, la risa de Sancho, la iracunda paliza que le da Don Quijote y aquel oportuno preguntar el escudero por su salario, después que tiene las costillas brumadas, son lo divino que se humaniza, es el poema de caballerías que se agacha y se dobla hasta rozar y codearse con la novela de pícaros y, para más claramente mostrarlo, viene, en pos de ésta, la aventura de los galeotes, donde tonto será quien no vea un desahogo de Cervantes contra la sociedad entera que le había maltratado y menospreciado o desconocido en tantas ocasiones.

No son caballerías soñadas aquéllas, sino palpitantes y actuales malandanzas. Con el viejo alcahuete de la barba blanca entramos en el reino de la paradoja que tanto nos gustó a los españoles recorrer. Con Ginés de Pasamonte vemos presentarse al único héroe capaz de afrontar al Ingenioso Hidalgo. Reparad el entono y magistral seriedad con que habla Ginés, el personaje de mayor inteligencia mundana que sale en la historia; fijaos en que tiene su vida «escrita por estos pulgares» y empeñada en doscientos reales. ¿Quién duda que esta Vida de Ginés de Pasamonte fue uno de tantos libros como Cervantes se prometió escribir? Pero no lo escribió, e hizo bien. Ya lo había escrito su amigo Alemán, y después lo escribiría su amigo Espinel. Claro en demasía era el concepto de una España servidora de muchos amos, en esos libros contenido. Los pícaros, donados habladores, buscones y mozos de buen humor ya nada conservaban de las antiguas grandezas: eran los villanos andantes, hijos de Ginesillo, tal vez biznieto de Lucio el de las transformaciones. Pequeña cosa era ésta para Miguel. Quizás intentó comenzar algo parecido al escribir las primeras hojas del Licenciado Vidriera, y en llegando a Italia y espaciándole en su grandiosidad, le volvió loco y le hizo decir las verdades que solamente los niños, los locos y Don Quijote habían de poner en su lugar, las que al mismo Cervantes se le estaban pudriendo en el cuerpo desde hacía largos años...

La entrada en Sierra Morena es el majora canamus del Quijote, y es al propio tiempo una hábil retirada. Ha dicho el autor cuanto se le ha venido a las mientes sobre la justicia humana, ha escrito su protesta contra la dureza de hacer someter como esclavos a los que la Naturaleza hizo libres, ha fiado todo a la divina sanción, como un cristiano primitivo o un anarquista de hoy. Consciente en todos los momentos del valor representativo y de la eficacia de su obra, comprende que hay que mezclar natura con bemol, como diría el gracioso Francisco Delicado, y se mete en las fragosidades de la sierra y discurre la penitencia de Don Quijote y hace aparecer a Cardenio desgreñado y torvo, brincando de risco en risco. Don Quijote ofrece al caballero sin ventura servicios cien veces superiores a los de la humanidad corriente. Sublime es la delicadeza con que se presenta a él, no ya como caballero andante de los que deshacen agravios y enderezan entuertos, sino como hombre dispuesto y apto para remediar y consolar cualquier dolor compartiéndole.

Cardenio, que habla casi en rima, como un elegante poeta de la fina casta de Córdoba, nos conduce a un mundo de muy distinta calidad que el recorrido hasta entonces. Su espiritualidad cortesana induce a Don Quijote a la penitencia y magnifica y ennoblece la acción; sus palabras, dignas de don Diego de Mendoza por lo bellas y sabiamente concertadas, llevan a Don Quijote y conducen al lector a alternar con caballeros de veras y señoras y señoritas de lo más empingorotado. Todas las cortesanas aventuras que se relacionan con la de Cardenio, como la aparición de Nausicaa, digo, de Dorotea, lavándose los pies en el arroyo, las discretas razones con que Ulises, digo, el cura Pedro Pérez, le habla, la lectura de la novela del Curioso impertinente, que Miguel tomó de una antigua novella italiana perdida e incrustada por Ariosto en su poema, levantan la acción y la llevan a términos tales que Cervantes puede, gracias a ello, introducir en la venta un abreviado resumen de toda la sociedad contemporánea y en él pintar cuánto y cómo sentían caballeros y señoras de la aristocracia, graves magistrados, capitanes cautivos, viandantes y cuadrilleros, y cómo toda aquella compleja sociedad, movida por los más varios intereses, atendía a Don Quijote, se interesaba por él y, en el fondo, no acababa de resolverse en si estaba o no loco.

Trazó en estos capítulos Cervantes, como de pasada, su Psicología del amor, en el estudio y pintura de los tipos de Dorotea, Luscinda, Clara y Zoraida y hasta en las azoradas y confusas Maritornes a la hija del ventero, a quienes aquella cálida atmósfera aguza los dientes y hace la boca agua. Pintó esa especie de tácito acuerdo que en la sociedad se opera ante un hombre o un hecho extraordinario. Todos los asistentes a la venta estaban conformes en seguirle el humor a Don Quijote y embaucar al barbero, afirmando ser yelmo la bacía y todos después, sin manifestarlo, estaban de acuerdo con el cura en que se debía enjaular a Don Quijote por loco; pero al separarse, de fijo que cada cual por su camino iba pensando que sólo Dios podría conocer quién era el loco y quiénes los cuerdos. La perturbación que el haber oído a Don Quijote el discurso de las armas y las letras y el haberle visto en la batalla con los cueros de vino produjo en el ánimo del oidor, del cautivo Pérez de Viedma, del amansado Cardenio, y el desasosiego que después en el espíritu del discreto canónigo causa esta misma duda, se comunican a los lectores y ya desde que el Quijote salió debieron acometer a todos los hombres de buena voluntad y de claro intelecto que leyesen el Quijote.

El episodio misteriosamente, esotéricamente simbólico del cabrero que va en pos de la hermosa cabra fugitiva, nos causa hoy una vaga inquietud. Esa cabra que, cuando su amo cuenta la historia de Leandra la antojadiza, mirándole al rostro daba a entender que estaba atenta, ¿qué significa? He aquí un incidente del más alto valor filosófico y estético en el que nadie se ha fijado. ¡Cuántas veces el combatido, el desgraciado Cervantes, sentiría perdérsele la razón, extraviársele la inteligencia, desmayarle la voluntad y exclamaría, como el cuitado pastor filósofo: -¡Ah, cerrera, cerrera, manchada, manchada, ¿y cómo andáis vos estos días de pie cojo? ¿Qué lobos os espantan!...

Y los lobos, que son los hombres unos para otros, aullaban en torno de él.




ArribaAbajoCapítulo XLV

Cervantes piensa y repiensa en el Quijote. -Mira en torno suyo. -Llega a Valladolid


Veinte años casi eran pasados desde que Miguel, lleno de ilusiones, compuso La Galatea, casó con doña Catalina de Salazar y tuvo amores con Ana Franca. Lo que de su juventud le quedara en el corazón no sería mucho. Las horas de felicidad habían sido cortas; acaso entre todas ellas no compusieron un día; larguísimos, en cambio, los años de tristeza y desventura. Dejaba Miguel en Sevilla, gozando sus otoños o sus inviernos, a muchos ancianos poetas de blancas barbas florecientes, como Baltasar del Alcázar, que habían sabido pedir a la vida lo que ella dar puede y disfrutarla calmosos, discretos.

A la placidez y serenidad de Sevilla apenas llegaban aún las melancólicas nuevas de los males que afligían a España. Los agasajos con que oficialmente se festejó a la marquesa de Denia fueron el primer aviso del cambio profundo que en costumbres y gobierno estaba operandose. A la política personal del rey, con Felipe II muerta, sustituyó la política personal del privado, y quiso la mala suerte que el privado fuese hombre de tan escasa valía intelectual y moral como el duque de Lerma.

Quien haya visto el retrato de Felipe III por Velázquez no ha menester mayores ni mejores explicaciones de lo que no fue decadencia, sino despeñamiento.

Felipe III era un pobre ser linfático, clorótico, de colgante labio, de sumidos aladares, de claros, inexpresivos ojos, de planta neciamente fanfarrona; gran jinete, corto lector y tan pobre de inteligencia que su ayo y preceptor el arzobispo toledano don García de Loaysa apenas pudo imbuirle cuatro devotos conceptos en el angosto cráneo. Muchas veces he tenido en mis manos el pectoral que usó don García de Loaysa: es una humilde, una sórdida cruz de latón sin adorno, piedra, filigrana ni repujado alguno. Este cardenal no había sido hecho para infiltrar en el ánimo de su apocado alumno ideas de generosidad y de grandeza. Este cardenal, digan lo que quieran las historias, era un pobre diablo, y otro pobre diablo fue el rey a quien dicen que educó.

Casaron a este pobre diablo de rey con una princesuca austriaca, duodécima o vigésima hija de cualquier duque o príncipe de los que abundaban en su tierra como aquí los hidalgos. Doña Margarita de Austria era una buena e insignificantísima señora que, cuando fueron a buscarla para compartir el trono de España con su esposo, estaba en un convento, hospital o asilo, dando muestras de las más relevantes virtudes. Formaron don Felipe y doña Margarita un matrimonio burgués, arregladito y económico, cual era conveniente a los apuros de la nación, pues no se ponía aún el sol en los dominios de España y ya ni el mismo rey tenía un cuarto.

Aunque Lerma tuviese, más que de águila, de urraca guardadora, bien conoció que a semejantes seres convenía divertirles y los llevó por España de fiesta en fiesta, les procuró remuneradas ovaciones, les hizo creer en esa felicidad universal cuya ostentación tan propicios halla los ánimos de los tontos. Una espesa atmósfera de bobería comenzaba a formarse en los alrededores de Palacio. De él iban huyendo los caballeros de las barbas agudas y de las mejillas maceradas y de los ojos soñadores que Theotocópulos pintó. De la semilla echada en las casas de la grandeza por los primeros místicos y ascéticos iban recogiendo el fruto aquellos escurridizos e insidiosos eclesiásticos que las gobernaban a su talante y voluntad, absolviendo los deslices de las señoras y compaginándolos habilidosamente con los de los señores. A la seguridad y firmeza con que se pensaba y se procedía en tiempo de Felipe II había reemplazado una voluble intranquilidad, una inconsistencia casi gelatinosa de las voluntades. El miedo reinaba en los palacios reales y en los de la nobleza: un miedo inexplicable, absurdo, Dios sabe de qué, del pecado, de la contaminación, de la herejía.

La Inquisición velaba, pero la heterodoxia andaba no menos despierta y si no contó con varones tan preclaros intelectualmente como los protestantes españoles del tiempo del emperador, sí prosiguió haciendo su propaganda en la obscuridad, trabajando el pensamiento de éste y de aquél, no el de la masa. Andaba la Inquisición persiguiendo a relapsos e iluminados, a ilusos e iludentes de menor cuantía y mientras tanto dejaba pasar conceptos e ideas que en el púlpito y en el libro moldeaban las almas e influían en ellas.

Hay toda una parte secreta de la Historia de España en estos años en que parecía todo el mundo suspendido y embobado, la cual está por escribir. Recelos, sospechas y desconfianzas increíbles dominaban a la general debilidad de los espíritus. Unos a otros se miraban de reojo todos los españoles. Necio sería no darse cuenta de cómo esta intranquilidad, esta inseguridad, esta mal saciada hambre del alma y del cuerpo, se reflejan en todas las obras de nuestro siglo de oro, y les privan de aquel empaque augusto, clásico y severo que en las obras del siglo de Luis XIV sustituye a la profundidad de la visión y a la humanidad de los personajes y de sus sentimientos. Como nunca nuestros escritores, ni siquiera el mismo Lope, gozaron del reposo indispensable a la perfección clásica, todos ellos son unos rebeldes, unos nerviosos, excitados, hiperestésicos, y así no tenemos verdadero clasicismo, y no debemos lamentarlo. Sólo un alma serena y clarividente, la del gran P. Mariana, podemos considerar como clásica de veras entre todas las demás turbulentas y agitadísimas.

Poco hubiera sido para Cervantes tropezar con un ambiente clásico. Mejor que nadie hubiera podido ser clásico el autor del discurso de las armas y las letras y de la historia de Cardenio, y de las razones de la pastora Marcela; no lo fue, sin embargo, y es bien que no lo fuese. Con cuanto había sentido y pensado en sus tiempos heroicos, en los graves años de Felipe II, chocaba y se estrellaba cuanto, anticipándose al juicio general, sentía y pensaba ya en los caricaturescos días de Felipe III. Para alumbrar aquellos primeros años era menester la fuerza y brillantez del sol de la Mancha; para iluminar estos segundos bastaba arrojar sobre ellos el resplandor de los anteojos implacables de don Francisco Gómez de Quevedo. Se hallaba Cervantes a horcajadas sobre dos épocas tan distintas que, sólo alzando el vuelo cuanto lo alzó, pudo salvar las cumbres de los siglos y las de las naciones. En aquel momento crítico en que forjó su obra, España había dejado de ser interesante. Le faltaba ya a la nación entera ese punto de locura que a destinos inmortales conduce a hombres y a pueblos. Por eso fueron locos Don Quijote y el licenciado Vidriera, y aquel otro de Córdoba y aquellos de Sevilla, portavoces de la verdad que a Cervantes se le escapaba de los escondrijos de la conciencia.

Sólo una grande y épica locura, sólo un libro de caballerías -pensó Miguel-, podía alzar a la vulgaridad y a la tontez generales del fangal y del terraguero, y por eso hizo un libro de caballerías de veras. Solamente la risa y el desprecio, los palos, las puñadas y las comilonas pueden excitar a este vulgo cansado y abatido -pensó también-, y por eso creó a Sancho y quiso, no sin gran dolor de su corazón, que Don Quijote fuese apaleado, ultrajado, desconocido por la turbamulta, en lo cual no poco había de parte autobiográfica. No se ve claro aún el porvenir ni se vislumbra si tendremos redención o quedaremos en tal estado -meditó después-; y dejó acabar la primera parte con una gran perplejidad para él mismo y para el lector.

No olvidemos que esto pasaba en 1603, cuando aún no existía el Felipe III de Velázquez. El caballero andante había sido enjaulado por loco, pero vivo se hallaba y podía volver a salir pidiendo guerra y el escudero se prometía aún nuevas ganancias. El yelmo de Mambrino era bacía, eso teníanlo por indudable cuantos le palparon, pero aún más grabados que esta convicción estaban en sus almas los conceptos sublimes de labios de Don Quijote caídos. La cabra errante del malhumorado pastor sujeta estaba, pero aun podía salir huyendo de los imaginados o reales lobos que la perseguían.

Quedaban, pues, la obra y el pensamiento de Miguel en relación con la realidad en que vivía, no en distinta situación de aquella en que el gallardo vizcaíno y el valeroso Don Quijote quedaron antes que los enhebrase al hilo de su pluma el sabio Cide Hamete. Y reflexionando Cervantes sobre esto notaba y hacía notar marcándolo aquí y allá, y recalcándolo en tal o cual pasaje, cómo, en suma, aquel caso por él concebido era la imagen de la vida entera y no ya sólo el particular reflejo de un estado social que podía seguir adelante o transformarse radicalmente, que podía ser una siesta, un sueño o un letargo. Turbados y confusos dejaba a los lectores porque turbado y confuso estaba él, pero no tanto que no dejase abierta la puerta o entornada por lo menos, para que una mano bienhechora o un vientecillo sutil o un huracán la abriesen y dieran acceso a la esperanza.

No estaba Cervantes enteramente desesperanzado, no podía estarlo, conociendo a España, la resucitada eterna, y conociéndose a sí mismo, que de tales y tan recios trances había salido con vida, y apreciando en lo justo el valor de su obra. De la posteridad estaba seguro. Tratabase tan sólo, en la ocasión presente, de asegurar el día de hoy y el de mañana, en los que nunca pensó Miguel con la necesaria tenacidad y el indispensable empeño. El mundo grande, lo que fuera de España y del tiempo actual presentía, de sobra conoció él que no había de escaparsele. El mundo pequeño era el que necesitaba conquistar y el momento presente, puesto que la vejez se acercaba y el sosiego del anochecer no venía a su agitado corazón.

Y ocurrió entonces el caso, menos raro de lo que suele pensarse, de que la visión artística de la realidad, en la forja y composición del Quijote adquirida y perfeccionada, le sirviese de pauta para encarrilar sobre ella su vida o intentarlo cuando menos. No maldigamos nunca a los libros ajenos ni a los propios, ni a las locuras y a las corduras que engendran. De sí mismo había partido Miguel, de los contrastes, batallas y apuros por que había pasado en su existencia y de ello saltó a los libros de caballerías que le esclarecieron y le ensancharon el horizonte y en este ensanchamiento y claridad vio cuanto en su tiempo era posible ver de la vida particular y general de un pueblo, y cuanto de la vida universal y eterna saben ver tan sólo los genios como él.

Elástico ya su espíritu, se recogió en sí mismo, a sí mismo volvió, aunque ya no era, ¿cómo había de ser?, el mismo de antes. Si cualquier fruslería, unos amores fracasados, una cuestioncilla de amor propio, una obra teatral o un discurso que tengan éxito nos transforman y nos vuelven otros, ¿qué transformación no sería la de Miguel después de escribir la primera parte del Quijote y coincidiendo precisamente con el cambio que en todas las clases y estados de la nación se verificaba manifiestamente? Cuáles serían los aumentos y las inesperadas grandezas de su alma rica por fin y más que rica opulenta, apenas podemos imaginarlo.

Quizás entonces, con melancolía honda, cayó en la cuenta de su error pasado y pensó cuánto mejor le hubiera sido seguir escribiendo novelas y comedias y no meterse en las andanzas de comisario de abastos y cobrador de rentas y alcabalas; quizás, después de pensar esto, se hizo cargo de que no había perdido aquellos veinte años, durante los cuales el héroe y el poeta se convirtieron en lo mejor, en lo único que se puede ser en este bajo mundo, pues a ello nos envían: en un hombre, tan hombre que los demás con razón le llamasen genio. En el mundo no había que perder, en realidad, más que la vida: lo demás no eran pérdidas, o cuando lo fuesen, medios había para trocarlas en ganancias seguras y perdurables. Y la vida por él presentada en el libro inmortal aún no quería soltarle: y vivo estaba también Don Quijote.

La patente de vida más enérgica, más original, más alegre, más demostrativa del dominio de sí mismo y de la galanura y contento y lozanía de su alma la escribió Cervantes, componiendo el maravilloso, el donosísimo, el archi moderno, el suelto, el ligero, el agudo prólogo del Quijote, los versos de cabo roto y los demás en que, por cierto, sin gran disimulo, ataca resueltamente a Lope, quien de nuevo, cediendo a su versátil condición, se había enojado con Cervantes, a quien creía autor del soneto de cabo roto también que contra él y contra sus obras compuso don Luis de Góngora:


Hermano Lope, bórrame el soné-



Quizás fue entonces, cuando Lope lanzó el suyo insultante y procacísimo contra Miguel. Fuera así o no, Miguel veía que la atmósfera de gurruminez y de minucia en que estaba envuelto lo más alto de la nación contaminaba también a los hombres a quienes él conocía por genios de primer orden como Lope y Góngora.

Apenas apartados un momento de la tiesura y rigidez retórica anterior a Cervantes, los literatos volvían a ser literatos, políticos los políticos y la realidad se empequeñecía, circunscribiendo a los hombres y engurruñéndoles dentro de su oficio. Divino oficio, en manos de Lope y de Góngora, pero oficio, al cabo, con todas sus rutinas y sus patalallanas.

Veía también Cervantes cómo la masa no lograba tener color definido, ni anhelos que la calificaran y concretasen y en tanto las individualidades poderosísimas que en tan fecunda época iban naciendo y trabajando daban golpes en vago, batíanse con fantásticos gigantes y emprendían hazañas teatrales, como las de Lope, únicas que lograban sacar de su modorra al vulgo de abajo, o caballerías culteranas, como las de Góngora, únicas que despertaban la atención del vulgo de arriba. La sociedad ficticia que era reflejo del teatro o de la cual el teatro era reflejo, pues algo de ambas cosas ocurriría, y cuya existencia notara ya Cervantes en su último viaje a la corte, había crecido: las teatrales costumbres, que suelen reemplazar a las heroicas en los comienzos de toda decadencia, se abrían paso y se desarrollaban hasta dominar en todas las clases de la sociedad. Los originales de Lope y los de Tirso pululaban ya en Madrid, en Toledo, en Valladolid y al sutilizarse las sensaciones femeninas y las masculinas, que, al cabo, no son sino ecos de ellas, comenzaban a apuntar aquí y allá las debilidades y las excitaciones inesperadas y el titititi casi epiléptico de la melindrosa Belisa comenzaba a correr como un escarabajeo por pechos y espaldas de las mujeres, que guiaban a los hombres entonces como ahora.

Nació en aquel tiempo lo que llamamos neurastenia, hiperestesia y otra porción de nombres raros, que no indican sino falta de robustez. Al rey linfático y clorótico y a la grandeza educada por frailes biliosos, neuróticos y candidatos a la locura en cualquier otro clima y lugar menos propicios a la paradoja y al absurdo como regímenes de vida, correspondía una sociedad inquieta, trastornada, incapaz ya de acciones grandes, ansiosa de emociones fingidas, amante del teatro.

En tal concepto, Don Quijote era un libro de caballerías hecho para castigar aquellos nervios, un revulsivo para la piel amarilleada en el encierro místico, y en las metafísicas amorosas aridecida, un libro azote, un libro martillo, un libro antorcha; y su elaboración no estaba concluida aún ni mucho menos, porque Cervantes no había acabado de penetrar en lo espeso de la sociedad española, que ya no se hallaba en la plácida Sevilla, sino en los secos y enjutos lugarones acortesanados, en Madrid y en Valladolid; y ya se nota que en la primera parte del Quijote hay locos, pero no hay enfermos, y ya se reparará cómo en la segunda parte la duquesa tiene la fuente de que nos habla doña Rodríguez, y el hijo del caballero del Verde Gabán adolece de otra enfermedad característica, que se llama decadentismo poético, y Basilio, el pobre, está a punto de suicidarse por los amores... Por eso la segunda parte encierra ya lo irremediable, mientras que en la primera queda ancho lugar a la duda, que es una con la esperanza.

Desde la grandeza augusta del Escorial, la corte de España, cediendo a conveniencias del omnipotente Lerma, se había trasladado a Valladolid. Era ésta una prueba a que el orgulloso duque quería someter al rey primero, cuya vacilante voluntad cedió pronto, y además a los otros cortesanos. Ya sabía Lerma que quienes se mudasen desde luego y de buen grado a Valladolid eran los suyos, los afectos, los incondicionales, como dicen ahora. Quería hacer un recuento de la gente noble, como hizo otro recuento de la gente rica, mandando que cuantas personas tuviesen plata en sus casas la mostrasen, bajo las más severas penas.

Iniciaba Lerma con esto el funestísimo error en que desde entonces han vivido en España todos los políticos conservadores, para quienes no ha habido en la nación más gente atendible y considerable que los nobles y los ricos, sin echar de ver que sólo con nobles y ricos no se gobierna, porque no es posible gobernar con los menos, cuando los menos valen poco. Tímida y medrosa iba saliendo la plata de los escondrijos y alacenas; medrosos y tímidos se mostraban ya cuantos poseían algo. Los grandes de España, que ya no iban a la guerra y vivían de fanfarrias y fingimientos exteriores, solían estar empeñados. Los burgueses, que en sus arcas, en aquellas famosas y numerosísimas arcas donde se vendía el buen paño, según el refrán inventado por la desidia española, guardaban el metal rico, se apocaban y amezquinaban cada vez más. Nació entonces también la burguesía medrosica, amiga del apartamiento y de la reserva, de la cual es modelo el caballero del Verde Gabán: raza de sesudos, de sensatos, de mesurados, de ahorrativos, de egoístas, en suma, que para nada bueno sirve si no hay quien sepa aguijarla y dirigirla. También para éstos eran necesarias las caballerías de Don Quijote y las gracias de Sancho. Aquellos burgueses no reían si no se les pinchaba un poco; su risa no era franca y noble, sensual y voluptuosa, como la de los gordos y lucios sevillanos de las barbas floridas, risa sin segunda intención cual la del maestro Baltasar del Alcázar, sino que había de ser risa maliciosa, provocada con cosquillas en el corazón, un poco miedosa, un poco ladina, risa como la del Quijote, después aguzada y agravada hasta el más vivo dolor por la pluma lanceta de Quevedo, cuyas cosquillas hacen brotar sangre.

Dejado atrás El Escorial y su regularidad grandiosa, que no llega a belleza clásica, porque a sus creadores les faltó el hervor del genio, y porque El Escorial debió haberle trazado el padre Mariana y no tuvo la suerte de que por allí anduviera más que el padre Sigüenza, un sota Mariana elegante y culto, sin vuelos ni inspiración; ya conocía Miguel que en Valladolid no iba a encontrar nada que con su genio y la magnitud de su obra se aviniese. Halló en el poblachón castellano a la corte, o, por mejor decir, a los cortesanos de Lerma, a unos cuantos empleados y oficinistas venidos de Madrid y empotrados de cualquier manera en las casas valisoletanas, y al usual séquito de poetas, desocupados, correveidiles y buscarruidos que la corte levanta a su paso, como polvo de sus carrozas.

A la husma de la corte y de los cortesanos había acudido, como de costumbre, la viuda doña Andrea de Cervantes, con su hija doña Constanza de Ovando. Sesentona ya casi doña Andrea, reparaba con su buen trato y su maña los estragos del tiempo, no los del caudal, que debían de ser grandes, pues la halló Miguel ocupada en arreglar las ropas del excelentísimo señor don Pedro de Ossorio, quinto marqués de Villafranca, quien acababa de regresar de una expedición a Argel. Fuera por necesidad o por deseo de tener metimiento y vara alta en casas de la grandeza, doña Andrea hacía, repasaba y daba a lavar las camisas y ropa blanca del marqués y de la marquesa, y conservamos una cuenta de esa ropa escrita por la mano misma que escribió el Quijote.

Cervantes notaba en su propia familia y en la persona de su inteligentísima y discreta hermana cómo todo iba empequeñeciendose. Cervantes veía a los reyes, con ostentoso boato ir a misa a San Llorente o Lorenzo en Valladolid y pensaba en que Felipe II iba a misa, vestido de negro y sin fausto ni demostración de lujo, pero iba al otro San Lorenzo, al del Escorial. Cervantes pensaba que su libro sonaría, estallaría en medio de aquellas mezquindades aparatosamente disimuladas, como un gran grito en el desierto.

Singular alegría fue para Miguel tropezar en Valladolid con su amigo y paisano el librero, Francisco de Robles. Le enseñó su libro, que ya Robles debía de conocer, por la fama que de Sevilla había llegado, y trataron de los medios para darle al público. Pensó Robles, como hombre conocedor e inteligente, que el libro sería de resultados seguros, y Miguel, animado por sus palabras y por la conversación de los amigos y colegas que hubo de encontrar en Valladolid y que no se habían olvidado enteramente de su nombre, escribió ese alegre, cortesano y mundano prólogo que es como un artículo de crítica y sátira, cuya lectura nos convence hoy y convencerá en todos los tiempos de que aquello ha sido escrito ayer por la mañana, porque tiene la frescura, el donaire y la ligereza de que algunos genios están absolutamente faltos, pero que los verdaderamente humanos poseen en toda ocasión. Releyendo ese prólogo y releyendo antes o después aquella deliciosa, aquella parisiense causerie de Horacio Ibam fortè via Sacra se advierte el tono de cosa recién vista, de palabra recién oída, que ambas obras tienen. Quien llega a ese grado supremo, sublime, de ironía suave, de amable malicia, de gracia sin chistes, de mundanidad consumada, puede llamarse con toda razón maestro de la vida y merece ser un guía y un acompañante de la humanidad, es decir, no un heraldo de los que van delante tocando un trompetón desmesurado, como Víctor Hugo, sino un amigo de los que, por obra de la dulce y simpática persuasión de sus labios brotada, nos llevan por donde ellos quieren y nos amaestran en el camino, haciéndonosle dulce y corto.

No sentía Cervantes en Valladolid nostalgia de Sevilla, aunque esto nos parezca imposible. Por la acera de San Francisco y por la del Palacio Real y por los patios de la Contaduría mayor, adonde iba a presentar los descargos de sus cuentas, desagradable cola de su vida burocrática, pasea Miguel la esperanza de su gloria; al cabo de «tantos años como ha que duerme en el silencio del olvido» según él mismo dice, el Ingenioso Hidalgo despierta, seguro de sí mismo y de su talento.

Bien le han estado los veinte años de Andalucía, madre que halaga, maestra que educa, querida que enardece, alma buena que absuelve y perdona. Ahora, ya los sesenta se avecinan: y un sesentón que no es pudiente, en Castilla y en su austeridad es donde ha de escarbar para echarse.

Y de Castilla, en lo más castellano: Valladolid, Toledo.



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