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ArribaAbajoCapítulo LV

Las comedias. -El engaño a los ojos


El hidalgo de las barbas de plata, que veinte años antes fueron de oro, desembocó en la calle de Atocha con pasos desengañados y tardíos. Un poquillo se corcovaba al andar, como quien siente cercana la hora de ir escarbando para echarse, y en lo fruncido y cejijunto del rostro, ordinariamente jovial y bien dispuesto, se advertía la desazón que por dentro le hurgaba.

Aquel día, su amigo el librero Juan de Villarroel le había hecho esta revelación desconsoladora:

-De la prosa de vuestra merced se puede esperar mucho, del verso nada.- Y cuenta que esto no lo decía el buen Villarroel en son de menosprecio, ni como opinión personal suya, sino invocando el sentir de un autor calificado y famoso, no sin cierto dejillo de lástima que bien notó el hidalgo, muy hecho a sufrir compasiones ajenas.

Mascullando su amargura, siguió rebozado en su capa, lustrosa más del cepillo que de la plancha del sastre, y deseando no pensar más en aventuras poéticas y teatrales, se escurrió hacia la amiga casa de la Trinidad, que a mano izquierda se parecía y señoreaba la calle, harto angosta por aquel sitio. Entró en el portal como en el de su propia mansión y se encaminó a la capilla, donde ya otras muchas veces había encontrado remedio a las fatigas y angustias de su vivir, al levantar el espíritu a las más altas consideraciones. El postigo abierto en el portón del claustro dejaba ver los arcos de piedra, por los que trepaban jazmines, y en el jardín, tres apacibles acacias y un robusto y orgulloso laurel. De pronto, cubrió y cegó toda la luz del postigo la imagen de la comedia triunfante en la persona del doctor Alonso Ramón, que del convento salía apresurado. El autor de Las tres mujeres en una y de El santo sin nacer y mártir sin morir, próximo ya a cambiar la pluma regocijada del dramaturgo por la severa del historiador, miró al poeta pobre desde lo más hondo de su hábito y le saludó presurosamente con una sonrisa que al hidalgo le supo a desdén merecido, la cual es la más agria manera de sonrisas que puede verse.

Le quitó aquello a Miguel la gana de acogerse al sosiego y paz de la Iglesia; giró sobre si mismo, con juvenil rapidez, salió de nuevo a la calle de Atocha, cogitando las más lúgubres aprensiones, revolviendo entre sí mismo las palabras de Villarroel con la sonrisa, a su parecer, compasiva del fraile y doctor Ramón.

¿Quién le había dicho al librero lo que tanto acongojaga al anciano poeta? ¿Había sido quizás el propio doctor Ramón? ¿Serían aquellos jóvenes cortesanos que con tan buen semblante le recibieron y aplaudieron en las justas de Santa Teresa? ¿Quién podría saber si, como algunas veces él había sospechado, no estaban aquellos señoritos almidonados y sotiles burlándose de sus canas, quizá por instigación maligna de...? Pero, no: el hidalgo no quería nombrar siquiera en sus adentros al monstruo de la Naturaleza y señor de la monarquía cómica. Lope era su sombra, una sombra lumínica y radiante, que llenaba el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas, tenía avasallados y puestos debajo de su jurisdicción a todos los farsantes y llevaba «escritos más de diez mil pliegos: y todas, que es una de las mayores cosas que puede decirse, las ha visto representar u oído decir por lo menos que se han representado: y si algunos, que hay muchos, han querido entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han escrito, a la mitad de lo que él solo.»

Pensando escribir esto recordaba el hidalgo las palabras que Villarroel, como loro, le había repetido, escuchadas por él a un autor de título y meditaba: «O yo me he mudado en otro, o los tiempos, se han mejorado mucho, sucediendo siempre al revés: pues siempre se alaban los pasados tiempos».

Según iba andando con estas cavilaciones, los pies le llevaron sin querer al mentidero de representantes en la calle del León. Llamaronle unos cómicos que disputaban sobre cosas de su oficio y querían oír el parecer de tan donairoso ingenio o por ventura reírle las gracias. El hidalgo los conocía a todos. Eran el gracioso representante y bailador Pablo Sarmiento, la vieja María Gabriela y su hija la moza Francisca María y otros varios, entre quienes la autorizada voz de Andrés de Claramonte, el autor de comedias famoso, se enredaba en polémica histrionil con el vozarrón de Pedro Cerezo de Guevara, su consocio.

Se hablaba, ¿cómo no?, de Lope, y otro comediante, Alonso de Heredia, aseguraba que el sol de la escena comenzaba a declinar hacia su ocaso. Decíase de cierto fraile de la Merced, llamado Tello o Téllez, que había traído de los cigarrales de Toledo, en donde vivía, una famosa, bizarra y admirable comedia, La Santa Juana, donde el tropel y baraúnda de las de Lope, la sentenciosa ejemplaridad del doctor Ramón, la dulzura del también doctor Mirademescua y el artificio del licenciado Miguel Sánchez quedaban en muy obscuro y segundo lugar.

-Y de vuesa merced, señor Cervantes -agregó Alonso de Heredia-, también se dice que tenéis un cofre lleno.

Rieron los representantes al oír lo del cofre, con risa que al hidalgo se le antojó de mala sombra. Volvióles la espalda, tartamudeando, y triste, con tristeza mortal, dobló la primera esquina y entró en su casa.

El aposento en donde solía trabajar estaba en el piso bajo, con una gran reja a la calle. Al través de las verdosas vidrieras, nunca visitadas por el sol, a no ser en lo más importuno del verano, porque la fachada caía al Norte, no era raro ver al viejo poeta, sentado en un sillón de moscovia carcomido, ante una lironda mesa sin bufetes, trabajar en sus máquinas imaginativas de novelas y teatros.

Cuando llegó aquella tarde, estaba anocheciendo. Desciñóse la espada, colgó de un clavo capa y sombrero, salió un instante y volvió con un velón encendido que dejó en el suelo, junto al rincón donde se veía el cofre irrisorio. De éste fue sacando, uno tras otro, los manuscritos de sus comedias, ni leídas ni representadas. Eran muchos pliegos grandes de papel de marca, barbudo y amarillento del largo esperar, borroneados de una letra gallarda española con alegres y generosos rasgos en las eses y en las tes. Allí pensó el hidalgo, en no lejanos tiempos, que se encerraba lo mejor de su caletre, allí la gloria de los futuros siglos, donde correrían sus alabanzas por todo lo descubierto del mundo. Y, encorvado como estaba, hecho un ovillo, sobre la boca negra del abierto cofre, la luz del velón que por bajo le hería arrancaba no sé qué aureola de chispas extrañas a los desdorados cabellos del anciano y alargaba su frente pensativa, haciendo del rostro aguileño algo así como un perfil de ave majestuosa y noble que arranca de llameante y hondo cráter la codiciada presa.

En las comedias no leídas ni representadas había puesto él todos los grandes amores de su existencia. Renunciar a la gloria de verlas en el teatro le costaba harto más pesadumbre que cuanta le causó con sus dislates e insultos el falso Avellaneda. Recogerlas o publicarlas sin que el público las viese era como hacer el testamento, despedirse del mundo, legar a la posteridad algo que los contemporáneos no habían sabido comprender. Sólo con voltear y hojear las comedias podía hacer un resumen de toda su vida.

Tres de ellas, Los baños de Argel, La gran sultana doña Catalina de Oviedo y El gallardo español, completaban y resumían toda la época de su cautiverio. Repasándolas, reconocía Cervantes el mérito de su traza y de sus frases, como aquella de El gallardo español:


mas que venzáis no lo dudo,
que el cobarde está desnudo
aunque se vista de acero...



y de los tipos tan admirablemente reales como el soldado Buitrago, de esta misma obra, el cual supera a todos los graciosos de Lope y de Tirso; y de aquel maravilloso romance de cautivos y forzados, parangonable con los mejores del magno Cordobés, a quien Cervantes honró imitándole:


    Dió fondo en una caleta
de Argel una galeota,
casi de Orán cinco millas,
poblada de turcos toda...



Pedazos de su corazón eran las escenas de Los baños de Argel, el más poético de cuantos dramas se han escrito con este asunto, en donde se lee el romance


    A las orillas del mar
que con su lengua y sus aguas...



y en donde se presentan las trágicas, inocentes, archiespañolas figuras de los dos niños cristianos Juanico y Francisquito, que mueren mártires de su fe en una escena conmovedora, evocada tal vez por el recuerdo de los santos niños Justo y Pastor, patrones de Alcalá de Henares, y tanto más digna de notarse cuanto que no sobran tampoco en nuestro teatro ni en nuestra novela tipos de niños interesantes y simpáticos, como los hay de muchachos hampones, sacudidos y pícaros: que de grandes genios de la invención poética (Dickens, Balzac, Galdós) es el estimar y aprovechar la niñez y la locura como piedras de toque de la madurez y de la razón.

En Los baños de Argel, como en la vida ocurre muchas veces, los dos niños son los personajes que piensan con mayor rectitud y cordura, los que sienten con más noble honradez. Y tanto en ésta cuánto en la otra obra no podía menos de reconocer su autor, como de mano maestra, los personajes judíos que en ellas aparecen. En ellos (pormenor que no han reparado tantos críticos al hablar de las comedias de Cervantes, sin haberlas leído con la atención necesaria a la honra de su autor y a la propia estimación del crítico) se encuentra resumido el carácter y la idiosincrasia y temperamento de los judíos de todos los tiempos y naciones.

Por fin, en La gran sultana aparecía la vida de Constantinopla pintada con viveza y realidad no inferiores a las del relato verdadero del ingenioso truhán y escritor excelente Cristóbal de Villalón o Cristóforo Gnophoso, y a esta comedia pertenece un soneto que debió de ser de los que Miguel enseñó al doctor Sosa en la prisión de Argel, y en el que nadie ha reparado:


    A ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste
a costa de tu sangre y de tu vida
la mísera de Adán primer caída
y a donde él nos perdió, tú nos cobraste.
    A ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas la perdida
y hallándola del lobo perseguida
sobre tus hombros santos te la echaste.
    A ti me vuelvo en mi aflicción amarga
y a tí toca, Señor, el darme ayuda
que soy cordera de tu aprisco ausente,
    y temo que, a carrera corta o larga,
cuando a mi daño tu favor no acuda,
me ha de alcanzar esta infernal serpiente.



Estos sentimientos, que en la gran tribulación de Argel llenaron su alma, no andaban muy lejos de ella en la ocasión presente, al sentir su amor propio herido por el dictamen de un autor cuyo nombre ni conocía ni osaba sospechar. ¡De los versos de vuestra merced, nada puede esperarse!... ¡Oh, sí, a la justicia y misericordia divina sería necesario encomendarse y al juicio de los siglos venideros! Y acaso, con esas adivinaciones y vislumbres de los hombres de genio, imaginaba que también los venideros siglos habían de ser injustos y considerarle como un poeta de segundo orden y menospreciar su versos... Tal vez preveía la acerba, la injusta, la arbitraria, la petulante sentencia del hinchado orador en verso, don Manuel Josef Quintana; tal vez adivinaba los desprecios de tanto y tanto poetastro ridículo y de tanto crítico chirle como habían de aseverar después sin leerlos, que los versos de Cervantes eran malos y desdichadas sus comedias.

Desde las escritas con recuerdos de Argel y de la vida turca, vagaban sus ojos a las compuestas con asunto italianesco o de lecturas italianas, como El laberinto de amor, obra juvenil, de los tiempos en que los amores halagaron fugitivos y volanderos el corazón del poeta soldado; y a las sacadas de los libros de caballerías, La casa de los celos y selvas de Ardenia, donde aparecen y hablan el emperador Carlomagno y Reynaldos de Montalbán, Roldán, Bernardo del Carpio, el traidor Galalón, el encantador Malgesí, la hermosa Angélica, en suma, los personajes principales de la leyenda caballeresca del ciclo carlovingio. Libro de caballerías llevado a la escena, como también lo había intentado Lope, singularmente en aquel cuadro admirable de Las pobrezas de Reinaldos, tiene el drama cervantino una parte bucólica y pastoril muy parecida por su tono y ambiente a la que el titán Guillermo Shakespeare gustó de intercalar en algunas comedias caballerescas suyas, como la titulada As you like it (Como gustéis) y para que no faltara, ni aun en tan complicado embolismo legendario, la nota realista y alegre que el autor llevó siempre en su alma, hay en la Casa de los celos un tipo de vizcaíno gracioso, de los que el autor vio cuando niño representar en Sevilla al gran Lope de Rueda, cuyos donaires, recordados cuando viejo, le regocijaban y refrescaban los cansancios y enojos de la ancianidad.

Ni podía faltar en un repertorio tan variado cual el de las ocho comedias del cofre una divina y ejemplar, donde se presentase el tipo español puro del libertino que se arrepiente y se vuelve santo (San Franco de Sena, Don Álvaro y todas sus imitaciones y contrafiguras), Mañara antes de Mañara: y este Mañara que se parece tanto al verdadero por ser paisano suyo y haber bebido las aguas y respirado los aires del Guadalquivir, este Mañara que en su primera vida es un rufo, un jaque, un hombre como los de la cárcel de Sevilla, y a quien vemos retratado en la casa de la Caridad, que él fundó, con una cara parecidísima a la del bufón velazquino Pablillos de Valladolid, es decir, tal y como era antes de convertirse, y a quien después vemos macerado, ennoblecido, hermoseado por la penitencia y la contemplación en la mascarilla que en la misma casa de la Caridad se conserva, no es otro sino El rufián dichoso Cristóbal de Lugo.

Sin reconocer cómo Cervantes poseía el poder de la adivinación y olfateaba y presentaba los grandes tipos románticos de la escena española, y de la gran comedia de nuestra vida espiritual, han pasado los ojos por esta singularísima obra y cantera de donde tantas otras han salido, los que, trillando neciamente la opinión oída por Villarroel, el librero, siguen creyendo que Cervantes no era autor dramático ni sus comedias han de tenerse en cuenta. ¿Qué más español, más valiente, más castizo y más de autor dramático que la escena de la tentación en este asombroso drama, al que ni Calderón ni Tirso, en otras semejantes situaciones, han aventajado? ¿Conocería y comprendería claramente Cervantes lo que su Rufián dichoso era, como lo apreciamos hoy, a posteriori sabiendo que fue escrito bastantes años antes de la conversión de Mañara, y que en él están todos los sentimientos y casi todos los hechos que en tan dramática acción acabaron? ¿Es un caso tan frecuente este de que un autor hunda la mano en las entrañas de la sociedad y sepa sacar de ella, como vísceras palpitantes, los sentimientos vivos que la guían y que han de producir y engendrar hechos aún no ocurridos? ¿Son tantos los autores dramáticos, anteriores y posteriores, a quienes el cielo concedió este don de anticiparse a la verdad, rebuscándola en lo más hondo y recatado de la conciencia contemporánea?

Desde las comedias tornaba la vista el anciano escritor a los entremeses, y primeramente al que llamó comedia, por tener tres actos, a Pedro de Urdemalas, farsa graciosísima, donde se presentan escenas magistrales de gitanos andaluces, notados con goyesca precisión, y al sainete o juguete cómico, en tres jornadas también, titulado Comedia entretenida, en la que se propuso tan sólo hacer reír a su público, y lo hubiera conseguido, y lo lograría hoy, si tan regocijada invención se representase.

Palpaba y casi no veía la injusticia con que los cómicos y, por lo visto y oído, los poetas trataban tan excelentes obras. Trabajo inmenso le costaba el venderlas a vil precio, como el que, en último resultado, le ofreció Juan de Villarroel, después de decirle lo dicho, sin duda para rebajar algo la cantidad. Por fin, se decidió a darlas a la imprenta, acompañándolas de ocho entremeses, La elección de los alcaldes de Daganzo, El rufián viudo, El juez de los divorcios, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca, El vizcaíno fingido, La guarda cuidadosa y El viejo celoso, ocho obras maestras, ocho joyas en que Miguel Ángel se volvió Benvenuto. Harto se le alcanzaba al hidalgo que en ellas había llegado al posible extremo de la perfección artística.

Con todo, resuelto ya a vender tan rica parte de su juventud pasada, recogió sus manuscritos, los colocó amorosamente en la mesa, y de una alacenilla sacó otros pliegos más recientes, llenos de borrones y tachaduras: eran el manuscrito de su obra maestra, de la que había de tapar la boca a los murmuradores y henchir de hiel a los envidiodos y de contento a quien la viese representar. Titulabase la comedia no concluida aún El engaño a los ojos, y la miraba su autor como miran los padres sesentones a sus hijos recién nacidos. Una vez que aquella obra sin par se conociese y diera a luz, sin duda alguna que se hablaría de quien la compuso, como se hablaba del doctor Ramón y del divino Miguel Sánchez y del otro mercenario de Toledo; y la lengua de hacha de Góngora y la lengua bisturí del doctor Cristóbal Suárez de Figueroa se embotarían para siempre.

En cuanto a Lope... ¡oh!, al pensar en Lope, el hidalgo sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo era, de qué estaba hecho aquel hombre para quien el teatro no tenía dificultades ni secretos, y que arrojándose por precipicios insondables, llegaba siempre sano al fondo, y hallándose toda la vida consagrado a ocupación continua y virtuosa, halagado por los príncipes, buscado de las damas, aclamado del pueblo, admirado por los doctos y festejado, sin saber por qué, de los ignorantes, producía, producía y producía, manaba fábulas trágicas y cómicas, sin cansancio ni agotamiento? ¿Era fácil, era posible contender con semejante monstruo? ¿Qué armas para tal competir serían ocho comedias viejas y una nonata, aunque ésta fuese, como era, de juro, la octava maravilla?

Y al pensar esto, no con envidia, que jamás cupo en su pecho magnánimo, sino con el sentimiento claro de la propia y de la ajena valía, que es insólito entre los escritores, el poeta viejo diose a revolver su manuscrito y a encontrar en él defectos y tachas en que nunca antes reparó..., y justo, cual siempre, en la apreciación de los hechos, vio manifiesto y patente el sentido oculto, arcano, del título de su última y perfecta comedia: El engaño a los ojos.

Inclinó sobre ambas manos, en la mesa acodadas, la extensa frente luminosa, y dejó abrirse en el rostro largo dos surcos hondos y correr por ellos no se sabe qué humedad aceda.

Así estuvo una hora muy larga, hasta que vino a sacarle de su ensimismamiento y tristeza el mismo Lope, aún gallardo y buen mozo, la vestimenta de clérigo, los ojos alegres y provocativos, el bigote marcial. Pasaba por la calle, había visto a su vecino, quiso tener con él una conversación, necesaria para quitarle ciertos resquemores, y al entrar y verle en tan extraña aflicción, que ni aun había notado la presencia de su visitante, miró de hito en hito al desconsolado poeta, pusole cariñosamente ambas manos en los hombros, y con voz afable le preguntó:

-¿Cómo es esto? ¿Estáis llorando, señor Miguel de Cervantes?...




ArribaAbajoCapítulo LVI

La segunda parte del Quijote


«Don Quijote de la Mancha -decía Cervantes al enviar sus comedias al conde de Lemos- queda calzadas las espuelas en su Segunda Parte para ir a besar los pies a vuestra excelencia. Creo que llegará quejoso, porque en Tarragona le han asendereado y malparado, aunque, por sí o por no, lleva información hecha de que no es él el contenido en aquella historia, sino otro supuesto que quiso ser él y no acertó a serlo.»

A 5 de noviembre de 1615 está fechada la aprobación en que el doctor Gutierre de Cetina hacía constar sencillamente que «es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de mucha filosofía moral». El hecho de que transcurrieran tantos meses como van de marzo a noviembre entre las aprobaciones firmadas por el licenciado Márquez de Torres, a quien comisionó el doctor Gutierre de Cetina, como vicario general, y por el P. Josef de Valdivielso, que examinó la obra por comisión y mandado de los señores del Consejo, hace suponer que todo el verano se pasó en la composición tipográfica y corrección de los setenta y tres pliegos del libro. Terminada la corrección a 21 de octubre y dada la licencia en 5 de noviembre, la segunda parte del Quijote debió de salir en los primeros días del mes de los Santos de 1615.

Al verle en las librerías, Miguel respiró contento. Era mucha la priesa que de infinitas partes le daban y mucha más la que él sentía de sacarle a luz «para quitar el hamago y la náusea» que el falso Quijote de Avellaneda había causado, según el misma Cervantes decía en su dedicatoria al conde de Lemos, fechada a último de octubre.

Aquel de 1615 fue el último otoño de Cervantes y quiso la suerte que, por ser el último, fuese el más glorioso de su vida. Enfermo y achacoso, pero no rendido por la enorme carga de trabajo que sus ancianos hombros sostenían, la enfermedad, lejos de empañarle sentidos y mente, se los aguzaba de tal modo que le permitía gozar su obra, recrearse en ella y anticiparse para sus adentros la gloria venidera. Como a esposa legítima y fiel amaba a la historia de Don Quijote; como amante apasionada de las que tal vez alegran los otoños de los viejos amadores, a la historia de Persiles y Sigismunda.

Los demás amores y pasiones de la tierra para él se habían desvanecido y así como a muchos viejos robustos les pasa, sus pupilas se habían aclarado tornándose de azules en cenizas y su visión había ganado mucho, trocándose de miope en présbita. Ya Miguel no veía bien más que las cosas grandes y lejanas; le molestaban más las miserias y pequeñeces, porque las sentía y no las veía, y así le pasó con el Quijote falso, que le enfurruñó y escoció como un sarpullido o un ataque de viruelas a la vejez, pero sin que llegara a hacerse bien cargo ni de quién era su autor, ni de cuáles eran su alcance y sus efectos. Generoso, perdonaba aquí, y olvidadizo, atacaba acullá al encantador invisible que había acertado a amargarle los últimos días de la vejez y a sacarle de su beata ecuanimidad; luego hacía esfuerzos no volver a acordarse del malhechor y no podía.

Un joven a quien roban cualquier prenda o joya de estima, pronto se distrae del sentimiento que la pérdida le causa, pero un viejo robado, aunque sea tan grande como Goethe o como Cervantes, nunca perdona del todo.

Era entonces Miguel un viejecito alegre y bonachón; las cosas pequeñas del mundo, las cosas que de cerca le tocaban, como ya se ha dicho, apenas las veía. Su mujer, su hermana, su sobrina, su hija habían entrado ya hacía tiempo en este número de las menudencias invisibles. La vida, para él, no ofrecía ya las dificultades pasadas. Bien claro da a entender, con su espléndida gratitud, que ni el conde de Lemos, desde Nápoles, ni don Bernardo de Sandoval, desde Toledo, le tenían olvidado, antes bien, uno y otro menudeaban sus liberalidades. El viejo amigo y paisano Francisco de Robles el librero no le hubiera dejado tampoco volver a las estrechezas antiguas, pues harta cuenta le tenía estar bien con un autor tan productivo: fuera de que no hemos de creer a los libreros dotados de peores entrañas que el resto de la humanidad. Con literatos debía de tratar poco. De su casa no saldría sino a lo más preciso.

La enfermedad iba trabajando, sorda, la robusta naturaleza del anciano. Y, ¿qué es lo que padecía? Observad cómo los grandes fenómenos de la Historia se repiten y cómo en las cimas de la humanidad brillan siempre las mismas luces. La última dolencia y angustia de que se quejó Cervantes era también la última de que se lamentó Jesucristo en la Cruz. Tenía sed. ¡Qué poco trabajo cuesta el hallar elocuentísimos simbolismos en las cosas naturales! Fácil sería aquí decir que la sed de Cervantes no era solamente física, y que su andante caballero no es sino una encarnación simbólica de la sed de bondad, de razón y de justicia que a la humanidad aquejaba entonces y sigue aquejando hoy. Nada tendría tampoco de forzado el aseverar que, si Cervantes apreciaba el Persiles por cima de todos sus demás libros, debese esto a que es Persiles un libro-fuente, un libro-manantial, que fluye, que corre, que refresca, así como agua de arroyo claro poco honda, y por esto le agradaba tanto a su autor, que en él, con más facilidad y soltura y fluidez que en ningún otro de los suyos, seguía trabajando sin cansarse, sólo con dejar suelta a la fantasía y ayudada por la imaginación reproductora, hacerla hablar de cosas añejas, lejanas, como las que veía tan bien con sus ojos cansados.

Al terminar la segunda parte del Quijote y proseguir rematando, puliendo y acicalando el flamante Persiles, se encontró Cervantes en esa situación que a todos los grandes artistas les llega con la vejez, y de que él, por dicha suya, no supo darse cuenta, como no suelen percatarse ellos casi nunca. La maestría, la agilidad y ligereza alada en el concebir y en el expresar son ya para ellos tan grandes, y la facilidad en el imaginar tan enorme, que les hacen perder los estribos, olvidarse de que tanto vale lo que se calla como lo que se dice, y mayor y más definitivo arte hay en callar que en decir. Funesta es la facilidad de algunos jóvenes chirles; más lo es aún la ligereza y soltura de estos viejos fa presto, para quienes no existen obstáculos ni impedimentos en el pensar ni en el decir. Cervantes había llegado a la más alta cumbre adonde escritor alguno llegó: desde ella no cabía hacer otra cosa sino descender. El viejo ama la cuesta abajo; el viejo gusta de engañarse a sí mismo creyéndola cuesta arriba y afirmándose al bajarla en la ilusión de que para él no han llegado la senectud y el agotamiento, y de que aún son sus tropezones brincos gallardos y sus caídas efectos del sobrante brío juvenil.

Por eso prefería Cervantes el Persiles al Quijote, no porque no tuviese, como alguien neciamente ha insinuado, conciencia absoluta del enorme e inmortal valor de su obra, compuesta para universal entretenimiento de las gentes, según Sansón Carrasco; de su obra, cuya claridad y popularidad eran tales, que los «niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran..., unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten si aquéllos le piden»; de su obra, de la que el mismo Don Quijote decía: «Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia.» El amor de Cervantes al Persiles, su último hijo, fruto de la fecundidad de su vejez, no le quitaba conocimiento de cuánto valía el Quijote. En todos los lugares citados y en otros muchos del Quijote reconoce Miguel y hace constar la inmortalidad y la universalidad de su libro, mientras que el Persiles lo elogia sólo para el conde de Lemos, a quien probablemente gustó, en efecto, el Persiles más que el Quijote. «Con esto -son las palabras de Miguel- me despido, ofreciendo a V. Ex. los trabajos de Persilis (sic) y Sigismunda, libro a que daré fin dentro de quatro meses, Deo volente, el qual ha de ser, o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento, y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible.»

¡El extremo de bondad posible! ¿No suena esto a las alabanzas que un padre viejo hace de su benjamín, sin olvidar en el fondo de su alma, el amor al primogénito, mozo honrado y fuerte que sostiene la casa? De la inmortalidad del Persiles no escribió Cervantes una línea sola: de la del Quijote se hallaba profundamente persuadido. El poeta amaba a la querida que en la vejez le deparó la suerte, pero sabía que no era ella quien había de salvar su nombre del olvido. Así es como parece justo entender este punto de la psicología de Cervantes, resuelto de plano por tantos escritores. No se puede creer en los genios inconscientes; retirada está ya en definitiva esa teoría romántica. Y si en alguna obra luce y brilla la más absoluta conciencia de cuanto el autor iba haciendo, es en la segunda parte del Quijote.

La segunda parte del Quijote marca, en cuanto al pensar y en cuanto al hacer, lo que puede llamarse la segunda manera de Cervantes: en ella el autor llega a vislumbrar y conocer las cosas y las personas en sus líneas y rasgos sintéticos y precisos. Ve de todo lo que vemos todos sin darnos cuenta, pero él lo ve haciéndose cargo y forzando a nuestra distracción y volubilidad a hacerse cargo. Para él no hay pormenor insignificante y si una vez se descuida o parece olvidar algo, estad seguros de que lo ha hecho adrede, porque ello merecía descuidarse y desfumarse en una voluntaria dejación. Dice cuanto quiere decir, calla cuanto le importa callar, prescinde absolutamente del afeite retórico, aliña y adereza la frase con el pensamiento y no el pensamiento con la frase. No es un literato de los de su tiempo, ni de los de ningún tiempo.

Esta ficción vana y huera que bajo el nombre de Literatura ha venido por tantos siglos embaucando a la humanidad y que, por fortuna, va de capa caída en todas partes menos en Francia, donde apenas hay escritor cuya levita no tenga aire de casacón y en cuya cabellera no queden aún pegotes de polvos y restos de bucleado peluquín, no existe ya para Cervantes. A España estaba reservada la gloria, que nadie ha querido reconocerle, por la torpeza de sus hijos, de escribir antes que ningún otro país, con llana sinceridad, con naturalidad humana y de que el más grande y genial de todos sus escritores nada tenga de clásico en el sentido académico, aparatoso y artificial de esta palabra terrible. Intentad empotrar a Cervantes en cualquier gran siglo, tan cómodamente como lo están en el de Luis XIV esos nobles señores de los casacones bordados y de las empolvadas pelucas que se llaman Racine, Fenelón, Labruyère, etc., etc., santos a quienes viene justa la hornacina, y veréis cómo los hombros del luchador, las piernas del caminante, los brazos del soldado y la noble cabeza, cuyos cabellos blanqueó solamente el polvo del camino, se salen del marco, le rompen, le resquebrajan. Afirmémoslo resueltamente y de una vez. Cervantes no es un literato, como Velázquez no es un pintor. La segunda parte del Quijote no es literatura, como no son pintura Las Meninas. La Naturaleza escoge a veces un hombre de éstos para que pinte o para que escriba, como escoge otro para que levante quinientas libras de peso y otro como el peje Nicolás para que nade veinte leguas sin cansancio y viva a su gusto bajo el agua.

Manoseadas, pero exactas, suelen ser las comparaciones pictóricas aplicándolas a la literatura. El Cervantes de la primera parte del Quijote es como el Velázquez anterior a Las Meninas y al retrato del Escultor. La Naturaleza estaba poco a poco, porque ella no repentiza, elaborando, trabajando, perfeccionando los ojos y los cerebros del pintor y del poeta, para que llegasen a ver tan claro como ella misma ve, y tan obscuro como lo hace, manejando a su antojo las luces y las sombras, pues para eso ella pinta con el sol y la luna en la paleta. Ni los pintores ni la pintura le importaban nada a Velázquez, como a Cervantes los literatos y la literatura, cuando el uno pintó Las meninas y el otro escribió el segundo Quijote. Reparad que puso el libro en manos de todo el mundo, niños, mozos, viejos, posaderos, caminantes, menos en manos de escritores de oficio. Hubiera pasado de aquel punto supremo Velázquez y se habría convertido en un fa presto, por el estilo, de tantos como ha criado la fácil y alegre Italia. Pasó de ese punto no más que un paso Cervantes y fue un poco, no más que un poco fa presto en el Persiles, admiración de los literatos, no del vulgo, sabio infalible en sus juicios a posteriori.

Como en su soledad tenía ratos para todo, pensaba y examinaba atentamente el viejo Miguel su obra y le contentaba en extremo. Bien se le alcanzaba cómo en ella habían crecido y se habían ennoblecido hasta llegar a inmortales proporciones la acción y las figuras que la engendraban: y no porque la acción se complicase, pues, al revés que Lope, cada vez a Cervantes le interesaba menos la acción, le hacía menos falta para conseguir el resultado artístico. Vense en esta segunda parte once capítulos de preliminar y preparación, en los cuales casi nada ocurre. Don Quijote va creciendo en locura discursiva, que es como decir, va haciendose más amplio en sus miras, más grande en sus propósitos, más humano en sus procederes. Para más engrandecerle y sublimarle, crea Cervantes la única figura nueva de la fábula, el eje y quicio de su comienzo y de su conclusión, es decir, el sentido común, la lógica, el método, la prudencia pura, la razón seca, el frío discurrir, encarnados en el bachiller Sansón Carrasco. ¿Habéis notado cómo se ríe el bachiller? Si lo habéis reparado, veréis de qué modo esa misma risa fría, aleve, socarrona, de quien está seguro de sí mismo, de quien se halla en posesión de la verdad, os sale al paso en son de burla o de afectuosa despección o de triunfante conocimiento del mundo en los labios de los razonadores, de los aprovechadores y de los establecidos, sesudos, sentados, acreditados y competentes siempre que intentéis cualquier generosa locura. El bachiller Sansón Carrasco no os pondrá en ridículo con una pública y sonora carcajada, pero os minará el terreno a vuestras espaldas y os desacreditará, si puede, con una suave sonrisa. No es malo, o nadie cree que es malo: las más puras intenciones (aquellas de que está empedrado el infierno) y los más racionales propósitos le mueven. De una sola cosa parece enteramente convencido, y a esa convicción suya funestísima debemos el rebajamiento del carácter y de la intelectualidad en España. Esa convicción millones de veces la han formulado oradores y gobernantes, periodistas, seudofilósofos y seudopolíticos y ya ha formado costra en millones de cerebros: que la teoría es una cosa y la práctica otra muy distinta.

Sansón Carrasco es un buen hombre razonador y sensato que no cree en la eficacia de las ideas, a las cuales llama locuras. Por combatirlas llega hasta lo sumo en cuanto de él puede esperarse: hasta arriesgar el pellejo, si bien, como fía en la robustez de sus juicios, confía asimismo en la de sus puños, y en ello, como en lo demás, se equivoca. No vayamos a decir que Sansón Carrasco está enteramente bien avenido con el orden de cosas: no es un burgués tan pacífico y enemigo de discusiones y alborotos como el caballero del Verde Gabán, porque es algo peor aún, puesto que él comprende el valor de las locuras nobles y las combate, conoce el ideal y le niega el auxilio de su brazo y procura soterrarle con todas sus fuerzas. Ante todo es un espíritu conciliador y tolerante, que trata de poner una de cal y otra de arena para meter en razón a Don Quijote, y, en todo caso, para divertirse con él. No olvidemos, no olvidéis nunca en la vida que Sansón Carrasco y sus descendientes, no menos Carrascos por lo desapacibles que Sansones por la fuerza que mandan, son muy amigos de divertirse, y para ellos la diversión suprema consiste en ver un idealismo caído al suelo y en contemplar a un idealista apaleado. Pero les queda en el fondo del alma un cazurrismo temible, y en caso de ser ellos los apaleados, temedles, que ya se vengarán tarde o temprano.

¿Veis claro desde el principio cómo ni el sentido vulgar y llano de maese Nicolás, el barbero, ni la amable y superior filosofía del cura Pedro Pérez (uno de los antepasados de nuestro reciente y apacible amigo el abate Coignard), bastaban a que Don Quijote no renovase su locura, y cómo el desolador, el igualitario, el administrativo, el rapaterrón sentido común de Sansón Carrasco, máquina de esta Segunda Parte, eran suficientes para hacer morir a Don Quijote en la cama, dejando en pos los sueños de la gloria, sin volver hacia ellos la cabeza? ¿Os dais cuenta de cómo para el contraste supremo de su obra comprendió Cervantes que no le bastaba la honrada simplicidad de Sancho, y por qué en la segunda parte Sancho es no menos loco que su amo, a sabiendas de que su amo lo está, y al serlo Sancho es más bueno, más humano, más dulce en sus costumbres, más ameno en sus palabras, menos duro de mollera y hasta más valiente y resuelto? ¿Por qué esto? Porque en el discurso de su trabajada existencia, había Cervantes visto que aun los Sanchos tienen buen natural, honrados prontos y de ellos se puede sacar mucho. Todas nuestras locuras -dice al capellán de Sevilla aquel loco graduado en cánones por Osuna que afirmaba ser el dios Neptuno- proceden de tener los estómagos vacíos y los celebros llenos de aire.- Ya conocía Miguel a los locos del estómago vacío y del cerebro lleno de aire, y comprendía que no eran los causantes de los mayores daños los Sanchos hambrientos ni los Neptunos desvariados, sino los Sansones ahitos y razonadores, los que digerían y discurrían con perfecta regularidad a costa del hambre y de la locura ajenas.

Caballero y escudero -piensa con gran acierto el cura- se forjaron en la misma turquesa. Locos están los dos, el uno por la vaciedad de su estómago, el otro por la de su cabeza; y cuanto más locos, son mejores y más tiernamente se aman, hasta que, al final, queremos tanto al caballero del ideal, como al simple e inocente escudero, a quien, desde el confronte con la carreta de los comediantes, llama Don Quijote «Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero». Conmovedora es también la amistad de Rocinante con el rucio. Hasta en este pormenor se ve el empeño de Cervantes en hacer desaparecer las asperezas del contraste, ya inútil, pues ya amo y mozo iban, sin saberlo, guiados por la mano oculta de su racional amigo Sansón, en cuyo nombre hemos de ver el símbolo de quien todo lo podía ya entonces, de quien todo lo pudo después y lo puede hoy: Sansón se llama la medianía, la socarronería amiga de divertirse y de pasar el rato sin cavilaciones hondas, Sansón se llama y Sansón es y comenzaba a serlo entonces, desde que, muertos los héroes del tiempo de don Juan de Austria, vivían y triunfaban los medianos, como el duque de Lerma, a la sombra de los insignificantes, como Felipe III.

El imperio de las medianías comenzaba: y estas medianías no quieren a nadie, estas medianías son egoístas y ahorradoras, todo lo desean para sí, no saben pronunciar aquellas evangélicas frases de Sancho el bueno a su vecino Tomé Cecial: Mi amo «no tiene nada de bellaco; antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón y no me amaño a dejarle por más disparates que haga». Disparates o no, de ello Sancho no se halla enteramente seguro y así responde a la tentación con que el sentido común le hurga, por boca de su vecino Tomé Cecial. Antes de esto, al tocar en las paredes del Toboso, al verse a punto de que se descubriese su invención de Dulcinea, un momento de humana, de bellísima y profunda flaqueza ha sobrecogido al escudero y también al amo. A tientas y a obscuras van caminando, temerosos de tropezar con la realidad. Ya están bien locos o ya están cuerdos de remate, puesto que la verdad real y corriente les inspira pavor. Por eso Don Quijote deja que Sancho vaya solo, ansiando que Sancho invente alguna bien urdida mentira que sea bastante para tranquilizar su conciencia, para no cerrarle la ventana de las etéreas ilusiones con algún bulto grosero y material. ¿Hay nada más hondamente filosófico que el cambio o encanto de Dulcinea, donde el caballero ve a la princesa como zafia labradora y el simple escudero quiere verla y finge verla como tal criatura sublime y delicada? La invención del encanto engrandece a Sancho Panza y le hace digno de la compañía y del amor de su amo. Sancho, al embaucar a Don Quijote, procede como hubiera procedido el divino Platón, y en su propio embaimiento llega a creerse sus mentiras y hasta a pensar con festiva melancolía, que es el colmo del humorismo, en la confusión y apuro de los gigantes y caballeros vencidos por Don Quijote cuando vayan a buscar a Dulcinea y no la encuentren.

Más ennoblece todavía a los dos la aventura con el caballero de los Espejos. Aquí Don Quijote supera y aventaja a todos los Amadises y Esplandianes, como superan y aventajan un lanzazo o una cuchillada reales y efectivos a cuantos se dan en el papel. ¿Por qué no se habían de conquistar reinos y tierras de ese modo? ¿Habían pasado tantos siglos desde que hacían otro tanto Hernán Cortés, Pizarro, Alvarado y Valdivia?

Pero aún esta aventura no bastaba a hacer de Don Quijote el verdadero caballero andante que es, más en la segunda parte que en la primera. Llega la cima de la obra y el más alto punto de la resolución y denuedo del héroe con la aventura de los leones, seriamente emprendida por Don Quijote y seriamente contada por el poeta, en palabras que ni el mismo Homero emularía. Homero hubiese hecho salir de la jaula a los leones y hubiese pintado con maestría la lucha sangrienta. Cervantes, más humano, más verídico, pone en el pecho de su héroe todo el ánimo preciso para concluir la hazaña y en el momento más culminante de su locura le hace volver a la razón, no a la razón de Sansón Carrasco, sino al nous divino que gobierna los mundos, y le dicta estas sublimes palabras: -Cierra, amigo, la puerta y dame por testimonio... lo que aquí me has visto hacer: cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no salió y volvióse a acostar. No debo más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad y a la verdadera Caballería.

¿Es posible hablar más claro ni significar de manera más patente quién es Don Quijote? La razón y la verdad son la verdadera caballería: la razón y la verdad que andan desamparadas y errantes por el mundo, apaleadas aquí, apedreadas allá, desconocidas de los tontos, perseguidas de los medianos Sansones, malpagadas y desagradecidas de todo el mundo y prontas a morir en el camino o en la calle, en la pelea o en la posada. Ése es Don Quijote y con épica homérica seriedad le pone su creador el mote más honroso, el de caballero de los Leones. Poco importa ya cuanto venga después. Suceda lo que quiera, Don Quijote se ha puesto frente al león, le ha provocado, ha sido capaz de vencerle. El intento vale aquí más que el hecho. La idea ha tenido eficacia bastante para persuadir, para abrir un surco hondo en el ánimo de quien atento considera la hazaña. Después de ser el caballero de los Leones, se puede ser todo lo demás sin desdoro.

Desde esta culminante escena, la fábula marcha cuesta abajo, por los senderos floridos, por los bosques umbrosos, por los puertos rientes. Ya Don Quijote es cuanto puede ser en la vida. Ya sólo le falta, como a su autor, aquella sublime espiritualización que da la cercanía de la muerte.




ArribaAbajoCapítulo LVII

La segunda parte del Quijote (conclusión)


Componer un libro con protagonista, si éste es de la fuerza y valer de Don Quijote, viene a ser algo así como una lucha, semejante al amor o a la guerra entre iguales, donde no se sabe quién vencerá a quién. En la primera parte, Don Quijote vencía a su autor, lo dejaba con el ánimo rendido, suspenso. Miguel era ya en 1604 el primer ingenio de España, pero aún le quedaba por doblar la cumbre de los sesenta años, aún no había hecho el duro aprendizaje de la corte. Lo que en ella se adquiere de experiencia y de conocer a los hombres, cuando el aprendiz tiene sesenta años, ya no le sirve a él para nada, pero si tiene una pluma en la mano sirve a la humanidad futura. Lo poco que sabemos acerca de nuestra estancia en el mundo y de los modos mejores de hacerla llevadera, es decir, lo que suelen llamar filosofía, lo hemos aprendido no en nuestros desengaños de jóvenes, sino en las desilusiones y desesperanzas de unos pocos viejos que han tenido la caridad de escribirlas para que de los escarmentados nacieran los avisados. Nada hay más hermoso ni más útil que un viejo con ilusiones, que es como decir un viejo mozo, un viejo alegre, un viejo resuelto, sagaz, simpático. Las ilusiones, las esperanzas, fueron el único caudal de Cervantes, pero de ellas era tan rico y opulento que pasó con ellas más allá de la muerte y con esperanzas e ilusiones murió, sin exclamar ni siquiera como el justo: Todo se ha consumado.

En la primera parte, la fiereza y el brío con que van sucediendose las aventuras y más aún, el miedo que su autor tenía de fatigar a sus lectores, cohíben un poco a Cervantes, Don Quijote se enseñorea de su autor como de sus leyentes; Don Quijote vuelve a su pueblo vencido, mas no convencido. En la segunda parte, Don Quijote se ha avejentado mucho, ¿no lo notáis? Por él han pasado más años de los que transcurrieron entre la publicación del primer libro y la del segundo. Este segundo es un libro cien veces superior a todos los demás, ¿por qué?, porque es un libro cuyo principal asunto son desilusiones y desencantos de un viejo eternamente joven, es decir, lo más interesante e instructivo de cuanto escribirse puede. El primer Quijote no vale más que el primer Fausto, pero comparadas segundas partes de ambos poemas, y con ser esencialmente el mismo su pensamiento, notaréis al punto la seguridad con que Cervantes supo resolver todas las dificultades y rematar su obra de manera que a todos los tiempos y a todos los hombres dejase consolados, mientras que a Goethe le faltó en el momento más preciso la fortaleza y la confianza en su genio y lo echó todo a barato, creyendo deslumbrar a sus lectores con alardes de escenografía épica por él aprendidos en Italia. Comparad el frío que os queda en el corazón al terminar el segundo Fausto y la caliente, humana, melancólica emoción con que leéis el último capítulo del Quijote. La causa de esta diferencia es notoria, clara, y la dio aquel caballero francés que hablando de Cervantes con el licenciado Márquez de Torres, le decía: -Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia.- Un hombre feliz, rico, dichoso, amado, como Goethe, un viejo pagano, clásicamente impasible como él, no puede escribir la segunda parte del Quijote; Goethe no posee el arte que a Cervantes le enseñó la vida suya, de convertir una lágrima y una mueca de dolor en sonrisa y una sonrisa en carcajada. No poseía el Gran Pagano el quid supremo del humorismo, expresión la más alta a que puede llegar el humano ingenio.

Además, Goethe no era católico, y Cervantes sí. A última hora, después de haber sufrido todas las desventuras, el viejo hidalgo cayó en la cuenta tristísima de que aún le quedaba por resolver el máximo problema, el del sentimiento: y a última hora se acogió a sagrado y puso la esperanza en lo incognoscible, ya que de lo conocido no podía fiarse. A esta última ilusión, o a esta última esperanza, supo asirse en los trances postreros de su vida. Murió feliz, porque esperando murió. ¿Percibís la diferencia? Goethe hubiera desencantado a Dulcinca y hubiese llevado a Aldonza Lorenzo al pie del lecho mortuorio de Don Quijote, seguro de aquello que él mismo dijo:


    La mozuela que, hecha un pingo,
barre el sábado mejor,
es la que con más amor
te acariciará el domingo.



A pesar de sus paganismos y de sus refinamientos, allegados en Italia, Goethe es un tudesco, a quien tal vez en una posada o venta no hubiese detenido el hedor de Maritornes, mientras que Cervantes... ¡Ah! Cervantes, el hidalgo español, es la más acabada representación de la finura humana, y su caballero, como dice un autor inglés, el prototipo del gentleman de todos los tiempos, sensible a la más leve indelicadeza.

Vedle así en casa del caballero del Verde Gabán: Don Quijote no está conforme, ni con el patriarcal régimen de vida que allí se lleva, ni con las relamidas razones y los cortesanos versos del hijo poeta que le ha salido al buen don Diego; pero Don Quijote sabe contentar a padre e hijo, proceder con la más noble cortesía, ser superior a los mejores, más fino y delicado que quienes mayormente lo sean. El caballero del Verde Gabán se pasma al ver cómo un hombre tan loco cual hace falta estarlo para acometer la aventura de los leones, habla y obra bajo techado con tan refinada cortesanía. El caballero del Verde Gabán no comprende que de la hartura del corazón habla la boca. Vase Don Quijote, y aquella apañada, burguesa, tranquila y sosegadísima familia se queda en profunda perplejidad. Lo que don Diego de Miranda y su esposa doña Cristina y su hijo don Lorenzo sintieron y pensaron al partirse de allí Don Quijote, no lo dijo el autor, quien dejó tantos placeres y regalos a sus lectores cuantos cabos sueltos quedaron en su obra, pero cada cual puede imaginarse cómo al pasar Don Quijote por aquella casa honesta y recogida del discreto caballero, pasó con él la ilusión y la alegría heroica que sólo una vez nos visita en nuestras pobres soledades.

Tampoco Cervantes estaba conforme con el modelo de vida feliz o de aurea mediocritas presentado en don Diego y en la imagen horaciana de su casa solariega; pero el considerarlo así nos lo dejaba a nosotros. Torpe hace falta ser para pensar que tras la verdaderamente heroica proeza de los leones, ponía la pintura del egoísta y confortable reposo de don Diego para preferirle y presentarle como una perfecta condición de vida. Amaba Cervantes a Horacio el cuarentón, pero seguir, seguía, y admirar, admiraba a Homero, que tiene eternamente veinte años. Para que más se recalcase, a la visión de Horacio en casa del caballero del Verde Gabán seguía una visión de Petronio o de Rabelais en las bodas de Camacho.

Creese que este episodio lo compuso Cervantes sólo para Sancho: para que Sancho engullese, trasegara, se ahitase y largase tres o cuatro chistes entre cuatro o seis regüeldos: ¡error indudable! En las bodas de Camacho habla poco y hace menos Don Quijote. El espectáculo de la abundancia grosera, de la felicidad material, no turba sus sentidos ni le hace proferir una sola palabra; pero en medio de tan carnal visión, que despierta en nuestra memoria los gratos recuerdos del Arcipreste de Hita y de su pantagruélica batalla de carnes y pescados, surge la desdicha amorosa con el suceso de Basilio el pobre, y allí todo se espiritualiza, y allí Don Quijote habla, y el autor siente y canta con igual simpatía el amor de Basilio y la generosidad de Camacho, como quiera que, al final de la vida, Cervantes se encuentra persuadido de que tan de estimar es un fino enamorado, pronto a matarse o a morir por el amor, como un rico espléndido a quien no le duelen liberalidades.

No piensa entonces Cervantes ni lo mismo que Don Quijote ni lo mismo que Sancho, sino al par de los dos. El contraste va fundiendose, la diferencia radical esfumándose, el autor haciéndose cargo de que una es la naturaleza humana, explicables todas sus contradicciones y conciliables sus antagonismos.

Antes que Kant y con mayor claridad que él ha visto el autor del Quijote, y humanamente ha pintado la diferencia entre el sentido común, consenso universal o conciencia inferior, llamado razón práctica, y la razón suprema, que está por cima de los hechos y es conciencia común a éstos y a las ideas, la razón pura. Y antes que Kant y mejor que él ha resuelto y fundido humanamente la oposicíón, llegando a la identidad de los contrarios, a la armonía y síntesis superior de la naturaleza humana, porque la compañía y el trato de Don Quijote, razón pura, llegan a ennoblecer y educar la rastrera razón práctica, el bajo sentido común de Sancho, y todo lector que no sea un belitre percibe cómo van armonizandose los sentimientos y las ideas del amo y del mozo, subiendo éste algo, bajando aquél un poquillo hasta ser uno los dos espíritus. Notase, con esto, cómo los disparates de Sancho en su grosería y las sinrazones de Don Quijote en su inaccesible sublimidad van trocandose en discurso razonable, humano y proporcionado. Se entrevé aquí el vislumbre de un sistema de régimen y educación social del escudero por el caballero y viceversa, que ya tenía sus raíces en muchos libros medievales como los de don Juan Manuel. Cree Cervantes en los superhombres como Don Quijote y el licenciado Vidriera, pero, más racional y más bueno que Nietzsehe, no los separa del vulgo, ni los hace despreciarle y zaherirle, sino que los aproxima a él y con ello da un alto ejemplo de filosofía. No conocía el benigno Miguel esas petulantes y odiosas palabras despreciativas del literaturismo reciente hacia la gente humilde: para él no había burgueses, filisteos, ni vulgo, en el mal sentido del vocablo.

Pero el libro de caballerías sigue adelante y a la poderosa inhalación de realidad prosaica que los dos héroes acaban de recibir, es menester que suceda algo tan disparatado, increíble y fantástico cual el relato de la cueva de Montesinos. Aquí surge un nuevo ligamen secreto entre Don Quijote y Sancho, ya unidos irremisiblemente por el encanto de Dulcinea. Movido quizás por la socarronería del primo del licenciado, de aquel estudiante que acompaña a señor y escudero en la excursión a la cueva y cuya presencia y palabras perturban y desasosiegan a los dos, no acostumbrados a que nadie se entremezcle en sus coloquios y aventuras, Sancho no cree nada de cuanto Don Quijote ha dicho ver en la cueva de Montesinos. Por su parte, Don Quijote no está muy seguro tampoco de que todo ello no haya sido una pesadilla suya: y esta admirable, esta soberbia dubitación, de tanto valor clínico, le coloca a Don Quijote en el caso terrible de un amo que, por algún estilo, es inferior a su escudero y ha de vivir, en cierto modo, atenido y sujeto a su misericordia y bondad. Así tal vez en la vida nuestros mejores intentos se malogran por una nonada que amarra nuestra existencia a la de un ser que ,vale menos que nosotros y nos agua las fiestas y nos apaga los entusiasmos. ¡Cuántas veces no se halló Cervantes en esta misma situación!

Pocos pasos después, aparece la misteriosa, la épica, la formidable figura de Maese Pedro, a quien Cervantes amaba como a una de sus más bellas creaciones; y para que sea aún más interesante, Maese Pedro lleva consigo a su enigmático mono, cuyas muecas y brincos nos causan tan profunda e inquietante impresión como los saltos y ladridos del perro Montiel en el Coloquio de Cipión y Berganza. Nadie mejor que Cervantes ha logrado soliviantar el ánimo de sus leyentes sacando de la inagotable realidad estos animales dotados de inteligencia, que nos paran pensativos y soñadores. Con pena se despide el gran creador de la hermosa figura de Maese Pedro, jurándose continuar con más espacio sus fechorías. Pasa, tras esto, la aventura del barco encantado y cuando ya el bobo lector puede creer que la corriente de sus sucesos va a arrastrar a Don Quijote como a tantos personajes de la novela escrita y de la vivida, el encuentro del andante hidalgo con la duquesa introduce al amo y al mozo en un nuevo y desconocido mundo.

Los veintisiete capítulos que tratan de las aventuras de Don Quijote en el palacio de los duques son considerados por muchos como lo mejor de la fábula. Cervantes puso en ellos las más graciosas aventuras, los más variados incidentes, todo cuanto podía hacer por animar la narración.

En ellos el lenguaje se ennoblece, el diálogo es más vivo que nunca, la descripción más rápida y sintética. Nada hay que no pudiera haber ocurrido, ya en el castillo de Pedrola, donde habitaban los duques de Villahermosa, condes de Ribagorza, señores de la casa real de Aragón, ya en cualquier otra mansión señorial, como la que el privado de Felipe III poseía en Lerma y otros nobles y grandes señores en diferentes lugares. Todo pudo pasar tal como se cuenta y todo pudo crear en la mente de Don Quijote nuevas ilusiones que renovasen y agravasen el empeño y creencia de sus caballerías. Los sucesos van hilvanandose de suerte que amo y mozo se vean envueltos en la ficción y a ella sometidos y con ellos el lector, quien tampoco discierne dónde empieza la comedia y dónde la realidad, como en ésta ocurre a menudo.

Hay en estos capítulos un equilibrio inestable de razón y locura, de lógica y desvarío, que es, a no dudar, el gran secreto de la vida humana, el que sólo Cervantes y otros pocos filósofos como él poseyeron. La bienhechora idealidad de Don Quijote iba poco a poco infiltrandose en los ánimos más duros, primero en el del simple y bueno Sancho, después en los de las gentes sencillas del pueblo con quien ha tratado hasta entonces; sólo en el palacio de los duques, donde residen personajes de la más elevada sociedad española, aun cuando en algunos momentos parezcan el duque y la duquesa tomarle en serio, la verdad es que desde el principio hasta el fin se le considera como a un loco bueno para divertirse con él. Sólo en aquellas almas cortesanas habituadas al fingimiento y a la mentira no hay un poco de compasión para el caballero del Ideal. Sólo allí se burlan de él y no le comprenden. ¡Oh, bien sabía Cervantes y bien conocía lo que eran los señores cortesanos, como el duque de Béjar, el conde de Saldaña y acaso algunos otros a quienes se había dirigido demandando protección! ¡Quizás quizás no es muy aventurado ver una relación directa entre los festejos y holgorios que tomando por pretexto y anima vili a Don Quijote celebraban los duques en su castillo y aquellas otras fiestas con que en el palacio del virrey de Nápoles se solazaban el conde de Lemos y sus cortesanos y seguidores, mofándose de las posaderas grandísimas del clérigo Bartolomé Leonardo y del mal humor de Diego Duque de Estrada y del memorión descompasado del niño prodigio don Gabriel Leonardo de Albión, hijo del secretario Lupercio. Miguel, que tenía siempre los ojos vueltos hacia Nápoles y albergaba constantemente en su alma la ilusión y la esperanza de volver a aquel lugar de sus delicias juveniles, no dejaba de pensar en el conde de Lemos y en su palacio cuando describía los acontecimientos del castillo ducal.

Las nobilísimas, las delicadísimas palabras y las caballerescas acciones del Ingenioso Hidalgo manchego tal vez Miguel se las representaba como suyas para el caso de verse en aquella abundancia y nobleza; y quizas, desengañado y convencido por fin de que nada podía esperarse de la altanera, desconsiderada, frívola, ignorante y burlona aristocracia de su tiempo, o quizás sin querer, dejando volar la pluma, hacía salir del castillo a Don Quijote, pasadas todas las aventuras y desventuras que en él acontecieron, como hacía salir de la ínsula Barataria a Sancho el grande y el bueno, sin que en las volubles e inconscientes almas del duque, de la duquesa ni de sus criados quedase una suave memoria de las discretas locuras del caballero andante ni de las humanas simplezas del escudero. Cuantos, antes y después que los duques, habían tratado a Don Quijote, al despedirse de él le querían o le admiraban o cuando menos se compadecían de sus desvaríos y recordaban sus razonables discursos y alababan sus loables propósitos y sus sinceros y honrados sentimientos. Nadie, ni siquiera Ginés de Pasamonte, habiendo hecho daño, molestado o perjudicado una vez al buen caballero, se sentía capaz de segundar en sus malos procederes. Solamente los poderosos duques habían de ser tan inhumanos que al volver el pobre caballero, vencido, de Barcelona, aún le preparasen una siniestra y ridícula mascarada sin gusto ni arte, como broma refrita y manida que de las que anteriormente imaginaron les sobró, cual es la de la muerte de Altisidora.

Mentira parece que haya habido quien califique a los duques de muy discretos y delicados y no advierta que precisamente ellos son los únicos indelicados, groseros y torpes con el caballero cuyas palabras habían bastado para urbanizar y acortesanar a pastores y aldeanos y para levantar a lo sublime el bajuno y villano carácter de Sancho Panza. En el palacio de los duques, el verdadero duque, el gran señor, el digno de ser respetado y servido es Don Quijote. ¿No os hace pensar algo el hecho de que a Don Quijote le entendieran y le estimaran los cabreros y no le conociesen ni le comprendieran los señores de alta sociedad? ¿No recordáis que Jesucristo nunca entró en ningún palacio y que le amaban solamente y le seguían los pescadores y las mozas de cántaro y las del partido? Vano es -Don Quijote lo acredita en esos veintisiete capítulos magistrales- llevar un ideal arrastrando por las aulas regias, implorando la protección de quien nunca le vio a la necesidad el feo rostro. No se predican ideales ni se prometen edades de oro bajo techos de artesón, ante mesas ricas, so bordados reposteros, ni el predicador eficaz se sentó nunca en sillones muelles de terciopelo blasonado. Las ideas grandes requieren ser lanzadas con el cielo sobre la cabeza, con una piedra por púlpito o por asiento, con un árbol por dosel, teniendo por oyentes hombres y mujeres a quienes el sol tostó las faces y la doblez no les arrugó los corazones. ¿Qué sabían ni qué entendían de estas cosas el duque y la duquesa? Poco más o menos lo que entendería y sabría el conde de Lemos, que en Nápoles seguía, y a quien sólo pudo contentar la encristalada y encerrada poesía de los hermanos Bartolomé y Lupercio, entonces ya difunto.

Alegre por demás sacaba a Don Quijote su autor del palacio o castillo de los duques y le volvía a poner en el camino.

En la lucha perdurable, una vez más el camino había vencido a la casa. Tornaba a sus andanzas el caballero y por si no era bastante claro todo lo anterior, tropezaba con el valiente, discreto y generoso bandido Roque Guinart, o Pedro de la Roca Guinarda, tatarabuelo de Carlos Moor y de los ladrones generosos de Schiller y de toda la caterva y numerosísima familia de estos grandes arregladores de la sociedad injusta y parcial. Después de Don Quijote, no hay en todo el libro personaje más simpático, más humano, con más claro concepto de la vida que este buen bandido Roque Guinart, en quien Cervantes ve, como ha visto siempre en los de su laya todo sagaz pensador, no otra cosa que un hombre resuelto encargado de compensar a su manera las irritantes injusticias y de reparar con el atropello brutal los nefastos errores y crímenes de una sociedad que se empequeñece, se acoquina y se adapta gustosa y cobarde a un régimen de caciquismo y de favoritismo, como el que entonces nos aquejaba ya y del cual aún no hemos podido librarnos.

Roque Guinart es el reverso y el contrapeso del duque de Lerma: no hubiera existido Roque sin el duque. Vienen a veces en la historia rachas como ésta, en que al bandidaje de las alturas responde otro esparcido con abundancia por los campos y que sólo a los directamente perjudicados por él inspira odio y repugnancia. Nadie aborrecía a Roque Guinart como nadie odió a los Siete niños de Écija ni a José María. El sentimiento o el presentimiento de una justicia superior a la prostituida y corrompida en manos de jueces venales y de escribanos ladrones ha existido siempre en el pueblo. Tal sentimiento dictó las páginas en que Cervantes habla de Roque Guinart con tanta admiración como cariño. Las memorias de su juventud y de la vida libre de Italia regocijaban y refrescaban la mente del anciano escritor al pintar una vida envidiable como la de Roque Guinart: libertad con riesgo, con grandeza y bravura era lo más estimable en el mundo. Observese cuán finamente, cuán hondamente nota el autor del Quijote, el soldado de Lepanto, cómo el heroísmo español ha ido a refugiarse en las sierras fragosas y anida en los corazones de los bandidos, porque ya hace tiempo que le arrojaron de la corte. Roque Guinart es el primero de todos los capitanes de ladrones que reemplazan en la realidad y en la poesía épica popular a los antiguos capitanes de soldados; es un descendiente de don Juan y de don Álvaro, de don Lope de Figueroa y de don Manuel de León. Llevadle a América y no se llamará Roque Guinart, sino Francisco Pizarro. La vida aventurera de Roque entusiasma al escritor, hundido en las plebeyías y estrecheces de su antigua y lóbrega posada, piso bajo de la calle del León. Con esa vida sueña y no con la regalona medianía de don Diego de Miranda.

Por desgracia, el tiempo de los heroísmos ha pasado. Es menester que el caballero de los Leones sea vencido y que su vencimiento llegue en solemne ocasión, de modo que no vuelva a erguir la altiva cabeza. Para ello elige Cervantes a Barcelona, la hermosa, la noble, la valiente, la rica. La alegría que en ella reina es el mejor fondo para «la aventura que más pesadumbre dió a Don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido». Leamos y releamos esta aventura y no dejaremos de caer en la cuenta en que modernamente se ha caído del profundo simbolismo que encierran todas sus partes y sobre todo, las tristes, las dolientes, las desmayadas y flacas palabras del desfallecido y derrotado caballero. Aquí puso Cervantes lo mejor de su corazón, aquí sacó el don de lágrimas que poseía como pocos escritores de los nuestros. ¡Quién no se siente conmovido al ver derrumbarse en este caso el castillo interior, el ensoñado alcázar de las ilusiones de Don Quijote y no se compadece de él y de su pobre caballo, cuya flaqueza tiene algo de humana debilidad! ¿Quién no llora leyendo la cerdosa aventura que le aconteció a Don Quijote para colmo de humillación y de bajeza? Y ¿a quién no saca por última vez de la melancolía por tales sucesos provocada el ver cómo Don Quijote, al igual de su autor, sabía sacar nuevas ilusiones y esperanzas nuevas de las cenizas de las que acababan de hundirsele y quemársele y, no repuesto aún del amargor de su vencimiento, soñaba con entregarse a la dulce vida pastoril y al cultivo de la apacible poesía de los campos, como quien sabe ya por sangrienta experiencia que en los campos encuentra la verdad quien la busca o la piadosa mentira quien de la verdad está desengañado?

Llegan, por fin, Don Quijote y Sancho a su pueblo, abatidos, derrotados, pero alegres con la resolución bucólica que toman. Una liebre cruza el camino, perros le siguen: mal agüero es aquél. Unos muchachos pronuncian al descuido algunas palabras que misteriosamente pueden ser interpretadas. A Don Quijote le recorre el cuerpo un escalofrío de terror.

Don Quijote entra en su casa, cae malo, vuelve a la razón, muere. Una imponderable y grandísima pena inunda nuestro ánimo. Lloramos la muerte de Don Quijote y el renacer de Alonso Quijano el bueno; nos apesadumbra no tanto el que Don Quijote muera como el que muera convencido de que antes había estado loco. Nos parece un nuevo engaño su desengaño, una nueva ilusión la pérdida de todas sus ilusiones; y viéndole morir y oyendo sus palabras, a las que ningunas otras igualan en grandeza y sencillez, a no ser las del Evangelio, pensamos todos en nuestra muerte y recorremos nuestra vida y reconocemos nuestro error, y tememos que aún nos queden nuevos retoños de ilusiones en el alma, los cuales, con acerbo dolor nuestro, han de ser arrancados o destruídos.

A este íntimo arrancamiento de todo nuestro ser que la muerte de Don Quijote nos causa, no ha llegado ningún otro escritor conocido. Aquí Homero cede, calla Dante, Goethe se esconde avergonzado en su clásico egoísmo. Sólo Shakespeare puede mirar con ojos serenos esta gloria superior a las demás humanas, porque sólo él, como Cervantes, supo convertir una lágrima en sonrisa y una sonrisa en carcajada, y al final, trocar la carcajada en sonrisa y hacer que la sonrisa vuelva a ser sollozo.

Y Cervantes, luego que tal hizo, como Dios, vio que era bueno.




ArribaAbajoCapítulo LVIII

Los Trabajos de Persiles y Sigismunda


Satisfecho y orgulloso de haber compuesto el último libro de caballerías y de haber sacado a luz las que él creyó primeras novelas ejemplares según el modelo de los novelieri italianos, y más aún, siguiendo su propio arquetipo, quiso Cervantes forjar la primera novela larga de los tiempos modernos y para ello escribió, en los descansos que le dejaban las comedias y Don Quijote, la historia setentrional de los Trabajos de Persiles y Sigismunda.

Al componerla se dejó llevar Cervantes de la inclinación de todos los viejos a alardear de que conservan viva, fresca y lozana la fantasía juvenil. Aunque la repetición sea fastidiosa, recordemos la segunda parte del Fausto, el exceso y tropel de la fantasía que en ella puso su autor y la confusión y perplejidad en que el lector se ve entre tan variadas y dispares representaciones. -Aquí -pensó Cervantes, como pensó Goethe, como pensaron y piensan otros ilustres viejos- voy yo a echar y a poner de mi cosecha todo cuanto sé y cuanto me imagino, para que los venideros piensen de mí que aun hubiera podido vivir doscientos años componiendo obras maestras de todo linaje.- Y sin querer, le resultó la obra más libro de caballerías que el mismo Quijote, no en el sentido de que encarnase ningún ideal inasequible, sino en el de ser un libro de camino, un libro en el cual no se encuentra reposo, en el cual la casa, la quietud, el sosiego salen derrotados siempre.

Pero no se hable ahora de cómo realizó su intento, sino más bien de lo que intentó. Al acometer la empresa que él creía magna e inmortalizadora de los Trabajos de Persiles y Sigismunda, ya se había persuadido a medias o a enteras Cervantes de que, alzado Lope con la monarquía cómica, no era posible atraer al público, influir sobre él, fines a los que, naturalmente, aspira todo autor, queriendo o sin quererlo, por medio del teatro. Un grande hombre no intenta nunca minar el terreno a otro grande hombre ni ocupar un puesto ya ocupado por él.

A regañadientes y con todas las reservas mentales posibles Cervantes cedía el mero y mixto imperio del teatro a Lope, si bien, para sí mismo, estaba seguro de que El engaño a los ojos, y algunas otras de sus comedias no publicadas aventajaban a todas las de Lope. Trabajo grande le debió de costar el arrancarse esta ilusión de anciano, pero así lo hizo, dejando al vulgo siempre vulgo del teatro que se entretuviese y distrajera con disparates. La rapidez de la acción, la escasa inteligencia o las malas artes de los actores, la no templada cólera, impaciencia y desatención del público, por Cervantes notadas tantas veces, hacían necesario que en el teatro el arte se abajara y redujese a una habilidad o maña de que él carecía. Nunca estos grandes genios indulgentes y benévolos, estos pintores prácticos de la vida, como llama Sainte-Beuve a Cervantes, fueron a propósito para recortar la realidad en actos, ni menos para mutilarla, presentando sólo las partes angulosas y esquinudas de ella, en perenne batalla.

Conocía Cervantes que su natural no le guiaba, como a Lope por el camino de la iracundia y de la violencia, que son necesarias para concebir furiosamente, modelar a trastazos y hablar a gritos, con objeto de que las distraídas cabezas de los espectadores, atentos a sus negocios, a sus pasioncillas, a sus comodidades o a sus pláticas sabrosas, se vuelvan espantadas, o al menos interesadas hacia el escenario.

Comprendía Miguel que era inútil poner en lo escrito, si había de ser representado, más humanidad de la que tolera una muchedumbre amontonada en un corral. Todos somos humanos, complacientes y pacienzudos a solas, como destemplados, intolerantes y despreciativos cuando formamos parte de una multitud. Esa masa desconocida, que componen el señor desengañado y casero, la doncella o la dama que no van al teatro, el religioso conocedor del mundo, el hombre maduro en quien la reflexión predomina, era el público de Cervantes, como es siempre el público de los novelistas, y raro es que en alguna ocasión coincida con la muchedumbre agitada, callejera, tumultuosa, irreflexiva, de azotacalles y gentes sin hogar, de señoritas y caballeretes deseosos de exhibirse, de novias y novios, de amantes y queridas, de seres aburridos y cansados a quienes un gran aburrimiento o una curiosidad de ver acciones muy propia de quien es incapaz de realizarlas, conduce al teatro. En otro lugar, cuando pase algún tiempo, se estudiará el público de Lope y se le confrontará con el de Cervantes. Aquí no se ha de advertir sino que son muy distintos y lo eran desde aquel tiempo ambos públicos. Por si alguien no reparaba en ello, ya tiene Cervantes buen cuidado de notar, en la segunda parte del Quijote, las cualidades y condiciones de las personas que habían leído la primera.

Pero, sin dejar de conocer esto, quizás el mismo Cervantes echaba de menos un poco de acción en la segunda parte del Quijote, en la cual, salvo en los capítulos referentes al castillo de los duques, la reflexión predomina, si no material, espiritualmente, y cada aventura parece reflejo, consecuencia o faceta distinta de un mismo pensamiento que con lógica va extendiendose por la obra. Acaso y sin acaso Cervantes llegó a dudar de que su obra produjese todo el efecto apetecido por falta de rapidez y multiplicidad en la acción; acaso también se propuso halagar, buscar a aquel público abundantísimo que Lope tenía ya seducido y arrebatado con la magia y fecundidad de las acciones hormigueantes en sus obras. Era preciso, necesario hacer un gran libro de camino, de aventuras, disparatadas y fantásticas, que, fuera de toda razón y método conmovieran y enajenasen a aquel público hecho ya a ver en tres horas sucederse los más extraordinarios hechos y fingirse las más increíbles historias.

Para ello, buscó un dechado en la novela griega del decadente Heliodoro Theágenes y Chariclea, de la cual salieron tantas otras desvariadas ficciones, y comenzó por imaginar a sus héroes de un modo completamente exótico y extraño a toda realidad, haciendo al varón Persiles hijo del rey de Islandia y a la enamorada Sigismunda hija del rey de Frislandia. Para representar lo que la fantasía de Cervantes, educada en la lectura de libros caballerescos y en la visión de las más increíbles hazañas y de los más raros peligros, hizo en los dos primeros libros del Persiles, no encuentro nada mejor que recordar las curiosísimas cartas geográficas que, por mandado del emperador Carlos V, dibujó y publicó en Colonia el famoso geógrafo holandés Gerardo Mercator, desde 1560 a 1595. Examinad esos interesantes mapas, cotejadlos con otros de los modernos y veréis cuán deforme y extraña noción tenían de la verdad, según hoy la concebimos, aquellos hombres que por mares y costas se arriesgaban, sin conocer nada a fondo ni con la exactitud indispensable para la navegación. Todos los continentes le parecían a Mercator mucho más anchos y más cortos que son en realidad. África es casi redonda, América parece una de esas nubes pesadas e informes de verano, la península escandinava tiene una infinidad de jorobas que sólo existían en la imaginación del buen Mercator o de los aterrados navegantes que le suministraban datos e informes y en quienes el recuerdo de los pasados peligros abultaba las cosas, confundía las imágenes y trastrocaba las distancias y las proporciones. Parecen mapas del país de la Quimera, cartas del reino del Absurdo, y nos maravilla que con tan flojo auxilio pudiesen los marinos navegar, los generales mandar ejércitos y los monarcas dictar leyes y gobernar tan mal conocidos países.

Muchas veces, remirando esos mendaces mapas he pensado qué hubiera sido para Felipe II, cuando el sol no se ponía en los dominios españoles, poder contemplar un hermoso planisferio de los que dibuja Stieler, en vez de aquel pequeño y embustero globo terráqueo de metal que en su celda escurialense tenía. ¡Qué hubiera sido asimismo para Cervantes, puesto a escribir historias setentrionales, conocer de veras el grande, poético misterio, del Septentrión, olfatear sus maravillosas leyendas, incorporarlas a nuestro caudal estético, trasladarlas a nuestro idioma! Ya conocía él, al emprender los Trabajos de Persiles y Sigismunda, que por el Septentrión podían hallarse nunca vistas noticias, jamás sabidas ideas ni experimentadas sensaciones, pero, por desgracia suya, todos estos nombres de Islandia, Frislandia, Lituania, la isla bárbara, la isla nevada y la isla de las Hermitas no representan sino vagas e imprecisas visiones, como los nombres de Periandro y Auristela, de Rutilio y Transila, de Arnaldo y Sinforosa, de Policarpo y Zenobia no responden a criaturas humanas, sino a seres indistintos, de ficción y de ensueño.

A los que, fatigados de la realidad o hartos de ella o, cual suele ser más frecuente, desconocedores de las inagotables hermosuras del mundo, gustan de esos libros de pesadilla, en donde la marcha del pensamiento y de la acción no van sujetas a ningún criterio lógico ni a ninguna razón humana, bueno será recomendarles los dos primeros libros del Persiles, tan dignos por lo menos de ser notados entre las grandes obras puramente imaginativas como las fantasías literarias de Tomás de Quincey o los pictóricos ensueños de Arnoldo Böcklin. Examinad atentamente el famoso cuadro La isla del misterio, de este originalísimo creador, y decidme si no os figuráis como algo semejante las islas que en los dos primeros libros del Persiles imaginó nuestro inmortal autor. De este modo comprobaréis cómo no hay en lo moderno ni en lo antiguo forma o manifestación alguna del gusto creador ni del arte delicado que por él fuera desconocida o hacia la cual en alguna ocasión no dirigiera sus ojos y encaminara su voluntad. Los dos primeros libros de Los trabajos de Persiles y Sigismunda se dirigen, pues, a una parte del público a quien Cervantes imaginaba ansiosa de nunca sentidas sensaciones, hambrienta de nunca vistos sucesos. En imaginarlos puso lo más sutil de su alma y también lo más cansado y trabajado de ella.

Pero, terminados estos dos libros primeros, se le ocurrió al autor esta sencilla, esta humana consideración con que empieza el tercero: «Como están nuestras almas siempre en continuo movimiento y no pueden parar ni sosegar sino en su centro... no es maravilla que nuestros pensamientos se sucedan, que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga y el otro se olvide, y el que más cerca anduviese de su sosiego, ése será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento.» Así, al fatigado pensar de Cervantes, vinieron nuevas ideas que ya eran viejas en él, cuando logró sacar de las regiones del Septentrión, donde se hallaban enredados en inextricables aventuras, a los principales personajes de su cuento. Y teniéndoles en el mar ¿dónde había de llevarles el viejo poeta sino a Lisboa, a la amada ciudad de sus mejores años?

Gozoso y alegre, como quien toca tierra después de un larguísimo navegar, pone Miguel en labios de Antonio aquel magnífico elogio de Lisboa, dulce, grato y bien sonante, como requiebro de viejo enamorado: «Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios: agora verás los ricos templos en que es adorado, verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto: aquí en esta ciudad verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo: aquí el amor y la honestidad se dan las manos y se pasean juntos: la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia y la bravura no consiente que se le acerque la cobardía: todos sus moradores son corteses, son agradables, son liberales y son enamorados, porque son discretos: la ciudad, es la mayor de Europa y la de mayores tratos: en ella se descargan las riquezas del Oriente y desde ella se reparten por el universo: su puerto es capaz, no sólo de naves que se puedan reducir a número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman: la hermosura de las mujeres admira y enamora: la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen: finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo...»

Los dulces recuerdos de Lisboa sacan el pensamiento de Cervantes de las regiones fantásticas por donde había volado. Ellos le hacen revivir su juventud, ellos le traen de nuevo a los caminos trillados y conocidos, ellos ponen al libro en el terreno de la verdad y hacen seguir a sus personajes una ruta cierta por lugares como Lisboa, Badajoz, Guadalupe, TrujilIo, Talavera, Toledo, la Sagra, Aranjuez, Ocaña, Quintanar de la Orden y otros cual éstos conocidos y vulgares. Aquí la fantasía pura y descarriada pierde sus fueros y la verdad se impone y señorea la fábula hasta el punto de sacar a relucir en Trujillo a «dos caballeros que en ella y en todo el mundo son conocidos: llámase el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana, ambos mozos, ambos libres, ambos ricos y ambos en todo extremo generosos», como si con esta evocación de dos nombres tan ilustres y de tan heroica resonancia quisiera Cervantes mostrar al mundo que no era necesario subir a las regiones septentrionales para tropezar con estos grandes paladines de lo desconocido y escrutadores valientes de lo misterioso y habitantes de las regiones obscuras, nunca antes holladas.

Sucedense unos a otros en esta parte de la narración los episodios reales y posibles, como el de Feliciana de la Voz, el de la chata vieja peregrina, en quien se columbra la imagen de la muerte, la romera misteriosa que siempre aparece inesperada, y el del polaco Martín Banedre, que es, sin duda, relación de un caso real y cierto, por el mismo Cervantes visto. Llegan los viajeros al río Tajo, divisan las torres y muros de Toledo, y Miguel no puede contener las dulces memorias de los tiempos lejanos ni dejar de oír el rumor sonoroso del noble río, cuyas aguas repiten a las distraídas edades


el dulce lamentar de dos pastores.



«No es la fama del río Tajo -exclama lleno de poético ardimiento- tal que la cierren límites ni la ignoren las más remotas gentes del mundo, que a todos se extiende y en todos se manifiesta y en todos hace nacer un deseo de conocerle... y así por esto como por haber mostrádose a la luz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega y haberlas él visto, leído, mirado y admirado, así como vió al claro río, dijo: (Periandro) no diremos: aquí dió fin a su cantar Salicio, sino: aquí dió principio a su cantar Salicio: aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo: aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles y parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuera de lengua en lengua y de gente en gente por todas las de la tierra: oh, venturosas, pues, cristalinas aguas, doradas arenas, ¿qué digo yo doradas?, antes de puro oro nacidas, recoged a este pobre peregrino que como desde lejos os adora, os piensa reverenciar desde cerca: y poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo fué esto lo que dijo: ¡Oh, peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos siglos las reliquias de los valientes godos para volver a resucitar su muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ceremonias! Salve, pues, oh ciudad santa...»

El itinerario que los personajes del Persiles van siguiendo hasta Roma es el mismo que, según se ha visto ya, siguió Miguel cuando joven, criado de monseñor Julio Aquaviva.

En su desilusionada vejez reaparecía a los ojos del anciano poeta la esplendorosa visión de Italia, de donde él se creía desterrado. Así en estos dos libros últimos del Persiles va sembrando los gratos recuerdos de su mocedad. No es el viejo vulgar, para quien cualquiera tiempo pasado fue mejor; seguro está Miguel de que en toda razón y con justicia completa puede afirmarse que fueron mejores los tiempos pasados, y no es por una simple incidencia de la narración por lo que nombra a Pizarro, a Orellana y a Garcilaso de la Vega, sino porque está persuadido de que aquéllos eran otros hombres más hombres que los de los tiempos presentes, más bravos en la acción y más sazonados en la palabra. Cercano ya a la muerte, va haciendo Miguel un como resumen e inventario de los grande amores de su vida y por eso los biógrafos, si quieren trazar, con la figura exterior y la relación de los hechos conocidos, un poco de la interior verdad que en el pecho de Cervantes habitaba, no deben despreciar el libro este peregrino de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, antes bien deben estudiarle y analizarle palabra por palabra y línea por línea, con el mismo cuidado y atención que el Viaje del Parnaso.

Para contentar a sus lectores y singularmente para entretener las ociosas horas del conde de Lemos y de sus aristocráticas relaciones, compuso Miguel los dos primeros libros del Persiles. En ellos mostró cuán poderosa y fértil era aún su fantasía y cómo acertaba a entrever, cuando se le ofreciera la ocasión, desconocidos mundos e ignotas regiones y a provocar en el ánimo de quien le leyese aquellas excitaciones nuevas cuyos resortes sólo poseen los grandes genios; pero al doblar la cumbre de los dos primeros libros, el solariego, el castellano realismo se apoderaba de su pluma, los personajes de la fantástica narración iban cobrando vida, los incidentes y episodios a la verdad se asemejaban, los lugares representaban paisajes, ciudades, ríos, bosques conocidos y verdaderos y hasta el lenguaje adquiría una precisión, claridad y fijeza, ni siquiera por el mismo autor superada en ninguna otra obra suya. No creó Cervantes la novela larga española, como algunos autores han dicho, aunque imitaciones de Los trabajos de Persiles y Sigismunda se escribiesen al mismo tiempo y salieran poco después de ella, y algunas tan bellas y dignas de aprecio como el Caballero venturoso del cordobés Juan Valladares de Valdelomar. Imitadores de Cervantes en el Persiles fueron también, entre otros muchos, Suárez de Mendoza y Figueroa en su Historia moscóvica de Eustorgio y Clorilene; Francisco de Quintana en su Hipólito y Aminta; Cosme Gómez Tejada de los Reyes en el León prodigioso, etc., etc. Apartada la atención pública de los libros de caballerías, en lo cual no poco influyó el Quijote, aunque no tanto como se ha dicho, la necesidad de acción poética experimentada en todo tiempo por la muchedumbre se satisfacía con el teatro, todo acción e intriga en manos de Lope, de Tirso y de Vélez de Guevara. Por otra parte, Los trabajos de Persiles y Sigismunda no son sino en parte, porque así lo quiso su autor, imagen de la vida.

Aún es pasmoso, mirándolo bien, que a quien había mostrado en la segunda parte del Quijote el más amplio y universal concepto del vivir, exponiéndolo en tan sintética manera, le quedasen bríos para presentar al mismo tiempo una pintura analítica, una galería de cuadros y de historias tan diferentes, unas ciertas, otras artificiales y fingidas cual las que en el Persiles se contienen.

Cervantes no llegó a ver impresa su última obra, pero sí terminada y corregida y revisada y limada por él con tanto amor como ningún otro libro suyo. Aquí, en este libro injustamente olvidado, es donde realizó aquella promesa suya del Viaje del Parnaso, en que ofrecía


cantar con voz tan entonada y viva
que piensen que soy cisne y que me muero.






ArribaAbajoCapítulo LIX

La última enfermedad. -El corazón y el cerebro


En los primeros meses del año 1616 el viejo hidalgo volvió a Esquivias, donde se hallaba su mujer doña Catalina de Palacios. Recio le apretaba a ratos su mal, no tanto que agotase su heroica paciencia. En trances tan fieros y apremiantes se había visto desde muy joven que ni los dolores le sobrecogían ni las esperanzas le desamparaban. En ocasiones, cuando aquella intolerable e insaciable sed de los hidrópicos le acometía, necesitaba recurrir a toda su acumulada resignación de tantos y tantos años para no desesperar por completo. Luchaba el cerebro, siempre joven y alegre, con el corazón viejo y entristecido, y no vaya a creerse que esta lucha es una metáfora puesta aquí por el autor, sin que la confirmen el diagnóstico y dictamen de un ilustre profesor de Medicina, el doctor Gómez Ocaña, que con tanta lógica ha estudiado y expuesto la historia clínica de Cervantes. Sus sabias palabras no pueden faltar al término de ninguna honrada biografía de Cervantes.

«Por qué enfermó del corazón el escritor alegre? -dice el doctor Gómez Ocaña.- Toda la vida de nuestro historiado se condensa en lo externo, en una constante solicitud, jamás satisfecha, de medios para el sustento. Este pretendiente de por vida aparece, en lo interno, altruista como no lo hubo ni lo hay, a no ser Don Quijote, su hechura. Lógico es que enfermase del corazón el que le tenía tan grande, máxime cuando le sobraron ocasiones para sufrir.

»Las prendas intelectuales y morales del príncipe de los Ingenios declaran su temperamento nervioso cerebral. De la robustez de Miguel dan testimonio sus trabajos y fatigas, siempre llevados con buen semblante, la falta de antecedentes patológicos y la edad que alcanzó, sesenta y ocho años muy cumplidos y muy vividos. Su héroe Don Quijote, también da fe con su robustez de la del autor.

»Mas si pudo Cervantes vencer en los mil peligros que amenazaban su vida, no logró hurtar el cuerpo a la vejez y ésta hizo mella, no en el cerebro, de hermosa y sólida textura, sino en los vasos y en el corazón, de fábrica más endeble. Arterio-esclerosis se llama técnicamente esta vejez del aparato circulatorio, de la cual derivan multitud de enfermedades del mismo corazón y de otros órganos, que todos al cabo se resienten.

»De principio larvado, insidiosa, multiforme y crónica, la arterio-esclerosis era desconocida como tal enfermedad en los tiempos de Cervantes y aún hoy se diagnostica muchas veces tarde, cuando se encuentran lesionadas las principales entrañas.

»No apunto ni en pro ni en contra de mi hipótesis la falta de síntomas cardíacos en la historia de Cervantes. Lo que sí alego en pro de la cardiopatía son las alternativas del ánimo, tan pronto propicio a la esperanza como desmayado...»

Estas profundas palabras cierran toda discusión sobre la enfermedad del viejo hidalgo. La hidropesía, que los médicos de entonces consideraban como una enfermedad, no era más que un síntoma. El daño estaba en el corazón y todo cuanto acabamos de relatar lo explica perfectamente. Llevan el corazón y el cerebro a los demás órganos la ventaja de que no necesitan, en circunstancias normales, más alimento que el reposo, y éste no se consigue sin el equilibrio entre lo que dan y lo que reciben. El constante eretismo, la infatigable actividad del cerebro de Cervantes, cuando no fueran suficientes a recompensarlos la fama que Miguel logró desde la publicación del Quijote y hasta las mordidas y los arañazos de los envidiosos, que al hombre de temple superior le saben a lo que son, a involuntarias alabanzas, se hallaban pagados con la propia satisfacción, con la seguridad, por Cervantes cien veces manifiesta, de que sus obras habían de pasar a la posteridad entre el respeto y con el aplauso universales.

Esto tiene, de bueno el oficio de escritor, entre tantas partes malas, que quien le escoge, en su propio trabajo halla la remuneración, si no le dan otra, y se va al otro mundo con la tranquilidad de haber hecho algo memorable, dulce y sabroso engaño que nos hace arrastrar la vida y la faena como las ojitapadas mulas de noria, que no saben si están trabajando para la inmortalidad o para regar unas matas de berzas y lechugas.

La enorme resonancia del Quijote y la conocida popularidad de Cervantes fueron suficientes, sin duda, a dejar su cerebro equilibrado, y buena prueba de ello es el afán con que, a dos pasos del sepulcro, habla de sus obras en proyecto. Para la intelectualidad de Cervantes, no habían existido los desengaños ni las desilusiones. Trabajo le había costado arrancar de su mente algunas ilusiones, como la del teatro. Su tácita y jamás confesada lucha con Lope había concluido en acatamiento y sumisión, con más o menos reservas. Su cerebro estaba bien alimentado, porque reposaba, como reposa únicamente el cerebro, según los más ilustres fisiólogos, es decir, cambiando de operación y de dirección, proyectando nuevas y distintas obras: el Bernardo, Las semanas del jardín y hasta la segunda parte de La Galatea, de la cual hablaba el anciano creador con la infantil complacencia del sesentón que encuentra en un arcaz viejo los bizarros atavíos amorosos o marciales de sus veinte años y se los prueba y halla que ni el talle, ni la presencia y apostura de su ancianidad desmerecen de sus gallardías de mozo, ni tal vez parezca mal, en sonada ocasión, arrearse con las gallardas prendas que no han perdido la gracia ni la hechura.

Entero, sano, fresco, juvenil, se conservó hasta los últimos días de su existencia el cerebro de Miguel, como su pluma elocuente y conmovedora hasta el postrer instante, la cual después de recibida la extremaunción y de aparejada el alma para el viaje postremo, sabía decir cuanto quería y dejaba transparentarse más claro y más sincero que nunca el pensar que la guiaba.

Pero si el cerebro estaba satisfecho y nutrido, no así el corazón, cuyo alimento son el amor y la alegría. Las mayores alegrías y los únicos disfrutes y goces de Miguel en la vida fueron los intelectuales. Sus obras todas declaran que tenía mucho más de sentimental que de sensual. No menospreciaba la carne, como los místicos y los ascéticos contemporáneos suyos, ni el negro humor con que el beato Juan de Ávila entintó los corazones y embarró la sangre, despertando el amor a la putrefacción y a la muerte antes que el macabro Valdés Leal lo glorificara en sus cuadros, se comunicó al espíritu de Miguel; pero tampoco amó exclusivamente a la carne con la epicúrea sensualidad que rebosa en las gentilezas de Baltasar del Alcázar y de algunos otros admirables ingenios (por desgracia pocos), a quienes debemos el que la alegría española no haya perecido achicharrada en un auto de fe o estoqueada por un marido celoso de los de Calderón.

En ningún otro autor encontramos como en Cervantes el arte supremo, humano, de conciliar el atractivo del deleite con el encanto de la honestidad en las cosas al amor atañederas. Ni el mismo Lope, doctor en amorosas ciencias, ha igualado a Cervantes en esta suprema y sublime delicadeza que le ha valido un trono en el corazón de las mujeres capaces de comprender a Epicuro y de amar a Platón, las cuales son muchas más de lo que cuatro infelices piensan. Pudo ser y no fue Cervantes el más fino amador de su tiempo y, si analizamos bien la causa de sus reconcomios con Lope, tal vez hallemos que no es enteramente ni puramente literaria. No: Cervantes veía y todo el mundo sabía que Lope era amado por mujeres de todas las trazas y calidades, que Lope no hubiera podido crear un cúmulo y tropel tan inmenso de pasiones desenfrenadas como el que dio vida a su teatro si no se hubiese hallado, cual se halló él mismo, en lo más ardiente y fragoroso del torbellino que al mundo arrebata y en el cual, unos con pareja y otros sin ella, unos locos, otros tontos, éstos mancos, cojos aquéllos y todos ciegos, vamos envueltos sin saber a dónde, unos gozando, como Lope, otros padeciendo como Cervantes, sin llegar nunca al goce anhelado.

Podéis asegurarlo, podéis creerlo: en el fondo de su alma Cervantes envidió a Lope sus amores y sus amoríos, el imperio y sugestión que por su persona, más aun que por sus escritos, ejercía en las mujeres. Éste era un modo de fecundidad que a Miguel le pareció siempre envidiable y por no haber llegado a conseguirlo fue el Ingenioso Hidalgo infeliz en amores toda su vida. ¿Pensáis que no encierra algún misterio encantador la circunstancia de que Don Quijote no hubiera visto sino una o dos veces a Dulcinea y jamás con ella hubiese cruzado palabra? Cervantes había llegado a Platón sin pasar por Epicuro y ésta fue una de las grandes amarguras de su vida.

Sus amores de Portugal, su pasión por Ana Franca fueron mezquino y menguado alimento para una hambre de amor tan violenta y fuerte, por lo mismo que no era carnal ni había de apagarse o disminuirse al huir la juventud. Y, bien mirado, no es difícil reconocer, por mucha tristeza que el declararlo nos cause, que a Cervantes nadie le quiso de veras, con la intensidad y la solicitud que él se merecía. Sólo su hermana doña Andrea, la generosa en amores, fue capaz de concederle aquella estimación constante, honda y diaria que el genio necesita para vivir a gusto, como necesitan las perlas el tibio roce de la carne femenil o el regalo y blandura del terciopelo y la dulce presión de los algodones del estuche; pero doña Andrea estuvo toda su vida atareada en las más diversas ocupaciones, tuvo tres maridos, no pudo atender a su hermano con el esmero y la continuidad indispensables.

¿Y doña Catalina de Salazar? No la echemos enteramente la culpa. Reconozcamos los hechos y en la fuerza que ellos tienen basaremos una inducción suficiente a explicarlo todo. Un gran poeta desconocido llega, no a últimos del siglo XVI, sino hoy, a principios del siglo XX, a un pueblo como Esquivias, en la Sagra de Toledo o en la Mancha o en la Alcarria o en la tierra de Campos; además de poeta es soldado y está inútil para seguir siéndolo. El amor habla a los oídos de una moza recatada y pudiente del lugar. La moza le escucha, se casa con el poeta, llega a amarle, más por sus buenos hechos y sus dulces palabras que por sus poesías, que ni entonces ni ahora dan a nadie para vivir. Luego, después del amor, está la vida, y la vida, inexorable, dura, fuerza a los dos amantes, ya casados a una triste y necesaria separación, en la cual se consume y disuelve la juventud de ambos. La esposa, no por serlo de un genio, es también una mujer genial; harto hay con que sea, como lo fue doña Catalina, fiel y casta. ¿Quién es aquí el engañado? ¿Quién el que tiene derecho a quejarse? Con toda justicia, ni el uno ni el otro. El amor ha prendido su fuego en los dos corazones, pero la ausencia larguísima ha acabado por extinguir la llama. Y como no ha habido amor, no ha habido constancia en mantenerle, tarde y con daño ha venido la estimación; pues todavía el amor puede renacer atizando fuertemente los rescoldos que de la lumbre quedaran, pero ese calor viejo, sostenido, cotidiano, que estimación suele llamarse, no hay manera de improvisarle, ni de encenderle, como que nace del cuidado, de la previsión, de la solicitud y ahinco en que el hogar siga ardiendo, en que la puerta no se abra, ni la ventana se entorne, en que el ambiente se conserve cálido en el aposentillo, y para tener todas estas nimias atenciones no puede servir una mujer que ha pasado veinte años sola consigo misma en un pueblo triste, en un gran caserón desnudo.

Paseándose por las destartaladas salas o sentado en el poyo de la puerta, el viejo hidalgo considera esto, que ha truncado y entristecido su vida, y la contempla como en panorama y reconoce, no un error, pues él no tiene la culpa, ni su mujer tampoco, sino su mala estrella. El intelecto está sano, fuerte, pronto a la producción, apercibido para la obra fecunda. Él mismo lo ha dicho recientemente:


Tieso estoy de cerebro por ahora...



Pero el corazón está enfermo, achacoso, descaecido, como esos hombres, tantos y tantos que por todos los pueblos de España se ven y en Esquivias, aun siendo lugar rico se verían..., como esos hombres, digo, que llegan a viejos con el cuerpo hecho una hoz de tanto encorvarse encima de la mancera y de tanto patalear las besanas y que nunca han conocido la hartura, ni aun siquiera el alimento necesario y correspondiente a tan rudo y continuo bregar con la tierra y que ya sólo desean hacer un hoyo, echarse en él y atracarse de tierra eternamente.

El corazón de Miguel ha trabajado con exceso, en medio de las escaseces de Valladolid, de Madrid y de Sevilla, cuando niño; después en la campaña de Lepanto, en la de la Goleta, en los inútiles afanes y borrascas por socorrerla; más adelante en los horrores y peligros del cautiverio. Allí, el personal heroísmo de Miguel, tantas veces puesto a prueba, ha ensanchado su corazón, quizás le ha hipertrofiado. Cada peligro de éstos es un trastorno nervioso enorme, cada trastorno nervioso un desarreglo circulatorio. El descanso, el alimento a un corazón tan fatigado han sido, al volver a la patria, unos breves amores, unos pequeños triunfos de la vanidad. Luego la necesidad de la lucha se impuso de nuevo y en aquellos veinte años de malandanzas y aventuras por los pueblos, caminos, ventas y mesones de Andalucía, ¿qué era lo que el errante Miguel podía dar como pasto a su corazón? Ni los prosaicos menesteres en que andaba metido servían sino para achicarle y engurruñirle, ni las esperanzas de que nunca estuvo falto eran bastantes para mantenerle. Las comisiones para saca de trigos y aceites, la cobranza de alcabalas y rentas, los apuros, angustias y escaseces pasados en Sevilla, las exigencias y amenazas de los contadores, las dos estancias en la cárcel y luego la traslación a Valladolid, el proceso de Ezpeleta, la frialdad y hosquedad de la corte y por fin la desavenencia con su hija, a la cual debía de tener tan hondo y arraigado cariño, las malicias del dinero, que agria los caracteres y disuelve los amores y las amistades, toda esta sucesión de desazones, intranquilidades y zozobras no podían menos de golpear en aquel corazón que indomable parecía, hasta gastarle, anonadarle y aniquilarle. El cerebro había peleado con denuedo, pero siempre había salido vencedor; el corazón estaba vencido, jadeante, lleno de heridas profundas que habían abierto las añejas cicatrices; y, como consecuencia de la fatiga del corazón, los labios, el paladar y la garganta del doliente hidalgo tenían sed.

Paseando por las haldefueras de Esquivias, llegaba el viejo con algún amigo o pariente del lugar a la fuente de Ombidales, cercana a unas tierras de su mujer. Sentabase en una peña y de vez en cuando remojaba las fauces en el agua corriente. El manso manantial cantaba contando su perenne, su indescifrable historia, de las entrañas de la tierra salida. Por allí cerca, las alegres cogujadas andaban a saltitos, meneando graciosamente la cabeza coronada por un moñito picudo; picudo era también su canto agudillo: ¡Toto-ví-i...! Más lejos, entre las cepas, las perdices, ya desde febrero enceladas, diseñaban su cacareo, parecido al caliente arrullo de una poderosa y morena contralto y los machos bravíos contestaban desafiándose de loma a loma: -Ssi-ssi-ssi- y enviando al final un beso apasionado a las hembras, locas de su cuerpo. Los croajantes grajos habían huido en bandales sueltos de los exhaustos olivares y en ellos comenzaba a refugiarse el cuco y tal vez en las tardes soleadas lanzaba su primer llamamiento a la alegría primaveral, aún roncera... El viejo poeta pensaba que la fuente, las cogujadas, las perdices y el cuco eran quienes tenían razón, toda la razón, la suprema razón de la vida.

Sólo el amor merecía la pena: amor solamente decía en todas sus frases el cantar imperecedero de la fuente, cual si esta palabra y este sentimiento manasen del hondón de la tierra, como el agua mansa, sin que nadie sepa de dónde ni por qué viene. El cuco y las perdices, las cogujadas y la fuente con sus amables voces le daban al poeta el mayor desengaño que hasta entonces había sufrido. ¡Tantos años de oír los ruidos y los cantos de la Naturaleza y no haber caído en la cuenta hasta que ya no había remedio! Y el viejo hidalgo sentía en su corazón enfermo las palpitaciones juveniles y en sus labios resecos y áridos la sed robusta que le anunciaban la primavera cercana: y tenía miedo de la primavera, que nunca le fue benigna como el otoño.

Para no encontrarse con la primavera en medio del campo, volvió a Madrid, a sumirse en su antigua y lóbrega posada, y en el camino le sucedió..., pero no profanemos este recuerdo sacrosanto, que él mismo contó con su alada pluma. Lo mejor será copiar sus palabras de oro, conocidas de todo buen español, jamás inoportunas y menos en este lugar.

«Sucedió, pues, lector amantísimo, que viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos, sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que al parecer traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces, que no picásemos tanto. Esperámosle, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal, porque todo venía vestido de pardo, antiparras, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales: verdad es no traía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla; llegando a nosotros dijo: ¿vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad ni más ni menos, según la priesa con que caminan, que en verdad que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminante más de una vez? A lo que respondió uno de mis compañeros: el rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es algo qué pasilargo. Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, cuando apeándose de su cabalgadura, cayéndosele aquí el cojín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad caminaba, arremetió a mí y acudiendo a asirme de la mano izquierda, dijo: Sí, sí, éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y finalmente el regocijo de las musas. Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis alabanzas, parecióme ser descortesía no corresponder a ellas y así, abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todo punto la valona, le dije: ése es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes: yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta de camino: hízolo así el comedido estudiante, tuvimos algún tanto más las riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento diciendo: Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano, que dulcemente se bebiese: vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna. -Eso me han dicho muchos, respondí yo, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubiera nacido; mi vida se va acabando, y al paso de las efemérides de mis pulsos, que a más tardar acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuestra merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado: en esto llegamos a la puente de Toledo y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia. Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, mis amigos gana de decillo, y yo mayor gana de escuchallo. Tornéle a abrazar, y volvióseme a ofrecer: picó a su burra, y dejóme tan mal dispuesto como él iba caballero en su burra, quien habría dado gran ocasión a mi pluma para escribir donaires, pero no son todos los tiempos unos; tiempo vendrá, quizá, donde anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta y lo que sé convenía. Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida».




ArribaCapítulo LX

El último protector. -Cómo murió Cervantes


El arzobispo de Toledo, don Bernardo II de Sandoval y Rojas, se hallaba a primeros de marzo en la dehesa de Buenavista, huyendo la incomodidad y el desamparo de los fríos inmensos salones del palacio arzobispal. Buenavista, hermosa casa de placer que se alza en una ladera sobre la derecha orilla del Tajo, es, como su nombre declara, un lugar de bellas y apacibles perspectivas. Allí el río padre, después de haber abrazado amorosamente a la ciudad misteriosa, corre dilatado; ufano y músico, relata sus secretos a quien sabe oírlos. Al mismo lado de Buenavista, apoyados los muros en la margen del río y envuelto entre las frondas plateadas de los álamos blancos y entre el obscuro follaje de los álamos negros, el edificio que aún se llama Los Lavaderos de Rojas muestra el término habitual que a sus paseos daba el arzobispo don Bernardo, en las tardes marceras, en que es menester buscar el abrigo de los árboles y el regalo y sosiego de las frondas, donde el aire quiebra un poco y tañe en las ramas prodigiosas sinfonías. Desde aquel sitio el sol hiere de través los cerros negrizos de San Bernardo, en donde las olivas se retrepan; a la izquierda, en los cigarrales famosos, los albaricoques y los almendros, las olivillas y los parrones y algún forastero nopal que vive en el regazo de una tapia, se despiden del sol fugitivo que río adelante camina y las casillas blancas cigarraleras le dirigen una sonrisa bonachona; más a la izquierda, la noble ciudad, gloria de España, asentada en su pedestal de roca viva, reluce como una joya de la tierra y hacia su centro, entre los centelleos de los cristales, de esas amables y optimistas ventanas que en los crepúsculos nos dicen que al día siguiente habrá también sol y vida, rasgan osados el aire la puntiaguda torre de la catedral y el cuadrado campanario morisco de San Román, famoso en la historia y en la poesía épica española.

Para don Bernardo de Sandoval y Rojas tales bellezas eran plato de todos los días. Llevaba casi diecisiete años rigiendo la sede primada. Era ya viejo. Había sido antes obispo en Ciudad Rodrigo, en Pamplona y en Jaén. Había conocido todas las grandezas y las pequeñeces del mundo, y ningún negocio espiritual ni material tenía para él secretos.

Inquisidor general, conocía al dedillo los conflictos y apuros de conciencia; consejero de Estado, las artimañas y apañuscos de la política le eran familiares; jefe de la Iglesia española, ejerció con mesura, pero con firmeza, el formidable poder que se le confiara; prócer espléndido hasta el extremo posible de grandeza, sin tocar en el despilfarro, varias veces había tenido que prestar caudales al mismo rey Felipe III y en reciente ocasión le sirvió con cincuenta mil ducados para un apuro de los muchísimos en que se veía aquella corte, hecha de ostentación y vanidad y rellena de roña y de miseria.

Holgadamente podía hacerlo, pues las rentas propias del Arzobispado no bajaban a la sazón de seis millones de reales, que es como decir ahora seis millones de pesetas próximamente, y asentado sobre tan robusta base metálica, el poder moral del arzobispo era invencible y el más sólido y positivo de la nación. Así, habiendo ganado el largo y memorable pleito del adelantamiento de Cazorla, señorío de cinco villas y numerosos territorios, el cual pretendían ser suyo los marqueses de Camarasa, porque el palaciego cardenal don Juan Tavera se lo regaló al secretario Francisco de los Cobos, en tiempo del emperador, don Bernardo nombró adelantado a su sobrino el omnipotente duque de Lerma, pero al poco tiempo le obligó a que lo renunciase, no fuera que, engreído con su privanza, quisiese también perpetuar en su familia y casa el adelantamiento perteneciente a la mitra. Celoso de sus fueros y derechos, como nadie, era además, según se ve, don Bernardo de Sandoval un gran conocedor del corazón humano.

Por eso, en sus siestas y reposos de Buenavista, se deleitaba principalmente leyendo libros que a humanidad trascendieran. Ya se ha dicho que odiaba el arte gótico; odiaba, pues, todos los encumbramientos idealistas y románticos, todas las caballerías andantes, ya a lo humano, ya a lo divino. Quizás, en el fondo, aborrecía a las féminas inquietas y andariegas como Santa Teresa de Jesús, a los audaces caballeros de Loyola y a todo espíritu alimentado con libros caballerescos. También se ha dicho que era el suyo un espíritu neoclásico, reposado y tranquilo, amigo, de la exactitud, amante de la riqueza sobria, de las líneas claras y sencillas, de los términos precisos y netos.

Por ello, grande fue su complacencia cuando uno de sus familiares, quizás el entusiasta licenciado Márquez de Torres, le leyó o le hizo leer la segunda parte del Quijote.

Alguna vez vio don Bernardo a Cervantes, varias oyó hablar de él con elogio: creía recordar que en ocasiones le había socorrido, por ser un poeta pobre, hidalgo y soldado viejo. No le contentó mucho, sin embargo, la primera parte del Quijote y aquella suspensión en que deja al espíritu sin saber si proseguirá o no adelante la locura del caballero de la Mancha. Pero al leer la segunda parte, al ver a Don Quijote morir en la cama como cristiano católico, cuerdo, y renegando, en sublimes palabras, de su locura, como si redujese al mundo entero con su ejemplo altísimo a abandonar los desvaríos y despropósitos a que su demente sinrazón le guiara y quisiera sujetarle a los límites clásicos, ordenados, rectiIíneos de la vida, el ilustrísimo prelado aprobó con toda su alma y, tarde ya, conoció, a su manera, que Cervantes era el hombre de más claro magín que en su tiempo había.

Don Bernardo, naturalmente, deducía del libro las consecuencias favorables a su criterio. ¡Oh! Sí -pensaba el sagaz y político anciano, a quien no se le ocultaban las razones principales de las locuras de Europa, que dijo Quevedo, y de las tonterías de España.- Esto es lo positivo, lo real: ha acabado la época triste y funesta de las fantasías gótico-flameantes, de las caballerescas luchas y de las muertes heroicas de los paladines en el campo de batalla; venida es o debe ser la edad del reposo y de la razón, de que el hidalgo muera tranquilo, perdonando a todos y de todos perdonado, en su lecho familiar. Y tras la muerte de Don Quijote, entreveía el buen arzobispo una era de clásicas regularidades y de armoniosas grandezas que llegó, no en España, sino en Francia; y de aquella futura edad de sosiego y armonía se le antojaban pronósticos halagüeños el rumor sonoroso del Tajo, que a sus pies pasaba grave, solemne, y el cantar del viento en las alamedas, que tenía el contrapunto y hacía la fuga al canto hondo, canónico, del río.

Regocijado por la lectura, que aún tenía poder sugestivo sobre su ancianidad, el arzobispo de Toledo preguntó si se le habían hecho nuevas mercedes a Cervantes. Alguien le anunció que el viejo poeta se hallaba enfermo y tan mal de recursos como era su costumbre. Don Bernardo previno seriamente que no se echase en olvido nunca al autor del Quijote.

El cual, como se ha dicho, había vuelto ya a su casa de Madrid, perdida casi del todo la esperanza de curarse, pero sostenido y alentado por la protección que de tan alto le llegaba, aunque ya era tardía. No solamente el arzobispo don Bernardo le enviaba socorros materiales, sino además una carta, por él dictada o escrita, consolándole en su última tribulación. Esto tienen de bueno los espíritus amantes del, clasicismo: que saben reconocer las necesidades y los anhelos de la humanidad y dar a cada tiempo, a cada lugar y a cada persona lo suyo. A la carta y a las mercedes del arzobispo don Bernardo, contestó Cervantes con lo último que escribió antes de caer en el lecho. Es el famoso y venerable documento que preside las sesiones solemnes de la Real Academia Española, y dice así:

«Ha pocos días, muy ilustre señor, que recibí la carta de vuestra señoría Ilustrísima y con ella nuevas mercedes. Si del mal que me aqueja pudiera haber remedio, fuera lo bastante para tenerle con las repetidas muestras de favor y amparo que me dispensa vuestra ilustre persona; pero al fin tanto arrecia que creo acabará conmigo, aun cuando no con mi agradecimiento. Dios le conserve ejecutor de tan santas obras para que goce del fruto dellas allá en su santa gloria, como se la desea su humilde criado, que sus magníficas manos besa. En Madrid, a 26 de marzo de 1616 años.- Muy ilustre señor: Miguel de Cervantes Saavedra.»

Escribió esta carta con tanto cuidado y atención, que de ella existen dos copias, con ligeras variantes. La clarividencia propia de los últimos días de su vida y que ya en algunos momentos tocaba en los umbrales de lo sobrehumano, le dijo que el reconocimiento de su genio por hombre tal como don Bernardo de Sandoval y Rojas era un seguro anticipo, o mejor dicho, era el primer mensaje de inmortalidad que le enviaban los siglos futuros. Las puertas de lo eterno se le abrían por mano del hombre que, después del pontífice de Roma, estaba investido del más alto poder espiritual.

Una gran paz fue llenando el alma de Miguel; una grandiosa humildad infiltrándose en su corazón enfermo.

Derribado en la cama por los acerbos dolores que sentía, no quiso morir sin asirse, adherirse, abrazarse al último ideal de su existencia: la fe religiosa. A última hora, quería resolver aquella gran duda que se le ofreció a su grande y bueno Sancho Panza, cuando le explicó Don Quijote, en el capítulo VIII de la segunda parte, «que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos», y explicando lo que significaban los gigantes y demás imaginaciones andantescas añadía: «Tenemos de matar en los gigantes a la soberbia, a la envidia en la generosidad y buen pecho, a la ira en el reposado continente y quietud del ánimo, a la gula y al sueño en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos, a la lujuria y lascivia en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos, a la pereza con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, entre cristianos, famosos caballeros». A lo que Sancho, el buen Sancho, después de proponer a su amo el difícil punto de si es más resucitar a un muerto o matar un gigante, contesta aconsejando a Don Quijote que los dos se hagan santos para alcanzar más brevemente la fama «y advierta, señor -dice- que ayer o antes de ayer canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos, se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del rey nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero...»

Comunicaba esta última vacilación suya el acongojado Miguel con su grande amigo y dueño de su casa el presbítero don Francisco Martínez Marcilla, el cual estimó muy conveniente que Miguel profesara con votos solemnes en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, ceremonia que se verificó en la misma antigua y lóbrega habitación del viejo poeta, quien ni siquiera pudo levantarse de la cama, el día 2 de abril de 1616. Profeso ya, se hizo cargo Miguel de que era aquella otra especie de andante caballería de la humildad, como las pasadas lo fueron de la soberbia y vanagloria, y si le tranquilizaba el morir como cristiano, le complacía y endulzaba sus últimas horas el morir como caballero de una orden fundada por el santo Don Quijote de Asís.

Al cabo, pensaba, desechando ya toda amargura y todo rencor para con el mundo, que él no había sido nunca otra cosa que un pobre solicitante, casado o unido de por vida con la pobreza. Para padecer los últimos extremos de la necesidad, poca falta le había hecho declararla, ni enamorarse de la escasez y de las privaciones, como alardeaban de hacerlo otros hermanos de la Venerable Orden Tercera tan poco humildes y tan poco pobres cual el condestable de Castilla don Juan Fernández de Velasco y el mismo Lope de Vega, también terciarios profesos. Al hacer la profesión, se acostaba Cervantes al parecer de Sancho Panza, reconocía la vanidad y la vacuidad de la vida. ¡Quién sabe si en lo más escondido y recatado de su alma, algunos momentos, no se replicaba a sí mismo con las propias palabras de Don Quijote!

Porque es lo cierto que a ratos sentía renacer la fuerza en su pecho, y aún abría un postigo a la esperanza. En uno de estos ratos de felicidad relativa, su imaginación voló hacia la amada Nápoles y contempló la imagen del conde de Lemos, de quien sabía que también los desengaños comenzaban a abatirle y a dominarle, y entonces, el viejo casi moribundo, sentado en la cama, con esfuerzo violentísimo, sobreponiéndose a todos sus dolores y angustias, dictó o escribió aquella página de oro que tan bien explica y declara sus últimos pensamientos, y que no por lo sobrado conocida, puede excusarse el copiarla aquí. Es la dedicatoria del Persiles, y en ella puso Cervantes lo más noble de su alma agradecida, pagando con nunca vista usura los favores que debiera al conde de Lemos.

«Aquellas coplas antiguas -dice- que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan Puesto ya el pie en el estribo, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo:


    Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta te escribo.



Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuestra Excelencia, que podría ser fuese tanto el contento de ver a vuestra Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida: pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos, sepa vuestra Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada de vuestra Excelencia, regocíjome de verle señalar con el dedo y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilatadas en la fama de las bondades de vuestra Excelencia. Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Semanas del jardín y del famoso Bernardo: si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas el fin de La Galatea, de quien sé está aficionado vuestra Excelencia, y con estas obras continuado mi deseo. Guarde Dios a vuestra excelencia, como puede. De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis años.

Criado de vuestra Excelencia,
MIGUEL DE CERVANTES.»

Cuatro días antes de su muerte, escribió Miguel estas líneas. En ellas hizo el resumen de su pensamiento acerca de la vida, de la que él fue, como todos los grandes genios que a la humanidad conducen, fiel y rendido amante. En esas palabras, ya escritas mirando cara a cara a la muerte, se encierra la filosofía suprema del sustine y del abstine que heredó Miguel con la sangre cordobesa medio senequista, medio musulmana de su ilustre abuelo el licenciado Juan de Cervantes. «Llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir», dice, en un momento de esperanza quijotesca... y un instante después, dice, como los árabes, «pero si está decretado que la haya de perder...», y añade, como ellos y como Séneca, «cúmplase la voluntad de los cielos». ¿Notáis bien ahora hasta en los últimos días de su existencia, estos dos momentos que marcan el equilibrio fundamental de su espíritu sobrehumano? Por algo se ha comparado el movimiento del espíritu con el de un péndulo bien compensado; pero no son muchas las almas que próximas al trance último y luchando en la agonía del tránsito de la muerte, conservan esa maravillosa flexibilidad que en las palabras últimas de Miguel se descubre.

Los cuatro postreros días de su existencia, hasta el veintitrés de abril, en que murió, debieron de ser angustiosísimos. La disnea y el estertor, propios de los enfermos cardíacos, oprimían aquel anciano pecho. La sed de agua, ¡terrible congoja!, se trocaba en sed de aire, que los pulmones anhelosos consumían y en sed de sangre, la cual corría furiosa, desbocada, por las venas: marcando ciento veinte, ciento cuarenta, ciento sesenta pulsaciones por minuto, sin que la fiebre se presentase; los nervios vasomotores se agitaban convulsos, en tensión insoportable. Tras esto vino un estado comático, algo como un sopor silencioso, cortado solamente por el trabajoso ruido pulmonar, semejante al roce de una escoba sobre los ladrillos. Miguel cerró los ojos: no veía, no entendía ya las cosas exteriores, pero aun lo suyo interior; su alma, luchaba, quería balbucir algo, esa última palabra que se nos queda por decir siempre cuando nos despedimos de alguien y que era quizás la única justa y conveniente

El pobre moribundo estaba sentado en el lecho, apoyado el busto en cuatro o cinco almohadas y cabezales. Su ancha frente, que fue siempre un espejo para la luz, se amortecía, se trocaba mate; su aguileña nariz pálida se encorvaba, prensil, buscando la boca; los marciales bigotes caían desmayados en la suprema dejación de toda lucha. Un último estremecimiento, un pneuma o soplo misterioso que salía por la boca y narices, una inclinación suave, lenta, de la cabeza sobre el pecho, fueron las postrimeras señales. El Ingenioso Hidalgo estaba muerto.

Al pie de la cama sollozaban doña Constanza de Figueroa, doña Isabel de Saavedra, doña Catalina de Salazar y rezaba el buen clérigo don Francisco Martínez Marcilla. Pronto el vecindario curioso corrió la noticia. Mucha gente entró a ver el cadáver. Del mentidero de representantes no dejó de acudir toda la comiquería a ver muerto al escritor alegre y al regocijo de las Musas. El vecino de enfrente, Lope de Vega, entró también, miró el cadáver, rezó un rato, marchóse a sus negocios, moviendo pensativo la cabeza.

Luego, vinieron los hermanos terciarios de San Francisco, amortajaron con el hábito de la V. O. T. el cadáver de su hermano en religión, le pusieron en la caja. Como el trayecto del entierro había de ser tan corto, pues pocos pasos hay desde la casa de Cervantes al convento de las Trinitarias bastó que se arremolinaran la vecindad y los cómicos del mentidero para que la angosta calle pareciese llena. Los hermanos terciarios de San Francisco tomaron en hombros la caja. El cadáver llevaba el rostro descubierto, como las reglas de la V. O. T. previenen.

Detrás de la caja marchaban algunos personajes ricos, grandes de España y títulos del reino, a quienes agradaba asistir a entierros humildes y demostrar así públicamente su acendrada piedad. En medio de ellos, entre marqueses y condes, tal vez acompañando a su nuevo protector el duque de Sessa, el clérigo Lope de Vega Carpio mostraba sus pulcros hábitos sacerdotales, su cruz de San Juan en el pecho. El entierro en el convento de las Trinitarias fue pobre y nada ceremonioso. Dos modestos poetas de quienes casi nada se sabe sino que admiraban al muerto, siguieron la fúnebre comitiva: se llamaban Luis Francisco Calderón y don Francisco de Urbina, éste pariente o deudo del secretario Juan.

La tierra cubrió el cuerpo del Ingenioso Hidalgo. Rojos ladrillos taparon la fosa. No se colocó en ella lápida ni inscripción, ni siquiera un humilde azulejo. No sabemos dónde está lo que del cuerpo de Cervantes queda, si queda algo.

Tampoco sabemos qué se hizo de los manuscritos del Bernardo, de Las semanas del jardín, de la comedia El engaño a los ojos ni de la segunda parte de La Galatea.

Un año después de muerto su marido, doña Catalina vendió a Villarroel el privilegio del Persiles. El dinero que diese Villarroel a la viuda fue lo primero, lo único, probablemente, que doña Catalina cobró de las literaturas de su marido, por las que nunca sintió amor.

Y al llegar aquí, al biógrafo nada importante le queda por contar. Hablen ahora, que materia de sobra tienen para ello, el filósofo y el crítico. El narrador ya sólo puede, parodiando los antiguos colofones de muchos libros, escribir al final de éste las sacramentales palabras:




 
 
FINITO LIBRO, SIT LAVS ET GLORIA MICHAELI CERVANTIS
 
 


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