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Capítulo XLIV

CERVANTES LEE EL QUIJOTE

     Camino adelante, desde Sevilla a Valladolid, iba Miguel, antes que en los reparos de los señores contadores, pensando y repensando en su libro, contándose a sí mismo sus alabanzas y méritos y enumerando muy paso a paso las tachas que podrían ponersele. En los forzosos descansos de ventas y mesones sacaba y repasaba el manuscrito, en tan diversos papeles y tintas estampado. Volvía a ver con grave y profunda atención los lugares donde los sucesos de su libro ocurrían, y acaso acotaba y atajaba lo escrito o metía añadiduras e hijuelas.

     Aun siendo tan grande la fertilidad de su ingenio, parece infantil suposición la de que Cervantes compuso al correr de la pluma y sin corregir ni releer su obra maestra. Probado está, además, que en gran parte o del todo se hallaba ya escrita la primera parte en 1602, y hasta era conocidísima de los sevillanos. Desconocer lo más elemental de la composición literaria sería pensar que en el Quijote, aun cuando haya descuidos puramente incidentales, hay algo hecho a la ventura, impensada o irreflexivamente. Más lógico y más humano es creer, como las palabras del mismo Cervantes declaran, que todo cuanto allí está escrito, se escribió por algo y tiene un significado y una intención, aunque en la mayoría de los casos haya sido labor inútil la de los hermeneutas y exégetas del Quijote.

     Distinguir en la composición de uno de estos libros que a la humanidad iluminan la parte que a la inspiración casi inconsciente corresponde y la que a la meditación pausada compete es punto menos que imposible. Fácil es hallar alusiones, cuando se refieren a personajes o sucesos muy públicos y conocidos. Difícil y peligroso aventurar hipótesis y conjeturas como las amontonadas sobre este libro único, y las que en lo sucesivo puedan arriesgarse. De intenciones no juzga la Iglesia y realmente no importa cosa mayor que Cervantes, como Colón, pensando hallar las Indias de Oriente, descubriera las occidentales; pensión de quien busca nuevos mundos es tropezar con mundos no esperados. Lo que importa es el arranque, la fe, el valor y la constancia para llegar a alguna parte, sea la que quiera.

     De esas hipótesis y conjeturas, a las cuales me refería, es la de que el pueblo de Don Quijote fuese Argamasilla de Alba. Destruida la suposición de que Cervantes se halló preso en ese lugar, no hay motivo serio para insistir en que fuese Argamasilla el lugar de cuyo nombre no quería acordarse Miguel, quien, con estas frases no da a entender sino que tiene el propósito de despistar a sus lectores. «En un lugar cerca del suyo» dice que habitaba Dulcinea, y el Toboso dista ocho leguas de Argamasilla, y ningún manchego nacido ni por nacer llama cerca a ocho leguas. Lo mismo pudo ser ese lugar Miguel Esteban o el Campo de Criptana, Quintanar de la Orden, Pedro Muñoz o la Mota del Cuervo. A él le bastaba con que fuese un lugar de la llanura manchega, tierra apta para criar hombres amigos de engrandecer, ennoblecer y amplificar la vida, sacándola de los términos mezquinos, prosaicos y estrechos en que se desarrolla, y espaciándola por la anchurosidad de los campos, avaros de aventuras. Por exceso de amor a la vida -dice con gran acierto Barrés- Don Quijote camina hasta la muerte.

     La de los fuertes, la de los grandes son su religión y su moral. En tal sentido, su locura es la misma de Nietzsche, ya que hemos admitido provisionalmente ser verdad que Nietzsche y Don Quijote estaban locos, hasta que pasen años y se demuestre que ellos eran los cuerdos.

     Contentabale a Miguel haber colocado a Don Quijote en un lugar de la Mancha, y bien claro veía que su caballero andante no pudo ser andaluz, aunque tal vez, al principio, pensara hacerle andar por la andaluza tierra. ¿Concebís siquiera un Don Quijote sevillano? ¿Creéis que en Andalucía pudiera criarse un caballero enamorado tan castísimamente platónico, ni tan absolutamente grave en todos sus hechos y palabras? Le parecía bien a Miguel que Don Quijote fuese manchego, de lugar donde el cielo y la tierra se besan constantemente al amanecer y al anochecer, como los esposos puros de la leyenda áurea, sin penumbras tentadoras de árboles y selvas, ni cantos alegres de ríos serpenteantes y voluptuosos. Necesario era también que fuese manchego Sancho. Facilísimo le hubiera sido a Miguel hacer del escudero un hampón gracioso, un socarra, un rufo de Sevilla, como tantos otros por él pintados; pero este contraste hubiera sido excesivamente burdo. No: Sancho había de ser otro manchego, como su amo, grave y digno, incapaz de proferir un chiste. Notemos que Sancho no dice gracias ni agudezas jamás: sus frases y refranes son oportunos por su naturalidad o por su incongruencia aparente, según los casos, pero la gracia está en la figura y en la situación, como conviene al verdadero humorismo.

     Todos los pormenores relativos a la locura de Don Quijote, tan sobriamente apuntados, le parecían a Cervantes discretos y puestos en su lugar. Le agradaba la primera salida, la descripción del campo de Montiel y de cómo el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor como entra siempre el sol de la Mancha en julio. Juzgando para sus adentros, celebraba Cervantes su oportunidad y tino en la llegada de Don Quijote a la venta.

     Esta llegada -pensaba- es nobilísima. Todas cuantas razones Don Quijote profiere son corteses y caballerescas. Bien es que tome al orondo y pacífico ventero por un poderoso castellano y a las blanqueadas mozas del partido por nobles doncellas. La grandeza de su situación no le impide tener hambre y manifestarla sin retóricas, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Como se forma una idea fantástica de cuanto le circunda, Don Quijote no tiene tampoco noción del tiempo. Al poco rato de velar las armas le dicen que han pasado cuatro horas, y se lo cree. La escena de armarse caballero es manifiesta parodia de los libros de caballerías, pero la primera aventura, la de Juan Haldudo, el rico labrador del Quintanar, no es sino de la realidad misma, sin que en ella haya nada altisonante y desaforado. Cualquiera, sin ser caballero ni conocer a Amadís, haría lo que hace Don Quijote, juzgando y hablando con toda cordura. Al final de su reprensión lanza como un grito de guerra su nombre sonoro a los vientos: «que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones», con el mismo orgullo con que lo hace en las batallas de su poema Miocid Ruy Díaz. Aquél es el primer choque de Don Quijote con la amarga realidad, con arte sublime preparado, pues la buena acción resulta fallida y contraproducente. La reaparición del muchacho Andrés al cabo de muchos capítulos, y sus maldiciones a Don Quijote y a sus caballerías, son un pequeño poema de Campoamor intercalado con la intuición de lo que hay de humorismo irreparable en la vida.

     Los mercaderes toledanos aparecen a Don Quijote como tanta gente soberbia y descomunal se le había presentado a Cervantes en la vida. Confía Don Quijote que la razón servirá antes que la fuerza. Las palabras del mercader burlón, pura, fina e hidalgamente toledanas, que es como decir de la más graciosa y encubierta sorna que existe en España, preparan cruelmente la brutalidad del mozo de mulas. A Don Quijote le han apaleado por primera vez, y como reputaba imposible tal insulto, no puede menos de emplear el gran recurso español de volver los ojos a la dorada leyenda, recordando el romance del marqués de Mantua, y entregándose a las consiguientes lamentaciones. El vecino Pedro Alonso es la primer alma cuerda y compasiva que hace algo por que Don Quijote vuelva a la razón. El malherido caballero se revuelve orgulloso al oír mentar sus locuras, y exclama, con altivez misteriosa, como obedeciendo al pensar de su autor: «Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo lo que he dicho, sino todos los doce Pares...» donde se ve la arrogancia castellana fanfarroneando al día siguiente de la derrota.

     Por no cansar los ánimos de los leyentes, introduce Miguel aquí el escrutinio de la librería de Don Quijote, donde apunta sus gustos y preferencias críticas, halaga a sus amistades y consigna sus desgracias. Aparecen allí el cura y el barbero, aquél ingenioso, delicado, socarrón, como tantísimos clérigos que había entonces en España, a quienes aún no había invadido la oleada de tristeza negra que después cubrió y embadurnó todo cuanto con la religión tenía algo que ver. Este cura, Pedro Pérez, es un descendiente de los alegres clérigos españoles de que tan pocas muestras se ven ya en las ciudades, raza simpática y bondadosa, humana e indulgente, que valió a la religión más imperio en las almas que todos los tétricos razonamientos de frailes y predicadores. El cura Pedro Pérez no mentaba a sus feligreses el infierno sino en último caso; su discreción mundana se echa de ver desde las primeras réplicas a Don Quijote.

     Cuando el buen hidalgo ve tapiada su librería, procede como loco a quien se le ha sacado el cerebro (hoy decimos a esto falta de riego sanguíneo en la corteza cerebral): vuelve y revuelve los ojos sin decir palabra. ¿No es de loco clavado esta actitud?

     Sale a relucir Sancho, cuya salida era menester preparar. El estado de ánimo propio de este sota-grande hombre al salir con Don Quijote, en el rucio «hecho un patriarca, con sus alforjas y su bota» es el mismo de los hidalgos extremeños y castellanos al partir para las Indias sin saber lo que ello sería, atraídos por la curiosidad y la ganancia; él no sabía lo que eran ínsulas, reinos ni gobiernos; quizás no conocía el nombre del rey, como les sucede hoy mismo a muchos labriegos y pastores de su tierra, pero en la bajeza de su alma cabían todas las ambiciones: sentíase capaz de ser emperador, aun cuando ignoraba con qué se comiese tal título. Don Quijote, un poco alucinado, un poco ladino, no quiere que su escudero aspire a poco, antes bien cultiva su ambición diciéndole: «no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado»

     Al salir ya Don Quijote prevenido con su escudero y todo el matalotaje de las caballerías andantescas ¿cuál había de ser su primera aventura sino la ya entrevista desde muchacho por Cervantes, tal vez al divisar los molinos del Romeral, o los de la Mota del Cuervo o los de Criptana? Necesitaba acreditar con una temeridad épica la verdadera y denodada valentía de Don Quijote.

     Â¿Puede creerse hecho y pensado al acaso un libro donde se inician los sucesos en esta forma, obedeciendo a una ponderación artística tan sutilmente buscada? Por los molinos de viento comenzó Cervantes a pensar en las caballerías y por los molinos de viento comenzaba Don Quijote al arrancarse resueltamente de su vida de hidalgo pobre y sensato «el más delicado entendimiento que había en la Mancha». «Ésta es buena guerra -exclama ansioso al ver los gigantes- y es gran servicio de Dios.» Tal vez no de distinto modo que las aspas de los molinos, se movían en Lepanto, frente a los calenturientos ojos de Miguel, las palas largas de los remos que en los bancos de los bajeles enemigos los forzados manejaban. Gigantes eran también y aquella era buena guerra y servicio de Dios, de donde heridas honrosas e inútiles resultaban.

     No se quejó Don Quijote del dolor, que no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se les caigan las tripas; sí se lamentó de haberle faltado la lanza. ¿No recuerda esto algunas faltas de armamentos notadas después de la derrota? y ¿no pensamos siempre los españoles tras un desastre en los malignos encantadores que nos persiguen y achacamos a algún desconocido o inventado Frestón nuestras propias culpas, causantes de todo daño?

     El diálogo que al molimiento de Don Quijote sigue pinta el carácter de Sancho e informa e ilustra al lector sobre los sentimientos del caballero y del escudero.

     Sobreviene la batalla con el vizcaíno y de nuevo adquiere la figura de Don Quijote proporciones humanas y su efectivo denuedo se manifiesta. ¿Por qué suspende Cervantes su narración? ¿Es por imitar al Amadís, como indica Bowle? No: no lo creamos. A Cervantes le hace falta sacar a Cide Hamete Benengeli, el historiador concienzudo e impasible que ha de contar las cosas como cree y expone él mismo que debe escribirse la historia.

     Con el vencimiento del vizcaíno, la ficción caballeresca, que anda siempre deseando agarrarse a dato cierto o a hecho sangrante, cobra nuevo brío. Sale a relucir el bálsamo de Fierabrás y con tal motivo amo y mozo discurren sobre lo que deben comer los caballeros andantes. Poniendo pie en este coloquio y vuelto a una esfera de razón a que no llegará nunca ninguna inteligencia vulgar, pinta Don Quijote a los cabreros la edad dorada, se humaniza con Sancho, le hace sentar a su vera, trata de hermanos a aquellos pobres hombres que apenas le comprenden, pero que sólo de oírle ya le aman. Es la misma sublime sencillez de Jesucristo hablando a los pescadores, la santa simplicidad del Pobre de Asís, dirigiéndose al lobo y a las tímidas alondras y a la hermana agua.

     De tan elevada consideración desciende con suavidad el ánimo a la pastoril blandura de la muerte y amores de Grisóstomo. Aquí pone Cervantes la parte bucólica de su ingenio, buscando agradar a los cortesanos y escritores de oficio, y para que no se dude del fingimiento, cuida Antonio el pastor de declarar que el admirable romance Yo sé, Olalla, que me adoras lo compuso el beneficiado, su tío, y Sancho se queda dormido al oír los versos del pastor. No era este pasaje para el vulgo, ni gentes de poco más o menos podían gustar aquella vibración erótica, en que se ve temblando de anhelo a todo un valle por los amores de Marcela, ni los razonamientos de Don Quijote sobre si es posible existir caballero sin dama, ni la ideal descripción de Dulcinea, ni tampoco el elogio de Grisóstomo, en el cual no será osadía excesiva ver algo de autobiográfico, ni los conceptos platónicos en que la ensoñada Marcela, figura ideal fabricada con la pasta que sirvió a Shakespeare para forjar el volátil espíritu de Ariel, expone los conceptos platónicos que fray Luis de León vulgarizó, y otros por él no tocados sobre el amor y la hermosura, e inicia el magno asunto del libre albedrío, que a novelistas y dramaturgos acuciaba ya, como antes a los filósofos y teólogos.

     De estas alturas inefables desciende súbito Don Quijote para caer bajo las estacas puestas en las manos rústicas y enojadas de los desalmados yangüeses. Quisiera Don Quijote dejarse allí morir de enojo. -¿Qué quieres, Sancho hermano?- le dice, reconociendo la igualdad de escuderos y caballeros ante el dolor; y después, ya más sosegado, discurre sobre la calidad de la afrenta. Con esta parte tragicómica se preparan los sucesos que en la venta han de ocurrir.

     La buena Maritornes nos abre el portón para penetrar en esta pequeña Ilíada del humorismo. Sucesos reales e imaginados se mezclan y confunden aquí, y el arte del autor es tal, que no se sabe adónde la verdad comienza y la ficción acaba: o es que la verdad, cuando con tanto rigor se reproduce, trazas de ficción tiene. Comparaba quizás Cervantes aquella venta suya con las de Guzmán de Alfarache y con las de otros libros, y conocía cómo pasaba por la del Quijote un soplo de idealidad humorística en ninguna otra narración encontrada. Amontonaba él los hechos; pero no en forma que su tropel y sucesión no fueran posibles y aun probables. El manteamiento de Sancho y la mohina que le da y sus intenciones de volverse al pueblo, y aquel paternal y cariñoso «Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la bebas», ya estaba Cervantes seguro de que habían de conquistar y convencer al lector. Al salir de la venta, Don Quijote ama tiernamente a Sancho, sin darse cuenta de ello: y el lector, a Sancho y a Don Quijote.

     Â¿Quién duda que la aventura de los dos ejércitos de borregos, donde estallan y detonan los nombres y apodos sevillanos y gaditanos de Alifanfarón y de Pentapolín, de Micocolembo y de Laucalco, de Brandabarbarán y de Alfeñiquen del Algarbe, de Timonel de Carcajona y de Pierres Papín, que era un naipero giboso de la calle de las Sierpes, encierra alusiones a personajes famosos de Andalucía? Quiénes sean éstos no he de ser yo quien lo ponga en claro, que plumas de mayor autoridad han de esclarecerlo.

     Surge, tras ésta, la aventura del cuerpo muerto, y por primera vez no las tiene todas consigo el temerario Don Quijote y los cabellos se le erizan, como al temido león la melena; excomuniones andaban de por medio y no olvidaba Cervantes lo que en Écija le pasó, y a ello son debidas sus recelosas protestas, casi, balbucientes: «La Iglesia a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano...» Ya había llevado muchos golpes el caballero; ya le llamaba Sancho el de la Triste Figura; ya Sancho soltó su primer refrán, cuando se inicia con misteriosa entonación poética la aventura de los batanes. «Yo soy aquel -exclama recobrando toda su arrogancia de golpe, al olfatear el riesgo- yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos...» y con esto se decide a perecer en la demanda. ¿No es esto un verdadero libro de caballerías? ¿No es Don Quijote un real y efectivo caballero andante, quizá el único efectivo y real? ¿No se pone a los peligros con tanta valentía como la necesaria para vencerlos? Y en este punto extremo de su bravura y resolución, el genio de Cervantes pone el miedo y el mal olor de Sancho con admirable delicadeza y prodigiosa intuición de la fuerza humana del contraste. A esto no llegó Homero, ni otro autor ninguno antiguo ni reciente. El amanecer junto a los batanes, la risa de Sancho, la iracunda paliza que le da Don Quijote y aquel oportuno preguntar el escudero por su salario, después que tiene las costillas brumadas, son lo divino que se humaniza, es el poema de caballerías que se agacha y se dobla hasta rozar y codearse con la novela de pícaros y, para más claramente mostrarlo, viene, en pos de ésta, la aventura de los galeotes, donde tonto será quien no vea un desahogo de Cervantes contra la sociedad entera que le había maltratado y menospreciado o desconocido en tantas ocasiones.

     No son caballerías soñadas aquéllas, sino palpitantes y actuales malandanzas. Con el viejo alcahuete de la barba blanca entramos en el reino de la paradoja que tanto nos gustó a los españoles recorrer. Con Ginés de Pasamonte vemos presentarse al único héroe capaz de afrontar al Ingenioso Hidalgo. Reparad el entono y magistral seriedad con que habla Ginés, el personaje de mayor inteligencia mundana que sale en la historia; fijaos en que tiene su vida «escrita por estos pulgares» y empeñada en doscientos reales. ¿Quién duda que esta Vida de Ginés de Pasamonte fue uno de tantos libros como Cervantes se prometió escribir? Pero no lo escribió, e hizo bien. Ya lo había escrito su amigo Alemán, y después lo escribiría su amigo Espinel. Claro en demasía era el concepto de una España servidora de muchos amos, en esos libros contenido. Los pícaros, donados habladores, buscones y mozos de buen humor ya nada conservaban de las antiguas grandezas: eran los villanos andantes, hijos de Ginesillo, tal vez biznieto de Lucio el de las transformaciones. Pequeña cosa era ésta para Miguel. Quizás intentó comenzar algo parecido al escribir las primeras hojas del Licenciado Vidriera, y en llegando a Italia y espaciándole en su grandiosidad, le volvió loco y le hizo decir las verdades que solamente los niños, los locos y Don Quijote habían de poner en su lugar, las que al mismo Cervantes se le estaban pudriendo en el cuerpo desde hacía largos años...

     La entrada en Sierra Morena es el majora canamus del Quijote, y es al propio tiempo una hábil retirada. Ha dicho el autor cuanto se le ha venido a las mientes sobre la justicia humana, ha escrito su protesta contra la dureza de hacer someter como esclavos a los que la Naturaleza hizo libres, ha fiado todo a la divina sanción, como un cristiano primitivo o un anarquista de hoy. Consciente en todos los momentos del valor representativo y de la eficacia de su obra, comprende que hay que mezclar natura con bemol, como diría el gracioso Francisco Delicado, y se mete en las fragosidades de la sierra y discurre la penitencia de Don Quijote y hace aparecer a Cardenio desgreñado y torvo, brincando de risco en risco. Don Quijote ofrece al caballero sin ventura servicios cien veces superiores a los de la humanidad corriente. Sublime es la delicadeza con que se presenta a él, no ya como caballero andante de los que deshacen agravios y enderezan entuertos, sino como hombre dispuesto y apto para remediar y consolar cualquier dolor compartiéndole.

     Cardenio, que habla casi en rima, como un elegante poeta de la fina casta de Córdoba, nos conduce a un mundo de muy distinta calidad que el recorrido hasta entonces. Su espiritualidad cortesana induce a Don Quijote a la penitencia y magnifica y ennoblece la acción; sus palabras, dignas de don Diego de Mendoza por lo bellas y sabiamente concertadas, llevan a Don Quijote y conducen al lector a alternar con caballeros de veras y señoras y señoritas de lo más empingorotado. Todas las cortesanas aventuras que se relacionan con la de Cardenio, como la aparición de Nausicaa, digo, de Dorotea, lavándose los pies en el arroyo, las discretas razones con que Ulises, digo, el cura Pedro Pérez, le habla, la lectura de la novela del Curioso impertinente, que Miguel tomó de una antigua novella italiana perdida e incrustada por Ariosto en su poema, levantan la acción y la llevan a términos tales que Cervantes puede, gracias a ello, introducir en la venta un abreviado resumen de toda la sociedad contemporánea y en él pintar cuánto y cómo sentían caballeros y señoras de la aristocracia, graves magistrados, capitanes cautivos, viandantes y cuadrilleros, y cómo toda aquella compleja sociedad, movida por los más varios intereses, atendía a Don Quijote, se interesaba por él y, en el fondo, no acababa de resolverse en si estaba o no loco.

     Trazó en estos capítulos Cervantes, como de pasada, su Psicología del amor, en el estudio y pintura de los tipos de Dorotea, Luscinda, Clara y Zoraida y hasta en las azoradas y confusas Maritornes a la hija del ventero, a quienes aquella cálida atmósfera aguza los dientes y hace la boca agua. Pintó esa especie de tácito acuerdo que en la sociedad se opera ante un hombre o un hecho extraordinario. Todos los asistentes a la venta estaban conformes en seguirle el humor a Don Quijote y embaucar al barbero, afirmando ser yelmo la bacía y todos después, sin manifestarlo, estaban de acuerdo con el cura en que se debía enjaular a Don Quijote por loco; pero al separarse, de fijo que cada cual por su camino iba pensando que sólo Dios podría conocer quién era el loco y quiénes los cuerdos. La perturbación que el haber oído a Don Quijote el discurso de las armas y las letras y el haberle visto en la batalla con los cueros de vino produjo en el ánimo del oidor, del cautivo Pérez de Viedma, del amansado Cardenio, y el desasosiego que después en el espíritu del discreto canónigo causa esta misma duda, se comunican a los lectores y ya desde que el Quijote salió debieron acometer a todos los hombres de buena voluntad y de claro intelecto que leyesen el Quijote.

     El episodio misteriosamente, esotéricamente simbólico del cabrero que va en pos de la hermosa cabra fugitiva, nos causa hoy una vaga inquietud. Esa cabra que, cuando su amo cuenta la historia de Leandra la antojadiza, mirándole al rostro daba a entender que estaba atenta, ¿qué significa? He aquí un incidente del más alto valor filosófico y estético en el que nadie se ha fijado. ¡Cuántas veces el combatido, el desgraciado Cervantes, sentiría perdérsele la razón, extraviársele la inteligencia, desmayarle la voluntad y exclamaría, como el cuitado pastor filósofo: -¡Ah, cerrera, cerrera, manchada, manchada, ¿y cómo andáis vos estos días de pie cojo? ¿Qué lobos os espantan!...

     Y los lobos, que son los hombres unos para otros, aullaban en torno de él.



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Capítulo XLV

CERVANTES PIENSA Y REPIENSA EN EL QUIJOTE. -MIRA EN TORNO SUYO. -LLEGA A VALLADOLID

     Veinte años casi eran pasados desde que Miguel, lleno de ilusiones, compuso La Galatea, casó con doña Catalina de Salazar y tuvo amores con Ana Franca. Lo que de su juventud le quedara en el corazón no sería mucho. Las horas de felicidad habían sido cortas; acaso entre todas ellas no compusieron un día; larguísimos, en cambio, los años de tristeza y desventura. Dejaba Miguel en Sevilla, gozando sus otoños o sus inviernos, a muchos ancianos poetas de blancas barbas florecientes, como Baltasar del Alcázar, que habían sabido pedir a la vida lo que ella dar puede y disfrutarla calmosos, discretos.

     A la placidez y serenidad de Sevilla apenas llegaban aún las melancólicas nuevas de los males que afligían a España. Los agasajos con que oficialmente se festejó a la marquesa de Denia fueron el primer aviso del cambio profundo que en costumbres y gobierno estaba operandose. A la política personal del rey, con Felipe II muerta, sustituyó la política personal del privado, y quiso la mala suerte que el privado fuese hombre de tan escasa valía intelectual y moral como el duque de Lerma.

     Quien haya visto el retrato de Felipe III por Velázquez no ha menester mayores ni mejores explicaciones de lo que no fue decadencia, sino despeñamiento.

     Felipe III era un pobre ser linfático, clorótico, de colgante labio, de sumidos aladares, de claros, inexpresivos ojos, de planta neciamente fanfarrona; gran jinete, corto lector y tan pobre de inteligencia que su ayo y preceptor el arzobispo toledano don García de Loaysa apenas pudo imbuirle cuatro devotos conceptos en el angosto cráneo. Muchas veces he tenido en mis manos el pectoral que usó don García de Loaysa: es una humilde, una sórdida cruz de latón sin adorno, piedra, filigrana ni repujado alguno. Este cardenal no había sido hecho para infiltrar en el ánimo de su apocado alumno ideas de generosidad y de grandeza. Este cardenal, digan lo que quieran las historias, era un pobre diablo, y otro pobre diablo fue el rey a quien dicen que educó.

     Casaron a este pobre diablo de rey con una princesuca austriaca, duodécima o vigésima hija de cualquier duque o príncipe de los que abundaban en su tierra como aquí los hidalgos. Doña Margarita de Austria era una buena e insignificantísima señora que, cuando fueron a buscarla para compartir el trono de España con su esposo, estaba en un convento, hospital o asilo, dando muestras de las más relevantes virtudes. Formaron don Felipe y doña Margarita un matrimonio burgués, arregladito y económico, cual era conveniente a los apuros de la nación, pues no se ponía aún el sol en los dominios de España y ya ni el mismo rey tenía un cuarto.

     Aunque Lerma tuviese, más que de águila, de urraca guardadora, bien conoció que a semejantes seres convenía divertirles y los llevó por España de fiesta en fiesta, les procuró remuneradas ovaciones, les hizo creer en esa felicidad universal cuya ostentación tan propicios halla los ánimos de los tontos. Una espesa atmósfera de bobería comenzaba a formarse en los alrededores de Palacio. De él iban huyendo los caballeros de las barbas agudas y de las mejillas maceradas y de los ojos soñadores que Theotocópulos pintó. De la semilla echada en las casas de la grandeza por los primeros místicos y ascéticos iban recogiendo el fruto aquellos escurridizos e insidiosos eclesiásticos que las gobernaban a su talante y voluntad, absolviendo los deslices de las señoras y compaginándolos habilidosamente con los de los señores. A la seguridad y firmeza con que se pensaba y se procedía en tiempo de Felipe II había reemplazado una voluble intranquilidad, una inconsistencia casi gelatinosa de las voluntades. El miedo reinaba en los palacios reales y en los de la nobleza: un miedo inexplicable, absurdo, Dios sabe de qué, del pecado, de la contaminación, de la herejía.

     La Inquisición velaba, pero la heterodoxia andaba no menos despierta y si no contó con varones tan preclaros intelectualmente como los protestantes españoles del tiempo del emperador, sí prosiguió haciendo su propaganda en la obscuridad, trabajando el pensamiento de éste y de aquél, no el de la masa. Andaba la Inquisición persiguiendo a relapsos e iluminados, a ilusos e iludentes de menor cuantía y mientras tanto dejaba pasar conceptos e ideas que en el púlpito y en el libro moldeaban las almas e influían en ellas.

     Hay toda una parte secreta de la Historia de España en estos años en que parecía todo el mundo suspendido y embobado, la cual está por escribir. Recelos, sospechas y desconfianzas increíbles dominaban a la general debilidad de los espíritus. Unos a otros se miraban de reojo todos los españoles. Necio sería no darse cuenta de cómo esta intranquilidad, esta inseguridad, esta mal saciada hambre del alma y del cuerpo, se reflejan en todas las obras de nuestro siglo de oro, y les privan de aquel empaque augusto, clásico y severo que en las obras del siglo de Luis XIV sustituye a la profundidad de la visión y a la humanidad de los personajes y de sus sentimientos. Como nunca nuestros escritores, ni siquiera el mismo Lope, gozaron del reposo indispensable a la perfección clásica, todos ellos son unos rebeldes, unos nerviosos, excitados, hiperestésicos, y así no tenemos verdadero clasicismo, y no debemos lamentarlo. Sólo un alma serena y clarividente, la del gran P. Mariana, podemos considerar como clásica de veras entre todas las demás turbulentas y agitadísimas.

     Poco hubiera sido para Cervantes tropezar con un ambiente clásico. Mejor que nadie hubiera podido ser clásico el autor del discurso de las armas y las letras y de la historia de Cardenio, y de las razones de la pastora Marcela; no lo fue, sin embargo, y es bien que no lo fuese. Con cuanto había sentido y pensado en sus tiempos heroicos, en los graves años de Felipe II, chocaba y se estrellaba cuanto, anticipándose al juicio general, sentía y pensaba ya en los caricaturescos días de Felipe III. Para alumbrar aquellos primeros años era menester la fuerza y brillantez del sol de la Mancha; para iluminar estos segundos bastaba arrojar sobre ellos el resplandor de los anteojos implacables de don Francisco Gómez de Quevedo. Se hallaba Cervantes a horcajadas sobre dos épocas tan distintas que, sólo alzando el vuelo cuanto lo alzó, pudo salvar las cumbres de los siglos y las de las naciones. En aquel momento crítico en que forjó su obra, España había dejado de ser interesante. Le faltaba ya a la nación entera ese punto de locura que a destinos inmortales conduce a hombres y a pueblos. Por eso fueron locos Don Quijote y el licenciado Vidriera, y aquel otro de Córdoba y aquellos de Sevilla, portavoces de la verdad que a Cervantes se le escapaba de los escondrijos de la conciencia.

     Sólo una grande y épica locura, sólo un libro de caballerías -pensó Miguel-, podía alzar a la vulgaridad y a la tontez generales del fangal y del terraguero, y por eso hizo un libro de caballerías de veras. Solamente la risa y el desprecio, los palos, las puñadas y las comilonas pueden excitar a este vulgo cansado y abatido -pensó también-, y por eso creó a Sancho y quiso, no sin gran dolor de su corazón, que Don Quijote fuese apaleado, ultrajado, desconocido por la turbamulta, en lo cual no poco había de parte autobiográfica. No se ve claro aún el porvenir ni se vislumbra si tendremos redención o quedaremos en tal estado -meditó después-; y dejó acabar la primera parte con una gran perplejidad para él mismo y para el lector.

     No olvidemos que esto pasaba en 1603, cuando aún no existía el Felipe III de Velázquez. El caballero andante había sido enjaulado por loco, pero vivo se hallaba y podía volver a salir pidiendo guerra y el escudero se prometía aún nuevas ganancias. El yelmo de Mambrino era bacía, eso teníanlo por indudable cuantos le palparon, pero aún más grabados que esta convicción estaban en sus almas los conceptos sublimes de labios de Don Quijote caídos. La cabra errante del malhumorado pastor sujeta estaba, pero aun podía salir huyendo de los imaginados o reales lobos que la perseguían.

     Quedaban, pues, la obra y el pensamiento de Miguel en relación con la realidad en que vivía, no en distinta situación de aquella en que el gallardo vizcaíno y el valeroso Don Quijote quedaron antes que los enhebrase al hilo de su pluma el sabio Cide Hamete. Y reflexionando Cervantes sobre esto notaba y hacía notar marcándolo aquí y allá, y recalcándolo en tal o cual pasaje, cómo, en suma, aquel caso por él concebido era la imagen de la vida entera y no ya sólo el particular reflejo de un estado social que podía seguir adelante o transformarse radicalmente, que podía ser una siesta, un sueño o un letargo. Turbados y confusos dejaba a los lectores porque turbado y confuso estaba él, pero no tanto que no dejase abierta la puerta o entornada por lo menos, para que una mano bienhechora o un vientecillo sutil o un huracán la abriesen y dieran acceso a la esperanza.

     No estaba Cervantes enteramente desesperanzado, no podía estarlo, conociendo a España, la resucitada eterna, y conociéndose a sí mismo, que de tales y tan recios trances había salido con vida, y apreciando en lo justo el valor de su obra. De la posteridad estaba seguro. Tratabase tan sólo, en la ocasión presente, de asegurar el día de hoy y el de mañana, en los que nunca pensó Miguel con la necesaria tenacidad y el indispensable empeño. El mundo grande, lo que fuera de España y del tiempo actual presentía, de sobra conoció él que no había de escaparsele. El mundo pequeño era el que necesitaba conquistar y el momento presente, puesto que la vejez se acercaba y el sosiego del anochecer no venía a su agitado corazón.

     Y ocurrió entonces el caso, menos raro de lo que suele pensarse, de que la visión artística de la realidad, en la forja y composición del Quijote adquirida y perfeccionada, le sirviese de pauta para encarrilar sobre ella su vida o intentarlo cuando menos. No maldigamos nunca a los libros ajenos ni a los propios, ni a las locuras y a las corduras que engendran. De sí mismo había partido Miguel, de los contrastes, batallas y apuros por que había pasado en su existencia y de ello saltó a los libros de caballerías que le esclarecieron y le ensancharon el horizonte y en este ensanchamiento y claridad vio cuanto en su tiempo era posible ver de la vida particular y general de un pueblo, y cuanto de la vida universal y eterna saben ver tan sólo los genios como él.

     Elástico ya su espíritu, se recogió en sí mismo, a sí mismo volvió, aunque ya no era, ¿cómo había de ser?, el mismo de antes. Si cualquier fruslería, unos amores fracasados, una cuestioncilla de amor propio, una obra teatral o un discurso que tengan éxito nos transforman y nos vuelven otros, ¿qué transformación no sería la de Miguel después de escribir la primera parte del Quijote y coincidiendo precisamente con el cambio que en todas las clases y estados de la nación se verificaba manifiestamente? Cuáles serían los aumentos y las inesperadas grandezas de su alma rica por fin y más que rica opulenta, apenas podemos imaginarlo.

     Quizás entonces, con melancolía honda, cayó en la cuenta de su error pasado y pensó cuánto mejor le hubiera sido seguir escribiendo novelas y comedias y no meterse en las andanzas de comisario de abastos y cobrador de rentas y alcabalas; quizás, después de pensar esto, se hizo cargo de que no había perdido aquellos veinte años, durante los cuales el héroe y el poeta se convirtieron en lo mejor, en lo único que se puede ser en este bajo mundo, pues a ello nos envían: en un hombre, tan hombre que los demás con razón le llamasen genio. En el mundo no había que perder, en realidad, más que la vida: lo demás no eran pérdidas, o cuando lo fuesen, medios había para trocarlas en ganancias seguras y perdurables. Y la vida por él presentada en el libro inmortal aún no quería soltarle: y vivo estaba también Don Quijote.

     La patente de vida más enérgica, más original, más alegre, más demostrativa del dominio de sí mismo y de la galanura y contento y lozanía de su alma la escribió Cervantes, componiendo el maravilloso, el donosísimo, el archi moderno, el suelto, el ligero, el agudo prólogo del Quijote, los versos de cabo roto y los demás en que, por cierto, sin gran disimulo, ataca resueltamente a Lope, quien de nuevo, cediendo a su versátil condición, se había enojado con Cervantes, a quien creía autor del soneto de cabo roto también que contra él y contra sus obras compuso don Luis de Góngora:

                          Hermano Lope, bórrame el soné-

     Quizás fue entonces, cuando Lope lanzó el suyo insultante y procacísimo contra Miguel. Fuera así o no, Miguel veía que la atmósfera de gurruminez y de minucia en que estaba envuelto lo más alto de la nación contaminaba también a los hombres a quienes él conocía por genios de primer orden como Lope y Góngora.

     Apenas apartados un momento de la tiesura y rigidez retórica anterior a Cervantes, los literatos volvían a ser literatos, políticos los políticos y la realidad se empequeñecía, circunscribiendo a los hombres y engurruñéndoles dentro de su oficio. Divino oficio, en manos de Lope y de Góngora, pero oficio, al cabo, con todas sus rutinas y sus patalallanas.

     Veía también Cervantes cómo la masa no lograba tener color definido, ni anhelos que la calificaran y concretasen y en tanto las individualidades poderosísimas que en tan fecunda época iban naciendo y trabajando daban golpes en vago, batíanse con fantásticos gigantes y emprendían hazañas teatrales, como las de Lope, únicas que lograban sacar de su modorra al vulgo de abajo, o caballerías culteranas, como las de Góngora, únicas que despertaban la atención del vulgo de arriba. La sociedad ficticia que era reflejo del teatro o de la cual el teatro era reflejo, pues algo de ambas cosas ocurriría, y cuya existencia notara ya Cervantes en su último viaje a la corte, había crecido: las teatrales costumbres, que suelen reemplazar a las heroicas en los comienzos de toda decadencia, se abrían paso y se desarrollaban hasta dominar en todas las clases de la sociedad. Los originales de Lope y los de Tirso pululaban ya en Madrid, en Toledo, en Valladolid y al sutilizarse las sensaciones femeninas y las masculinas, que, al cabo, no son sino ecos de ellas, comenzaban a apuntar aquí y allá las debilidades y las excitaciones inesperadas y el titititi casi epiléptico de la melindrosa Belisa comenzaba a correr como un escarabajeo por pechos y espaldas de las mujeres, que guiaban a los hombres entonces como ahora.

     Nació en aquel tiempo lo que llamamos neurastenia, hiperestesia y otra porción de nombres raros, que no indican sino falta de robustez. Al rey linfático y clorótico y a la grandeza educada por frailes biliosos, neuróticos y candidatos a la locura en cualquier otro clima y lugar menos propicios a la paradoja y al absurdo como regímenes de vida, correspondía una sociedad inquieta, trastornada, incapaz ya de acciones grandes, ansiosa de emociones fingidas, amante del teatro.

     En tal concepto, Don Quijote era un libro de caballerías hecho para castigar aquellos nervios, un revulsivo para la piel amarilleada en el encierro místico, y en las metafísicas amorosas aridecida, un libro azote, un libro martillo, un libro antorcha; y su elaboración no estaba concluida aún ni mucho menos, porque Cervantes no había acabado de penetrar en lo espeso de la sociedad española, que ya no se hallaba en la plácida Sevilla, sino en los secos y enjutos lugarones acortesanados, en Madrid y en Valladolid; y ya se nota que en la primera parte del Quijote hay locos, pero no hay enfermos, y ya se reparará cómo en la segunda parte la duquesa tiene la fuente de que nos habla doña Rodríguez, y el hijo del caballero del Verde Gabán adolece de otra enfermedad característica, que se llama decadentismo poético, y Basilio, el pobre, está a punto de suicidarse por los amores... Por eso la segunda parte encierra ya lo irremediable, mientras que en la primera queda ancho lugar a la duda, que es una con la esperanza.

     Desde la grandeza augusta del Escorial, la corte de España, cediendo a conveniencias del omnipotente Lerma, se había trasladado a Valladolid. Era ésta una prueba a que el orgulloso duque quería someter al rey primero, cuya vacilante voluntad cedió pronto, y además a los otros cortesanos. Ya sabía Lerma que quienes se mudasen desde luego y de buen grado a Valladolid eran los suyos, los afectos, los incondicionales, como dicen ahora. Quería hacer un recuento de la gente noble, como hizo otro recuento de la gente rica, mandando que cuantas personas tuviesen plata en sus casas la mostrasen, bajo las más severas penas.

     Iniciaba Lerma con esto el funestísimo error en que desde entonces han vivido en España todos los políticos conservadores, para quienes no ha habido en la nación más gente atendible y considerable que los nobles y los ricos, sin echar de ver que sólo con nobles y ricos no se gobierna, porque no es posible gobernar con los menos, cuando los menos valen poco. Tímida y medrosa iba saliendo la plata de los escondrijos y alacenas; medrosos y tímidos se mostraban ya cuantos poseían algo. Los grandes de España, que ya no iban a la guerra y vivían de fanfarrias y fingimientos exteriores, solían estar empeñados. Los burgueses, que en sus arcas, en aquellas famosas y numerosísimas arcas donde se vendía el buen paño, según el refrán inventado por la desidia española, guardaban el metal rico, se apocaban y amezquinaban cada vez más. Nació entonces también la burguesía medrosica, amiga del apartamiento y de la reserva, de la cual es modelo el caballero del Verde Gabán: raza de sesudos, de sensatos, de mesurados, de ahorrativos, de egoístas, en suma, que para nada bueno sirve si no hay quien sepa aguijarla y dirigirla. También para éstos eran necesarias las caballerías de Don Quijote y las gracias de Sancho. Aquellos burgueses no reían si no se les pinchaba un poco; su risa no era franca y noble, sensual y voluptuosa, como la de los gordos y lucios sevillanos de las barbas floridas, risa sin segunda intención cual la del maestro Baltasar del Alcázar, sino que había de ser risa maliciosa, provocada con cosquillas en el corazón, un poco miedosa, un poco ladina, risa como la del Quijote, después aguzada y agravada hasta el más vivo dolor por la pluma lanceta de Quevedo, cuyas cosquillas hacen brotar sangre.

     Dejado atrás El Escorial y su regularidad grandiosa, que no llega a belleza clásica, porque a sus creadores les faltó el hervor del genio, y porque El Escorial debió haberle trazado el padre Mariana y no tuvo la suerte de que por allí anduviera más que el padre Sigüenza, un sota Mariana elegante y culto, sin vuelos ni inspiración; ya conocía Miguel que en Valladolid no iba a encontrar nada que con su genio y la magnitud de su obra se aviniese. Halló en el poblachón castellano a la corte, o, por mejor decir, a los cortesanos de Lerma, a unos cuantos empleados y oficinistas venidos de Madrid y empotrados de cualquier manera en las casas valisoletanas, y al usual séquito de poetas, desocupados, correveidiles y buscarruidos que la corte levanta a su paso, como polvo de sus carrozas.

     A la husma de la corte y de los cortesanos había acudido, como de costumbre, la viuda doña Andrea de Cervantes, con su hija doña Constanza de Ovando. Sesentona ya casi doña Andrea, reparaba con su buen trato y su maña los estragos del tiempo, no los del caudal, que debían de ser grandes, pues la halló Miguel ocupada en arreglar las ropas del excelentísimo señor don Pedro de Ossorio, quinto marqués de Villafranca, quien acababa de regresar de una expedición a Argel. Fuera por necesidad o por deseo de tener metimiento y vara alta en casas de la grandeza, doña Andrea hacía, repasaba y daba a lavar las camisas y ropa blanca del marqués y de la marquesa, y conservamos una cuenta de esa ropa escrita por la mano misma que escribió el Quijote.

     Cervantes notaba en su propia familia y en la persona de su inteligentísima y discreta hermana cómo todo iba empequeñeciendose. Cervantes veía a los reyes, con ostentoso boato ir a misa a San Llorente o Lorenzo en Valladolid y pensaba en que Felipe II iba a misa, vestido de negro y sin fausto ni demostración de lujo, pero iba al otro San Lorenzo, al del Escorial. Cervantes pensaba que su libro sonaría, estallaría en medio de aquellas mezquindades aparatosamente disimuladas, como un gran grito en el desierto.

     Singular alegría fue para Miguel tropezar en Valladolid con su amigo y paisano el librero, Francisco de Robles. Le enseñó su libro, que ya Robles debía de conocer, por la fama que de Sevilla había llegado, y trataron de los medios para darle al público. Pensó Robles, como hombre conocedor e inteligente, que el libro sería de resultados seguros, y Miguel, animado por sus palabras y por la conversación de los amigos y colegas que hubo de encontrar en Valladolid y que no se habían olvidado enteramente de su nombre, escribió ese alegre, cortesano y mundano prólogo que es como un artículo de crítica y sátira, cuya lectura nos convence hoy y convencerá en todos los tiempos de que aquello ha sido escrito ayer por la mañana, porque tiene la frescura, el donaire y la ligereza de que algunos genios están absolutamente faltos, pero que los verdaderamente humanos poseen en toda ocasión. Releyendo ese prólogo y releyendo antes o después aquella deliciosa, aquella parisiense causerie de Horacio Ibam fortè via Sacra se advierte el tono de cosa recién vista, de palabra recién oída, que ambas obras tienen. Quien llega a ese grado supremo, sublime, de ironía suave, de amable malicia, de gracia sin chistes, de mundanidad consumada, puede llamarse con toda razón maestro de la vida y merece ser un guía y un acompañante de la humanidad, es decir, no un heraldo de los que van delante tocando un trompetón desmesurado, como Víctor Hugo, sino un amigo de los que, por obra de la dulce y simpática persuasión de sus labios brotada, nos llevan por donde ellos quieren y nos amaestran en el camino, haciéndonosle dulce y corto.

     No sentía Cervantes en Valladolid nostalgia de Sevilla, aunque esto nos parezca imposible. Por la acera de San Francisco y por la del Palacio Real y por los patios de la Contaduría mayor, adonde iba a presentar los descargos de sus cuentas, desagradable cola de su vida burocrática, pasea Miguel la esperanza de su gloria; al cabo de «tantos años como ha que duerme en el silencio del olvido» según él mismo dice, el Ingenioso Hidalgo despierta, seguro de sí mismo y de su talento.

     Bien le han estado los veinte años de Andalucía, madre que halaga, maestra que educa, querida que enardece, alma buena que absuelve y perdona. Ahora, ya los sesenta se avecinan: y un sesentón que no es pudiente, en Castilla y en su austeridad es donde ha de escarbar para echarse.

     Y de Castilla, en lo más castellano: Valladolid, Toledo.

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