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ArribaAbajoCapítulo IX

Encuentro con el amigo Mateo. -La canción de la reina muerta. -Monseñor Julio Aquaviva. -La primera salida del Ingenioso Hidalgo


Llegado a la cima del poder civil por ser presidente del Consejo Real, a la del poder eclesiástico por su investidura de Cardenal de la Santa Iglesia Romana, título de San Esteban de Monte Celio, y a la del poder más misterioso y temible de entonces, por ser inquisidor apostólico general en los reinos y señoríos de España contra la herética pravedad y apostasía, el ilustrísimo y reverendísimo señor don Diego de Espinosa, que por su prudencia y discreción fue además en extremo apreciado del señor don Felipe II, a quien gustaba mucho que sus servidores tuvieran algo que callar y estuviesen hechos a callarlo, recordó el tiempo en que moceaba en Sevilla, y pensando, pensando, vinole a la memoria cuán conveniente le sería recoger al joven Mateo Vázquez, con quien algunos lazos le ligaban, el diablo sabía cuáles. Trajole, pues, a la corte y quedó satisfecho de su estampa y maneras. Mateo Vázquez, medio paje, medio secretario del presidente, supo desde el primer momento guardarse toda su agudeza y chancería sevillanas en lo más oculto del pecho y, al verse zambullido en la negra masa de togas, garnachas y lobas pomposas de terciopelo que rodeaba, por lo común, a su protector o lo que fuere, acertó a fingir un continente de gravedad y modestia que decía muy bien con sus cortos años. El que andaba holgadamente por Sevilla en aquellos tiempos, desembarazadamente podía entrar en palacios reales. Se revistió, por tanto, Mateo Vázquez de la obscura capa de hipocresía, sin la cual era imposible dar paso acertado; compuso el burlón semblante, atildó la vestidura, se cuidó las manos, puliéndolas y afilándolas, como las vemos en los retratos de Teotocópulos: manos ociosas, pero manos duras que obedecen muy bien a los rostros impasibles en apariencia, mas en los cuales brillan ojos de calentura amorosa o de fiebre mística, áspera como cuartana de león.

Mateo Vázquez era ya maestro en fingimientos y disimulos cuando un día topó en la calle una cara conocida y unos brazos que se le abrían amistosos; era su amigo Miguel, es decir, la alegría y la franqueza juveniles personificadas. Tendió el cortesano Mateo los brazos con deferencia mesurada. Tras los primeros momentos de azorante reserva que a toda conversación preceden, cuando uno de los interlocutores ha mudado de condición y fortuna, el coloquio se deslizó bullente, rebosando esperanzas. Miguel habló de versos; Mateo sintió, al pronto, vaga tristeza; tiempo hacía que con nadie osaba comunicar su afición a las musas. Habíanle desertado del oído los retumbantes endecasílabos herrerianos, había olvidado tal vez las estrofas de Garcilaso que Miguel le enseñara; gustaba un tanto de ciertas odas y canciones de un fraile agustino, llamado Luis de León, que en manuscritos y copias circulaban por entre las damas y la gente canosa, pero bien sabía que al tal fraile no le miraba con muy buenos ojos la Suprema. En resolución, Mateo tenía ya su camino trazado: había oído respirar al presidente Espinosa algo, mucho, acerca del clérigo don Gonzalo Pérez, el traductor de la Ulixea, el cual, entrando en la corte un día con un niño de la mano, sin decir si era hijo o pariente suyo, logró dejar al chico allí, en la Secretaría real, y el muchacho Antonio Pérez, que salió despierto y agudo, estaba ya tan consentido y autorizado en Palacio, que no se le quitaba la gorra ni al duque de Alba, y aun se contaba que, faltando a todo precepto de etiqueta, le había ocurrido levantarse de la mesa real antes que nadie lo hiciese. Aunque Mateo no era vizcaíno, Mateo tenía un misterio en su existencia y contaba también el presidente Espinosa con esta feliz circunstancia para hacerle mucho lugar en la corte del señor don Felipe II. Podían, pues, vagar las musas.

Miguel, un si es no es melancólico, aprobó tan cuerda resolución. Algo le pesaba ese desengaño que a todos nos causa ver zampuzarse en cualquier covachuela a un amigo a quien, teniendo quince años, prometimos la gloria más alta de la poesía. Miguel sospechó entonces por vez primera que los versos solos no eran camino para llegar a ningún sitio provechoso, y comunicó este recelo a su amigo. En tal sospecha iba medio velada la gran vacilación de su vida. Dos eran los caminos, las letras y las armas. Los veinte años habían llegado. Fuerza era decidirse por uno o por otro, mayormente quien no contaba con bienes de fortuna.

Paseando y hablando, los dos amigos habían llegado a las orillas del Manzanares, entonces orladas de carrascas, acebuches y sauces. Era una tarde amarilla de otoño. Las hojas de los árboles jaspeaban el primer término donde se detenía a reposar la vista; las había de color de manzana, de color de naranja, de color de calavera vieja, de color de yesca, de color de canela, de color de concha. Las pendientes crines de los sauces parecían pintadas por el Ticiano con su famoso tinte rubio de Venecia; otras semejaban el cabello y la barba del rey don Felipe.

Cervantes habló a Mateo de la reina que acababa de morir; él no la había visto nunca. Mateo, sí. Era una reina de cara ovalada, de tez blanquísima, bajo la cual apenas debía de correr un hilo de rosácea sangre, los labios finos y pálidos, los ojos pardos, casi negros, las cejas sutiles y muy separadas, el pelo castaño obscuro, rizado suavemente a tenacilla, la expresión de rostro y cuerpo tímida y asustada. Era una reina que amaba las perlas y las rosas y temía a la muerte: que no osaba reír ni llorar, que no se resolvía a manifestar preferencias por esto o por lo otro. Por caso raro -secreteó Mateo al oído de Miguel- no se sabía que hubiese en la corte ningún señor joven ni viejo enamorado de ella, cosa que, declarada o embozadamente, ocurre con todas las reinas en todos los palacios.

En aquel pie de confianza, Miguel mentó a su amigo los versos que él estaba fraguando en nombre de todo el estudio y señaladamente la canción en tercetos dedicada al cardenal Espinosa. Le recitó algunos de ellos, que a Mateo le supieron a mieles:


Alma bella, del cielo merecida,
mira cuál queda el miserable suelo
sin la luz de tu vista esclarecida...




El vano confiar y la hermosura...
Aquel firme esperar, santo y constante...



Mateo Vázquez se hacía todo oídos. Aquellos conceptos tenían la graciosa gravedad, el señoril y humano estilo de Sevilla. Derretido de gusto, Mateo ofreció servir a su amigo en cuanto él pudiera. Reanudóse la antigua amistad con nuevas mutuas promesas. Miguel volvió a su casa contento, pero no menos caviloso que antes. ¿Cuál sería su camino? ¿Las armas? ¿Las letras?...

Una vez más comunicó esta duda con alguno de los italianos que frecuentaban la casa. Para el italiano, la cosa no ofrecía duda. Fuese en armas o en letras, poco o nada podía lograr en este suelo duro, ingrato. En cambio, para los mozos como él, Italia, la turbulenta Italia, cuya sangre no envejece abría con amor sus brazos de hembra placentera, nunca harta de juventudes. Flandes ofrecía la gloria militar solamente. Italia acogía con el mismo amor y favorecía con igual entusiasmo a las valerosas espadas que a las ágiles plumas. Miguel soñaba ya con Italia.

Pronto se ofreció la ocasión para lograr sus deseos.

A los pocos días llegó a Madrid monseñor Julio, hijo del duque de Atri Juan Jerónimo Aquaviva, con una misión oficial y otra confidencial para el señor don Felipe II. Este Julio Aquaviva, camarero y refrendario del papa Pío V, y «mozo muy virtuoso y de muchas letras», según avisaba nuestro embajador en Roma don Juan de Zúñiga, era un joven de la rancia nobleza napolitana. Su hermano Claudio entró en la Compañía de Jesús y llegó en ella a general: espíritu audaz e innovador, a él se debe la Ratio Studiorum, que es la Metodología de los estudios jesuíticos, y que a ratos la ortodoxia ha traído entre ojos. Julio Aquaviva era uno de aquellos jóvenes aristócratas italianos a quienes no cautivaba el estruendo y desorden de las armas, y que por su riqueza y buen porte parecían nacidos para ornamento de la corte de Roma. Eran éstos los herederos de los Mecenas, de los Mesala y de los Agrippa del Imperio: y así como de los Pontífices a los antiguos Césares la diferencia, en lo exterior, no era grande, tampoco era mucha la de sus respectivos cortesanos. La vida vaticana, fastuosa y magnífica, necesitaba y consumía a diario los talentos, las riquezas y el boato de todos estos grandes señorones de Italia, que tal vez se acogían a Roma huyendo el comprometerse en las guerras y parcialidades italianas y extranjeras. En Roma se disfrutaba de reposo y magnificencia. Los jóvenes apasionados no echaban de menos ningún goce de los paganos tiempos: los estudiosos allí encontraban mejores y más abundantes medios que en parte alguna para satisfacer su gusto. Julio Aquaviva era de estos últimos: uno de tantos platonizantes como se pasearon por las galerías rafaelescas. Le estimaba el papa, seguro de que sería uno de los más discretos y elegantes cardenales jóvenes que sirviesen a sus designios, y para probarle, sin duda, le confió una misión diplomática delicadísima: dar el pésame a Felipe II por la muerte de su hijo don Carlos y tratar en reserva con el rey y con los señores del Consejo Real las diferencias, ya graves y hondas, surgidas entre la jurisdicción eclesiástica y la civil, representada por los ministros del rey en Milán, Nápoles y Sicilia. El Estado no cedía entonces la más leve prerrogativa suya en obsequio de la Iglesia. Vulgar es ya entre quienes han saludado la Historia, y solamente los gobernantes y oradores de oficio lo ignoran, que el católico Felipe II era un hijo sumiso de la Iglesia, pero un hijo mayor de edad y emancipado.

Cayó mal en Madrid, oficialmente hablando, monseñor Julio Aquaviva. Al llegar a la corte, se encontró con la novedad de que la reina había muerto. Nadie, y quizás menos que nadie Felipe II, se acordaba ya del príncipe don Carlos, a quien no hubo quien quisiese de veras. En cambio, era general el luto por la gentil joven tímida, que sin ruidos ni sobresaltos había ocupado el trono y que, anémica y pobre de espíritu, acababa de abandonar el mundo. La situación de ánimo del monarca no era tampoco la más a propósito para resolver con sosiego y paz conflictos de jurisdicción. Aquaviva comprendió pronto que su viaje y embajada iban a resultar inútiles, y deseando, como buen italiano, aprovechar el tiempo en cosas de gusto, ya que en las de utilidad no podía, dio en tratar con los más ingeniosos caballeros de la corte, buscó la compañía de los poetas y los regaló y convidó cuanto pudo, teniendo con ellos largas y sabrosas sobremesas, que le servían para perfeccionarse en el conocimiento y uso de la lengua castellana, ya por él conocida, como de todos los diplomáticos de entonces, pero que aún no llegaba a dominar.

En estos coloquios, o en los descansos de sus oficiales entrevistas con el presidente del Consejo Real, don Diego de Espinosa, hubo de sacarse a conversación la corona poética tejida por los ingenios de la corte en honor de la reina malograda. Casi seguro es que el cardenal obispo de Sigüenza, prevenido e incitado por su Mateo Vázquez, hablara a monseñor Julio del joven que había escrito la canción y las redondillas ofrecidas por el Estudio de Madrid. Espontáneamente o cediendo a los deseos de Espinosa, prometió Aquaviva llevar consigo a Italia a tan sazonado ingenio. Criados poetas italianos tenía ya algunos en su servidumbre monseñor; no parecía mal añadirles la compañía de un camarero español que versificaba tan lindamente.

Desacertado sería conceder a esta decisión de Aquaviva más importancia de la que en realidad tiene, ni guardarle gratitud por la exigua protección que prestó a Miguel, tomándale como criado por recomendaciones y deshaciéndose de él tan pronto como llegara a Roma o poco después. El servicio que prestó Aquaviva a Cervantes ha de justipreciarse como el que hoy nos hace quien nos proporciona billete barato para ir de un lugar a otro, y nada más.

El viaje de Aquaviva a España resultaba para él un fracaso, por lo cual no tardó en hacer sus preparativos, y como el frío comenzaba a arreciar en Madrid y en esta corte había poquísimo o nada que ver para un habitante del Vaticano, monseñor Julio antecogió sus maletas y servidumbre y salió, un tanto corrido, hacia el reino de Valencia, antes que terminara el año 1568.

En pos de él, con su espada al cinto, medianamente aderezado de ropa y con su Amadís y su Diana en las faltriqueras, amén de unos cuantos papeles con borrones y versos, salió Miguel, espaciado y contento el ánimo, de risueña esperanza henchido el corazón. Aquella era su primera salida a ser hombre, a buscar ventura, a probar el mundo. Poco le hacía el ir como criado, que no era entonces deshonroso el servicio, por cuanto se tenía muy otro concepto de la dignidad que hoy. Infierese, no obstante, que él nada hizo por halagar a su amo, y que monseñor Julio, que no debía de ir de muy buen talante, no le otorgó tampoco gran atención.

No se pone aquí la despedida que a Miguel hizo su familia, porque de ello nada se sabe. El irse un mozo a extraña tierra era entonces corriente y usual. Viajabase mucho más que en estos apoltronados tiempos y de los viajeros nada se sabía en meses, o en años, y sus familiares no se apenaban por ello. Eran las almas, sin duda, más grandes que ahora y abrían un crédito mucho más liberal a lo imprevisto.

Pocos viajes tan hermosos y tan educadores como este primer viaje de Miguel. Fue la primera gran ciudad a donde llegó la bella Valencia, y allí quedó admirado, según dice en el Persiles, por «la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de su contorno y finalmente por todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades no sólo de España, sino de toda Europa, y principalmente por la hermosura de las mujeres y su extremada limpieza y graciosa lengua, con quien sólo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable». Fue Valencia la ciudad de que Miguel conservó siempre un recuerdo exento de amargura: el lugar donde primero vio ante sus ojos la inmensa esperanza verde del Mediterráneo; la ventana por donde se asomó a las mayores hermosuras del mundo; la canastilla de flores vivas en que una y otra y otra y todas las mujeres le parecían bellas y apetecibles y, en fin, el grato asilo en cuya suavidad y dulzura gozó los primeros y más sabrosos días de libertad, tras el triste cautiverio.

Quien haya recorrido la costa del Mediterráneo desde Valencia a Niza podrá formarse noción clara de cómo iba cargandose de alegría y de sano contento del vivir el alma de Miguel, de cómo le brincaba y le retozaba el corazón descuidado. Villarreal, Castellón, Tarragona, fueron descansos para llegar a la cabeza del principado catalán. Acercabanse a Barcelona la activa, la poderosa, y contempló Miguel «el mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, la multitud de galeras que estaban en la playa, el tráfago incesante del puerto, los cañonazos del Monjuich» y le admiró el hermoso sitio de la ciudad y la estimó «por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, terror y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los extranjeros, escuela de caballería, ejemplo de lealtad y satisfacción de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso deseo».

Dejada Barcelona, pisó Cervantes la gaya tierra provenzal, suelo y cielo de poesía, tan semejante a la tierra andaluza por sus naranjos y olivos que Miguel se encontró allí como en su casa; pero no era ni fue nunca el paisaje lo que se apoderaba desde luego del espíritu de Miguel, sino la humanidad viviente y corriente, andante y agente la que le cautivaba. En un mesón de Perpiñán aprendió Cervantes cómo se pierde la libertad por un golpe de dados, y en otro mesón a pocas leguas de allí, en el Languedoc, supo el capricho del duque de Nemours, que tenía por toda Francia mensajeros buscándole mujer bella y solamente bella con quien casar. Confirmó que en Francia ni varón ni mujer dejaba de aprender la lengua castellana, y sintió patriótico orgullo. Una fría mañana de enero le pasmó la blanca e imponente grandeza de los Alpes, cuyas cumbres al sol ostentaban su vieja blancura eternamente nueva.

Pensad ahora en esta preparación espiritual, tan propia de un grande hombre y reconoced que el hado no existe, sino que la vida es quien cría y educa a los seres superiores. Cervantes a los veintiún años ha conocido lo que llenaría una de nuestras prosaicas existencias: y luego su vista se ha tendido por la llanura mediterránea y después han ascendido hasta las nieves alpinas sus ojos inquietos. Ya están preparados para verlo todo: ya miran desde una cumbre del Piamonte, la tierra de promisión. Italia sonríe a Miguel, con la amplia, bella, humana sonrisa con que siempre recibió a todos los grandes creadores de ávidos ojos y corazón audaz: y Miguel mira a Italia, que a sus pies se tiende, con una mirada que ni es la ardiente mirada de Aníbal, ni la mirada fría de Bonaparte, sino la suya, que entonces aprende a ver las cosas desde lo alto.




ArribaAbajoCapítulo X

La vida libre de Italia. -Milán. -Roma


Si uno de los psicólogos modernos, a quienes tanto hace cavilar el culto del yo y la autodisciplina, hubiese podido excogitar un plan para la eficaz ordenación de sus impresiones juveniles, muy probable es que su método no difiriese mucho del marcado por el itinerario de Cervantes en Italia.

Cuando Cervantes llega a Italia, es ya en ese bendito país cosa vieja, arraigada y que ha criado corteza lo que en las demás naciones se halla a la sazón alboreando. Italia es, para las cosas del espíritu la perfecta ama de casa, vigilante y madruguera, que despierta a la familia de Europa cuando ya ella tiene hecho lo más valioso de la labor. Los demás países le siguen o la imitan hasta que en ellos aparece una potencia creadora con raíz en el sentimiento popular, y constituye una originalidad literaria o artística apreciable. Pero Italia amanece antes que nadie, Italia guía, Italia aguijonea.

Cuando Cervantes llega a Italia, por lo mismo que todavía no tiene un temperamento artístico claro, puede darse cuenta con exactitud y provecho de las impresiones que la tierra, los hombres y las ciudades le producen. No lleva ánimo resuelto de que las cosas le parezcan de este o del otro modo, ni lecturas prolijas y enfadosos comentarios de pedantes han raspado los cristales de sus ojos ni los han embadurnado con ningún color previsto. Miguel es un mozo algo leído, pero no un erudito: es un curioso, pero sepase y digase claro que lo interesante para él es lo que vive, lo que palpita, lo que en vivo puede ser estimado, sin anhelo de copiarlo, sin intención de meterlo en la alquitara literaria y sacar espíritu, destilar esencia o licor. Más que las catedrales y los monumentos le seducen de Italia, como a su queridísimo y casi inseparable licenciado Vidriera, «las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías, el aconcha patrón, pasa acá manigoldo, venga la macarela, li polastri e li macarroni, la vida libre, la libertad de Italia». Ved aquí una hermosa, una franca y noble confesión, ¡la vida libre de Italia! Ved aquí la frase encomiástica de más fuerza que sobre Italia se ha escrito. Aquí no llegaron ni llegan los escritores modernos, y aquí es donde hemos de reconocer la más grande y bella expansión del alma de Cervantes. La vida libre de Italia, es decir, el contento, la suavidad del cielo y del ambiente, la dulzura del idioma, la lenidad y blandeza de las costumbres, la humanidad y cortesía del trato, la desaprensión y jovialidad de las maneras, como de país sin dueño que la tiranice, o con dueños temporales a quienes despide, a lo mejor entre carcajadas, infamándoles con los más graciosos y crueles dicterios.

Considerad ahora a este joven de veintiún años, a quien sólo durante dos de su vida ha oreado el corazón la inmortal alegría sevillana, y que ha pasado los demás viviendo en menguada estrechez en la corte de Felipe II, que es cuanto decirse puede para encarecer lo tétrico y negruzco de una existencia; ya viendo cómo sus compañeros de muchachez, cual Mateo Vázquez, iban tornándose esquivos, reservones y tiesos, encapotando su mocedad con la negra librea de palacio; ya padeciendo bajo la férula odiosa de los conceptos y de la retórica empalagante que comenzaba a invadir todo brillo de ingenio y todo fulgor y chispeo de espontaneidad, y ved las ansias de Miguel al irrumpir en Italia, aplaciéndose y regalándose con su amplio vivir y con su perenne felicidad.

Allí la vida es libre, y no hay más exacta ni más elocuente ponderación. Hablase como se quiere, sin temor a que de reojo y a pico de oreja haya un alma pía que se fije en las palabras y las denuncie en cualquier cámara negra. Las mujeres italianas halagan y miman la oreja con su hablar, propio de dioses niños. De ellas aprendió Miguel lo más dulce de su vocabulario, y si os fijáis, notaréis que en él hay algunos términos guerreros y marítimos de usanza italianesca; pero más rebosan y os acarician los italianismos en todos los pasos de amor y de ternura. Ya antes que Miguel, había recurrido el maestro fray Luis, para templar la bronquedad de nuestro idioma, a los místicos y almibarados requiebros de Petrarca; pero Miguel hizo más y mejor, puesto que la dulzura del idioma petrarquesco le fue puesta en los labios por otros labios femeninos, y vio manar las palabras tiernas tembloreando en las bocas sensuales y rojas de las mujeres, en aquella edad en que la mirada merodea errante derritiéndose de gusto, desde los ojos ojerosos que ríen, a la lengüecilla provocadora que entre los rojos labios se mueve.

Calló Miguel, como discreto, por desgracia nuestra, sus amoríos de los veintiún años; pero en el apresuramiento y zozobrosa pasión con que pinta otros amores mozos en sus novelas, bien se da a conocer que no desaprovechó las ocasiones, harto frecuentes, de aprender esa ciencia y de balbucir, deletrear, hablar por fin ese deleitoso idioma en la libre escuela de Italia.

Triunfales y fogosos ímpetus debieron de empujarle por la campiña milanesa, donde las abejas zumban, vagando desde los morales verdes a las cepas y parras, el campo muestra su túnica florecida y joyante, y porque la fertilidad y abundancia del suelo no parezca vulgar y monótona, a mano derecha la claridad vespertina alumbra la gigantesca crestería blanca de los Alpes, como una hilera de enormes nubes quietas, según el símil de Taine. El país es risueño y rico. Bordean los caminos ociosas y repuestas hosterías, donde Miguel conoció y cató la más incitante diversidad de vinos, «la suavidad del treviano, el valor del monte frascón, la ninerca del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candía y Soma, la grandeza del de las cinco viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora garnacha, la rusticidad de la chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del romanesco. Y habiendo hecho el huésped (dice El Licenciado Vidriera) la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos y a la imperial, más que real ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se olvidase de Rivadavia y de Descarga María». Este párrafo entusiasta es uno de los pocos en que el genio español muestra con franqueza la visión rabelesiana de la vida, rasgando los velos negros del misticismo y ascetismo en que se envolvía y arrebozaba por lo común. Aquéllas -pensaba Miguel- si que eran las verdaderas humanidades, gustosas de aprender, amables de recordar; y con su intuición de gran conocedor del vivir, presentía acaso el regodeo con que en la vejez remembraría los dulces tragos de Italia.

Entró con esto en Milán, la grande y riquísima «oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias». Satisfizo y colmó los gustos de Miguel aquella patria del placer y de la buena hombría, donde se estima el trabajo y las graves cavilaciones (Beyle lo dice) como una penitencia que es necesario aliviar, en lo posible, y lo esencial es reír, divertirse, ir de merienda y de excursión campestre y estar siempre, joven o viejo, enamorado, no a la manera lánguida y suspirona de los españoles, sino a la divertida y solazante usanza de los paganos.

Tres siglos después de pasar por allí Cervantes, varios hombres casados le decían al gran Taine: -«Tengo la desventura de estar casado. Es cierto que me casé por amor, que mi mujer es linda y buena, pero, ¡ay de mí!, ya no tengo libertad, ya no soy libre.»- Ved, pues, cuán hondo había calado nuestro mozo, humilde camarero de un personaje pontificio, al adquirir el concepto famoso que, ya viejo, había de esculpir en esa famosa frase: la vida libre de Italia. Por eso no da lo mismo que abriese los ojos a la vida italiana en Milán, o en otra parte: no, fue en la noble y jocunda Milán, donde las mujeres son bellas y andan alegres por las calles, oyendo los requiebros con un airecillo habitual y donde el idioma tiene cierta vibrante sonoridad elástica propia para la terneza y el chicoleo rápido, pero también para la sabrosa réplica. Cervantes las veía cruzar, activas y ufanas, las calles sombreadas de palacios marmóreos, divisaba sus cabezas descarnadas y finas, avizorando por entre las tocas negras, sujetas al pelo con un rosario de agujas de plata, que diadema parecía, y coreando su argentina voz, escuchaba el marcial repique de los machos en la fragua, de donde salían brillantes como preseas de novia, repujadas y meladas, incrustadas de oro y adobadas con plumas y sujetas por crujientes correones, aquellas armaduras que en todo el mundo eran preferidas; los cascos cerrados, las borgoñotas, los bacinetes, las corazas, las grebas, los quijotes y también las valientes y aceradas hojas que en vano intentaban competir con las de me fecit Joannes, con las del inmortal Julián del Rey, con las de Alonso de Sahagún, el padre, el hijo y el nieto, con las de Domingo el tixerero y toda la caterva ilustre de los espaderos que en las aguas del aurífero Tajo templaban, al ruido de la tradicional canción, las rojas ánimas. Todo Milán le apareció a Miguel como un chisporroteo de forja, y los mismos complicados y mareantes florones, agujas, ménsulas, doseletes, pináculos, estípites y gárgolas de la catedral parecían ebullir de un activísimo horno subterráneo, donde se forjasen mármoles en vez de aceros.

La visión amorosa y la visión marcial le embargaban las potencias. Quizás no tuvo tiempo de advertir cómo por las iglesias y palacios de Milán corría aún el espíritu infatigable, calenturiento de Leonardo, el gran sabio y el gran artista. No parece probable que tuviera ocasión de ver en el refectorio de Santa María delle Grazie la Cena, que ya entonces había comenzado a perder el vigor de sus colores. En cambio, ¿no es casi seguro que, al revolver de un esquinazo, tras el cortinaje de una ventana, tropezaran sus ojos con unos ojos inquietantes, con una boca llena de misteriosa ironía, con unas mejillas sensuales que contrastaban con la castidad y lisura de la frente limpia, sombreada por liviano velo? Reflexionad despacio si esas mujeres medio veladas que asoman a lo mejor por entre la frondosidad de la producción cervantina, esas mujeres de perfiles fugitivos, de las que sólo se entrevé el rostro un instante o la sonrisa medio cándida medio maliciosa, como la de la hija del oidor en el Quijote, o de las que se escucha el timbre y halago del cantar y del hablar, como Feliciana de la Voz en el Persiles, fueron creadas por un hombre a quien no ha sugestionado siquiera una vez el semi divino encanto de la ensoñada Gioconda. Pensad en la contextura italianesca de las mujeres del Persiles y de algunas novelas ejemplares y de algunas comedias, contextura que en estas obras teatrales nos ha hecho recordar a Shakespeare, quien de la cantera italiana las sacó asimismo, y decidme si no son estos finos perfiles y estos cernidos ojos y estas manos adorables y estos perturbadores hoyuelos copias de las mujeres de Leonardo, de la Gioconda, de Lucrecia Crivelli o de sus demás modelos, o de las hijas y nietas de sus modelos vivos.

Con estas imágenes en la memoria, sigue Cervantes su camino, atraviesa las montañas de mármol de Carrara, detienese en Lucca, «ciudad pequeña, pero hermosa y libre que debajo de las alas del Imperio y de España se descuella y mira exenta a las ciudades de los príncipes que la desean. Allí, mejor que en otra parte ninguna, son bien vistos y recibidos los españoles, y es la causa que en ella no mandan ellos, sino ruegan, y como en ella no hacen estancia de más de un día, no dan lugar a mostrar su condición tenida por arrogante». Ya en los alrededores de esta ciudad salta a la vista de Miguel un primer testimonio de la antigua grandeza romana: el anfiteatro, cuyas graderías de mármol carcomen y derrumban los siglos. Tal vez tiene tiempo de extasiarse ante una Madona de Fra Bartolommeo, ante unos frescos de Ghirlandajo; quizás, más bien se fije en que la risueña campiña va tomando un aspecto grave y adusto. Emanaciones lacustres descomponen la luz y excitan los nervios. La Naturaleza ha hecho que no se pueda ni se deba llegar a Roma sin hallarse poseído de la exaltación febril necesaria para dar a tanta grandiosidad el valor sentimental debido. ¿Cómo decirlo mejor que él mismo lo dice al comenzar el libro IV del Persiles? «Ya los aires de Roma nos dan en el rostro, ya las esperanzas que nos sustentan nos brillan en las almas, ya, ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión esperada». Una jornada antes de llegar, topa con el gallardo viandante que le enseña el libro Flor de aforismos peregrinos, primer álbum de pensamientos que la Historia recuerda.

Acercase a Roma, y viéndola «alegrósele el alma, de cuya alegría redundaba salud en el cuerpo y alborozósele el corazón, viendo tan cerca el fin de su deseo». Entró en Roma por la puerta del Pópulo, si no besando, deseando «besar una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada de la ciudad santa». Entonces pudo componer Miguel aquel soneto no superior ni inferior a cuanto había escrito antes.


    ¡O grande, o poderosa, o sacrosanta
alma ciudad de Roma! a ti me inclino,
devoto, humilde y nuevo peregrino
a quien admira ver belleza tanta...



Entonces pensó aquel magnífico elogio de Roma, reina de las ciudades del mundo. «Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así se saca la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unos a otros y por sus calles, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Appia, la Flaminia, la Julia, con otras de este jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del colegio de los cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró y notó y puso en su pensamiento.» Y nosotros también convendrá que notemos aquí cómo entran en el espíritu de Miguel las sensaciones de la cesariana grandeza de Roma, no cual en otros grandes poetas, por lecturas de Tito Livio o de Tácito, sino por propia vista de ojos; cómo es la suya desde antes de penetrar en Roma y todavía más al recorrer sus calles y templos, un alma del Renacimiento, hija de la melancólica y dulce alma de Tasso, cuyos laudes comenzaban a recorrer a la sazón todas las bocas.

Llega a Roma Miguel, cuando, rota Florencia, desde que los Médicis sentaron en la silla de San Pedro a su León X, Roma ha adquirido y empuñado el cetro de la inteligencia de Italia. Alboreó el esplendoroso día del Renacimiento en Florencia, pasó con el sol en el cenit a Roma y cuando a ella aportó Cervantes, el día iba declinando: tenía veinticinco años Torcuato Tasso, el gran poeta crepuscular, en cuyos versos el artificio cortesano inicia la decadencia, las armas ceden al amor y los guerreros vestidos de férreas mallas se quedan dormidos, mientras las ninfas les atan con guirnaldas de rosas y los amorcillos silvestres les hurtan la espada vencedora. Los ayes terribles del dolor se trocaban en dolientes plañidos femeniles y las carcajadas brutales del goce en leves sonrisas.

Llega Miguel a Roma y, con el séquito de Aquaviva, entra en el Vaticano, donde lo ve todo de cerca, lo nota todo y lo justiprecia todo. Recordad que en el Vaticano entró también y en aquel descomunal hervidero de pasiones sazonó y adobó su alma nuestro gran humorista de la Edad Media, aquel satírico Juan Ruiz, arcipreste de Hita, que, ¡misterios de la historia! también había nacido en la culta Alcalá de Henares.

Miguel, desde el tinelo y cámara de Aquaviva, conoce el Vaticano por dentro, y a la fresca risotada con que saludó la gracia fuerte y el sensual alborozo de Milán, sucede una risita de viejo, un fruncimiento de labios plegados finamente, como los de algunos cardenales de Rafael. El corazón de Miguel se enfría un poco entre los mármoles del Vaticano. Miguel reflexiona. A los pocos meses, ya está enterado y al tanto de todo. Un día, se cansa de tinelo y de servidumbre eclesiástica. Oye que a su amo van a nombrarle cardenal y no le agrada ser camarero ni seguidor de un señorón de vida quieta, suavemente intrigadora. Sabe que la guerra con el turco o con quien fuese, se avecina, y Miguel, que ya ha visto a Roma, requiere su espada y sienta plaza de soldado.




ArribaAbajoCapítulo XI

El tercio de Moncada. -Venecia. -La alegría de Italia


El maestre de campo don Miguel de Moncada era un noble caballero, vástago de uno de los más ilustres linajes de Cataluña: hijo de don Guillén Ramón de Moncada, señor de Villamarchant, y de su esposa doña Constanza Bou. Su vida fue una vida heroica y prudente, que es cuanto puede alabarse a un buen militar. Sirvió al rey desde la primera mocedad hasta la extrema vejez; sagaz en el consejo, pronto en la resolución, y en todo momento fuerte y valeroso, no hemos de imaginarnosle como uno de aquellos militares fanfarrones, de rojas mejillas, que pintó Velázquez, cuando ya Marte era un soldado borrachín, digno compañero de Menipo y del bufón don Juan de Austria, sino como uno de los personajes de pálido rostro, de negro justillo, de aguda y voluntariosa barba, a quienes saludamos todos los días en los cuadros del Greco. Ocurre aquí la reflexión de que probablemente el error en la manera de considerar a Cervantes y a su vida parte de esta confusión pictórica.

De Lope, y más aún de Calderón, podremos hablar recordando a nuestros amigos los caballeros velazquinos, pero de Cervantes no diremos pictóricamente nada acertado si no retrocedemos unos cuantos años hasta fijar nuestra imagen de las fisonomías, de los gestos y aposturas, inspeccionando los personajes que Teotocópulos dejó allí vivos en sus telas. Rara vez son linfáticos y adiposos estos señores: por su mayor parte son hombres espirituales, dotados de aquella finura atildada, que cuando se hermana con la valentía y la resolución, forman el carácter distintivo de los grandes períodos de la Historia; son caballeros tristes que miran al cielo con ojos extáticos, pero que si los abaten a la tierra, serán capaces de revolver en ella hasta meter en un puño a la humanidad. Y para que os representarais la vida militar de Cervantes y el empaque y estampa de las personas que en torno suyo anduvieron durante estos años, bueno sería imaginaros aquella fiera y arrogante figura del Centurión, que en el cuadro del Expolio de Cristo (sacristía de la catedral de Toledo) recibe en su coraza bruñida el reflejo, semejante a una llamarada roja, de la veneciana túnica del Redentor; y luego, el armado y pesante cuerpo del conde de Orgaz, don Gonzalo Ruiz de Toledo (Toledo, iglesia de Santo Tomé), cuya armadura milanesa es madre de la del conde de Benavente, velazquino: y por fin, el tropel, un poco fantástico, de soldados que rodean (en el cuadro del Escorial) al centurión Mauricio, y en cuyos ojos brilla la fe, aquella fe que no escrupulizaba en absolver de todos sus pecados y delitos a la picaresca.

Son esos soldados de flaco rostro, de aceradas y firmísimas piernas, de anchos pechos y atléticos bíceps, donde no hay sino músculo y vena, los soldados que conoció Cervantes, los que habían vencido en San Quintín con Pescara y con Leiva, los que tomaron a fuerza de sangre las crestas de las Alpujarras, y don Miguel de Moncada, a cuyo cargo corría uno de los cuatro tercios que en pie de guerra se hallaron prontos en Nápoles (siendo los otros tres el de don Lope de Figueroa, el de don Pedro de Padilla y el de don Diego Enríquez), era un caballero de aquella raza fina y fuerte que tan poco duró. Peleando en San Quintín, había sido prisionero y rescatado por sus deudos, pertenecientes a la casa real de Francia. En la guerra de Granada ganó el ascenso a maestre de campo, y desde allí pasó a Italia con su tercio de soldados viejos y aguerridos, más valioso por la calidad que por el número, pues a poco fue menester reformarle, agregándole dos compañías de bisoños.

Formaban el tercio de Moncada diez compañías cuyos capitanes eran Jerónimo de Gis, Marcos de Isaba, Pedro de Torrellas, Rafael Puche, Rafael Luis Terrades, don Enrique Centellas, Rodrigo de Mira, Melchor de Alveruela, Jerónimo de la Cuadra y Diego de Urbina. De los apellidos se infiere que los más eran catalanes, valencianos y aragoneses, gente brava y dura, caudillos indomables para quienes las fatigas del pelear eran un recreo y las tremolinas y rebullicios del campamento un descanso. El tercio iba con banderín alto muy mermada la gente, como se ha dicho. No debía de haber dificultad en que Miguel se alistase, entre otros tantos que a lo mismo acudieron.

Era el capitán Diego de Urbina, alcarreño, un famoso capitán de Guadalajara, como dice su inmortal soldado. Las gentes de Guadalajara y las de Alcalá de Henares se estiman como más parientas y paisanas que las de Alcalá y las de Madrid. Nada tiene de extraño que desde un principio el capitán Diego de Urbina conociese al animoso mancebo y se le aficionara, casi en concepto de conterráneo. Y ahora que ya tenemos a Cervantes dejando el hábito de camarero cardenalicio por el arreo bizarro y los colorines y plumas del militar pensemos lo que sería para él hallarse metido en la vida de la soldadesca, cruzando Italia de parte a parte, como, sin duda, entonces debió de recorrerla, gustando libremente todas las dulzuras que antes apenas le llegaran a los labios, siendo un hombre que de su ánimo y de sus fuerzas lo esperaba todo.

Entonces quizás atravesó el corazón de Italia, desde Roma hasta Ancona, y embarcando allí pasó por Ferrara a Venecia, «ciudad que a no haber nacido Colón en el mundo no tuviera en él semejante merced al cielo y al gran Hernán Cortés que conquistó la gran Méjico para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades -prosigue lleno de admiración- se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras con otros bajeles que no tienen número». Fuera yerro pensar que Cervantes, a sus años, hubo de absorber en su espíritu cuanto Venecia ofrece al turista de hoy, rebuscador de exquisitas y casi enfermizas emociones; pero aun más erróneo sería creer que no le quedó en los ojos la sensación del color y de la luz de Venecia y dudar que, pintor, él hubiera pertenecido a la escuela veneciana, madre de la madrileña, que es decir, lo más español de la pintura española: y de cuadros venecianos, de suave y descompuesta luz, que sobre unos terciopelos o damascos rojos, cae, señorial, están llenas las partes cortesanas de sus obras; y sus damas nobles son damas de Tintoretto y de Tiziano, bellas damas de cabellos rubios rizosos, de ojos entre pasmados y burlones, de alma sutil y antojadiza. Venecia era, además, entonces, señora de sus laberínticos pensamientos y dueña de sus enrevesados designios; casa y albergue de la perfidia, más temible que Florencia, a pesar de Maquiavelo, porque en Florencia sólo hubo uno y en Venecia cada ciudadano era un Maquiavelo pequeño o grande. Venecia, que tanto dio que hacer años después a Quevedo, mucho debió dar que pensar a Cervantes. Contabase entonces o no se contaba con los venecianos para todo, y singularmente para las empresas marítimas; lo que no se hacía era prescindir de ellos, en favor o en contra. El genio solerte de Venecia, nacido en sus umbríos y húmedos palacios y en sus canales, donde el silencio mora y la más endeble voz hace estremecerse a los nervios de punta, puso en la mente de Miguel lo que la luz de los canales le había puesto en los ojos. Fijaos en que habla él de Venecia con admiración, pero no con el entusiasmo que derrama al mentar a Milán la bonachona. Ésta era una impresión corriente en su época. A Venecia se la consultaba, se la temía.

Pero Miguel era, como español, amigo de visitar casas devotas, reliquias y monumentos de piedad, y hallándose en Ancona, no dejó de hacer el breve camino hasta Loreto y visitar la casa santa. Viejo y devoto, para sí o para los demás, recordaba con placer, cómo «en aquel santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retratos que daban manifiesto indicio de las innumerables mercedes que muchos habían recibido de la mano de Dios por intercesión de su divina madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas». No se ha de creer que este pedazo de sermón incrustado por Miguel entre sus apotegmas escritos en El Licenciado Vidriera refleje la situación de su ánimo al visitar la Santa Casa de la Virgen que se conserva en Loreto y contemplar la chimenea donde Nuestra Señora guisaba y adorar la escudilla en que servía las sopas a su esposo el Carpintero de Nazaret; sí que la Santa Casa llenó de emoción placentera a Miguel, y quizás le recordó su hogar lejano, del que no tenía noticias sino muy de tarde en tarde, o tal vez le llevó al magín la remembranza de la paz y sosiego en que, a tales horas, su buena y dulce hermana Luisa hilaba despaciosa y beata el hilo de la existencia en la rueca conventual.

Ni hemos de pensar que sólo en recorrer ciudades y visitar iglesias se ocupaba Miguel, a quien las obligaciones de soldado, a la verdad muy poco estrechas en tiempos pacíficos, traían y llevaban de una parte a otra en ocasiones, mientras que a veces le dejaban correr al filo de su capricho las abundantes hosterías, las regaladas casas de placer con que una Providencia pagana sembró el suelo itálico para hacer en él sabrosa y cara la vida.

Como siempre sucedió, no andaban las pagas de los soldados tan corrientes que no pasasen ellos por terribles alternativas de escasez y comodidad. Una temporada, apenas podía valerse el menesteroso militar, que tiritaba de hambre y de frío dentro de su coleto acuchillado y no por gala, sino por necesidad, y la siguiente se le veía pavonearse orgulloso, muy erizado de mostachos y muy abierto de faltriqueras, porque había cogido unas cuantas pagas de una vez. Siendo la compañía de Urbina compuesta de soldados viejos y conchudos, pronto aprendió Miguel todas las tretas y trazas de que se valían para conllevar estos perdurables vaivenes de la fortuna: y aquí admiramos algo de lo que ya habíamos notado en Sevilla y es cómo nuestro hidalgo tocó cien veces en los linderos del hampa y de la picardía y en todas ellas supo conservarse digno y entero, sin que de él se pudiera decir nada manchoso, lo que es tanto más estimable cuanto que las ocasiones de embarrar nombre y manos eran muchas, los aprietos grandes, la libertad sin límites y el temor que los soldados infundían bastante a asegurarles impunidad en todo caso. Leed las vidas de soldados que, sin ficción novelesca ni apresto imaginativo, nos quedan por ahí: la de Alonso de Contreras, la de Miguel de Castro, por ejemplo, y hallaréis en ellas mil pormenores que, aun cuando estéis por cima de la moral y profeséis la religión de los fuertes, de fijo os asquearán el estómago. De estas cosas veía Miguel un día y otro en la soldadesca, pero él sabía apartarse a tiempo y jamás sus manos llegaron adonde llegaban los ojos, más movidos de sana curiosidad que de torpe concupiscencia. ¿Y sabéis por qué supo siempre contenerse? Porque él poseía lo que a los otros faltaba, el ideal que a los genios conduce y que en tantas ocasiones les saca del fango, antes de hundirse en él, como a Cervantes, o después, como al canciller Bacon.

Este ideal de Miguel no satisfecho aún con el peso del arcabuz o de la pica en los hombros, le hacía penetrar cada vez más en el encantado jardín de la poesía italiana, que ya huerto propio le parecía. Aquí y allá topaba con sus fieles amigos los gigantes y los caballeros de ventura, hablando en bellos endecasílabos toscanos: ya en los interminables cien cantos del Amadís de Gaula, donde el viejo Bernardo Tasso ponía al servicio y en alabanza de los españoles su menesterosa inspiración, mal pagada por los franceses, ya en el Morgante, de Pulci, que entonces comenzaba a alborotar con sus berridos jayanescos a Italia, ya en el finústico Orlando enamorado, del caballero Boiardo. Comenzaban a correr de boca en boca las melosas octavas de Armida y de Herminia, de Reinaldo y de Tancredo, según iba componiendolas el eterno adolescente Torcuato Tasso, cuyo Reinaldos de Montalbán se escuchaba también, aunque sin tanto gusto. Hacíase un poco vieja la pastoril Arcadia, de Sannazaro, y todavía no era nuevo el Aminta. Aun no habían pasado sino dos años desde que se apagó la blanda voz del grande amigo de Garcilaso de la Vega, Luis Tansilo, a quien Cervantes admiró excesivamente. Circulaban por dondequiera, y no menos que en libros, en tertulias y en pláticas de trattoría y de cuerpo de guardia, los cien mil sabrosos cuentecillos de los novelieri, las graciosas e inocentes narraciones de Massuccio Salernitano, las profundas y venustísimas del gran Boccacio, los licenciosos relatos del descocado fraile Agnuolo Firenzuola, los sangrientos dramas narrados por el obispo Bandello y por Luis da Porto, las cien fábulas terroríficas o Ecatommiti de Giraldo de Ferrara, llamado Cinthío.

De los salones del Vaticano y de los palacios cardenalicios había saltado a la calle la comedia desvergonzada y procaz, en que se pintaban al desnudo todos los vicios de la sociedad italiana: la Lena, o Celestina de Italia, que compuso el desmandado Ariosto; la Calandra, del proto-impudente cardenal de Bibbiena; la Cortesana y la Talanta, del obscenísimo Pedro Aretino, y la bella, la amplia, la graciosa y la única Mandrágola, del secretario Maquiavelo. Cachos de escenas picantes y de satíricos diálogos de estas comedias andaban ya por calles y plazas sazonando las antiguas groseras burlas de Colombina, Arlequín y Casandro, nietos del Maccus y del Bucco latinos, que corrían la tunesca vida por todos los campos, villas y aldeas del papa y de los príncipes y señores italianos.

Embebecido en tan gustosas contemplaciones andaba Miguel cuando, con voces más fuertes que nunca, resonó por toda Italia el cansado y repetido tema: -¡El turco baja, baja el turco!- y toda Italia miró hacia Venecia, sabiendo que los venecianos poseían el secreto del porvenir. Afligióse el papa, santísimo varón a quien hoy se venera en los altares; Felipe II compartió la zozobra y temor de la cristiandad. Cada uno dispuso las galeras y fuerzas que pudo. Nombró el papa a Marco Antonio Colonna; Felipe II a Juan Andrea Doria y a don Álvaro de Bazán a las órdenes de éste. En los últimos días de mayo de 1571 supose en todas partes que se había formado la Liga contra los turcos. Los sagaces mercaderes de Venecia habían pesado y comedido sus intereses, y ayuntaban sus fuerzas a las del papa y a las de los españoles. Al frente de ellas venía, no ningún Doria ni ningún Colonna, sino el propio hermano del rey, a quien los soldados llamaban, con filial y cariñosa confianza, el señor don Juan.

Entre mayo y junio se completó el tercio de don Miguel de Moncada. Rumores de guerra corrían por todos lados, y con ellos escalofríos de contento. Mar y tierra se aprestaban para el combate; el cielo primaveral miraba y parecía oír, azuleando benigno, el estridor de los mosquetes y el golpear de los remos. Miguel sentía su alma poseída de impaciencia heroica. La esperada puerta se abría de par en par.




ArribaAbajoCapítulo XII

El señor don Juan en Génova. -Los héroes de verdad. -La escuadra en Mesina


¿Conocéis personalmente al señor don Juan de Austria? Existe en el Prado un admirable retrato suyo, de mano italiana, torpemente atribuido a Sánchez Coello. El señor don Juan es un hermoso mancebo sonrosado y rubio, de larga y fina pierna, de pie femenil, que trenzados borceguíes aprisionan. Las manos son descarnadas y agudas: en la izquierda y en su dedo índice, un anillo de mujer con un rubí, un diamante y un berilo tallado en forma de corazón, acredita y publica lo que dijo el señor de Brantôme, «que fue don Juan muy amado y bien avenido con las damas». Así lo declara también el brazal rojo que la diestra manga ciñe. Así lo corroboran los ojos audaces, pardos, con claras irisaciones y la apasionada expresión del entrecejo, mucho más humano que el de Felipe II, y la tembladora vibración de las alillas de la nariz. Pero hay en la planta y en otras partes y señas de la figura algo marcial que se sobrepone al no sé qué amoroso emanado de su persona. Los cabellos de don Juan son castaños, no del rubio frío que encrudelece el semblante de su regio hermano; el empinado bigotillo juvenil y el asomo de barba que en la barbilla se espesa ligeramente, el alto frontal un poco fugitivo y el tupé rizoso que descuella entre el pelo cortado militarmente al rape, si casan bien con los gregüescos de seda roja y oro, entre cuyas cintas se parece un puñalillo, buido y damasquinado tal vez por Benvenuto, y con las calzas de color salmón, no parecen mal sobre la coracina milanesa y sobre la menuda malla de las mangas de acero, ni contradicen al bastón de general y almirante ni a la bella espada de combate, larga de defensas, dorados los gavilanes rectos. No era sólo don Juan querido de las damas: mejor le querían aún sus soldados, porque hay en la soldadesca, como en toda reunión de hombres movidos hacia un fin, y máxime cuando a ese fin ha de sacrificarse vida y sosiego, un acierto, instintivo pero seguro para conocer quién es el hombre digno de ser seguido y acatado. Prestigios militares más grandes que el de don Juan los había entonces. Entre los mismos generales que a sus órdenes se aprestaban estaba el gran Juan Andrea Doria, en cuya frente aun no se habían ajado los laureles de Trípoli, y con otras divisiones de la Liga marchaban Marco Antonio Colonna, don Álvaro de Bazán, un Venier y un Barbárigo, venecianos, hombres de mar y de guerra, fuertes y capaces. ¿Quién duda que la empresa era ardua y difícil? ¿Quién no comprende que Felipe II, al designar para el mando a su hermano, lo hizo, impasible y frío, pensando que si don Juan salía adelante sería un gran bien para la cristiandad, pero si salía mal, la lección resultaría severa y bienhechora para el orgullo del animoso joven?

Por eso hemos de representarnos a don Juan en aquella misma disposición en que el retrato nos le pinta: rojo de emoción y de alegría, poseído de cuán formidable era la misión que había de cumplir, pero no desconfiado en sus propias fuerzas: bajo la dulzura de los ojos garzos, inscritos en los arcos finísimos de las cejas, el bigotillo ralo, pero indómito, se hispía y la quijada saliente de los Austrias, fuerte y voluntariosa, mostraba indomable decisión.

Con estos ánimos, entró don Juan en Génova al frente de cuarenta y siete galeras, en las que iban los tercios de don Lope de Figueroa y de don Miguel de Moncada, el 26 de junio de 1571.

Se había reforzado en Nápoles el tercio de Moncada con dos compañías. A allegarlas asistió Miguel, donde pudo notar «la autoridad de los comisarios, la comodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más de los necesarios, y finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecía». Corrió entonces rápidamente, vestido de papagayo, como él dice, las anchurosas vías de Nápoles, gustó la dulzura de su clima y la esplendidez de su cielo, en términos que de Nápoles quedó prendado para toda su vida, y este enamoramiento, recrecido en época no muy posterior, se le albergó en el alma, de suerte que, viejo y falto de ilusiones, aun conservó siempre la muy halagüeña de volver a Nápoles, y como desterrado de Nápoles se estimó en la edad madura y en la anciana.

Cuando el tercio salió de Nápoles, ya había embarcado Miguel para viajecillos y excursiones cortas; pero, sólo en la jornada de Nápoles a Génova, viéndose apelmazado con otros muchos cientos de hombres, en las bodegas y sollados de las galeras, pudo sorprenderle «la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas». Dando bandazos y corriendo borrascas navegaban las galeras a lo largo del mar Tirreno. Como la travesía era corta, habían amontonado en ellas cuanta tropa inhumanamente cabía y más, así que, «trasnochados, mojados y con ojeras llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova, y desembarcándose en su recogido Mandrache, después de haber visitado una iglesia, dio con todos sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus...» Génova se ofrecía, en aquel comienzo del verano, «llena de adornados jardines, blancas casas y relumbrantes chapiteles, que, heridos por los rayos del sol, reverberan en tan encendidos rayos que apenas dejan mirarse».

Génova es, para Miguel, una visión de oro y de gloria: es de esas ciudades anfiteatros que miran al Poniente, y a las que el sol obsequia con sus más gratas, largas y amantes caricias: como Lisboa, como Oporto, como Nápoles. Estas ciudades hablan a los espíritus que las interrogan, no ya de risueñas esperanzas, cual las ciudades que miran a Oriente, sino de inmediatas y ricas realidades. Estas ciudades son la promesa a punto de cumplirse, son la víspera, que es el día más feliz de la existencia. Nuestro Miguel llega a esta ciudad ya hecho soldado, con la viveza y osadía del bisoño, sin las camándulas del soldado viejo. Ha comenzado a entrever, pero aun sabe poco, «del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas...» Y Génova es entonces, como ahora, un punto de partida para empresas arriesgadas. Entonces, como ahora, pisan, afanados, sus muelles, miles de soñadores pálidos, sueltos, mílites en el eterno batallón de la miseria, que es de donde salen los héroes y los santos. Entonces, como ahora, junto a sus muelles, abren las fauces los navíos, inconscientes y fatales portadores de ilusiones al porvenir desconocido. ¿No os habéis parado nunca a considerar, en un muelle de puerto o en una estación de partida, las caras ansiosas de los que se marchan? Mal podréis entonces figuraros lo que para Miguel era aquella primera salida hacia la gloria o hacia la muerte.

Esa indecible afinidad que hace paralelos los afanes del príncipe y los del humilde proletario, emparejaba en aquellos días los anhelos de Miguel y los de don Juan. Ved aquí las dos almas grandes de la jornada futura viviendo en la misma ciudad, cruzándose o rozándose acaso un día y otro, sin saberlo, como tantas veces pasa uno al lado de la ventura o del amor que una mujer rebosa, y por azar, y caso de fortuna, las dos paralelas no llegan a juntarse jamás. El general y el soldado eran dos grandes hombres, casi de una edad: veintiséis años tenía don Juan; veinticuatro no cumplidos Miguel. A ambos les nimbaba la color del rostro, antes blanca que morena, la naciente barba rubia o taheña; ambos tenían alegres y esperanzados ojos, brincadores nervios, corazón resoluto; ambos eran soldados por inclinación y por necesidad, pues don Juan, si no lo hubiera sido, habría tenido que encapuzarse en una veste eclesiástica y pasar la vida holgona en arzobispado o colegio cardenalicio; ambos eran amantes y amados de las mujeres; ambos llevaban el mismo decisivo y máximo interés en la empresa.

En Génova esperaron más de un mes que volviese don Miguel de Moncada con recaudo de que los venecianos remolones se hallaban apercibidos, y, con el calor de agosto, vuelto don Miguel, marcharon todas las tropas a Mesina.

Los viñedos, los granados y los olivares de Sicilia recibieron a Miguel con la verde y fragante sonrisa de su frondosidad fecunda. Las olas hirvientes del estrecho cantaban estruendoso himno de guerra. El ancho puerto iba tragandose galeras y más galeras, cuyas bocas vomitaban hombres y más hombres. El señor don Juan iba y venía de un lado para otro, la faz enrojecida por la faena y el calor, la vista certera, la lengua pronta, el oído atento a la murmuración del jefe como a la queja del más mínimo soldado. A mediados de agosto llegaron las galeras de España mandadas por el genovés Juan Andrea Doria y pudo Cervantes contemplar la egregia figura de este probado general, que tan de cerca había visto la muerte y la inmortalidad, y que había sabido domeñar a aquélla para lograr ésta.

Grave, altanero y silencioso, Juan Andrea parecía uno de aquellos venerables y sabios paladines que, hartos de guerras y amores, se retiraban a los umbríos bosques o a los encantados palacios en los libros de caballerías. Traía Doria en sus galeras dos compañías viejas de su dotación, que hoy llamaríamos de desembarco o de infantería de marina: hombres bragados y barbudos, a quienes nada quedaba por ver en mar ni en tierra, viejos héroes de Trípoli, curtidos en la faena belicosa. Miguel contemplaba aquellos semblantes de cordobán, aquellas barbas entrepeladas, aquellos ademanes calmosos y despreciativos: unos eran italianos, alemanes otros, alguno portugués, muchos españoles de la costa levantina, pero todos ellos parecían pertenecer a una misma nación entrevista en pergaminos viejos, en el Romancero ponderada, en las vagas relaciones de América engrandecida y cuya progenie en los libros caballerescos parecía con toda su sangre y su verdadero color. Ni el lenguaje ni el sentimiento, ni lo que por dentro tenían, ni lo que por fuera revelaban, les hacía parientes de Amadises y Esplandianes, ni tampoco de Héctores y Ulises: sí la robustez de sus hombros, la imponente fiereza de sus bigotes, lo denegrido de su cuero, las cicatrices de rostro y manos.

Distribuyeronse, conforme iban llegando las tropas, las fuerzas que habían de embarcarse en cada nao. Tocaron a las galeras de Juan Andrea Doria dos compañías del tercio de Moncada: la de Rodrigo de Mora y la de Diego de Urbina. Fue Miguel destinado a la galera Marquesa, que mandaba un italiano, Francisco de Sancto Pietro. Pronto se vio Miguel mezclado con aquellos héroes cuyas trazas le llenaron de admiración. Ingenioso como era, luego supo, sin hostigarles con preguntas impertinentes de novato, sondearles al alma. Quejabanse todos de su vida y, entre reniegos y blasfemias, juraban dejarla en cuanto pasase aquella función naval que prometía ser buena de ver: mostraban en sus dichos hallarse dominados por instintos bajos y groseros, brutales impulsos de pendencia estúpida, incoercible amor a la borrachera, crueldad incomportable y endémica fullería en materia de juego. En su trato, aprendía Miguel lo que son los héroes vistos de cerca, en los pasos de la vida corriente y lejos del trance épico o histórico. No había tanta diferencia entre aquellos bravos efectivos, y los guapos, jaques y hombres de la fanfarria de Sevilla. Quizás las compañías de Juan Andrea Doria, transportadas al Compás de la Laguna o a las oliveras de Aznalfarache, no valdrían más que los mozos de la heria y del pendón verde. ¿Qué era, pues, el valor, qué el heroísmo?

El 25 de agosto escribía don Juan a don García de Toledo, diciéndole haber visto a Marco Antonio Colonna con las doce galeras de Su Santidad, «que están bien en orden». Así como las galeras de Doria eran las del tronido y la furia, las galeras del papa, mandadas por Colonna, eran las de la holgura y la riqueza: bien proveídas de todo, bien estivadas de armamento y municiones, bien pagadas sus tropas y mandadas por un príncipe de la casa más ilustre de Italia en armas y letras. Vio Miguel a Marco Antonio Colonna, y retiñeronle en el oído los divinos sonetos platónicos de aquella bellísima y honestísima, sabia y dulce marquesa de Pescara, Madona Vittoria Colonna, que mereció los brazos del vencedor de Pavía, la amistad de Miguel Ángel y los laudes del cardenal Bembo. Espléndidamente pagados por el rey de España los servicios de los Colonnas, aun tuvieron como recompensa más rica y apetecible la admiración de Cervantes.

Poco después llegó la armada de los venecianos, al mando de Sebastián Venier, con cuarenta y ocho galeras, seis galeazas y dos naves.» Éstas -decía don Juan- no están tan en orden cuanto yo quisiera y fuera necesario al servicio de Dios y beneficio común de la Cristiandad. Hame certificado el dicho general -añadía- que muy en breve se esperan otras sesenta galeras que tienen en Chipre.» De nuevo aparecía aquí a los ojos de todos, a los de don Juan como a los de Miguel, el espíritu rebelde e insubordinado de Venecia, su independencia mal disimulada, la doblez y desgana con que acudió a la Liga. «Las galeras de venecianos -escribía don Juan, ya un poco amostazado, el 30 de agosto- comencé a visitar ayer, y estuve en su capitana. No podría creer vmd. cuán mal en orden están de gente de pelea y marineros. Armas y artillería tienen, pero como no se pelea sin hombres, poneme congoja ver que el mundo me obliga a hacer alguna cosa de momento, contando las galeras por número y no por cualidad. Con todo esto procuraré de no perder ocasión en que pueda mostrar que por mi parte he cumplido con mi obligación.» Palabras que, siglos después, y en daño nuestro, copió, sin saberlo, el vencedor de Trafalgar. Y dictadas éstas, añadía de su puño y letra don Juan: «Quiero añadir al mal recado en que vienen venecianos otro peor, que es no traer ningún género de orden, antes cada galera tira por do le parece; vea vmd. qué gentil cosa para su solicitud en que combatamos».

Impertinentes y altivos los venecianos, como hombres sin dueño ni señor, no se dejaban dirigir ni dominar por la autoridad de don Juan; quizás su espíritu burlón forjaba epigramas contra el gallardo mancebo que ostentaba en las manos anillos mujeriles con corazones de esmeralda; acaso pensaban ellos y otros muchos que no era lo mismo vencer por tierra a unas cuantas falanges de forajidos moriscos, como los de la Alpujarra, que acometer por mar contra la temida escuadra del turco, a quien toda la cristiandad tenía por invencible. Resistíanse, además, los venecianos a recibir en sus galeras a los soldados españoles, diciendo que ellos se habían obligado a pelear con sus navíos, no a servir para el transporte de tropas. Había, acaso entre las galeras venecianas mucho barco mercante, que la muchedumbre de soldados podía averiar o inutilizar. Por fin, después de cabildeos y consejos entre sus jefes, «estos señores venecianos -escribió con una punta de ironía don Juan, en 9 de septiembre- a la fin se han acabado de resolver en tomar en sus galeras cuatro mil infantes de los de Su Majestad, dos mil quinientos españoles y mil quinientos italianos». Antes habían llegado las sesenta galeras venecianas de Creta.

El anchuroso puerto de Mesina era un bosque de mástiles y una Babel de gentes de todas las castas y lenguas. Miguel estaba excitado, alborozadísimo. En igual situación se hallaba don Juan, viendo cómo iban zanjándose las dificultades. Pensaba salir con la escuadra el 9 o 10 de septiembre, «tan a punto y en orden de pelear como si oviese de encontrar la del enemigo a la boca del puerto».

El 15 de septiembre se hizo a la mar la escuadra, dividiéndose en tres armadas de combate, una de descubierta y otra de reserva. En la tercera escuadra de combate, que ocupaba la izquierda, al mando del proveedor general de Venecia, Agustín Barbárigo, navegaba la galera Marquesa. A popa, viendo huir las olas verduzcas y blancas, un soldado español, recitando como si cantase las heroicas estrofas del Orlando, soñaba los tiempos de las viejas Caballerías:


Ben furo avventurosi i cavalieri
ch'erano a quella etá...






ArribaAbajoCapítulo XIII

La Isla de Ulises.-El día de Lepanto


Como naves cargadas de flores y frondas, al aire esparciendo los desmayados olores setembrinos, espesos del mosto que reventaba en los dorados parrales, las islas Jónicas parecían navegar de Albania a Sicilia, dudando entre la belleza de una y de otra costa. Caliente soplaba el aire de la Gran Sirte, hinchando las velas hacia el Adriático. Las galeras venecianas recorrían el mar Jónico y se acercaban al canal de Otranto, como quien abre la puerta de su casa para entrar en ella. El turco había doblado la costa de Morea; se le había visto desde Cefalonia y desde Zante. Prudentes los venecianos, aconsejaron a don Juan tomar un reposo antes del ataque, y se encaminó la escuadra a Corfú, donde la gran ensenada o laguna de Govino podía abrigar a la escuadra mientras se disponían los últimos apercibimientos.

La galera Marquesa navegaba alegremente por aquellos sitios. Entre los marineros y los hombres de guerra que llevaba, pronto escuchó Miguel un idioma que canto dulce parecía: certificó ser griego, y aun cuando él no lo entendía, luego, evocadas por tal música las bellas imágenes de la poesía antigua, le llenaron de contento. Divagando por entre una y otra isla, no tardaron las naves en llegar a la de Corfú. Inefable emoción inundaba el alma del joven soldado; no vayáis a pensar que era la misma ansia que siglos más tarde guió por aquellos sitios al gran poeta inglés, soldado también, contra la tiranía. No: Miguel era un poeta muy otro que lord Byron. No hemos de poner en su alma ni un grano de romanticismo circunstancial y de ocasión. Miguel va en la galera Marquesa mareado, asfixiado, comido de pulgas y piojos, asqueado por las groserías de la chusma, lleno de todas las aprensiones posibles, menos de miedo. Los héroes de leyenda, los bravos de atezado rostro, despiertanle un interés grande, pero que pronto, con el trato, se amengua y disminuye. Un héroe a diario es un ser insoportable.

En la galera, que tiene escasísimo tonelaje, van cientos de forzados, de marineros y hombres de armas. Miguel va deseando saltar a tierra, lavarse cara y manos, lujo imposible en aquellos recintos, de tortura, y mover brazos y piernas. En estos pensamientos, la costa corfiota le aparece como una de las riberas del Paraíso terrenal. Acercanse a ella, y un pormenor, en que los demás no se fijan, extasía a Miguel. Junto a la desembocadura de un manso río, solas mirándose en las aguas, dos olivas, una silvestre o acebuche, de afiladas hojas, y otra machote, sin injertar, de acarrascada pinta, parecen dos amigos que se confían algún secreto. El paraje es tan sugestivo, que a Miguel le asalta un recuerdo clásico: el de la llegada de Ulises a la tierra de los Feacios, en el canto V de la Ulisea; y ya que no en griego, rumia en la traducción latina que le enseñó el licenciado Jerónimo Ramírez, o que acaso leyera en Sevilla con algún alumno de la casa de maese Rodrigo los consoladores versos homéricos:


       ...duo autem inde subiit arbusta
ex uno loco enata, hoc quidem, oleastri, íllud autem oleæ...



Y Miguel, con el estómago levantado y la cabeza vacilante, recuerda las fatigas del héroe griego, y como él considera providencial asilo la playa de Corfú. Después hace memoria, y cae en la cuenta de que su imaginación no era vana. Aquella playa es la playa misma de los Feacios, que acogió benéfica a Ulises el errante. Aquel río es el río donde lavaba Nausicaa, la virgen de los brazos cándidos... Allí, en un recuesto, se divisa el sagrado bosque de álamos blancos que los ascendientes del rey Alcinoo advocaron a Minerva, la diosa de la sabiduría. La imagen del aventurero, del prudente Ulises alboroza el corazón de Miguel. Pronto, tripulaciones y sollados saltan a tierra, y Miguel se regala el oído oyendo hablar el dialecto jónico, tal como en el banquete de Alcinoo lo cantaba o declamaba Demódoco, el vate del viejo poema. La suavidad del clima jónico le baña el espíritu a Miguel, y las aguas del río caro a Nausicaa bañan su cuerpo.

Pero, por desgracia, los hombres del día no son como los héroes de la Ilíada. La isla de los Feacios, Corfú en lenguaje moderno, es una bella isla donde se padecen continuamente cuartanas. Miguel cae enfermo con la calentura, y se traslada a la galera Marquesa. Allí se acurruca en un rincón, tirita, se abrasa, delira, se encuentra solo entre una muchedumbre de soldados que juran, gritan, beben y a quienes no se les da nada que haya entre ellos un enfermo, o dos, o ciento, porque están hechos a beber y vivir entre montones de cadáveres, y no tienen olfato ni cutis para las miserias ajenas ni para las propias. Sólo hay entre aquellos basiliscos un hombre humano y compasivo. Llámase Mateo de Santisteban: es de Tudela, en el reino de Navarra, hombre franco y de animoso corazón, alférez de la compañía aumentada en Nápoles al tercio de Moncada, la cual manda el capitán Alonso de Carlos. Santisteban atiende a Miguel a ratos; tal vez avisa a su capitán, Diego de Urbina, y este valiente alcarreño anima a su medio paisano el de Alcalá de Henares, cuya fisonomía no le es desconocida, entre las otras doscientas de los soldados a sus órdenes. Mas tanto Urbina como Santisteban tienen mando, y con él mil cuidados e incumbencias. Cervantes pasa lo más recio de la calentura solo y desamparado en su rincón, mal envuelto en una frazada, por donde las chinches pululan, y defendiéndose de las ratas, que de noche, y aun de día, en la obscuridad de la bodega, acuden a roerle las botas.

La fiebre y la impaciencia abrasan a Miguel. Un día y otro oye noticias de los movimientos de la Armada. Los soldados viejos hablan poco de esto y mucho de vino y de pendencias. Los bisoños disparatan lindamente, y mal disimulan el miedo que va invadiendoles al sentir acercarse la acción. Miguel no sabe en qué día vive ni qué hora es. Amodorrado y enflaquecido, le sostiene la esperanza, la fuerza misteriosa que guía las escuadras y los mundos.

Una mañana, la del 7 de octubre, tremenda algarada se escucha a bordo. Como de costumbre, los soldados dejan solo a Miguel en su rincón, pero pronto los ve tornar apresurados, pálidos unos, rojos los otros, llameantes las pupilas, los pasos trémulos, las manos torpes. ¡Arma, arma! son los gritos que suenan. El ataque ha llegado. De pronto las cuadernas del barco crujen, todo el maderamen tiembla y un rosario de estampidos anuncia que la Marquesa acaba de disparar su primera andanada. Miguel, suelta la manta, se encasqueta el acerado morrión, va en busca de su arcabuz. Las piernas le flaquean, la cara tiene amarilla como un desenterrado.

Sobre cubierta, tropieza con su capitán, con el alférez Santisteban, con otro alférez montañés que Gabriel de Castañeda se llama. Todos, al ver aquel soldado amarillento y ojeroso, desencajada la faz y turbia la vista, le dicen que se resguarde y ampare bajo cubierta, pues no está para pelear. Pero Miguel ha visto ya el fuego, ha respirado el humo, ha olido la pólvora. La ocasión es única, la muerte nada importa. Caen acá y allá muertos y heridos. Gritan a una ¡a-vante! ¡bo-ga! los forzados en sus bancos. Estampidos que no se sabe de dónde salen aturden las orejas y enardecen los ánimos. Miguel no quiere volverse a su rincón. Miguel es un hidalgo, tiene vergüenza, osadía le sobra. ¡Qué dirían dél, que no hacía lo que debía! Son sus mismas palabras. Miguel, excitado por la fiebre y por el peligro, endereza a sus amigos y jefes un pequeño discurso que nos ha transmitido el alférez Gabriel de Castañeda con la calmosa puntualidad de los montañeses: -«señores -dice el Ingenioso hidalgo de Alcalá-, en todas las ocasiones que hasta hoy se han ofrecido de guerra a Su Majestad y se me ha mandado, he servido muy bien como buen soldado, y así ahora no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad y morir por ellos, que no bajarme so cubierta. Póngame vmd., señor capitán, en el sitio que sea más peligroso y allí estaré y moriré peleando.» Con estas generosas palabras, Miguel muestra el gesto y ademán de los héroes antiguos, que no deja lugar a réplicas. El capitán, Diego de Urbina, que ya iba aficionándose a su medio paisano, menea la cabeza pesaroso y, como quien abandona a la destrucción una valiosa prenda que aun podría servir de mucho, manda a Miguel colocarse en el lugar del esquife con doce hombres. ¿Por qué se distingue a este soldado de los otros y en el momento del combate se le confía un mando, siquiera sea tan pequeño? ¿Qué hay en sus ojos, en sus palabras, o en su apostura y planta?

Cumpliendo sin vacilar las órdenes de Urbina, va Miguel a ocupar su puesto. Desde allí se otea y divisa el lugar de la batalla y por entre los jirones que en nubes de humo se abren a ranchos, se ven las tajantes proas, los amenazadores espolones, los ganchos y puntas de fierro con que unas galeras tratan de engarrafar a otras para el abordaje. Miguel ve pasar, envuelto en un nimbo de fuego y de humo, volando en ligero esquife sobre las aguas, mensajero de la victoria, el colorado y rubio rostro surgiendo bajo el casco argentino, un hermoso mancebo semejante al arcángel San Miguel que adorna como una llama de oro, de sangre y de plata los retablos góticos. Es el señor don Juan, la espada desnuda cuyos gavilanes de oro relumbran al sol en la diestra, y en la siniestra el crucifijo de marfil y ébano. Va gritando oraciones o blasfemias, va incólume, impávido, sereno, presentando el pecho a las balas que cruzan el aire y centellean en las bandas o se hunden silbando en las aguas verdosas, pesadas del golfo. Todos los hombres de guerra le miran, todos tienen fe en él, y su arcangélica aparición les excita y les embravece. -¡Víctor, víctor, el señor don Juan!- gritan enronquecidos y fieros los españoles. Los aguerridos venecianos callan absortos. Nunca vieron tanta audacia en tan pocos años.

Pronto la visión desaparece y el mar pare nuevas y nuevas bandas de galeotas turcas que, en cerrado escuadrón, van acercandose. Ya se oyen distintos y claros en ellas los gritos de los cristianos que van al remo. Son griegos, italianos, españoles, que reman con furia, sin que hayan menester en tal sazón los rebencazos crueles del cómitre. Más de lo que los turcos quisieran quizás, se acercan sus naves a las cristianas. De los bancos ocultos salen hacia la escuadra de la Liga voces angustiosas de ánimo y de súplica. -Aquí estamos, cristianos somos, sacadnos del cautiverio. ¡Por Cristo! ¡Por la Virgen María!, por la Santa Madona- y al compás de los gritos los pechos jadean, fatigosos.

Los ávidos ojos de Miguel ven entonces «embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso; las cuales, enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado (y este soldado es él mismo, que treinta años después lo contaba) más espacio del que conceden dos pies de tabla del espolón, y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan, cuantos cañones de artillería se asestan en la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y, con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar, que, apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mismo lugar; y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. ¡Bien hayan -seguía pensando Miguel, al verse en este trance que, como quien por él ha pasado, contó- bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de artillería..., la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizás huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos!»

Y así, como él mismo lo contaba y nadie mejor que él, sucedió punto por punto. Con la extraña acuidad y lucidez que la fiebre alta y el peligro y cercanía de la muerte comunican a todos los espíritus, recorrió Cervantes en aquella alta y memorable ocasión, la mayor que han visto los siglos, todo cuanto había discurrido, proyectado y soñado en su corta vida; cruzaron por su mente las ilusiones de la gloria, los halagos de la fama poética, tal vez se acordó del estudio de Madrid, tal vez le aparecieron juntos a la fantasía la tierna imagen de la reina doña Isabel y el bonachón semblante del maestro López de Hoyos, la bella e incitante figura de su hermana Andrea y el monástico perfil de su hermana Luisa. En medio de estas imaginaciones, un golpe recio y un intensísimo frío le paralizaron la mano izquierda. Miró Miguel y vio que de ella le manaban chorros de sangre; pero aquello era poco. Sin retorcer labio ni ceja, sufrió el dolor de la herida. La calentura y el orgullo le sostenían en su puesto, no menos que la curiosidad y el ansia de ver cómo terminaba, si terminaba, el combate.

Sin duda no vio que frente a él, en la galera turca que a la Marquesa acometía, dos pares de ojos traidores acechaban a aquel soldado, a quien herido en la mano veían e impertérrito en su lugar. Dos balas al mismo tiempo disparadas de sendos mosquetes buscaron el pecho de Miguel, y casi le derribaron por tierra... Roja nube le cubrió la vista y un rato le privó del sentido.

Escuchad cómo lo cuenta él mismo:


    «...En el dichoso día que siniestro
tanto fué el hado a la enemiga armada
cuanto, a la nuestra favorable y diestro,
    de temor y de esfuerzo acompañada,
presente estuvo mi persona al hecho,
más de esperanza que de hierro armada.
    Vi el formado escuadrón roto y deshecho
y de bárbara gente y de cristiana
rojo en mil partes de Neptuno el lecho.
    La muerte airada con su furia insana
aquí y allí con priesa discurriendo,
mostrándose a quién tarda, a quién temprana.
    El son confuso, el espantable estruendo,
los gestos de los tristes miserables
que entre el fuego y el agua iban muriendo.
    Los profundos sospiros lamentables
que los heridos pechos despedían
maldiciendo sus hados detestables.
    Helóseles la sangre que tenían
cuando en el son de la trompeta nuestra
su daño y nuestra gloria conocían.
    Con alta voz de vencedora muestra,
rompiendo el aire, claro el sol mostraba
ser vencedora la cristiana diestra.
    A esta dulce sazón, yo triste estaba,
con la una mano de la espada asida
y sangre de la otra derramaba.
    El pecho mío de profunda herida
sentía llagado, y la siniestra mano
estaba por mil partes ya rompida.
    Pero el contento fué tan soberano
que a mi alma llegó viendo vencido
el crudo pueblo infiel por el cristiano,
    Que no echaba de ver si estaba herido,
aunque era tan mortal mi sentimiento
que a veces me quitó todo el sentido...»



Aunque muy engolfado en el combate, bien le vio en una de estas veces el capitán Diego de Urbina, y, sin acercársele, creyéndole muerto, movió triste la cabeza, y tal vez, entre orden y orden, musitó un pater noster por su pobre compatriota. La galera Marquesa había sufrido mucho en el combate. Su patrón, Francisco de Sancto Pietro, cayó muerto y con él muchos hombres de la tripulación y no pocos soldados de los viejos y de los bisoños. Miraba Cervantes, herido, caer aquellos hombres atezados que parecían fortalezas, y él mismo no se creía vivo. Quizás todo aquello era un sueño de la fiebre. Asordado por el tronar de la artillería, y medio cegado por el humo y el fuego, veía, insensible, pasar, como fantásticas sombras, las grandes masas de las galeras, y los contornos de los soldados peleantes le parecían empequeñecidos, como figurillas de retablo. Todo debía de ser mentira, una bella y épica mentira como los combates de la Ilíada.

De su estupor y eretismo nervioso le sacaron los ecos triunfales de los claros clarines que proclamaban por dondequiera la victoria; la gritería de los cinco o seis mil forzados que en las galeotas turcas remaban, y que al verlas invadidas y abordadas por cristianos prorrumpían en voces de júbilo y de alabanza a santos y vírgenes. Por cima de todos los gritos sonaba, ronca ya, honda, vibrante, la voz española, proferida por españoles e italianos: -¡Vítor, el señor don Juan! ¡El señor don Juan, vítor!

La alegría pudo con Miguel más que el sufrimiento y le derribó en tierra, exhausto, aniquilado, medio muerto.

Dos frailes que iban a bordo repitieron, inspirados, las palabras santas, extrañamente proféticas, que después recordó la Europa entera, desde el pontífice Pío V hasta el último sacerdote de aldea: Fuit homo missus a Deo cui nomen erat Joannes... Hubo un hombre enviado por Dios y cuyo nombre era Juan...




ArribaAbajoCapítulo XIV

El sabor de la gloria. -Victoria inútil. -Mesina. -El hospital


El sabor de la gloria no es dulce ni salado, ni amargo ni acedo, ni deja ser gustado a tenazón y de improviso. Sus puntos y sazones requiere para ser paladeado. ¿Qué diremos del sabor de una gloria tan grande cual la de Lepanto, aquel combate en que las naves enemigas fueron todas presas o aniquiladas, salvo unas pocas del rey de Argel que pudieron escapar; en que fue muerto el almirante turco y prisioneros sus hijos, y en que, por fin, al concluir la acción, se vio la trabajada escuadra de los cristianos repuesta con lo mejor de la armada turca? Triunfo tan completo no recordaba nadie y por eso en años y años no fue menester nombrar a Lepanto, sino decir únicamente la batalla naval para dar a entender de cuál se trataba. Cervantes paladeó orgullosa y golosamente años y años aquel gusto sabrosísimo del triunfar, y ya casi moribundo se envaneció de haberse hallado en ella, de haber tenido aunque humilde, parte en la victoria. El día glorioso de Lepanto fue el mejor de su vida. Así hay que estimarlo y comprenderlo, como él quiso que constara cien veces a los siglos, y no otra intención llevan sus repetidos razonamientos sobre la ventaja que hacen las armas a las letras. No nos engañe el aprecio en que hoy tenemos a la literatura y al arte. Cervantes, como su adorado Garcilaso, como sus admirados Aldana y Ercilla, fue ante todo y sobre todo un soldado, y estimó la profesión militar, según el pensar de su época, por la más honrosa ocupación humana. Cervantes, como el mismo Lope, amó la acción más que el pensamiento, y sus meditaciones fueron activas y afanosas, entre dos hechos grandes o chicos, ya en los baños de Argel, ya en las posadas y ventas de Sierra Morena, ya en la cárcel de Sevilla. No se contaminó, en ningún respecto, del genio pasivo y quieto que engendró el misticismo estático y tras él la decadencia de España. Si hubiera dado en místico, lo habría sido activamente, infatigablemente, como Santa Teresa, mística de camino y de posada, tan atenta a las obras de albañilería como a la construcción de su castillo interior; o como San Ignacio, místico y general conquistador de las almas, organizador y jefe de la más temible milicia que se ha conocido. Fue Cervantes un soldado que, joven, escribió versos, como tantos soldados, por gala y bizarría los compusieran: el resto de su vida robusta lo consagró preferentemente a la acción, y sólo al declinar su vigor físico se acogió a la literatura en exclusivo, como a un asilo de ancianos inútiles para empuñar la espada. Las dudas que antes de Lepanto se habían ofrecido a su alma disiparonse completamente después de Lepanto.

Con la mano rota por mil partes, con el pecho pasado por dos balas, agazapado en un rincón, al salir poco a poco del heroico delirio, fue Miguel dándose cuenta de lo que había él hecho y de lo que en torno suyo había pasado. El héroe no conoce que es héroe hasta que el tiempo corre y los demás se lo dicen. La conciencia de su heroicidad no se había aún abierto paso en la mente confundida y espantada de Miguel y, como sucede siempre, conservaba en los oídos aún el rimbombar de la batalla, y por entre los ojos y los cerrados párpados le estallaban fogonazos terribles que se resolvían ya en estrellas ya en nubes doradas, azules y verdes. Ya sabía él que la función de guerra había sido grande: no sospechaba quizá, como repetidamente afirmó después, que hubiera sido la mayor que vieron los siglos pasados ni verán los venideros. Ni podía figurarse que el nombre sonoro de Lepanto pudiera llegar a ser, como fue, el gran bálsamo de su vida y que, pobre y mal apreciado, perseguido por la necesidad y por la estúpida y ciega justicia, desconocido de sus contemporáneos y relegado en ocasiones a una segunda fila por quienes valían menos que él, o metido en la cárcel o azacaneado por trochas y veredas, en el nombre de Lepanto se refugiase como en la más alta cumbre de su vida y, menospreciando toda otra vanagloria, templara sus fatigas y pesadumbres diciendo con la frente alta: -Pobre y viejo soy, mal me estiman los que no me conocen, de precarios recursos y viles empleos vivo, pero ¡yo estuve en Lepanto!- Lepanto fue el mediodía de Miguel, que siguió a una corta y espléndida mañana.

Según iba mejorando de sus heridas y conociendo por relatos inconexos y entreverados de fanfarronadas y mentiras todo el valor de la victoria, nuevas alegrías se levantaban en su pecho juvenil. Aquello era la vida.

En la noche del 7 al 8 de octubre, repuesta y medio ordenada la escuadra vencedora, costeando por el golfo de Patras, vino la galera Marquesa, con otras, a anclar en la isla de Petala, que junto a la costa de Acarnania emerge del mar. Las agonías y trasudores de Miguel en aquella noche, ni él mismo acertó a pintarlos. Navegando los buques, y no muy abundantes los cirujanos, sólo una primera cura sumarísima, acaso un simple vendaje, vino a aumentar, que no a aliviar, sus angustias. En la mañana del 8 se hallaba Miguel doliente y lánguido, escalofriado y descaecido, cuando, como una aparición de imaginería flamenca, vio presentarse ante sus ojos, siempre rubio y sonrosado, la audaz sonrisilla en los labios, al cinto la espada de los gavilanes de oro, firmes las ágiles piernas, elocuentes y amorosos los brazos, al héroe de la jornada. Era el señor don Juan de Austria, que visitaba a los heridos y enfermos y repartía palabras dulces y honrosas recompensas. Llamaba hijos a sus soldados, casi todos más viejos que él, y, por Dios, que parecía una fianza de nuevas victorias y de inmortalidad segura aquel oírse llamar hijo por un padre tan joven y de tan hermosa lozanía.

Junto a don Juan venía otro personaje cuarentón, de gran bigote entrecano y picuda barba, de morenas mejillas, de duro entrecejo: sobre la coraza traía el lagarto de los caballeros santiaguistas. Si don Juan parecía el arcángel de las batallas aquel otro personaje, que bastón de general llevaba también, semejaba la más exacta imagen del dios de la guerra, con algo de Marte y algo de Neptuno. Era el primer marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, el héroe de Muros, de la Gomera, de Malta, «el padre de los soldados».

Con ojos llenos de admiración los vio Miguel acercarse; con sorpresa hondísima e indecible placer los miró pararse ante su lecho. Allí, en breves palabras, de entonación ruda, el capitán alcarreño Diego de Urbina contó a los generales lo que Cervantes había hecho el día anterior. Los ojos pardos de don Juan, los claros ojos de don Álvaro, enseñados a desafiar la muerte, cayeron con atención profunda sobre el maltrecho soldado. Miguel no entendió claro lo que aquellos ojos y aquellas lenguas le decían. Puede ser que le preguntaran su nombre y patria. Miguel nunca lo supo. Sólo oyó claro que don Juan tornaba la cabeza a alguien que en pos suyo llevaba una colodra con tinta y un papel con notas, y le decía: -«Aventajese a este soldado con tres escudos sobre su paga ordinaria, y cuidesele y atiendasele muy bien, dándome noticias de su curación.» También el marqués de Santa Cruz dijo algo: palabras de ánimo y de esfuerzo, sinceras y valiosas por ser de hombre muy habituado a ver enfermos y heridos. Luego los dos generales siguieron su marcha, volviendo sus acorazados torsos, la mano en el puño de la tizona. No vio don Juan, sin duda, en Miguel a un hombre vulgar. Las dos paralelas de la vida del general y del soldado estuvieron entonces próximas a juntarse, y juntadose habrían a no venir en contra los sucesos que a entrambos guiaban, no por el camino que ellos apetecieran.

Al día siguiente de la victoria mal podía don Juan imaginarse que de ella no iba a sacar ningún fruto. Lo ya logrado constituía lo más importante de su plan, pero no era, ni con mucho, todo él. Repartida la escuadra en las islas atenientes a la costa, pensaba rehacerla en breves días, tomar la vuelta de Morea, atravesar el Archipiélago, subir a los Dardanelos y allí establecer el bloqueo de los turcos, invernando él en el cómodo resguardo de Corfú. Según iba recorriendo las naves, que más bien hospitales flotantes parecían, se le representaban las grandes dificultades que la enorme cantidad de enfermos y heridos originaba. Sería menester diputar una parte de la escuadra para transporte de tantos hombres inútiles, cuyas llagas y fiebres amenazaban infestar o apestar todo el ejército. Por otra parte, los venecianos, seguros de haber contribuido muy poderosamente a la victoria y a la destrucción de los turcos, comenzaban a temer las futuras represalias de éstos, o acaso a contar en moneda lo que el triunfo les había costado. Finalmente, don Juan se hallaba como se halla y se ha hallado siempre todo español en el día de su mayor gloria, falto de víveres, de dinero, de medicinas.

Pasaban en esto los días de la primera quincena de octubre; los soldados sanos iban dandose cuenta de su gloria y dulcísima galbana se apoderaba de sus ánimos. Todos eran relatos de particulares hazañas, todas esperanzas de futuros premios o quejas por no haberlos alcanzado, o envidias de los ajenos. El frío se echaba encima y don Juan comprendió que se habían enfriado también las almas combatientes. Una helada carta del Escorial acabó de apagarle todos los ardores.

Además, aunque don Juan fuese el hombre escogido y providencial, missus a Deo, que entonces se pensaba y aun hoy pensamos, no dejaba de ser español. Poseemos los españoles el hoy y perdemos el mañana, o como dijo quien mejor nos conoció, nunca mañanamos. No mañanó don Juan después de Lepanto, y el hoy se hizo ayer sin que él lograra sus frutos. De ello no le pesó a su hermano, quien, tal vez, secretamente, negramente conducía estos sucesos desde las heladas faldas del Guadarrama azul y blanco. No se lo demandemos a don Juan, que para su edad, sobrada prudencia demostró. No se lo demandemos, y pensemos que era mozo y pasada la hora roja del triunfo había de llegarle, ¿cómo no?, la rosada hora del amor.

En la última decena de octubre, las galeras se dividieron. Marcharon los venecianos Adriático adelante; salió don Juan con las suyas para Mesina; poco después Marco Antonio Colonna para Civitavecchia y don Álvaro de Bazán para Nápoles. Iba don Juan perplejo, como el hombre que acaba de derribar, con todo su esfuerzo, una pared y se encuentra con otra más sólida que le estorba la luz y el aire; pero al mismo tiempo, sus veintiséis años ansiaban el suave premio de sus fatigas.

Salió, pues, la Marquesa de Petala. Miguel, acongojado por la calentura y por la pestilencia de bajo cubierta se padecía del acumulo de tantas enfermas y sanas, pero sucias humanidades, rogaba que algunas horas del día le subieran o él mismo subía a respirar al aire libre. A pocos nudos de navegación desde Petala, divisó las costas de una hermosa isla donde el otoño amarilleaba los árboles. Al saber su nombre, suave y confortativa emoción corrió por sus venas. Aquella era la isla de Itaca, donde reinó feliz y adonde volvió tras mil desventuras en el fértil otoño de su vida, Ulises el Prudente. Entre las moreras, los romeros y los olivos que de lejos se divisaban, debía de hallarse la repuesta y agradable gruta de las Nereidas. Aquel puerto, formado por dos escarpadas costas que en el mar se internan y convergen, es el puerto consagrado al viejo nauta Forkynos. Los dulces ojos de la fiel Penélope conservaron su mirar casto contemplando el ir y venir y el zumbar oficioso de esas castas abejas. Ante la costa del reino de Ulises, Miguel, herido, va penetrando un poco más en los grandes secretos de la vida. Aquel es el primer otoño que aprovecha. La juventud rara vez sabe sacar del otoño y de su blandura, en que muestra que fue estío, y de sus súbitas frialdades, que amenazan ser invierno, todo cuanto en el otoño hay. Pero Cervantes, para algo es un hombre superior a los demás, y acierta a estimar en su valor el otoño cuando los demás sólo aman aún la primavera, y no ha concluido de ser Aquiles, cuando ya tiene mucho de Ulises en el temperamento.

Andando, andando, las naves doblan Tarento, penetran en el Estrecho, ven el faro de Mesina, la ciudadela, San Salvador, el brazo de San Reniero. Mesina es como Génova, ciudad anfiteatro, ciudad de brazos abiertos, pero, al revés que Génova, Mesina abre sus brazos hacia Oriente y recibe las esperanzas realizadas ha poco, las ilusiones triunfadoras.

Desde las galeras van divisandose los grandes edificios góticos, moriscos, románicos, renacientes que embellecen la ciudad, los mármoles blancos y negros de Santa María la Nueva, los arcos de herradura de la Annunziata. Todas las naves del puerto y todas las torres de la ciudad están empavesadas. En terrazas y tejados, en camones y galerías, ondean al viento gallardetes, cortinas y colgaduras de todos colores. Don Juan, manda también que se engalanen sus galeras con grímpolas y flámulas. A remolque y con las nalgas, que son la proa, hacia adelante, para mayor escarnio, vienen amarradas y prisioneras las galeotas turcas. Los ricos estandartes del Profeta, bordados de colores y recamados de oro y plata, la antes vencedora media luna del blasón del Gran Señor colgadas hacia abajo, barren las aguas sucias del puerto. Retumban los cañonazos de la ciudadela, aclaman los aires los clarines de la escuadra: en tierra, gaya trompetería alborota a las gentes que gritan, tomando gustosas parte en el triunfo sin haber trabajado para conseguirlo. Atracan, por fin, las naves al puerto. Todos los ojos se fijan en la galera real, de donde sale a poco la más bella imagen de la victoria, el señor don Juan, alegre y ansioso, buscando a lo lejos los ojos femeniles, petulante y gallardo. Los patricios de la ciudad le reciben y le prestan homenaje. Han acordado erigirle una estatua de bronce y desde luego le ofrecen y entregan un presente de treinta mil coronas. Don Juan las acepta y las destina a sus soldados heridos. El hombre de la colodra de tinta y el papel toma nota de esto y de todo.

Pasado el estruendo del triunfo, los heridos bajan, o son bajados, a tierra. Ya las calles no rebosan de gente. Al pueblo le interesa la victoria, no el saber a qué costa se ha logrado. Miguel entra, con otros muchos heridos, en el hospital de Mesina. Las heridas mal curados y el frío y necesidad que ha pasado tienenle en malísimo término. Es el día 31 de octubre.

En los primeros días, don Juan se ocupa en revistar y recontar sus tropas. En 11 de noviembre escribe al rey, su hermano, diciéndole que pasan de 2.000 los infantes españoles que hay en Nápoles, y que desea que el cardenal Granvela le avise cuántos soldados le faltan de las fuerzas que ha de haber en Nápoles para dárselos del tercio de don Miguel de Moncada. «Fuera muy necesario -añade- reformar buen número de capitanes que tienen poca gente, y enviarles a España a levantar más soldados; pero el quitarles las compañías después de haber vencido una batalla tan importante sería darles justa causa de se desdeñar, y a enviarles a España sin licencia y orden de Vuestra Majestad no me atrevo, porque no sé cómo se tomará.» Ved aquí al héroe que no temió a las balas, temblando ante los palaciegos de Felipe II.

Lo demás del invierno lo pasa don Juan en preparativos. Muchos días visita los hospitales; regala para los enfermos treinta mil ducados suyos, y muestra gran interés en que todos sus heridos sean curados pronto, para que asistan a las fiestas preparadas por Mesina en celebración de la victoria. Una o varias veces don Juan ve a Cervantes, recuerda su cara, le pregunta cómo va de las heridas. Va mal: adelanta poco. La mano izquierda la tiene gangrenada y a punto de perderse. Don Juan encarga especialmente al doctor Gregorio López, su médico de cámara, que vea y asista a aquel herido, por ser un hidalgo de quien Su Majestad puede esperar mucho.

Un día llega el doctor Gregorio López, con sus hopalandas negras y su gorra plana doctoral, sin plumas. Le siguen fámulos con botes de ungüentos y tópicos, otro con la bolsa de operar. A Miguel se le tuerce algo la vista al mirar todo aquel matalotaje. Las heridas en las manos son siempre dolorosísimas. El doctor desata los vendajes, lava la herida, la examina despacio, con las antiparras puestas. Miguel se muerde los labios transido por el dolor. El doctor Gregorio López le mira el rostro pálido, y le dice:

-No temáis. Estas manos que os curan, ¿sabéis a quién curaron?... ¡Dios le tenga en su santa gloria!, a nuestro amado señor el César Carlos V.




ArribaAbajoCapítulo XV

El manco, sano. -Don Lope de Figueroa. -Navarino. -Modón. -El final de un poema


Después del camino y de la nave, del cuartel y del campo de batalla, el hospital es una buena, santa y provechosa escuela. Miguel había de seguir todos los cursos y disciplinas del vivir y no podían faltarle ni el aprendizaje hospitalero ni el carcelario.

Quienes visitan los hospitales hoy día y los ven limpios, apañados, bien abastecidos y gobernados por amables médicos y por virtuosas mujeres con tocas blancas, mal se formarán noción de lo que era el hospital de Mesina, donde Miguel pasó en curarse, o mejor, entre si moría o no, seis meses, desde el 31 de octubre de 1571 al veintitantos de abril de 1572. Preferido Miguel, como soldado aventajado, para la asistencia médica, en lo demás era uno de tantos; y no pensemos que aquellos hombres heroicos de la batalla naval eran sujetos piadosos y compasivos después del instante épico. Al contrario: en el hospital de Mesina, como en todos los de entonces, había quien se moría de hambre por falta de recursos y de caridad ajena; había, como en los hospitales de ahora, calandrias, que son enfermos fingidos que se pasan en la cama dos o tres o quince días a la husma de lo que puede perderseles a los enfermos de veras; sólida y tácitamente estaba organizado el robo a vivos, moribundos y muertos. Este beato sosiego que hoy día se apodera del hombre hospitalizado, que no tiene que pensar sino en su curación y para nada en los afanes del mundo, no existía entonces.

Al que no tenía dinero abundante, el hospital le era víspera de la sepultura y no asilo de esperanzas. No le faltó, por fortuna, dinero a Cervantes, de quien el señor don Juan o alguien que cerca de él se hallase hacía memoria con gran frecuencia y singular aprecio. En 15 de enero se le dieron a Miguel veinte ducados de ayuda de costa, para acabar su curación, por una libranza suelta de gastos secretos y extraordinarios de don Juan. En 9 de marzo se le dan otros veinte ducados por cuenta del pagador Juan Morales de Torres, y en 17 de marzo, entre otras varias libranzas sueltas a favor de personas beneméritas en la batalla de 7 de octubre, figura una de 22 escudos a nombre de Miguel.

No le faltó, pues, probablemente, lo necesario para la mantenencia. Las heridas del pecho debieron de curar pronto, puesto que ninguna herida grave en tal sitio dura mucho tiempo sin acabar ella o acabar con el paciente. Más fatiga y pesadumbre le daba la de la mano, que, a no dudar, desaparecida la gangrena, vino a quedarle seca y anquilosada, en forma que no le era de utilidad alguna, como él mismo hizo que le dijera Mercurio en el Viaje del Parnaso:


    Bien sé que en la naval dura palestra
perdiste el movimiento de la mano
izquierda, para gloria de la diestra.



La manquedad, por ser de la izquierda, no debió de afligir gran cosa a Miguel, quien, según iba entrando la primavera, cobraba nuevo ánimo y esfuerzo y no abandonaba sus propósitos de ser alguien muy sonado en la militar profesión. Hacia el 20 de abril debió de salir del hospital, rehecho, contento y con el alma joven y ductilizada por lo que en aquel recinto del dolor y de la escasez había visto. No se sabe que en toda su vida volviese Cervantes a entrar en hospital ninguno; sí se asegura que de éste salió muy ilustrado acerca de las mayores y más terribles miserias de la humanidad. Los hechos iban depositando, indiferentes, en su alma grande, la filosofía resignada y el alegre y hondo concepto de la vida que le acompañaron lo más de ella. El sustine y el abstine, de Córdoba heredados, comenzaba a sostenerle en las grandes tribulaciones y necesidades, como un espigón de hierro mantiene firme y enhiesta una estatua desde que, recién modelada y fresco y joven el yeso, parece fácil desmoronarse al menor golpe, hasta que, vieja y maltrecha, la creeríamos pronta a hacerse añicos.

Formabase de este modo un carácter y un temperamento, resumen y tipo de todos los de su época: cual los de aquellos hombres capaces de alternar con dignidad en las aulas regias y de no perder el decoro en las ergástulas de los cautivos ni en los bancos de los forzados. Nos hemos achicado hoy de tal suerte que el llevar la levita raída o risueñas las botas nos cohíbe para la acción fecunda y nos cierra las puertas, tras las cuales se alberga la esperanza. Entonces no era así. Un soldado a quien la espada sirve de báculo y que sale del hospital con el rostro amarillo y flacas las piernas, haciendo pinitos y dando traspiés como convaleciente, a la manera del alférez Campuzano, lleva en su almario energía bastante para conquistar un mundo. Dicese que es la nuestra la edad de los advenedizos, donde a nadie se piden cédulas ni informaciones para llegar a todo y yo digo que es mentira, antes todo está tan trabado, encerrojado y retenido que menos sirven la buena voluntad y la inteligencia clara en estos nuestros sosegados siglos que en aquellos de ríos revueltos y grandes turbulencias.

Como quiera que sea, Cervantes salió del hospital con grandes ánimos, curtido en el padecer, hechos los ojos y el corazón a ver tristezas grandes. La primavera había entrado en la hermosa tierra de Sicilia: en las colinas blanqueaban los almendros y verdeaban los toronjiles. En la hermosa estación, la isla palpita, como quien lleva en sus entrañas fuego de volcán: tal vez, sin que lo noten sus habitantes, se mueve el suelo todos los años con la eflorescencia y la germinación primaverales. Enardecidos una vez más los españoles y deseoso don Juan de seguir la empresa comenzada y derribar la nueva pared que estorbaba su paso triunfador, negoció la continuación de la campaña. Dificultades de todo género le salían al paso. En 25 de abril nuestro embajador en Roma don Juan de Zúñiga le decía no ser probable que la armada de Su Santidad pudiera moverse de Civitavecchia antes del 15 de mayo, porque el papa andaba en demandas y contestaciones con el duque de Florencia sobre el enviar éste sus galeras, pues decía que no se había cumplido con él conforme a lo capitulado con Su Santidad. Zúñiga añadía que él, de su cosecha, trataba de recurrir a los buenos oficios del cardenal de Médicis y del cardenal Pacheco, para que el duque se allanase. Por su parte, los venecianos no estaban seguros ni mucho menos. Don Juan de Austria se exasperaba, pero aun no creía perdido el fruto de su hazaña gloriosa. De la corte madrileña recibía cartas y de los agentes secretos que andaban por París y por Constantinopla, avisos que le inducían a recelar una activa intervención de los franceses en favor de los turcos, no directamente, sino distrayendo hacia Flandes e Italia la atención, las fuerzas y el dinero de los españoles, dando tiempo a que el turco se recobrase. El pontífice, además, se hallaba gravemente enfermo y su muerte próxima aumentaría las dificultades.

Por eso don Juan se apresuraba a tener todas sus fuerzas apercibidas. Examinó y recontó sus tercios, pensó reformar el de Moncada y completar con él la guarnición de cuatro mil soldados que había en Nápoles. En esto se estaba cuando Miguel salió del hospital y se presentó a sus jefes. En 29 de abril se dio orden a los oficiales de la Armada para que asentasen en los libros de su cargo a Miguel tres escudos de ventaja al mes en el tercio de don Lope de Figueroa y en la compañía que se le señalase, la cual fue la de don Manuel de León.

Recién salido del hospital, entraba Miguel en el tercio de los héroes. Catorce compañías le formaban, con capitanes de hazañosa fama, aguerridos en África, en Flandes, en Italia y en las Alpujarras: de ellos vizcaínos, de ellos andaluces, de ellos italianos. Entre todos debía distinguirse, por su antigüedad, pericia y valor el capitán don Manuel, que así le llamaban a veces las relaciones de proveedores y comisarios, sin duda, porque su popularidad y reputación en el ejército eran tan grandes que, en diciéndose Don Manuel, sabido era que de Ponce de León se trataba.

Quizás fuera éste pariente de aquel famoso caballero don Manuel de León, a quien tanto admiraba don Quijote por su memorable hazaña de haber sacado de entre las uñas de un león fiero el guante arrojado por su dama adrede para probar el valor del paladín. Mas por cima de sus capitanes sobresalía como el cedro sobre las encinas el gran don Lope de Figueroa y Pérez de Barradas, famoso entre los famosos, bravo entre los bravos.

En don Lope de Figueroa y en su conocida y honrosa historia militar contempló Miguel algo que le alentaba e inducía a perseverar en el ejercicio de las armas. Don Lope de Figueroa había nacido en Guadix, de familia hidalga, pero no rica: como soldado sirvió en Lombardía y por sus méritos y servicios llegó a capitán. Quedó en la rota de los Gelves cautivo y tres años remó forzado en las galeras de Constantinopla. Rescatado en 1564, se halló en la jornada del Peñón de Vélez, en Italia, en Malta: pasó a Flandes y allí le recrió para general el gran duque de Alba. En Frisia, junto al río Jama, tuvo la gloria de cobrar siete piezas de artillería de Nassau con solos trescientos arcabuceros. Cómo se hacían estas cosas, nadie se lo explica: leyenda parece. Maestre de campo en la guerra de las Alpujarras, peleó como bueno y le alcanzó un balazo en el muslo, de que toda la vida quedó renqueante y dolorido. A la jornada de Lepanto, asistió en la galera real con el señor don Juan, que grandemente le estimaba, fue de los primeros que saltaron al abordaje a la capitana turca y, muerto Alí-bajá, don Lope en persona cobró el estandarte que los turcos defendían valientemente a popa.

Era don Lope de Figueroa el más prestigioso jefe del ejército de don Juan: su vida, un claro espejo en que los militares mozos se miraban, deseando emularla, y al par, un ejemplo de cuánto puede el valor por sí solo. Cuarentón cuando Cervantes le conoció, tenía ya la cabeza llena de canas, el genio agrio, las palabras cortas. Hoy llamaríamos a un hombre semejante un profesor de energía. Despreciador de la vida y gran sufridor de sus dolores y molestias, era además muy devoto, cuando se ofrecía la ocasión, y tenía en mucho las reliquias santas, pareciéndole muy naturales los milagros divinos, pues que él había dado fin al humano milagro de tomar cañones con arcabuces solos.

Si bien se examina, era mayor la fe de estos hombres de batalla que la de los hombres de iglesia, por lo mismo que en aquéllos predominaban la voluntad y la energía y en éstos la meditación y el estudio o la negociación y el cálculo. Don Lope de Figueroa, con su barba gris, sus chispeantes ojos y su pierna arrastrando, cruza por ante la imaginación de Miguel como uno de los héroes antiguos o de los andantes caballeros, reducido a proporciones humanas y a términos contemporáneos. Ya no ve Miguel a los héroes envueltos en los nimbos de oro y de humo que les ocultaban en el gran día, sino tal como son, en su verdadero tamaño y con su valor cierto. Los seis meses de hospital le han aclarado y humanizado la vista.

Otro tanto ha sucedido con los recientes héroes de la Liga cristiana. Tiene el heroísmo, como el amor, su cuarto de hora. No se aprovechan, a veces, los minutos, y pasa el de la fecundidad. Esto sucedió allí. Nunca segundas partes fueron buenas, y pasada la fiebre de la victoria, no hubo manera de recalentar los ánimos. Por fin, llegó en junio a Mesina Marco Antonio Colonna con las esperadas galeras papales. Don Juan, que era quien únicamente conservaba el entusiasmo, le auxilia con muchas naves de vituallas y municiones y le presta las treinta y seis galeras de don Álvaro de Bazán, que ocupan el tercio de Moncada y dos compañías del de Figueroa. Surca de nuevo Cervantes las aguas del mar Jónico, llega a Corfú, donde se revistan las tropas y se hace un simulacro de perseguir a algunas galeotas turcas, que rehuyen el combatir. Hasta entrado agosto no recibe don Juan, que ya estaba en ascuas, la orden de salir con su escuadra para Corfú. Llega allí, y no encuentra las galeras de Colonna, quien, persiguiendo a los turcos, se había alargado a Zante. Juntanse en Cefalonia las escuadras, pero un error de los pilotos, o de quienes fuere, hizo que saliesen vanos todos los esfuerzos. Dejémoslo contar al propio cautivo:

«Halléme el segundo año, que fué el de setenta y dos, en Navarino bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda la armada turquesca, porque todos los levantes y genízaros que en ella venían tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mismo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada; pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa o descuido del general que a los nuestros regía, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efecto, el Uchalí (que era el ex-rey de Argel, héroe de Lepanto) se recogió en Modón, que es una isla que está junto a Navarino, y echando la gente en tierra fortificó la boca del puerto y estuvose quedo, hasta que el señor don Juan se volvió».

Inútil fue el ataque a Navarino, aconsejado por la gente de Venecia. Tomó en él parte Miguel con la infantería y artillería de desembarco, que hubo de ser retirada por la noche, al abrigo del fuego de la escuadra, y vio entonces de cerca a un general joven como don Juan de Austria, y bravo en tal extremo que, años antes, según los mismos soldados referían, no pasaba tarde ni noche sin acuchillarse con alguien en las calles de Madrid por el más fútil pretexto. Aquel desmandado e impetuoso caballero, cuyo denuedo estimó Cervantes tanto más cuanto más seguro era que de nada servía en aquella ocasión, era el príncipe de Parma, Alejandro Farnesio, el campeón de la gloria.

Pero, por mal que se pongan los sucesos, cuando se anda entre personajes que llevan nombres cuyo eco sigue por siglos resonando en la historia, siempre hay manera de ver cosas grandes. Tal sucedió entonces.

«En este viaje -sigue narrando Miguel por boca del cautivo- se tomó la galera que se llamaba la Presa, de quien era capitán un hijo (algunos historiadores dicen que nieto) de aquel famoso corsario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles llamada la Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que pasó en la presa de la Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que, así como los que venían al remo vieron que la palera Loba les iba estrechando y los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen a proa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron tantos bocados, que a poco más que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno. Tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenían».

Ahora, decidme; los que no habéis visto nunca un hombre muerto a mordiscos por sus esclavos, los que no conocéis generales que de jóvenes se hayan acuchillado con quienquiera por las calles todos los días, en guisa de gusto y deporte, cómo sin estos antecedentes podremos hacernos cargo del temple y ánimo de Miguel, ni comprender con exactitud y claro juicio las partes restantes de su vida; porque si hemos de juzgarla cual si fuera semejante a la nuestra, prosaica y apañada de burgueses que saldan sus cuentas morales y económicas con toda puntualidad, y que tiemblan leyendo la cotización de la Bolsa, no haremos sino disparatar.

Poca cosa era, para tan grande armada, coger una galera y matar a un corsario más. Día de mucho, víspera de nada, pensóse, pero no se dijo en alta voz por muchos capitanes y soldados. Perdiendo el tiempo se pasó octubre y entró noviembre. Mohínos y aburridos de no haber realizado cosa de provecho, separaronse los barcos de la Liga. Don Juan volvió a Sicilia triste y pesaroso. Entonces comenzó a conocer Miguel las dilaciones y fatigas de la guerra, las penalidades del servicio diario: la prosa cotidiana invadía también la gloria de la milicia. Revelósele el aspecto de oficio que hay hasta en las más espirituales profesiones. Había visto de cerca a los héroes cruzarse de brazos sin saber por qué a punto fijo. ¿Qué misterio era, pues, el que guiaba a los hombres a la victoria y los amodorraba y baldaba después?

Todo el invierno pasó en Sicilia, gozando su clima apacible, sus arcádicos paisajes, el suave trato de sus moradores; puede ser que escribiera versos pastoriles. Muchos de los que hay en La Galatea quizás son de este tiempo baldío para el militar.

En tanto, Felipe II, el nuevo pontífice Gregorio XIII y don Juan preparaban la expedición del año próximo, pensando llevar trescientas galeras y sesenta mil soldados. Extraños rumores comenzaron a circular por Italia. Hacia marzo se supo que, mediante las negociaciones del obispo de Aix y el embajador de Francia Noailles, los venecianos habían firmado paces con el turco, pagándole 300.000 ducados anuales. Curiosísimo es ver a este prelado católico poniéndose de acuerdo con el Gran Turco en contra de la Santa Sede.

Al saberlo don Juan, quitó de la galera real el estandarte de la Liga, y puso el suyo, bramando de rabia. Felipe II rechinó los dientes. La Liga era otra gran ilusión deshecha. El poema había terminado.




ArribaAbajoCapítulo XVI

La gloria y el hambre. -Los Portocarreros. -La jornada de Túnez. -Los encantos de Cerdeña


El victorioso don Juan y su humilde soldado Miguel, cubiertos de gloria, hallabanse a los primeros meses de 1573 sin tener que llevar a la boca, como quien dice. Miguel no cobraba sus pagas y vivía precariamente: otro tanto les sucedía a los demás soldados. El señor don Juan pedía casi a diario recursos a España para atender a aquel ejército famélico: recurrió también a Nápoles con el mismo fin, y el cardenal Granvela se callaba prudentemente y no soltaba un cuarto. Con esto era menester a los soldados llevar una vida franca y diablesca: abrían la mano los capitanes y la tropa se esparcía por los pueblos, viviendo sobre el país, no declarada sino disimuladamente. Al poema épico sucedía sin interrupción la novela picaresca. Aquiles y Héctor se trocaban en pocos meses en Guzmán de Alfarache y Estebanillo González. Estos continuos tumbos de la vida española, este perenne pasar de la excelsitud a la miseria fueron los que engendraron el Quijote.

Pero la necesidad, que a un pobre soldado no le inspira sino recursos de momento, a un general como don Juan de Austria le despierta ambiciones y codicias, en las cuales tonto será quien no columbre un principio, si no de rebeldía, de protesta. Mucho le importó que los venecianos abandonasen la Liga, pues de tal manera ya no era él dueño absoluto del mar. Si se movía hacia Oriente con sus propias fuerzas, dejaba desguarnecidas las costas de Sicilia y Nápoles y expuestas a alguna asechanza de los turcos, favorecidos por Venecia. Su papel de paladín de la cristiandad no le halagaba ya cosa mayor, puesto que el mismo rey cristianísimo de Francia le iba en contra y trataba con los turcos. Falto de medios para proseguir abatiendo el poder otomano en sus propios mares, la vecina costa de África le sonreía. En su alma heroica renacían los impulsos heredados de su padre el emperador, el caballero andante que conquistó a Túnez por sus propios puños; saboreaba ya por anticipado la elogiosa dulcedumbre de alguna futura relación en que cualquier historiador pintara sus proezas con el macizo y latinante estilo con que el doctor Illescas contó las de su padre. Don Juan iba dejando de ser un arcángel de espada flamígera y haciéndose hombre. Se acercaban los treinta años, época en que todo ser humano mira para sí. A don Juan le tentaba el reino de Túnez.

Con su perspicacia hondísima de confesor, que veía al través de tierras y mares y penetraba en el fuero de las intenciones, conoció don Felipe II los anhelos y propósitos de su hermano e intentó desviarlos en bien suyo y de su monarquía. Bastaba -le decía- por el momento destronar al terrible Uluch-Alí y poner en su lugar a Muley Mahamut, sin intentar mayores empresas en la costa de Berbería. Así iba empequeñeciendo el resultado del triunfo de Lepanto la titubeante y suspicaz alma felipesca, demasiado fina para mandar en tan vasto imperio como el suyo, que requería a su frente un poco o un mucho de la brutalidad pantagruélica de Carlos V. Y no contento con procurar distraerle en tan duro empeño, tuvo don Felipe buen cuidado de poner junto a su hermano fieles y prudentísimos testigos de vista que le aconsejaran y dirigiesen.

De ellos, el principal fue el duque de Sessa, don Gonzalo Fernández de Córdoba, nieto del gran capitán, caballero valentísimo, gobernador prudente del Estado de Milán, héroe en las Alpujarras y con esto, delicado poeta, cantor del desengaño que quizás antes de tiempo iba apoderandose ya hasta de las más firmes y enérgicas almas españolas. La sangre bullente del Gran Capitán había aplacado su hervor en las venas de su nieto, no tanto que no cumpliera éste muy bien su obligación como caballero en todo caso, sí lo bastante para que le faltara aquel punto de locura que arrastra a los héroes de verdad y engrandece a los pueblos.

Discreto, calló don Juan, obediente a las órdenes de su hermano que, además, no contrariaban sus designios. En aquel invierno había recibido un rico presente de la hija del desventurado Alí-bajá, la mora Fátima, a cuyo hermano Mahomed Bey, prisionero de Lepanto, dio don Juan libertad. Don Juan devolvió el presente acompañándole con una carta caballeresca, cuyos conceptos corrieron de boca en boca de los soldados, como los versos de un buen romance fronterizo. «El presente que me embió dexé de rescibir y lo hubo el mismo Mahamut Bey, no por no preciarle como cosa venida de su mano, sino porque la grandeza de mis antecesores no acostumbra recibir dones de los necesitados de favor, sino darlos y hacerles gracias». Pero como no es todo poema ni romance fronterizo, ello era que los soldados habían hambre y don Juan escribía un día y otro sin conseguir recursos.

Esta sensación general de necesidad, que iba apoderandose de todo el ejército, se agravaba todavía respecto de Miguel, con las noticias que de tarde en tarde recibía de su familia. En el ejército de don Juan había comenzado la novela picaresca y en casa de Rodrigo de Cervantes, en Madrid, un poco de ella, y otro poco de la comedia de capa y espada. Lentamente, la corte iba siendo corte, es decir, se desembarazaba de la vestidura negra que sobre su vida echaron las tristezas del monarca y, acudiendo a Madrid jóvenes y galanes de todas las familias ricas españolas, muchos habituados a los cortejos nocturnos propios de los pueblos donde vivieran, otros que acaso habían conocido la vida libre de Italia y catado la suavidad y gusto del devaneo amoroso, surgió en la corte el tipo del donjuán de oficio y comenzó a llenar las calles de Madrid la aventura galante, que había de dar asuntos eternos y múltiples a los autores cómicos y dramáticos. Como en las comedias de Lope y de Tirso y en los enredos calderonianos se ve, ocurría que familias enteras de jóvenes sueltos se dedicaban a contraer deudas, perseguir tapadas, fingir promesas matrimoniales, reñir y promover pendencias y, en suma, a hacer el calavera, no tan a lo burdo como los bravos, jaques y virotes de Sevilla, ni tan a lo cortesano como los galanes petrarquescos de Italia. De este tipo y traza eran los hermanos Portocarrero, hijos del respetable señor don Pedro Portocarrero, que se hallaba de general en el ejército de Italia y perteneciente a una antigua y linajuda familia de origen italiano, sin duda, pero establecida en España y fincada en Extremadura.

El mayor de estos disolutos mancebos, don Alonso Pacheco de Portocarrero, ofrece en 27 de agosto de 1571 pagar a doña Andrea de Cervantes quinientos ducados, precio de un collar de oro grande con sus piedras y perlas finas de rubíes, esmeraldas y diamantes y un Agnus Dei de oro y un rosario de cristal. Por el mismo tiempo otro de los hermanos estaba empeñado con Juan Martínez, gorrero, con maese Pedro, sastre de la caballeriza de S. M. y con Jácome Trezo, el famoso lapidario, quien le había demandado ante el Consejo de las órdenes militares. Por fin, el menor de ellos era don Pedro Portocarrero, de quien no hay que decir sino que sus compañeros de orgías y escándalos le pusieron el mote de La Muerte. Qué proezas serían las suyas no lo sabemos: sí que por ellas fue condenado La Muerte a galeras, no obstante la nobleza de su apellido y los empeños de su padre don Pedro, que ya era a la sazón gobernador de la Goleta. No es hoy tan raro el tipo del señorito linajudo entregado a la huelga y al vivir rufo y picaresco, que no podamos, con los datos constantes, reconstruir la vida de estos personajes con quienes años seguidos estuvieron relacionadas las Cervantas: primero, doña Andrea y doña Magdalena después o quizás ambas a un tiempo.

Eran ellos de esos señoritos que comienzan por andar en amoríos con cuantas mujeres topan, comprometense después en préstamos y malos asuntos de dinero, distribuyen sablazas y peticiones entre los individuos de su familia, recurren después a banqueros y prestamistas (a los Fúcares recurrió en varias ocasiones don Pedro La Muerte), bajan, agotado esto, a tratos y cambalaches de caballos, arneses y joyas, ropas y vestidos con chalanes, cambiantes y fiadores y concluyen, ya apurado el crédito personal y deslustrado o enfangado el nombre, por cometer desmanes y tropelías que les llevan a presidio o, como sucedió con éste, a galeras. Entonces se alborota la familia, todos los que llevan el apellido se creen deshonrados, recurrese a la recomendación y al soborno, pero el escándalo ya no hay quien lo evite.

No quiere el narrador saber cuáles fueron las relaciones de los Portocarreros con las Cervantas, ni mencionaría este incidente si no hubiera tenido más largas consecuencias en posteriores tiempos. Sí debe consignar que, entrado el año de 1573, y mientras ellas seguían pleitos con don Alonso de Portocarrero para cobrarle su deuda o hacer efectiva su promesa, si de ello se trataba, como es presumible, las cosas de la familia de Rodrigo no iban bien en Madrid. El buen cirujano había tenido que pedir dinero a préstamo; recurrió en cierta ocasión, que conocemos, a uno de aquellos Bárcenas, medio vizcaínos, medio montañeses, que ya entonces acudieron a Madrid a comerciar en telas y en otras cosas. La cantidad pequeña y el corto plazo de la devolución muestran más claro que no era grande el crédito y sí muy apremiante el apuro.

Corrían, pues, parejas, como hasta ahora, la suerte del señor don Juan y la de su soldado Miguel. Faltabales a entrambos dinero, y no veían manera de sacarlo. Las noticias de España que ambos recibían no eran para servirles de reparo en tal situación. Por fin don Juan, sin dinero, pero nunca falto de ánimos y resolución, formó como pudo su escuadra y su ejército, en el que iba no poca chusma allegadiza y aventurera. Dejó en Sicilia a Juan Andrea Doria, con cuarenta y ocho galeras, y salió él de Mesina el 24 de septiembre con ciento cuatro de éstas y muchas fragatas y naves, donde iban las tropas regulares y otras de advenediza formación reclutadas en Italia, y es de suponer que no de gente santa y devota: en total, veinte mil hombres. La flota, despacio, se acerca a la orilla africana, siempre codiciada por los ojos españoles. Nueva esperanza sonríe a Miguel, como a su glorioso general. En breve divisan las costas doradas: aquel es el sitio donde estuvo la rica y triunfante Cartago. Miguel recuerda, mirando las pesadas olas, los inmortales hexámetros de la Eneida, que de memoria repite. Aquellos son los lugares de Eneas, aquella la Gran Sirte. Más allá... las olas parecen repetir las palabras airadas de Neptuno a la tempestad:


    Jam coelum terramque meo sine numine, venti,
Miscere et tantas audetis tollere moles?
Quos ego... Sed motos praestat componere fluctus...



Ya llegan al seno, cuyas orillas son rocas ingentes que amenazan al cielo; a su resguardo, las olas callan. La selva umbrosa se mira en las aguas y las ensombrece. Poco más adelante es el lugar donde Eneas salta a tierra con su fiel Acates, y donde su madre Venus se le aparece disfrazada, sueltos los cabellos de oro, desnuda hasta la rodilla, el arco a la espalda, en guisa de bella cazadora. En pos de ella presentase a la fantasía de Miguel la imagen amorosa y cálida de la reina Dido, abrasada por la pasión, como tipo o símbolo de la mujer de Oriente, a quien el aire y el sol del desierto africano entregan sumisa e imbele, sudando de emoción, a los brazos del conquistador venturoso. Y notese cómo estas imágenes de amor satisfecho y ardiente que África tiene para Miguel en sus veintiséis años, al acometer la jornada de Túnez, difieren de aquellas otras puras imágenes que antes de Lepanto le ofreciera Corfú, la isla de los Feacios, tanto cuanto difiere la virgen Nausicaa de la enamorada y ardorosa Dido; cuánto el puro deseo platónico de la posesión epicúrea; cuánto deben diferenciarse la víspera de la gloria y el día siguiente a poseerla. Miguel y don Juan, estas dos almas paralelas, se acercan a África, ya conscientes de lo que sus fuerzas y arrestos valen, ciertos de lograr cuanto se proponen: acaso dudan sólo de la utilidad de conseguirlo.

Seguros de sí mismos, se acercan ya, desembarcan, llegan a La Goleta el 8 de octubre. Fuerte posición es aquella, que domina el golfo y defiende a Túnez. Ocupanla, y don Juan saca de allí dos mil quinientos veteranos, entre ellos cuatro compañías del tercio de Figueroa, que hacían temblar la tierra con sus mosquetes, según la repetida ponderación de Vander Hámmen. Entre ellos va Miguel, firme y robusto, al hombro el arcabuz, colgante la siniestra mano, no tan inútil, según se infiere, que no le permitiera sostener el arma y ayudarse para disparar. La empresa resulta un paseo militar lleno de encanto y alegría. El alma de don Juan se ensancha al recorrer los campos donde su padre ilustre se cubrió de gloria. Al llegar a Túnez hallan abiertas las puertas. El alcalde moro entrega la Alcazaba, en nombre de Muley Hamet. Allí hay de todo, cuarenta y cuatro piezas de artillería, municiones, vituallas. El ejército halla mantenimientos abundantes; pero los veteranos piensan, y con ellos Miguel y también acaso don Juan, que no parece fácil cosa conservar la plaza entregada tan a la buena de Dios. Aquella sumisión de los moros poco bueno arguye. Encarga don Juan al ingeniero milanés Gabrio Cervellón construir un fuerte junto al estanque para defender la ciudad.

Al verse en posesión de ella, tremenda lucha se entabla en su ánimo. La ocasión es única para coronarse rey de Túnez. Ocho días no más duran sus vacilaciones. Buen soldado y obediente general ante que todo, se limita a cumplir las órdenes de su hermano el rey don Felipe. Comenzados los cimientos del fuerte, regresa don Juan a La Goleta con las tropas. Miguel dirige una melancólica mirada a las blancas azoteas de Túnez, pensando no volver allá. Queda en La Goleta como gobernador, con guarnición no grande, el señor don Pedro Portocarrero, padre de don Alonso y de don Pedro La Muerte, buen caballero, poco soldado para ocupar sitio tan peligroso. El 24 de octubre, la escuadra y las tropas están de vuelta en Palermo. A primeros de noviembre, las catorce compañías del tercio de Figueroa son trasladadas, por orden de don Juan, a la isla de Cerdeña, para que, atendiendo a la guarnición de dicha isla, pudieran prestar auxilio en África, si la ocasión se ofrecía.

Miguel pasa aquel invierno en Cerdeña; quizás allí traba conocimiento con el ridículo poeta Antonio de Lofraso, cuyos disparates comentó graciosamente en ocasiones varias. Era Lofraso un soldado grafómano, lo que hoy solemos llamar un chiflado, y sus Diez libros de Fortuna de amor los elogia el cura del Quijote como libro único y mejor de cuantos deste género han salido a luz en el mundo. Pero si allí no conoció al original Lofraso, conoció, en cambio, las raras y arcadíanas costumbres de la isla de Cerdeña, en donde pudo tomar y de fijo tomó notas y apuntes para la Galatea y para los bellos trozos pastoriles que le agradó intercalar en el Quijote.

La estancia de Miguel en Cerdeña durante seis meses nos explica algo que notamos leyendo la parte bucólica de sus obras. Cerdeña es una isla de costumbres sencillas y silvestres, de hermosos paisajes, de bosques umbríos, aprisionados entre montañas rocosas. Hasta el siglo XVII y aun después, Cerdeña conservó la simplicidad de sus hábitos y en la esquivez de sus bosques penetró mal la religión católica, o, si logró entrar, no arrojó multitud de ceremonias paganas que aun en tiempo de Miguel solían celebrar labradores y ganaderos. El culto de Hermes o Mercurio, mezclado con el terrible culto de Pan, se conservaba entre aquellos sencillos campesinos, de alma dura y vengativa, como los corsos, pero quizás por lo mismo, inocentes en su brutalidad. Nos sorprende en la Galatea y nos causa extraño efecto teatral ver aparecer de vez en cuando un sacerdote de no sabemos qué culto o religión, dirigiendo extrañas y poéticas ceremonias, a las cuales concurren pastores que hablan del Tajo y del Henares y que han estado en Toledo y en Alcalá. No basta, a mi entender, para explicar esto, decir que Cervantes lo copió de las demás obras pastoriles. Hay en esas descripciones mucho visto en la realidad y puede asegurarse además que en el Quijote y, particularmente, en su segunda parte, no hubiera interpolado Miguel escenas pastoriles si hubiese creído que todas ellas eran cortesana ficción de poetas.

Lo que en Virgilio primero, y después en Montemayor y en Sannazaro había leído, lo vio o algo muy semejante en la hermosa tierra de Sicilia, y más aún, en la misteriosa isla de Cerdeña. Descanso al ajetreo y fragor de las armas fue para él aquella temporada de paz y de reflexión. Comenzaba ya a saborear la vida campestre: gustaba con deleite las aromáticas y generosas malvasías de Quarta y de Bosa, el giro, el bernacho, el murago de Caller, vinos melares que parecen elaborados por abejas. Desde entonces, nunca la gota de miel de la poesía pastoril dejó de regalarle los labios.



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