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ArribaAbajoCapítulo XXV

«El caballero de la Triste Figura». -Fray Juan Gil. -El drama de don Jerónimo de Palafox. -El día de la libertad


La primavera de 1580, alegre para muchos cautivos de Argel, fue para Cervantes triste y angustiosa. Con su argolla al pie y arrastrando la cadena, escuchaba un día y otro noticias de redenciones hechas por los buenos trinitarios. Oía encarecer y exagerar las cantidades de dinero que habían traído y las muchas mandas y limosnas pías con que habían visto aumentado el acervo de lo que aprontaran las familias y diera el rey. A creer a algunos cautivos, los baños de Argel iban a quedar desiertos. No era así, pero, con todo, el ver rescatar a uno o dos cautivos, les parecía a los otros agüero de que todos serían libres.

Desesperabanse algunos, los más tomaban la espera con sosiego, apacienciados por la adversidad. El que salía libre marchabase ufano, presuroso, sin volver la cara, ni acordarse de sus compañeros de cadena, con el desperezo egoísta de quien despierta de un mal sueño, sin dar las gracias a Dios ni a los hombres. Los padres de la Trinidad, ya acostumbrados a ver todos los extremos del egoísmo y de la ingratitud de los hombres, no hacían caso, comprendiendo hasta qué punto aquellos desventurados padecían de inconsciencia dolorosa que les privaba de toda nobleza en los sentimientos; así iban haciendo rescates, desembrollando lo más llano y fácil de su faena, atraillando, como un rebaño de corderos modorros, a todos los cautivos para cuyas redenciones contaban con recursos suficientes.

Notabase un día y otro, cómo iba habiendo bajas en el baño del rey. Miguel contaba los rescatados y su espíritu yacía en una soñolencia penosa. Lentamente iban desmoronandose en su pecho las romancescas ilusiones, los sueños de andanzas bélicas, el libro de caballerías que forjó suponiendo posible alzarse con Argel, como Don Quijote pensaba conquistar ínsulas y ganar imperios sin más que el denuedo de su corazón y el esfuerzo de su brazo.

Poco a poco, iba comprendiendo su error, pensando que quienes le rodeaban no eran como él o que él no era como los demás. Hombres corrientes y molientes eran, con todas las cobardías y bajezas que el título de hombres implica. Pocos había capaces de sacrificio; los más, como los galeotes, pagaban bien con mal y se mostraban desde el primer instante que seguía al favor, ingratos para sus bienhechores.

No oía Miguel, con su argolla al pie, con su cadena arrastrando en el baño de Azán-bajá, el bien que de él decían algunas almas buenas, y sí veía las pasiones que le circundaban; caíansele de los ojos las escamas y pensando ser imposibles las soñadas caballerías y viendo cómo la humanidad se daba prisa a vivir bien o mal pero a vivir ante todo, fuera como fuese, recordó la misteriosa muerte de don Juan de Austria, sobre la cual se oían los más peregrinos comentarios, pensó también en los muchos cautivos, algunos de ellos caballeros ilustres de muy rancia nobleza que, en el cautiverio, habían sido como hermanos suyos y que, libres, no volvieron a acordarse de Miguel, ni a darle señales de vida siquiera.

Todo esto merecía meditarse largamente, y meditándolo se hallaba un día Miguel cuando, tal vez en un cacho de espejo roto, tal vez en una bacía de agua clara, vio reproducida su figura, amarilla y ojerosa, con una expresión melancólica y desengañada que jamás antes tuvo, y rompiendo en una bella, en una heroica y homérica risa, se le ocurrió llamarse a sí mismo el caballero de la Triste Figura, en memoria del caballero de la Ardiente Espada y de los demás sobrenombres y altísonas apelaciones de los hijos y descendientes de Amadís.

Esta segunda risa de Miguel, consecuencia y repercusión de aquella gran carcajada que soltó ante los molinos de viento al volver de Sevilla, fue otro salto hacia la inmortalidad. La risa después del llanto o de la tristeza redime a los hombres del cautiverio del olvido y hace sus nombres eternos. Muerto estaría Homero, a pesar de todos los arrestos de Aquiles, si no tuviese en lo más sangriento y encarnizado de sus estrofas un poco de aquello que él con divina sencillez puso en los labios de Andrómaca, al ver el espanto de Astianax que se atemoriza de su padre Héctor; aquel dakruóen guelásasa (entre lágrimas riendo) es el secreto de los grandes. La creadora llanura de la Mancha, el fecundo baño de Argel, pusieron en los labios de Cervantes la risa redentora que de las lágrimas emerge, como la misteriosa nereida de las aguas hondas de la gruta.

Y habiéndose reído de sí mismo, en lo que mostró más que en todas sus hazañas anteriores la grandeza de su alma, procuró Miguel avistarse con el reverendo padre fray Juan Gil, para redimirse de la manera más vulgar y menos quijotesca, a cambio de dinero contante y sonante, como todos los Juanes, Pedros y Diegos que en los baños de Argel gemían, ya casi decididos a renegar, dándolo todo al diablo. Pero la dificultad gravísima de ello estaba en hallarse Miguel encerrado y con guardias y centinelas, mayormente desde que llegaron los padres trinitarios a Argel, pues entonces extremó Azán-bajá los rigores con los cautivos a quienes reputaba de gran valor para subirles las tallas y lograr que los redentores, movidos a compasión, pagasen rescates de gran cuantía. Lo mismo que con Cervantes mandó hacer con el noble caballero aragonés don Jerónimo de Palafox, que era el cautivo de mayor importancia.

Por otra parte, los dos buenos trinitarios no se ocuparon en estas redenciones difíciles y costosas mientras pudieron realizar las fáciles. Los meses de junio y julio pasaron en hacer éstas, y en los primeros días de agosto salió de Argel fray Antonio de la Bella con ciento ocho rescatados, que llegaron a Valencia el día 5 sufriendo gran borrasca.

Quedó, pues, solo en Argel, para la parte más difícil de la misión, fray Juan Gil, como hombre de larga experiencia, de suma perspicacia, muy ducho en tratar con moros y tan habituado a pasar riesgos y trances de fortuna, que muchas veces había visto en peligro su cabeza, lo cual era parte a tenerla más segura cuanto más viejo.

Sin que viese ni hablase a Miguel, la fama de sus virtudes heroicas y de sus cristianas caballerías había llegado a fray Juan Gil desde el primer momento. Consultando sus papeles, confirmó que aquel cautivo era uno por quien diversas veces fueron a implorar en el convento de la Merced, de Madrid, una anciana señora y tres bellas enlutadas. Recordó también fray Juan Gil la inocente superchería de que doña Leonor se declarase viuda a fin de excitar más la compasión de los donantes para las redenciones. Todo esto lo tuvo presente y, relacionándolo con las buenas palabras por él oídas a otros cautivos, llegó a interesarse en extremo por la libertad de Miguel.

Acaso a estos motivos de compasión cristiana vinieron a añadirse nuevas razones aducidas por el doctor Antonio de Sosa, con quien fray Juan Gil comunicaba frecuentemente. Mostró el doctor Sosa al buen trinitario algunos de los versos devotos compuestos por Miguel, y que en varias ocasiones le había leído, copiándolos el doctor con mucho gusto, y por ellos conoció fray Juan Gil ser tal cautivo, a más de un hombre valiente, un muy discreto poeta, lo cual si no había de influir gran cosa en su ánimo de hombre de acción, sí le blandeó un tanto, por ser caso poco frecuente entre los cautivos de Argel.

Decidido se hallaba ya fray Juan Gil a emprender con la mayor diligencia las gestiones para el rescate, cuando se le presentó el doctor Juan Blanco de Paz, fingiendo ser comisario del Santo Oficio, mostrando algún documento falso que lo acreditase y requiriendo su ayuda para levantar testimonios contra algunas personas y en especial contra Miguel de Cervantes. El inesperado caso puso en el ánimo de fray Juan Gil extraña perplejidad. Blanco de Paz era hombre untuoso, de insinuantes y suaves palabras; los títulos que presentaba parecían estar en regla. La maquinación contra Cervantes, movida por aquel mal hombre sola y exclusivamente por quitar fuerza al testimonio de Miguel, cuando éste, al salir libre, intentara poner en claro la traición del desalmado fraile dominico, estaba muy bien urdida.

Por desgracia suya, Blanco de Paz se pasó de listo o llegó al límite de la osadía presentándose con idénticas pretensiones al doctor Sosa. Este varón prudentísimo rechazó las insidias del malvado fraile y puso en autos de todo a fray Juan Gil. Nunca los trinitarios se entendieron muy bien con los dominicos, y acaso esto contribuyó a que la tormenta fraguada contra Miguel se disipase y aumentara el aprecio en que fray Juan Gil, sin haberle aún visto, le tenía.

Comenzaron, pues, las negociaciones para redimir a Cervantes, al caballero Palafox y a otros varios personajes de cuenta. Ya esperaba algo impaciente Azán-bajá, deseoso de cobrar la mayor cantidad posible en estas redenciones, porque, además, aquellos eran los últimos días de su gobierno en Argel, pues había recibido orden de partir para Constantinopla, de donde iba a salir muy en breve su sustituto Jafer-bajá. Al tratar del rescate de Miguel, ponderó Azán-bajá cuanto fray Juan Gil ya sabía, con el fin de aumentar la talla y, por fin, salió pidiendo mil escudos españoles de oro.

De largo tiempo antes conocía el trinitario lo amigos que los moros y renegados son del regateo; sabía que, sobre esto, Azán-bajá era veneciano, mercader hasta la punta de las uñas; pero aun teniendo en cuenta esto, consultó la cantidad que para el rescate de Miguel había recibido en Madrid, la cual ascendía a trescientos ducados solamente, añadió lo que más podía dar la Orden, por tratarse de un cautivo de tanto mérito, y halló que solamente le era dable añadir cincuenta doblas. Sumó todavía otras cincuenta del legado de Francisco de Caramanchel, que era una de las mandas piadosas que solían ofrecerse a las órdenes redentoras para dote de doncellas y rescate de cautivos. Aun así faltaba mucho dinero, casi otras tres partes más para llegar a los mil escudos.

Arduo y difícil se presentaba este rescate y más aún el de don Jerónimo de Palafox. Fray Juan Gil, aun tomándolo con paciencia, dudaba del buen resultado. Si le dieran tiempo, ya sabía él cuánto puede el tiempo en los tratos de la gente mahometana; pero ya los rescates urgían. Azán-bajá estaba para marcharse de un momento a otro y, naturalmente, procuraría llevarse a Constantinopla los cautivos de mayor precio para hacerlos valer más allí.

Vanos eran los esfuerzos de fray Juan Gil para convencer al veneciano de que estaba en un error, pues Cervantes no era sino un pobre hidalgo, grande sólo por su ánimo y rico por su denuedo. Es muy probable que Azán-bajá dejase a fray Juan Gil comunicar con el cautivo manco alguna vez, no muchas, porque siempre sospechaba de Cervantes alguna nueva trama. No debe olvidarse que Azán-baja había dicho uno o dos años antes de esto que, como él tuviera sujeto al estropeado español, contaba por seguros la ciudad, los esclavos y los bajeles.

Vio y habló brevemente y ante inoportunos testigos, el redentor a Miguel, y desde el primer instante debieron de comprenderse ambos. Supo entonces Cervantes que el buen trinitario se llamaba Juan y de nuevo abrió el pecho a la esperanza, aunque no con la ilusoria y entusiástica alegría de los tiempos pasados, pues si ya tenía en su cuenta de los Juanes bienhechores a su abuelo Juan de Cervantes, al maestro Juan López de Hoyos, al señor don Juan de Austria y al mártir Juan el Jardinero, Juan se llamaba también el maldito doctor Blanco de Paz, de donde infería Miguel que este nombre ya encubría los extremos de la bondad, ya los de la maldad humana.

Miró fray Juan Gil atentamente al caballero de la Triste Figura y, aunque su corazón se había endurecido en el roce cotidiano con la desdicha, compadecióle en gran manera. No se entretuvo Miguel en comunicarle proyectos fantásticos, ni disparatadas proezas, sino más bien le dijo quiénes eran sus buenos amigos en Argel y a cuáles de ellos podía pedirse adyutorio para su rescate: nombró a los comerciantes valencianos que tan bien se portaron siempre con él y con cuya liberalidad podía contarse. De todos modos, era difícil llegar a la cifra de mil escudos castellanos.

Miguel se hallaba en la más angustiosa situación de la existencia, en la del hombre a quien falta un poco de dinero para salvar su vida y no halla por dónde poder lograrle.

Con hábil y calculadora crueldad, tomó Azán-bajá una determinación que vino a agravar la negra desesperanza de Miguel y casi a desvanecer sus ilusiones. Los bajeles en que había de volverse a Constantinopla estaban ya prontos a levar anclas a la primera orden. El mes de agosto había pasado. Cervantes sabía que ya se hallaban libres, después de vencidas no pocas dificultades, varios amigos suyos íntimos, como Andrés Gutiérrez, Francisco de Aguilar, Rodrigo de Chaves y otros.

Septiembre entraba y con él a las últimas tardes rojas del estío iban a sustituir las primeras tardes doradas del otoño. Miguel pensaba en sus otoños anteriores y creía ya tocar la fecundidad bienhechora del presente, cuando un día se vio con el caballero Palafox y con otros de su baño en la galera de Azán-bajá, arrastrando las cadenas que de ambos pies les colgaban, sujetas con grillos las manos, arrojados en un banco, delante el duro remo. Las nuevas eran que los bajeles de Azán-bajá tenían que zarpar al punto. De allí ya no saldría ningún cristiano. ¿Cuál corazón que de acero no fuese, no se hubiera roto en esta terrible prueba? La buena amiga risa iba acaso para siempre abandonando los labios de Miguel: la divina alegría desamparando su alma.

El día 19 de septiembre por la mañana, el movimiento de la marinería, los gritos, blasfemias y zurriagazos de los cómitres, el término de las operaciones de estivar la bodega del barco, en las cuales se habían pasado los días últimos, porque Azán-bajá no quiso dejarse en Argel ni riqueza ni pobreza aprovechable, y otras muchas señales, dieron a entender que había llegado el momento de la partida. Ya los forzados, Miguel y Palafox entre ellos, estaban en sus bancos, suelta la saltaembarca, encasquetado el gorro, remangados los brazos, afianzados los pies en la traviesa. Sólo faltaban las voces sacramentales de ¡Avante, boga! cuando, como una santa figura nimbada de oro, pusose ante los ojos de Miguel fray Juan Gil, orondo, alborozado y sonriente, con su hábito rozagante y su cruz azul y roja en el pecho. Le seguía, negro, autorizado y grave el notario Pedro de Ribera, con su colodra llena de tinta y sus sobados papelorios.

Tendió los brazos fray Juan Gil al asombrado Miguel, y entonces de todo punto pensó éste que se le abrían las puertas del cielo, por mano de algún santo fraile de los que en los retablos de Italia suelen diputar los pintores para tan alto menester. En pocas palabras dijeron el fraile y el notario cómo se habían hallado entre los mercaderes doscientos veinte ducados que faltaban, y cómo Azán-bajá, tras muchos regateos, se avino a recibir la mitad de lo pedido, contentándose con quinientos escudos de oro por el rescate de Miguel, los cuales, como los exigía en moneda española de la que en aquellos tiempos corría con honra y facilidad por el mundo entero, desde lo más occidental de las Indias hasta las apartadas tierras del Catay, hubo mucho trabajo para reunirlos entre moros, cristianos y judíos de Argel y sólo a última hora pudo juntarse la cantidad.

Daban el fraile y el escribano prisa a Miguel para que se saliera de la nave, pero su alma generosa no podía olvidar a un tan gran compañero de infortunio como el infeliz don Jerónimo de Palafox. Volvió Miguel la cabeza y tropezaron sus miradas con las de unos ojos hondos, negros, hundidos en sus cuencas y vio cómo por las mejillas pálidas del caballero más noble de Aragón corrían dos lágrimas amarguísimas. Allí, amarrado al duro banco de la esclavitud, quedaba el sinventura, y Miguel le miraba sin saber cómo consolarle ni qué decirle, sin querer que a su propio rostro saliese la alegría por no amargar más la pena del pobre caballero, su amigo, destinado quizás a perecer en la esclavitud miserable.

No -pensaba Miguel-, no hay dichas completas en la vida. Conmovidos y cabizbajos también fray Juan Gil y el escribano Pedro de Ribera, guardaban silenciosos el trágico secreto, que Miguel no supo hasta que el tiempo pasó.

Aquel mismo día, tratando en última entrevista fray Juan Gil con Azán-bajá, se habló de la redención de los dos cautivos. Azán-bajá consentía en ceder a Cervantes por quinientos escudos, pero no rebajaba ni un áspero en la talla de mil escudos en que tenía a don Jerónimo de Palafox. Apuró el fraile cuantas razones halló en su ingenio y caridad para salvar al linajudo caballero aragonés, que hubiera sido la mejor presea de aquella tan sonada redención. Mostró a los codiciosos ojos de Azán-bajá las quinientas monedas de oro que llevaba. Chalaneando, como había visto hacer a los gitanos en el Zoco de Argel y en la feria de Sevilla, arrojó sobre el tapiz las quinientas piezas relucientes y amarillas. Azán-bajá no se dio a partido, y el redentor hubo de contentarse con rescatar a Miguel y dejar cautivo a don Jerónimo de Palafox.

De este modo, las suertes de ambos cautivos quedaron ligadas por un lazo que sólo fray Juan, Azán-bajá y Pedro de Ribera supieron. Éstos son los reales melodramas de la vida.

Pintar aquí lo que Miguel sintió al pisar la tierra como hombre libre, sólo pudiera hacerse copiando los numerosos párrafos en que él habla de este goce, el más grande de cuantos el mundo puede ofrecer. Si el día de Lepanto había sido de mayor gloria. el día 19 de septiembre de 1580 lo reputó Miguel toda su vida como de mayor felicidad y de más honda fruición.

Los treinta y tres años se acercaban, y a la prudencia y conocimiento de la vida que esta edad procura siempre se unían en Miguel tales sumas de experiencia y tantas memorias de casos desastrosos y de peligros inminentes, de muertes vistas y de apuros pasados, que pocos hombres de su edad podían alardear de conocer mejor el mundo. Mas de cuanto había conocido hasta entonces, ninguna cosa le fue tan gustosa y grata como aquella libertad de que disfrutaba a la sazón. ¡Qué extremos de alegría no serían los suyos! Si en todo tiempo fue chistoso y ocurrente, ¡qué donaires, gracias y diabluras no se le ocurrirían en tal ocasión! Miguel se palpaba, estrechaba manos, abrazaba aquí y allá, contaba historias y lances inauditos almacenados por él en las horas larguísimas de la soledad y del cautiverio, forjaba nuevos proyectos, ya no tan quijotescos como los anteriores, y sobre todo, reía, reía, reía... Y con él reían cuantos le escuchaban: y en aquel punto se engendró y comenzó aquella sana y redentora risa que sigue al nombre y palabras de Cervantes al través de los siglos, sin cansancio ni hastío de la humanidad riente.

Al ver a Miguel libre, arremolinabanse en torno suyo tantos y tantos cautivos como le debían favores, conversación, consejos o atenciones. Desde luego se acogió Miguel a la posada de un caballero de Baeza, amigo suyo, rescatado en 3 de septiembre, y a quien llamaban don Diego de Benavides. Conoció a éste por medio de su antiguo amigo el alférez Luis de Pedrosa, cuya familia estaba relacionada con la de Miguel cuando el licenciado Juan de Cervantes tuvo autoridad en Osuna. Andaluces eran muchos de los íntimos amigos de Miguel: de Córdoba, Alonso Aragonés; de Cádiz, el carpintero de ribera Hernando de Vega; de Málaga, Juan de Valcázar; de Osuna, el alférez Luis de Pedrosa, vecino de Marbella, y de Baeza don Diego de Benavides. Toledanos, el fraile carmelita Feliciano Enríquez, natural de Yepes, y Fernando de Vera y el alférez Diego Castellano; extremeño, de Badajoz, Rodrigo de Chaves; valisoletano, Cristóbal de Villalón, y natural de Cerdeña el capitán Domingo Lopino.

Todos ellos declararon haciendo los mayores elogios de Miguel en la información que éste pidió a fray Juan Gil acerca de su conducta en el cautiverio, para deshacer los calumniosos e infames enredos de Juan Blanco de Paz. En sus declaraciones habladas y en la escrita por el excelente doctor Antonio de Sosa, como en la firmada por el propio fray Juan Gil, que elocuentísimamente confirma los anteriores testimonios, hay algo más que la conciencia de que se declara por atestiguar una verdad sabida; hay una admiración, un respeto y un amor a Cervantes, que difícilmente volveremos a encontrar en sus contemporáneos. Casi ninguno de aquellos sujetos de buena fe, soldados, oficiales de ocupación manual y religiosos sabía si Cervantes era o había de ser escritor. Todos, sin embargo, le amaban como hombre, sin ninguna otra consideración y se tenían por muy honrados en confesar que aquel Hombre era el más grande que ellos habían conocido.

Éste es un documento de tremenda y conmovedora eficacia, en el que no cabe engaño. No es posible leerle sin que el alma se llene de la bella y humana satisfacción que nos causa el ver confirmado por hombre buenísimo a quien teníamos ya por genio.

Terminada, firmada y fechada en 22 de octubre la información, Cervantes no tenía qué hacer ya en Argel. Iban volviendo a la patria todos los rescatados. El 24 de octubre embarcaron para España en el navío de maese Antón Francés seis cautivos, por cuyo pasaje pagó fray Juan Gil quince doblas. Éstos eran dos, cuyos nombres no conocemos, y además don Diego de Benavides, Rodrigo de Chaves, Francisco de Aguilar y Miguel de Cervantes Saavedra.

La navegación no fue larga. Un amanecer, el sol, dando en las espaldas a los ansiosos navegantes, sonrosó primero y enrojeció después las costas verdes del reino de Valencia. Los palmares y los viñedos opimos, cargados de dulcísimo fruto, recrearon los ojos de Miguel. La hermosa ciudad de Denia, con su linajuda y antigua sonrisa helénica, le abrió sus brazos amorosos.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Miguel en Valencia y en Madrid. -Las agonías de la corte comienzan. -Los amigos poetas: Gálvez de Montalvo, Juan Rufo. -La conquista de Portugal. -Lisboa. -Comisión a Orán


Al pisar alegre las calles de Valencia, al regalar la vista contemplando de nuevo la hermosura de sus mujeres, al conferir libremente con sus buenos y antiguos amigos los mercaderes valencianos, al conocer que había llegado el momento de reanudar y rehacer su vida truncada por el cautiverio, cayó Miguel en la cuenta de que la juventud, o al menos lo mejor de ella, había pasado. En Valencia hubo de tratar con alguno de aquellos comerciantes, banqueros o comisionistas de Argel, con los Torres, con Juan Fortuny o con su muy obligado Onofre Exarque, y con ellos anduvo en arreglos para revender las mercaderías otorgadas a doña Leonor, y pagar lo que dejó debiendo en Argel por el resto de pago de su rescate. Ocupado en estos negocios, y en gozar del bien de la libertad en pueblo tan apto para ello como Valencia, donde pregonan libertad el cielo, la tierra y el aire, pasó allí los fines de octubre, todo el mes de noviembre y los primeros días de diciembre de 1581, en que tomó la vuelta de Madrid.

El que Miguel se percatara de que la juventud había huido y era llegada la edad seria y razonadora en que se aprovechan los minutos y se crea y asegura la tranquilidad para el porvenir, hay que entenderlo de muy otra manera que si se tratase de un hombre vulgar. La juventud de Cervantes, según se ha visto, desde que embarcó en la malhadada galera Sol, fue una vejez anticipada, durante la cual adquirió más triste y dolorosa experiencia que en su restante vida. La cautividad de Argel ponía a muchos hombres en este caso de hallarse a los treinta años en posesión de todas las malicias y desesperanzas propias de los setenta y verse constreñidos, si querían gozar de la vida, a fingirse una segunda juventud artificial, como lo sería la de un resucitado. No podemos fácilmente hacernos hoy cargo de este peregrino estado espiritual: sí, por lo que hace a Miguel, afirmar que la lucha propia de semejante situación no fue larga, y que la perplejidad en su ánimo no fue grande.

Antes que partiese de Valencia, sabiendo que marchaba a la corte su amigo y compañero de cautividad el valenciano Juan Estéfano, le dio cartas para que se presentara en su casa y viera a su padre, Rodrigo de Cervantes, indicándole ya desde luego ser urgente una información de sus servicios y cautiverio, como base para pedir que fueran remunerados en alguna manera. Como cosa confiada al bueno de Rodrigo, la información fue breve y mal hecha, y no dio resultado. En ella declaran el mismo Juan Estéfano, un corso llamado Mateo Pascual y el portugués Francisco de Aguilar, llegado también de Valencia por aquellos días.

No vaciló, pues, ni un momento Miguel, a quien la necesidad, por otra parte, acuciaba, en pedir recompensas de sus servicios. Acaso creía, quijotescamente, que de ellos debía tenerse ya particular y elogiosa noticia en la corte. Ya sabía él, como Don Quijote, que las hazañas en que los caballeros prueban el ardimiento de su corazón y la fortaleza de su brazo ofrecen galardones de imperios y coronas: ya sabía, como Sancho, que la obra hecha la paga espera, y que por pan o por al baila el can. Años habían de transcurrir antes que se persuadiera de que en España tan iluso es Don Quijote aguardando coronas, como Sancho esperando ínsulas: años habían de pasar antes que se contentase con alguna bacía de barbero, con algunas alforjas de fraile, con algún olvidado maletín de loco por toda ganancia y botín de sus andanzas en el mundo.

Este apresuramiento suyo en pedir informaciones y acreditar servicios, lejos de rebajar la grandeza de su alma como algunos inician, muestra más claramente su nobleza y candidez. Acababa de salir de un mundo negro, donde predominaban y arbitraban sólo la injusticia y la parcialidad, mezclándose con la crueldad y el odio al género humano, y porque se hallaba en Valencia, donde cielo y suelo y aire le sonreían, y las mujeres se le antojaban trasunto de la arcangélica y celestial tropa de los retablos flamencos, ya forjaba en su interior nuevas ilusiones y se creía entrado en el reino y asilo de la justificación y de la equidad, donde se premia al que lo merece y se paga con buena vida al que la hubo mala y desastrosa por el procomún. Fértil campo donde nunca faltaban flores era el alma de Miguel: no bien se agostaban y marchitaban unas ilusiones verdes, cuando nacían otras, más gayas y lozanas, rojas, azules o de tornasol. Quizás no tiene mérito más grande que éste el de saber sostener un tono de igual alegría en el fondo de cuanto dice y revela.

Ligera el alma, y más ligera aún la bolsa, llega a Madrid a primeros de diciembre y entra en su casa. Por ella, no en balde ha pasado el tiempo.

El pobre cirujano Rodrigo de Cervantes, cada vez más inútil y achacoso, apenas de vez en cuando halla medio precarísimo de ayudar al sostenimiento de la familia. Son muchos los días en que a nadie se le ocurre llamarle para que haga sangrías o aplique emplastos. Junto a la reja que da a la calle, una docena de sanguijuelas se mueren de tedio en su redoma.

Doña Leonor de Cortinas está vieja, cansada de tanto luchar, intrigar y no conseguir. Doña Andrea y su hija doña Constanza de Ovando o de Figueroa, que viven aparte de la casa paterna, son el único apoyo y consuelo de quienes la habitan. Doña Magdalena, la moza cuya lozana bizarría cautivaba diez años antes, va marchitandose y perdiendo la frescura: encuentrase en el terrible paso de los primeros años de solterona. Anda en amores con un vizcaíno, empleado en Palacio, que se llama Juan Pérez de Alcega, y ya conoce cuán difícil va a ser retenerle y cuánto más lograr otro si se pierde aquél.

La casa es la perfecta imagen del quiero y no puedo, que ya entonces comenzaba a advertirse en casi todos los hogares de la corte, y que se ha quedado en los más de ellos como enfermedad incurable y crónica. Se vive malamente al día, se tapan los huecos de unas deudas con otras mayores, se espera la muerte, o el cansancio del acreedor o el momento feliz en que éste se vuelva a su tierra. Lo que hoy llamamos tener ingleses podía llamarse entonces tener florentines o genoveses. La dolencia es la misma, idénticos los medios de irla conllevando. Un día se empeña ropa: otro muebles, al otro se suprime comida o almuerzo, al de más allá se acepta con ansia un convite, y en todos se alaba a Dios, que permite vivir a tanta gente buena sin saber cómo ni de qué.

Miguel, hecho a pasar por tragos mucho más acedos, ve y nota cuanto en su casa ocurre, y conoce la urgencia de remediarlo. Acaso tiene largas explicaciones con su hermana Andrea, maestra en los recursos y manejos provechosos de la vida, y conviene con ella en la necesidad de ir tirando. ¿Cuándo se habrá visto que dos españoles reunidos para resolver un problema económico o, cuando menos, para abordarle, no hayan quedado de acuerdo en que ir trampeando es la única solución?

En tanto, Rodrigo el mozo se ha incorporado a su antiguo tercio y está en Portugal con el gran don Lope de Figueroa. La corte madrileña, que en diez años ha crecido considerablemente, encareciéndose con tal motivo el precio de todas las cosas necesarias para vivir, se encuentra ahora llena de nerviosa inquietud.

Hace meses que el rey está en Badajoz, esperando sazón oportuna para entrar en Portugal, para ceñirse la corona que acaban de agenciarle el duque de Alba con sus tropas y don Cristóbal de Moura con los fecundísimos recursos de su diplomacia y con las admirables artes de la corrupción. La duquesa de Braganza, que aún se obstinaba en resistir, ha sido vencida, enterrando en oro a su marido: los demás pretendientes a la corona portuguesa puede afirmarse que no existen. Sólo se teme aún al prior de Ocrato, personaje fantástico, de novelescos recursos, quien nunca se sabe por dónde se oculta ni qué maquina. De todos modos, el triunfo es magnífico, halagüeño, Portugal es de los castellanos. El rey va a coronarse en Lisboa en cuanto pase la peste que diezma la ciudad y en cuanto él mismo acabe de curar las calenturas infecciosas que el divino Vallés, contra la opinión de todo el protomedicato chapado a la antigua, quiere curar con purgantes enérgicos, como si presintiese la naturaleza de las infecciones.

No necesitaba Cervantes saber más para hacerse cargo de que en Portugal era menester buscarse la vida. Así, vista la poca eficacia de la floja información hecha en 1º de diciembre por iniciativa de su padre, pide él otra nueva, que se hace en 18 de igual mes, y en la cual declaran su grande amigo y compañero de penas Rodrigo de Chaves y Francisco de Aguilar, diciendo cuál era la situación de Cervantes y las obligaciones en que por causa de su rescate se hallaba con los mercenarios y con los mercaderes que adelantaron el dinero. Esta misma información hace para sí Rodrigo de Chaves, siendo testigos Miguel y Aguilar.

Andando por la corte en estos días, avizora Miguel cómo han variado las cosas, cómo ha caído desde la más alta cumbre del poder el osado Antonio Pérez, a quien perdió su sobra de talento y de audacia, y cómo en cambio, goza o gozaba mejor que nadie el lado del rey su secretario Mateo Vázquez de Leca, a quien se habían concedido prebendas y canonicatos sin exigirle más sino que vistiese los hábitos a ellos pertenecientes. Escarmentado Miguel, no confió gran cosa en la protección de Mateo Vázquez, quien ni siquiera contestó a su epístola famosa, pero el ambiente frío de la corte le explica muy luego lo que tal vez no comprendió en la cálida atmósfera de Argel. Conviene, de todas maneras, acercarse a Mateo Vázquez, ver por dónde caminan las cosas, derribar por unos medios o por otros la pared que nuevamente se opone al que pasar adelante en la vida quiere. ¿Sabéis el nombre de esta pared? Se llama la incuria, la rutina de España.

En el poco tiempo que pasa Miguel en Madrid, encuentra medio de hablar con algunos famosos escritores a quienes las hazañas del soldado poeta, contadas por sus labios elocuentes, llenan de curiosidad y regocijo.

De ellos se distingue por su aprecio a Miguel un delicado vate de Guadalajara, que anda metido en la faena, corriente y común por entonces, pero no menos estimable, de hacer una Diana nueva o una segunda Arcadia que deje tamaños a Jorge de Montemayor y a Sannazaro. Llamase este culto ingenio Luis Gálvez de Montalvo, grande amigo de la poesía italiana y elegante traductor de Tansilo. A las desiguales quintillas de Gálvez de Montalvo, unas excesivamente duras, otras un tanto flojas y desmayadas, contestaba Cervantes con las poesías devotas y los trozos de poesía descriptiva que en Argel compuso y de los cuales hizo los parlamentos de sus comedias. Complacíale a Miguel la fluidez de algunas estrofas de su amigo:


    Estaban los aires graves,
con una niebla inhumana
y las avezadas aves
a saludar la mañana
con sus cantos tan süaves,
tristes callando en sus nidos,
su desconsuelo mostraban
y en sus cuevas escondidos
los búhos se querellaban,
los lobos daban aullidos...



Pero Miguel era mucho más poeta que Gálvez de Montalvo, aunque no Io creyeran así los de su tiempo. Oyendo al cantor del Henares leer, medio recitar, las prosas y versos del Pastor de Filida, que así se llamaba la narración pastoril y arcádica con que tenía en pensamiento obscurecer la fama de los grandes bucólicos, recordaba y rumiaba Cervantes la paz de aquellos tiempos felices que pasó en la isla de Cerdeña, asistiendo a las arcaicas ceremonias de los pastores y remembró los versos que entonces compusiera y que se le habían quedado en la memoria.

Mucho le incitó y animó Gálvez de Montalvo a darse a luz como poeta. Entonces era caso frecuente que un escritor fuera conocido aun sin haber publicado o impreso ninguna obra, por cuanto de la poesía que en la lectura gustaba se sacaban muchas copias y en breve era conocida de las personas a quienes tales asuntos podían interesar. No mucho antes de estos tiempos, las poesías de Garcilaso y las de fray Luis de León andaban de mano en mano y de copia en copia manuscritas sin que nadie las viese impresas. Corrieron, pues, de boca de Luis Gálvez de Montalvo a las de otros poetas y aficionados las alabanzas de Cervantes por sus versos y pronto llegaron, mezcladas con los elogios de sus méritos y proezas como soldado, a oídos de otro excelente escritor, que conoció a Cervantes en Italia y asistió a la jornada de Lepanto y acaso trató un poco en Nápoles a aquel soldado a quien sabía protegido de don Juan y del duque de Sessa. Como fue Homero el poeta de Aquiles y de Ulises, el cordobés Juan Rufo Gutiérrez fue el poeta de don Juan y de sus hazañas inmortales.

Era Juan Rufo un hombre de nobles y generosas ideas, torpemente expresadas casi siempre. Su poema La Austriada es más de estimar por la buena fe y la intención laudable, que de admirar por el mérito de la ejecución.

Ya lo conocía así Miguel, para quien las dificultades del metro y de la rima no tenían secretos por lo mismo que muchas veces luchaba con ellas y pocas vencía, cual les sucedió a todos los poetas de su tiempo. Ni Garcilaso, ni fray Luis, ni Herrera, habían domeñado por completo el endecasílabo: traíanle sujeto con freno y filete, como a caballo de raza, y a veces le hacían marchar sumiso al paso castellano, pero si querían ponerle en chazas o hacer corvetas o sacarle a galope levantado, rebelabase el generoso corcel italianesco y se avenía mal con los sofrenazos y con la espuela.

No comprendieron aquellos grandes poetas que era preciso italianizar el lenguaje para hacer endecasílabos acabados. Presintió esto Miguel e italianizó lo que pudo, mas no tanto que, dejase de seguir el régimen de freno y espuela, creyendo que el endecasílabo era una cabalgadura de las comunes y no un verdadero caballo con alas, como el Pegaso de los poetas. A casi todos los nuestros les han faltado los bríos requeribles para dejarle explayar sus alas, porque no las tenía el lenguaje criado al ras de tierra en Castilla, el cual caminaba al paso con que herían el duro terral los bridones cargados de armaduras resonantes en que marchaban los paladines del Romancero.

Conociéndolo así, traducía en quintillas Gálvez de Montalvo las Lágrimas de San Pedro, escritas por el italianísimo Tansilo, y cometía Juan Rufo el error de no cantar en romances las castellanas proezas del garzón de Austria. Había de llegar más tarde Lope de Vega a enseñar a los otros que los asuntos nacionales y populares (como el de San Isidro labrador) pedían metros populares y castizos.

El poeta de don Juan y Miguel, su soldado y protegido, se entendieron muy pronto y toda la vida se estimaron. Era Rufo Gutiérrez uno de los buenos Juanes con quienes Miguel había de tropezar en su vida. Juan Rufo comunicó a Miguel sus tristezas. No era de buen barrunto en la corte presentarse como antiguo amigo de don Juan de Austria. Apenas había pasado el tiempo y ya todos los cortesanos, siguiendo la costumbre iniciada por el rey, tomaban gusto en olvidar al rayo de la guerra. El haberse hallado en la batalla naval no se consideraba casi como un mérito apreciable. El mismo Juan Rufo, después de consagrados muchos tiempos y fatigas a cantar a don Juan de Austria, se encontraba con que no convenía dedicar el poema al rey y contentabase con dirigirlo a su hermana la reina de Bohemia y emperatriz de romanos.

Por estas y por otras palabras iba conociendo Cervantes las dificultades que había de encontrar en la corte. Pero como su sino le llevaba a ella, partió a primeros de 1581, en compañía de su amigo Rodrigo de Chaves, que regresaba a su ciudad natal, Badajoz.

A primeros de diciembre, Felipe II y la corte habían pasado de Badajoz a Yelves, que hoy decimos Elvas, y convocado Cortes en Thomar, porque la peste seguía haciendo estragos en Lisboa.

Por el camino, las esperanzas, un tanto decaídas con las palabras de Juan Rufo, iban renaciéndole a Miguel y cobraron nueva vida al entrar en Portugal, siguiendo el curso del padre Tajo, y ver las márgenes del hermoso río florecidas de huertas, donde no se parecía el invierno y contemplar la satisfacción de que los portugueses daban muestras, por el feliz término de las discordias y sangrientos lances de guerra, aún menos terribles para ellos que las tropelías de todo género cometidas antes y después de pacificados los bandos por las tropas del duque de Alba y de Sancho Dávila, a quienes faltaba cuerda no ya para ahorcar rebeldes portugueses, sino para castigar a sus indómitos capitanes y a sus descomunales soldados, quienes, tomando el conquerido reino por suyo, no cesaban ni un punto en sus saqueos y rapiñas.

Cuando Miguel llegó, ya todo esto había terminado. Se estaba en tiempo de satisfacciones y recompensas. El mismo Felipe II mostraba la cara alegre y lisonjera a sus nuevos cortesanos los grandes portugueses, ganados todos por las dádivas del gran don Cristóbal de Moura, a quien, como premio a sus impagables servicios, iba el rey a hacer merced del condado de Castel-Rodrigo. Todo el mundo estaba contento y alborozado. Hasta el duque de Alba se permitía bromas de buen gusto, como su famosa entrevista con la duquesa de Braganza, en la cual esta señora no le llamó excelencia, ni señoría, ni alteza, sino mucho más, pues, según él decía: Llamóme siempre Jesús. ¡Jesús, señor duque, tanto favor en esta visita! ¡Jesús, qué poco tiempo gocé tan buena conversación!..., etc., etc.

Yerran gravemente los historiadores portugueses y castellanos (a excepción de Oliveira Martins entre aquéllos y de A. Danvila entre éstos) que han pintado la ganancia de Portugal por Felipe II como una empresa taimada y tenebrosa. En primer lugar, el derecho de Felipe II a la corona era evidente: la intervención del duque de Alba resultó pronta, eficaz y felicísima, sólo empañada por algunos desmanes de la soldadesca; y, finalmente, el proceder de don Cristóbal de Moura fue propio de un sagacísimo político y de un profundo conocedor de la humanidad. El mismo Felipe II, tan parecido en carácter y procedimientos a su privado, según nota con acierto Danvila, se mostró en aquella ocasión fino, sagaz, contento, amable, propicio a todas las mercedes y concesiones; quitóse la negra ropa y la severa golilla que tantos años había usado y se vistió muy bizarramente, de ricas telas y alegres colores, a la portuguesa. En aquella excursión, la más feliz de su vida, gozó, rió, bromeó, como nunca lo hiciera de muchacho. Su elegantísima presencia y su noble y mesurado lenguaje causaban el mejor efecto en los nobles y en el pueblo portugués.

Al entrar en Lisboa, la primavera siguiente, el grito general de los portugueses era éste: ¡Oh, buen rey, qué mal empleado en los castellanos! Las regatonas y placeras de la Rúa Nova expresaron el sentimiento popular, diciéndole que ellas le recibían y juraban por rey mientras no volviese el señor don Sebastián, en cuya muerte el pueblo no creía, pero que si don Sebastián tornaba, don Felipe ya estaba allí de más y podía irse enhorabuena.

Antes de pasar el rey a Lisboa, cuando se hallaba en Thomar concediendo a nobleza y pueblo portugueses cuanto le pedían, llegó a aquel lugar Miguel.

Pronto logró ver a Mateo Vázquez, quien seguía gozando la confianza de Felipe II para los asuntos privados y pequeños. Allí vio también a su antiguo compañero y amigo de la cautividad, el hermano del duque de Alba don Antonio de Toledo, que era figura muy principal en la corte. Allí tuvo muy buen cuidado Miguel de ocultar o disimular la protección de don Juan de Austria. Allí, en fin, vio pasar varias veces la altiva y aviejada figura seca del gran duque de Alba, hundidos los ojos, aplastadas las sienes, pálida la tez, blanca la barba y todo el aspecto antiguo y temible.

El personaje principal de la corte, sin embargo, no era él, era don Cristóbal de Moura, el factotum y el lazo de unión, el corruptor elegante, el gallardo repartidor de mercedes. Era un elegante, delicado y enfermizo caballero, de altanera presencia, cuarentón ya, con grandes ojos rasgados, bella y limpia frente, voluntariosos labios, descollada y autocrática nariz, huesosas mejillas, ganchudos bigotes y barba corta. Bien se dejaba conocer que no era la autoridad de don Cristóbal de Moura como la de Antonio Pérez, ni aun como la de Ruy Gómez de Silva en tiempos pasados. Al lado de don Cristóbal, Mateo Vázquez temblaba como un doméstico, haciéndose cargo de su medianía.

La corte, gracias al influjo del noble portugués, parecía haber cambiado completamente. Inusitada alegría se notaba en ella. Luego, era aquel tiempo de primavera y del inmenso jardín que forman las orillas del Tajo hasta Lisboa, los perfumes llegaban gratos a regalar el ambiente. Un cortejo de hermosas damas y de poetas aristocráticos cercaba y seguía al rey. El amor, con santa alegría moviéndose, hacía de las suyas.

El mismo Cervantes lo decía: para galas Milán, para amores Lusitania. Tiempo tuvo y ocasión de solazar y endulzar su corazón reseco por las pesadumbres y por los trabajos. Pero, no fueron más que amoríos, no amores como sospecharon algunos biógrafos, porque el 18 o el 20 de mayo había conseguido una comisión reservada y secreta.

Tratabase de llevar unos pliegos o algún recaudo a Orán y de traer unas cartas del alcaide de Mostagán, y para esta sigilosa misión se designó a Miguel, dándole cien ducados de ayuda de costa. En los últimos días de julio estaba de vuelta con las cartas. No pisó la tierra de África más tiempo del preciso, pero en aquel poco tiempo tal vez tropezó con un amigo suyo, que hoy lo es nuestro, tan desdichado como gracioso: el alférez Campuzano, en cuya boca puso el Coloquio de los perros.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

El poema del Tajo. -La Galatea. -La expedición a las Terceras. -El amor que pasa


El 29 de julio de 1581 entró solemnemente en Lisboa Felipe II, y con él los cortesanos españoles que le habían seguido en la campaña y los que se le habían reunido en Thomar, y los aristócratas portugueses catequizados por don Cristóbal de Moura, que ya eran casi todos.

La gran ciudad palpitaba de alegría, no tanto por la llegada del nuevo amo, cuanto por la terminación de la guerra y de la peste, plagas que a un tiempo la habían combatido.

Aun para quien, como Cervantes, había entrado por mar en Génova y era familiar de los muelles napolitanos, Lisboa es una bella y noble ciudad de brazos abiertos y de ojos fijos en el Occidente: una ciudad dorada por el sol y por la riqueza que de las Indias aportaban a ella los abarrotados galeones. Rúa do Ouro y Rúa da Prata se llamaban sus dos calles principales.

Pero si Miguel encontró en ella la hermosura y grandiosidad de las ciudades que amó en Italia y que dan la cara al Poniente y conoció en ella la alegría un tanto facticia y pasajera, propia de una entrada o visita real, lo que más honda huella trazó en su alma no fue tanto la misma ciudad, como sus alrededores y lo que hasta llegar a ella había visto.

No se ocultaba a Miguel que era aquel regocijo cosa del momento, ni que el carácter lusitano es de suyo grave y melancólico: no dejaba de notar la diferencia entre los amoríos italianos y los amores portugueses. Amor era en Italia asunto de juego y de burlas honestas o de las otras: la gravedad platónica había pasado. Petrarca y su idealismo habían cedido el paso, primeramente al vividor y gozador Ariosto, después a Tasso el decadente. Al contrario, en Portugal era el amor devoción sutil, de principios trovadorescos, que en la égloga se apaciguaba y deleitaba. Portugués fue el mayor poeta pastoril de todos, Jorge de Montemayor, y su libro es un libro nacido de los jardines de Lisboa y de las riberas del Tajo.

Este gran río, músico e historiador, que en mansos períodos de cristal, cortados como estrofas por mil revueltas, meandros, remansos y madrejones, cuenta a los siglos una historia mal oída y peor interpretada, fue el padre de la novela pastoril española y con ella de lo mejor y más elocuente que en nuestra habla se ha escrito acerca del campo, el cual no muchas veces ha sido motivo de inspiración para nuestros poetas. Miguel pasea las orillas de este armonioso y mayestático río, cuyo cantar imitó Garcilaso y en cuyas sombras envolvió los cuerpos de sus blancas ninfas, y en cuyas aguas se miraban las copas de los álamos, do las aves sembraban sus querellas. Miguel procura rimar, con los consonantes que el río cantando le ofrece, su propia inspiración.

«Quien ha visto como yo -dice- las espaciosas riberas del nombrado Betis y las que visten y adornan al famoso Ebro y al conocido Pisuerga, y en las apartadas tierras ha pasado las del santo Tíber y las amenas del Po, celebrado por la caída del atrevido mozo, sin dejar de haber rodeado las frescuras del apacible Sebeto, grande ocasión había de ser la que a maravilla me moviese de ver otras algunas... Encima de la mayor parte de estas riberas se muestra un cielo luciente y claro, que con un largo movimiento y con vivo resplandor parece que convida a regocijo y gusto al corazón que dél está más ajeno: y si ello es verdad que las estrellas y el sol se mantienen como algunos dicen de las aguas de acá abajo, creo firmemente que las deste río sean en gran parte ocasión de causar la belleza del cielo que le cubre o creeré que Dios, por la misma razón que dicen que mora en los cielos, en esta parte halla lo más de su habitación. La tierra que lo abraza, vestida de mil verdes ornamentos, parece que hace fiestas y se alegra de poseer en sí un don tan raro y agradable, y el dorado río como en cambio, en los abrazos de ella dulcemente entretejiéndose, forma como de industria mil entradas y salidas que a cualquiera que las mira llenan el alma de placer maravilloso: de donde nace que aunque los ojos tornen de nuevo muchas veces a mirarle, no por eso dejan de hallar en él cosas que les causen nuevo placer y nueva maravilla. Vuelve, pues, los ojos y mira cuánto adornan sus riberas las muchas aldeas y ricos caseríos que por ellas se ven fecundados. Aquí se ve en cualquiera sazón del año andar la risueña primavera con la hermosa Venus en hábito sucinto y amoroso, y Céfiro que la acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo a manos llenas varias y odoríferas flores: y la industria de sus moradores ha hecho tanto que la Naturaleza encorporada con el arte es hecha artífice y connatural del arte y de entrambas a dos se ha hecho una tercia naturaleza a la cual no sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con quien los huertos Hespérides y de Alcinoo pueden callar, o de los espesos bosques de pacíficos olivos, verdes laureles y acopados mirtos: de sus abundosos pastos, alegres valles y vestidos collados, arroyos y fuentes que en esta ribera se hallan, no se espere que yo diga más sino que si en alguna parte de la tierra los Campos Elíseos tienen asiento, es sin duda en ésta. ¿Qué diré de la industria de las altas ruedas, con cuyo continuo movimiento sacan las aguas del profundo río y humedecen abundantemente las eras que por largo espacio están apartadas? Añadase a todo esto criarse en estas riberas las más hermosas y discretas pastoras que en la redondez del suelo pueden hallarse»... y no se dudará que en tan repuesto y regalado sitio nació el pensamiento y la obra de La Galatea, primicias del ingenio de Miguel, donde si se conservan y archivan mil remembranzas de Italia, en el habla y en la inspiración manifiestas, y se ven reminiscencias claras de los umbrosos valles de Cerdeña y de las grutas de Nápoles y de los jardines de Corfú, más, mucho más es lo que se debe a ese gran creador que Tajo llaman.

Pensemos las cosas tal y como iban ocurriendo. Miguel había vuelto de África, despachada y bien su comisión. Aguardando que le encargasen otras, y poseedor de algunos ducados y de varias amistades, remozadas unas y otras nuevas, siguió a la corte, a aquella corte, por virtud mirífica y poder no imaginado del Tajo y de sus verdes riberas, transformada y vuelta de tétrica y lúgubre en alegre y reidora, como una corte italiana. La jocundidad y apacibilidad del ambiente y del suelo habían enlozanado hasta el espíritu triste del monarca. Hombre de gusto fino siempre, Felipe II comprendió que su ropilla negra, tan propia del Escorial y del palacio de Madrid y de la austeridad encinosa del Pardo y del azul grave del Guadarrama, no casaba con los rosales, los laureles y los mirtos de las riberas del Tajo. Cuando el mismo Felipe II se vestía de colores, bien podía Cervantes, con el espíritu regocijado, seguir a la corte de España.

Quizás por su amigo don Antonio de Toledo, o por Mateo Vázquez, o por don Juan de Silva, o por otros cortesanos, supo una intriga amorosa entre una dama de la corte y un caballero que vanamente la solicitaba, parte por desdenes de ella, que mal encubrían una afección segura, parte por miramientos de familia y de corte o por oposición del mismo monarca, según con claridad manifiesta en el curso de la novela se hace notar, y de ahí arrancó el dato generador de La Galatea, en quien no hemos de ver a doña Catalina de Palacios, después mujer de Cervantes, ni en el enamorado Elicio a Miguel, aun cuando los demás pastores sí representen a sus amigos y compañeros Gálvez de Montalvo, Francisco de Figueroa, Pedro Láynez, Ercilla, Rey de Artieda, etc.

La ficción o pequeño conflicto semi dramático que forma el nudo de La Galatea, alude a algún hecho ocurrido en la corte, quizás entre dama portuguesa y caballero español, o al contrario. No era raro, sino muy frecuente, y esto lo da de sí por necesidad la artificiosa naturaleza del género bucólico, encubrir una verdadera historia de altos personajes bajo la traza y apariencia de la acción pastoril y, por si de ello se dudase, el mismo Cervantes lo declara en el prólogo de La Galatea. Así ocurrió con La Arcadia de Lope, quien contaba en ella los amores de su amo el duque de Alba.

Que hay en La Galatea algunas partes, singularmente las composiciones en verso, anteriores al resto de la obra y aun, casi de seguro, escritas mucho antes de venir Miguel a España, debe tenerse por seguro; que hay también trozos descriptivos y otros en que se propuso enseñorearse del artificio de la elocuencia, como él mismo dice, intercalados y zurcidos con lo demás de la composición, es indudable. Los elementos principales para la obra ya los tenía en la memoria o por escrito, pero esa condensación y aposamiento, sin los cuales de nada servirían tales miembros disyectos y desparramados, no hubo de verificarse hasta que Miguel volvió a verse en un medio bucólico y pastoril como el de Lisboa, y en una sociedad cortesana cual aquélla, donde había a diario veinte conflictos semejantes al indicado en La Galatea. Más adelante se verá cuán poco verosímil resulta, dada la especial naturaleza de las relaciones amorosas entre Miguel y doña Catalina su mujer, pensar que a ella aludiese el asunto central de La Galatea. Los altibajos de la vida de Miguel nunca fueron de la índole fingida y pastoril que esto supondría, ni era él hombre que tratase de cosas llanas y vulgares de pueblecillo o aldehuela en otros términos que los a ellas pertenecientes, pues si para lo metafísico tenía a Don Quijote y a otros cien personajes de su casta, para lo villanesco se las componía muy bien con Sancho y con Juan Haldudo y con los alcaldes de Daganzo.

Fuera de esto, si se lee atentamente el prólogo de La Galatea, no cabe dudar que lo más de ella fue compuesto en época muy anterior a las relaciones de Miguel y doña Catalina. Bastante tiempo hubo de tenerle guardado para sí solo según declara y se decidió a publicarlo, «pues para más que para mi gusto sólo lo compuso mi entendimiento». «La edad que habiendo apenas salido de los términos de la juventud, parece que da licencia a tales ocupaciones» parecía disculpar a Miguel de haber perdido el tiempo en este ejercicio de escribir églogas, atento a educar el idioma y allegar elocuencia «para empresas más altas y de mayor importancia y abrir camino para que a su imitación los ánimos estrechos que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tiene campo abierto, fácil y espacioso por el cual con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia puedan correr con libertad descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sutiles y levantados que en la fertilidad de los ingenios españoles la favorable influencia del cielo con tal ventaja en diversas partes ha producido y cada hora produce en la edad dichosa nuestra: de lo cual puedo yo ser cierto testigo...»

Muy otro y muy más alto fin que el mero entretenimiento de contar sus amores con doña Catalina y los de sus amigos Láynez, Montalvo, Figueroa y otros, da a entender Miguel que se proponía.

Llegado a Portugal, con el alma llena de la poesía de Italia y de la prosa trágica de Argel en la mente, y alternando y tratando con los personajes de más cuenta en la corte, presentóse al intelecto de Miguel perfectamente clara su misión de renovar el lenguaje, remozándolo y reforzándolo con lo que en la escuela de Italia había aprendido, desde los salones del Vaticano hasta las trattorias de Génova y los suburbios de Nápoles, y con lo que la vida guerrera y marinera le enseñó y con lo que el cautiverio y sus afanes le dejaron incrustado en el alma. Ya pensaba y consideraba ser el suyo un ingenio suelto y señero, único, libre, desaprensivo y descollante entre todos los demás; pero no había de comenzar por lo último, sino por lo más fácil, por lo que antes pudiera llegar adonde él se proponía, y hallándose en una corte donde el género pastoril gozaba de boga y favor, y viéndose además arrullado el oído por el blando susurro de la lengua portuguesa, que él amó tanto como la italiana y que tan bien hace el contrapunto al rumor grave y sonoro del Tajo, y dejándose, por fin, llevar de una cierta inclinación arcádica que ya en él hemos notado y que de vez en vez prevaleció en su alma, ya mozo, ya viejo, no vaciló en juntar todo cuanto había escrito, sentido y pensado, y formar aquella primera obra de la juventud, buscando con ella el halago y favor de la corte y la benevolencia de los demás escritores y poetas.

¿Qué podían importarle a la corte sus amores, aún no nacidos, con una hidalga de Esquivias ni las supuestas o verdaderas dificultades que a ellos quisieran poner unos tíos de la interesada? ¿Por qué aludir tan claramente a la intervención del Rabadán mayor de todos los aperos en el fin feliz o desgraciado de aquella aventura amorosa? Por otra parte, la razón cronológica, la más grande y positiva en este asunto, crece en eficacia si se examina bien el prólogo y la dedicatoria, y se acierta a entrever un cierto ligerísimo asomo de desdén que hacia su misma obra revela Cervantes. Aquellas son sus mocedades, aquellos son sus ensayos, poco más que un ejercicio retórico de escuela para hacerse la mano, pero él está destinado a mayores empresas y en breve las dará a conocer. Son probaturas de escritor principiante, no de un literato hecho, derecho y temible ya. Son cosas compuestas mirando a la corte: reparemos que, al dejarse llevar de su tendencia o inclinación bucólica en el Quijote y en otras partes, lo hace por darse gusto en este punto y también por solazar al poderoso caballero a quien dirige la obra y de quien espera protección: y advirtamos que pasa los últimos años de su vida ofreciendo al conde de Lemos, como una obra propia de un cortesano y de sus gustos, la segunda parte de La Galatea, que no llegó a escribir aunque de ello conservara intención toda su vida.

Poco caso han solido hacer quienes han escrito acerca de Cervantes, de esta época en que debió de seguir a la corte y, no obstante, es seguro, fijo, que trató en este tiempo con los personajes más elevados y aprendió su lenguaje y los vio de cerca andar, hablar, moverse y proceder corno andan, hablan, se mueven y proceden siempre que en sus obras salen. Aquella cortesanía amplia y ceremoniosa de Don Quijote en casa de los duques y en todo su trato y comercio con personas elevadas no es cosa que se inventa, ni que se imita, ni tampoco podía haberla aprendido Cervantes en el cuartel, ni en la mazmorra argelina, ni en las galeras, ni en los hospitales, ni en su corta estancia en el Vaticano. En tratos y conversaciones anduvo, sin duda, con los caballeros espirituales y elegantísimos que Theotocópulos retrató: conoció sus gustos, midió sus inteligencias, tanteó sus corazones y no tardó mucho en convencerse de lo que después con tanta amargura dijo, que él no servía para la corte.

¿Cómo había de afirmar esto con la convicción y firmeza con que lo afirma si no hubiese estado en la corte y en sus tratos? Y si en una corte estuvo fue en la de Lisboa, adonde era más fácil el acceso que en el temeroso Alcázar de Madrid o en el espantable Escorial.

En Lisboa fue donde más humano se mostró el rey triste. Quizás también alcanzó a probar la dulcedumbre de los amores de Lisboa al mismo tiempo que la cató Cervantes. No hay que olvidar que el rey era, por lo menos, tan enamoradizo como su vasallo. No hay tampoco gran osadía en suponer que de estos amores suyos cantó Miguel antes de abandonar Lisboa su desconocido poema o romance que con placer recordaba ya viejo: la Filena, de la cual dijo:


    También al par de Filis, mi Filena
resonó por las selvas, que escucharon
más de una y otra alegre cantilena:
    y en dulces varias rimas se llevaron
mis esperanzas los ligeros vientos
que en ellos y en la arena se sembraron...



Esas selvas y esas arenas fueron las alamedas y las orillas doradas del Tajo.

En tanto, pasaba el tiempo y no eran todas alegrías pastoriles en la corte de Felipe II. Sublevaronse las islas Azores contra el poder de España, negaronse a reconocer a Felipe II como rey, apoyadas por una escuadra con que Francia e Inglaterra querían sostener la ya casi perdida causa del prior de Ocrato y aprovecharon la coyuntura también para saquear piráticamente los galeones de las Indias, en la primavera de 1582. El rey mandó reunir la escuadra y puso a su frente, ¿a quién había de poner?, al padre de los soldados, al siempre victorioso y jamás vencido don Álvaro de Bazán, cuyas canas aguardaban ya nuevos laureles. El 29 de junio se pasó revista en Lisboa a las naves. En ellas iban el viejo tercio de don Lope de Figueroa y el de don Francisco de Bobadilla. Apaleaban los remos belicosos las pacíficas aguas del Tajo. Miguel contemplaba con ojos de envidia retrospectiva a aquellos militares viejos, entre los que iba su hermano Rodrigo de Cervantes, siempre soldado de pro.

Grata y honda emoción le causó ver de nuevo, ya todo canoso y envejecido, arrastrando su pierna casi inútil, al bravo don Lope de Figueroa. Lágrimas de entusiasmo corrieron por sus mejillas al divisar la enjuta y armígera figura del inmortal don Álvaro, gloria de España.

El 10 de julio salió la escuadra de Lisboa y con ella las mejores esperanzas de los españoles. El 21 descubrió la isla de San Miguel y el 25 vio a los enemigos a sotavento, en las cercanías de la isla Tercera. Trabóse el combate y en él fue el más denodado para pelear el galeón San Mateo, donde Rodrigo de Cervantes iba: cinco veces incendiado por el fuego de las naves francesas, otras tantas veces se repuso y echó a pique a varios navíos enemigos. En aquella jornada memorable los barcos de Villaviciosa, los de Miguel de Oquendo y el mandado por el mismo don Álvaro se cubrieron de gloria. Quedó la escuadra en San Miguel y a primeros de septiembre regresó triunfante a Lisboa. El otoño de 1582 traía a Miguel la alegría de abrazar a su hermano y ver de nuevo victoriosos a don Lope de Figueroa y a don Álvaro de Bazán.

Pasado el invierno, al regresar a Castilla el rey, dejó aprestada otra escuadra al mando de don Álvaro y en ella entraron veinte banderas o compañías del tercio de don Lope de Figueroa, que formaban a la sazón tres mil setecientos veteranos, muchos de ellos amigos y conocidos de Cervantes.

Volvió a repetirse la expedición en el verano de 1583. El 26 de julio desembarcaron los hombres de Figueroa en la ensenada del puerto de las Muelas, a dos leguas de Angra. El alférez Francisco de la Rúa se arrojó al agua valientemente con su bandera. Siguieronle, luchando valerosos con la resaca y los peligros de la orilla, el capitán Luis de Guevara y el soldado Rodrigo de Cervantes, a quien por su denuedo aventajó don Álvaro. A nado llegaron a la playa aquellos valientes y atacaron con tal furia que sin escalas ni brechas tomaron las trincheras enemigas, a pecho descubierto, y se apoderaron de los fuertes. Capitularon los franceses y el pabellón de Castilla coronó las fuerzas puestas por el enemigo. El 15 de septiembre volvió don Álvaro a Cádiz. El triunfo había sido completo.

En Madrid, adonde, con la corte, había vuelto, supo Miguel la nueva victoria, y con ella se le alegró el corazón, harto entristecido por los apuros interminables que en su casa veía. Florentines y genoveses proseguían en relaciones con la familia de Cervantes más de lo que fuera menester. En septiembre fue el mismo Miguel a empeñar en casa de un italiano llamado Napoleón Lomelino o Lomelín, cuyos parientes tenían casas de comercio y de préstamos en Madrid, Barcelona y Sevilla, los paños que aquel otro bueno y agradecido italiano Locadelo dejó a doña Andrea por mercedes y favores de ella recibidos. Se ve claro que doña Andrea, aunque no vivía con sus padres y con su hermana doña Magdalena, seguía siendo el paño de lágrimas de la familia. Acudieron a ella, en uno de tantos apuros, y no teniendo dinero a mano, dio a Miguel, y él empeñó, las telas ricas que Locadelo la dejara para revestir su sala de estrado. Se columbra también que ni las relaciones cortesanas de Miguel ni el crédito que por sus versos iba ganando le producían especie contante y sonante.

Por este tiempo trataba Miguel con muchos escritores y poetas. Por Juan Rufo conoció a su paisano don Luis de Góngora, mozo noble de buena familia que venía de estudiar en Salamanca, y de cuyos versos se esperaba mucho. Acaso trató asimismo a un brioso y resuelto soldado que volvía de las Terceras echando por la boca interminables bravatas, todas en versos de nunca vista fluidez; andaba por los veinte o veintiún años, pasaba lo más de su tiempo en sabrosos enredijos de amor y en forjar planes de poemas, comedias y todo linaje de obras de poesía, y se llamaba Lope Félix de Vega Carpio, huérfano, y sobrino del inquisidor Carpio, de quien Miguel oyera hablar en Sevilla.

Más amigo que éstos era de Miguel un bachiller nacido en Linares, a quien llamaban Pedro de Padilla, hombre de extraña y felicísima disposición para improvisar versos de romance y glosar otros conocidos. De él era la glosa famosísima del romance de Don Manuel:


    ¿Cuál será aquel caballero,
de los míos más preciado,
que me traiga la cabeza
de aquel moro señalado...



cuyas copias corrieron todas las ferias y puestos de España. Andaba por entonces Padilla reuniendo versos suyos de varias clases: unos para formar el Romancero, elogiado por Cervantes en un soneto que va al frente de su edición; otros para componer un libro de Églogas pastoriles, y otros, en fin, para reforzar las nuevas ediciones de su ya conocido Thesoro de varías poesías.

Acompañando a su amigo Padilla en estas andanzas editoriales, entabló Miguel relación con el librero Blas de Robles, quien no tardó en reconocerle por paisano suyo y recordar a su familia y los tiempos en que vivían en Alcalá de Henares. Padilla, Láynez, López Maldonado y otros amigos animaban a Miguel para que publicase La Galatea, de la cual habían leído algunos trozos. Blas de Robles quizás insinuó que si Miguel lograba el privilegio, él lo compraría en una cantidad decorosa. Todas eran esperanzas que ya iban tardando en realizarse.

En este año, al volver Miguel de Lisboa, henchido el pecho de aire amoroso y llenos los labios de dulces conceptos, conoció a Ana Franca y tuvo con ella los amores más gratos a su corazón. El tiempo y la desidia española nos han privado, crueles, del gusto de conocer algo más que el nombre de esta mujer, a quien amó Cervantes como a otra ninguna, y de quien tuvo a su única hija, doña Isabel de Saavedra.

Sólo sabemos que los amores duraron poco: que Ana Franca se casó con un Alonso Rodríguez, y Miguel con una doña Catalina de Palacios. El amor de Miguel pasa, misterioso, por nuestro lado, nos deja en el oído este claro y bello nombre de Ana Franca, y se pierde en las sombras del olvido.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Las primeras comedias. -Miguel, precursor de Lope. -Miguel, poeta famoso. -Sus amigos. -Miguel busca novia


Escritores que habían sido soldados y escritores que habían sido cautivos no faltaban en Madrid; pero ninguno de ellos podía contar tantos y tan bizarros sucesos de la vida soldadesca y de la cautividad como Cervantes. O no sirve de nada el indagar la psicología de los caracteres, o será lógico suponer que Miguel contó de palabra y con muchísima gracia y animación lo que después narró por escrito en cuantas ocasiones se presentaron, y no tanto por ponderar sus propios méritos, aunque de los militares le gustaba jactarse con toda justicia, cuanto por persuadir a quienes le oyeran y a la más gente posible del engaño en que se vivía con respecto a las cosas de la guerra y de la criminal pereza con que se miraban los asuntos de Argel y de los piratas argelinos.

Es indudable que al contar estos sucesos y al hacer estas consideraciones, Miguel era elocuente, persuasivo, eficaz, conmovía a ratos, entusiasmaba a veces y, como sabía variar sus relatos y aderezarlos cada vez con nuevos donaires y picantes y sabrosos giros de pensamiento y de habla, muy luego se hacía con el auditorio, ya se compusiera de gente ignara o de personas de letras y de mundo. Cuando él removía los posos de sus recuerdos, frescos y recientes, no hay que pensar si señoreaba los ánimos, inspirando al par lástima y admiración, tristeza en los pasos y trances de tragedia y alborotado regocijo en los lances de alegría.

Repasando cuanto le había ocurrido y contemplando la emoción que sus relatos producían, no pudo menos de caer en la cuenta y comprender que de aquellos sucesos (como acaso ya lo pensara en Argel) pudieran componerse y aderezarse muy lindas historias. Sus amigos le animaban a ello. Él mismo veía el ansia con que el público, indiferente en general para libros de ficción o de verso, acudía a los recién abiertos corrales de Madrid; no bastó que se abriese uno, sino que en breve fueron menester dos, el de la Cruz y el de la Pacheca.

A la gente iba complaciendole cada vez más ver hechos representados.

Era ésta una transformación consecuente y explicable del carácter nacional. Mientras un pueblo se entrega con alma y vida a la acción, según había sucedido en España bajo los Reyes Católicos y bajo Carlos V, y en tanto vivió don Juan de Austria, nuestro último hombre de acción útil y gloriosa, para nada necesita que le representen en las tablas lo que él ve, oye o sabe que ocurre a diario en el teatro grande de la realidad. Decae el valor y se afloja la continuidad de la acción verdadera y positiva en los mares, en los campos de batalla, en los puertos y mercados y en los gabinetes de la diplomacia y la política, y entonces o se cría o aumenta el gusto y deleite que el pueblo toma en contemplar representaciones de hechos fingidos, grandiosos y memorables primero, refinados y aristocráticos después, vulgares imitaciones de la vida corriente a lo último. Honrase Inglaterra hoy con no tener teatro nacional ni autores dramáticos que valgan la pena. Sus dramas los forjan sus generales, sus almirantes, sus diplomáticos, sus industriales y sus mercaderes. No requiere la imaginación inglesa fantasmagorías mayores que las de su intensa y potente vida. Así nos sucedió a nosotros hasta Lepanto.

Precisamente cupo a Miguel la honra de presenciar y tomar parte en el último acto de nuestro gran drama guerrero y político y de penetrar las causas que a la representación pusieron término, dispersaron la compañía y mataron al primer actor. Epílogo de toda aquella teatral historia fue el combate de la Tercera, y para que más claro se vea el cambio de la acción hecha en acción representada y menos dudas haya en este punto, Cervantes presencia este glorioso epílogo desde Lisboa, y Lope, el gran transformador, toma parte en él. ¿Creéis que Miguel estuvo en Lepanto y Lope en la Tercera por un simple acaso de la fortuna? Pues en verdad que pensadas parecen estas casualidades y obedientes a un plan lógico que admiración nos infunde.

No vamos a suponer que cuanto ahora a posteriori vemos lo apriorizasen Cervantes y Lope; sí que obedecieron a esos ciegos impulsos que guían a los grandes autores y a los pueblos, cuándo aquéllos delante y éstos detrás, cuándo al revés, para hacer las revoluciones o las evoluciones del pensar y del sentir engendradas por los hechos y a su vez preñadas de otros hechos nuevos y nunca vistos.

Ni las comedias italianescas, plautinas y terencianas castellanizadas por Lope de Rueda, por Torres Naharro, por Alonso de la Vega; ni los arreglos de la tradición clásica hechos por Mal-Lara, por Villalobos y Fernán Pérez de Oliva; ni el teatro medio pastoril medio cortesano de Juan del Encina, Lucas Fernández y Gil Vicente; ni tampoco las representaciones devotas breves e informes contenidas en el famoso Códice de autos viejos de la Biblioteca Nacional, que, gracias a la ilustración del insigne hispanista Rouanet conocemos, y en el que se ve cómo fue formándose y forjándose el lenguaje teatral y apareciendo siempre en él la figura del donaire, el bobo o simple, del cual sintió constante necesidad nuestro pueblo, grave y estirado, sí, pero, cuanto más orgulloso, más amigo de burlarse de alguien que esté bajo y más aficionado a que haya en escena quien se fastidie, según observación de los más castizos autores cómicos que hoy aplaudimos..., nada de esto bastaba a un público habituado a haber hecho con manos y pies en la guerra y a recorrer todo el mundo antiguo y el nuevo mundo haciendo bien o mal, y que se hallaba en un estado tal de cólera, según notaba Lope, que no era posible templarla si no se le representaba, en tres horas, desde el fiat hasta el juicio final.

Para cumplir estos anhelos del público fueron forjandose aquí y allá truculentos comediones e informes tragedias, hijas del Romancero y de la Crónica general, como Los siete infantes de Lara, El reto de Zamora, La libertad de España por Bernardo del Carpio y otras obras del fecundo sevillano Juan de la Cueva de Garoza. Sacó el bravo capitán Virués a escena los personajes más monstruosos y épicos de la historia, La gran Semíramis, Atila furioso, Elisa Dido. El mismo Cueva y el valenciano Micer Andrés Rey de Artieda dieron en el clavo y lanzaron a las tablas las criaturas más perfectas del romanticismo español teatral: Cueva, El infamador, primer borrón de Don Juan Tenorio; Rey de Artieda, Los amantes de Teruel, y este mismo osó hacer moverse en los tableros de la escena la noble, la bella y arrogante persona de Amadís de Gaula. Soldado y poeta como Cervantes, fue Virués grande amigo suyo, y con él sin duda comunicó Miguel sus proyectos de teatro.

Para Miguel no eran desconocidos ya los mineros de donde había de fluir la vena dramática española. Aún no se había alzado con la monarquía cómica Lope, y así no cabe negar ni dudar que si Lope fue el Enviado, Cervantes fue el Precursor.

No hay en todo el teatro de Lope ningún género de obra dramática que en el de Cervantes no esté como en embrión y esbozo. Si acertó Lope a desgajar de la tradición épica española contenida en las gestas antiguas que se prosificaron en la Crónica general y en sus copias innumerables todo su teatro histórico, Cervantes lo hizo antes que él. Gran pena es que no se hayan conservado sino dos comedias de las veinte o treinta de Cervantes que él vio representadas al mismo tiempo o poco después de salir a luz La Galatea: pero estas dos obras nos hacen suponer cómo serían las demás, y de una de ellas, El trato de Argel, corren las alabanzas mayores en diversos libros populares de su tiempo.

La Numancia es la mejor y aun pudiera decirse que la única tragedia patriótica española. Salida de un viejo romance, magnificó y sublimó Miguel de tal modo el asunto de ella, que no se encuentra en nuestro riquísimo teatro nada tan vigoroso y grandilocuente. Todo es en ella anchuroso, todo está pensado con amplitud: las ideas, los caracteres, las solemnes palabras de los héroes, el trágico ambiente en que se mueven los personajes, la intervención de figuras alegóricas, como España y el río Duero, la evocación del cuerpo muerto, la escena del conjuro... Este concepto amado como un sentimiento íntimo, esta imaginaria y querida figura que llamamos España, nadie antes que Miguel se atrevió a hacerla andar y hablar. En la Numancia se resume y compendia con fuerza épica irresistible la eterna historia del heroísmo español. La Numancia de Cervantes es la madre fecunda de Gerona, de Zaragoza, de Bilbao. Obra sin protagonista como Las suplicantes de Esquilo, como Fuenteovejuna de Lope, en ella se siente moverse, accionar y morir a un pueblo entero. Cervantes fue el primer dramaturgo español que supo manejar muchedumbres en el teatro.

Pero no había sólo de beber en la fuente de la tradición épica española. Para buscar dramas tenía presente en el corazón y en la cabeza, fresca aún la sangre de las heridas, el drama de su triunfo y el de su cautiverio, y de él sacó dos obras, primero La batalla naval, que no conocemos, pero que sólo por su título nos da a entender la audacia teatral de Miguel, ni siquiera por el osadísimo Lope superada: en ella quiso representar el día grande y glorioso de Lepanto; cómo lo hizo, no lo sabemos. Que la comedia gustó, es indudable.

En cambio, podemos saborear el mejor drama de los cuatro que de su cautiverio compuso, y fue el primero representado, El trato de Argel, de cuyo carácter autobiográfico en gran parte no cabe dudar. Habrá y hay en el teatro posterior obras más cuerdamente compuestas, no más interesantes que El trato de Argel, cuadro completo y vivo de la existencia de los cautivos cristianos. Hay allí trozos de elocución dramática no superados después, ni aun por el mismo Lope, como la relación del corsario Mamí, verdadero modelo de lenguaje teatral, rápido y fogoso:


    Nosotros a la ligera,
listos, vivos como el fuego
y en dándonos cara, luego
pico al viento y popa fuera... etc.



y escenas trágicas como el tormento del cristiano español:


    Español, que en su pecho el cielo influye
un ánimo indomable, acelerado
al bien y al mal continuo aparejado



y fragmentos líricos, como el monólogo de Aurelio en la segunda jornada:


    ¡Oh, santa edad, por nuestro mal pasada
a quien nuestros antiguos la pusieron
el dulce nombre de la edad dorada!...



y en la jornada cuarta:


    Este largo camino,
tanto pasar de breñas y montañas...



En posteriores tiempos, aleccionado con la experiencia de Lope, compuso Miguel otras comedias de que ya se hablará; pero este primer arresto dramático suyo es de un valor inapreciable en nuestra historia literaria, pues acredita el certero instinto, la soberbia seguridad con que, recién llegado a España, y después de tantos años de vida turbulenta, se hizo cargo Miguel de lo que el público pedía, y supo servirle y satisfacerle. Gran indiscreción sería suponer que él pensó todo esto; pero mayor sería negar que, al hacerlo, pensado o no, le empujó a ello la fuerza incognoscible de los sentimientos y los gustos populares por él presentidos antes que por el mismo Lope.

Cómo y cuándo se representaron estas comedias, entre las que también recordó siempre Cervantes, como su mayor éxito, La Confusa, que debió de ser una comedia de ruido o de capa y espada en el tipo de La Entretenida, no lo sabemos de fijo. Sí que debió ser entre los años de 1583 a 1585.

Abandonada en definitiva la corte, para la cual no servía, y quizás desabrido para siempre con Mateo Vázquez y con los demás cortesanos, de quienes no vuelve a hablar hasta muy posteriores tiempos, era ya entonces Miguel conocido y amigo de casi todos los literatos de su edad.

Los que más íntimamente se relacionaron con él fueron el toledano López Maldonado, el leonés de origen o nacimiento, pero madrileño por su crianza Pedro Láynez, el ya citado Pedro de Padilla y un saladísimo rondeño, cuatro años más joven que Cervantes, y a quien llamaban Vicente Espinel.

Pedro Láynez, a más de poeta, era o quería ser empleado de Hacienda, y se hallaba en relaciones amorosas para casarse con una bella y noble señora llamada doña Juana Gaitán. López Maldonado andaba muy afanoso coleccionando poesías para su Cancionero, que publicó en 1586. Pedro de Padilla, el improvisador linarense, después de haber pisado la corte y acaso movido por algún desengaño amoroso, estaba pasando por grave crisis espiritual, entonces muy frecuente. Los romances y glosas en que antes fuera maestro los tenía abandonados, y en cambio habíase dado a un modo nuevo de poesías devotas, que formaban parte de lo que luego llamó su Jardín espiritual.

Pero ninguno de estos buenos amigos influyó en el ánimo y en la manera de ser de Cervantes, como el rondeño Vicente Espinel.

Era éste famosísimo músico y así como López Maldonado encantaba por lo dulce y melodioso de su voz, entonando las canciones que él mismo componía, el gran Espinel no reconocía rivales tañendo la vihuela, a la cual aumentó la cuerda quinta, que tan necesaria es para la transición melódica desde las cuerdas finas al grueso bordón.

Nacido Espinel en aquella tierra honda de la Andalucía y en aquel pueblo semi árabe que ha creado la copla más melancólica y sugerente de todo el canto andaluz, la rondeña, venía a Madrid a pretender un beneficio eclesiástico, más prevenido de vihuela, coplas alegres y chistes desgarrados que de ciencia teológica. Pintabase en él la España de entonces y la de siempre, donde se hace canónigo a quien toca bien la guitarra y canta con salero las rondeñas, mientras se deja abandonado o se confía un cargo subalterno de Hacienda al poeta más grande de la nación. La originalidad y chispa observadora de Espinel debieron de ser muy gratas a Cervantes, quien toda su vida conservó un recuerdo alegre de aquel extraño y burlón personaje, en cuya conversación pasara deliciosos ratos. Pero si algo le debe, mucho más debe Espinel a Cervantes, y no puede negarse que el rondeño quiso emular y obscurecer a su amigo, pasado el tiempo, creando en el Escudero Marcos de Obregón un Sancho Panza que en vano se empina para llegar a Don Quijote.

Tuvo, pues, Cervantes, a los treinta y siete años, su momento de popularidad. Se le comprendía entre los mayores poetas de España, se buscaban sus versos para autorizar nuevos libros, se le aplaudía en el teatro. El representante y autor de comedias Pedro de Morales era su grande amigo, y lo fue toda su vida. Veneremos la memoria de este buen cómico, de quien no sabemos casi nada: él fue quien representó las comedias de Miguel; quien tuvo fe en la vocación y en el talento teatral tan bizarramente manifestado; quien prestó auxilios y ayudas de las que no se olvidan al autor suyo, siempre menesteroso y necesitado. Hablando de Pedro de Morales, se conmueve el viejo Cervantes en el Viaje del Parnaso, y de sus ojos, que ya por entonces parecían enjutos para siempre, corren dos lágrimas de gratitud:


    Este que de las musas es recreo,
la gracia y el donaire y la cordura
que de la discreción lleva el trofeo.
    Es Pedro de Morales, propia hechura
del gusto cortesano y es asilo
adonde se repara mi ventura...



Y allí, al mismo tiempo que el recuerdo de Morales, le asalta el de Espinel, amigo de ambos, y le rememora en estos versos:


    Éste, aunque tiene parte de Zoïlo,
es el grande Espinel, que en la guitarra
tiene la prima y en el raro estilo...



Y más adelante, el recuerdo de Luis Vélez de Guevara, el grande y el injustamente colocado en segunda fila, evoca de nuevo en su alma desengañada y anciana la imagen de aquel que representó sus obras y dice:


    Topé a Luis Vélez, lustre y alegría
y discreción del trato cortesano,
y abracéle en la calle a mediodía.
    El pecho, el alma, el corazón, la mano
di a Pedro de Morales y un abrazo
y alegre recibí a Justiniano...



Leídas ya a casi todos estos autores y por ellos aprobadas y aplaudidas las prosas y versos de La Galatea y conseguido el privilegio real para publicarla, en 22 de febrero de 1584, pasaron algunos meses hasta que Miguel logró hacer efectivas las pasadas ofertas de su paisano el librero Blas de Robles, quien le compró el libro en 11 de junio del mismo año, por mil trescientos treinta y seis reales, cantidad nada despreciable, como puede comprobar quien examine otros contratos de esa clase en dicha época.

Los que estiman un mal negocio editorial la venta de La Galatea, no conocen a los editores españoles de aquellos tiempos ni a los del actual siquiera. Sin que citemos nombres propios, bien sabido es que todos los novelistas principiantes del día, para publicar su primera obra, aun teniendo ya sus firmas acreditadas en la prensa, han tenido que regalarla, y muchos poner dinero encima.

Titubeó mucho Miguel antes de resolverse a quién había de dedicar las primicias de su ingenio. Se le alcanzaba lo que podía esperar de los señores de la corte y, ya impreso el libro, un suceso que en ella fue muy comentado le hizo acordarse de alguien que quizá sabría apreciar su obra.

Había llamado Felipe Il a la corte al general Marco Antonio Colonna, virrey de Sicilia. Venía el viejo soldado de Civita-Vecchia a Barcelona y desembarcó en este puerto. Desde Barcelona a Madrid había de atravesar todo Aragón, con prisa y escasa comodidad. Estaba el buen general harto más grueso y pesado, por la molicie y descanso de Sicilia, que en los tiempos de las pasadas campañas. Era en el mes de julio, y el calor fatigaba los cuerpos. Al llegar a Medinaceli Marco Antonio Colonna, rendido, el 1º de agosto, le tomó una calentura tan fuerte que, sin remedio que le valiera, entregó brevemente su alma a Dios, en el palacio de los duques, quienes no se hallaban allí entonces. Asistióle solamente Hernando de Durango, secretario del consejo del duque, y con él los beneficiados y presbíteros de la iglesia.

Sabiendo esta triste nueva, pensó Cervantes en Ascanio Colonna, abad de Santa Sofía, hijo del recién muerto general, bajo cuyas banderas, siendo soldado, militó Miguel en la marcha de Corfú a Zante y a Cefalonia: y creyendo que una obra pensada a la italianesca en parte y en la cual había él hecho un esfuerzo para ensanchar la estrechez y ablandar la tiesura del castellano, italianizándole, no podría menos de ser gustosa a un personaje tan culto, le dirigió la dedicatoria, que no sabemos si fue agradecida, y de seguro no fue pagada en ninguna forma.

Realizaba ya Cervantes, con la publicación de La Galatea y el aprecio en que consiguientemente iba siendo tenido su nombre, los primeros ensueños de su vida; y como nunca fue hombre que olvidara del todo la realidad por el ensueño, pensó que le convenía casarse y establecerse, que habían concluido las errantes andanzas del soldado aventurero, y que, por lo de escritor, no le sería difícil encontrar colocación y ayudar a las endebles e inseguras ganancias de las letras. Ni siquiera quiso pensar en el matrimonio con dama o mujer de la corte, pues en su propia casa había visto los peligros que la corte ofrece.

Hablando en familia de este asunto, saltó a conversación el nombre de unos parientes, hidalgos acomodados de Esquivias, en la Sagra de Toledo. Los Cervantes eran deudos o parientes cercanos de los Salazar. En Sevilla y en otras partes anduvieron los dos apellidos mezclados. Cervantes de Salazar hubo que fueron discretísimos filósofos, como Francisco, y poetas delicados, como Juan, del cual presumimos que era primo de Miguel, a quien conoció en Sevilla.

Los hidalgos de Esquivias eran dos, uno don Francisco de Salazar y otro su hermano Hernando de Salazar Vozmediano. Éste tenía una hija llamada Catalina. Hablabase también de un tío o primo, que era Salazar de segundo apellido. ¿Sabéis el otro apellido y el nombre? Era un hidalgo conocido por Alonso Quijada.



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