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ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

El «veranillo» de Miguel. -Siguen las agonías de la corte. -Granada


Muerta doña Leonor de Cortinas, Miguel, así que pudo, regresó a Madrid. ¿Qué le atraía a la corte? No podemos suponer que se sintiese ya Cervantes absolutamente desgarrado de su casa y de los afectos familiares, como tantos otros hombres de camino y de callejuela que por entonces cruzaban la nación. Endurecido y acordobanado debía de tener el cuero en sus cuarenta y siete años de marchas sin descansar, pero el corazón de seguro que aún estaba tierno y sensible, a pesar de los golpes sufridos. Costabale trabajo creer que su persona ya no interesara a nadie.

Hay que fijarse mucho en esto, que es tan triste y tan fecundo para la elevación de las almas. Transcurridos los cuarenta años (algunas veces, al pasar los treinta), hasta el que más descuidado, valeroso e inaprensivo sea, necesita y requiere que alguien le haga caso, le estime y le abrigue o siquiera le resguarde contra la frialdad letal del mundo. La fortaleza de Cervantes y su genial temple, que tundidos por la experiencia le habían hecho formar un concepto claro y sintético de la vida y con él ir trampeando, no bastaban a eximirle de esa ley general. Miguel no tenía a sus cuarenta y siete años, como el Justo a los treinta y tres, ni un pedrusco en donde reposar la cabeza.

Mientras él andaba de pueblo en pueblo y de venta en mesón, aporreado y aperreado, en ministerios y comisiones que no le agradaban ni a nadie agradar podían, su buena y fiel doña Catalina de Salazar llevaba en el caserón de Esquivias la vida remolona y gozaba el sosiego de los lugares, departiendo con su hermano el clérigo administrador, acerca del cariz de los barbechos o de la muestra de las olivas, o bien descabezaba una siesta junto a la lumbre, dejando soltarse los puntos de la comenzada media o abandonando a los jugueteos del gato el cestillo de la labor. No se diga nada malo de esta excelente señora; declarese únicamente que dejó pasar años y años sin preocuparse poco ni mucho de su marido.

El problema del vivir se presentaba otra vez ante los cansados ojos del Ingenioso Hidalgo; no había para resolverle nuevos términos hábiles. O meterse en Esquivias a vegetar, si licencia le daban para ello su mujer y su cuñado, o seguir, sin esperanza de sosiego, la vida errante y aventurera, en la que ya conocía o suponía cuanto pudiera acontecerle.

No nos engañemos románticamente pensando que la alegría de Miguel le salvaba de todas estas cavilaciones. Un alma tan grande no puede vivir en perpetuo regocijo; a un espíritu como el suyo no le puede satisfacer de un modo perenne y diario ese atractivo de lo pintoresco que en la vagabundez adivinan los que no han sido vagabundos o lo han sido por deporte y por pocos días, sin obligación alguna. No hay en las obras y hechos de Miguel rastro del desequilibrio que la vida nómada acusa generalmente en quien la sigue. Fue él siempre lo que se llama un hombre ponderado, y lo prueba la predilección que tuvo por los locos y la sagacidad con que estudió y pintó demencias y vesanias.

A este hombre, es forzoso inferir que el desasosiego de la vida que llevaba llegó a cansarle, y el hecho de habérsele muerto su madre, una madre como doña Leonor de Cortinas, tan valiente, resuelta y probada en todo maternal sacrificio, y de no haber podido él hallarse a su lado, debió de hacerle recapacitar, rehacerse, tomar una resolución. Ved aquí, ved la influencia callada y nunca explícita de estas madres españolas, nada teatrales, de estas madres que jamás prorrumpen en gritos imitables por esta o aquella actriz, ni traducibles al lenguaje escénico, de estas madres que, animosas, siguen con ojos enjutos al hijo que se marcha al camino incierto o a la guerra cruel y no dejan correr las lágrimas hasta que se hallan solas, donde a nadie perturbe, ni a nadie compunja su dolor. La muerte de doña Leonor de Cortinas hace poco a poco operación en el ánimo de Cervantes, le arranca tal vez del mundo de trivialidades y pequeñeces en que estaba sumido, le hace partir de nuevo con el ánimo y la esperanza de rehacer su vida.

Cabizbajo y entristecido atraviesa una vez más Miguel los caminos trillados de Sevilla a Madrid, en la primavera de 1594. Se detiene en Esquivias. ¿Pensaréis que su mujer doña Catalina no ha de recibirle con afable gesto? Al contrario. Estas hidalgas de los pueblos chicos tienen la suprema habilidad o el soberano desdén de fingir que el tiempo no ha pasado por su corazón ni por su cara. En eso consiste todo su imperio. Doña Catalina es y todas ellas son lo que les manda el cura al leerles la epístola: arcas cerradas. Podrá creerse que nada tienen dentro: crealo quien quiera o quien no esté hecho a abrir muchas arcas y a apreciar los retales deslucidos, las cintas ajadas, los papeles amarillentos que en ellas suelen conservarse.

Mientras Miguel ha adquirido aquella viril belleza del hombre maduro, a quien poco o nada de cuanto ocurra puede suspender ni maravillar, doña Catalina ha conservado la hermosura de lo que se guarda y reserva, esa delicadeza rara y peregrina de los cuadritos de tabla que en las capillas o sacristías de las catedrales se custodian cubiertos con una cortinilla que fue morada y es violeta tirando a gris. Las facciones se han desecado un poco, tal vez la arista del hueso comienza a dibujar líneas ligeramente angulosas en la quijada, en la barbilla, en el filo de la nariz; las mejillas están un si es no es demacradas, la frente un tanto marfilina, el pelo una miaja lacio, pero, en cambio, en medio de todo este conjunto que espiritualiza y santifica el rostro, los ojos, siempre jóvenes, arden en sus cráteres morados, calenturientos. En ellos está la vida, el amor ahorrado, y quien sepa despertarla y acierte a excitarle verá si el arca cerrada está vacía y olerá los perfumes manidos, que son los más suaves y palpará las sedas mustias, que son las más halagüeñas al tacto.

Quien nunca poseyó un viejo castillo o siquiera un caserón solariego, del que viviese alejado por muchos años, por ese espacio de tiempo que es una época en la vida y no disfrutó el deleite exquisito de volver a abrir las ventanas que rechinan, persuadidas de que ya era su destino quedarse cerradas para siempre, y de palpar las sedas de los cortinones que crujen resignadas a salir de su letargo; y de echarse de golpe en las butacas viejas cuyos muelles vibran protestando y de recorrer las teclas del desacorde clave que con mudez perpetua soñaba ¿qué sabe del placer que para Cervantes sería gozar del estancado amor, remover las aguas hondas, gustar las sequedades primeras de su doña Catalina, la hermosa hidalga estéril, que ya se había habituado a la idea y al hecho de una continua y prematura viudez y quizás pasaba largas horas, días y aun meses, libre de la obsesión amorosa y del recuerdo de su marido?

Veintinueve años tenía entonces doña Catalina. Considerad los que sabéis de estas cosas qué son veintinueve años para fruídos por un hombre robusto y sano de cuarenta y siete. Miguel tuvo entonces acaso los momentos más hondamente felices de su existencia. No duraron mucho. Harto conocía el Ingenioso Hidalgo que no se habían hecho para él los goces y dulzuras de la quietud. Bien se le alcanzaba que, aun cuando el oro de sus cabellos y de sus barbas no tenía aún mezcla, la juventud se le iba por puntos: comenzaba a correrle ese escalofrío que produce el sentir el alma joven en el cuerpo que a madurar comienza. Sabio, gustaba el honesto y picante olor del membrillo en el arca guardado; prudente, se apercibía para gozar del ya cercano otoño, puesto que siempre los otoños le fueron propicios. Pero aún la hora del reposo no había sonado. Aún era menester ganarle, y en consecuencia Miguel se trasladó a la corte.

Encontró allí a su hermana doña Magdalena, desvaída y marchita su pasada hermosura, la aguileña faz encubierta con el velo negro que de allí en adelante había de encuadrarla, y el corazón, blando siempre, muy propenso entonces a liquidarse y salir en lluvias de lágrimas por los ojos. Encontró a su hermana doña Andrea, como siempre, decidida y animosa y, como siempre, dispuesta a ponerle pleito al lucero del alba que en forma de pretendiente o solicitador de ella o de su hija se le presentase.

Viuda ya doña Andrea por segunda vez, en ella hemos de ver una gloriosa antepasada de la ilustre y memorable generación de viudas amables y listas que han forjado la mitad de nuestra historia social y puesto sus hilos en la trama de la historia política. Doña Andrea era aún, sin duda, una señora de buen ver, frescachona y apetitosa. La prueba es que después, viuda en segundas nupcias del florentín Santes Ambrosi, se casó con el general Álvaro Mendaño, de quien nada sabemos. Era una de esas señoras cincuentonas que no parecen sino hermanas de sus hijas, y a quienes aman los generales de blanca perilla, pero de espíritu un tanto donjuanesco aún. Doña Andrea y su hija doña Constanza de Figueroa y de Ovando debían de andar por Madrid con cierta agradable y simpática libertad. Las dos estaban en disponibilidad para casarse y no habían de oponer resistencia a los cortejos que buenamente les saliesen.

Uno de ellos fue el noble señor aragonés don Pedro de Lanuza y de Perellós, hijo del vizconde de Rueda y de Perellós don Juan de Lanuza, cuarto Justicia Mayor de Aragón, y hermano de don Juan de Lanuza, el último Justicia, a quien, por torpeza suya y por crueldad y desatentado proceder de Felipe II, ajusticiaron en Zaragoza tres años antes. La iracundia del monarca o la suspicacia de los ejecutores de su voluntad había hecho que fuesen confiscados todos los bienes de los Lanuzas: para levantar la confiscación vino a Madrid don Pedro, que era caballero de Santiago. Andando por las calles o visitando gradas y atrios de iglesias, tropezó con las Cervantas e hizo el amor a doña Constanza de Ovando. Al llegar Miguel a Madrid, las cosas estaban muy mal entre los dos amantes. Don Pedro que, pobre y con los bienes empeñados, había creído muy gracioso juego los amores con la pobre doña Constanza, al ver que sus pretensiones llevaban buen camino y que el rey estaba con ánimos para resarcirle de los pasados perjuicios concediéndole una encomienda de su orden, creyó prudente zafarse del compromiso con las Cervantas, las cuales no dejaron de poner en práctica sus ya conocidos recursos ni de exigir a don Pedro las indemnizaciones en tales casos acostumbradas, primero por la buena y amistosamente, y después por el camino de las demandas judiciales.

Mucho debió de pesar en el ánimo de Miguel ver a su prudente hermana doña Andrea metida nuevamente en pleitos de la misma índole que los pasados. En su persona y en las de su familia iba produciendose la amarga y tirante excitación que el papel sellado suele dejar en las casas que visita con frecuencia. Cosa triste era estar condenado a vivir siempre entre papeles del sello; más triste aún y más propia para conducir un alma grande a la magnífica filosofía del desprecio supremo el ver cómo en casi todas las casas de la corte se enredaban y desenredaban al mismo tiempo intrigas semejantes a la de doña Constanza y don Pedro de Lanuza, promesas de matrimonio, palabras y pleitos, tramas y líos de escondidos y ojitapadas, todo lo cual iba hirviendo en la olla de Madrid y de ello habían de salir las damas duendes de Lope, de Tirso y de Calderón, y las desenvueltas damiselas, los curiosos y sabios Alejandros, de Salas Barbadillo, los Cleofases y los Cojuelos de Vélez de Guevera, el poeta gigante, y las cotorreras, pedigüeñas, buscones y caballeros tenazas de Quevedo. Conocía u olfateaba ya Miguel lo que se venía encima y a más andar, que ya no era la época suya, ni la sazón propia de su genio, y sí el principio de la decadencia; pero claro está, que si él lo olfateaba, no lo notaba aún todo el mundo y más de medio siglo había de pasar antes que lo notara nadie.

En las aulas regias ya apenas quedaban vestigios de aquella corte militar que rodeó a Felipe II en los primeros años de su reinado, heredada de su padre y sostenida por el ejemplo de don Juan de Austria. El guerrero había desaparecido completamente de la corte: a gran distancia se le tenía y desde El Escorial, cuya última piedra iba a colocarse entonces, se le mandaba hacer algún hecho señalado para pintarle en la sala de batallas.

El enfermizo y agudo diplomático don Cristóbal de Moura era el hombre que manejaba y dirigía los hilos del vivir de la nación cuando las gotosas manos de don Felipe II se cansaban. El secretario Juan de Idiáquez, hombre administrativo y puntual como buen vascongado, pero en quien es inútil buscar la genialidad vigorosa de Antonio Pérez, era quien lo arbitraba y disponía todo, según los mandatos de don Cristóbal y de don Felipe. Viudo por cuarta vez el rey y ya muy endeble de salud, preparaba la jura de su hijo el príncipe don Felipe como heredero de la Corona. Este futuro rey era un enigma: sabíase únicamente que era un amable y discreto cortesano. Se hablaba de tempranos amoríos suyos con algunas grandes damas andaluzas; se contaba y no se acababa de su devoción ejemplar. Miguel oyó todas estas cosas en la corte y se persuadió tristemente de que la raza heroica de don Juan se había extinguido.

Su antiguo amigo Agustín de Cetina, tal vez por recomendación de su dependiente Juan de Tamayo, que también conocía a Miguel, no tardó en agenciarle una nueva manera de vivir, si nueva manera puede llamarse al oficio de agente ejecutivo, comisionado por el rey o sea por su Consejo de Hacienda para cobrar dos millones cuatrocientos cincuenta y nueve mil novecientos ochenta y nueve maravedises que al fisco se debían de las tercias reales y alcabalas del reino de Granada. Este cargo, en realidad, no era menos difícil que el de comisario de abastos para la Armada: antes bien, sus dificultades y tropiezos aumentaban en razón a que no se trataba de recoger trigo y aceite, que nunca suelen faltar en los pueblos, sino de sacar dinero, del que jamás hubo abundancia, y sacarlo por atrasos en el pago de contribuciones. Para ello llevaba Miguel autoridad de juez ejecutor y podía procesar y prender a las personas, embargar los bienes y vender en pública subasta los redaños de los pobres deudores, si era preciso.

Como se ve, no era un hueso fácil de roer el que le arrojaba a Cervantes su antiguo amigo Agustín de Cetina o los personajes a quienes habló éste para lograr tal comisión. Por añadidura, hacía falta que Miguel presentase un fiador abonado, pues claro está que no bastaba su crédito personal para concederle tantas facultades y dejar a su disposición una cantidad que él mismo había de recoger y entregar a la Hacienda. La fianza había de ser cuantiosa y los pocos amigos que Miguel tenía en la corte no eran ricos. No se sabe cómo dio con un tal don Francisco Suárez Gasco, hombre rico, pendenciero y mala cabeza, quien ofreció dar fianza de cuatro mil ducados para que saliese Cervantes del apuro.

Era don Francisco Suárez Gasco un caballero perteneciente a buena familia de Tarancón, pero su fama no respondía a lo ilustre de su nombre. Había estado procesado por achacársele que quiso matar a su mujer, y condenado a destierro de la corte. Por hombre de poco más o menos, a pesar de sus bienes, era tenido, y cuando firmó la fianza en 1º de agosto, hubo un contador vascongado, Enrique de Araiz, que pidió se le exigiese mayor cantidad. ¡Qué tales serían la pinta y trazas del sujeto! Sacó Cetina la cara por Cervantes, pero no logró que la fianza de Suárez Gasco fuese estimada suficiente. El 13 de agosto se le dio a Miguel la real carta de comisión para cobrar la cantidad dicha del tesoro de la Casa de la Moneda de Granada, de la renta de la agüela de allí mismo, de las tercias de Ronda, de las alcabalas y tercias de Loja, Alhama, Guadix y su partido, Baza, Almuñécar, Motril y Salobreña. Todo ello había de cobrarlo en cincuenta días de término a lo sumo, y entregarlo en las arcas de tres llaves a don Pedro Mesía de Tovar, que hacía de tesorero general entonces, y debía hacerlo en persona, sin delegar en nadie, y cobrando 550 maravedís diarios de jornal para él y para sus ayudantes.

La lectura de la carta de comisión debió de parar pensativo a Miguel. De tal suerte está redactada, que si no hubiera pasado a la Historia, por referirse a Cervantes, merecía pasar cual modelo de nuestra literatura administrativa y ejemplo de nuestras costumbres burocráticas. En ella se especifican con inquisitorial rigor los deberes del comisionado, y hasta se le amenaza o poco menos si se excede en lo más mínimo; pero al decirle lo que ha de cobrar se incurre en dos inexactitudes gordas: una reparada y rectificada en el mismo documento, y otra que Cervantes hubo de comprobar después, en el lugar adonde se refería. Tal era el desbarajuste, que ni siquiera sabían los que encargaban la cobranza de unas rentas, cuál era su importe, ni si, en efecto, estaban pagadas o no.

Apechugó, sin embargo, Cervantes con tan enojosa comisión, y el 20 de agosto expuso nuevamente al rey que la fianza de Suárez Gasco debía parecer bastante, «atento a que yo no tengo más fianzas y a ser yo hombre conocido, de crédito y casado en este lugar». Picó en este último anzuelo el escrupuloso y reparón contador Araiz, y dijo que si su mujer tenía bienes, se le admitieran a Miguel como fianza. Fue necesario entonces que doña Catalina se comprometiera y obligara sus bienes y firma solidaria y mancomunadamente con su marido, lo cual hicieron el 21 de agosto, al día siguiente de la petición, hallándose ambos en Madrid y, por tanto, lejos doña Catalina de la sugestiva influencia de su hermano Francisco de Palacios y convencida por las palabras con que Miguel pintaba la necesidad absoluta de tal compromiso. Éstos fueron los frutos positivos de aquel ligero renacimiento amoroso; y tales son los trances y pasos de la vida, en donde rara vez, por más que disimularlo queramos, podemos desenredar del amor, más de cerca o más de lejos, al interés, voluntaria o impensadamente.

Partió con esto Miguel para Granada y no debemos pensar que si las demás grandes ciudades por él recorridas causaron efecto en su espíritu, no había de suceder lo mismo con la ciudad más inquietante y perturbadora, con la que ha criado los ingenios andaluces más parecidos a los de Castilla y más clásicamente castellanos.

Si es Córdoba la ciudad del contemplativo y del dogmático, es Granada la ciudad del pensador revolucionario, del forjador de contrastes fecundos y de fértiles antinomias. Lo hace esto la presencia constante de la nieve en la altura, de la vegetación africana en lo bajo. Aunque atareado y ajetreado por la premura de su comisión, Cervantes, en la ciudad y fuera de ella, después, en los pueblos de la Alpujarra, que recorrió para bajar a Málaga y volver a Sevilla, tuvo tiempo de otear por un lado los picos del Veleta y del Mulhacén, eternamente blancos e impasibles, y al pie de ellos la fecunda y floreciente vega granadina, en cuyas verdes frondas reposaron su vista los reyes poetas y las cautivas nostálgicas a quienes desazonaban los recuerdos. La nieve de los picachos parecía cada amanecer un poco más cerca del cielo y la espléndida verdura del suelo semejaba crecer, ensancharse y multiplicarse de día en día, amagando envolver toda la tierra circunstante donde los nopales se arrastraban, las pitas se erguían y las cañas bravas surgían como candelabros de cien púas por sobre las tapias de los huertos. En los patios y jardines de las casas, el acre olor del arrayán y del mirto empujaba hacia arriba el olfato y al levantar la cabeza se tropezaban los ojos con la sombra benévola de los granados, cuyos frutos comenzaban a rojear, pintados con oro y con sangre por el sol de minio que por el cielo cobaltino navegaba. Allí los hombres paseaban graves, ahidalgados, sin la bulliciosa alegría sevillana; allí las mujeres, celadas y enceladas tras de las rejas y celosías, arrullaban y se dejaban arrullar sin sacar a la calle más que una mano o un brazo. La grandiosa calma de los moros poderosos y la incomportable y suicida fiereza de los moros peleantes, de los últimos días de los Nazaríes, habían dejado aquí y allá profundos surcos en los caracteres y en las palabras. El contraste notado ya en el paisaje, se advertía también en los espíritus. Los cristianos granadinos parecían moros de la víspera, y los moriscos, que aún muy numerosos ocupaban la ciudad, eran morigeradísimos y suaves como si les hubiera educado el Evangelio.

Granada era la ciudad conveniente para que la considerase el Ingeniosa Hidalgo al llegar a la madurez. Ella hizo que Miguel ahondara más y más la idea concebida ya, o, al menos, diseñada de un grande y fundamental contraste en el que se podría encerrar la vida entera. A las blancas cimas del Veleta y del Mulhacén, vistas frente por frente a los verdes granados y a las carnosas chumberas y a las deshilachadas y socarronas pitas de la vega granadina, debemos en gran parte la antítesis ideal y la magna síntesis de Don Quijote y de Sancho.




ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Una comisión difícil. -Una desgracia. -Miguel vuelve a la poesía


De Granada a Baza, pasando por Guadix, Cervantes llevaba siempre a la derecha la Alpujarra, imponente y majestuosa, cuyas crestas doraba el sol poniente todas las tardes. A la izquierda, las vegas fértiles de la taha de Guadix y la Hoya de Baza seguían ofreciéndole el contraste ya en Granada advertido. La llanura humaniza el espíritu, la montaña le alza por cima de las humanas miserias.

Caminar entre montañas como la alpujarreña, donde hicieron su asiento las más viejas y duras gentes que a España llegaron, las que dejaron sus huellas sólo en lo menos sujeto a mudanzas, que son los nombres de lugares, el despiezo de tierras, y el álveo y curso de los ríos, viene a ser algo como reconocer e inferir los rasgos y formas de una raza o de una especie desaparecida. No sé quién ha dicho que las montañas son los verdaderos habitantes de la tierra, siendo nosotros como hormigas o lombrices que torpemente por ella trepamos. La Alpujarra es la osatura de uno de aquellos gigantes que horadaron istmos, hendieron cauces, inundaron navas y desparramaron bosques. Miguel, de joven, había gozado una de las alegrías más grandes de que es dable gozar en el angosto planeta donde nos rebullimos: la de pasar los Alpes y tender desde ellos la vista por Italia. Miguel, ya probado en el caminar de la vida, andaba ahora las laderas de la Alpujarra y contemplaba con reverencia aquellos lugares donde la Naturaleza, no renovada, ofrecía el antiguo y venerable sosiego de sus pinos centenarios y de sus evales encinas, cubierto el suelo de espinos majolares, cambroneras, aulagas, carrascas, brezos y escaramujos, que empezaban donde concluían las valientes y olorosas gayombas y las ásperas marihuelas.

Lugares eran aquellos donde, aun el menos inclinado a considerar las historias y leyendas de tiempos lejanos, debía de sentir una extraña sensación de poderíos muertos y de fenecidas grandezas. El mismo nombre de Baza, en los pasados siglos Basti o Batis, era el nombre de pila del padre de Andalucía o Bética y de su patriarcal río Betis, con las nieves alpujarreñas alimentado. Buena cosa es Granada para refrescar y equilibrar un alma cuarentona; óptima cosa las sierras de Granada y Almería para engravecerle y espesarle. Miguel, contemplando el Veleta y el Mulhacén, y después la sierra de Cuatro Puntas y la de Gor, a la derecha, y el Javaleón, a la izquierda, se acordaba de los molinos de viento que en los gollizos y lomas de la Mancha parecían gigantes, y pensaba cuáles y quiénes serían los colosos verdaderos, quiénes los seres formidables que habitaban el mundo y le guiaban por tan inciertos caminos. El aire claro de la cordillera, la setembrina brisa que de ella se levantaba, la frescanza que de los hilos de agua cristalina, delgados y cantarines, se desprendía, halagaban y oreaban el rostro del viandante, animándole a continuar la peregrinación del vivir y sus ignotos rumbos.

No eran gigantes ni colosos los que tenía que acometer en Baza, pero no menos valor que para ello había menester. Si habéis tratado con arrendatarios y rematadores de consumos, podréis tener un vago y remoto concepto de la clase de gentes a quienes Miguel iba a exigir que pagaran sus atrasos; si habéis revuelto cuentas en alguna delegación o administración de contribuciones, podéis figuraros algo de lo que en este asunto ocurría.

El 9 de septiembre llegó Miguel a Baza, presentó sus credenciales al licenciado Antonio de Rueda, alcalde mayor y teniente de corregidor de aquella ciudad y su tierra; llamaron ambos a un tal Alonso de España, que era el concesionario o postor para el cobro de las rentas reales en Baza y su partido, y al punto descubrió Miguel el primero de los infinitos y usuales gatuperios que en tales andanzas se topaban un día sí y otro también. Alonso de España, al quedarse con el arrendamiento de las rentas, no había dado las fianzas prometidas, y aquellos funcionarios de Hacienda, que tan escrupulosos y reparones eran en la corte para exigir a Miguel garantías, se habían contentado en Baza con que Alonso de España nombrase tesorero a Gaspar Osorio de Tejeda, que probablemente no tenía quien le abonase tampoco. Así, entonces como ahora y como antes, viejo e intrincado cual las carrascas y los escaramujos de la sierra, iba el caciquismo engarrafando en su ramaje todos los pueblos de la nación.

Trataba Miguel de formalizar la cuenta, puntualizando cifras, y por dondequiera las excepciones, privilegios y fórmulas dilatorias del pago le salían al encuentro. Cuatro pueblos, Cúllar, Zújar, Caniles y Benamaurel habían pagado el encabezamiento de las alcabalas y tercias. Tres pueblos, Macael, por sus mármoles, jaspes y serpentinas famoso, Roya y Freila no tenían encabezamiento, pero también pagaron. Otros dos o tres lograron que no fuesen arrendadas, porque se repartieron por tierra y marina, con lo que había un asomo de pretexto para que no abonasen alcabalas, y efectivamente, no lo hicieron.

Además, las personas que en la corte disfrutaban de influencia, los caciques, en resumen, habían logrado que el rey, sin fijarse, a la buena de Dios, por atender ruegos de caballeros o señoras a quienes quería tener de buen talante, concediese tal número de juros sobre las tales rentas que, descontadas todas estas más o menos legítimas o fantásticas rebajas, pareció quedar la cantidad que había de cobrar Miguel, reducida, de tres millones trescientos cuarenta y dos mil trescientos veinte maravedís, que en el papel figuraban, como hoy figuran en los presupuestos tantas quijotescas sumas, a ochenta y tres mil setecientos trece maravedises y medio, es decir, a la cuarentava parte de lo calculado por los señores hacendistas de Madrid. Apenas acababa de nacer la corte con sus fingimientos y trampas y de centralizarse en ella los servicios y ya comenzaban a desconocerse mutuamente y a engañarse y a recelarse Madrid y los pueblos, y no había modo seguro de conocer cuáles eran las positivas riquezas, los verdaderos recursos con que podía contar el país. El gran señor venido a menos o que olfateaba su ruina quería engañarse a sí mismo exagerando lo que le debían y abultando los créditos de sus deudores para cobrar siquiera una cuarta o quinta parte de ellos. Al finiquitar y firmar esa cuenta, despojando las cifras del guardainfante que los contadores de Madrid la habían vestido, una gran carcajada debió de soltar Miguel. Los guarismos escuetos se reían bailando una danza graciosa ante las barbas del cobrador.

Pero aún no era bastante el que las partidas fallidas importaran cuarenta veces más de lo presupuesto. Lo peor era que aún esa cantidad había que dividirla en tres tercios, dejándola reducida a veintisiete mil novecientos cuarenta maravedís o sean ochocientos veinte reales... y lo más malo aún que esos ochocientos veinte no había quien los abonase, porque de palabra en palabra, vino Cervantes a sacar en claro que tampoco el referido tesorero Gaspar Osorio de Tejeda había dado fianza ni cobrado nada de lo dicho, viniendo así a quedar todos aquellos millones de maravedises volatilizados y reducidos a la condición tristísima de engañadoras ilusiones, como sumas concedidas por gobernantes y financieros portugueses y realizadas por contribuyentes españoles.

La broma era de las más pesadas e inverosímiles, a la verdad, por lo cual Cervantes, cuando acabó de reír, ya ensanchado el cuajo y prevenido con los poderes que su nombramiento le otorgaba, le dijo al alcalde Rueda que señalase alguna persona solvente para que pagara al menos los ochocientos reales. Apurado el alcalde, por los términos en que la credencial de Cervantes venía, dijo que quienes podían pagar algo o todo eran un tal Simón Sánchez, mayordomo de la ciudad, en cuyo poder debían de estar las rentas del encabezamiento y otro tal Juan de Cuenca, arrendador de las de Zújar. Fueron a buscarles a sus casas y hasta el día siguiente no parecieron; pagaron, por fin, a regañadientes y Miguel les cobró un día de salario por haber tenido que esperarles; pero aún había de terminar con nueva y graciosa cicatería este capítulo de novela picaresca.

Como al fin y la postre, aunque no hubiese pagado nada, Alonso de España era el tesorero en propiedad, le requirió Cervantes para que le pagase sus cinco días de salario, dos que correspondían a la parte de camino desde Madrid a Baza, otros de la ida y vuelta desde Guadix y uno de ocupación en Baza tomando las cuentas, y aún no le cobraba el transporte del dinero hasta su destino; y conociendo al sujeto, apenas le había visto, añadía Miguel que si no le pagaba aquella cantidad, cuyo importe eran en total ochenta y seis reales escasos, él se la cobraría de su salario de tesorero, porque aquel buen Alonso de España tenía sueldo, sin obligaciones ni responsabilidades, verdadero y único ideal de los hijos del caciquismo. El hombre se defendió como gato panza arriba, pero, ante los apremios de Cervantes, acabó por ceder y pagar, declarando que lo hacía «compulso e apremiado et por redimir su vejación e su perjuicio, de su dinero para los haber e cobrar de quien los tenga».

¿No es interesantísima y no está llena de enseñanzas curiosas esta escena? ¿No es algo simbólico el nombre de este Alonso de España que está cobrando por ejercer una función ilusoria y de quien lo único que se ve claro es la tenaz negativa a pagar, tomada como sistema, y la queja y protesta y el propósito manifiesto de sacarle esos ochenta reales de las higadillas al primer infeliz que se tercie? Así, en la existencia nos sale al paso la ironía y sólo los grandes ingenios saben aprovecharla.

Vuelto a Granada y yendo desde allí a los demás pueblos o avistándose con los contadores, receptores y arrendatarios de ellos, nuevas partidas fallidas se ofrecen y nuevos enredos y descuidos de los libros de contaduría se hacen manifiestos. Cervantes escribe al rey desde Granada en 8 de octubre, contándole las bajas ocurridas por lo que había de percibirse en la ciudad de Almuñécar y en las villas de Salobreña y Motril, que ya habían pagado lo que se les exigía ahora, y pidiendo prórroga para acabar la comisión.

El otoño le alcanzó a Miguel aquel año en los lugares más hermosos de la costa andaluza. Noviembre y diciembre los pasó en Málaga y la vista del Mediterráneo debió de hacer surgir en su memoria las remembranzas más dulces. Allí, al otro lado del agua azul, las ansiosas miradas del hidalgo veían o creían ver la blanca y amable mole de la hermosa Nápoles, que de su perdida juventud le hablaba, susurrando por cima de las olas conceptos amorosos en bellos endecasílabos del Tasso. Las polacras y goletillas del puerto parecían traerle en sus velas hinchadas efluvios del aura fresca de Posilippo, del ardiente aire del Vesubio, de la amorosa brisa de la isla de las Sirenas, que hoy llamamos Capri.

Sentado frente al mar, en Gibralfaro o en la Caleta, Miguel pensaba en aquel bellísimo otoño, cuán buena es la vida para quien tiene la fortuna y el arte de gozarla. Aquellos levantes que remaban a jornal en las galeras, aquellos pillos de playa que jalaban para sacar el copo al caer la tarde, ¿no eran unos hombres felices cuanto es posible serlo en la tierra? Allí, lo mismo que en las almadrabas de Zahara y en todo sitio donde el mar y el sol sustentan el corpacho y mantienen el genio, «allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre pronta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las muertes por puntos, las pullas a cada paso, los bailes como en bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la poesía sin aciones (no acciones como bárbaramente suele imprimirse), aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega y por todo se hurta; allí campea la libertad y luce el trabajo...»

Confirmaba y corroboraba en Málaga Miguel su amor a los puertos, a la generosidad y franqueza del mar y de las gentes que de él y en él viven. Allí campea la libertad y luce el trabajo..., allí anda la poesía sin aciones, quiere decir, sin nada que la sujete, la constriña o la trabe, ¡qué expansión tan bella y tan sincera del alma que odiaba las aciones, los estribos y los correajes que material y moralmente comenzaban ya a atar, a cinchar, a trabar, a comprimir y a ahogar a España! ¡Qué bien reforzaría Miguel, con la reflexión de sus cuarenta y siete años, en Málaga, durante aquellas tardes en que el sol se despedía dorando los mástiles de los bergantines y alargando las sombras en la playa amarilla, y recrecerían sus amores viejos con el Mediterráneo y con las gentes que en torno suyo alientan! ¡Qué error tan grande el de los que no supieron ver en el genio cervantino la frescura y la vibración comunicada por el salobre efluvio del Mar Nuestro, la humanidad mediterránea que de Grecia viene y se para en Roma y más que en Roma en Nápoles y que ningún otro pueblo marítimo ni terrestre ha sabido emular y vencer! Pensar a Cervantes seco y fosco cual los antiguos godos o los tenaces celtíberos de Castilla y de Aragón, como aquellos frailes biliosos que entristecían ya a los espíritus comenzando por vestir de tocas negras a las damas y de negros velludos a los caballeros, resulta un disparate en el cual no se ha reparado, porque desgraciadamente nuestro Ingenioso Hidalgo anduvo siglos y siglos muy desatendido.

Por fortuna, lógica ha de haber en el mundo y forzados por ella, tarde o temprano reconocerán los tenaces y comprenderán los torpes que es Cervantes más que nada un ingenio latino y meridional, un ingenio del Mediterráneo, como todos nuestros grandes. Ved a Garcilaso de la Vega, a la concha de Venus amarrado, junto a desconocida ninfa o sirena del Tirreno mar; ved a Quevedo hollando las calles napolitanas, en cuyo polvo aún quedaban las huellas de Cervantes; mirad, siglos después, en aquellos mismos sitios a nuestro don Ángel de Saavedra recogiendo alguna mínima parte del tamo que tan poderosos genios levantaron.

Latino, mediterráneo es Cervantes; la frescura y la jugosidad y la acre emanación de sus palabras, mediterráneas y latinas son. Por eso había de parecerles mal a los secos, a los conceptuosos, a los algebraicos, a los estreñidos, por muy grandes que fueran sus talentos, aun cuando se llamasen el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, el jurisperito y poeta don Esteban Manuel de Villegas o el gran filósofo Baltasar Gracián. Estos celtíberos, cavilosos y graves, habitantes de escuetas montañas o de resecas y áridas llanuras donde no mora la alegría, ¿qué iban a entender de la grande, suave, irónica y acariciadora y benevolente armonía que el Mediterráneo imprime en los espíritus?

Comparad La Galatea con La Constante Amarilis, del ingeniosísimo doctor Suárez de Figueroa y advertiréis clara esta diferencia: lo que en el uno cruje blandamente, en el otro rechina; lo que en el uno es cortesana sutileza, en el otro es alambicamiento afectado. No le perdona Suárez de Figueroa al lector ni le ahorra un solo vislumbre de su ingenio; no sabe callar, ignora el arte del claroscuro y de la penumbra, no acierta a incurrir en inocencias y descuidos. Si hubiese personajes como los creados o imaginados por Suárez de Figueroa, ¿quién no desearía una revolución que los guillotinara a todos?

De igual modo Gracián el abrumador, Gracián el macizo, Gracián el berroqueño, el genial Gracián, amigo de los espíritus enrevesados y tortuosos, ¿cómo había de perdonar a Cervantes su mediterránea claridad, la transparente sencillez con que dice cuanto quiere y como quiere, sin envolver el concepto en hábitos y más hábitos de carpida y cardada y abrigosa lana conventual, toda sólida, tupida y tramada sin resquicios, agujeros ni costuras? Gracián es igualmente implacable, no tropieza nunca, no se descuida jamás; es hermético y sin mechinales, resquebrajaduras ni rendijas por donde entre el aire de fuera.

Villegas, algo más humano, pero celtíbero también, ya no odia a Cervantes, sino a la humanidad en globo. Es, como Herrera, un agriado, pero un agriado aragonés siempre es peor que uno de Sevilla.

Ninguno de ellos era capaz de sentarse en la playa a escuchar el ruido manso de las olas y la picotería de los pillos, pescadores y bravos de las polacras y de las goletillas; a los dos hombres de leyes, Figueroa y Villegas, se les hubiese manchado la garnacha; al jesuita, el negro balandrán. No los odiemos, sin embargo; el no entender a Cervantes no es pecado mortal. Ellos no pueden ser cotejados con Cervantes, no se debe aquí decir si son mejores o peores. Son distintos, y basta.

A fines de noviembre recibió Miguel contestación a su carta; una real provisión prorrogándole el encargo por veinte días o los que hubiese menester de más. Pensaba Miguel trasladarse a Sevilla con lo ya cobrado y desde allí girar a Madrid, para lo cual tomó en Málaga letras sobre Juan Leclerc, mercader flamenco, establecido en Sevilla.

En 9 de diciembre se hallaba en Ronda, cobrando unas cantidades que le restaban. Atravesó la Alpujarra en lo más fuerte del frío, y a los cuatro o cinco días se presentó en Sevilla, donde hizo efectivas en el Banco de Leclerc las letras que Pérez de Vitoria le dio en Málaga. Pero como no era hombre que tuviera seguridades para guardar dinero, al punto se dirigió a depositarle en casa de un banquero y comerciante portugués, llamado Simón Freire de Lima, quien dio a Miguel una cédula sobre sí mismo, a pagar en Madrid. Después de pasar algún tiempo en Sevilla volvió Cervantes a la corte, donde esperaba hacer efectiva la cantidad que a Freire entregó y finiquitar las cuentas de su comisión; mas no contó con su mala estrella. A los pocos días de cobrada la cantidad de Cervantes, Simón Freire se declaró en quiebra o, como entonces se decía, se alzó con 60.000 ducados. No era nada difícil que se hubiese embarcado en una de las galeras que marchaban a las Indias, común refugio desde entonces de todos los perdidos, desfalcadores, quebrados y concursados de España, cuyos descendientes, como es natural, habían de pasar siglos y generaciones antes que aprendiesen a ajustar una cuenta a derechas. Abrumado Miguel por tan imprevista desgracia, volvió a Sevilla a hacer diligencias para que del embargo hecho en la hacienda de Freire por los demás acreedores, se sacasen los 7.400 reales que él entregara al fugitivo, puesto que aquellos maravedises eran sagrados, como pertenecientes a la Real Hacienda.

Se halló, pues, una vez más Miguel en Sevilla solo, sin amparo, sin dinero, intentando cobrar una deuda casi imposible y sin medios para volver a Madrid ni para lograr nuevas comisiones que de vivir le dieran. Lo cierto es que aquella desgracia puso fin a la vida administrativa de Cervantes. No se preocuparon sus valedores, si tenía alguno más que Agustín de Cetina, de justificar y comprobar si lo ocurrido debía achacarse a negligencia de Miguel o a qué. Era indudable que en la comisión de las alcabalas había cobrado mucho menos de lo fantásticamente presupuesto por los del Consejo de Hacienda, y por añadidura y remate, no había medio de recoger lo que, mal enterado de cómo andaban los asuntos de los banqueros y gente adinerada de Sevilla, entregó imprudentemente al portugués. No era justo, por consiguiente, dar nuevas comisiones a un funcionario que tan mal había cumplido la última y que, además, no tenía nadie que le protegiera.

Ningún documento oficial existe o se ha descubierto que hable de nuevas comisiones oficiales encargadas a Miguel. No vemos dato alguno que nos indique siquiera si él solicitó algún otro encargo de esta clase, pero probable parece que no lo hiciera mientras no se terminase de un modo o de otro el asunto de Freire de Lima.

Cómo vivió en los años siguientes en Sevilla, lo sospechamos: de qué vivió, lo ignoramos por completo. Y al llegar aquí, el biógrafo siente el natural temor de quien se ve forzado a repetir y recorrer los lugares ya conocidos y a renovar los recuerdos de anteriores situaciones. Desde que terminó su período heroico, la vida de Cervantes es monótona como la de todo hombre pobre que lucha por vivir. Pasado el empuje de sus días épicos, no tuvo una época brillante y agitada, como las vidas de Lope y de Quevedo.

Cervantes, en 1595, azotando las aceras de Sevilla, se sentía embarrancado de nuevo y sin ver manera de salir del atollo. Se acordó entonces, como siempre que llegaba a uno de estos paros, de que era poeta. Se habían convocado en Zaragoza unas justas poéticas en honor de San Jacinto, y se ofrecía joya o premio al que glosase esta descomunal redondilla:


    El cielo a la Iglesia ofrece
hoy una piedra tan fina,
que en la corona divina
del mismo Dios resplandece.



Cuatro coplas de quintillas dobles, hechas de mala gana y a tropezones bastaron a Cervantes para que los jueces de Zaragoza le otorgaran el premio, y su poesía fue muy leída y celebrada por el jurado en una sentencia escrita en dos descomulgadas quintillas, donde se llama a Cervantes ingenio sevillano. Mucha risa debieron de causarle el fallo y los disparates en sus diez versos contenidos.

Todo el año de 1595 se pasó en dimes y diretes con la Hacienda para la cobranza de lo recogido por Miguel en su comisión. Tantos quebraderos de cabeza, sinsabores y disgustos le causó este negocio, que, probablemente, entonces ya en definitiva ahorcó los hábitos de funcionario público y, como podía haberse arrojado al Guadalquivir, se arrojó otra vez a la poesía y a la prosa.




ArribaAbajoCapítulo XL

El asalto de Cádiz. -Miguel de Cervantes, voz del pueblo. -¡A la cárcel!


El décimo conde de Niebla y séptimo duque de Medina-Sidonia, don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, era, según se ha visto en capítulo anterior, un caballero de los que pintan la época en que las lanzas se vuelven cañas: pequeño de cuerpo, grande hombre a la gineta y a la brida, famoso acosador de reses bravas, cazador infatigable, muy amigo de lo suyo y el señor más rico de todo el reino. Torpe en el consejo, tardo en la decisión y en la ejecución cobarde, fue quizá el primer tipo de cortesano insustancial y pernicioso por su codicia y su escaso valor que en corte española se conociera desde muchos años antes. Redimía estos defectos con la elegancia de la actitud, fruto de la sangre rica heredada. Muy bien le pertenecen y le caen aquellos artificiosos versos en que don Luis de Góngora pinta al conde de Niebla apartándose un momento de la caza y acogiéndose a la paz y sosiego pastoral, con la poesía bucólica solazado.


    Templado pula en la maestra mano
el generoso pájaro su pluma
o tan mudo en la alcándara que en vano
aun desmentir el cascabel presuma.
Tascando, haga el freno de oro cano
del caballo andaluz la ociosa espuma,
gima el lebrel en el cordón de seda
y al cuerno en fin la cítara suceda...



Como en estos versos, cuya afectación y rebuscamiento templa e indemniza su elegancia y en los cuales hay frases acabadas e insuperables para comunicar una sensación:


tascando haga el freno de oro cano
del caballo andaluz la ociosa espuma...
gima el lebrel en el cordón de seda...



junto a otras prosaicas y retorcidas


aun desmentir el cascabel presuma...



iba sucediendo en la sociedad española durante los últimos años de Felipe II. Ya hemos notado que de la corte habían desaparecido los hombres de guerra, sin que los hubieran sustituido los hombres de pensamiento. Quedaban, en cambio, imperantes en ella, los hombres de intriga y de cálculo, como don Cristóbal de Moura y Mateo Vázquez.

El poder despótico de Felipe II fue la primera muestra de lo que en adelante habían de ser los grandes políticos y gobernantes españoles: hombres de personalidad tan absorbente y egoísta, que no consentían a su lado otras inteligencias colaboradoras con la suya. Felipe II amó siempre a los hombres medianos y obscuros; siempre creyó que la grandeza de su pensamiento llevaba en sí la eficacia de la ejecución, aun cuando se confiase ésta a manos débiles o inexpertas.

Por eso, y quizá por otras razones sentimentales que, cual venidas en el vientecillo de la murmuración, no son para desechadas por los historiadores cuidadosos, había confiado a don Alonso Pérez de Guzmán la capitanía general del Océano y de la costa de Andalucía, y se la había conservado aún después del desastre de la Invencible, del cual no tuvo toda la culpa, sí gran parte de ella, el duque de Medina-Sidonia. Era además este magnate impopular en Andalucía y aun en toda España, pues ya se ha dicho que a su vuelta del desastre fue denostado, infamado y hasta apedreado por muchachos y estudiantes en Medina del Campo y en Salamanca. Achaque es también del poder absoluto español proteger y halagar a los impopulares. Aquí el hombre inteligente llegado a la cumbre, no sólo quiere imponer su personalidad a cuantos le circundan, obscureciéndoles y achicándoles, sino que se complace y regodea en ponerse frente a la opinión común, arrostrándola gustoso. Esto que hoy suele llamarse gallardía y de lo cual hay tantos ejemplos recientes, lo han heredado nuestros políticos del modelo y arquetipo que casi todos ellos siguen, muchos sin saberlo, sino por ley de herencia: de Felipe II.

Entonces, como ahora, se sabía de sobra y al menudo en Inglaterra cuanto estaba ocurriendo en España y singularmente en la costa andaluza, que siempre ha interesado sobremanera a los ingleses. Enterados se hallaban éstos, por experiencia, de la incapacidad del capitán general de la costa, como del escaso número y ningún poder de los barcos que en Cádiz, Málaga y Algeciras tenía España diseminados. La ocasión era única para un golpe de mano audaz y los ingleses le intentaron y le dieron rápidamente, felizmente.

Una escuadra a cuyo mando venía, como para una función de teatro o de salón, el favorito de la reina Isabel, aquel desgraciado alfeñique del conde de Essex, entró en la bahía de Cádiz, atacó a los cuatro barcos viejos y desarmados que en ella había, hundió a sus tripulaciones, se apoderó de la ciudad, hizo prisioneros, saqueó riquezas, cometió tropelías, procedió como cuadrilla de bandidos en campo sin guarda. Fue aquello una repetición, en chico, del saco de Roma por las tropas del César español. Intentaron los gaditanos hacer la posible resistencia, reuniéndose por gremios y clases en compañías formadas repentinamente, y entre las cuales había una de frailes franciscanos y otra de agustinos. Pasó esto desde el 29 de junio hasta el 16 de julio de 1596.

Las noticias del saqueo de Cádiz corrieron por toda Andalucía, supieronse al punto en Sevilla. Preguntaban todos los ciudadanos qué iba a hacer o qué hacía el capitán general de la mar, y una oleada de picaresco humorismo corrió Guadalquivir arriba. El duque de Medina-Sidonia estaba en las almadrabas de Zahara, atento al cuidado de los atunes, cuya pesca era la más pingüe y saneada renta de su casa. Poco le importaba que Cádiz se perdiese o se ganase, con tal que la pesquería fuese abundante y provechosa. ¿No recuerdas, lector, historias análogas de muelles abandonados y no destruídos en los que pudo muy a su gusto desembarcar una escuadra semejante a la de Essex, por no querer perder sus ganancias quien los poseía? La épica se ha acabado ya, comenzaba a acabarse en tiempo del duque de Medina-Sidonia, pero la picaresca es eterna, la llevamos en la masa de la sangre y los Medina-Sidonias se van sucediendo y todos se parecen.

En la primera quincena de julio llegaban todos los días a Sevilla pelotones de aterrorizados y temblorosos vecinos de Cádiz, fugitivos del saqueo. Todos preguntaban con el ansia de quien se ve despojado, qué había hecho para acudir al peligro el duque de Medina-Sidonia: todos recibieron la misma respuesta. El duque seguía en las almadrabas, haciendo preparativos o para recoger más atunes o para organizar la defensa.

Miguel, que al suceso estuvo presente, como desocupado, y atento a todos los rumores de la ciudad, sintió entonces el más grande y homérico pujo de risa que en su vida le acometiera. ¿Qué había de hacer un héroe del pasado viendo cómo se derrumbó en pocos años no ya sólo el poderío naval de España, siempre un poco eventual y falto de solidez, sino hasta la pasada leyenda, que en realidad no era sino historia por él con sus propios ojos vista y con sus propias manos palpada y sellada con su propia sangre, del tino, sagacidad, prontitud y resolución de los capitanes españoles, a quienes él había conocido en Lepanto, en la Goleta, en la Tercera? Parecía que al morir don Álvaro de Bazán se había llevado consigo no ya sólo la pericia en el dirigir, pero hasta la calma, la serenidad, aquel sosiego en el esperar los acontecimientos y en remediarlos que, cuando no lo dicta la inteligencia, la dignidad y el propio orgullo lo imponen al varón entero.

Contra el duque de Medina-Sidonia se dirigían juntamente las sátiras y burlas de poetas y pueblo, pero acaso pensaba Cervantes con razón, y pensamos hoy que, en aquel tragicómico trance, no fue sólo el duque quién faltó. Faltaron todos; no hubo un hombre solo que supiera afrontar las circunstancias, ponerse al frente de las fuerzas, intentar una defensiva seria y regular. Como después ha ocurrido en mil ocasiones semejantes, patriotismo y desinterés hubo, pero locos, desatentados, inciertos, faltos de unidad.

¿Para qué había de servir en un caso de guerra y de ejecución súbita una compañía de frailes franciscanos? ¿No eran algo que hacía presentir cuanto vino después, algo zarzuelesco, algo que sólo carcajadas merece y que puede copiarse como primer rasgo de una decadencia, los dos pelotones, de franciscanos el uno, de agustinos el otro, con sus picas y sus mosquetes al hombro? Merecía ya el Quijote un pueblo que para defender su mejor plaza marítima no disponía sino de unos cuantos hombres dedicados al servicio de Dios. La política personal, que nació bajo las cúpulas de San Lorenzo, ya comenzaba a dar sus resultados.

Para que todo fuera o pareciese motivo de chanzas, vino a Sevilla un desaforado capitán, que respondía por el nombre altisonante de Marco Antonio Becerra. ¿A qué? A hacer el primer ensayo de aquella costosa y sangrienta e inútil zarzuela de la Milicia Nacional, que tantos sacrificios infecundos y tanto estéril entusiasmo despertó siglos después. Quiso el duque o quien le aconsejara que la ciudad se aprestase a defenderse, como ya lo había hecho Cádiz y, sin moverse él de sus almadrabas, dispuso la formación e instrucción de unas milicias que pronto se formaron y se instruyeron bajo la dirección del tal Becerra.

No debió de ser gente maleante y desarrapada la que acudió a formar en las compañías de Becerra, sino más bien aquellos medio burgueses medio artesanos que ya entonces defendían tan bien las plazas de Flandes y que en el siglo XIX engrosaron los batallones de las Milicias Nacionales: gentes en quien el espíritu bélico surge en un instante de peligro, en el cual creen que van a luchar pro aris et focis, por defender la casa o el comercio, la gruesa mujer y el blando sillón: sin perjuicio de que pasado el hervor primero, les quede ya el orgullete y énfasis del uniforme y de las hazañas hechas o soñadas. Lo cierto es que los milicianos del capitán Becerra debieron de organizarse poco más o menos como las cofradías de Semana Santa y vestirse y arrearse con la vistosidad y lujo propios de tales corporaciones.

Función de teatro como aquella nunca se vio en Sevilla; ni las procesiones del Corpus, ni los autos de fe de Tablada, ni los ahorcados y azotados en la plaza de San Francisco, atrajeron jamás tanto concurso de gente ociosa y de chilladora muchachería como el deseo de ver a los soldados flamantes del Becerra hacer sus ejercicios en el prado de San Sebastián. La muchedumbre del barrio de la Carne, los jiferos, matarifes, desolladores y ayudantes y toda la chusma del Matadero y los virotes y rufos con sus traineles y sus daifas que paría el barrio de San Bernardo, nunca tuvieron más grato solaz que el de oír los gritos estentóreos del capitán Becerra y ver los torpes movimientos de sus recién formadas tropas.

Bajaban por el gusto de poner motes a los muchos conocidos suyos que en las compañías formaron las placeras del Salvador, las mulatas de la Pescadería, las regatonas de la Costanilla y de la Caza; aquello era la zumba y la diversión de todo un pueblo que comprendía cómo era llegado el tiempo de tomarlo todo a broma. La guasa y la chunga sevillana, la burla graciosa y despiadada por un momento pero sin rencorosa hiel, comenzaban a penetrar en la conciencia del pueblo entristecido por los desastres y por las predicaciones de los hombres negros que por toda la nación tendían su red de ascetismo y de melancolía.

En aquellos quince días de ridiculez, el empaque y fanfarronería de Becerra y de otros capitanes y soldados viejos que vinieron a Sevilla a pavonearse como milites gloriosos, fueron objeto de graciosas burlas por los poetas sevillanos, desde el famoso Juan de la Cueva hasta el desconocido Álvarez de Soria; pero ninguno llegó en esto a Cervantes, ni a su soneto famoso, que por ser el primero donde amanece la percepción clara y la satírica reproducción de la ridiculez de los sucesos merece copiarse, aun siendo tan conocido. Dice así:


    Vimos en julio otra Semana Santa
atestada de ciertas cofradías
que los soldados llaman compañías
de quien el vulgo y no el inglés se espanta.
    Hubo de plumas muchedumbre tanta
que en menos de catorce o quince días
volaron sus pigmeos y Golías
y cayó su edificio por la planta.
    Bramó el Becerro y púsolos en sarta,
tronó la tierra, escurecióse el cielo
amenazando una total ruïna...
    y al cabo en Cádiz, con mesura harta,
ido ya el conde, sin ningún recelo,
triunfando entró el gran duque de Medina.



Porque, en efecto, así sucedió. Los ingleses se marcharon de Cádiz el día 16 de julio y muy luego entró en la ciudad el Dios de los atunes, como le llamaba en otro soneto más agrio que gracioso, el vate sevillano Juan Sáez de Zumeta. Pero ni éste, ni Cueva, ni Álvarez de Soria, podían reírse tan a su sabor de aquellos soldados imprevistos y de sus fanfarronas plumas, como Miguel, que había conocido a los soldados más valientes y verdaderos de su siglo. Ninguno de esos poetas había llegado ya a poseer, como este magnífico soneto acredita, el arte supremo que trueca en risa la indignación, sin malicia aparente, en el cual aventajó Cervantes a Rabelais y a Voltaire y a todos los ingenios del mundo y sólo, un poco de lejos, pero por el mismo camino, supieron seguirle, a pasos menudos y no como él a grandes trancos, el maestro Campoamor y tal vez el maestro Carlos Dickens.

Digno de atención es el hecho de que Cervantes se hallara entonces en trato con muchos buenos escritores de Sevilla, pero probablemente, no de los afortunados y dichosos, no de todos los altivos caballeros, ni de los finos y graves religiosos que retrató Francisco Pacheco en su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, sino de algunos de ellos, precisamente, de los que pudieran sacarse del libro para formar el grupo de los amargados y de los ratés, grandes ingenios a quienes la suerte no favoreció, como el divino Fernando de Herrera, como Juan Sáez de Zumeta, como Juan de la Cueva de Garoza y otros, que ni siquiera figuran en el libro o por no haber sido amigos de Pacheco o por no ser personas de tanta cuenta como las demás en él retratadas. No sabemos que Baltasar del Alcázar, ni Gutierre de Cetina, ni el maestro Mal-Lara, ni esos grasientos frailes rollizos que tienden su mirada procerosa de entre montañas de carne salida, por las páginas del libro, ni esos otros teólogos que bajan la vista suavemente, como avergonzados de verse en ellas, trataran con gran estimación a Miguel. Sí consta, en cambio, que, dos años después, muchas personas cultas apreciaban y tenían en mucho a Cervantes, como atestigua el licenciado Collado en la Historia de Sevilla, al copiar unas décimas (quintillas dobles) de que después se hablará, aun cuando no recordaran su nombre sujetos tan vulgares como el cronista Francisco Ariño, quien al mencionar el soneto al túmulo de Felipe II, llama a Cervantes un poeta fanfarrón y al soneto una otava.

Parece casi seguro que el cobrador de alcabalas, no muy bien recibido entre los cuellienhiestos señorones del Libro de los retratos, halló acogida excelente con algunos de ellos y con otros escritores que en él no figuran, pero el soneto copiado, el del valentón de espátula y gregüesco,


que a la muerte mil vidas sacrifica,



el otro que dice:


Maestro era de esgrima Campuzano...



y otros dos o tres de asuntos fregoniles que no se han conservado, por desgracia, eran suficientes para la popularidad de un poeta, a la cual suelen contribuir más que los difusos poemas impresos, que nadie lee, estas cortas muestras de ingenio y de oportunidad que corren de boca en oído y que, por su misma redondez y perfección, todo el mundo aprende y acoge en la memoria.

El público pide siempre que le hagan reír con unas cuantas palabras o frases breves, categóricas, precisas y de fácil recordación. Al público le gusta que una voz, por él comprensible, resuma los acontecimientos que él presenció o los que supuso y los sentimientos que en él despertaron. Por primera vez entonces, con motivo de los sucesos de Cádiz, se hacía Cervantes intérprete de lo que todos sentían y pensaban: su voz era la voz del pueblo y por eso mismo quizás no le apreciasen ni olfatearan su genio ninguno de los señorones poetas como Gutierre de Cetina, Baltasar del Alcázar, el maestro Medina, etc., para quienes el público no existía, pues ¿qué tenía que hacer la masa, qué le importaban a la muchedumbre los ojos claros, serenos de la dama a quien amaba el uno, ni las dulces picardigüelas con que el otro entretenía y encelaba a su Inés, consumado maestro de eróticas triquiñuelas, ni siquiera las ya pesadísimas lamentaciones del divino Herrera por su tiempo mal perdido en los infaustos amores con su desdeñosa Luz?

Importa mucho fijarse en el concepto que de las letras se formaba entonces, para echar de ver la trascendencia que tiene el que dejando Miguel sus pasadas aprensiones y prescindiendo del uso y práctica de todos los literatos y poetas, llegara más tarde a conocer que él había de escribir para el público universal, sin que las pequeñeces y politiquerías de la literatura militante le perturbaran.

Desde que en 1596 compuso el soneto mencionado se vislumbra cómo se iba abriendo paso en su alma la persuasión, después revelada en cien pasajes del Quijote, de que no era ya la literatura un entretenimiento de caballeros ociosos, como lo había sido Garcilaso y lo eran muchos de los escritores y poetas a quienes retrató Pacheco, sino que el escritor desempeñaba un ministerio social y había de satisfacer los anhelos del público y buscarle y excitarle, con lo que lograría él provecho en los tiempos presentes y fama en los futuros. Ya había cambiado o, por lo menos, comenzaba a cambiar desde entonces en el ánimo de Cervantes, aquel concepto que exprimíamos no hace mucho: tuve otras cosas en qué ocuparme. Se colige de la escasa o ninguna amargura que en esta corriente expresión se echa de ver, que no le hubiera parecido mal en 1596 y en los años siguientes. seguir ocupado en otras cosas, si es que en efecto no lo estuvo, como puede inferirse por sus relaciones con el proveedor Bernabé del Pedroso, según consta, pero ni hay documentos fehacientes que prueben esto, ni cabe dudar que ya se imponía a su espíritu la convicción de que el escribir constituía también cosa en qué ocuparse y no mero deporte o entretenimiento, como para otros muchos autores lo era aún y acaso lo será siempre para los meramente líricos, cuyas intimidades, si lo son de veras, nunca lograrán conmover a un gran número de personas, y si lo consiguen, no serán tan íntimas, tan subjetivas como ellos mismos creen.

¿Cómo no hemos de pensar que en estos años fue en los que Cervantes ideó, planeó, abocetó y compuso comedias, entremeses, novelas ejemplares, la segunda parte de La Galatea, y fue fijando los puntos liminares del Quijote? Tan grande fue su preocupación en aquellos años y tan pocos sus recursos, que no llegó a presentarse en la corte, donde le reclamaban los nefastos e inoportunos señores del Consejo de Hacienda, para que liquidase las cuentas pendientes por las pasadas comisiones. Tantas fueron sus cavilaciones en este crítico momento de su vida, que debió de estar incomunicado o a media correspondencia con su familia.

Entretanto, los gusanos del procedimiento seguían royendo, royendo en los papeles del comisario y exigiendo implacablemente responsabilidades y liquidaciones. El calaverón de Suárez Gasco, amenazado en su fianza por el asunto de las tercias, pedía ante jueces que Cervantes se presentase en Madrid a dar justificaciones y cuentas. En 6 de septiembre de 1597, el presidente y contadores de la Contaduría mayor de Hacienda, a petición de Suárez Gasco, mandaron al licenciado Gaspar de Vallejo, juez de la Real Audiencia de los Grados en Sevilla, que requiriese a Cervantes para que se presentara en la corte a dar cuenta de los maravedises de su alcance, o diese fianzas de que iría, y que, de no darlas, le prendiese y le hiciera conducir a la Cárcel Real de la corte, hasta que por el presidente y contadores se proveyese otra cosa.

El licenciado Gaspar de Vallejo cumplió lo que se le prevenía, y no pudiendo lograr que diese fianza, metió en la cárcel de Sevilla a Miguel de Cervantes Saavedra.




ArribaAbajoCapítulo XLI

La cárcel de Sevilla. -Cómo se engendró el Quijote. -Mateo Alemán. -«¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza!...»


El callejón de Entrecárceles, formado por la espalda de la Audiencia y el frente de la Cárcel Real, más que sitio humanamente accesible al paso era un lodazal de miserias, una rebujina de maldades y de podredumbres, adonde se acogía todo lo peor de Sevilla y de sus contornos. A cuatro pasos, mirándose de cerca, echándose el aliento como dos valentones prontos a reñir, la Cárcel Real y la Cárcel de Audiencia se provocaban constantemente: de vez en cuando la Real le soltaba a la de Audiencia unos cuantos desechos que ni para galeras ni para la horca servían, con ser el de la horca servicio harto fácil para un hombre honrado. Vertían al callejón muchas inmundicias de la cárcel, y con esto, y con estar a todas horas lleno de gentuza infecta y hedionda, que de entra y sal de los presos hacía, sólo al asomarse allí daba en el rostro una bofetada de todas las podriciones del mundo.

Atravesando aquel muladar humano, pasó Miguel, seguido de porquerones, los umbrales de la Cárcel Real. Allí topó antes que nada con el portero de la puerta de oro, quien le tomó el nombre y le preguntó el delito. Un escribano asentó ambos datos en un libro mugriento, y el de la puerta de oro no se metió en más averiguaciones, puesto que de un hombre preso por deuda al fisco no se podía extraer unto mejicano como de los que entraban allí por guapos o hombres, o por lo contrario, es decir, por sométicos de los del pecado nefando, o por ladrones, amancebados y alcahuetes.

El portero de la de oro se asomó a una escalera, y diciendo a Miguel que subiese por ella, con voz aflautada y tenue susurró: -¡Ho-lá!- sonido silbante que, escurriéndose por los muros, fue contestado por otro que decía: -¡Ai... lá!- Esto significaba: -Preso viene- y -Venga-. Después el de la puerta de oro avisaba a la de plata el delito: -¡Ahí va el señor Cien-ducados!- puesto que Miguel iba por deudas, y al rematar la subida, el de la puerta de plata decía: -¡Acá está!- con lo que bastaba para que Miguel fuese destinado, no a la cámara del hierro, ni a las galeras vieja y nueva, recintos carcelarios donde se encerraba a los presos peligrosos, salteadores, asesinos y sodomitas, sino a las cámaras altas, junto a la enfermería, cerca de las habitaciones del alcaide.

El delito de Miguel era, más que como tal, estimado como un contratiempo o revés de fortuna, y no era justo que un preso de escasa calidad fuera confundido entre la turbamulta de los matantes, rufos, tomajones y germanes. En el camino, desde la puerta de oro a las cámaras altas, vio Miguel lo único que aún le quedaba por ver en el mundo.

Gracias a la famosa Relación de la cárcel de Sevilla y al sainete del mismo título, que compuso el discreto y gracioso jurisconsulto de Sevilla licenciado Cristóbal de Chaves y que Gallardo atribuyó a Cervantes con error manifiesto, conocemos punto por punto aquel inverosímil rincón de la vida española en los últimos años del siglo XVI. Por dichas obras sabemos cómo vivían, comían y gozaban de las ciento cincuenta mujeres, por lo menos, que se escurrían por allí a diario, y cómo se herían, se mataban, se jugaban hasta el cuero, se emborrachaban, se encenagaban en otros vicios peores y salían tan guapamente para el servicio de Su Majestad, o para la horca los mil ochocientos presos que escondía aquel caserón; conocemos sus tretas, mañas, mohatras, triquiñuelas y artilugios para ganarse la vida o la muerte, su fanfarria incurable, sus increíbles ánimos en el tormento y en la capilla, sus extrañas devociones, sus locuras, simplezas y niñerías. El hombre que tenía a su cargo diez o doce muertes, y a quien le habían cosido las tripas y remendado las asaduras sin que pestañease, daba lo mejor de su hacienda a otro preso listo de pluma por que le escribiera una carta amorosa a su daifa, que en el Compás o en San Bernardo quedó con padre y madre conocidos (los de la mancebía), y porque en el mensaje chorreara los más retumbantes conceptos de amor y ternura, y dibujase al final un corazón atravesado por muchas saetas y pintarrajeado con azafrán o almagre, o le figurase al mismo hombre con grillos y amarrado por una cadena a la boca de su querida, de la cual salían expresiones eróticas.

Sobre los mil ochocientos presos y sobre sus vicios, necesidades e inclinaciones vivían unos cuantos centenares de individuos peores que ellos, puesto que a servirles se avenían; cuál tatuaba herraduras, sierpes o eses con clavos en las piernas, brazos y pechos de los futuros galeotes; cuál les rapaba las barbas y les empinaba los mostachos; cuál andaba a la rebatiña, hurtando a éste y revendiendo a aquél las dagas de ganchos o los cuchillos de cachas amarillas, sin contar los pastorcillos, que eran unos palos aguzados y con la punta quemada que pasaban a un hombre lo mismo que navajas barberas; otros eran listos en las flores y tenían maña para herrar los bueyes, que era marcar las cartas de la baraja en beneficio de los tahures, ya con raspadillo, ya con humillo o con berrugueta; otros eran águilas en manejar el cortafrío y la sierra para abrir guzpátaros (agujeros), en rejas, paredes y tejados; otros en ocultar mujeres bajo las camas amontonándolas en camisa o en cueros, como si fuesen tarugos de madera.

Por el día y de noche, hasta las diez, en la cárcel había incesante trasiego de gente de la peor; a nadie se le preguntaba la causa de que entrara o saliera como no fuese preso, y aun éstos, no siendo de los graves, salían también mediante su cumquibus al alcaide, al sotaalcaide y a los bastoneros o vigilantes, que eran otros presos, pues no había en el caserón nadie que no fuera criminal o ayudante, amigo y servidor de los criminales. Toda aquella morralla se mantenía de cuatro tabernas que en la cárcel llevaban una vida floreciente, y de lo que cada cual pudiera agenciarse, pues ha de entenderse que allí nadie demandaba rancho ni comida, si no era por caridad y aprovechando la común largueza de los presos. Los puestos de la cárcel, alcaide, sotaalcaide, bodegoneros, porteros y demás eran cargos envidiados por lo productivos; el de verdugo era tan lucrativo como el de alcaide, pues a ninguno atormentaba sin cobrar antes por apretar más o menos los cordeles, y el pobreto que había de sufrir la tortura sacaba de las entrañas de la tierra los escudos para no quedar cojo, manco o quebrado.

Bien da a entender Cervantes que el ruido y la incomodidad de la cárcel eran insufribles. Por el día, a la baraúnda y estrépito de tantos entrantes y salientes había que sumar el estruendo de las riñas y zurizas, los gritos, cantes y bailes flamencos y el disputar y gruñir de los jugadores perdidosos. Separadas de los presos, pero en el mismo edificio, las presas pasaban todo el santo día cantando en coro, acompañadas de vihuela y de arpa o laúd las seguidillas recientes:


Por un sevillano
rufo a lo valón
tengo socarrado
todo el corazón...



Otras veces les recogían las guitarras e instrumentos de cuerda, y era peor, porque entonces llevaban el son traqueteando con los mismos grillos que en manos y piernas llevaban. A puros gritos y al través de las paredes, se entendían con sus hombres y les hacían declaraciones amorosas, cuales nunca se oyeron en el infierno de los enamorados, como las de las chuchas en la actual Calera de Alcalá. -¡Ah, mi ánima, ponte a la reja, que mañana salgo! ¡Envíame un contento, vida mía! ¡Lindo, por mis vidas, es el regalo! ¡Sano te vea yo, valeroso!...- Ruidosas eran las alegrías, silenciosas las pendencias. El hombre, con las tripas fuera, callaba como bueno. Así pasaba que solían enredar en la cuerda de azotados y en la de galeotes a quien menos culpa tuviese.

La trisca y la zumba eran mayores cuando había sentenciado a muerte: entonces la cárcel entera vibraba de gusto. Hombres y mujeres eran a alabar y halagar al condenado, y más cuando mayores fueran la serenidad de su rostro y el sosiego de sus palabras. Allí se jugaba con la muerte y se hurtaba todo, menos el cuerpo al dolor o a la horca. El condenado continuaba impertérrito su partida de naipes, y si podía, a dos pasos de la soga, les soltaba cuatro o cinco floreos para sacarles los cuartos a sus compinches.

Tampoco se burlaba con la devoción. En cada cámara y en los aposentos o celdas de los que estaban separados había una, dos y más imágenes, ante las que se renovaban a toda hora las candelicas de cera o de aceite: Cristos patibularios, pintados con azafrán en la pared o estampas de vírgenes y santos milagreros, iluminadas con los más extraños y fantásticos colores. Al cerrarse las puertas de la cárcel, todos los altarcillos e imágenes tenían sus luces encendidas. Encendíanse también las del altar que en el fondo del patio grande había, y el sacristán, rebenque en mano, iba haciendo hincarse de hinojos a todos los presos. Soltaban ellos la baraja o la mujer con que estaban entretenidos, y mil ochocientas voces, desgarradas y aguardentosas unas, atipladas y femeniles otras, entonaban la Salve, con ese antiguo y trágico sonsonete de las salves carcelarias, que hiela los huesos de quien por primera vez las escucha. Presos grandes y chicos, de escasa pena y de muerte, cantaban con la misma devoción, atarazados por el miedo a la otra vida o creyentes en milagros que les salvaran, para volver a sus correrías y bandidajes.

Mientras rezaba con ellos, siguiendo el conjunto aterrador de aquellas voces, sentía Miguel cómo por cima de todas las miserias humanas aletea un ideal, que para cada ser es distinto, pero que a todos los une y ensambla, como se machihembraban las voces en aquel inesperado y no previsto concierto de la Salve, y lo que siempre en él fue presentimiento de cuán interesante es y puede hacerse la humanidad alta y la baja, si se la considera y hace ver en busca de algo, peregrinando con una intención noble y peleando por un fin irrealizable y desvariado, se trocaba ahora en convicción profundísima. En la hedionda y lúgubre obscuridad del patio y de los corredores y aposentos que a él hacían, las luces de las candelicas y cerillos titilaban, parpadeaban las puertas y las ventanas, unas voces ceceaban roncas, otras galleaban sutiles, y por cima de todas ellas solía asomar un claro son femenino, que con angelical blandura entonaba el canto religioso. Miguel reconocía en aquella voz la misma que al son de los grillos había cantado por la tarde la seguidilla ardorosa:


Por un sevillano
rufo a lo valón...



En aquel mundo chico y bajo de la cárcel de Sevilla estaban, pues, compendiadas todas las ansias, altezas y pequeñeces del mundo grande; y todas ellas importaban, conmovían, hacían reír, sangraban, estremecían, excitaban; todas eran por igual interesantes como los hechos heroicos que el historiador y el poeta épico ensalzan.

Aquel contraste fecundo notado por Miguel entre las nieves del Veleta y la lujuriosa vega granadina encerraba el secreto del vivir y del arte. Y entonces, sumido en las repugnancias de la cárcel, sintiendo correr por su cuerpo la miseria, viendo en los ajenos y en las paredes y en el suelo otro menudo y espantoso cosmos de chinches, pulgas, ladillas, piojos, reznos y garrapatas, remembraba Miguel sus pasados días de gloria, recordaba el sol de oro que le alumbró en Lepanto y que le acarició en Nápoles y en Lisboa, y pensó que ni era otro el sol, ni tampoco él había variado, pero que en la vida nos engañábamos inocentemente pensando que es grande lo grande y chico lo chico.

No hacía Miguel estas reflexiones a solas, ni quizá las hubiera hecho a no hallarse también allí en la cárcel preso, como él y por razones análogas de rendición de cuentas, otro empleado del fisco, que había sido oficial mayor de la Contaduría en pasados tiempos, el cual, mejor aún que Miguel, conociera las ficciones de la corte española y las lozanías de Italia y de su libre vida. Era cincuentón, por lo menos, hombre sagacísimo y pausado, maestro de la vida y con tan feliz memoria y buen arte para contar sucesos de grande y de menor cuantía como ningún otro: con esto, hombre tan curtido y baqueteado, que podía dar lecciones de experiencia al dios Saturno, y tan filósofo que tal vez ninguno mayor ha tenido España, si se exceptúa al jesuita autor de El criticón. Conversando con Miguel, pronto se hizo amigo suyo, cuanto pueden serlo dos hombres desgraciados que se conocen al llegar la cincuentena: con Miguel comunicó desde luego un libro que ya tenía manuscrito y terminado y que, o mucho se engañaba, o había de ser uno de los mejores entre los de entretenimiento que en España se compusieran.

Hablando, hablando de lo que más gusto daba a uno y a otro, vino Miguel en averiguación de que su interlocutor era amigo de Vicente Espinel y del discreto cortesano de Segovia Alonso de Barros. Acaso ya el satírico rondeño, conociendo la obra de su amigo, había compuesto en su elogio aquel epigrama latino, que tan bien pinta la situación de ánimo en que a la sazón se hallaba Cervantes y que tan honda impresión debió causar a éste.


    Quis te tanta loqui docuit, Guzmanule; quis te
stercore submersum duxit ad astra modo?
Musca modo et lautas epulas et putrida tangis
ulcera, jam trepidus frigore, jamque cales...



A lo que filosóficamente contestaba el preguntado:


    Sic speciem humanæ vitæ, sic perfero solus,
prospera complectens, aspera cuncta ferens...



Como el personaje de los versos, Miguel estaba entonces sumergido en el estiércol y pronto a subir hasta los astros. El libro que su interlocutor le leía en la cárcel sevillana, en aquellos días en que Miguel cumplió los cincuenta años, se llamaba La atalaya de la vida humana, aventuras y vida del pícaro Guzmán de Alfarache. El amigo que mejor trato tuvo con Miguel en aquella negra prisión se llamaba Mateo Alemán. Antes que lo dijera el contador Hernando de Soto, conoció Miguel que era aquel libro donde


ni más se puede enseñar
ni más se debe aprender...



Y vease por dónde y cómo tal vez la misma pluma de ave que escribió los últimos capítulos de Guzmán de Alfarache sirvió para escribir los primeros del Quijote, engendrado en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación: la cual no pudo ser sino la cárcel de Sevilla, en donde Miguel pasó todo aquel otoño, saliendo de ella a los primeros días de diciembre.

Muchos otoños fértiles había tenido Miguel: ninguno más que aquel pasado en la cárcel de Sevilla, donde engendró el libro único. ¡Quién pintará su alegría cuando salió de ella y se vio de nuevo en la anchurosa plaza de San Francisco, paseando los soportales, con unos cuantos pliegos manuscritos bajo el brazo, mientras por cima de las casas paredañas de la Audiencia, la Giralda, más contenta que nunca, se le aparecía graciosa y gentil, pronta a romper en desenfrenada y gachona zarabanda! Lo que de aquellos meses de la cárcel había sacado, fuera de las canas que entre lo rubio de las barbas se le parecían, era, y de ello Miguel estaba seguro, la más alta ganancia y el más rico hallazgo de su existencia. Y Miguel, desde un principio, contento y seguro de que había entrado con pasos firmes en el camino de la inmortalidad, se reía, se reía pensando cómo lo que no le agenció el trato con los mayores héroes de su tiempo, lo que no ganó a las órdenes de don Juan de Austria y de don Álvaro de Bazán, habían de procurarselo y lográrselo aquellos días piojosos y chinchosos, llagados y lacerados de la cárcel de Sevilla y la compañía de Carihartas y Gananciosas, de Solapos y Paisanos, de Maniferros y Escarramanes. ¡Ah, qué bella, qué ancha, qué imprevista y qué original es la vida!

Cervantes, con su amigo Alemán, también suelto a poco, salía a reírse a los ventorrillos del Guadalquivir, a tomar el sol de invierno, camino del monasterio de las Cuevas, a pasear por el campo de Flores, desde donde el venerable, el sapientísimo, el prudente y provecto varón Benito Arias Montano escribía aún a Felipe II rogándole que conservase como asistente de Sevilla al feroz conde de Puñonrostro don Francisco Arias de Bobadilla, el que ahorcó a los famosos rufos Mellado y Gonzalo de Sanabria y a otros tantos, y metió en cintura a la desalmada picaresca sevillana.

Grande, ancha e interesante la vida, le parecía a Miguel singular locura la de su amigo el bilioso Fernando de Herrera, a quien por fin habían matado las pesadumbres amorosas o su propio genial resquemado y reconcomido. Bueno era el mundo, buenos los tratos y diversiones de la gente conocida en la cárcel, cosa rica y divertida la horca, regalado espectáculo la pena de azotes, el emplume, el enmelamiento. A pesar del rigor que Puñonrostro desplegaba, azotando, ahorcando, enviando gentes a galeras, a pesar de los pujos de corrección que les acometieron a los señores del Cabildo municipal, moviéndoles a echar hacia la Lonja a los vendedores y regatones de las calles; a pesar de la evangélica furia con que un día cierto canónigo de la colegial del Salvador arrojó también, imitando a Jesucristo, a los fruteros y hortelanos que vendían a la puerta de la iglesia, el hampa no iba en disminución ni la podredumbre sevillana cedía.

En todo el año 1598 hubo epidemias de tabas y carbuncos, a causa de la carne muerta y mal matada que se vendía en todos sitios; epidemia humana hubo también de poetas malos, y entre ellos se distinguía por lo estrafalario y ridículo, el original Francisco de Pamones,


con quien las musas ojeriza tienen,



según dijo años después en el Viaje del Parnaso Miguel, que debió de reírse mucho en aquellos tiempos con las rimas estrambóticas del desdichado vate.

Como él y como otros muchos, un poco al azar y a la ventura, vivía Miguel o sobrenadaba en Sevilla, mientras iba combinando, disponiendo, trazando y dando forma a su libro. No es dudoso que, según lo componía, su genio no le dejaba tener oculto tal tesoro, y, sin pensar más que en satisfacer aquel gusto, regodeo y complacencia con que toda la obra está pensada y escrita, iba leyendoselo a los demás escritores y poetas amigos suyos. De esta manera, mucho tiempo antes de impresa la obra, y aun antes de concluida su primera parte, sus gracias comenzaron a divulgarse de boca en boca por Sevilla, y así corría la fama de Cervantes como hombre de ingenio peregrino y de jamás igualada inventiva.

Tiene el Quijote, como pocos libros, quizás como ningún otro, el mérito excepcional de poder iniciarse y resumirse su asunto en pocas palabras, y ponerle así al alcance de todas las inteligencias y a la disposición de todos los gustos. La formidable antítesis por Miguel entrevista en Granada o quizás antes, y por él revista y repensada en la cárcel de Sevilla, era al instante dueña de los ánimos, los interesaba, los persuadía. No diré que a Cervantes le señalasen con el dedo las sevillanas, como hacían con Dante las florentinas cuando supieron que iba a publicar el Infierno y que decía haber estado en él; sí que en Sevilla muchas fueron las personas que conocieron a Don Quijote y a Sancho, y hablaron de ellos cinco o seis años antes de que salieran a luz sus aventuras. Sólo un hombre tan vulgar como el cronista Ariño desconocía el nombre de Cervantes. En cambio, el licenciado Collado, al copiar los versos hechos por Miguel en serio al túmulo de Felipe II, dice bien claro: «Algunos otros versos se pusieron sueltos y unas décimas que compuso Miguel de Cervantes que, por ser suyas, fué acordado ponerlas aquí».

Quiere decir esto que Miguel era no sólo conocido, sino reputado por uno de los mejores ingenios de Sevilla y no tanto por sus versos cuanto por la noticia del Quijote que unos mejor y otros peor iban poseyendo. No obstante, como siempre le había acontecido, al llegar el otoño de 1598 se halló muy sin ropa y muy sin dineros. En 15 de septiembre de dicho año tuvo que pedir a préstamo once varas de raja cabellada para dos trajes o para traje y capa o ferreruelo. Mes y medio después, andaba en tratos y reventas de provisiones al por menor con los bizcocheros de Triana y con los patrones de pataches y goletas que atracaban al muelle.

En tanto, había ocurrido en España uno de los más importantes sucesos de la Historia. Gotoso, llagado, agusanado y podrido murió el rey don Felipe II, el día 13 de septiembre, en El Escorial. Con él se extinguía la gloria de los Austrias.

La gran Sevilla,


Roma triunfante en ánimo y nobleza,



acordó celebrar los funerales del rey alzando un túmulo tal que de él se hablase en el mundo entero. De su traza y ejecución, previas reñidas oposiciones, se encargó el maestro mayor de la ciudad, que era el jurado Juan de Oviedo, aquel famoso arquitecto e ingeniero militar a quien debió Sevilla las obras más importantes de su época, la construcción del Matadero, el reparo de los Caños de Carmona y otras edificaciones, y Cádiz las famosas fortalezas del Puntal y Matagorda. Hicieron las estatuas del túmulo el escultor del sentimiento Juan Martínez Montañés y su compañero Gaspar Núñez Delgado; las pinturas Francisco Pacheco, Juan de Salcedo y Alonso Vázquez Perea. El 24 de noviembre comenzaron los funerales. Al día siguiente en la misa, por una cuestión de etiqueta, disputaron la Audiencia y la Inquisición, se quedó la misa a medias y fue preciso concluir de celebrarla en la sacristía. Entre la algazara y rechifla de la gente sevillana, se retiraron los sacerdotes, bajó del púlpito el predicador, los señores de la Inquisición se marcharon muy enfurruñados haldeando sus gramallas negras, y los de la Audiencia rezongando entre sus encajes blancos y sus negras garnachas.

El suceso fue la fábula y comidilla de los sevillanos durante unos meses. Estuvo puesto el túmulo y sin celebrarse los funerales hasta fin de año. Todos los días iba la gente a ver si por fin se celebraba o no la función.

El martes 29 de diciembre, entró al acaso Cervantes en la iglesia y al ver tantos sevillanos embobados con los preparativos que por fin se hacían para celebrar al día siguiente las honras, miró por centésima vez el monumento y sin poderse contener entre la chacota general, dijo, con valiente entonación aquel soneto que siempre tuvo por honra principal de sus escritos:


¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla...!





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