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ArribaAbajoCapítulo VI

Cómo eran las navegaciones en tiempo de las colonias


Dos meses habían transcurrido.

Durante este tiempo, el padre Anselmo había residido en el convento de su orden, esperando la salida de un buque que le llevase a Chile con el objeto de llenar la misión que su ministerio le imponía.

Había llegado ese día deseado por él, y con el objeto de despedirse, había ido a almorzar a casa de Rodolfo.

Hallándose sentados a la mesa, Rodolfo que miraba a su hermano con la ternura más leal, le dijo:

-¿Si será esta la última vez que estemos juntos?

El virtuoso franciscano le respondió con la fe de su alma.

-Confío en Dios que nos hemos de volver a ver.

A estas tristes palabras siguió un momento de silencio, que Magdalena procuró interrumpir, a fin de hacer menos amargos los últimos instantes que debían estar reunidos.

-¿La navegación es peligrosa? -interrogó Magdalena al padre Anselmo.

-Larga sobre todo, según me han informado -contestó él.

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-¿Qué tiempo se calcula de viaje? -indagó Rodolfo.

-Tres o cuatro meses con buen tiempo; hasta seis si algún inconveniente se presenta, causado por los elementos.

-Eso es demasiado, hermano; casi el mismo tiempo que se emplea para venir de Europa.

-Es verdad, pero no debe sorprenderte esta lentitud que parece increíble.

Voy a explicarte la causa, según los detalles que me ha hecho el capitán del buque en que me embarco.

-Antes de todo, ¿tú marchas en derechura a Valparaíso?

-Sí, hermano, sin tocar en puerto alguno.

-Y para ir a Valparaíso, que solo dista 450 leguas ¿se tardan seis meses?

Es cosa singular, porque viniendo de Cádiz, que está a tres mil leguas, solo hemos empleado tres meses.

-Pero atiéndeme y sabrás el porqué.

A este tiempo, el capitán del buque entraba a casa de Rodolfo buscando al hermano Anselmo.

-Venía, reverendo Padre -dijo el español-, a avisarle que hoy es necesario embarcarse porque a las cuatro de la mañana izamos el ancla.

-Señor capitán, acompáñenos usted a tomar una jícara de chocolate -le invitó Magdalena.

-Con gusto, señora, y el capitán se sentó a almorzar en compañía de la familia.

-Hablábamos -le dijo Rodolfo- de la demora espantosa que hay en los viajes al Sud.

-¿El reverendo Padre les habrá explicado la razón ya? -preguntó el capitán.

-Iba a dárnosla, según los detalles que usted le había suministrado.

-Pero es mejor que el capitán las repita -dijo el padre-, porque será más exacto que yo.

-Con gusto, mis buenos señores -contestó el capitán con una   —74→   cara risueña y maneras francas; pero dadme una copa de vino, porque estoy acostumbrado a vivir con el licor de los dioses, según decía un paisano mío.

Una sirvienta trajo una botella de rico Oporto, y el capitán sirviéndose una copa, saludó con la cabeza a los que almorzaban y se la bebió de un sorbo.

-Rico vino -dijo al bajar la copa y mirando con alegría la botella.

-Repita usted cuantas veces guste, señor capitán -le dijo Rodolfo-; pero vamos a satisfacer la curiosidad que tenemos.

El capitán limpiándose los labios en el mantel, dijo:

-Nuestros viajes no pueden ser más breves de lo que son.

Seis meses para ir de aquí a Valparaíso no es mucho tiempo.

Voy a decirles la razón, contándoles el itinerario de las navegaciones ordinarias.

Salimos del Callao muy de madrugada para aprovechar el día, la luz del sol que nos muestra el derrotero de la costa.

Nunca nos separamos de tierra a gran distancia. En el día solemos perder de vista la costa, pero a eso de las tres de la tarde volvemos hacia ella, para a la entrada del sol tener un fondeadero.

-¿Un fondeadero? -dijo Rodolfo, asombrado-, un fondeadero ¿para qué?

-¡Ja, ja! -exclamó el capitán riéndose, y sirviéndose una nueva copa de oporto-, un fondeadero, señor, porque en la noche no se navega y se ancla.

Sería una temeridad arriesgarse de noche en alta mar.

A la oración anclamos, bajamos las velas, rezamos el rosario y nos acostamos a dormir hasta la madrugada del día siguiente, en que después de cantado el «alabado» volvemos a emprender la navegación.

-Pero eso es increíble, señor capitán -repuso Rodolfo.

Si usted no lo asegurase, yo dudaría.

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-Cómo se conoce que usted es muy nuevo en estos países -observó el capitán-; porque si de algo debiera asombrarse sería de que en menos tiempo se anduviese por mar cuatrocientas a quinientas leguas.

¿Pero cómo es que de Europa se viaja en menos tiempo?

-¡Oh! eso es cosa distinta, porque de allá a acá no se puede costear; pero perder la costa de vista pudiendo verla, sería una indiscreción; solo un espíritu sin religión se aventuraría de tal modo.

Y además, ¿a qué apurarse cuando nadie nos corre?

-Dice usted bien -contestó Rodolfo-, el tiempo es nada para estos pueblos.

-A propósito de lo que acabo de decir a ustedes -dijo el capitán-, voy a contarles una historieta que confirma la que acabo de exponerles.

En años pasados el capitán de un bergantín, llamado Juan Fernández, se hizo a la vela del Callao el 11 de diciembre; llevaba un cargamento de paños y otros artículos de España para el uso de los chilenos. Este hombre se presentó en Valparaíso el 14 de enero, es decir, un mes dos días después de haber salido del Callao.

En el viaje descubrió la isla que hoy lleva su nombre, y el 18 de febrero estuvo de vuelta aquí.

Como las cartas que traía atestiguaban esta verdad, el «Santo Oficio de la Inquisición» lo acusó de pacto con el diablo y le encerró en la cárcel, porque era antinatural que en tan corto tiempo navegase tanto.

¿Qué os parece, señor, este hecho que es histórico?

-No creía que la Inquisición fuese tan injusta -repuso Rodolfo.

Eso es bárbaro, insoportable, que de un modo tan torpe se pretenda destruir los descubrimientos del genio.

¿Qué cosa más natural que el viajar en ese tiempo una distancia tan corta?

-Más propio sería -agregó Magdalena en tono de broma- que se castigase a los que emplean seis meses.

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-Gracias, señora -repuso el capitán-; gracias por lo que a mí me toca.

-No, por Dios -repuso con viveza Magdalena notando su indiscreción-, no crea que me refiero a usted, porque nada más propio que el emplear seis meses cuando de emplear dos o uno le iría la cabeza.

-Es usted muy galante, señora, no crea que me incomoda un chiste de tan bella joven.

Magdalena se ruborizó ante una galantería tan a boca de jarro.

-¿Con que, sin falta, nos iremos mañana? -preguntó el padre al capitán.

-Sin falta alguna, palabra de español; y es necesario, como le he dicho a su Reverencia, que hoy se embarque.

El capitán era uno de aquellos marineros que por casualidad llegan a dirigir una nave.

Uno de aquellos que se lanzan al océano sin más brújula que el instinto o la práctica, y sin otro barómetro que la observación de la atmósfera.

Luego que hubo almorzado bien, se paró, y despidiéndose de la familia, les aseguró que ningún cuidado correría el hermano Anselmo, siendo él capitán del buque.

Quedaron solos los esposos y el hermano Anselmo.

Concluyeron de almorzar, y se retiraron a la pieza de Rodolfo a conversar los últimos momentos que les quedaban.

Era preparar el alma al dolor de una separación.

Despedirse para un viaje seguro, es triste siempre; despedirse de la patria cuando un mal destino le arroja a buscar el pan en el extraño, lejos de la familia, de las habitudes, lejos del sol que alumbrara la primavera de la existencia, es cruel.

Quien haya tenido que abrazar a un padre o a una madre, muda por las lágrimas; quien al estrecharla en su pecho con la efusión de todo el amor, que ahoga la palabra, al paso que destroza el alma con impresiones desgarrantes, sabrá lo que es despedirse, lo que es separarse.

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Tener entre los brazos al ser más amado, imprimir en su frente un beso de dolor, considerar al mismo tiempo que aquel cuerpo, aquel símbolo de lo que uno ama, y por lo que se desea la vida, se va, para no verle quizás en un tiempo incierto, es por cierto un trance insoportable.

El padre Anselmo iba a separarse de su hermano y a separarse con la convicción arraigada de que no le volvería a ver más en el mundo.

Los salvajes de Arauco habían derramado la sangre de virtuosos misioneros, y procurar convertirlos era ir a ceñir la corona del martirio.

-Me parece un sueño, querido hermano -le dijo Rodolfo-, el considerarte ahora a mi vista, y dentro de algunos momentos lejos y sin esperanza de verte.

-Ten fe en Dios, buen Rodolfo -le contestó el hermano-; ten fe en que no nos hemos de ir del mundo sin vernos antes.

Voy a combatir contra el error, contra dioses fabulosos, para volver al seno del único Dios, hijos que aun desconocen la religión.

¿Qué me importa el morir, si consigo salvar algunos salvajes?

Mi ministerio en la tierra es promulgar el Evangelio donde no hubiese llegado; no estoy destinado a vivir en pueblos que profesan el culto de la iglesia.

El campo está lleno de mies, voy a cosechar antes de que la estación destruya frutos tan tiernos.

El Señor ha dicho: «abundante es la mies, pero faltan segadores a la mies».

-¿Pero no sería mejor -preguntó Magdalena con aire pensativo-, que la misión de sacerdote la ejerciese usted aquí?

Al menos debía hacer ese sacrificio por consideración al amor que le tenemos.

-No, hija mía -repuso Anselmo-, aquí es imposible, porque el sacerdote está en contacto con los bienes del mundo y su abnegación sucumbe.

Yo no podría vivir más tiempo en el convento, porque no estoy conforme con el régimen de mis hermanos.

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Hay intereses que manejar, halagos que soportar, tentaciones mil que arrostrar. Le aseguro que no permanecería aquí por...

El padre se quedó pensando, mas no se atrevió a continuar por no revelar lo que había observado en la vida claustral.

Los hermanos de la orden religiosa se habían entregado a desórdenes imperdonables.

De noche se salían a ocultas del convento para ir a jaranas indecorosas.

De día se ocupaban en conversaciones con las devotas, y en lo privado de sus celdas se bebía a discreción.

Este desarreglo había horrorizado al padre Anselmo, y prefería callarlo antes de comunicarlo.

-Estoy resuelto, Magdalena -continuó el padre Anselmo-, a irme, y es inútil que hablemos de desistimiento.

-No olvides el escribirnos -le encargó Rodolfo-, por cuantos conductos puedas.

Será nuestra satisfacción en la ausencia.

-Siempre lo haré, no tengas cuidado. Créeme que sufro mucho al dejarte, porque mucho te amo, hermano mío, mucho te amo y a ti también Magdalena.

Rodolfo y Magdalena se arrojaron entonces en brazos del padre Anselmo, brillando en los ojos de este grupo de virtud lágrimas de ternura.

-Solo te pido un favor, Magdalena -le dijo Anselmo, tocándole con su mano la cabeza-, un favor solo, que seas con Rodolfo lo que hasta hoy has sido; la verdadera esposa, el ángel de su guarda.

Magdalena no contestó porque estaba conmovida en extremo. Enjugándose los ojos con el pañuelo, recostó su cabeza sobre el corazón de Rodolfo, y este la estrechó con la efusión del que ama un ser puro. Las emociones de la despedida enmudecieron aquella escena.

-¡Dios os conserve como hasta hoy! -exclamó Anselmo-. ¡Sois muy felices!...

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El padre Anselmo aprovechando aquellos momentos no se atrevió a articular una palabra más y se retiró silencioso a su convento, de donde salió a las pocas horas para el Callao.

La nave estaba lista, y al rayar la aurora, la brisa del Sudeste infló las velas dando impulso a la embarcación con el rumbo a Chile.

Los marineros entonaban el «alabado» y el padre Anselmo celebraba el sacrificio de la misa a tiempo que la tierra desaparecía a vista de los navegantes.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Apuros de un amante a presencia de un novio


Las páginas anteriores han sido necesarias como precedentes de los sucesos que se desarrollan en el curso de esta obra.

La acción, puede decirse, principia en este capítulo.

Las costumbres de Lima en aquel entonces eran muy singulares.

La saya y el manto formaban el traje ordinario de la mujer que salía de día a la calle.

En los paseos, en las procesiones, en las diligencias varias de la mujer, el manto le ocultaba el rostro, dejándole tan solo descubierto un ojo con que todo lo veía sin ser vista.

Si no fuese por la llegada de la noche, en que la saya y el manto eran reemplazados por el traje descubierto, podía haberse asegurado que la mujer era desconocida para los que andaban en la calle.

En esa costumbre, que remedaba algún tanto la de las persas, había no solo el interés y la comodidad de servirse de ella para gozar de libertad en las acciones y necesidades del corazón, del vicio o de la curiosidad, sino también un recurso para conservar la hermosura del semblante.

La palidez era un atractivo, y al ocultar la cara en un manto se   —81→   conseguía conservar ese color, por cuanto la acción del aire no influía en el cutis. La exageración del sistema iba más adelante. No solo se preservaban del aire, del sol, sino hasta de la luz fuerte.

Así era que las mujeres no recibían de día, y desde las oraciones las salas de recibo estaban abiertas.

Se andaba por las calles buscando una belleza que mirar, pero nada se descubría.

Se miraba a las ventanas, a los balcones, y las persianas detenían la mirada que quisiera penetrar más adentro; más tras esas persianas se encontraban las mujeres que observaban lo que por la calle transitaba.

El transeúnte creía que nadie le veía; sin embargo, le veían más ojos que los que pudieran presumirse en una concurrencia.

Los inteligentes al pasar por el frontis de las casas, se detenían al llegar donde residía la dama de sus afecciones.

Ella no se hacía esperar, porque al divisar al joven amigo levantaba con cuidado una puertecita de las celosías, y saludaba al que ansioso la buscaba.

Si la mamita estaba adentro, había salido, o por algún acaso se hallaba enferma; la joven decía al transeúnte conocido «pasad adentro», y aprovechaban un momento de libertad para comunicarse sus amores.

Otras veces caía un billete del balcón, que recogía el fiel corresponsal.

La apariencia exterior de los edificios, era la de un encierro, pero en la realidad eran todo lo contrario.

Así como bajo el manto se ocultaba una linda fisonomía, así también, al abrigo de un frontis feo se encontraban casas que tenían un interior magnífico.

Se pasaba del umbral de la puerta; y se daba con las paredes del patio, cubiertas de cuadros o de frescos que reproducían historietas amorosas o pasajes de la religión.

Al frente de la puerta de la calle había un corredor elevado por algunas gradas que daba entrada a los salones de recibo, adornados con la pompa de la época.

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En la antesala había por lo regular una hamaca elegante, en donde la dueña de casa se tendía con voluptuosidad, para dar audiencia a los adoradores de confianza.

Era la cuna en que se mecían los primeros años de la juventud y en donde se arrollaban los ensueños del amor.

Pero lo más especial en las costumbres limeñas era el traje de la saya. ¡Qué cómodo traje! Él servía para disfrazar a las esposas que espiaban a sus maridos, al propio tiempo que para castigar a los esposos, respondiendo a las seducciones de los conquistadores de bellas.

Si alguna joven quería ver a su amante y hablarle a solas, una procesión o una corrida de toros le franqueaba la oportunidad de hacerlo, porque nada más fácil que ocultarse entre el tumulto de las gentes.

Regularmente sucedía, que en esas funciones concurridas, las madres perdían a sus hijas y las venían a encontrar al llegar a sus casas.

¿Y cómo no perderlas cuando el manto y la saya convertían a las mujeres en enmascaradas, siendo casi imposible distinguir una persona dada que iba cubierta y vestida como todas las demás?

Se necesitaba un conocimiento instintivo para adivinar qué cabeza y qué ojo serían los de la mujer que se extraviaba.

Comprendiendo la conveniencia de la saya, era fácil comprender lo necesario que eran las procesiones u otras fiestas públicas.

En esos días, la juventud, elegante, pasaba horas enteras arreglando la cabellera, el vestido de gala.

Los billetes se cruzaban la víspera, y en la noche que precedía, unos estaban de pie probando alguna chupa nueva, otros con la cabeza gacha y el semblante apurado, trazando algunas líneas de amor sobre papel dibujado con la punta del alfiler.

¡Pobres jóvenes! ¡se preparaban como quien se prepara a una campaña!

Las botellas de agua de olor y los pomos eran puestos a prueba.

No faltaba quienes hojeasen libros de amor para impregnarse de   —83→   bellas frases, que más tarde pasaban íntegras a ser propiedad del galán que las empleaba.

Una de estas escenas pasaba en casa del señor Salazar, con motivo de una corrida de toros que se había anunciado para el próximo domingo.

Salazar esperaba sacar de esta corrida grandes ventajas.

Estaba en su cuarto con algunos amigos que chanceaban sobre amores.

Eran ya las ocho de la noche y Salazar se mostraba inquieto.

-¿Qué tienes, hombre? -le preguntó el señor de Castro.

-Espero una contestación.

-¿Vas a los toros mañana?

-Extraña pregunta, ¿pues qué sería de mí si no me viesen allí?

-Sería un síntoma de pobreza, buen amigo, el no ir; tienes razón en no faltar, porque las apariencias sostienen la estimación.

-Se anuncia un nuevo torero para mañana.

-Así lo he sabido por los pregoneros de ayer.

-¡Qué bueno ha estado el convite de esta mañana!

¿No le visteis pasar?

-No, pero sería como los de costumbre.

-Casi lo mismo: iban siete figuras graciosas.

A espaldas de los tambores y pitos, venían algunos toreadores hechos de cartón con toros vestidos de ricas enjalmas.

El convite ocuparía media cuadra. ¡Qué bulla, y qué de voladores!

-¿Sabes si asistirá el Virrey?

-Sí, y dicen que su coche llevará tres parejas de soberbios caballos.

-¿De cuándo acá ha reemplazado las mulas por caballos?

-Es un regalo que le ha hecho el conde de San Isidro.

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Salazar se movía a cada rato, y con los ojos fijos en la puerta, se distraía a menudo de la conversación con Castro.

En esto golpearon la puerta y Salazar corrió a abrirla, creyendo fuese la mensajera del billete que esperaba.

Abrió, y en vez de la mensajera, se le presentó un encapado que le pregunta:

-¿El señor de Salazar está solo?

-Pase usted adelante, estoy con algunos amigos.

-Deseo hablar a solas con usted sobre un asunto interesante.

Salazar suplicó a sus amigos le dejasen, y ellos se retiraron.

-Estoy solo, señor -le dijo Salazar al encapado-; puede usted pasar adentro.

El encapado se adelantó, y mirando alrededor de la pieza, como quien se asegura de si está solo, se sentó arrojando sobre una silla el sombrero y la capa.

-¡El señor Inquisidor en mi casa! -exclamó Salazar.

¡Oh! señor, cuán honrado estoy.

Eduardo permaneció silencioso, y mirando a Salazar con fijeza, este pareció turbado algún tanto; pero se reanimó poniendo una pantalla a la veía a pretexto de cubrir la luz.

Enseguida el Inquisidor se apresuró a explicar el objeto de su visita.

-No extrañe usted -le dijo-, que venga a estas horas a su casa; un asunto de honor es él que me ha traído y espero conducirlo sin testigos porque es muy delicado.

Una indiscreción, una profanación de la virtud, señor Salazar, que usted ha intentado, es lo que me trae aquí.

-¿De qué me habla usted, señor, que nada entiendo?

-Tenga usted la bondad de mostrarme su letra y pronto lo sabrá todo, señor de Salazar.

-Creo que mi letra es propiedad mía y nadie...

-Y nadie -le interrumpió Eduardo-, puede pedir a usted una muestra   —85→   de ella; pero cuando se interpone mi tranquilidad y mi honor, yo, como hombre, tengo el derecho no de pedir, sino de exigir.

Hablo a usted como hombre, señor, no como Inquisidor, porque este poder lo ejerceré cuando la razón no baste.

El semblante de Salazar se puso encendido y temiendo que alguno de sus billetes hubiese sido sorprendido, se resistió a dar una muestra de su letra.

-¿Se niega usted a darme la muestra de su escritura?

-Sí, señor, pues que es un punto de honor para mí, no desmentir mi caballería, cediendo a la imposición de otro hombre.

Si usted me hablase como jefe de un poder, obedecería; pero como hombre no.

El orgulloso Eduardo dio una patada en el suelo, y con la vista amenazante recorrió la mesa de escribir de Salazar.

-He aquí su letra -le dijo, tomando un manuscrito.

-Usted abusa de estar en mi casa, señor Eduardo.

-Cuando se abusa del respeto a la mujer, el hombre tiene derecho para atropellar al insolente.

-¿A mí se dirige usted? -le preguntó Salazar, lleno de fuego.

-Lea usted ese billete y lo sabrá.

El Inquisidor sacó de su bolsillo un papel perfumado, puesto en los términos siguientes:

«Bella Margarita:

»Necesito urgentemente, hablar con usted algunos instantes, me es imposible por ahora ir a su casa.

»Diríale el objeto de la corta conferencia a que la convido, pero tampoco es posible confiar al papel un secreto íntimo.

»Le ruego, pues, se disponga a darme la complacencia de salir acompañada de alguna sirvienta de su confianza, en el día y hora que usted designe, al lugar que usted elija y en el que pueda hablarle sin testigos. La función de toros me parece oportuna.

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»Encárgola también que tenga la bondad de contestarme por escrito».

Salazar se quedó con la vista baja, confundido por la presencia del billete.

El Inquisidor no le perdía paso, devoraba las impresiones que le causaba la lectura.

-Esa letra, señor Salazar, es igual a la de este manuscrito.

La criada lo ha confesado también, y Margarita me lo ha asegurado, acusando a usted de atrevido y descomedido.

La madre de ella ha sorprendido ese papel, y su hija me ha suplicado castigue una falta a su honor y rango.

Yo, señor, voy a ser el marido de Margarita, y al injuriársela se ofende mi nombre.

Lo que quiero es castigar de hombre a hombre al que ha trazado esas líneas; podría hacerle cortar la mano, pero soy bien fuerte para no abusar de mi poder.

-¿Margarita ha dicho que es mío?

-Sí, esa joven virtuosa, ella me lo ha dicho.

Salazar se quedó estupefacto.

No podía convencerse que una mujer que le juraba amor, y de quien tantas pruebas tenía, le entregase en brazos de un hombre como Eduardo.

-Es imposible que Margarita sea la que me acuse -dijo Salazar-, imposible, porque ella no puede traicionarme.

-¿Traicionaros? -repuso Eduardo montado en cólera-, explíquese usted que no le entiendo.

-Lo que usted oye, señor; porque Margarita es amada por mí y yo por ella.

Me lo ha jurado repetidas veces, y ella no puede por lo tanto proceder delatando mi pasión.

-Señor de Salazar, miente usted; porque Margarita es pura, tengo su palabra y nadie podrá echar por tierra mi ventura.

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-Señor Eduardo, usted está propasándose en los términos ofensivos que emplea.

Yo podría contestarlos con otras ofensas; pero eso sería un proceder indigno de personas decentes.

Si quiere usted explicaciones, tenga usted calma o de lo contrario modérese.

Eduardo quedó pensativo: admiro la serenidad de Salazar, y queriendo saber el misterio de las palabras que acababa de oír, se resignó a tener una explicación.

-Me ha dicho usted -dijo Eduardo-, que Margarita le ama.

Necesito una prueba.

Salazar despabiló la vela, poniendo una pierna sobre otra y entró a hacer la historia de sus amores con la novia del Inquisidor.

-Hace seis meses que conocí a esa joven -le dijo-, cuando su padre acababa de morir. La fama que tenía era de ligera, y algunas anécdotas amorosas que se narraban de ella, me animaron a emprender la conquista de su corazón; porque nada hay más atrayente hacia una persona que la idea que se forma al creer fácil la posesión de una mujer hermosa, que se encuentra en el camino de la vida.

Animado de este pensamiento, frecuenté su casa, y después de haberle declarado mi pasión, ella se manifestó amorosa.

Nuestros pasatiempos fueron entonces una cadena no interrumpida de recíprocas caricias, y ellas aumentaban en cada visita hasta que al fin Margarita me dijo: «Soy de usted».

-Eso es falso, señor Salazar -le interrumpió Eduardo cambiando de semblante-, porque esa joven es incapaz de representar el papel de una... y el de la virtud.

Si queréis continuar, no calumniéis para defenderos.

-Señor Eduardo, estáis enamorado, y no me extraña el calor que tomáis por cosas tan insignificantes.

-¿Insignificante el honor de la mujer? -exclamó Eduardo con rabia.

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-Insignificante, señor, cuando el honor no es sino una capa de hipocresía.

-Señor Salazar -repuso Eduardo parándose en actitud amenazante-; no puedo toleraros más, es preciso que nos batamos.

-Como queráis, pero antes de que la sangre de uno de los dos corra, concededme un momento y permitidme os abra los ojos con pruebas que os convenzan.

Sentaos un momento más.

Eduardo se dejó caer de golpe, y poniéndose la mano en la cabeza, le dijo:

-Continuad y terminad pronto.

-Cuando Margarita me dijo: «Soy de usted», yo me creí feliz, y ciego de amor me indigné contra los que habían hablado ligeramente de ella.

Frecuenté su casa como debéis presumirlo, y mis amistades las fui perdiendo porque Margarita me lo exigía.

¡Qué feliz era entonces!

Mas cupo la desgracia que me atreví a exigir de ella...

-¿Qué cosa? -dijo Eduardo saliendo de su estado pensativo.

-A exigir que nos viésemos a solas.

-¿Y ella accedió?

-Sí, señor.

-¿Y la visteis?

-Voy a decíroslo como, y a la hora en que lo conseguí.

-Pronto, señor, pronto decidlo todo.

-Vuestra mamita -le dije-, no nos deja un rato de libertad, ¿a qué horas se puede estar con usted a solas?

-La oración es una hora en que mi mamá duerme la siesta, me repuso ella.

-Entonces yo vendré a esa hora con el permiso de usted

-Bueno, mi querido -me contestó-; pero no crea que esto lo consigue   —89→   nadie, es usted la primera persona con quien voy a estar a solas.

Al día siguiente esperé la oración con inquietud.

Me puse zapatos sin crujideras, y me dirigí a la casa, antes del tiempo prefijado, porque estaba impaciente.

Llegué sin ser sentido, abrí la puerta de la antesala, y lo que primero vi fue a un joven que corría a esconderse en lo oscuro de la pieza.

Margarita estaba acostada en la hamaca. Yo me quedé estupefacto, y ella sin notarlo me dijo:

-Adelante, señor, mi primo ha corrido a esconderse creyendo que alguna persona de etiqueta venía.

El joven salió entonces del rincón y se sentó donde no podía recibir la luz débil que entraba por la puerta.

-Acérquese usted, volvió a decirme Margarita.

Yo me acerqué entonces, y ella me hizo sentar al lado de la hamaca dando la espalda a la puerta.

-¿Ha visto usted impertinencia de primo? ha venido hoy cuando nunca lo hace.

Yo me encontraba sin poder responder cosa alguna, porque la impresión que acababa de recibir era para enfriar hasta los huesos la naturaleza más apasionada y ardiente. Apercibida ella de lo que pasaba en mi espíritu, me tomó la mano, me la estrechó, y sin articular una palabra, se esforzó en embriagarme con su aliento embalsamado y la expresión encendida de su voluptuosa fisonomía. Quiso dominar mi corazón encendiendo mis sentidos. Ante una manifestación tal, creí que Margarita me amaba, que era injusto desconfiando de su amor. Fui dominado, y mi cabeza dejó de pensar para dar completo imperio a la sensibilidad de todo mi ser, que no respiraba en ese momento sino felicidad.

Miré hacia donde estaba el primo, y vi que ya había desaparecido sin que yo lo conociese.

¡Las tinieblas de la noche se acercaban, y el tiempo me pareció   —90→   un soplo al acariciar a esa joven tan bella!... Lo demás lo comprenderéis vos, señor.

-Pero esas son solo palabras, y nada me prueban -le observó Eduardo ávido de encontrar la verdad, dominando su fogosidad a presencia de la escena descripta por Salazar, que había escuchado devorando cada palabra como si fueran gotas de veneno que desgarraban su corazón.

Atestiguadme lo que me decís.

-Vamos a casa de ella si queréis -repuso Salazar que obraba tan indignamente por terror a Eduardo y por despecho contra Margarita-; y si ella os dice delante de mí que no me ama, que soy un insolente, entonces delante de ella os aseguraré lo que os acabo de decir, y os presentaré mayores pruebas.

-Acepto el partido, porque de lo contrario yo sería sacrificado; pero si es falso lo que me contáis, nos batiremos.

-Estoy pronto a todo, pero espero que después, lejos de batirnos, seréis muy amigo mío.

-Mañana vamos a casa de Margarita.

-¿A qué horas?

-A las siete de la noche.

-¿En dónde nos juntamos?

-En mi casa os espero.

-Corriente.

Eduardo volvió a cubrirse con la capa y su sombrero, y se despidió de Salazar con sequedad.

-Que nadie trasluzca lo que acaba de pasar -le encargó Eduardo al salir.

-Soy caballero, señor -le contestó este.

Eduardo acababa de salir, y una mujer aguardaba en la puerta de la calle que Salazar estuviese solo para verle.

Salazar estaba paseándose por la pieza, meditando sobre el percance que le acababa de suceder.

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Estaba comprometido en un lance serio y de difícil salida.

En esto tocaron a la puerta de su pieza.

-¿Quién es? -preguntó-; adelante.

La mensajera abrió la puerta y le entregó a Salazar un papel que decía lo siguiente:

«Mi querido: mi mamá sorprendió vuestro billete.

»El señor Eduardo ha ido donde vos; yo no tengo la menor culpa.

»Negadlo todo, yo os amo hasta la muerte. No dejéis de ir a los toros, porque tengo que hablaros mucho.

»Margarita».

Salazar leyó este billete, y como si un rayo le hubiese caído, se quedó estupefacto al recordar que había sido un malvado con la mujer que lo amaba, perdiéndola ante un hombre como el Inquisidor.

-Di que está bien -dijo a la mensajera.

La mujer se fue y Salazar se puso a meditar sobre lo que pasaba.

Después de un largo rato quitó su mano de la frente, y dijo:

-Nada puedo resolver hasta que no hable con ella.

Felizmente la entrevista es para después de los toros.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Lo que pasaba en una función de toros


A eso de las diez del día siguiente a la entrevista del Inquisidor con Salazar, la población de Lima presentaba un espectáculo de actividad extraordinaria. Había función de toros.

Las calles principiaban a cubrirse de mujeres tapadas y de elegantes empolvados.

La saya de ese tiempo, limitaba el paso de la airosa limeña, y en el andar se dejaba ver la finura de un flexible talle, y la pulidez de un pie encantador.

La hora corría, y los grupos ambulantes atravesaban los portales en dirección a la plaza del Acho.

Las veredas no podían transitarse en un orden opuesto al que seguía la población.

El centro de las calles era ocupado por coches y calesas.

Los coches dorados eran arrastrados, unos por dos parejas de caballos, otros por una, y algunos por pareja y media, según el reglamento de la aristocracia lo autorizaba.

Un lacayo vestido a la usanza de Luis XIV dirigía los caballos desde el pescante, y dos más iban de pie parados en el respaldo, listos para servir las necesidades de los amos.

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Los magnates eran así conducidos al Acho, y durante la expectación se manifestaban inflados de orgullo, cual si fueran unos conquistadores. Apenas se acordaban de honrar con un saludo al conocido que divisaban por la vereda.

¡Oh! ¡cuánto honor para el que era saludado por un noble!

Las personas que se encontraban próximas al dichoso, salían de la vereda para saber quién era el favorecido; y cuando dos o más personas saludaban a un tiempo, fuertes reyertas se suscitaban sobre quien había recibido aquel beneficio de tan alta estima.

La ciudad quedaba sola, y muy sola en los días de función de esta naturaleza.

La gente seguía su curso en el orden indicado, cuando de repente se oyó el grito: paso al Virrey.

Un tropel de caballos abría la marcha con jinetes bien vestidos, que formaban la escolta.

En el centro de esa tropa, venía un coche tirado por tres parejas de caballos hermosos, cubiertos con mandiles bordados de oro y lentejuelas.

A la voz de paso al Virrey, la concurrencia se detuvo, los coches de los particulares abrieron calle, y el representante del monarca pasó saludando al pueblo.

Luego que el coche pasó, los demás siguieron atrás del tren real hasta llegar a la plaza del Acho.

La plaza del Acho estaba como hoy se conserva, del otro lado del río Rímac. Todas las avenidas de las calles convergían a la que conducía al único puente que había para pasar el río. Pasando este, se seguía por otra calle que tuerce al oriente, la cual desembocaba en una alameda de sauces enormes, formada al lado del mismo río, la cual terminaba en una explanada, siendo ocupado uno de sus costados por el frontis de la plaza de toros.

La configuración de este centro de diversiones, es el de un octógono, circundado de graderías colocadas en anfiteatro, las cuales descansaban en palcos bajos defendidos por un parapeto y terminaban en galerías de palcos altos.

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En uno de los costados, mirando al frente de la puerta que daba salida a los toros, se encontraba un espacioso palco descubierto, destinado para el Virrey.

La parte externa de este edificio era provista de corredores y pasillos para facilitar el tránsito de la concurrencia; y era en ellos donde se colocaban las vendedoras de frutas, bebidas y comestibles criollos.

Había capacidad para 15000 espectadores.

Una función de toros era una fiesta a más de popular, oficial. Por el reglamento que existía, era obligatoria la asistencia de una compañía de cada cuerpo del ejército con la banda de música del batallón o regimiento.

Estas tropas tenían un lugar destinado que ocupaban después que el Virrey entraba a su palco.

Cuando este se encontraba rodeado de la corte y guardias; los concurrentes que se entretenían en galantear a las tapadas y sostener combates de dichos agudos y picantes, acudían en tropel a tomar sus puestos.

La afluencia en ese día que nos ocupa era extraordinaria.

La una del día encontró a todos en sus asientos.

Era la hora de comenzar la función.

Una compañía de línea penetró en columna al centro de la plaza, precedida de una banda de música, ostentando los uniformes de parada. Esta tropa ejecutó complicadas evoluciones, presentando en cada una de ellas figuras vistosas: unas veces la evolución terminaba por imitar las aspas de un molino que giraba sobre un eje dado; otras terminaba por describir una estrella, una torre o lo que el capricho inventaba.

Pasada una media hora, esta tropa concluía por figurar un ataque en todas direcciones que dejaba el centro de la plaza sin una persona.

A esta maniobra se le denominaba el despejo, que concluía en medio de los aplausos de la concurrencia.

Acto continuo se abrió la puerta que daba al frente del palco del   —95→   Virrey, y por allí apareció toda la compañía de toreros, brillante con sus trajes especiales, dirigiéndose en columna al palco del soberano. Iban al frente los espadas, seguían los banderilleros y capeadores de a pie. Luego entraban los picadores, capeadores y rejoneros de a caballo.

Colocados al frente del palco, saludaron al Virrey, y luego se retiraron a tomar las posiciones estratégicas para esperar al toro.

Un toque de corneta y cuatro voladores anunciaron la presencia del toro que salía a la plaza por una puerta estrecha, corriendo como una furia. Iba engalanado con un inmenso mandil de raso punzó bordado de oro, con cintas que flotaban al aire libre.

El toro corre en todas direcciones sin encontrar a quien acometer. De súbito se le presenta un capeador de a caballo. Es un joven español que cabalga en un animal negro como el azabache, y rápido como los de raza árabe.

El toro lo enviste, y el capeador se defiende con un manto azul que arroja sobre la cabeza de la fiera, mientras da vueltas para evitar los ataques que le hace.

El público atrona el espacio con sus aclamaciones a cada suerte que el capeador saca al toro.

Un otro toque de corneta, señala el turno a los capeadores de a pie.

Seis hombres se lanzan en busca de la fiera, sin más armas que unas capas largas color rojo, que llevan en el brazo. Se dispersan, rodean al animal, y cada cual afronta la embestida capeando, burlando con movimientos rápidos la furia del ataque. Cansado el toro en esta lucha, se desentiende de los capeadores y se rasca tranquilamente, buscando un descanso a la fatiga.

Un tercer toque llama a los banderilleros. Uno de estos se arma de dos banderillas con puntas agudas de metal, desafía al toro en media plaza, y cuando este lo embiste, el banderillero se precipita sobre la fiera y le clava en el cuello las banderillas corriendo a todo escape, y burlando la corneada con un lance que deja pasar al toro por entre el cuerpo y la distancia que describen los brazos puestos en forma de arco.

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La fiera se desespera, cobra nuevos bríos, y en medio de su bramar, recibe tres o cuatro banderillas más.

Un nuevo toque de corneta señala el momento a los matadores, sea rejoneador o sea espada. La espada es la preferida.

El toro, clavado por el banderillero, parece desesperado por no encontrar un enemigo con que combatir; da vueltas al trote al lado de las galerías y nada encuentra. El grito de los concurrentes parece detenerle, les mira, les observa, como quien aguarda un enemigo al frente.

El animal sigue dando vueltas hasta que un hombre le sale al paso, llevando en una mano una bandera roja y en la otra una espada que oculta en la bandera. El toro embiste de furor. El hombre aprovecha ese momento para hundirle hasta la empuñadura la hoja de la espada en el corazón. La fiera cae en la arena, lanzando quejidos de impotencia, y de agonía.

Los asistentes que han seguido todos estos lances con avidez, sin pestañear, mudos, prorrumpieron en aplausos estrepitosos. Las músicas y cohetes saludaban la victoria.

El espada dio vueltas entonces alrededor de los palcos, recogiendo las monedas y obsequios que le arrojaban, mientras que dos negros montados en caballos enjaezados con plumas, sacaban el cadáver del toro.

En este mismo orden mataron ese día doce toros, repitiéndose poco más o menos las mismas escenas, con la diferencia de muerte que se daba al animal, ya con espada, con rejón, con pica o con puñal.

La función duró hasta las cuatro de la tarde, hora en que la concurrencia principió a salir de la plaza.

En la alameda se encontraba un joven de pie, solo y con la vista agitada, colocado en medio de dos sauces mirando con ansiedad esa multitud de mujeres cubiertas por el manto.

Algunas tapadas le satirizaban al pasar, más él nada respondía y continuaba observando.

Al fin divisó una saya que se dirigía hacia él y al pasar le dice:

-Siga usted, Salazar.

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Salazar siguió, hasta perder de vista la concurrencia, tras de la tapada que la sacaba hacia la calle de Malambo.

Luego que se hubieron alejado algún tanto, la tapada se detuvo y se tomó del brazo del joven.

La tapada abrió su manto y dejó ver a Salazar el rostro pálido, lleno en sus formas y con esos ojos negros radiantes de fuego, que caracterizaban a Margarita.

-Deseaba hablarle con ansiedad -le dijo ella.

-¿Qué es lo que sucede, por Dios? -preguntó Salazar.

Eduardo me ha desafiado, y yo me encuentro en la necesidad de batirme, o de satisfacerle de un modo horrible para usted

-¿Cómo así? ¿qué ha sucedido?

Salazar le contó la conferencia con Eduardo, y añadió:

-Lo que más me ha mortificado es que usted le haya declarado que yo abusaba de usted; que usted me odiaba y le haya exigido se vengue de mí.

-¡Oh amigo! -exclamó Margarita demostrando un profundo dolor-, ¡oh! no; yo no le he dicho nada; mi mamita es la que lo ha hecho todo. Yo siempre soy de usted en todo y para siempre.

-¿Pero cómo entender esto? usted se va a casar con Eduardo, él me lo ha asegurado, y es por eso que lo voy a satisfacer.

-¿Y de qué modo lo va usted a satisfacer?

-El plan en que hemos convenido es el siguiente: yo me he comprometido a probarle que usted es mía bajo todos aspectos, y que al escribirlo la carta sorprendida, no he ofendido su honor.

Si esto no lo pruebo, debo batirme.

-¿Y cómo va usted a probar eso, querido amigo?

-Hemos quedado en ir esta noche a casa de usted, y a su vista yo debo sostener la realidad de nuestras relaciones.

Para ello pienso llevar algunos billetes.

-¡Amigo! -le dijo Margarita estrechando el brazo de Salazar-, ¿de ese modo va a sacrificarme, a corresponderme? ¿Por qué he de pagar las culpas de mamá?

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Margarita dejó correr algunas lágrimas, y manifestando un amor tierno y arraigado, se recostó con desfallecimiento en el brazo del joven.

-Salazar -continuó ella-, ¿cree usted que yo podría casarme con Eduardo? ¿no sabe usted que a nadie amo sino a usted? ¿Es posible que vaya a corresponderme de ese modo, perdiéndome para la sociedad?

-Pero ¿qué quiere que haga, después de estar comprometido?

Si no le satisfago, tengo que batirme.

-Entonces, ¿quiere usted por temor a una bala, a un rasguño, perderme? Y sobre todo, amigo querido, Eduardo no se batiría, son amenazas tan solo las que hace.

-Si yo estuviese seguro de que usted no me traicionaba...

-¿Qué haría usted, Salazar? -le interrumpió Margarita mirándole con pasión.

-Me haría matar por conservar la reina de mi corazón.

-¡Qué noble es usted! yo no permitiría tal sacrificio jamás, porque moriría tras de usted. No podría sobrevivirle.

Margarita bajó la cara en muestra de un sentimiento que no abrigaba, pero que sabía expresar con maestría.

-Es usted encantadora, hermosa Margarita, encantadora.

Margarita se quedó silenciosa; y para concluir de resolver a Salazar a desistir de la visita que debía hacerle con Eduardo, se alzó en la punta de los pies y le dio un beso impregnado de amor y voluptuosidad.

Salazar no raciocinó más y enajenado por la sensibilidad:

-Haga lo que usted quiera de mí -le dijo.

-No asista usted con Eduardo -le suplicó Margarita.

-¿Pero Eduardo, qué dirá? Yo creo más oportuno el asistir y permanecer silencioso a su presencia. Usted quedará entonces disculpada y yo aceptaré la resolución que Eduardo tome.

-Pero es muy terrible ese paso.

-Yo sabré arrostrarlo, amor mío.

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-¿Usted cree que debe ir?

-Es imposible dejarlo de hacer. Mi palabra está dada.

-Las fuerzas me van a faltar para una entrevista tal.

-Margarita, le juro que no sufrirá nada, y que yo sabré sacarla airosa.

Sosténgame con su vista y seré fuerte.

-Salazar, le suplico que no asista... Eduardo lo mandará buscar a su casa, y usted contéstele que ha variado de resolución. Por fin, dele usted una disculpa, escríbale que no lo espere y todo se salvará.

Salazar algo confundido y como tomando una resolución, le respondió:

-Está bien, no iré.

Margarita se le echó en los brazos y coronó la determinación con caricias ligeras.

-Volvamos que ya será hora que mi mamá quiera regresar a casa -añadió Margarita cuando se hubo penetrado que había triunfado del amante y apoderádose de su voluntad.

Los dos se volvieron a la alameda, y encontraron los grupos de tapadas que se entretenían en conversaciones con los elegantes.

Frases amorosas se oían salir de aquel tumulto de gente.

Los coches daban vueltas por el paseo, y el del Inquisidor Mayor llamaba la atención por dos parejas de caballos tordillos.

La hora iba avanzando, la oscuridad del crepúsculo se derramaba sobre la ciudad; la oración iba a dar. Las campanas señalan la hora de la anunciación, y ese pueblo entregado a los goces, quedó mudo, de pie, rezando algunas, oraciones católicas.

La concurrencia se despejó entonces, marchando a recogerse a sus casas para comer, porque aun cuando era costumbre el hacerlo a la una de la tarde, en los días de toros el tiempo faltaba y era preferible esperar el fin de la función.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Castigo de un amante que se burla de un novio


El Inquisidor Mayor había llegado a su casa y dando orden a sus criados de que le sirviesen con prontitud la comida, se vistió para asistir a la entrevista con Salazar. La visita que debía hacer a Rodolfo por instancias del abate González, estaba salvada por una esquela que este le había dirigido, disculpándose con lo inoportuno que sería el ir a una casa en día de toros.

Habían convenido que el lunes por la noche llenarían ese compromiso.

Eduardo había asistido al paseo y en nada se había fijado. Su espíritu se hallaba atormentado por la duda, por esa horrible enfermedad del corazón que la humanidad llama celos, y que por lo regular transforma al ser más culto en el ser más salvaje y ridículo.

Comió precipitadamente creyendo que el tiempo podía pasársele. Sacó el reloj, vio que eran las seis y media y revelando suma inquietud, dijo:

-A las siete es la entrevista, Salazar no debe tardar.

Se recostó sobre un sofá y esperó.

-¡Que situación la mía -reflexionó-, que situación! ¿Margarita, me amará? ¿será digna de mí? Pronto lo sabré.

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A estas palabras siguió un momento de meditación, que interrumpió parándose y volviendo a mirar el reloj.

-Son las siete y Salazar aun no llega -dijo.

Llamó a uno de sus criados y le interrogó.

-¿Está listo el coche?

-Sí, señor.

-Anda en el acto a casa del señor don Santiago de Salazar, y dile de mi parte que le estoy esperando. Anda corriendo.

-¿Si querrá engañarme ese hombre? -pensó Eduardo-. Es imposible que un caballero falte a su palabra.

Se puso a pasear por la pieza con inquietud esperando al criado que había mandado.

En esto el portero entró y puso en manos de Eduardo el siguiente billete:

«Señor: la entrevista a que ayer quedé comprometido no puede tener lugar por razones peculiares a mí. Quedo dispuesto a la deliberación que queráis tomar.

»Santiago de Salazar».

Eduardo al leer esta esquela acabó de perder la serenidad, y con la rapidez del rayo dijo al portero:

-Id en busca del señor don Pedro Toz; que venga en la calesa del servicio, preparado para una aprehensión...

El sirviente salió corriendo a cumplir su comisión.

-Ahora veremos -dijo Eduardo-, si ese caballero cumple o no con su palabra. Se ha burlado de mí como hombre, pero no se burlará de mi autoridad. La entrevista tendrá lugar de todos modos aun cuando el cielo se interponga.

Eduardo tenía los ojos encendidos y agitado por la cólera al verse burlado de un modo tal, no cesó de lanzar imprecaciones horrorosas para desahogar su alma. Aquella fisonomía serena y pálida estaba contrariada, encendida.

No era en ese momento el hombre acostumbrado a emplear las   —102→   armas que las preocupaciones habían puesto en sus manos, era el artista de la primera edad que apelaba a los extremos para lavar una afrenta.

-Ese billete de Salazar -decía paseándose-, me prueba, o la inocencia de Margarita, o algún convenio de ella con él; es imposible que Salazar deje de tener alguna razón poderosa para evadirse.

¿Qué puede creerse ahora de lo que pasa? Pensaba salir de mis dudas y ahora vuelvo a ser presa de ellas... pero yo saldré de este estado, porque la entrevista se efectuará.

El criado mandado a casa de Salazar, volvió cansado por la carrera que había dado.

-El señor estaba en su pieza con dos señores, y me ha contestado que ya había escrito a usted.

-Está bien -le dijo Eduardo-; retírate.

Eduardo pasó entonces a su pieza de dormir y tomando una daga, la ocultó con cuidado entre sus vestidos.

El portero entró enseguida de vuelta de su comisión.

-El señor Toz viene al momento, me ha dicho.

-Ve que todo esté listo -dijo Eduardo- para salir pronto.

Cierra bien las puertas del coche.

Eduardo se puso a esperar.

Habría pasado media hora en estas diligencias, cuando paró a la puerta de la casa de Eduardo una calesa imperceptible por el sonido de las ruedas; de color verde. Las cortinas oscuras que cubrían las puertas impedían ver las personas que iban en el interior.

Dentro de ella venía un hombre como de cuarenta años de edad, cubierto con una capa negra, careta del mismo color y gorro que finalizaba en punta.

Ese hombre bajó del carruaje y se presentó a Eduardo quitándose el gorro y la careta.

-Mi amigo -le dijo el Inquisidor-, necesito aprehender a un hombre, a don Santiago de Salazar.

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Os encargo que vayáis a su casa y de orden del Santo Oficio le traigáis aquí en el acto.

-Está bien señor, y ¿dónde le encontraré?

-Está en su casa actualmente con dos de sus amigos. Id allí y mandadle que os siga.

Aquí os espero en diez minutos más.

-¿Y si se resiste?

-Nadie se resiste, señor, a la orden que yo expido; pero si se resiste, avisadme en el acto para emplear la fuerza.

-Con vuestro permiso -dijo el señor Toz, saludando al Inquisidor Mayor.

Este montó de nuevo en la calesa y dirigió su marcha a la casa indicada.

Salazar estaba conversando con dos amigos sobre las ocurrencias del día.

Era aquello un asunto inagotable, refiriendo cada cual los lances de la tarde.

-¿Que te sucedió a ti -le preguntaba Salazar a un hijo del conde de Quinta-Alegre-; qué te sucedió que me dicen que andabas corrido por cuatro tapadas?

-Eran cuatro infiernos, amigo, que no sé de dónde habían averiguado mis pasos secretos.

Me embromaban con varias amiguitas; yo creía poder descubrir a esas tapadas, pero me fue imposible.

Por eso, no sabiendo con quién hablaba, me vi perdido.

Quise escarmentarlas descubriendo a una de ellas, pero al tomarle el manto, las otras me asaltaron furiosas a la cara y me habrían concluido si no me echo a andar con ligereza.

-¿Pero que no sabías -le decía el otro joven llamado Correa-, que el peor delito para con las tapadas es descubrirlas?

-¿Y qué hacer para salir de apuros?

-Sufrirlas, no hay más remedio.

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Conversaban de este modo, cuando el criado de la casa entró despavorido a la pieza de Salazar, anunciando:

-El carruaje de la Inquisición a la puerta, señor, ¿por quién vendrá?

Tras del criado y en medio del espanto causado por estas palabras, se presentó en la puerta de la pieza de Salazar un hombre cubierto de pies a cabeza.

-A nombre del Santo Oficio -dijo-, intimo prisión al señor don Santiago de Salazar: os ordeno seguirme en el acto.

Los amigos se quedaron estupefactos. Salazar perdió el color. Los padres del joven acudieron en tropel, los llantos estallaron con furor.

-¿A mi hijo es a quien buscáis, señor? -le preguntó la madre del joven al agente del Santo Oficio.

-Sí.

-¿Qué delito ha cometido?

-No sé. Mandadle que me siga pronto sin hablar una sola palabra, porque el que las oyese se haría reo y tendría que seguirme también.

A estas palabras, todos echaron a correr y dejaron a Salazar a solas con el hombre cubierto de negro.

-Os mando seguirme en el acto -volvió a intimar el agente inquisitorial.

Salazar con el rostro caído sobre el pecho, desfallecido y dando pasos inciertos, siguió al agente hasta entrar en el carruaje. Luego que estuvo allí, el carcelero puso llave a la puerta y el agente le vendó los ojos.

La familia de Salazar quedó estupefacta, entregada al dolor que produce una calamidad repentina. Consideró a su hijo perdido para siempre; porque el que por desgracia entraba en la calesa silenciosa, solo volvía a salir de ella para ser sepultado en los calabozos de la cárcel.

Eduardo no había perdido su tiempo ínter habían ido por Salazar.

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Al salir el agente, había mandado anunciar una visita a casa de Margarita; pero la joven que sabía lo que podía suceder si recibía a Eduardo, contestó a nombre de su mamita:

-Que estaba enferma la señora, que le dispensase de recibirle esa noche.

Eduardo al tener esta contestación de Margarita, creyó que ella estaba complotada con Salazar para evadir un encuentro.

El estado susceptible de Eduardo le hacía ver luz en la oscuridad; complot en un paso que juzgado sin prevención, nada ofrecía de singular. La visita quedó burlada por esa noche.

Eduardo resolvió dar un paso más avanzado para cerciorarse de la realidad de lo que había.

El calesero anunció que el señor Toz estaba a la puerta con el reo.

Eduardo mandó entonces que le llevasen a la cárcel, hasta segunda orden.

La calesa siguió su curso, y en pocos momentos más, Salazar se encontró en un calabozo oscuro, sin cama y muerto por el frío que producían las sombras eternas de las celdas.

Allí se le quitó la venda y se le dejó en medio de un silencio aterrante.



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ArribaAbajoCapítulo X

Conspiraciones que se forman entre dos enemigos para descubrir los milagros de una coqueta


La prisión de Salazar habíase sabido en la ciudad y causado bastante impresión, por el misterio que arrojaba la causa.

Margarita sintió este fracaso de su amante, pero se alegró al mismo tiempo, por verse libre de la entrevista que tanto temía.

Entre las personas que supieron esta noticia, el abate González fue una de ellas, quien se sorprendió, porque ignoraba las causas que la originaban y ningún antecedente había llegado a su conocimiento.

Al día siguiente de la prisión de Salazar, el abate, lleno de curiosidad, se fue a casa de Eduardo para cerciorarse de los hechos y tomar cuentas al Inquisidor de su misterioso proceder.

El abate encontró a Eduardo escribiendo en su pieza, y este, luego que lo hubo visto, se levantó algún tanto alterado para recibir al superior que en lo oculto le dirigía.

-¿Qué es lo que ha pasado anoche, querido amigo? -le interrogó el abate.

En la ciudad se ocupan de la prisión del señor Salazar.

¿Es verdad que ha sido conducido a la cárcel?

-Sí, señor abate -respondió Eduardo poniéndose encendido-, sí señor.

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-¿Y cómo no me habíais dicho nada de que pensabais dar un paso tal? ¿Es que ya no merezco vuestra confianza?

El abate marcó esta palabra con un tono humilde e irónico.

-Señor abate, la razón porque he procedido así es peculiar, en nada interesa a la Compañía; es asunto puramente mío, por eso no os había dado parte.

-Tenéis razón -repuso el abate-, tenéis razón; vuestro interés parece que hubiese dejado de ser el mío. ¿No sabéis que os amo como a un hijo? extraño que me digáis que por ser un asunto peculiar vuestro, me debiera ser indiferente.

Eduardo se encontró turbado, bajó la vista, y sin tener qué contestar -dejó escapar algunas palabras que nada satisfacían.

-Estoy reconocido... pero el asunto es...

-¿Cuál es el asunto, querido Eduardo?

-Señor, me es imposible por ahora explicároslo porque sufro mucho; me sería hasta vergonzoso...

Eduardo enmudeció sin poder explicarse. El abate, sin apartar la vista del semblante de Eduardo, se convenció que aquella prisión sería la consecuencia de intrigas amorosas. Después de haber pensado un momento, dijo a Eduardo:

-Seguramente pasa por vos, amigo, algún acontecimiento raro.

Os noto apesadumbrado, triste y con la fisonomía alterada.

¿Qué dolor os aqueja? confiad en mí vuestros pesares; yo tengo experiencia, edad, soy amigo vuestro; ¿por qué no desahogáis el corazón siendo expresivo conmigo?

Yo os oiré, y quizás os salve de este estado en que estáis: mi cabeza está fresca, habladme, Eduardo. En la comunicación de los sentimientos se experimenta consuelo muchas veces, se alivia y se sana.

-Dispensadme, señor abate, prefiero gozarme en mi dolor.

-¿Pero qué dolor es ese -repuso el abate avivando el lenguaje-, qué dolor tan profundo que os abate al extremo en que os encontráis?

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Tenéis dinero, honores, sois respetado y temido; ¿qué os falta?

Eduardo suspiró con amargura, y mirando al abate con firmeza:

-¿Qué me falta, me preguntáis? me falta la tranquilidad, la confianza en la mujer que adoro.

-¿Me habláis de Margarita? -preguntó el abate con la viveza del que ha comprendido todo en una palabra-; ¿me habláis de vuestra futura esposa?

-Sí, señor abate, de ella misma.

-¿Qué os ha hecho?

Eduardo temía comunicar lo ocurrido, no porque desconfiase del abate, sino porque temía encontrar apoyo a sus sospechas. Mas el abate le volvió a instar viendo que Eduardo enmudecía.

-Explicaos, amigo, que todo se allana hablando.

-Seré claro -le respondió Eduardo-, venciendo la indecisión de su espíritu.

-Así es preciso; ¿a qué guardar secretos conmigo que velo noche y día por vuestra felicidad?

Decidmelo todo, ya os oigo.

Eduardo puso sus dos manos sobre la mesa y el abate se recostó en la silla que ocupaba, cerrando los ojos, a fin de que el Inquisidor tuviese más franqueza.

Eduardo entonces contó al abate las escenas del día anterior y de la noche del sábado.

El abate oyó sin interrupción aquel relato, y luego que Eduardo hubo concluido, le preguntó:

-¿Y cómo pensáis descubrir la verdad de ese enredo?

-Por medio de Salazar.

-Pero Salazar confesará en el tormento todo lo que queráis, mas esa confesión que solo es aceptable para castigar a reos de otros crímenes, no os dará la verdad que buscáis.

-¿Y qué queréis que haga entonces, que suelte a ese joven?

-Por ahora no, pero se puede sacar de él mucho.

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En la prisión donde está es fácil descubrir cuanto os interesa.

-Explicaos, señor abate.

-Decidme ante todo, querido Eduardo, ¿qué pensabais hacer con Salazar en la cárcel, y cuáles eran vuestros planes para salir de la duda en que estáis?

-Mi pensamiento era llevarlo conmigo a casa de Margarita, hacerle desmentirse a su presencia y luego castigarlo por la falta cometida contra el honor de mi futura esposa.

-¿Pero no creís que sería inoportuno ir a casa de Margarita? porque, ¿qué sacaríais en limpio? Salazar podía mentir, y con un engaño burlarse de vos.

¿Lo que os interesa es castigar a Salazar o saber si la joven es o no digna de ser vuestra esposa?

-Antes de todo, lo último.

Lo primero no es tan esencial, aun cuando lo considero inevitable.

-Pues bien, mi amigo, si procuráis cercioraros de la inocencia de Margarita, es necesario proceder de un modo muy diverso.

La entrevista no debe tener lugar en casa de la joven, ni del modo que lo habíais pensado.

La entrevista debe efectuarse en el Tribunal.

-¡En el Tribunal, decís! -repuso Eduardo sorprendido- ¡en el Tribunal! luego ¿es preciso que Margarita vaya presa también, o por lo menos que pierda ante el público obligándola a salir de su casa por la violencia?

-¿De qué os asustáis? -observó el abate con aire sereno y malicioso-; ¿qué importaría que Margarita asistiese a una conferencia, y enseguida volviese a su casa o a un convento si saliese criminal?

Y puesto que va a ser vuestra esposa, ¿qué importaría que el público creyese algo distinto, cuando vos recuperabais vuestra serenidad y más tarde todo se lavaría con las bendiciones?

Eduardo quedó pensativo sin contestar; parecía irresoluto, su semblante se mostraba indeciso.

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El abate le observaba, y a fin de aprovechar aquella situación de espíritu, continuó:

-Acordaos, amigo, que el matrimonio es un lazo indisoluble.

Considerad que entre un infierno perpetuo o un malestar momentáneo, es aceptable lo último.

Eduardo oía estas palabras, y las sentía caer en su corazón como gotas de plomo derretido.

-Es necesario resolverse, amigo -prosiguió el abate con aire resuelto-, es necesario resolverse.

La sociedad no está tan trasparente que pueda ser vista de todos.

Las malas costumbres han pervertido el corazón de la mujer con la seducción y la mentira. Margarita puede ser inocente; pero también puede no serlo.

La irresolución de Salazar y su lenguaje respecto de ella, ¿quién sabe si tiene algo de verdad?

Yo respondo de las consecuencias, amigo; yo respondo de todo.

Eduardo se levantó de su asiento, con el semblante alterado, y dijo al abate:

-Está bien, vamos a tomar las medidas precisas que nos saquen de esta perplejidad.

El abate al obtener esta resolución del Inquisidor, se creyó triunfante.

Se interesaba en impedir ese matrimonio, y al conseguir que Eduardo se prestase a hacer un examen de la vida privada de Margarita, contaba con que había de resultar bajo un aspecto distinto de lo que Eduardo la creía.

El abate se acercó entonces más a Eduardo, y en voz baja le indicó un plan indagatorio que el Inquisidor aceptó.

-De ese modo tendremos un resultado claro -le dijo el abate concluyendo de indicarle algunas medidas.

-¿Entonces os parece oportuno que la entrevista sea dentro de dos días?

  —111→  

-Sí, mi amigo; el miércoles a las ocho de la noche.

-¿Estaréis conmigo?

-Cómo no, preparadme un traje propio para ser desconocido.

-Uno de los que usan los miembros del tribunal.

El abate salía de casa del Inquisidor y el padre y la madre de Salazar entraban enlutados, pidiendo audiencia por un momento.

Eduardo, sin saber quiénes eran, hizo entrar a estas dos personas a su salón de recibo.

La señora y el anciano al ver al Inquisidor, corrieron a echarse a sus pies derramando abundantes lágrimas.

Eduardo se quedó inmóvil al conocer a estas personas; las miró rápidamente y comprendió el objeto de la visita.

Eduardo las tomó de los brazos para levantarlas.

-¿Qué sucede? -les dijo-; levántense ustedes, díganme lo que significa esto.

Los ancianos ahogaban sus voces en sollozos.

-Venimos a pedir a nuestro hijo.

-Levántense, porque esa situación es incómoda para conversar.

Los ancianos se levantaron y fueron a sentarse en el sofá, enjugándose las lágrimas que derramaban.

-Ayer a las siete de la noche -dijo la señora-, mi único hijo Santiago ha sido llevado a la cárcel de la Inquisición. Hemos ido a preguntar por él y se nos ha contestado por el carcelero que nada sabe. Perdidas las esperanzas de saber de él, nos hemos venido donde Vuestra Señoría que debe tener noticias de nuestro hijo, ¿en dónde está? ¿qué delito ha cometido?

Eduardo tenía la barba pegada al pecho, pensando y oyendo lo que se le decía.

-¿En dónde está nuestro hijo, señor? -volvió a preguntarle la madre.

El Inquisidor levantó los ojos y aparentando ignorancia de lo que se le preguntaba:

  —112→  

-Nada sé, señora, de lo que me preguntáis. Estoy a oscuras de lo que me referís.

Eduardo seguía en este proceder las reglas de su ministerio, que consistían en hacer desaparecer las personas sin dar luz acerca de su suerte.

Así era que los que entraban a la cárcel, no volvían a aparecer las más veces ni en el sepulcro, ni en público.

Era una tumba abierta en el corazón de la sociedad.

Por eso, los padres de Salazar cargaban el luto desde la desaparición de su hijo.

Los padres al oír la contestación del Inquisidor, se quedaron abismados.

-¿Y quién sabrá entonces, señor -le dijeron-, el paradero de nuestro hijo?

-No podré satisfacer la curiosidad de ustedes -contestó Eduardo bajando la vista.

-¿Pero no es Vuestra Señoría el jefe del Santo Oficio?

-Es verdad que soy el jefe, pero el jefe no interviene en los procederes de los miembros del Tribunal.

Ellos pueden apresar sin mi orden, así es que no debe sorprenderles que yo ignore...

-Pero bien podríais, señor, averiguarlo para darnos un consuelo.

Haceos cargo que este hijo es un pedazo de nuestro corazón; que su desaparición nos causaría la muerte.

Indagad, señor, por lo que más queráis.

Eduardo lanzó un suspiro al oír estas palabras.

-Haré lo que pueda, señores -les contestó.

-¿Y quiénes son los otros miembros del Tribunal, para ir donde ellos a fin de saber algo de nuestro hijo?

-El juramento de la orden me prohíbe decirlo -respondió Eduardo.

  —113→  

-¡Qué desgracia! ¡qué desgracia! -exclamaron los ancianos.

No nos queda más esperanza que lo que el señor Inquisidor haga por nosotros.

-En quince días más, quizás sepa lo que me preguntáis -repuso Eduardo.

Los ancianos besaron las manos al Inquisidor, hicieron demostraciones de gratitud y se retiraron con la débil esperanza de saber algo en quince días.

Eduardo quedó solo y no pudo menos de enternecerse a vista de lo que acababa de pasar, y luego como despertando de un letargo:

-¡No! -dijo-, mi Dios me manda sacrificar.

Fuerza, Eduardo, fuerza para seguir adelante.

Pasó entonces a vestirse para ir a la sala del despacho.



  —114→  

ArribaAbajoCapítulo XI

El secreto de las confesiones


El abate González volvió al convento radiante de alegría. La confesión que Eduardo le había hecho, le daba la llave de la investigación que tenía que hacer para desbaratar el matrimonio con Margarita.

Las sospechas que había acerca de la conducta de la novia le era fácil confirmarlas. Tenía en su mano el secreto de las familias.

Las habitaciones del abate encerraban el archivo de los secretos de la Orden.

La primera pieza estaba adornada con suma sencillez. Al frente de la puerta de entrada había un escaño de madera blanca. En una de las esquinas tenía una mesa con tallados. Dos estantes altos encerraban la biblioteca. Ocho sillas de vaqueta con brazos llenaban los claros que quedaban entre el escaño, la mesa y los estantes.

Pasando a la segunda habitación, la cosa variaba. Allí se encontraba un verdadero archivo de viejos manuscritos. En el centro de la pieza había una espaciosa mesa, cargada de papeles y cuadernos. Los costados de las paredes estaban cubiertos por alacenas con puertas y un inmenso escaparate cerrado con gruesas llaves. Frente a una ventana alta estaba un escritorio calculado para escribir de pie.

  —115→  

Dos sillones de vaqueta completaban el amueblado de esta pieza. Dominado el abate con la idea que le preocupaba, entró a su morada, se despojó del manteo y del sombrero de teja, y enseguida pasó a la segunda habitación que acabamos de diseñar.

De uno de los cajones del escritorio sacó dos pesadas llaves y con ellas abrió el inmenso escaparate o armario.

Las puertas giraron sobre sus goznes y dejaron ver en el centro divisiones que separaban líos de pergaminos que tenían en el lomo marcas con letras diferentes.

El abate sacó uno de esos líos que tenía la marca Y. Lo puso sobre el escritorio y comenzó a registrarlo.

Ese libro era el índice de lo que aquel armario contenía.

Dio vuelta algunas fojas y se detuvo en la letra C.

Siguió con detención hasta encontrar la palabra confesiones. Esta palabra contenía la siguiente anotación:

«Confesiones: véase el folio letra S doble».

El abate cerró con prolijidad el índice, lo ató con un cordel y lo volvió a colocar en su puesto. Enseguida tomó una silla y se subió para alcanzar el folio letra SS.

Luego que lo tuvo en sus manos volvió al escritorio a examinarlo. Este folio estaba también dividido por orden alfabético, conteniendo en cada letra el nombre correspondiente a la familia que tenía un director espiritual en la Compañía.

-S -dijo el abate-, aquí debe estar el nombre de la familia de Salazar.

Veamos quién es el confesor de la casa.

Siguió recorriendo con la vista, hasta que encontró los siguientes apuntes.

«Salazar, la familia de este noble tomó confesor de la Compañía en 1730.

Hasta 1738 lo fue el hermano Juan Antonio Pereyra. Por muerte de este fue reemplazado por el hermano Diego Espinosa, quien hasta hoy ejerce ese cargo».

  —116→  

El abate tomó un pedazo de papel y copió la partida.

Luego dio vuelta a algunas fojas hasta encontrar la letra N. que señalaba el apellido de la familia de Margarita.

Leyó y encontró otra partida en los siguientes términos:

«N. de B., familia ilustre.

»Se confiesa con religiosos de la Compañía desde 1702.

»El hermano Pedro Asencio fue el primero.

»Los sucesores de esta familia han continuado con los de la orden; en 1740 fue reemplazado Andrés Ortega, por el hermano Ignacio Alvarado, quien hasta ahora continúa siendo el director de la familia».

El abate copió la segunda partida al pie de la anterior, y cerrando enseguida el folio, lo volvió a colocar en el hueco que había dejado al sacarlo.

Cerró la puerta del armario y enseguida se fue a la pieza de recibo.

Llamó a un novicio y le dijo:

-Al hermano, Espinosa que le necesito.

El novicio salió en el acto con los brazos cruzados y la vista baja.

El hermano Espinosa vino al instante a la celda del abate González.

-Necesito, hermano -le dijo este al padre Espinosa que estaba con el semblante agachado y las manos puestas en estado de orar-; necesito el libro que lleváis de las familias que se confiesan con vos.

-Con el permiso de su paternidad -contestó Espinosa haciendo un saludo con la cabeza-, voy a traerlo.

El hermano salió y en un corto rato estuvo de vuelta con el libro que se le pedía.

Lo presentó al abate, y este en el instante encontró en la letra S. el nombre de la familia Salazar.

-Podéis retiraros, hermano, pronto os devolveré el libro.

  —117→  

El abate quedó solo, se puso a leer lo que había anotado bajo aquel nombre.

Pasó por alto lo que decía respecto a los padres de la familia, y luego se detuvo en lo que correspondía al hijo.

«Confesión del día 12 de agosto». «Confesión del día 4 de Setiembre». El abate leía, y volvía a continuar desmenuzando cada apuntación relativa al día que se indicaba.

«Confesión del día 1.º de junio», leyó el abate y continuó enseguida instruyéndose.

«No puede desprenderse de algunos billetes relativos a relaciones ilícitas con M. de N., los conserva en la cómoda de su pieza».

-Esta apuntación está repetida -dijo el abate-, en cuatro confesiones seguidas.

«Ha sorprendido escenas escandalosas a la señorita M. y no puede privarse de ir a las oraciones a la casa de la antedicha».

-Este es un calavera -continuó el abate-, que no se ha arrepentido. Es reincidente pecador.

El abate tomó nota de esta lectura y copió con exactitud el lugar donde estaban los billetes.

-Está bien -dijo.

Cerró el libro y mandó llamar al hermano Alvarado.

Vino este y luego que volvió con el libro de las confesiones, lo despachó hasta segunda orden.

El abate dio principio de nuevo al examen de las confesiones de Margarita. Leyó con detención lo que a ella correspondía y quedó abismado al conocer lo que era esa mujer.

-¡Oh! -dijo-, ¡ese es un demonio! El matrimonio no se efectuará ya...

Tomó enseguida la pluma y escribió los siguientes apuntes:

«Tiene 18 años. El 15 de febrero de 1744... siete de la tarde... Pedro Urcullo... C... 4 de julio del mismo...».

-Basta con esto -dijo el abate-, cerrando el libro y poniendo arenilla a lo que había escrito.

  —118→  

Con estos datos el triunfo es seguro.

El abate quedó pensativo con el dedo puesto en la frente, y enseguida volvió a abrir el libro y a registrar las partidas relativas a los sirvientes de la casa:

«La negra Rafaela confiesa -leyó-, que las reincidencias de sus culpas son inevitables por el halago de lo que le paga la niña M. Que para el sábado entrante, tenía que acompañarla a las ocho de la noche».

El abate se sonrió y apuntó esta cita denunciada por la sirvienta.

Se instruyó de algunos otros pormenores de las confesiones de las criadas, y devolvió a los hermanos confesores aquellos dos libros que formaban la historia privada de las devotas.

El abate, luego que se hubo desocupado de este trabajo, salió a pasearse por los corredores y a tomar un poco de sol.

Allí empleó un cuarto de hora mirando y observando de reojo a los hermanos de la compañía.

Entre otras órdenes, comunicó a tres de sus inferiores, la siguiente:

«El señor Inquisidor Mayor entregará a ustedes tres talegos con onzas que guardaréis en el lugar de los depósitos secretos.

Mañana volverán a ir, y les volverá a entregar igual suma.

Cuidado conque el público les vea o malicie que traen ese dinero.

Confío en la discreción de ustedes; esas cantidades se necesitan para la Iglesia que está escasa de recursos».

El abate se retiró a su celda y se recostó a descansar.

Los demás hermanos continuaron en el orden habitual, poniendo el oído uno al otro y parlando en voz baja.

El silencio era extraordinario.

Vivían en aquel convento doscientas y tantas personas entre hermanos y sirvientes, y al juzgar por lo que el oído y la vista percibían, se podía haber creído que la vida no se conocía allí; porque el hombre pasaba como una sombra, sin ser sentido en su andar ni oído en el hablar.



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ArribaAbajoCapítulo XII

Tentativa frustrada


Cuando el hombre recibe un golpe inesperado, el espíritu se preocupa de tal modo, que llega a olvidar los negocios de la vida.

No piensa en los medios de desvanecer la impresión; el pensamiento se detiene en ella, la examina, la recorre; la ve por todas sus faces mortificantes, mas no se acuerda que es necesario vencer ese estado, crearse nuevos encantos, nuevas esperanzas, nuevas ilusiones que reemplacen a las ya perdidas.

Eduardo atravesaba una de esas situaciones. Días antes se creía un ser feliz, porque creía haber encontrado la compañera que su ser reclamaba para no atravesar la existencia cual si fuera un habitante del desierto; una mujer para que llevase al hogar los gérmenes de la virtud y con ellos la tranquilidad que engendra y mantiene el amor de dos seres que se ligan para vivir felices. Ahora se consideraba todo lo contrario, porque las revelaciones de Salazar le habían dejado en la incertidumbre, sin saber si la futura esposa era o no la mujer que idealizaba su imaginación. Ese cambio violento en sus sentimientos le había extraviado, enceguecido. Por eso, lejos de haber procedido como hombre de honor, había caído en el abuso de su autoridad, encerrando a Salazar en un calabozo.

  —120→  

Su espíritu era absorto por la duda. Cuánta crueldad meditaba para saciar la hiel que amargaba su pensamiento, le parecía un acto justo y permitido.

La inquietud le abatía, y fuera de sí, había olvidado hasta su propio ministerio.

Atormentado por esas ideas, luego que los padres de Salazar le dejaron, se marchó al tribunal.

Bajó del coche, y al entrar, dijo al portero:

-No hay audiencia para nadie.

Entró enseguida a la sala del despacho, y llamando con una campanilla de plata al carcelero, le dio orden que trajese a Salazar con los ojos vendados.

Esta costumbre se observaba con todos los que comparecían a la sala, a fin de que no conociesen el interior de la cárcel, la distribución de los calabozos, ni nada de lo que podía verse en el tránsito de la prisión a la sala del despacho.

El carcelero se presentó en pocos momentos más, conduciendo de la mano a Salazar.

-Dejadlo aquí -le ordenó Eduardo-, y cuida que persona alguna se acerque hasta que llame con la campanilla.

El carcelero cerró la puerta secreta con cuidado, dejando a Salazar, sin ver aun nada, frente al dosel del Inquisidor.

Luego que estuvieron solos, Eduardo se levantó de la silla y quitó la venda a Salazar.

El joven respiró al ver la luz.

El Inquisidor estaba cubierto con un dominó negro de pies a cabeza.

-Sentaos -le dijo al reo.

Salazar estaba pálido, no sabía lo que se le esperaba.

Obedeció y se sentó como a seis varas del dosel.

El Inquisidor se levantó entonces, y le interrogó tomando un crucifijo en las manos:

  —121→  

-«Juráis, señor Santiago de Salazar, no decir nada de cuanto vieseis u oyereis en esta santa casa».

Salazar se hincó delante del Cristo y con acento apagado y humilde contestó:

-Sí, juro.

-«Si así no lo hicieseis -repuso el inquisidor-, Dios os lo demande».

Levantaos, señor de Salazar.

El joven volvió a sentarse.

El Inquisidor se cubrió con el dosel y en cuatro minutos volvió a abrirlo, presentándose en traje de particular.

Salazar lo miró con terror y rabia.

Eduardo le saludó con suma seriedad.

-Señor de Salazar -le dijo-, me presento a vos tal cual me presenté en vuestra casa.

El asunto que me obliga nuevamente a veros, es ajeno de mi ministerio, y si he procedido hasta este momento como lo he hecho, vos tenéis la culpa.

-Veo, señor -repuso Salazar-, que estáis en el traje con que fuisteis a verme, con el que me dijisteis que procederíais como hombre sin abusar del poder.

Yo, creyéndoos, esperé que en vez de una orden de prisión, me habríais mandado una esquela de desafío; pero me encuentro preso, muerto de frío, y sumergido en un calabozo, que seguramente será el arma con que acostumbráis tomar satisfacción.

Eduardo se mordió los labios de cólera y mirando a Salazar con fuerza, dio un golpe en la mesa, poniéndose de pie.

-Me tenéis sumamente incómodo -le contestó-, sumamente. No habéis creído, bastante el calumniar a Margarita, faltarme a vuestra palabra, sitio que aun me provocáis ofendiéndome personalmente.

¡Cuidado con abusar más de mí!

El Inquisidor se sentó con la mirada amenazante, lanzando una   —122→   ojeada rápida sobre Salazar, que tenía el rostro encendido de furor.

-Yo no he faltado jamás a mi palabra, señor Inquisidor, jamás. No he faltado a la cita porque os escribí. Estoy en vuestro poder para que me martiricéis, pero no para que me deshonréis.

-¿Y qué esperabais, señor de Salazar, después de vuestro billete?

-O que os hubieseis resignado a silenciar la entrevista, o que nos hubiésemos batido.

-¿Batirnos? ¿y la duda? ¿cómo saber la verdad? ¿creíais que el honor de la mujer a quien amo quedaría a salvo y yo satisfecho sin la entrevista? Batirnos habría sido el paso que hubiese dado convencido que erais un calumniador; pero antes no.

-¿Con que antes no? -repuso Salazar, mirando a Eduardo con una sonrisa amarga- ¿antes no?

-No, señor, porque lo que yo quiero es convencerme de si Margarita es pura; calumniada por vos.

-¿Calumniada por mí? -dijo Salazar levantándose de la silla con impaciencia.

-Y si no lo es ¿por qué huís de la prueba?

Salazar se acordó de la palabra que había dado a Margarita, y palideciendo volvió a sentarse con desfallecimiento.

-Yo no digo que no la calumnio. Creed lo que queráis de ella.

Eduardo se irritó al comprender el nuevo misterio que arrojaban estas últimas palabras.

-¿Qué significa esa falta de claridad? ¿no me dijisteis que teníais pruebas que atestiguaban las faltas de Margarita?

-Lo dije.

-¿Y cómo decís ahora que la calumniáis y que no la calumniáis?

-No tengo que satisfacer a nadie; Margarita no pertenece a vos; si fuese vuestra esposa, lo comprendo.

Tanto derecho tengo para preguntaros como para responder. ¿Sois su padre, su tutor, su hermano?

  —123→  

-Nada de eso soy, pero va a ser mi esposa y esto es bastante.

-En el día no sois más que un amante, lo mismo que yo; nada más.

-¿Vos, señor, un amante lo mismo que yo?

¿Vos que la habéis acusado de corrompida, y yo que la he defendido y defiendo su inocencia? ¿Vos que la entregáis con vuestra lengua a la deshonra, y yo que quiero salvarla de esas acriminaciones? ¿Vos no sois, señor de Salazar, más que un difamador, no un amante?

Salazar rompía con los dientes un pañuelo que tenía en las manos, vencido con las confesiones que había hecho al Inquisidor la noche del sábado. No hallaba qué contestar a tal recriminación.

La posición de Salazar era falsa, y al procurar defenderse, incurría en la falta que Eduardo le achacaba de difamador. No podía sostener la discusión a que le arrastraba el Inquisidor. Procurando salir de ella, asumió el papel de hombre ofendido para buscar en un lance la solución a su posición equívoca. Por eso repuso con resolución.

-Difamador, me decís, señor Inquisidor, porque el poder os autoriza para abusar de mí. Dadme libertad y repetid esas palabras.

El hombre de honor no injuria al débil, lo coloca en un puesto que le permita defenderse; es cobardía el hablarme así, cuando se está como yo me encuentro.

Eduardo perdió la calma al oír esta provocación sangrienta, y sin reflexionar se lanzó con los puños enristrados sobre Salazar, el cual se puso en estado de defensa conteniendo al agresor y obligándole a que respondiese al reto.

-¿Qué os figuráis, señor de Salazar? ¿creéis que esas palabras las habéis arrojado al aire? tengo sangre que derramar, para haceros ver que no soy un cobarde.

Salazar al ponerse en actitud defensiva, metió una de sus manos al pecho.

Eduardo se detuvo al frente del joven. Hizo rechinar los dientes de cólera, y solo por temor de dar un escándalo detuvo su impulso.

  —124→  

-Traed armas -le contestó Salazar-, y veremos cuál es el que tiene más honor.

¿De dónde sacáis, orgullo? ¿quién sois?

Estas ofensas del reo eran más que suficientes para precipitar a Eduardo. Se abalanzó y le dio una trompada.

Salazar sacó del pecho un puñal y se abalanzó sobre Eduardo. Le tiró una puñalada al corazón y el brazo débil del joven fue contenido por el brazo robusto del Inquisidor. Lo tomó de la muñeca y lo desarmó.

-¡Asesino! -le gritó Eduardo.

Salazar quedó mustio.

-Sois un asesino -volvió a repetirle Eduardo.

Eduardo se retiró a su asiento mirando con aire risueño y significativo al joven, que no levantaba la cabeza del pecho.

Hubo un largo momento de silencio; la reflexión había sucedido a la exaltación de la cólera.

Eduardo tomó el puñal y lo colocó sobre la mesa.

Salazar estaba silencioso, con la vista gacha; apenas se atrevía a moverse del asiento.

Acababa de hacerse reo de homicidio, sin asesinar; un delito tal, le ponía en manos de Eduardo sin defensa.

Eduardo levantó la cabeza con una palidez mortal, miró al joven detenidamente, y con un tono tranquilo interrumpió aquel silencio.

-Bien podría en el acto haceros matar, pero no quiero vengarme por las injurias hechas a mi persona, el asunto que me trajo a veros no fue para reñir; olvidemos lo que acaba de pasar y contestadme a lo que deseo saber:

¿Es criminal Margarita?

El joven respiró al oír estas palabras de olvido y generosidad.

Levantó sus ojos y miró al Inquisidor que revelaba suma tristeza en el semblante.

-Dispensadme, señor -contestó Salazar-; mi situación respecto   —125→   de Margarita es excepcional. Nada puedo decir de ella, quizá sufro más que vos en estos momentos, pero nada puedo decir.

-¿Y a qué entonces me prometisteis?...

-Es verdad que os prometí, pero las circunstancias han variado.

-¿Cómo han de haber variado las circunstancias, cuando no hemos tenido la entrevista ni sabéis si Margarita os ha acusado?

-Margarita no me ha acusado, señor, estoy seguro de ello.

-¿Quién os lo ha dicho?

-Lo sé.

El Inquisidor se sorprendió al oír esa confesión del joven que revelaba un mundo de nuevas sospechas.

-Entonces ¿os habéis visto con Margarita?

Salazar se aturdió al verse descubierto, habiendo revelado un secreto sin previsión.

-No digo tal cosa, repuso el joven.

-¿Pues que me decís entonces? no os comprendo.

-Nada puedo decir, ya os lo he dicho, nada.

-¡Este es un misterio infernal! -exclamó Eduardo-; un misterio que me hace perder la razón en cavilaciones profundas.

Eduardo se levantó del asiento y comenzó a pasearse con los ojos fijos en el suelo. De repente se detuvo delante de Salazar y con aire melancólico dijo al joven:

-¿Que interés tenéis en hacerme sufrir? ¿no veis que la gran pasión que tengo por Margarita, el amor que por ella siento es el que me ha colocado en esta situación? ¿que sacaría con mataros en un duelo? ¿quedaría por eso menos inquieto?

Decidme la verdad de todo, y en el acto cesará vuestra prisión.

Dadme una prueba de que es culpable y os seré agradecido; decidme que la calumniáis y entonces nos romperemos los cascos. Vos sois joven, roláis en el mundo, podéis haceros de otro amor; pero yo no, porque odio a la sociedad, el único bien a que aspiro es el unirme a esa joven.

  —126→  

Sacadme de la duda.

Eduardo habló con tal unción y acompañó estas palabras en un acento tan triste, que Salazar pareció conmovido; casi se resolvió a decir la verdad.

-Yo podría renunciar a Margarita -contestó-, si ella renunciase a mí; pero antes es imposible que os satisfaga como lo deseáis.

Probadme, señor, que Margarita os ama y entonces será otro mi proceder; pero antes no, porque estoy resuelto a no faltar a mi palabra dada.

-¿Entonces no creís lo que os dije?

Margarita me ha dicho que os aborrece y que de nadie será sino mía.

-Lo propio me ha asegurado respecto de vos, y lo propio me ha jurado respecto al amor que dice tenerme.

-¿Entonces los dos no somos más que rivales?

-Por lo que veo, nada más.

-¿Y por qué la acusasteis de criminal amándola? ¿cómo podéis amarla injuriando su reputación?

-Porque creí que me traicionaba, y el despecho me hizo olvidar las consideraciones que era de mi deber guardarle.

-¿Me queréis decir que por despecho hablasteis lo que no era?

-En este momento no acuso ni vindico. Os he dicho que aun no es tiempo de saber esto

Eduardo se mordió los labios de cólera al verse detenido en su indagación.

-Nada comprendo -dijo Eduardo-, nada; solo saco una verdad en limpio, triste por cierto: de que habláis mal de la mujer cuando no os corresponde; de que el honor de ella os sirve de juguete cuando dudáis de su corazón; de que la mujer no es para vos una persona de respeto y de consideración, sino un juguete que ensalzáis cuando la creís vuestra, y la degradáis cuando otro os despoja de ese corazón.

  —127→  

No podéis amar con tales principios, con tal educación, porque os falta la idea de la pureza que idealiza, la concentración que eleva.

La mujer no es, señor, ese estropajo de la prostitución, ni el blanco de desahogos envenenados.

La mujer es un bálsamo derramado por la Providencia en este mundo de dolores: es la escala que nos conduce a la adoración de Dios.

¿La habéis concebido como yo, señor de Salazar? estoy seguro que no, porque entonces no habríais hablado así de Margarita.

Salazar estaba dominado por sentimientos distintos a los de Eduardo; amaba a Margarita, para el placer; estaba adormecido por los goces sensuales; no sentía el amor que nace del alma, viste las formas de algo que lo espiritualiza en la concepción de lo bello y lo diviniza a medida que la imaginación recibe los rayos abrasadores del sentimiento apasionado.

Salazar, más claro, tenía la idea que la juventud galante tiene de la mujer: la concebía un ser voluble, atendible en tanto cuanto podía servir para darle goces.

-Estáis equivocado, señor Eduardo -contestó este-, muy equivocado al creer que la mujer es cual vos la comprendéis.

Entre nosotros no es otra cosa que lo que es en los pueblos orientales.

Nacida para regenerar la humanidad por el amor, no sirve sino para anarquizarla y extraviarla. No tiene idea del deber ni de su misión.

Ese ángel que creéis lanzado para embalsamar la vida, apenas conserva una chispa de la divinidad.

Sois muy novicio, señor Eduardo, en el mundo; por eso tomáis tan a pecho el amor de Margarita.

Id al corazón de la sociedad, y entonces veréis lo que es la juventud: justiciera con la reputación de la mujer, revela sus faltas íntimas porque sabe que no tiene a consecuencia con ellas. Al que ama hoy lo burla mañana. ¿Para qué abrigar ilusiones por el vicio?

  —128→  

-Y si eso es así -le interrumpió Eduardo-, ¿quién tiene la culpa sino vosotros mismos que derramáis la seducción en cuanto corazón os presta oídos? Eso que me decís, disculpa a la mujer lejos de acriminarla.

-Nosotros no derramamos la seducción, estáis engañado -le observó Salazar.

Desde el seno de la maternidad, ella es educada para la vida material.

Las alas de la virginidad le han sido cortadas en los primeros pasos de la vida.

Desde que nace la mujer, no tiene otros ejemplos que los del escándalo. Se le acostumbra a amar el lujo, a fingir sentimientos, a dar preferencia al oro como elemento esencial de la existencia; y formada así, su conciencia se manifiesta en la sociedad tal cual la han formado.

Su espíritu nadie cuida de educarlo, por eso es esencialmente ignorante y frívolo. Sin darse cuenta del mundo, vivo en él esclavizada de las preocupaciones y de las estúpidas rivalidades que surgen con el roce social.

Para encontrar aceptación en la mujer, nosotros tenemos que acomodarnos a sus gustos, a su educación, a sus exigencias; y como ella es frívola, tenemos que tratarla con frivolidad, como ella es ansiosa de elogios, tenemos que enamorarla, y como ella es en fin, sensualista, material en sus aspiraciones, tenemos que emplear el lenguaje de la seducción porque es el que más le agrada, el que más la atrae, el que más la esclaviza.

Eduardo miraba con detención a Salazar; no quería creer lo que oía; se admiraba de la profanación que se hacía del respeto a la debilidad.

-Eso me explica, señor -le dijo Eduardo-, que la sociedad está mal encaminada; pero jamás que la mujer sea lo que creáis, una esclava de serrallo.

Ella no procura otra cosa que agradar al hombre. Su ambición es formar una familia. Inocente en sus albores, es presa del amor. El hombre la educa infundiéndole sus sentimientos, y ella se doblega   —129→   a las exigencias del que ama. ¿Por qué entonces no la dirigís al bien...? No la dirigís, porque vuestros deseos morirían, tendríais que ser lo que no habéis columbrado aun, hombres morales, hombres abnegados para salvar de la corrupción a la virtud. La corrupción no viene de la mujer, vosotros la lleváis al corazón de las madres y de las familias. Esta es la verdad. Reformaos primero, y la mujer también se reformará. Reformaos y sabréis lo que es el honor de la mujer, que es el vuestro, el de vuestros padres, el de la sociedad entera. Reformaos y entonces comprenderéis mi situación. Pero dejemos esta disertación y ocupémonos de lo que nos interesa más. ¿Qué resolvéis respecto de mi situación?

-Nada puedo resolver.

-¿Que pensáis hacer entonces de mi quietud?

-Ya lo he dicho. Necesito una prueba de que Margarita os ama.

-¿No creís en mi palabra?

-El mismo derecho tengo yo para que creáis en la mía.

Eduardo se puso a meditar.

-Esto no tiene remedio, será preciso hacer lo que el abate me aconsejó. Hágase la voluntad de Dios.

Luego se dirigió a Salazar y le dijo:

-Supuesto que nada confesáis, es menester continuéis preso.

-¿Y hasta cuándo? -repuso Salazar impresionado de tristeza.

-Hasta algunos días más.

-Pero colocadme en un lugar mejor al calabozo en que me encuentro, en un lugar en el que pueda ver luz, tener cama, alimentos.

-Está bien.

Eduardo volvió a tomar el dominó negro, ató los ojos a Salazar y tocó enseguida la campanilla.

El carcelero compareció por la puerta secreta, y sin proferir una palabra esperó la orden del Inquisidor.

-Colocad a ese hombre en la pieza de los convertidos.

  —130→  

El carcelero condujo a Salazar a una pieza aseada, con una alta ventana que le daba luz y allí le quitó la venda.

-Se me trata con consideración -dijo Salazar, al ver su nuevo alojamiento.



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ArribaAbajoCapítulo XIII

Dos amantes que se reconocen


Eduardo había procurado en la entrevista a que asistimos en el capítulo anterior, evitar la comparecencia de Margarita al Tribunal, pero la conducta de Salazar había hecho fracasar su intento.

El abate triunfaba en sus planes.

Para que tuviese lugar la comparecencia de Margarita, faltaban algunos días, y en este intervalo tenían lugar acontecimientos de alguna importancia, tanto en la casa de Magdalena cuanto en el Tribunal de la Inquisición.

Nos detendremos en ellos según el orden en que se desarrollan.

El salón de recibo de Magdalena reunía por las noches a algunos individuos que gozaban con el trato de Rodolfo y del de su bella esposa. La juventud, aun cuando no tuviese esperanzas de obtener de Magdalena favores especiales, asistía alternativamente allí, porque era de buen tono la amistad de un noble europeo y de la mujer que descollaba por la hermosura.

El salón estaba adornado con sencillez, pero con esa elegancia que revela el buen gusto de la dueña de casa.

Magdalena regularmente estaba rodeada de visitas que formaban, su círculo, y Rodolfo se entretenía en otro círculo que gustaba de él.

  —132→  

Los jóvenes por lo regular iban allí por corto rato, a causa de la necesidad que tenían de darse tiempo para visitar a las personas que amaban.

Magdalena se sentaba en el centro de un sofá color verde, y los tertulios colocaban sus asientos alrededor de Magdalena.

La sociedad criticaba este sistema de vida, acusándola de demasiado libre, al sentarse cerca de los hombres; pero ella había despreciado la crítica por creerla infundada y nacida de la ignorancia.

Al siguiente día de la función de toros, que hemos referido, es decir, el lunes por la noche, Magdalena estaba como de costumbre, llenando los deberes de etiqueta con las personas que frecuentaban su casa.

El público no ofrecía variedad en sus actos: la vida uniforme y escasa de acontecimientos, ponía en apuros a los visitantes por el poco material que encontraban para sostener una conversación.

Cuando la juventud no es ilustrada, sus conversaciones no pasan de disertaciones vacías y frívolas.

Se acercan al lado de una persona y luego que le espetan ese raudal de voces que son el catecismo de la galantería, el individuo se encuentra detenido sin saber qué decir.

En tales casos acontece, o que la conversación rueda sobre murmuraciones algún extraño, y entonces la fecundidad del ingenio es inagotable, o pasa a la narración de noticias en que la imaginación es reemplazada por la memoria.

Los que se ocupan de amar y se encuentran correspondidos, tienen la superioridad sobre los demás hombres, de ser incansables, para parlar noches de noches con la persona que se despoja de la hipocresía y se reviste de franqueza.

Aun cuando los asuntos de que se ocupen no pasen de reconvenciones y cuentos, o de celos y quejas, ellos se creen felices; porque el tiempo no lo sienten y la ocupación que de él hacen, les es satisfactoria.

Así era que la juventud que frecuentaba la casa de Margarita se encontraba muchas veces reducida a oír lo que hablaban los dueños de la casa y a hablar poco.

  —133→  

Un acontecimiento cualquiera era un punto disputado para narrarlo de preferencia.

Los jóvenes llegaban, y a merced que entraban su primer cuidado era preguntar si sabían tal o cual acontecimiento que acababa de pasar.

El primero lograba producir el efecto de la novedad, pero los posteriores no hacían más que producir el efecto odioso de una repetición.

Las cabezas vacías descubrían en un cuarto de hora todo el caudal de que estaban provistas.

Por lo que hemos dicho, la cuestión del día anterior era un precioso asunto que irremediablemente debía ser el grande asunto a tratarse en los salones la noche del lunes.

Magdalena había asistido a los toros por primera vez en Lima, porque aquella era también la primera función de temporada que se había dado desde la llegada de la fragata San Fermín.

Estaba rodeada, como dijimos, de algunas personas que acababan de entrar.

Vestida con un traje celeste, la serenidad de su mirar infundía a la par de amor, respeto.

Afable con todos, su fisonomía graciosa y sentimental, revestía esa sonrisa que revela el agrado de una buena educación.

La dignidad natural de Magdalena impedía los avances de la juventud galante.

-¿Ayer se habrán divertido ustedes bastante? -les interrogó Magdalena a los tertulios.

Los jóvenes se movieron a un tiempo en sus asientos, y como tocados por un agente eléctrico, contestaron casi a una voz

-Sí, señora.

El joven Álvaro de Pinela, algún tanto más despierto que los otros, retornó la pregunta sin dar tiempo a sus amigos a que hablasen.

-Tuvimos el placer de divisar a usted en una de las galerías; ¿le   —134→   agradó a usted la función? aunque tal vez habrá visto otras mejores en Europa.

-En mi país no se conocen estas funciones, señor; pero en Madrid las vi una vez.

Nunca las he podido presenciar por completo.

-La falta de costumbre, señora -observó el señor de Aliaga-, tal vez le prive de gozar en la lucha de una fiera con la destreza del hombre.

-Puede ser que eso sea -repuso Magdalena-; pero lo cierto es que en esas luchas se derrama sangre.

El espectáculo de la muerte nunca puede presenciarse con agrado; quizá la falta de costumbre...

-Nosotros -agregó Pineda-, no perdemos un solo movimiento de los que acontecen en el combate.

Allí se ve la habilidad del toreador que burla la furia del animal; el arrojo del que se le presenta y lo mata dando la estocada con firmeza.

Hay mil lances, señora, que necesitan explicación al paso que suceden, para gozar de ellos.

Rodolfo se acercaba en estos momentos al círculo de la conversación, y al oír las palabras de Pineda, tomó parte en la discusión con un tono tranquilo y agradable:

-Desde muy joven he visto toros en mi país; pero nunca he podido soportar esa costumbre, porque dígase lo que quiera, aquel es un espectáculo de sangre y ferocidad, que hace contraer malos hábitos.

-Estamos encontrados en opiniones -le repuso Pineda-, pues lejos de hacer contraer malos hábitos, educa al hombre a ser fuerte y valiente.

-Ese es un error, señor Pineda -contestó Rodolfo-, que me dispensaréis lo demuestre por ser general aquí y en mi propia patria.

Las luchas -continuó después de una ligera pausa- que tenían lugar en la edad media, los torneos, sin embargo de que allí se manifestaba el valor de los caballeros y la destreza en el manejo de   —135→   la lanza y del caballo, fueron condenados por la civilización, atendiendo a los odios y ferocidad que despertaban entre los hombres.

Y a la verdad ¿qué beneficio resultaba de que uno derribase a otro? ¿qué causa o principio triunfaba? ¿qué bien reportaba el vencedor o el público? ninguno.

Se rompían lanzas en los encuentros, y al abrir las celadas se encontraban cadáveres. El público aplaudía; ¿pero qué? la mayor fuerza o destreza del vencedor.

En los tiempos antiguos había luchas de fieras con hombres, y el público asistía a ver desgarrar las entrañas de los que caían bajo las dentadas del tigre o los colmillos de la pantera.

Los romanos se extasiaban en esos combates que en el Coliseo se veían. Tito inauguró esos espectáculos haciendo perecer a veinte mil prisioneros en una temporada de luchas.

Las víctimas desaparecían en las bocas de las fieras; el pueblo se divertía en aquellos espectáculos ¿pero qué sacaban de tales juegos? la habitud de presenciar el triunfo del tigre sobre el hombre, el triunfo de la ferocidad sobre el sentimiento humano. Esa escuela presentaba, sin embargo, la abnegación del combatiente; había virilidad a pesar de ser un cuadro de barbarie; pero en los toros ¿qué encontráis, señores? nada más que una parodia ridícula de aquellos tiempos; un abuso de la sagacidad del hombre que asesina al animal engañándolo.

El pueblo se habitúa a ver correr la sangre del bruto indefenso que se postra ante la estocada del diestro toreador.

Eso no puede ser aceptable, porque marca la degeneración de los pueblos. Mientras Roma fue virtuosa, no se conocieron los espectáculos de sangre. A medida que fue corrompiéndose, entregándose al despotismo de los emperadores, los teatros no presentaban atractivo. Los ejercicios ecuestres, los juegos viriles que fortalecían el cuerpo y vigorizaban la raza, fueron sustituidos por los goces enervantes; y cuando el espíritu se agotaba en ellos, inventó los espectáculos sangrientos para producir impresión en la degradación. Comenzaron por los combates de gladiadores en los que los hombres se ultimaban en lucha a presencia de un pueblo que aplaudía al vencedor y victoreaba al que sucumbía y sabía caer en   —136→   actitud artística. Después esto fue insuficiente. Se inventó la lucha a muerte de las fieras con los hombres, para gozarse en el descuartizamiento de los infelices entregados al suplicio, que divertía a los romanos degenerados.

-Pero no hay duda, señor -observó a Rodolfo Pineda-, que esa sangre fortifica y aumenta el valor.

-No lo creo, señor, porque el valor no nace de una educación sangrienta.

El valor le encontraréis en el hombre culto, más bien que en el habituado a ver sangre.

El honor y el valor marchan por lo regular unidos.

Pineda se encontró algo embarazado, y a fin de no darse por vencido, continuó repitiendo, bajo diferentes formas, sus argumentos.

Los demás permanecían atentos a la discusión.

En esto se presentó el señor Inquisidor Mayor acompañado del prepósito González.

El Inquisidor, vestido de gala, se adelantó con el abate a tomar asiento en el círculo de tertulios.

La conversación fue interrumpida.

Los jóvenes aprovecharon la ocasión para comenzar a despedirse, y en un cuarto de hora más el salón se encontró con Magdalena, Rodolfo, el abate, Eduardo y el presidente de la Real Audiencia, que se hallaba entre los visitantes.

-Contrariando las reglas de mi orden -dijo el abate-; he venido por cumplir con ustedes acompañando al señor Eduardo.

Se refería a la visita que había ofrecido días antes.

-Agradecemos su fineza -le contestó Magdalena haciendo una cortesía-. Gracias a esta circunstancia, es que tenemos la honra de ver a usted en casa.

El Inquisidor dio las gracias con la cabeza, sonriéndose con delicadeza.

-Extrañábamos -dijo Rodolfo-, que el señor Inquisidor Mayor hubiese abandonado nuestra amistad.

  —137→  

Creo que hará dos meses que se sirvió usted visitarnos.

-Permanezco retirado de la sociedad -le contestó Eduardo-, y no debe extrañarle a usted mi falta de cortesía al no haber frecuentado una sociedad de tan amables personas.

Magdalena que miraba a Eduardo con esa simpatía que involuntariamente producen ciertas fisonomías al verlas por la primera vez, fijó más su atención al escuchar la voz de Eduardo.

Era también la primera vez que la oía desde su llegada, porque en la visita de salutación, Rodolfo le había recibido y ocupádole el tiempo en conversar individualmente.

-Agradecemos sus finezas, repuso Magdalena.

Hubo un momento de silencio, el silencio que precede siempre a la introducción de una conversación después de los cumplidos vagos de la etiqueta.

-Hablábamos ahora poco con los señores que acaban de salir -interrumpió Rodolfo-, sobre las costumbres que gozan con los espectáculos sangrientos.

Eduardo levantó la cabeza creyendo que iba a hacerse alusión al cargo que desempeñaba.

Rodolfo comprendió aquel movimiento y añadió con prontitud:

-Nos referíamos a la función de toros.

Eduardo volvió a su estado normal de concentración.

-Seguramente -observó el abate-, la juventud opinaría aprobando esa costumbre.

-Se ve que usted conoce a su pueblo, contestó Magdalena.

-¡Y qué diría esta sociedad si viese una de esas corridas de Madrid! -exclamó el abate.

-Se extasiaría, se enloquecería -respondió Eduardo con entusiasmo.

Allí se sabe matar al animal sin martirizarlo.

Magdalena sentía que por grados crecía su distinción por Eduardo.

  —138→  

Le pareció que en sus ojos había divisado la expresión de ojos que no le eran desconocidos.

Eduardo, por su parte, respondía en su interior a las mismas impresiones que Magdalena sentía, y como despertando en sus recuerdos, volvió a mirarla con fijeza.

La vista de los dos se encontró y cada uno la bajó involuntariamente.

El abate observaba todo esto, y al notar aquella impresión que atravesó por el semblante de Magdalena y del de Eduardo, comprendió que era tiempo de procurarles la ocasión para que se explicasen.

Con esta idea se paró del asiento y arrastró a Rodolfo y al presidente de la Real Audiencia hacia la pieza inmediata con el pretexto de fumar un cigarro.

Eduardo se encontró a solas con Magdalena.

Un sudor frío corrió por su frente.

Magdalena, dominada por la incertidumbre, creyéndose presa de un sueño, se mantuvo serena y como quien procura desechar una idea grata a la vez que dolorosa.

Hubo un momento de silencio producido por el recuerdo del uno y la duda del otro.

-El señor abate -interrumpió Magdalena con timidez-, nos dijo días pasados que usted era español.

Eduardo al sentir la voz de Magdalena, a solas, volvió a estremecerse.

-Sí, señora, soy montañés.

-Su fisonomía lo dice bien; si no hubiese perecido don Víctor Martínez, o ignorase el nombre de usted, lo creería hermano de aquel amigo.

-¿Me parezco al señor Martínez, señora? -interrogó Eduardo con una expresión de dolor tal, que impregnó a Magdalena de ese mismo espíritu.

-Sí, señor, mucho.

  —139→  

Eduardo se detuvo algún tanto; comprendió quién era aquella mujer.

Ella solo podía haber dado con su nombre.

-Y permítame, señora, el decirle, que al ver a usted he creído ver también a un ángel que hasta hoy llevo grabado en mi corazón.

-No es extraño que usted recuerde en mí a alguna persona de su país. Las mujeres ofrecemos con frecuencia semejanzas.

-Es que no es semejanza solo la que encuentro. Es algo más. Creo no equivocarme al decir a usted que la he visto en Nápoles, la he conocido allí.

Magdalena fijó sus ojos en Eduardo con una profundidad tal, que parecía querer arrancarle del alma el secreto de sus recuerdos. La vista del uno reflejó en la del otro la convicción que Magdalena buscaba. Sin proferir una palabra, el corazón les recordó un pasado de amores.

-¿Es usted Magdalena -exclamó Eduardo-, la mujer que Dios me había deparado?

-¡Y usted Víctor!... -repuso Magdalena, extendiendo la mano para estrechar la del amante de sus primeros años.

Eduardo estrechó aquella mano con efusión, llegando a imprimirle un beso ardiente y apasionado.

Magdalena reflexionó en aquel momento, y retirando su mano se limitó a observarle con la dignidad de una mujer que se respeta:

-Recordad que soy esposa.

Eduardo obedeció, conteniendo la efusión de su alma, que en aquel momento sentía revivir la primera pasión de su vida. Pasado un corto intervalo de silencio, Magdalena lo interrumpió diciendo:

-Me habían dicho que habíais muerto. Por eso he tardado en reconoceros y por eso la sorpresa que he experimentado al salir de mi engaño.

-¿Es debido seguramente -le interrogó Eduardo-, a esa creencia que os casasteis con Rodolfo?

-Indudablemente -contestó Magdalena.

  —140→  

Me dijeron que aquel artista, a quien había prometido mi mano, había perecido en una navegación a Inglaterra.

Vuestra desaparición fue tan repentina y la causa que la motivó tan grave, que desde aquel entonces tuve que resignarme a borrar de mi corazón las huellas del amor que os tenía.

Mis padres lograron prosperar, y Rodolfo que me conoció, me pidió para esposa.

Al principio me resistí por el recuerdo que conservaba de Víctor; pero Rodolfo consiguió ganar mi corazón y exenta de otras afecciones, le amé y fui suya.

Rodolfo vino a reemplazaros. Le pertenezco de corazón, y aun cuando os he vuelto a encontrar, espero que no volveréis a recordar un pasado muerto. Os considero un buen y leal amigo de mi marido.

Eduardo escuchaba sin salir aun del aturdimiento en que se encontraba su espíritu; no podía convencerse que aquella mujer era la persona que en su primera edad había amado tanto.

La miraba y la oía, pero sin acertar o comprender el abismo que le separaba de Magdalena.

-¿Y quién pudo, amiga, informaros que yo había muerto? -le interrogó.

-La voz pública, Eduardo.

-¡Tenéis razón! -exclamó- ¡tenéis razón! Esa voz fue esparcida de intento por mis protectores, al mandarme a América.

-¿Y cómo vinisteis a estos mundos? -le preguntó Magdalena-, ¿cómo es que estáis en tan alto puesto? Estoy llena de curiosidad, porque no sé si es un sueño lo que por mí pasa o una realidad lo que veo.

Eduardo suspiró.

-Nada es extraño en este mundo -le contestó-, nada.

El artista Víctor Martínez le encontráis ahora llamándose Eduardo Ramírez y ennoblecido con el título de Inquisidor Mayor.

Aquel artista que vivía trabajando con tenacidad en su taller, lo veis ahora de gran señor, con escudo de armas y poderoso.

  —141→  

Aquel débil hombre que nada podía, que pasaba desapercibido en medio de esa gran población de Nápoles, le encontráis ahora figurando por su posición y poder.

¿No es verdad que esto parece un verdadero sueño?

-¡Es asombroso! -repuso Magdalena- ¡asombroso! ¿Y por qué tal transformación? Espero que una amiga como yo, pueda merecer vuestra confianza.

-Sin duda alguna, Magdalena. Sea cual se sea vuestra posición, siempre mereceréis mi confianza.

Vos sabéis quién soy, nada importa que sepáis lo demás.

Eduardo iba a comenzar la narración de lo que le había sucedido, cuando se dejaron sentir las voces de las tres personas que habían pasado a fumar a la sala inmediata y que volvían al salón de recibo. Esta circunstancia obligó a Eduardo a decir a Magdalena:

-Ahora es imposible... otro día os lo diré todo.

Que nadie sepa una palabra.

El abate al acercarse conoció en el semblante de los amantes de otra época que se habían reconocido.

Rodolfo notó alguna alteración en Magdalena, pero no le causó extrañeza.

-¿Usted se habrá distraído -preguntó el abate a Magdalena-, recordando sus países con el señor Eduardo?

-Sí, señor, le he oído con agrado.

El señor Eduardo había viajado por Nápoles, y he tenido sumo gusto en encontrarle, tanto más que era un amigo de mis padres.

-Cuánto gusto tengo -agregó Rodolfo-, en tener por acá un amigo de los padres de Magdalena.

-Para mí ha sido lo mismo, señores -repuso Eduardo con desembarazo.

-Tenía usted razón, señora, en querer saber quién era el señor Inquisidor Mayor -le observó el abate, con ese modo delicado que envuelve un recuerdo galante y malicioso.

Magdalena se ruborizó, porque creyó que el abate aludía a sus   —142→   pasadas relaciones, que aun cuando eran la expresión de un amor sano y laudable, no por eso dejaba de ser su recuerdo molesto y nada propio a la situación en que ella se encontraba.

-Era natural mi curiosidad, señor abate -repuso Magdalena.

-Sin duda alguna -agregó Rodolfo.

Se conversó un momento más, hasta que las campanas de la Catedral tocaron las nueve.

El abate se levantó, y Eduardo le siguió, despidiéndose.

-Esperamos que usted tendrá la bondad de frecuentar nuestra casa -le dijo Rodolfo a Eduardo, al darle la mano de despedida.

-Sí, señor, tendré sumo placer en ello.

El presidente de los vocales, fue el último que dejó la casa.

-¿Con que hemos encontrado un amigo de tus padres? -preguntó Rodolfo a Magdalena.

-Sí, Rodolfo.

Pronto te hablaré de él, porque es un hombre muy bueno.

Magdalena se levantó del sofá, y se retiró con Rodolfo a la pieza de dormir.

La luz le incomodaba a Magdalena porque temía que el esposo se apercibiera de su emoción al hablar de Eduardo.

-El Inquisidor Mayor, querido Rodolfo -le dijo ella-, era un artista ahora tres años. Tenía su taller cerca de casa, nos visitaba muy a menudo.

Mis padres le apreciaban porque era moderado, trabajador y honrado.

Desde aquella fecha desapareció de Nápoles, y según decían todos, había muerto. Él no quiere que se sepa esto, quizás le avergonzaría por la posición en que se encuentra.

-¿Pero debe hallarse muy contento por el cambio que ha hecho?

-Así parece.

Él me iba a contar cómo ha sucedido este cambio de posición que no acierto a explicarme, pero temía el hacerlo a presencia de ustedes.

  —143→  

En otra ocasión ha quedado de satisfacerme la curiosidad.

-Tendremos el gusto de oírle.

-No sé si lo haga en presencia tuya, porque le sentí ruborizado al creer que ustedes podían haberle oído. Si él lo permite, te avisaré cuando venga.

-Bien, hija mía. Hazle ver que tengo simpatías por él, y que no se oculte de mí desde que mereces su confianza. Eduardo me parece un hombre formal y de juicio; desearía tenerle por amigo.

Magdalena aceptó la manifestación de Rodolfo, con ese agrado que hace envidiable la vida del matrimonio.

Se amaban, tenía el uno confianza en el otro. La sospecha de una deslealtad no asomaba a la imaginación de los esposos. ¿Por qué no ser verdaderos en la expresión de sus impresiones?

La visita del Inquisidor no dejaba en el espíritu del marido sino sentimientos benévolos hacia su persona. En el de la esposa quedaba algo de incierto que no definía su pensamiento, que le hacía desear la presencia del que acababa de salir, sea por la curiosidad de conocer la vida de un hombre a quien amó, sea porque ese amor no había dejado enfriar aun sus recuerdos gratos.

Para el abate y Eduardo, otras habían sido las impresiones recibidas.



  —144→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Conspiración contra la felicidad conyugal


El abate había comprendido el efecto producido por la entrevista de Eduardo con Magdalena, y a fin de cerciorarse hasta qué grado había llegado ese efecto, acompañó al Inquisidor a su casa, luego que salieron de la de Rodolfo.

No quiso distraerle en la travesía del pensamiento que absorbía su atención; se reservaba para el momento en que estuviese en el hogar, para abrir allí el fuego de sus baterías investigadoras.

-¿Qué tal os ha parecido Magdalena? -le preguntó.

-No creía haber tenido tan feliz encuentro.

La conocía ya, y ahora que la encuentro casada y siempre hermosa, he sufrido y he gozado.

-¿Sufrido? ¿por qué?

-Porque en ese matrimonio feliz veo mi felicidad perdida.

-Es una locura pensar en personas que tienen estado.

-Es que Magdalena -repuso Eduardo-, debió ser mi esposa y la perdí...

-Tened alma grande, buen amigo.

En el estado en que vive, la podéis adorar sin traspasar los límites del deber, y un amor así os conservará lejos de las tentaciones mundanas.

  —145→  

Muchas veces la Providencia sino permite columbrar la felicidad, para que sus criaturas aspiren a la felicidad eterna y se abnieguen por esa aspiración a su servicio.

Eduardo al oír que podía adorarla bajo un aspecto, cobró ánimo y respiró con expansión.

-Pero cómo adorarla, buen abate, cuando ella ama y adora a su esposo y sería un imposible que me correspondiese espiritualmente, porque para conservar una afección tal, es necesario convenir en que se precisa alguna correspondencia.

-¿Os creeríais feliz y renunciaríais a la idea del matrimonio, si ella llegase a corresponderos?

Eduardo se detuvo al contestar; pensó en Margarita.

-Quizás renunciaría a todo, y renunciaría sin disputa, si tuviese la convicción de que la mujer en quien me he fijado no fuese digna.

-He ahí vuestro mal -le dijo el abate con prontitud.

Queréis contrariar la voluntad divina casándoos, para olvidar una pasión ideal y austera como la que podría sustentaros Magdalena, dejándoos apto para llenar vuestra misión.

-No, mi amigo, no; es para olvidar una pasión como la que me ha arrastrado hacia la esposa de Eduardo, es para equilibrar algún tanto mi situación respecto a la de Magdalena.

La adoro, es verdad. He sentido despertar, renacer el fuego de mi juventud; pero también he visto y concebido la necesidad de casarme con Margarita.

Ella sabrá hacerme borrar una pasión insensata hoy.

-No hay que lanzarse, Eduardo, a los extremos -le replicó el abate con calma-; es preciso no cegarse con la mujer que creéis digna de reemplazar a Magdalena en vuestro corazón.

No os aconsejo por eso, que vayáis a amarla fuera de los límites necesarios, no, porque es preciso respetar el honor; lo que quiero es que renunciéis al matrimonio y penséis en curar los ardores de la juventud, amando con santidad a un ser puro.

  —146→  

-Pero ¿qué hacer para ello? Yo no puedo abandonar a Margarita antes de conocer su culpabilidad o su inocencia.

-Y si es culpable ¿la dejaréis?

-Sí, lo juro.

-Y entonces ¿qué haréis?

-Me retiraré a la soledad.

Seguiré mi destino sin alzar la vista.

El abate, por las contracciones de la fisonomía de Eduardo, comprendió que el hombre era de pasiones fuertes, y que era menester distraerle abriéndole una nueva esperanza a su espíritu.

-Sois bastante digno, Eduardo, no podía esperar otra cosa de vos, pero yo os quiero y he pensado en prepararos un bienestar que supla los vacíos de vuestro corazón.

-¿En qué habéis pensado?

-En hacer que Magdalena os quiera como a un buen amigo, en quien ella haga reposar esa imaginación, sus dulzuras, sus caricias honestas.

-¿Habéis pensado en eso? -le dijo Eduardo con una expresión de alegría natural.

-Sí, amigo, lo había pensado ya; y según espero, creo que Magdalena repartirá con vos la felicidad que da a Rodolfo.

-¡Sois muy bueno! -exclamó Eduardo-; descubridme todo vuestro pensamiento, contádmelo que me será de sumo consuelo, me dará fuerzas para prepararme a recibir el desengaño de mis ilusiones.

-Como vos sabéis, he procurado hacerme interesante al señor Rodolfo, y para ello no he querido contradecirle en nada que pudiese molestarle.

Al contrario, me le he presentado como un hombre en quien se puede depositar la confianza de las ideas y de los secretos.

Él parece contento con verme en su casa.

Aprovechándome de la franqueza que le he inspirado, por consejos   —147→   que le di en días pasados, sobre la costumbre que había de que cada casa tuviese un director espiritual, me ha hecho el confesor de su esposa.

Siendo yo el director especial de Magdalena, vos concebiréis que no la he de dejar perderse.

-¿Y que saco yo, mi buen abate, con eso?

-Decidme antes, ¿queréis amar a Magdalena como a una amiga simplemente?

-Nada más.

-Pues bien, entonces apoyado en la confesión que me acabáis de hacer, que salva mi responsabilidad, yo tengo facilidad de disponerla de modo que no sea tan exclusiva con su marido.

Un amor tan egoísta, podría dañar el alma de Magdalena.

Eduardo se sorprendió al oír tal doctrina y asaltado por escrúpulos de la conciencia le observó:

-Creo que tal vez vais, amigo, a cargar con una falta por hacerme bien, porque al distraer a Magdalena de ese grande amor que tiene por Rodolfo...

-¿Creís vos que la voy a hacer infringir sus deberes de esposa? -le interrumpió el abate-; no, Eduardo, nuestros hermanos, sabios e iluminados por Dios al escribir sus obras nos enseñan, que es menester combatir la idolatría en el matrimonio, y la razón es clara; porque en tal caso se olvida, se desvirtúa ese amor especial que debe tenerse a Dios.

-Perdonad entonces mi ignorancia. ¿Y de qué modo pensáis disponerla hacia mí?

-Eduardo, me parecéis destinado para salvar el alma de esa joven, porque vais a servir de instrumento a la Providencia para contrariar esa felicidad de que hoy goza, olvidando el cielo.

Eduardo miró con gusto y asombro al abate que parecía pedir luces o estar iluminado por la expresión que revestían sus ojos.

-Ella es retirada de las diversiones, no piensa más que en su marido.

  —148→  

Está libre de las tentaciones mundanas -agregó Eduardo con viveza e interés.

-He conocido eso -repuso el abate-, lo he conocido, pero nada es imposible al que persevera.

Haced lo que os voy a decir y al fin alcanzaréis el dominio, pero jamás la posesión de esa hermosa mujer.

-¿Me creéis capaz de tener miras siniestras?

-No, jamás, de persona como vos.

-Pues continuad, querido abate.

-Escúchame entonces.

Procurad que Rodolfo os considere como sois, santo e ilustrado: ocultadle vuestras creencias por algún tiempo, porque podrían disgustarle, y así conseguiréis su confianza y sus simpatías.

Luego que hayáis captádoos su voluntad, haceos interesante a la mujer, distrayéndola su espíritu con pinturas entusiastas de su patria.

Habladle del Vesubio que toda napolitana recuerda con gusto de los paisajes tapizados de flores de sus dorados campos; de su cielo cubierto de luces matizadas que reflejan el ideal de un paraíso terrestre; habladle de los recuerdos de la infancia, de las conversaciones con sus padres y con ella. Entonces ella os principiará a buscar, porque tendrá agrado en conversar con vos.

Luego que la veáis inclinada a vuestros gustos, haced que concurra a las tertulias; allí ella creará las necesidades de las otras mujeres, la necesidad de distraerse.

Con la confianza que adquiráis y la frecuencia con que la veréis, ella os irá abriendo su corazón; y a medida que le vayáis siendo interesante, ella sin darse cuenta, principiará a amaros.

Entonces Magdalena será lo que vos queráis que sea; pero cuidado, amigo, cuidado con traspasar ese límite.

-¿Y el apoyo que me prestaréis vos?

-Os lo he dicho: creo inducirla a no idolatrar a Rodolfo.

-Gracias, amigo, gracias -le dijo Eduardo, columbrando en su pensamiento un porvenir risueño.

  —149→  

-Ya es algo tarde -observó el abate-; me retiro al convento.

El abate iba a salir, cuando el Inquisidor le retuvo. Se le vino al pensamiento el comunicar una buena noticia al abate, correspondiendo así a los servicios que iba a prestarte y a los consejos que acababa de darle.

-Aguardaos, querido abate.

Se me olvidaba anunciaros que en algunos días más se sentencia al hereje Moyen.

-¿Cómo así?

-Las proposiciones de que se le acusa están justificadas, y no dudo que tendremos un auto de fe.

-¿Cuándo se le sentencia?

-El Tribunal se reunirá el viernes de esta semana.

-Está bien. Ese mismo día, a primera hora, podremos resolver también el asunto de Margarita.

El abate estrechó afectuosamente la mano de Eduardo y se retiró.

Eduardo quedó triste al oír las últimas palabras del abate:

«A primera hora podremos resolver el asunto de Margarita».

-¿Qué resultará el viernes de Margarita? ¡no sabía lo que era experimentar una situación como la que atravieso! -exclamó Eduardo.

No sabía lo que puede una pasión que es asaltada por la duda, ni conocía los sinsabores que ella causa.

Eduardo se dejó caer en una silla con abandono de sus fuerzas.

Estuvo meditando un momento, vagando en la indecisión; luego se levantó con entereza, diciendo:

-No hay remedio; haré lo que el abate quiera.

Y pronunciando estas palabras se retiró a buscar un descanso en el sueño, a su naturaleza trabajada por tanta variedad de impresiones.



  —150→  

ArribaAbajoCapítulo XV

Primera conferencia para la conversión de un hereje


El juicio que Eduardo anunciaba al abate, era digno de llamar la atención.

Para tener un conocimiento exacto de él, es necesario exponer algunos antecedentes.

Por algún tiempo, la educación supersticiosa que nos dieron los españoles, había establecido como verdad matemática: que el extranjero, es decir, el que no era americano, español o descendiente de ellos, no creía en Dios, o por lo menos era hereje.

Esa educación que tenía por objeto aislar las colonias del contacto con el mundo civilizado e impedir la inmigración de hombres que no fuesen ciegos instrumentos de los reyes católicos, había producido los resultados que se deseaban.

El pueblo no necesitaba de más para clasificar de hereje a un individuo, que el saber que era inglés, alemán o francés.

Las familias le miraban con prevención, el público le odiaba; y por lo regular ninguna acogida encontraban aquellos desgraciados, cuyo crimen era no haber nacido en tierras del Rey de España.

Este espíritu que ha dominado en las sociedades de América, y del cual se conservan algunos resabios en las poblaciones un tanto apartadas del roce europeo, daba mayor importancia al juicio   —151→   que se seguía al francés Moyen. Se le había acusado de haber vertido proposiciones irreligiosas y de haber desviado la inclinación de Enriqueta a hacerse monja. El Tribunal había dejado a un lado el último cargo y concretado la acusación a los siguientes puntos:

l.º Que Moyen no profesaba culto conocido.

2.º Que acusaba de inmoral e irreligiosa la esclavatura de los negros; y

3.º Que la única regla de conducta que tenía, era el juicio que su razón le daba.

Moyen no había negado estas proposiciones; porque realmente las había sostenido y las sostenía como fruto de sus convicciones.

Hombre de carácter y de luces, permanecía tenaz en ellas.

El martirio le había quebrantado la calma habitual que tenía, mas no hécholo renegar de sus ideas.

El tribunal del Santo Oficio, que había quemado a varios individuos por el solo hecho de no haberse confesado en Semana Santa, en porciúncula o jubileos, se hallaba resuelto a sepultar con Moyen la acusación que se le hacía.

Se procuraba convencerle y convenirle al cielo por medio de la muerte.

Los juicios del Tribunal, aunque secretos en la generalidad, solían ser públicos cuando la causa era simpática a las creencias religiosas del país.

Cuando tal cosa sucedía, el reo era notificado, a fin de que dispusiese su defensa o se arrepintiese con tiempo.

Para conseguir este último objeto, se buscaban teólogos eruditos, los sacerdotes más afamados por su saber y santidad, a fin de que entrasen al calabozo del reo y procurasen convertirle.

Cuando uno de estos no conseguía la conversión del hereje, entraba otro sacerdote a reemplazarle, y lo hacía con grande interés y estímulo, confiado en que arrebataría la gloria a su predecesor.

Así era que esos ministros se preparaban con estudios especiales   —152→   para entrar en la discusión; hacían penitencias, mandas, invocaban el auxilio divino.

Según esta costumbre, Moyen, que debía ser juzgado el viernes próximo de la semana a que aludimos, había sido advertido de que se preparase para la defensa.

Una vez que fue notificado Moyen, quedó entregado al silencio de su prisión, esperando que le proporcionasen los útiles necesarios para preparar sus apuntes de defensa.

Era el miércoles ya, cuando los cerrojos del calabozo sonaron y el calabozo se abrió.

El carcelero se presentó enseguida, sin hablar una palabra, e introdujo en el calabozo dos sillas de baqueta y una mesa pequeña; luego trajo un candelero con una larga vela encendida.

-¿Qué significa esto? -le preguntó Moyen que permanecía tendido en un rincón del calabozo con una cadena atada al pie.

El carcelero se tapó los oídos con las manos y salió precipitadamente sin responder palabra.

Algunos minutos después se presentó un fraile dominico, hombre de edad. Moyen se sentó como pudo al ver aquel personaje.

-Alabado sea Dios -dijo el fraile saludando a Moyen.

-Alabado sea -contestó este.

-Vengo encargado de un alto deber, del deber de convertir al pecador que desgraciadamente ha cerrado sus ojos a la luz de nuestra santa religión católica.

Moyen comprendió al momento que aquel era encargado de arrancarle una retractación.

-Aquí estoy dispuesto a recibir la luz con tal que venga de la razón -contestó Moyen-, pero no para recibir la luz que viene del tormento.

-Mi misión es de paz, repuso el fraile, no vengo a otra cosa que a convenceros con la verdad y la inspiración que el cielo me dé.

Vengo a discutir, no a castigar, porque esto no me corresponde.

¿Estáis dispuesto a discutir conmigo? Tenéis toda la libertad   —153→   necesaria para demostrarme vuestras creencias; yo os oiré y os refutaré con el auxilio del Espíritu Santo, a fin de dar un triunfo a la religión y salvaros de la hoguera a que seriáis condenado si persistieseis.

-Mi buen padre -dijo Moyen-; con sumo gusto entraré al terreno que me convidáis.

Desde que estoy preso he pedido que se me oiga y ahora es la primera vez que lo consigo.

Yo tengo opiniones y no caprichos.

¿Hay cosa más sencilla ni más noble que el encontrar la verdad por medio de la discusión?

-Tenéis razón, la verdad, en ciertos casos, debe buscarse en la discusión, no en todos.

Pero vamos a discurrir, no perdamos nuestro tiempo.

Entremos a dilucidar las proposiciones que sostenéis.

El padre sacó de su bolsillo un papel en que estaban escritas las proposiciones que ya conocemos y leyendo la primera le dijo:

-Se os acusa de que no profesáis culto conocido.

El padre se levantó de su asiento y como deseando agradar a Moyen trató de procurarle alguna comodidad. Le acercó una de las sillas que habían traído.

-Aquí estaréis más cómodo -le dijo.

-Agradezco vuestra atención, la cadena me impide sentarme en alto.

Moyen cruzó las piernas con algún trabajo y apoyó sus espaldas en la pared.

-Aquí estoy, bien -repitió mostrando suma conformidad.

-Tened paciencia entonces -repuso el padre.

-Vamos adelante.

-¿Sois realmente deísta o ateo?

-Profeso la religión de mis padres.

¿Cuál es esa religión?

  —154→  

-La religión de Cristo, el cristianismo.

-Entonces sois católico, apostólico, romano, porque ese es el carácter distintivo del cristianismo.

-No, mi padre. Soy cristiano y no soy católico.

-Pues ¿qué es el cristianismo, sino el catolicismo?

Esta cuestión es de puras palabras y nada más.

Si sois cristiano, debéis ser católico, esto no admite duda.

-Así lo comprende la generalidad de los pueblos católicos, pero no es así.

El cristianismo es la religión promulgada por el Salvador de la humanidad; y el catolicismo no es más que la religión inventada por los hombres para reemplazar a aquella.

Permitid explicarme.

-Hablad cuanto queráis -le dijo el fraile-, que estoy seguro, por lo que os oigo, de que estáis en error.

Hablad y luego os contestaré.

-Bien, mi padre; me alegro y me consuelo al saber que puedo discutir con una persona tolerante.

El cristianismo, como lo sabéis, fue promulgado por Jesucristo cuando el mundo había perdido el sentimiento moral; cuando los emperadores eran dioses; cuando el género humano nadaba en ese mar de vicios y de despotismos que lo llevaban a sumergirse en el caos.

Jesucristo apareció en medio de ese caos. ¿Cuál su misión? Los hechos han contestado con la regeneración del linaje humano.

A la adoración de dioses forjados para el fomento de los vicios, sustituyó un solo Dios, el Dios único que sirve de centro a toda verdad.

A la barbarie de los despotismos que se cebaban en el exterminio del débil, proclamó la caridad que nace del sentimiento pacificador, que extingue el odio de los hombres entre sí, del amor.

  —155→  

A la tiranía de los privilegios, a la usurpación de los derechos, Jesucristo sustituyó la igualdad, y con ella descorrió el velo al mundo que yacía aplastado por los errores, que desde siglos atrás venían sancionando como justa la esclavitud del hombre, convirtiendo en cosa a la humanidad.

He ahí mi padre, el origen de la religión cristiana; amor, igualdad, dignidad.

En los primeros siglos, el cristianismo no tuvo otras manifestaciones. El cristianismo reconoció un Dios único y puso el pie sobre los ídolos del paganismo.

Salvó a la humanidad proclamando la libertad, reconociendo los derechos del hombre.

El cristianismo no asumió caracteres diversos, fue uno y uno su culto.

Los paganos arrojaron los leños que adoraban y vivieron en la conversión practicando el amor al género humano.

A la barbarie de los sacrificios, sustituyó la paz y la caridad.

El mundo se salvó porque el hombre se reconoció igual.

Las pasiones quedaron acalladas, los poderosos depusieron su absolutismo, el débil fue respetado.

La libertad alumbró para las conciencias y para el orden político.

Mientras la voz del cristianismo imperó en todos los pueblos iluminados por su doctrina, las aspiraciones personales durmieron, tuvieron rubor de ostentarse.

El tiempo anduvo, y el genio del mal despertó poco a poco.

La igualdad chocó a los amigos de los privilegios.

El mundo pagano había dejado algunas huellas en los corazones de los pueblos; y de aquí resultó que los mismos que se habían adherido al cristianismo, comenzaron a trabajar por conciliar sus inclinaciones, sus antiguos hábitos con el cristianismo que los destruía.

De una amalgama tal, salió el catolicismo.

  —156→  

No se tuvo el valor de conservar el nombre primitivo a la religión del Salvador, y en vez de cristiana se le llamó católica.

El catolicismo innovó en el cristianismo.

A la igualdad sustituyó el reconocimiento de jerarquías de distinciones y privilegios, y sancionó como de origen divino la soberanía de los reyes.

A la adoración de un solo Dios, creó un calendario de santos que reemplazaron a los dioses paganos.

A la doctrina de amor y de caridad, opuso la doctrina de la violencia y de la censura.

Ved lo que es la Inquisición.

A la libertad de conciencias, a la libertad política, estableció para subrogarle la abdicación de la razón, y apoyó el despotismo de los monarcas.

Decidme, ahora, buen sacerdote, ¿es lo mismo el catolicismo que el cristianismo? ¿es idéntica la religión de mansedumbre y de amor, a la religión de odios y de venganzas?

¡Oh! ¡no! ¡no!

La una derrama la vida y abre las puertas a la inmortalidad, la otra derrama la muerte en cada paso, en cada palabra, y muestra al hombre por eternidad un infinito de tormentos, un infierno de espanto.

Por último, Jesucristo resurreccionó al mundo, los católicos le encaminan al estado de barbarie en que lo encontró el Salvador.

Moyen miraba con fuego al padre que le escuchaba con el semblante cabizbajo.

-¿No es verdad, padre mío, continuó, que tengo razón para ser cristiano y no católico?

El padre levantó sus ojos con calma y mirando a Moyen con compasión le dijo:

-¿Habéis concluido de exponer vuestra doctrina?

-Sí, mi padre, aunque muy en compendio.

  —157→  

-¡Ah! ¡cuánta lástima me causáis! -exclamó el fraile-, ¡cuánta lástima!

El demonio solo ha podido imbuiros semejantes doctrinas.

Vos no conocéis el catolicismo, le habéis confundido, por eso le calumniáis.

Voy a deciros por qué.

El padre se detuvo, y levantando los ojos al cielo con las rodillas puestas en tierra, invocó la inspiración divina para desengañar al reo.

Los ojos se le encendieron de fuego: su cuerpo tomó animación, arrojó la capa sobre la silla y luego poniéndose de pie, prorrumpió con voz de trueno en la siguiente peroración:

-Dios habló, silencio mortales.

Las sagradas escrituras son el testamento de la revelación.

El hombre siempre debe creer y obedecer.

¿Quién eres tú, mortal, para encararte con el Omnipotente?

Ta ley es humillante ante la voz de trueno que hirió de espanto a los hebreos en medio del desierto.

Lee ese testamento y allí veras las bases sagradas de la religión católica.

El hombre pecó; todos los hombres pecaron y todos nacen y nacerán condenados a las llamas eternas, a no ser que la gracia del hijo intervenga para redimirnos.

De la condenación eterna a que fue condenada la especie humana por el pecado del primer hombre, nació la necesidad de la redención.

El pecado contra Dios, solo Dios puede salvarlo.

El crimen infinito solo puede ser absuelto por la inmolación de lo infinito, y es por esto que Dios vino en la persona de su hijo para ser inmolado por los pecados de todos.

Es, pues, la gracia de Dios la que nos salva.

La gracia es el fundamento de la religión.

  —158→  

Dios salva al que quiere, Dios inspira la gracia de salvarse al que quiere. La gracia es pues la salvación.

La gracia solo se obtiene con la fe.

Creer es, pues, lo primero, lo fundamental, lo necesario.

El hombre puede salvarse con la fe sola.

La gracia es privilegio de Dios; es la que instituyó la iglesia, es la que inspiró a los privilegiados de Dios para promulgar su palabra. Esta palabra que sale de los privilegiados de Dios, es la revelación, es lo que se debe creer, aunque parezca absurdo, porque la razón del hombre es hija del espíritu tentador que nos hizo caer en el pecado.

Siendo la razón individual el espíritu del mal, el origen del pecado; el primer deber para salvarse es acallarla, dominarla, obedecer ciegamente a la palabra de los privilegiados por la gracia.

Por eso no hay crimen mayor que pensar libremente.

Los privilegiados son la iglesia, forman la autoridad eclesiástica y civil porque «todo poder viene de Dios».

El sacerdote católico es, pues, el revelador, el interpretador de la gracia, y su poder es sin límites, porque es el representante de Dios que tiene el poder de representar a Dios todos los días en el santo sacrificio de la misa.

¿Y habrá hombres que se atrevan a pensar en despojar la iglesia y a sus miembros de la majestad divina que revisten, proclamándose pensadores, hombres libres e iguales con los privilegiados del Señor? Esa es una blasfemia sin igual, para cuyo castigo son pocas las llamas de nuestras hogueras y los tormentos de la inquisición.

Moyen permanecía con los brazos cruzados oyendo al padre que lanzaba sobre él el anatema de sus creencias.

Se veía a la par de injuriado sin refutación a la doctrina que había sentado.

-Pero permitidme, buen padre le observó aprovechándose de un corto silencio que había seguido a la peroración del fraile, permitidme el observaros que de este modo nada concluiremos.

  —159→  

Me habéis expuesto vuestras creencias, pero no habéis contestado a las opiniones que os manifesté.

Vuestras palabras me confirman más en mi opinión, porque en ellas encuentro dobles razones para combatiros.

Contestadme antes ¿de dónde vienen los poderes que ejerce el catolicismo? ¿son acaso provenientes del Evangelio?

El padre se reconoció sorprendido al oír el llamado que se le hacía a la discusión, y volviendo a recobrar la calma que había perdido con el entusiasmo que se apoderó de su espíritu, al dejarse guiar por la inspiración de sus creencias ofendidas, se sentó asumiendo un aire de profunda meditación.

-Voy allá -dijo el padre-, os refutaré en el campo a que me provocáis.

No había creído necesario entrar en la cuestión, creía suficiente que escuchaseis la voz del Espíritu Santo que hablaba por mi boca.

Pero os contestaré.

El padre sacó el pañuelo del pecho y se secó el sudor que aparecía por su frente.

Enseguida, se acomodó en la silla y continuó:

-La iglesia fue instituida por Jesucristo.

La cabeza de ella es la de su fundador. Jesucristo cuando subió a los cielos, les confió a estos todo su poder, el poder absoluto de hacer y deshacer las cosas.

-Permitidme, le interrogó Moyen; y hoy ¿quiénes componen la Iglesia?

-Los fieles que forman la congregación cristiana.

-Muy bien, continuad, padre.

-Ese poder que confirió a la iglesia fue absoluto, como decía, según lo comprueba el Evangelio XVIII de San Mateo, en aquellas palabras:

«Todo lo que ataréis o desataréis en la tierra, será atado o desatado en el cielo».



  —160→  

La iglesia fue edificada, o más claro, la iglesia creada por Dios, fue encargada a San Pedro, primer pontífice que tuvimos.

Al hacerle esta confianza y al decirle que lo que atare o desatare sería aprobado por él, es evidente que le confirió poderes omnímodos para gobernarnos.

Los demás pontífices no han sido más que sucesores de Pedro, y al sucederlo, lo han hecho con las mismas facultades que aquel recibió de Jesucristo.

Ya veis cómo los poderes que desconocéis nacen de un origen divino.

Vos me decís, que el catolicismo es invención de los hombres y no la misma religión cristiana: error en que estáis, porque el catolicismo es propiamente el cristianismo; no es una palabra inventada para destruir la otra, ella significa solo universabilidad del cristianismo, que el cristianismo es la religión universal.

Es un atributo que expresa su extensión, su grandeza.

Pero agregáis, que la una es religión de castigo y la otra de mansedumbre, la una de amor y la otra de venganzas; yo os contesto a esto: que ese es un abuso que hacéis de vuestra razón, al dudar de lo que ciegamente debéis creer.

Si la Iglesia ha establecido jerarquías, instituciones apremiantes; si ha empleado el rigor, es porque el mundo necesita de ello; y al hacer tales amplificaciones de los evangelios, no se les ha variado en nada; porque el Espíritu Santo ha inspirado a los santos y sabios doctores para hacer lo que han hecho.

Ya veis, pues, como nuestra religión es la de Cristo, religión que calumniáis porque no la comprendéis: ya veis como las venganzas que creéis practicadas no son sino actos justos, nacidos de los poderes que tiene la iglesia.

-Está bien, mi padre -repuso Moyen con calma-, está bien; pero creo que la doctrina que me habéis expuesto tiene un solo fundamento y ese fundamento es falso.

-¿Cuál es el fundamento falso?

-De que Dios ha dado poderes omnímodos a los pontífices.

  —161→  

-¿Por qué decís eso? ¿no creéis entonces en el texto que os he citado?

-Creo en él, pero no lo hago elástico para sacar de allí poderes que no existen, como lo creéis.

-Explicaos.

-La iglesia es, como habéis dicho, la reunión de los cristianos, de los que profesan el evangelio.

Su cabeza es Jesucristo.

Luego, cada ser es un sacerdote, un delegado del delegado del fundador.

Os autorizo, dijo a San Pedro, para que hagáis y deshagáis; y esta facultad confiada no fue a un solo hombre, fue a todos, a la humanidad cristiana.

¿Creéis que ese poder fue una amortización acaso absoluta?

-Absoluta, señor -interrumpió el padre-, absoluta según las palabras citadas.

Por eso es que es infalible el papa.

-Tiene por límite la justicia, mi padre; así es que aquellas palabras significan: que lo que el hombre atare, es decir, juzgase en verdad en la tierra, será juzgado y aprobado en el cielo, porque la justicia es una en ambos mundos.

Por eso es que toda injusticia hecha a nombre de un poder usurpado, jamás puede llevar el sello de cristiana.

Os equivocáis, repuso el padre acalorándose, os equivocáis en todo.

Vos, ni nadie, tiene el derecho de juzgar si es justo o no un acto de la autoridad infalible.

En esto no puede obrar la razón, porque ese es un punto dogmático; la fe sola, la fe es la que nos hace comprender y creer sin dar lugar a dudas, porque la fe es la luz.

La fe, la piedra fundamental de la religión.

-Si me negáis el derecho de raciocinar, diciéndome que debo   —162→   comprender lo que mi razón ni persona alguna comprende, creo que es inútil seguir adelante.

Siempre que la razón ataca un abuso, vosotros para defenderlo lo combatís anteponiendo la fe.

La fe es una virtud grandiosa del alma, que se mantiene, y produce los más espléndidos resultados, cuando se apoya en las convicciones formadas por la razón; pero jamás cuando va en contra de esta; porque es antinatural unir la luz con la oscuridad, la verdad comprendida con la negación de ella.

-¿Entonces, vos, pretendéis que la fe es perjudicial cuando se cree lo que no se ve?

Pues si tal es vuestra doctrina, tenéis que renunciar a las revelaciones que forman nuestras creencias; tenéis que destruir el poder de la Iglesia y por consecuencia soterrar el monumento de diez y siete siglos, levantado por los mártires del cristianismo y el poder de los Papas; tenéis que desconocer la soberanía del pontificado y a la par derrumbar el edificio social que se levanta y conserva por la institución de la gracia y reconocimiento de la fe; tenéis, en fin, que cerrar las puertas a la salvación y conversión del linaje humano, para enseguida lanzarlo a las tinieblas eternas, a ese mar de fuego y de tormentos que arde desde el infinito de los siglos para escarmiento de los pecadores.

Vos queréis el triunfo del demonio sobre la cruz.

-No, mi padre, no; es todo lo contrario lo que quiero.

¿Y cómo negáis entonces que debe acatarse la fe proclamada por la iglesia?

-Porque la iglesia representada hoy por el privilegio, ha abusado del evangelio, instituyendo la fe para cimentar lo irracional.

-¿Representada por el privilegio, decís? pero añadid que es por el privilegio dado por su fundador.

-Jesucristo no ha dado tal privilegio a un hombre, ni a una congregación.

Él dio su poder a la iglesia, es decir, a todos los cristianos que la forman.

  —163→  

Así es que el gobierno de la iglesia, instalado sin delegación de nuestro derecho, ha ido más allá de lo que la justicia permite.

-La iglesia es la reunión de los creyentes, pero os equivocáis al creer que ellos tengan derechos, son puramente obligaciones las que les han sido concedidas, para obedecer ciegamente a los que ejercen el ministerio del sacerdocio.

No sois, ni podéis ser más que unos súbditos, vasallos sumisos.

Para ello recordad las palabras del apóstol San Pablo cuando dijo:

«Todo poder viene de Dios, todos deben someterse a las potestades superiores, porque están establecidas por Dios, y que el que las resiste, resiste al mismo Dios, y se acarrea su condenación eterna».



Recordad que San Pedro nos enseña: «que obedezcamos a nuestros superiores; tanto al Rey como a los comandantes y otros enviados que se hallan investidos de autoridad».

Así, no vayáis a creer que el poder de los pontífices nace de los derechos que les deis vosotros; sino del que les viene del mismo Dios.

El padre se quedó ufano al haber refutado a Moyen con autoridades y textos respetables.

Moyen silenció un instante y el padre creyó triunfar.

-¿Estáis convencido? -le preguntó.

-Al contrario, mi padre, porque estoy horrorizado de las doctrinas que me exponéis.

-Pues qué ¿despreciáis absolutamente las palabras de los santos?

-Las que me acabáis de exponer me entristecen.

-¿Por qué?

-La autoridad, la soberanía que ejerce el Papa, es una usurpación; porque Dios hizo a todos los hombres iguales, a todos ministros de su culto.

Si consideramos la iglesia como un gobierno, es necesario que los que lo obedecen hayan constituido ese gobierno.

  —164→  

El poder viene de Dios, decís, pero ese poder es concedido a todos con igualdad, es el derecho.

Decir absolutamente: que todo poder viene de Dios, es calumniar al Creador, porque el poder de los tiranos, de los déspotas, encontraría su justificación en tan terribles palabras. A las autoridades que me citáis, yo os responderé con la citación de otra que creo más racional, con la de Rousseau, el cual hacía esta observación: «puesto que todo poder viene de Dios, el poder de un bandido que me pone un puñal al pecho ¿también viene de él?».

-¡Blasfemáis! -exclamó el padre.

La Iglesia no os autoriza para indagar el fondo de las verdades reconocidas por el mundo católico.

Todo poder viene de Dios, esta es la verdad indiscutible.

Si tenéis fe, debéis creer, y sino callaros, porque el demonio sería el que os inspirase para rebelaros contra el Dios unigénito.

La iglesia, como os lo he dicho, es infalible, y si os manda creer, debéis creer; porque estáis obligado a ello.

«Y a creer tan íntimamente y tan de corazón, que ya no se puede dudar, disputar ni dificultar lo que ella ha juzgado y definido.

»Si habla el ingenio más sublime y el más limitado, debe igualmente rendirse, y ni uno ni otro puede examinar lo resuelto.

»Si alguno negare a la iglesia esta sumisión, pudiera justamente tratarle de rebelde, separarle de su comunión y maldecirle, y esto es lo que ha hecho con tantos herejes indóciles».

Moyen se quedó callado reflexionando, y luego habló:

-Es inútil seguir adelante, vos me combatís con lo que yo no creo y niego. Es inútil.

-¡Inútil! decís bien; ¡inútil!... no teméis al infierno, ni a las hogueras que han de consumir vuestro cuerpo.

Cerráis los ojos a la fe y por eso persistís. Sin fe, seréis siempre un hijo esclavo del error.

Con la fe os salvaréis, porque reconoceréis a Dios en todas partes,   —165→   sin cometer el atentado de indagarle lo que ha reservado para manifestarlo en los últimos días del juicio final.

¡Hombre desgraciado! desterrad el demonio de vuestro cuerpo.

Moyen oía con calma y conformidad.

El padre quedó atónito esperando la conversión del reo.

Pasaron algunos minutos, y al fin lo interrogó el fraile:

-¿Qué resolvéis?...

-¿Qué queréis que resuelva?

-Que estáis pronto a retractaros de vuestros errores.

-Cada vez creo más que no lo son. Vos me habéis combatido con autoridades y con la fe, yo con la razón solamente; y en un combate tal, es imposible llegar a un resultado. Antes de todo debíamos tratar, a que debemos atenernos: si a la razón o a la fe.

-Esa es otra cuestión, otro punto de los que se os acusa y que estoy pronto a discutir a su turno.

-Me parece mejor que reservemos la resolución de este primer punto para cuando tratemos del tercero.

-¡Gracias, Dios mío! -exclamó el padre-, tengo la esperanza de convertir esta alma.

El padre un tanto fatigado por lo mucho que había hablado, se levantó del asiento y dijo a Moyen:

-Mañana trataremos del segundo punto de que se os acusa, y si nos queda tiempo hablaremos del más importante.

-Bien, mi padre. Os espero con sumo gusto.

El padre salió entonces del calabozo y el carcelero cerró la puerta, dejando a Moyen en el lugar expiatorio.

El padre era aguardado en la puerta del Tribunal por otros misioneros de la fe; y tan pronto como le vieron, salieron a recibirlo preguntándole:

-¿Se convierte?

-Así lo espero -contestó el fraile, y se dirigió a su convento con el paso y la calma del que está creído que es sabio y santo, sin serlo.