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ArribaAbajoCapítulo XXXI

El auto de fe


Eran las diez y tres cuartos de la mañana del día 4 de setiembre, cuando los hermanos de la compañía de Jesús, las comunidades religiosas y la hermandad de la caridad, se presentaron a las puertas de la cárcel de la Inquisición para acompañar en procesión al reo Moyen. A esa hora, el verdugo vestido de punzó, junto con dos agentes de la Inquisición, se presentó en la capilla, llevando uno de ellos el traje ofrecido poco antes.

-Aquí tenéis, la mortaja -le dijo el verdugo-. Vestíos con ella.

Moyen la tomó en sus manos, y con la serenidad acostumbrada, la desdobló y se la puso. Era una especie de túnica blanca.

-Creo que está al cuerpo -dijo el reo acomodándosela.

Nadie le respondió; sin embargo, volvió a dirigirles la palabra.

-¿Muy poco debe faltar para mi salida?

-Ya es hora -contestó el verdugo-; marchad.

Moyen, al oír la orden, sintió correr por su sangre un frío glacial. La naturaleza hablaba. Se hincó de rodillas delante de un   —315→   crucifijo. Después de un corto recogimiento levantó sus ojos, y con una unción conmovedora, dijo a media voz:

-¡No me desamparéis, Dios mío, en esta última prueba que doy por la verdad!

Moyen se puso de pie enseguida, y tranquilizado completamente, dirigió la palabra a los circunstantes:

-Estoy pronto a marchar.

El verdugo se adelantó entonces, y sacando de sus vestidos una mordaza, la puso en la boca del reo. Luego le juntó las manos y se las aseguró con esposas. Enseguida le sacó los grillos, dejándole las piernas libres para andar.

-Marchemos ahora.

Moyen, con el aire de resignación y grandeza que le distinguía, emprendió pausadamente la marcha. Al llegar a la puerta la capilla le hicieron pararse. Los dos inquisidores que habían entrado a la capilla, se colocaron a la espalda del reo. Al lado de Moyen se pusieron seis jesuitas y al frente el verdugo; así era que el reo marchaba en un círculo. De esta cabeza de acompañamiento, se guían los hermanos de la compañía, y sucesivamente las demás comunidades religiosas que hemos indicado, formando calle. Los hermanos de la caridad abrían la marcha.

Cada uno de estos cuerpos llevaba una vela encendida en la mano. De trecho en trecho iban algunos directores que llevaban una campanilla para ordenar la marcha del cortejo fúnebre. Tras de los inquisidores, un piquete de caballería cerraba la marcha, llevando un gran lienzo en que se veían pintadas las armas de la Inquisición.

Una vez que el acompañamiento estuvo ordenado, emprendió la marcha con toda solemnidad, entonando un cántico de alabanzas a Dios, y del cual se conservan algunos trozos que nos atrevemos a consignar.



   «Alabado sea por siempre
alabado seáis, Dios mío,
alabado y ensalzado
por los siglos de los siglos.
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   »Alabado seáis, señor,
alabado padre mío,
por los ángeles y arcángeles
por los siglos infinitos.

   »Alábete al despertar,
alábete aun dormido,
alábete en mi trabajo
y en mi reposo tranquilo.

   »Alábete por los prados
a la margen de los ríos,
en la espesura del bosque
tañendo mi caramiño.

   »Alábete en el augusto
sacrosanto sacrificio,
alábete al recibirte
en el pobre pecho mío».

   »Alábete cuando sales
como padre amante y fino,
a visitar al enfermo
y aliviar al desvalido.

   »Alábote yo, Señor,
siempre te alabé rendido.
Siempre dándote gracias
por todos tus beneficios.

   »Siempre amándote, Señor,
lo que en mi pecho esté escrito.
Sea siempre lo que cante
sea siempre lo que digo.

»Sea por fin medicina
en mi tormento y martirio,
mi última despedida
y en mi postrimer suspiro».



Mientras las comunidades cantaban estas alabanzas, los jesuitas que rodeaban al reo le exhortaban al arrepentimiento. El reo oía y marchaba con paso firme, paseando su vista por las veredas, puertas y balcones ocupados por una crecida concurrencia. La comitiva tomó por la calle que conduce a la plaza principal, para de allí   —317→   volver por la calle de Judíos a consumar el auto de fe en la plaza de la Inquisición, construida en forma de parrilla.

La curiosa multitud estrechaba las filas; las campanas de la Catedral; de la capilla de la Inquisición y de dos o tres iglesias más, tocaban agonía. Era aquel un cuadro de terror y de conmoción. El público sufría, pero sus creencias dominaban el sentimiento de humanidad que se les revelaba, y acababa por justificar la muerte del hereje.

El canto paró un momento y los auxiliares de Moyen dejaron oír palabras de consuelo y de fervor.

-Vais a morir, hermano -le decían-, arrepentíos para que Dios os perdone.

Moyen, como no podía responder, por la mordaza puesta para impedir que el público le oyese, no hacía más que contestar con un signo negativo a las exhortaciones de los sacerdotes.

El acompañamiento siguió andando, y al dar vuelta la plaza, varió de cántico; haciendo resonar sus voces con los salmos de David. El reo no demostraba variación; seguía en posesión de sí mismo. El séquito a poco andar penetró en la calle de Judíos. Moyen divisó la casa de Enriqueta, y con la vista fija en el balcón siguió ahogando el sufrimiento de su alma.

Al bullicio de las comunidades, Enriqueta sin saber lo que pasaba, acudió al balcón movida por la curiosidad; abrió las celosías, y sin fijarse en la cabeza del acompañamiento, se pone a contemplar aquel espectáculo. La marcha pausada de la comitiva puso al alcance de su conocimiento al reo. Enriqueta le contempló sin atreverse a creer lo que veía. La mirada de Moyen se encontró con la de Enriqueta, y esta, paralizada por la misma impresión quedó mirándole e inmóvil.

El reo llegó a ponerse al frente del balcón, y movido por un impulso incontenible, se despidió con la cabeza y los ojos. Enriqueta le miró y no contestó.

Moyen se consideró abandonado de todos, hasta del amor de la mujer que idolatraba.

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La multitud observaba, fijándose en la persona a la cual Moyen se dirigía. Reconoció la novia del hereje, y en el acto la gritaron mil voces del populacho:

-La «Mora», la «Mora» -señalándola con el dedo.

Enriqueta seguía impasible, su fisonomía dulce principiaba a inmutarse; sus ojos se animaban de una fuerza extraordinaria, y con la vehemencia del estallido de un volcán, lanzó sobre aquella multitud una carcajada terrible.

-¡Ja! ¡ja! ¡ja!...

Moyen oyó aquel sarcasmo, y volvió a mirar a Enriqueta. Volvió a encontrarse la vista de ambos, y la desgraciada volvió a lanzar otra carcajada más espantosa que la anterior:

-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!...

Entonces el reo comprendió que Enriqueta había perdido el juicio; y en efecto, Enriqueta estaba loca. La joven se retiró del balcón, y corriendo por los corredores de la casa, no hacía más que reír con estrépito. Las impresiones de una pasión sacrificada le habían trastornado el juicio.

La comitiva seguía adelante, y el cántico mortuorio no cesaba. Al fin llegaron a la plaza de la Inquisición. Las comunidades fueron colocándose alrededor de una plataforma levantada para ejecutar allí al reo. El reo siguió avanzando, y sin trepidar subió tres gradas que conducían al lugar del martirio. En el medio de esta plataforma, había un madero forrado de cobre, y a los pies de este madero acopio de leña preparada para incendiarse con prontitud. Moyen, luego que subió, sintió cesar el cántico religioso. Un silencio profundo sobrevino; las campanas también callaron.

Era la una del día. El sol alumbraba con claridad, las nubes se habían recogido a los extremos del horizonte; parecía que se abrían las puertas del cielo para dar entrada al alma de Moyen.

En aquel momento de silencio, los dos jesuitas que acompañaban al reo, volvieron a exhortarle; mas él un poco aterrado a presencia de la muerte que le esperaba, se detuvo al dar la respuesta; pero su espíritu volvió a recobrar su imperio, y respondió con la cabeza.

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-No.

Al dar esta repuesta avanzó hacia el madero. Los jesuitas bajaron de la plataforma; solo el verdugo quedó echo cargo de Moyen, acompañado de dos amanuenses. Entonces el verdugo ató de la cintura al reo y por medio de una rondana le suspendió una vara y media del piso. Luego le ató los pies al madero con unos alambres, e igual operación hizo con el pecho. Una vez que Moyen estuvo bien afianzado, aquellos tres encargados de consumar el acto, principiaron a encender los leños que estaban bajo los pies de Moyen. El humo comenzó a subir y enseguida apareció una débil llama. Las comunidades en coro rompieron a este tiempo el cántico religioso: «Credo in unum Deum». La hoguera siguió acrecentando sus llamas y Moyen empezó a sufrir el pausado martirio del fuego lento.

En pocos momentos el cuerpo desapareció envuelto en este infierno de la superstición. Un rugido profundo y desgarrante salió del pecho de la víctima. Acababa de morir.

Una vez que se hubo consumado el auto de fe, un sacerdote dominico subió a una cátedra y a presencia de las llamas que aun ardían, predicó largo tiempo sobre lo que el público acababa de presenciar. Enseguida, la concurrencia se retiró a sus casas, condoliéndose del hereje a quien consideraba ya habitando el infierno.



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ArribaAbajoCapítulo XXXII

Los milagros del Cristo de la Inquisición


Cuatro días después de pasado el suplicio de Moyen, el abate González trabajaba las resistencias de Eduardo para inducirlo a reanudar su amistad con Magdalena. El abate se proponía en esto dos fines: el primero, impedir que Magdalena propalase los secretos que poseía respecto al Inquisidor Mayor, que indudablemente podrían ser muy perjudiciales a la Compañía. El segundo era asegurar a Eduardo por medio de un amor ilícito, para que no volviese nuevamente a pensar en casarse.

El abate comprendía que en el corazón de Magdalena se conservaban recuerdos afectuosos del primer amante, que la tuvo por prometida; que esos recuerdos amargados por los papeles de Rodolfo, podían perder su carácter odioso si se conseguía borrarlos de la imaginación de Magdalena, con actos que empeñasen su gratitud.

Eduardo deseaba el amor de Magdalena, pero no sabía cómo vencer las propias resistencias de su decoro, humillado ante la mujer que idolatraba. El abate encontró ese medio y se lo aconsejó al Inquisidor, quien no trepidó en acogerlo.

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Respondiendo a ese consejo, dirigió a Magdalena la siguiente carta:

«Amiga y señora:

»Al escribir a usted estas líneas, no crea que sea para acibarar su situación. Presumo que se me crea el autor de la prisión del señor Rodolfo; pero Dios conoce mi inocencia, y tengo documentos que la acreditan.

»Cuando he sabido la prisión de su señor esposo, después del desgraciado suceso... no he dejado piedra por mover, a fin de obtener su libertad para volverle a usted el reposo y recuperar mi honor, aparentemente comprometido. Mis oficiosidades no han salido frustradas, porque he alcanzado se concluya pronto el juicio que se le sigue y tengo fe en que volverá a su lado.

»El señor Rodolfo, convencido de estas verdades, me ha remitido por conducto de los señores jueces que le han enjuiciado, una carta que estoy obligado a poner en sus manos personalmente. Espero que usted se servirá designar el día y la hora en que pueda ir a llenar un deber, impuesto por la amistad y distinción con que siempre he mirado a usted.

»Soy etc.

«Eduardo Enríquez».

Eduardo se refería a una carta que tenía de Rodolfo, y a fin de certificar ese hecho, había falsificado la letra y la firma, teniendo por modelo el testamento que el abate había recogido.

Esta falsificación hecha con exactitud, era por cierto el mejor documento, la más explícita prueba y único medio quizá de atraer favorablemente el espíritu de Magdalena.

Luego que Eduardo hubo concluido el anterior billete, lo presentó al abate para su aprobación; este lo leyó, y enseguida le ordenó:

-Está muy bueno, mandadlo pronto.

Eduardo llamó a uno de sus criados y lo remitió a Magdalena.

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La esposa que deliraba por recuperar a Rodolfo, al recibir aquel billete se sorprendió altamente. Vio en él la posibilidad de volver, pronto a recuperar su marido, y sin calcular en los resultados contestó con presteza:

«Señor Eduardo:

»Os espero en el momento para obtener el consuelo que me indicáis.

»Soy etc.

»Magdalena».

El criado corrió con la contestación donde su amo, y Magdalena agitada por aquellas líneas, se preparó a recibir a Eduardo.

Esta prontitud de cambio en el espíritu de una mujer, como la esposa de Rodolfo, era comprensible atendida la orfandad en que se encontraba, el amor excesivo que abrigaba por su marido y la incertidumbre en que se hallaba todo aquel que veía entrar a la cárcel de la Inquisición un hijo, un amante o un esposo.

Eduardo recibió la contestación, y cambió de semblante al pensar que tenía que volver a encontrarse con la mujer que sacrificaba a su pasión.

-Id en el acto -le dijo el abate-; serenidad y prudencia.

Eduardo tomó la carta falsificada, y recordando las instrucciones del abate, marchó a casa de Magdalena.

-Aquí os espero -le dijo el abate al salir-, para saber el resultado de lo que pase.

-Muy pronto volveré, contestó Eduardo, muy pronto.

Magdalena esperaba ya en la sala de recibo, cuando el Inquisidor Mayor entró con el rostro encendido por la vergüenza. La esposa revestida de toda su dignidad, le hizo sentarse, tratándolo con seriedad. Luego que pasaron los primeros trámites de la introducción, Magdalena hizo a un lado las vaguedades y entró de lleno a la cuestión que le interesaba.

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-Después de lo ocurrido, señor Eduardo, nuestra pasada amistad no puede volver a anudarse sin que Rodolfo la autorice. Por ahora no extrañará usted el trato que le doy.

-Tiene usted razón -contestó Eduardo bajando los ojos.

-Pues ya que está usted en casa -continuó Magdalena-, espero me entregue la carta de mi esposo, porque sin ella, sin leerla, no puedo continuar hablando con usted.

Eduardo entró la mano a uno de sus bolsillos, y sacando la carta la presentó a Magdalena.

-Ahí tiene usted la prueba de mi inocencia -le dijo al entregársela.

Magdalena la tomó con avidez, y desdoblándola se puso a leerla en el acto. Eduardo, inmóvil, temiendo se descubriese la falsificación, quedó observando la impresión que Magdalena revelase en su fisonomía. La carta decía lo siguiente

«Mi Magdalena:

»Gracias a los servicios del señor Eduardo, puedo escribirte estas líneas para que sepas de mí y hagas lo que brevemente te aconsejo. Eduardo es un hombre honrado, le había juzgado mal; pero aquí he comprendido que todas sus faltas son disculpables. Rompe los papeles que dejé en mi mesa, porque son una calumnia contra el hombre que me protege. Los escribí estando en un error.

»Se me había puesto en una prisión mortífera; pero el señor Eduardo ha logrado, mediante sus esfuerzos, alojarme con comodidad. No te aflijas por nada, porque espero salir pronto vindicado de una acusación falsa. En el día te considero aislada y triste; desecha tus dolores y consérvate sana para recompensar tus sufrimientos al salir. No te agites y haz cuanto te aconseje el señor Eduardo y el virtuoso abate, tu confesor.

»Querría decirte mucho más, pero me es prohibido el escribirte otras cosas.

»Un abrazo de tu esposo que te ama.

»Rodolfo».

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La esposa, al concluir de leer estas líneas besó el papel, lo humedeció con sus lágrimas y volvió a leerlo de nuevo con ternura. Enseguida se adelantó donde Eduardo y extendiéndole la mano le dijo:

-Deme usted la mano de amigo.

Eduardo perdiendo el temor, extendió la suya y apretó la de la esposa.

-Eduardo siempre es el mismo -le contestó este.

Magdalena volvió a sentarse, habiendo quedado reconciliada con el Inquisidor. A la etiqueta pasada sucedió la confianza y la franqueza que se abre al encontrar un protector y un amigo perdido.

-¿Y ha visto usted a mi Rodolfo? -le preguntó Magdalena, que no pensaba en otra cosa.

-No me ha sido posible -contestó Eduardo-, a pesar de haberlo solicitado; mas creo que tan pronto como concluya la confesión, lo conseguiré.

-¡Qué no sufrirá!...

-En el día habita una pieza cómoda y recibe alimentos sanos. A ese respecto he conseguido, bajo mi responsabilidad, esté bien atendido.

-Esos son servicios, mi amigo, que empeñan mi gratitud.

-Es un deber puramente el que cumplo.

-Pero un deber que en las circunstancias presentes es una generosidad y una prueba de honradez.

-No, es puramente un deber.

Eduardo, yo aprecio eso como merece. Yo miraré en usted siempre al verdadero amigo.

Eduardo inclinó la cabeza y silenció. Magdalena volvió a romper la conversación.

-¿Y no podrá usted hacer llegar a manos de mi esposo una carta mía? ¡De cuánto consuelo no le servirá, a él que es tan extremoso!

Eduardo reflexionó un momento, y luego contestó:

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-Puede usted escribirla, haré lo posible porque llegue a sus manos.

-Gracias, gracias, se la mandaré pronto.

El Inquisidor siguió conversando un rato más, y teniendo presente las reglas que el abate le había dado, de no propasarse un átomo en esta vez y ceñirse estrictamente a la reconciliación, se separó ahogando los impulsos de su pasión. Eduardo se paró para salir, mas la esposa que había recibido de su esposo el consejo de hacer cuanto el Inquisidor le aconsejara, le rogó le acompañase un rato más. Eduardo se resistió disculpándose con ocupaciones que había interrumpido.

-Entonces volverá usted todos los días -le dijo-, porque en el aislamiento en que estoy necesito de sus consejos.

-Sí, volveré; Magdalena, volveré cuantas veces pueda.

-Haga usted ese sacrificio, y procure no descuidar la carta para Rodolfo.

-Eso es para mí obligatorio.

Eduardo se despidió; y Magdalena un tanto alegre por las noticias que creía ciertas, se dijo a sí misma, volviendo a abrir la carta de Rodolfo:

-El hombre de bien, siempre vuelve sobre sus pasos.

Magdalena que había procedido con ligereza al cambiar de resolución, aceptando nuevamente la amistad de Eduardo, tan pronto como quedó a solas, se puso a releer las líneas de Rodolfo. Sin darse cuenta, se fijaba en la letra, porque allí creía divisar la mano de su marido. Las primeras impresiones pasaron, vino la calma y con ella la reflexión. Magdalena se puso a considerar sobre el sentido de la carta de su marido, y en un estado de meditación triste y cavilosa pasó algunos momentos

Eduardo al presentarse de vuelta donde el abate, le expuso el resultado de su entrevista, y el abate que no quería dejar de la mano el asunto, continuó aconsejando al amigo la marcha posterior que debía seguir.

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Del estado de reflexión en que Magdalena había quedado, resultó un embarazo para los planes de Eduardo; la duda se le apareció al considerar el paso que su marido daba al recomendarle la amistad del que había procurado deshonrarle. Ella, que conocía el carácter severo de su marido, se sorprendió de aquella contradicción en su espíritu. Esta duda trajo la consecuencia de examinar si realmente aquella letra sería de su esposo. El espíritu de la esposa se alteró en estas conjeturas, y en el acto se puso a comparar la letra de Rodolfo con la de la carta. Trajo algunos manuscritos y dio principio al trabajo. Ya el juicio de Magdalena estaba prevenido por la duda. Se puso a comparar, y a pesar de lo bien falsificado de la letra, Magdalena encontró diferencia por la prevención en que se iba colocando su alma.

-Si este es un engaño -se dijo-, el crimen es inaudito.

Continuó en sus investigaciones, y el cotejo siguió entonces letra por letra. Eduardo al falsificar no advirtió de haber empleado dos clases de erres en las palabras «porque» y «protege» que hablan en el primer período. Magdalena se fijó en el acto y exclamó:

-Rodolfo no usa jamás la segunda forma de la erre y aquí aparecen dos distintas. Esto no es de él.

Falló con celeridad y se resolvió a cerciorarse, llamando a su director espiritual.

-Qué sería de mí -se dijo-, si yo admitiese a Eduardo por medio de un engaño. El abate es un sacerdote, y él salvará mis escrúpulos y mis dudas.

Magdalena se detuvo un momento, y tomando un papel trazó las siguientes líneas:

«Señor abate:

»Hallándome en un estado triste y necesitando de los consejos de usted le ruego se sirva pasar a casa tan pronto como le sea posible.

»Soy etc.

»Magdalena».

Llamó a uno de los criados y lo despachó con presteza al convento de San Pedro.

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Magdalena quedó enseguida resuelta a no recibir al Inquisidor hasta obtener una plena convicción de que la carta era de Rodolfo.

El abate no demoró en ir a satisfacer el llamado de Magdalena.

A las seis de la tarde se encontraba en presencia de la napolitana.

-Aquí me tiene usted -le dijo el abate al entrar-, ¿qué novedades ocurren?

-Algunas, señor abate -le contestó Magdalena-. Voy a exponerlas para que usted me dé su dictamen; es un caso crítico que necesita de su resolución, porque en el estado en que me encuentro, todo me es altamente delicado.

-¿Qué es lo que ocurre?

-¿Nada sabe usted de lo pasado hoy con el señor Eduardo?

-Nada -contestó con sorpresa-, ¿qué ha sucedido?

-Hoy me ha escrito esta carta (presentándosela), y según su contenido procedí a aceptar la entrevista que tuvo lugar ya.

-¿Me permitirá usted el leerla?

-Cómo no, señor; impóngase de ella y luego le referiré lo demás.

El abate, como si jamás la hubiese visto, la leyó con detención y serenidad.

-Está bien -le dijo a tiempo que concluía-. ¿Y qué más ha habido?

-¿Usted cree que hice bien en hacerle venir?

-Muy bien, ¿qué otra cosa podía haber hecho usted?

-Así lo he creído, señor; pero después de la entrevista he cambiado de opinión.

-¿Qué dice usted? eso es raro.

-No, señor, tengo mis razones para ello. Lea usted esta otra carta que me entregó.

El abate tendió el brazo y la tomó. La leyó con la misma detención y serenidad que la anterior.

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-Esto está en muy buen pie, señora -le dijo al devolvérsela-. Cuánto me alegro de saber del señor Rodolfo.

Magdalena miraba al abate con curiosidad, buscando consuelo en las palabras que le decía.

-Realmente, que si esa carta fuese de Rodolfo -le observó-, yo sería muy feliz.

El abate, que era uno de los falsificadores, hizo un movimiento de admiración al oír la sospecha de la esposa.

-Pues qué ¿usted duda? -le repuso.

-Creo que no es de él, y que Eduardo la ha inventado.

-¡Oh! eso es imposible. O yo estoy ciego o soy un necio que me engaño al creer incapaz de un crimen a Eduardo.

-Lo mismo he pensado, mas después de un examen detenido que he hecho de la letra de la carta, comparándola con las que conservo de Rodolfo, he encontrado, que hay por qué dudar, pues la encuentro distinta.

El abate creyó perdido a Eduardo, miró a Magdalena y enseguida le interrogó:

-¿Esa sola duda tiene usted? ¿en qué se funda? Desearía notarla porque este es un hecho extraordinario.

Magdalena tomó la carta y los papeles, y luego dijo:

-Aun cuando me era dudoso creer que el espíritu de mi esposo variase tan pronto, consintiendo en que Eduardo volviese a verme, sin embargo, he encontrado que en la carta, en estas palabras: porque protejo (señalándolas con el dedo) se encuentran dos formas de erres, cuando mi esposo jamás usa la primera.

El abate clavó la vista en la variación que se le hacía notar, y examinándola con detención observó con serenidad:

-Esa es una bagatela, mi señora, una bagatela. A veces usa uno distintas formas de letra sin saberlo. Para mí es una pequeñez que debe desatenderse, considerando que el conjunto de la carta es de la misma letra de su señor esposo; y no veo la razón para que   —329→   Eduardo se atreviese a cometer un crimen de esa naturaleza, por volver a la casa donde recibió un golpe justo, pero bochornoso. No tenga usted tal presunción; para mí la carta es verídica.

Magdalena quedó mirando al abate; quiso convencerse, pero cierta inquietud interior lo hizo volver a insistir en su opinión.

-Dispénseme -le observó-, que no quede tranquila con lo que usted me dice. Tengo no sé qué persuasión de que esa carta es falsificada. Rodolfo no puede haber variado de moral; él es tan rígido, tan severo, que no me explico cómo me aconseje lo que me dice respecto de Eduardo.

-Yo no veo debilidad de carácter, señora, en ese consejo. El señor Rodolfo es hombre de talento y no es difícil el comprender, que a vista de la nobleza desplegada por la persona a la cual creía su enemiga, haya querido hacerle justicia vindicándole a los ojos de usted.

-Bien se podría convenir en ello -replicó Magdalena-, si Rodolfo fuese a estar separado de mí mucho tiempo; pero dice la carta que saldrá pronto, y no veo la necesidad de una vindicación tan precipitada para Eduardo. Mi esposo me ha dejado un testamento, y en él declara que se iba a batir. ¿Cómo es presumible que él me aconseje una reconciliación, después de lo ocurrido, sin estar presente?

-A eso contestaría lo que he dicho antes; y además, que el hombre de bien confía en el que cree que lo es. Y sobre todo ¿quién sabe cuál sería la situación de su marido cuando escribió? Vale más creer del mayor mal el menor: entre una falsificación y una debilidad de espíritu, que para mí no existe, lo último es más aceptable.

Magdalena se quedó pensativa y tomando una resolución dijo:

-Para mí es increíble una debilidad en Rodolfo; pero supuesto que usted cree que es verídica la carta, ¿no sería conveniente suspendiese las visitas Eduardo hasta la salida de mi esposo?

-¿Y quién calcula los males que sucederían si Eduardo resintiese?

La esposa se acordó de su marido y se mostró indecisa.

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-Pues no sé qué hacer. Usted tampoco sabe la realidad de esto. Mi posición es delicada, no sé qué hacer. ¡Oh! Dios mío, sacadme de esta duda.

El abate que nada se atrevía a aseverar terminantemente, pensó en los medios de tranquilizar a Magdalena. Se manifestó reconcentrado un largo rato y enseguida dijo:

-En estos casos críticos, cuando el sacerdote no se atreve a fallar resueltamente, no queda otro recurso que recurrir a las determinaciones de los santos, a la opinión de Dios que todo lo sabe.

-Pero es un imposible, señor abate, saber esa opinión.

-No, señora, el Santo Cristo que está en la sala de la Inquisición accede a las súplicas de los que lo invocan.

-¿De qué modo?

-Respondiendo a lo que se le interroga.

-¿Se chancea usted, señor abate?

-Yo no me chanceo con los asuntos de la religión, señora.

-Pero lo que usted me dice es...

-La incredulidad es un mal; permítame que le haga esta observación. Hay hechos que comprueban lo que digo. Cuando los reos no quieren confesar la verdad, la última prueba que se intenta es ponerlos al frente del Santo Cristo e invocado para que resuelva, siempre contesta con la cabeza sí o no, según es o no cierto el delito que se les imputa.

Magdalena se sorprendió de esta explicación y quedó silenciosa; mas el abate continuó:

-Y si usted aun duda de esto, es fácil que vayamos a solicitar de él nos saque de la incertidumbre en que está usted.

La esposa movida por la curiosidad y el deseo de saber lo que resultaba, contestó sin vacilación:

-Sí, señor abate, haga usted por que cuanto antes podamos consultarle.

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-Esta noche quizá podamos ir, pero ha de tener fe al ponerse en sus manos.

-La tendré.

-Pues ya nada más tenemos que hablar sobre el particular. Me voy a solicitar la llave de la sala y allí espero a usted dentro de media hora.

-Está bien, señor.

El abate salió en dirección de la casa de Eduardo.

-Tenemos novedad en la corte -entró diciendo el abate a la pieza de Eduardo-, tenemos novedad.

-¿Cómo así?

-Magdalena piensa que la carta de Rodolfo es falsificada.

Eduardo, asustado por aquella contrariedad grave, manifestó toda la sorpresa de la situación.

-Contadme, contadme, que este es un accidente fuerte.

-Pero todo está salvado ya.

-Hablad, explicaos, mi amigo.

El abate hizo entonces relación de todo lo ocurrido, y luego concluyó:

-Es necesario no perder tiempo, vámonos a preparar la sala, porque Magdalena irá pronto.

-Esperaos un momento, voy a concluir de leer esta carta de Margarita.

Eduardo tenía en sus manos un pliego escrito por las cuatro caras; era una larga epístola de Margarita que buscaba reconciliación, procurando vindicarse de su vida pasada.

-¡Otra vez Margarita! -observó el abate-. ¿Qué dice esa loca?

Eduardo se puso a leer la carta, y a pesar de lo resuelto que estaba a no acordarse más de ella, sin embargo, la palabra escrita   —332→   de una mujer a la que había amado, no dejó de causarle alguna impresión.

Como aquella carta era demasiado larga, presentaremos algunos de sus fragmentos:

«Todo este tiempo he hecho una vida ejemplar -decía-, para probar a usted que no soy una mujer como me ha creído. Le he extrañado mucho, y mis noches las paso acordándome de usted, nadie viene a casa y a ninguna parte salgo. ¿Continuará siempre en su resolución? estoy flaca, lo paso llorando. Nadie le amará como yo en el mundo.

........................................

»Ya no tengo cara para dejarme ver, porque he quedado entregada al ridículo con el retiro de usted.

........................................

»Siempre le amo, y esté usted seguro de que si usted vuelve, se admirará de lo variada que estoy.

........................................

»Conozco que mi posición es muy triste, y que sin usted yo quedaré deshonrada.

........................................

»Si alguna vez he podido darle sentimientos, aun cuando en la apariencia fuesen justificables; en la realidad no lo son, porque soy inocente. Y aun cuando llegase a haber cometido una falta, usted que sabe mi desgracia, el estado de abandono en que he estado, y las mil tentaciones de que me he visto cercada, le harán ver que todo en mí es disculpable.

........................................

»Deseo verle para darle pruebas de mi fidelidad y de mi honor. Tengo que contarle muchas cosas que me han dicho y algunas que le interesan por lo expuesto que está. Contésteme cuándo le podré   —333→   ver, para libertarle del peligro que corre por las relaciones que se dicen de usted con la napolitana».

-¿Qué será esto? -preguntó Eduardo al abate al concluir de leer-. ¿Cómo habrá sabido lo de Magdalena?

El abate pensó un momento, y luego respondió:

-Nada hay oculto en este mundo. Es necesario hacer callar a Margarita, porque si se enojase podría hacernos mucho mal.

-¿Entonces la veré?

-Lo creo necesario, pero cuidado con ir a hacer un disparate. No hay que volver a las andadas.

-Por ese lado nada temáis. Estoy frío y desengañado.

-Está bien. Señaladle el viernes entrante y recomendadle que cuide de estar sola.

Eduardo contestó, como el abate decía, y pidió a Margarita un lugar secreto donde verla, dándole por excusa lo impropio que era el que le viesen volver a la casa sin antes convenir en algo.

Dejó al arbitrio de la joven resolviese la hora y señalase el lugar.

Concluida esta operación, el abate sacó el reloj, y parándose dijo al Inquisidor:

-Es hora de que nos vayamos.

-Vamos -repuso Eduardo-, y tomando la llave de la sala, se encaminaron a la cárcel de la Inquisición.

El abate y Eduardo entraron en el tribunal y cerrando con prolijidad las puertas se dispusieron a preparar la escena que iba a representarse.

Dieron principio por encender seis luces que rodeaban al Santo Cristo a que se refería el abate.

Este Santo Cristo estaba colocado sobre la puerta principal de la entrada, en una especie de nicho abierto en la pared.

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El Santo Cristo era como de vara tres cuartas de alto; estaba colocado en una cruz, y la cruz tenía por fondo en el nicho un manto blanco que dejaba un hueco atrás, de modo que en aquel hueco cupiese un hombre sin ser visto.

Luego que encendieron las luces, Eduardo y el abate trajeron una alta escalera y la pusieron arrimada a la pared. Eduardo subió y se colocó con cuidado tras del manto blanco, y el abate arrastró la escalera hasta tenderla en uno de los costados de la sala.

-¿Estáis ya listo? -le preguntó el abate desde abajo.

-Sí, lo estoy.

-Ensayad.

Eduardo ensayó entonces, y el abate que miraba desde abajo, le dijo:

-Está bien. No hay que precipitarse, escuchad con cuidado mi voz.

-Corriente, id por Magdalena que ya os debe esperar.

-Cuidado, cuidad de no cometer alguna chambonada. Voy ya.

El abate diciendo estas palabras, salió de la sala y se puso de pie a esperar la llegada de Magdalena en la puerta de la cárcel.

No habrían pasado cinco minutos cuando una joven, con su cara descubierta y vestida de iglesia, se paró en la puerta de la cárcel.

-Aquí esperaba a usted señora, le dijo el abate a la joven que llegaba.

Magdalena suspiró.

-Aquí está Rodolfo, dijo. ¡Quién pudiera entrar donde él!...

-Me parece oportuno que pase usted adentro -le observó el abate-, aquí podrían verla los que pasan.

-Tiene usted razón, vamos adentro.

El abate con toda la delicadeza y finura de un hombre de corte, hizo entrar a la esposa a la sala del tribunal.

-Si gusta usted descansar antes de hacer nuestra súplica, sírvase sentarse en estos bancos. Por ahora no puedo ofrecerle más.

  —335→  

-Gracias, señor abate, me sentaré un momento.

El abate y la esposa se sentaron en uno de aquellos bancos.

Magdalena miró al fondo de la sala que estaba a oscuras, y sin ver lo que había volvió sus ojos hacia el Santo Cristo que estaba con luces alrededor.

-Qué tenebroso es este lugar, observó la esposa: ¿este es el Santo Cristo milagroso?

-Sí, señora, ¿no le ve usted ese semblante serio y majestuoso que inviste? Es una de las obras más bien acabadas que tenemos en América.

Magdalena no despintaba los ojos del Santo Cristo, y el abate continuó:

-Según la tradición, señora, este Salvador es trabajado por los ángeles.

-Sin embargo, carece de dulzura su fisonomía -observó la esposa.

-Un Cristo no puede tener semblante dulce, porque siempre debe estar amenazando al mundo por los pecados.

-Yo creía que debía mostrar la mansedumbre del crucificado, del que perdonó a sus enemigos al morir.

-Eso es bueno para el Evangelio, mas no para una imagen.

-¿Me decía usted que fue trabajado por los ángeles?

-Contaré a usted su historia:

« El Santo Oficio encargó a Europa un crucifijo; de allí remitieron un cajón con una imagen representando a Dios, cuando marchaba con la cruz al hombro.

»El cajón venía enteramente cerrado; los que lo traían, observaron que de noche se sentían golpes de martillo dentro del cajón; quisieron abrirlo, pero no pudieron porque las herramientas se quebraban al tocarlo».

Abreviaré la relación.

«El hecho fue que tan pronto como llegó aquí, al abrirse el cajón,   —336→   se encontró con este Señor enteramente distinto al que mandaban de Europa».

Magdalena volvió a mirar al Santo Cristo y sin hacer alto en lo que oía, dijo al abate:

-Creo que sería oportuno no nos demorásemos.

-Estoy a sus órdenes. Orad antes, señora, mientras yo también rezo para que acceda a nuestras súplicas; y enseguida le consultaremos.

El abate se retiró de la esposa e hincándose delante del crucifijo, hizo que oraba en silencio.

Magdalena se hincó también y oró.

Después de un corto rato, el abate se levantó y tomando de la mano a Magdalena, se adelantó hasta postrarse nuevamente delante del Santo Cristo.

Hincados los dos, el abate suspiró con profundidad, luego levantó los ojos, y con voz fuerte y contrita, le dirigió al crucifijo las siguientes palabras:

«Señor mío Jesucristo: vos que sois la bondad infinita; que estáis en todas partes, que cuidáis de los huérfanos y desvalidos; vos Señor, que sabéis la verdad de todo lo que pasa aquí en la tierra, por vuestras llagas santísimas, por vuestros dolores infinitos, por nuestro Padre con quien sois uno, decidme, ¿es o no del esposo de esta penitente la carta que ha recibido hoy?».

Magdalena con los ojos fijos en el Santo Cristo esperó con ansiedad la contestación que el abate pedía.

El Cristo nada respondía; el abate volvió entonces a suplicarle:

«¿Será posible que esta virtuosa hija de Eva quede entregada al sufrimiento? Responded Señor».

A esta segunda súplica, el Cristo principió a bajar la cabeza con gran pausa.

-¡He ahí! -exclamó el abate-, ¿veis señora? os responde que si agachando la cabeza.

  —337→  

Magdalena asustada por este movimiento de Cristo, no pudo continuar mirándole y cerró los ojos.

-Estoy convencida -dijo-; estoy convencida.

El abate se paró y levantó de la mano a la esposa.

Magdalena estaba realmente asustada y conmovida en alto grado por aquel milagro, así fue que rogó al abate:

-Sacadme de aquí, señor, quiero volverme a casa.

-Sí, señora, no tenga usted cuidado, Dios se acuerda de usted.

Magdalena se retiró convencida de que la carta no era falsificada.

-Dios ha hablado -se dijo-, nada, nada puedo dudar ya.

El abate y Eduardo volvieron a dejar las cosas como estaban, y se retiraron contentos de lo que habían hecho.

¡Así era como mantenían su poder los jesuitas!

Hacían intervenir en actos criminales el nombre de Dios, empleando para ello un crucifijo de goznes, cuya cabeza hacían mover según les convenía.

Así era también como se alimentaba la superstición de los católicos haciéndoles creer en semejantes farsas8.



  —338→  

ArribaAbajoCapítulo XXXIII

La locura de Enriqueta


Mientras tanto ¿qué era de Enriqueta? ¿cuál la suerte que seguía después de haber perdido el juicio?

Enriqueta entregada a la locura, continuaba en un estado de furor y de enajenación mental que paso a paso le iba destruyendo la existencia.

Atormentada por fiebres alarmantes, su fisonomía había cambiado notablemente.

No eran aquellos ojos dulces y sombríos los que iluminaban su rostro; ojos abiertos e inquietos, una mirada altiva y de terror, la mirada de la loca, los ojos de la mujer delirante habían sustituido aquellos espejos de una alma angelical.

Los cabellos caídos tras de la espalda, una cara delgada y de formas concluidas, demostraban la transformación de la mujer que se espiritualiza en el mundo, para ir a los espacios infinitos en busca de su amante.

El padre Ulloa, su confesor de otros tiempos, no desamparaba a Enriqueta, porque tenía el encargo de informar sobre su estado, a   —339→   fin de poderla mandar cuanto antes al monasterio de las Claras, para que allí tomase el hábito religioso y legase por distintas manos su fortuna a la orden de Jesús.

Enriqueta, cada vez que sentía a este padre a su lado, se estremecía, y con un furor incontenible, lo repelía amenazándole.

El padre se retiraba y siempre volvía al día siguiente para llenar su misión.

Llegaba al convento y allí daba el parte:

-Sigue loca y la fiebre sigue devorándola.

-Avisad cuando la enfermedad sea incurable, le contestaba el abate González.

El padre se retiraba a su celda y seguía al siguiente día esas investigaciones piadosas.

Magdalena, como verdadera amiga de Enriqueta, destinaba la mayor parte del día a acompañarla: y aun cuando tenía que sufrir los arranques de la exaltación cerebral, no por eso desmayaba, sino que se contraía más y más a asistirla, por cuanto se notaba que la loca demostraba algún placer en verla a su lado.

En los ratos de lucidez o de juicio que Enriqueta tenía, era un dolor oírla hablar.

Siempre acordándose de Moyen, preguntaba por él con ternura.

No mentaba la impresión que le había trastornado la cabeza; le creía aun vivo y no perdía la esperanza de volverle a ver, de unir su vida a la de su amante.

-¿Y has sabido -preguntaba a Magdalena- si el Virrey habrá mandado libertar a Moyen?

La esposa bajaba la cabeza con sentimiento; pero se incorporaba para consolar a su amiga sin sacarla de la ilusión que conservaba.

-¡Después de tan larga separación -continuaba la loca-, qué feliz no seré al recobrarle! Mira, Magdalena, cuando Moyen salga te haré la madrina de mi matrimonio. ¡Ah! si tú le conocieses, créeme   —340→   que envidiarías mi suerte. Tiene un corazón tan puro, que me parece un sueño que en la tierra exista. Su inteligencia clara jamás me hizo pasar un rato de aburrimiento. Es rubio, tiene unos ojos luminosos en que se refleja el genio.

Enriqueta callaba por momentos, y luego encendida por el calor de la fiebre y animada por una sonrisa de felicidad, continuaba hablando a su amiga, que lloraba en el fondo de su alma la desgracia que palpaba

-Cuando le vea a mi lado -le decía-, unida a él por la bendición de Dios, no le dejaré separarse más de mí. Le tendré a mi vista, lo miraré y no me cansaré de mirarle. Saldremos juntos y juntos nos volveremos. Aquí le cuidaré de sus dolores pasados, y prodigándole caricias, él olvidará lo que ha sufrido por amarme. Magdalena, tú nos has de ver viviendo en el matrimonio; cuidando de acrecentar nuestros amores, verasnos partir algunas mañanas a recorrer el campo, y nos verás volver gozosos de haber hablado un día entero de nuestra felicidad. Moyen me extenderá sus brazos al verme y yo descansaré mi frente en su pecho; allí me adormeceré oyendo latir su corazón, sintiendo sus manos sobre mi cabeza; él me despertará de esa embriaguez del amor con un beso de castidad y dulzura; y yo, Magdalena, santificaré ese culto de la virtud con un ósculo del amor que hoy arde, incendia, devora mi existencia...

Enriqueta al llegar a estas palabras se sentaba en la cama, animaba su fisonomía, y arrobada por la fiebre, continuaba en una especie de delirio.

-Sí, Magdalena, el amor que siento me consume; ¿no me ves encendida?... mírame...

La expresión de la vista iba creciendo, la fisonomía variando, la voz alterándose; la dulzura desaparecía: era que Enriqueta volvía al estado de locura.

-Mírame, Magdalena, mírame.

Decía estas palabras y se quedaba callada mirando con fuerza a su amiga.

  —341→  

-¿No es verdad que estoy encendida?... ¡Moyen! ¡Moyen! ¡Ja! ¡ja! ¡ja!...

La carcajada de la loca estallaba; el delirio y la exasperación se sucedían.

Ya no hablaba más de amor, se entregaba a reír como una insensata.

-¡Moyen!... ¡ahí va!... ¡ja! ¡ja!...

Palabras cortadas solían interrumpir aquella enajenación y de cuando en cuando volvía a continuar.

-Vestido de blanco... rodeado de demonios negros... iba a morir... ¡ja! ¡ja!...

Magdalena se levantaba de la silla y procuraba consolarla.

-Moyen estará libre pronto, no te aflijas.

-¡Mientes! ¡mientes!... iba a morir.

Magdalena bajaba la cara y no se atrevía a contestar. Sufría más quizás que lo que su amiga sufría.

La loca permanecía en estos éxtasis largo tiempo, hasta que los nervios se debilitaban por la fuerza de la contracción y quedaba dormida en medio del cansancio.

Al día siguiente de haber presenciado Magdalena el milagro del Cristo de la Inquisición, Enriqueta la mandó llamar muy de madrugada, para contarle lo que había soñado la noche anterior.

Magdalena, siempre complaciente, se fue donde ella para darle gusto en cuanto quería.

-¿Cómo estás, querida Enriqueta? -le preguntó la esposa al acercarse al lecho de esta.

-Me siento débil, pero me creo mejor -le contestó.

Magdalena le tocó la frente.

-Estás muy mejor -le dijo-, la fiebre va a menos.

-Así dicen, pero me siento muy caída.

Magdalena, conociendo que la salud de su amiga marchaba mal,   —342→   dejó la conversación que podía hacerle daño y procuró distraerla de otro modo.

-¿Qué te ha sucedido anoche? -le interrogó.

-Tal vez te haya incomodado -le observó-, pero como te levantas temprano y estaba impaciente por verte, te he mandado llamar para contarte un sueño.

-No, hijita, nunca me incomodas. Siempre que quieras llámame.

-Mil gracias, amiga, mil gracias. Eres muy prudente.

Enriqueta silenció un momento, y acomodándose en la cama volvió a hablar, con esa melodía y agrado que era el distintivo de su estado ordinario.

-Anoche he soñado, amiga, y he soñado con felicidad.

-Me alegro infinito: ¿qué has soñado?

-A eso de las diez de la noche me dormí profundamente. Estando dormida, vi a la cabecera de mi cama, una figura blanca, alba, en cuyos ojos brillaba una luz tan viva y clara como jamás he visto en mi vida. Mi espíritu triste se alegró y entonces clavé mi vista en aquella luz.

¡Qué luz tan hermosa! Magdalena, consolaba el solo verla.

Me quedé extasiada largo rato contemplándola, hasta que la figura me habló:

-Desgraciada en el mundo -me dijo-, ¿quieres salir de él para saber lo que es el bien?

Aquella voz me hirió en el corazón, no me era desconocida, creí sentir la voz de Moyen.

-¿Quién eres? -le pregunté con animación.

-Hoy no lo sabrás, pero lo sabrás cuando te despojes de ese cúmulo de miserias donde habitas: ¿quieres venir a donde el bien se conoce?

Me quedé mirando los ojos de la visión, y enajenada por sus resplandores le contesté.

  —343→  

-Llévame a donde pueda estar con mi amante.

La visión se acercó hacia mí, y tomándome de la mano me dijo:

-Sígueme.

Sin saber lo que hacía, salí de mi lecho, y arrastrada por una fuerza irresistible seguí a la visión.

Mis pies se desprendieron de la tierra, y tomada de la mano seguí a través de los desiertos del infinito.

Miré hacia abajo y solo vi un abismo.

-Ese es el mundo -me dijo la visión; señalándomelo.

Yo no pensaba ya: mi imaginación se absorbía en éxtasis de admiración, y sin embargo, marchaba adelante.

Remontamos con la rapidez del rayo, y después de haber dejado atrás los mundos y los astros que tachonaban el espacio, la visión encendió aun más su albura, y de improviso me encontré en medio de una luz que mi vista no resistía.

La visión al verme que cerraba los ojos, me pasó la mano por los párpados y me dijo:

-Ahora podrás ver.

Y en efecto, vi, ¡oh Magdalena! familias extensas que entonaban alrededor de un trono, cánticos de una melodía inexplicable.

Todos allí alegres y hermosos como el ideal de nuestro sentimiento, saludaban con amor al Padre Eterno que acariciaba a sus hijos.

Vi los espacios atravesados por seres que derramaban la alegría y el contento que nacían de sí mismos.

Vi... no sé cómo decirlo; el lenguaje humano no lo explica.

Temo profanar lo augusto del espectáculo.

El infinito no se comprende en la tierra, mi cabeza recuerda pero no puedo expresarme: mas, sí, de que divisé a Moyen postrado delante del trono de Dios que le levantaba dándole la mano.

Estaba tan alegre y tan hermoso que quise correr a abrazarle, pero mis pies no pudieron andar.

  —344→  

-A ese que ves -me dijo la visión-, aun le falta el premio completo a sus virtudes. Dios le ha prometido que pronto vendrá a su lado la joven que amó en la tierra.

-¡Yo soy! -exclamé entonces-, aquí estoy; ponedme a su lado.

-Aun no es tiempo -me contestó.

-¿Y hasta cuándo he de estar lejos de él? -le pregunté.

-Esperad, esperad.

Entonces me puse triste, y la visión que me observaba, me interrumpió en mi estado, repitiéndome:

-Esperad. Bienaventurados los que esperan.

-¡Hágase tu voluntad! -exclamé yo-. Esperaré.

Luego que hube paseado mi vista por aquellos mundos de gloria, me atreví a preguntar a la visión:

-¿Y los pecadores donde están?

-Los pecadores no arrepentidos, los verdugos de la humanidad, los sacrílegos del nombre de Dios; todos esos criminales que se alimentan del hombre, ¡ah, todos esos van a las tinieblas!

-¿No van al infierno?

-Las tinieblas son el infierno.

-¡Cómo! ¿que no es un mar de fuego?

-No, no, el infierno es la privación de la presencia de Dios. En este mundo nada hay material; luz para los justos, tinieblas para los malos.

Estando yo en aquella luz comprendí que el peor infierno eran las tinieblas.

-Ahora -me dijo la visión-, ya que has conocido lo que te espera, vuelve a llenar tu destino en la tierra.

Sentí que descendía y que mis pulmones no podían con los aires que subían de la tierra.

Principié a resollar con fuerza buscando espacio: sentí que la respiración me ahogaba; entonces grité:

  —345→  

-¡Aire! ¡aire!

Al dar estos gritos, los criados vinieron corriendo y me despertaron.

-¡Señorita, señorita!

Abrí los ojos, y con gran dolor me convencí de que aun estaba en el mundo; de que todo era un sueño.

¿No es verdad que he pasado una buena noche?

-Sí, hijita, cierto -le contestó la esposa-. Dios habrá querido darte ese consuelo por lo buena que eres.

-Si supieses lo que deseo el morirme ahora...

Estas palabras acababa de decir Enriqueta, cuando el médico se presentó a visitar la enferma.

Después de un examen detenido que el doctor hizo de la salud de Enriqueta, la misma joven que sufría y que cuando se encontraba en el estado de juicio, conocía el gran decaimiento de sus fuerzas, preguntó al doctor, con una resignación admirable:

-¿Me cree usted con esperanzas de vida?

-Señorita -le contestó el doctor-, sigue usted mejor.

-La medicina es un caos, señor -replicó ella-; yo me siento cada día peor; no sé cómo puede ser exacto lo que usted me dice; pierda usted el temor para anunciarme la muerte.

-Hablo a usted la verdad; usted sigue mejor.

-Esas son siempre las palabras que se emplean para con los tímidos. Yo no me engaño, me creo mala.

El doctor se acercó a una mesa y sin replicar escribió una receta, y enseguida se despidió.

-Id con Dios -le dijo Enriqueta.

El doctor al salir se encontró en la antesala con el Padre Ulloa que le esperaba.

-¿Cómo sigue la enferma? -le preguntó este.

-La enferma no tiene remedio, el mal es interior. Tiene sus   —346→   ratos de alternativa en que se cree mejor, pero el pulso anuncia la muerte.

-Gracias, señor doctor, gracias.

El doctor alzó una tira de paño que llevaba el padre colgada de la cintura, la besó para ganar cien días de indulgencia, y se retiró haciendo una gran reverencia con la cabeza.

El padre Ulloa entró enseguida a la pieza de la enferma.

-¿Cómo os sentís, hermana? -le preguntó el padre Ulloa, al acercarse a la cama.

Enriqueta lejos de contestar, se inclinó hacia Magdalena y le dijo:

-Este hombre no debe ser sacerdote; cuando le veo toda la máquina se me mueve.

-¿Cómo os sentís hermana? -volvió a preguntarle el padre.

-Sigo lo mismo -le contestó la joven.

El jesuita avanzó un poco, y observando que la joven estaba tranquila, le dirigió la palabra:

-¿Parece que el delirio en que os dejé ayer ha pasado?

-Siempre vuelve usted con esa pregunta, siempre -le observó Enriqueta algo inmutada.

Magdalena miró al jesuita y le hizo señas de que callase la boca; pero el jesuita se desentendió, y volvió a hablarle.

-Vuestra enfermedad no se cura sin que renunciéis a ese capricho que se os ha puesto en la cabeza.

Enriqueta hizo un movimiento de disgusto y pareció encendérsele el rostro.

El jesuita siguió diciéndole:

-Ya os he dicho que es pecado pensar en el hereje, que hoy arde en los infiernos.

-¡Salid de aquí! -le gritó Enriqueta al jesuita, perdiendo por grados   —347→   el juicio. En vano procuráis decirme que ha muerto, porque sé que vive y que pronto se unirá a mí.

El jesuita con la misma calma que antes, se alegró al ver que la joven volvía a la locura, y a fin de abreviar los días con crisis repetidas, continuó diciéndole:

-¿Qué no recordáis, señorita, el día en que Moyen pasó por aquí, vestido con la mortaja marchando a la hoguera en medio de las comunidades religiosas?

Este recuerdo sarcástico, acabó de producir el efecto que el jesuita deseaba.

La joven animó su fisonomía extraordinariamente, y sentándose de un salto en la cama, gritó con estrépito:

-Salid de aquí, verdugo de mi amor. ¡Moyen vestido de blanco!... sí le recuerdo... marchaba a la hoguera...

A la expresión de la cólera, la loca cambió su semblante en una risa feroz.

-Vestido de blanco... -siguió-, ¡ja! ¡ja! ¡ja!...

El jesuita luego que la vio en este estado, se sonrió.

Magdalena fuera de sí al ver aquel cuadro, se levantó dando gritos:

-¡Fuera! ¡fuera! hombre infernal.

El jesuita le lanzó una mirada de perdón, y salió.

-¿Cómo ha ido hoy? -lo preguntó el abate González al padre Ulloa, a tiempo que entraba a darle el parte de costumbre.

-Bien, Vuestra Paternidad; la loca estaba en su juicio cuando entró; pero sabiendo por el doctor que no tenía remedio ya, volví a recordarle la muerte del hereje y ella ha quedado entregado al delirio.

-Eres un hijo digno de la Compañía. ¿El doctor dice que muere?

-Sí, Vuestra Paternidad; me lo ha asegurado.

-Pues ya es tiempo de hacerla llevar a Santa Clara.

  —348→  

-Lo creo muy oportuno, porque en el día tiene a su lado la loca, a Magdalena que la cuida en extremo.

-Anda entonces donde la tía de Enriqueta, y dile que para que se salve su alma, es necesario que mañana la saque en calesa y la lleve al monasterio.

-¿Está todo arreglado ya?

-Todo, hermano, todo. Ya he hablado a la abadesa, y la tía se ha franqueado a cuanto yo le mande.

-Con el permiso de Vuestra Paternidad; voy a cumplir su encargo.

El jesuita hizo una reverencia con la cabeza, y al salir le llamó el abate.

-Y de paso ve también al escribano para que autorice el testamento o poder para testar, que mañana se hará.

-Voy con su permiso.

El jesuita salió y el abate refregándose una mano con otra, se llenó de alegría al divisar tan próxima la adquisición de los bienes de la víctima Enriqueta.



  —349→  

ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Lo que era un paseo ordenado por el abate González


Sería difícil comprender la conducta del abate González y del hermano Ulloa, si no se tuviese una idea de la influencia que la Compañía de Jesús ejercía.

El dominio que los jesuitas tenían en la sociedad, durante residieron en América, era tal, que aun las acciones domésticas, la economía peculiar de las familias, todo pasó, toda empresa necesitaba de la dirección de ellos.

La voz de cada uno era la voz de la conciencia en las madres, en los hijos, en los sirvientes.

Se les creía santos por la generalidad, y los que no participaban de esta opinión, los creían por lo menos sabios.

Regenteando sin obstáculos y protegidos por la autoridad civil, llegaron a ser dueños de la educación en los países americanos, y a generalizar los principios de obediencia y delación que les prescribía la constitución de la orden; llegaron más bien, a poner por constitución civil de las colonias, la constitución de San Ignacio fundador.

La degradación de los espíritus había llegado al punto deseado.

  —350→  

Estaban los colonos sin personalidad y amoldados a la sumisión.

La España encontraba en este sistema el afianzamiento eterno de la conquista.

«Por hábito de obediencia, no se atrevían los americanos a concebir siquiera los derechos de sí mismos».

Bástenos recordar lo que era el Paraguay, cuando el doctor Francia gobernaba; el pupilaje había llegado al extremo de que no se comía en parte alguna, hasta que la campana de los jesuitas no daba la señal.

Si en nuestros días hemos presenciado esa degradación, este abatimiento, esa preponderancia del poder de los hijos de San Ignacio ¿cuál no sería ahora un siglo en el Perú, Chile y demás colonias, siendo dueños de la educación y árbitros de los actos gubernativos de las autoridades?

Los jesuitas de aquel entonces, que no tenían obstáculos para imperar a sus anchas, que no tenían que luchar con enemigos fuertes ni débiles; los jesuitas, que por aspirar a ser señores de la tierra habían empapado en sangre los estados, asesinando en 1584 al Príncipe de Orange; en 1587 a María Estuardo por medio de sus instigaciones respecto a Isabel de Inglaterra; que en 1610, hicieron morir a Enrique III y en 1779 a Enrique IV; que fomentaron la persecución de los Hugonotes, y por sus instigaciones tuvieron lugar las espantosas matanzas de San Bartolomé; que en 1586 hicieron degollar en la China a los misioneros de otras congregaciones por celos; que en 1710 solicitaron la bula Unigenitus que puso en zozobras a la Francia, y ocasionó en poco tiempo más de 80000 mandatos de arrestos contra las personas más honradas; que en 1724 envenenaron a Inocencio XIII porque quería suprimirlos; que en 1730 el jesuita Tournaminet predicó contra el Evangelio; que en 1769 envenenaron a Clemente XIII; que en 1774 hicieron igual cosa con Clemente XIV; que en 1847 conspiraron contra Pío IX e hicieron envenenar al diputado de Polonia, Silviani; que en 1848 se coaligaron al Austria, protegiéndola para acabar con el renacimiento e independencia de los Estados Italianos; esos hombres que no han respetado obstáculos ni se han parado en medios para extender su   —351→   poder, a pesar de habérseles prohibido el confesar por el Senado Veneciano en 1560, por estar declarados corruptores de las costumbres; a pesar de ser desterrados en 1594 por el Parlamento de París, como perturbadores de la quietud pública, enemigos del Rey y del Estado y corruptores de la juventud; a pesar de que en 1597 Clemente VIII instituyó una congregación para examinar sus doctrinas y les acusó de embrollones y perturbadores de la Iglesia de Dios; a pesar de que en 1606 fueron desterrados de Venecia en donde enseñaban: que en los casos extremos era lícito al hijo matar al padre y la mujer casada al marido; a pesar de que Víctor Amadeo, rey de Cerdeña, en 1727, hizo cerrar todos sus colegios, persuadido de que sus doctrinas no hacían otra cosa sino formar hijos miserables, miserables ciudadanos y súbditos incapaces; a pesar de que en 1752 el Parlamento de París les desterró de nuevo y para siempre de sus estados por sus perfidias, etc.; a pesar de que en 1773 Clemente XIV suprimió esa orden por una célebre Bula; a pesar de que en 1846 Vicente Gioberti publicó su obra, que es la condenación a muerte de la orden; de que en 1845 Luis Felipe les cerró sus casas de educación después de la manifestación que hicieron Michelet y Quinet de los progresos y perfidias de las doctrinas que enseñaban; de que en 1847 originaron la guerra civil en Suiza, el Sanderbund fue derrotado y los bienes de ellos confiscados y cerradas sus iglesias; a pesar de que en 1848 fueron expulsados de Gogliari, Génova, Nápoles y de que el pueblo de Roma pidió sus cabezas; a pesar de todo esto y de infinitos crímenes más, los jesuitas decimos ¿a qué grado de preponderancia no habrían llegado en estos países ciegos y dispuestos a admitir cuanto se les enseñaba?

Ellos habían adquirido la porción más crecida de las propiedades, y como por encanto marchaban a absorberse los Estados, porque eran bastante hábiles para apoderarse de los moribundos al testar.

Teniendo, pues, una débil pintura de lo que era esa orden en aquellos tiempos, no nos será difícil el comprender la facilidad que tenían de disponer de Enriqueta por medio de su tía.

Ahora nos será también fácil el concebir lo natural y expedito   —352→   que les era el encerrar una joven en un monasterio, como también el alto dominio y las tramas que empleaban para sacrificar a Magdalena, quemar a Moyen, y ocultar todo bajo la responsabilidad de los agentes que tenían a sus órdenes.

Enriqueta seguía consumiéndose por la fiebre lenta que se había apoderado de su naturaleza.

La tía que la cuidaba, era una mujer de cuarenta y tantos años de edad; una de aquellas solteronas que se entregan a las prácticas religiosas con tanto entusiasmo, que hacen de la Iglesia su casa, y del confesionario su recreo.

Gruesa de cuerpo, por la inacción de la vida que llevaba, tenía sin embargo un buen fondo.

Había concebido la virtud a su modo y su conciencia se había hecho tan tímida, que no se atrevía a dar paso alguno sin consultar a su director espiritual.

Muy temprano estaba en la Iglesia disputando la tablilla del confesonario.

Si se la hubiese juzgado por la continuidad con que se confesaba, se le habría creído la mayor pecadora del globo; pero no era así atendiendo a lo que pasaba en ese tribunal poderoso del clero.

Regularmente se demoraba un cuarto y hasta media hora en la tablilla; pero no se ocupaba de acusarse de faltas cometidas, sino en conversar y consultar al confesor.

Esta mujer estaba destinada a servir de agente a los jesuitas para llevar a cabo la salvación de la sobrina.

Por eso, tan pronto como recibió el recado del abate, se dispuso con gran contento de su alma, a llenar un deber que sentía le honraba.

Al día siguiente la tía se dispuso a llevar a Enriqueta a pasear.

Con el fin de disponerla a que no se alterase, se valió del doctor para que recetase a la joven la necesidad de andar en carruaje.

  —353→  

El doctor cumplió con el empeño, y la tía que no creía falta el engañar, porque así se lo ordenaba el confesor, instó también a Enriqueta para que cumpliese con la receta del médico.

La joven, que cuando le pasaba el delirio, quedaba en un estado sumo de debilidad al oír a su tía lo que le decía, le contestó con suma ternura.

-Me siento imposibilitada de dar un paso. Creo que si me mueven, moriré.

-No, hijita -le replicó la tía enternecida al contemplar el aspecto de la sobrina-, no hijita, es necesario hacer cuanto el médico diga, porque el dejarse morir es hasta criminal.

Enriqueta miró a la tía con dulzura y con voz apagada y humilde volvió en tono de súplica a decirle:

-¡Pero si estoy tan débil!...

-Yo te cargaré con cuidado, nada sentirás.

La sobrina suspiró manifestando resignación, y después de un corto momento le respondió con un sentimiento profundo:

-Haga lo que usted guste, tía.

La tía se retiró y mandó alistar la calesa para las seis de la tarde.

La hora prefijada había llegado y la conductora de Enriqueta lloraba en la antesala.

Era un tributo que la sensibilidad del corazón rendía al sacrificio de una sobrina bella y virtuosa.

La tía se enjugó las lágrimas y alzando los ojos al cielo exclamó:

-Señor, tened en descuento de mis culpas el dolor que sufro al separarme de la única sobrina y compañera que tengo en la tierra.

Arregló su pañuelón negro, y revistiéndose de toda la resolución que da el fanatismo para ejecutar un crimen, entró a la pieza de Enriqueta, llamó a una esclava y enseguida le dijo:

  —354→  

-Vamos, hija mía, hagamos este sacrificio por Dios.

La joven, resignada ya, principió a moverse en el lecho, hizo un esfuerzo para sentarse y no pudo.

-Creo que es imposible el levantarme, tía -le observó.

-No, hijita, no; déjate así no más; nosotras te vestiremos.

Y en efecto, la esclava y la tía comenzaron a vestir aquel cadáver que aun conservaba los restos de una hermosura angelical.

Enseguida la sentaron con suma dificultad.

Enriqueta solía quejarse, pero ahogaba sus dolores.

La esclava y la tía, la tornaron entonces de los brazos y lograron pararla.

-Apóyate en nosotras, hijita -le dijo la tía-. Apóyate y procura andar.

La sobrina haciendo esfuerzos sobrenaturales, movió sus pies y con gran dificultad logró salir de la pieza de dormir.

En la antesala se sentó un momento.

Un sudor frío bañaba su frente; pero estaba condenada a ayudar y volviendo a tomar la aptitud anterior, continuó hasta bajar la escalera.

Al recibir el aire del zaguán, la enferma sintió una especie de vértigo que la hizo perder las fuerzas y quedar suspendida por las que la llevaban de los brazos.

La tía creyó que allí se moría la sobrina, y sentándola en la última grada de la escalera, procuró animarla con sus cuidados.

La joven volvió los ojos y reclinó la cabeza en el pecho de la tía.

-Id corriendo donde el confesor -dijo la tía a una sirvienta-; y volviéndose al criado calesero que esperaba con la puerta abierta del carruaje, le ordenó:

-Pedid a la señora vecina la medicina para los accidentes.

Los criados partieron, y la tía continuó sosteniendo el cuerpo de Enriqueta.

  —355→  

Magdalena que nada sabía de lo que pasaba, se apareció la primera corriendo con el frasquito.

Miró a su amiga en aquella postración y se arrodilló para socorrerla.

-¿Por qué aquí? -preguntó con espanto.

-El médico le ha recetado que salga en calesa -le contestó la tía.

-Pero es una temeridad. Conduzcámosla a su pieza.

-Es preciso no moverla hasta que vuelva -observó la tía llena de dolor.

-Que vayan a traer el médico -dijo la esposa; y tomando las manos de su amiga, principió a calentarlas con su aliento.

-Enriqueta, querida amiga -le dijo esta-, aquí estoy yo. Mírame, Enriqueta.

La joven continuaba postrada sin alterar su fisonomía pulcra y virginal.

La esposa continuó con sus cuidados, y de cuando en cuando le repetía sus llamados de amor.

Al fin la joven entreabrió los ojos y levantó con pausa la cabeza.

-¿Aquí estás, Magdalena? -le dijo la joven extendiéndole los brazos para estrecharla.

-Sí, hijita, dándole un ósculo en la frente. Tú no puedes salir, ¿vámonos a tu pieza?

La joven miró a la tía como interrogándole, y la tía que en aquel momento era dominada por su corazón, le contestó:

-Si, hijita, volvámonos. Ya has hecho todo lo posible por tu parte.

La tía y Magdalena suspendieron entonces el cuerpo de Enriqueta para volver a subir la escalera; mas en este momento llegó el hermano Rodríguez, enviado con instrucciones por el abate González.

-Aguardaos, señoritas -les dijo-; aguardaos un momento.

  —356→  

La tía se detuvo, y se detuvieron las jóvenes al oír esa voz agradable del jesuita.

-¿Qué vais a hacer subiendo la escalera? ¿no veis que si se hace repechar a esa joven se le agrava el mal?

-¿Qué queréis que hagamos -le observó Magdalena-, cuando de estar aquí ha de sufrir por la intemperie?

-Entradla más bien a la calesa, allí descansará un rato.

-Me parece mejor -observó entonces Enriqueta-, que vaya a morir en mi cama con descanso.

-Señorita, os halláis bastante fuerte para que penséis tan siniestramente.

La voz del jesuita dominó el ánimo de la tía, que luchaba entre el sentimiento y la obediencia.

El doctor llegó a este tiempo agitado por la precipitación con que había venido.

El jesuita se le acercó y le habló en voz baja.

El doctor se aproximó a la enferma, y tomándole el pulso de decidió:

-Es preciso que salga en la calesa, de otro modo no podría responder de la salud de la enferma.

Magdalena se quedó estupefacta, y sin poder contradecir la orden del médico por no arriesgar la salud de su amiga, se inclinó hacia ella, diciéndole:

-¡Qué se ha de hacer, hijita! Haz una prueba para ver cómo te va.

-¿Te parece que lo haga?

-Si por mi fuese, no, pero el médico lo manda.

-Haré lo que se me manda -exclamó con suma tristeza-. Tengo no sé qué presentimiento, creo que al subir a ese carruaje me despido del mundo.

Magdalena alterada por la escena que presenciaba, contuvo sus   —357→   pensamientos y exhortó a su amiga a llenar el sacrificio que se le imponía.

Enriqueta apoyándose en los brazos de la tía y de su amiga, marchó entonces hasta entrar en la calesa.

La tía subió con ella, y Magdalena que se empeñaba en acompañarla, fue despedida por excusas de la señora y los consejos del doctor.

La esposa se retiró a su casa ahogando el llanto de la despedida que preveía sería eterna.

El doctor y el jesuita se estrecharon las manos, y con la alegría propia de esas naturalezas extraviadas, se despidieron el uno para su convento y el otro para su morada.

El carruaje siguió andando paso a paso, y Enriqueta recostada en el pecho de su tía iba muda por no lanzar quejidos a causa de los dolores que sufría con el movimiento.

Había andado como seis cuadras la calesa, cuando la joven, demasiado molesta ya, suplicó a su tía se volviese.

-Pronto descansarás, hijita, porque aquí nos bajaremos un momento.

-¿En dónde, tía? es mejor que nos volvamos.

-No, hijita, el doctor me ha señalado el tiempo que debes hacer ejercicio, y antes de volvernos me ha ordenado que descansemos para tomar aire en un jardín.

-Pero ya está oscureciendo, tía y el frío me hará mal.

-Cumpliremos con lo que el doctor manda.

Enriqueta se quedó callada y dejó que se hiciese con ella lo que se quería.

El carruaje siguió adelante hasta pararse al frente de la puerta falsa del monasterio de Santa Clara.

Allí se detuvo a la voz de la tía que así lo ordenaba.

El calesero se desmontó y abrió la puerta del carruaje.

  —358→  

La tía se incorporó, y dando un beso en la frente de Enriqueta, dijo:

-Bajemos aquí.

Enriqueta que no sabía dónde estaba, se levantó ayudada de su tía, y mirando por la puerta de la calesa preguntó:

-¿A qué venimos a este convento?

-Es para que tomes el aire del jardín.

-Tía -le suplicó que nos volvamos-, me causa terror esta casa.

La tía suspiró, y con la mayor dulzura le contestó:

-Haremos ver primero si las monjas nos esperan, porque están avisadas de nuestra visita. Sería una falta burlarlas.

Luego se dirigió al criado y le ordenó:

-Pregunta si la madre abadesa puede recibirnos.

El criado entró, y golpeando en el torno, cumplió con el mandato de la tía.

La abadesa vino al instante, y abriendo una puerta que estaba al lado del torno, contestó:

-Que pasen adelante.

La tía y Enriqueta vieron a la abadesa, y comprometidas por la presencia de esta, la tía se apeó del carruaje, y tomando con sumo trabajo a la sobrina, la bajó cargada.

Enriqueta reanimando sus fuerzas y apoyada en el hombro del criado y en el brazo de la tía, caminó hasta donde la Abadesa estaba.

-Adelante, señoritas -les dijo la abadesa-; y tomando el lugar del negro, que se retiró a la puerta, encaminó a la tía y a Enriqueta hasta llegar a un claustro pequeño que en el centro tenía un jardín, y cuyos extremos le formaban unos corredores que daban entrada a piezas pequeñas.

La abadesa al ir andando, se detuvo delante de una puerta que estaba junta, la empujó, y convidando a las recién venidas a sentarse, les dijo:

  —359→  

-Aquí descansaremos un momento.

Ellas no opusieron resistencia, y penetraron en la pieza.

Era esta un cuarto redondo, alfombrado el piso, con una cama limpia en un rincón, una mesa en un costado y algunos muebles más que llenaban los otros costados.

Inútil nos parece advertir que en las paredes se encontraban imágenes de santas y un crucifijo.

-Sentaos aquí, señoritas, sentaos.

A Enriqueta la recostaron en el lecho, y la tía y la abadesa se sentaron cerca de ella.

La joven se tendió como un cuerpo muerto; tal era lo fatigada que estaba.

Conversó la tía en voz baja con la abadesa largo rato, hasta que la primera levantó el eco y consultó a Enriqueta:

-La madre Abadesa me ofrece que si gustas quedarte aquí hasta restablecerte, ella tendría el mayor gusto en cuidarte.

-Agradezco infinito la oferta -contestó la joven con dificultad-; creo que nada me faltaría, pero prefiero estar en mi casa.

-Mira -replicó la tía-, hijita, debías aceptar a mi ver, porque nada te faltaría; yo vendría aquí diariamente, se haría lo que tú gustases.

Enriqueta se quedó callada y luego contestó:

-Aquí estoy triste, y aquí no tendría la libertad de estar con mi amiga a todas horas.

-Tu amiga vendrá a cada rato, por eso no temas.

-No, tía, es mejor que nos volvamos. Deme gusto en esto que es tan insignificante.

Acompañó estas palabras con tal unción y dolor, que la tía no se atrevió a oponérsele.

La Abadesa, que abrigaba la convicción de que quedando allí Enriqueta, solo así podría salvarse, observó a la tía:

  —360→  

-Es necesario sacrificar la voluntad de la joven a su salvación.

-Es cierto -contestó la tía en voz baja.

-Ya es de noche -observó Enriqueta sentándose en la cama con dificultad-, ¿vámonos?

La agitación producida por la marcha, y la tristeza del lugar, principiaron a hacerle reaparecer la fiebre.

Sus fuerzas comenzaron también a rehabilitarse con la excitación de los nervios.

-Tía ¿vámonos? -volvió a decirle Enriqueta.

La tía bajó la cabeza y permaneció asustada.

La Abadesa tomó una aptitud decidida y dijo a esta:

-La joven empieza a agravarse. Retiraos señora, yo quedaré con ella.

Diciendo esto, se levantó y llamó con la mano desde la puerta a dos novicias preparadas de antemano.

-Estad aquí prontas, les ordenó y volvió a entrar.

La tía se paró de la silla, y lanzando una mirada de compasión y amor a Enriqueta, salió precipitadamente para volverse a su casa.

Enriqueta vio esto, se dejó caer del lecho, y procuró seguir a la tía.

-¡Tía! ¡tía! -le gritó.

La tía no oyó; estaba subiendo al carruaje.

La joven sintió un terror involuntario, y agitada por lo que pasaba; se puso a andar.

-Señorita, volveos a la cama -le dijeron las novicias a tiempo que la abadesa salía.

-¡Yo me quiero ir! -gritó la joven-, dejadme salir.

La desesperación la arrebató, la fiebre sobrevino con rapidez y el juicio de Enriqueta se extravió.

  —361→  

-¡Yo quiero salir!... ¡tía!... ¡tía!...

Las novicias tomaron entonces de los brazos a la joven, y luchando con las fuerzas de la loca, la volvieron a acostar en medio de los gritos que daba y del espanto que expresaba; cerrando bien la puerta de la celda, para impedir se oyesen las voces de la víctima que quedaba reducida a una clausura forzada.



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ArribaAbajoCapítulo XXXV

La entrevista de dos ex novios


Mientras Enriqueta era reducida a clausura, Margarita buscaba una solución a su existencia desordenada.

Esta joven personificaba la corrupción de la alta sociedad limeña en la época del coloniaje.

Parecía increíble se encontrase en un pueblo nuevo el desarrollo de vicios que suponían una larga existencia.

Pero en Lima como en Méjico sucedía que la base de su orden social era anterior a su existencia propia.

Podía decirse que eran sociedades viejas trasportadas a un terreno virgen.

Méjico y Lima eran los países americanos que merecieron la predilección de los conquistadores.

Ricos en frutos, en oro, en cuanto puede desearse, atrajeron con la fama de sus tesoros una inmigración numerosa de la nobleza española.

  —363→  

Extinguidas las razas indígenas, los pobladores de estas colonias fueron hombres que traían consigo los hábitos, vicios y educación que constituyen la vieja sociedad de donde salían.

Por eso, esas sociedades eran un trasunto de épocas viejas, que se incrustaban en el suelo del Nuevo Mundo y desarrollaban sus gérmenes destructores con más facilidad que en el país de donde provenían.

La nobleza que inmigraba, se caracterizaba por su odio al trabajo, su ambición al oro y su consagración a los placeres.

Los pueblos conquistados, aislados del contacto con el mundo, tenían que buscar en sí mismos los recursos para pasar el tiempo del mejor modo posible.

Sin estímulos morales, sin amor a la civilización, sin vida en las regiones del pensamiento, esas gentes se dejaban llevar por las exigencias de los sentidos, y la sociabilidad se traducía por las manifestaciones de los placeres encargados de llenar las aspiraciones de esas exigencias.

De allí provenía el refinamiento en los goces y la consagración a las fantasías creadas por la voluptuosidad.

Méjico y Lima eran bajo este aspecto dos sociedades que dejaban atrás el lujo y la corrupción de la Metrópoli.

Para los colonos de toda la América, Lima era tenida como la mansión del placer, la Capua de los tiempos modernos.

Y si no fuera impertinente una observación, podía hacerse notar en nuestros días los frutos de esa vida colonial respecto a los demás estados americanos.

En Lima y Méjico es en donde se ha encontrado mayor dificultad para conseguir la independencia, y en donde se ha tenido que luchar más para organizar sociedades libres; porque es en ellos donde dejó más raíces la conquista.

Recordados estos antecedentes, no era de extrañarse que Margarita fuese un tipo de la corrupción de aquella sociedad aristocrática.

  —364→  

Las sociedades, como los individuos, están sujetos a unas mismas leyes en el orden moral.

Toda relajación en la vida social tiene por punto, de partida la tolerancia de la primera falta.

Un desliz admitido conduce a un segundo paso en la carrera de la desmoralización.

El cuerpo como el alma acepta con la repetición de actos indebidos lo que al comienzo rechazaba.

En Margarita se veía la filiación de esa conducta que lleva a los mayores excesos.

En el seno del hogar no había conocido el valor de la virtud ni comprendido la importancia del honor.

Desde la cuna había abierto los ojos presenciando el escándalo; y el escándalo que le ofrecía la conducta de la madre, vino a ser para ella una regla irreprochable a seguir.

Andando el tiempo, a medida que crecía, Margarita comprendió que el ser que la había dado a luz era criminal.

La naturaleza le apartaba, por un sentimiento instintivo, del amor filial; porque ese amor santo no puede existir sin tener por germen la virtud.

¿Cómo podía segregarse Margarita a una vida licenciosa y no encontrar en ella su ruina, cuando ni los pueblos escapan a las consecuencias de la corrupción?

No hay nación conocida que no haya tenido que perecer cuando ha perdido el sentimiento moral.

La decadencia de los pueblos, por más encumbrada que haya sido su posición, está explicada por la corrupción que los ha dominado.

Cuando ese veneno sutil se infiltra en la sangre de una sociedad, la inocencia desaparece, el adulterio es la cuna de la infancia, la falsía entra como moneda necesaria para el comercio de la existencia; la traición, la envidia, el egoísmo se apoderan del corazón y lo encaminan a la consumación de un mundo de iniquidades.

  —365→  

Hoy penetra como un reptil en el seno del hogar, para aparecer mañana dueña de la generación que nos empuja al olvido. Se reviste cuando quiere de la púrpura bordada de oro y brillantes para disfrazar la putrefacción de los imperios; otras toma el albo manto de la virgen para emponzoñar la sangre de una generación a crear.

Arrastrándose por en medio de las jerarquías sociales, se oculta con la máscara del rubor para sorprender más tarde e intentar su victoria lanzando al mundo sus conquistas como hijas predilectas destinadas a imperar.

Dueña de las riquezas, dispone de los perfumes que embriagan, de los festines que enloquecen, de la música que encanta, de la danza que rinde el alma a los ensueños de la voluptuosidad.

Infatigable para perseguir la presa que codicia, la corrupción asume todos los caracteres fascinadores que dominan el alma, rodea largo tiempo los contornos de una mansión y no cesa de presentarse a cada hora, en toda situación, hasta conseguir un puesto en el seno de ella.

Allí se instala, y desde el centro de las aspiraciones recorre hasta sus últimos confines, con paso de gigante, todo el teatro que ha elegido para mostrarse dueña de los que habían escapado a su poderío.

Es entonces que se presenta cebándose placentera en la devastación que causa; y cuando se ha saciado, toma la víctima con sus manos hercúleas para presentarla descarnada a la sociedad; la alza cuanto le es posible y enseguida la deja caer con estrépito en el fango de las miserias humanas, en ese lodazal de escándalos que la ahoga en medio de los alaridos del desprecio y de la deshonra, en medio de las maldiciones que sus labios malditos lanzan.

La vida de Margarita era la comprobación de los resultados de una prostitución dominante.

El escándalo de sus acciones era público.

Había recibido desaires repetidos.

Las familias honradas le habían cerrado las puertas de sus hogares.

  —366→  

Los jóvenes mismos, tenían vergüenza de saludarla en público; y el que se atrevía a visitarla lo hacía tomando precauciones que ocultasen su amistad.

Tanto contratiempo sufrido, tanto desengaño experimentado, en vez de haberla corregido la habían despechado y llevádola a buscar sus distracciones entre las clases inferiores de la sociedad.

No era ya al petimetre ni al hombre educado al que esperaba para ser cortejada; el círculo que la rodeaba era de esas gentes que viven sin posición y pasan la existencia en las orgías de un mundo oscuro y licencioso.

Acostumbrada a vivir de los galanteos, se fastidiaba cuando encontraba sin adoradores que la elogiasen y la admirasen.

Para distraerse no esperaba ya que la buscasen, salía a la calle en demanda de miradas que correspondía con marcada atención.

Si alguien le dirigía la palabra, ella se detenía a contestarle con aire risueño y expresivo.

Margarita, en una palabra, había arrojado la máscara y se presentaba tal cual era en su desenfreno sensual.

Esta joven que hemos bosquejado en su vida extraviada, era la que persistía en casarse con Eduardo, hombre que aun cuando llevaba sobre sí manchas indelebles, no por ego dejaba de ser severo al tratarse de apreciar el honor de la mujer.

Margarita comprendía la imposibilidad en que se encontraba de llegar a ser esposa del Inquisidor; pero no por eso había abandonado el pensamiento de atraerle por medio de la seducción, y en último caso, por medio de la violencia.

Para ella el matrimonio era una necesidad que la autorizase a volver a la sociedad y a ser ligera sin temor a la crítica.

En medio del vicio no encontraba la felicidad que el alma precisa.

Estaba aturdida, pero impulsada por la idea fija del matrimonio, columbraba en Eduardo su única salida a un mundo que había dejado para descender en la escala de los gustos y relaciones que en otro tiempo conociera.

  —367→  

Ese pensamiento la había hecho combinar un plan que le diese el resultado que anhelaba.

Consecuente a ese plan había escrito al Inquisidor la carta que ya conoce el lector.

La respuesta de Eduardo la había colmado de esperanzas.

El día de la entrevista había llegado y con él la hora en que se iba a decidir la suerte de Margarita.

Asistamos a este episodio.

En la calle de Polvos Azules había una pequeña casa antigua de mal aspecto.

Las puertas sin pintar y las paredes ennegrecidas, anunciaban que aquella era una mansión descuidada desde largos años.

La sala de recibo estaba al frente de la puerta de calle, y la distancia que la separaba era tan solo el trecho que ocupaba un pequeño patio.

En esa casita, la noche de la cita de Margarita con el Inquisidor, tenía lugar una diversión que llamaban parranda.

Los que se divertían eran algunos negros acompañados de mujeres de igual color.

En el centro de la sala había una mesa surtida de comestibles y botellas de aguardiente.

La parranda había comenzado a las siete de la noche, aun cuando habían transcurrido dos horas devorando las viandas y libando copas, los concurrentes se encontraban animados y como si empezasen a divertirse.

Los negros tan locuaces de por sí, amigos de imitar como los monos cuanto ven y oyen, no se consideraban satisfechos hasta no hacer lo que habían visto en los banquetes de los blancos en que habían servido.

Así era que en medio del ruido de los platos y de las copas, brindaban, y a la conclusión de cada brindis se levantaban para bailar una zamacueca, la dulce unión u otras de aquellas danzas   —368→   animadas por el tamboreo, los acordes del harpa y el canto tumultuoso de la raza morisca.

En uno de aquellos intermedios de la fiesta se dejó oír una voz que brindaba:

-A la salud de la más bonita criatura.

-¿Cuál es? -preguntaron los otros compañeros.

-De la más preciosa y generosa señorita, la que nos costea este banquete.

-Sí, sí, contestaron los otros. A su salud, y bebieron sus copas.

Los tertulios tomaron un trozo de cerdo y con gran ruido de platos, y más que todo de palabras, continuaron galanteando a sus parejas.

En esto estaban, cuando otro de los negros, como empachado con un pensamiento que tenía, se levantó para brindar.

-Que viva la reina del placer, la marquesa Margarita.

-¡Que viva! -estalló el grito de los concurrentes.

Daban este viva cuando se presentó en el umbral de la puerta una mujer tapada con un pañolón.

Pasó adentro, y descubriéndose tomó una copa y brindó:

-A la felicidad que nos da la plata y a los placeres del amor.

Este brindis fue aplaudido con frenesí.

Margarita dejó la copa vacía, y palmeando el hombro a un negro, le dijo en secreto:

-Pronto, pronto volveré. Estad listo a la primera seña que os haga, para no interrumpir esta diversión.

-Sí, mi amita, estaré pronto con mis compañeros.

Margarita se tapó entonces para irse, y los concurrentes para no pasar por descorteses, se acercaron a rendirle homenaje.

-Son ustedes muy galantes, mis amigos; gracias por los cumplimientos.

  —369→  

Margarita que gustaba de galanteos, y que jamás había podido decir no, extendió la mano y los negros se la besaron.

Ella se enorgulleció de tanta distinción, y salió contenta de encontrar adoradores aun en aquellos hombres.

-Sigamos adelante -exclamó la voz del hombre a quien Margarita había hablado.

Los tertulios se entregaron entonces a los placeres que habían interrumpido.

Margarita se dirigió de aquel lugar a una casa del mismo aspecto que la que acababa de dejar, distante dos casas de por medio.

Entró, abrió la puerta de calle y enseguida volvió a abrir una de las puertas que estaba al frente, la cual daba entrada a una pieza redonda sin otra salida que aquella por donde la joven acababa de penetrar.

Encendió una pajuela y prendió dos luces; luego se sentó frente a la puerta de la calle.

Aquella pieza estaba amueblada pobremente.

Margarita había alquilado aquella casa preparándola para recibir a Eduardo.

Nada ofrecía de sospechosa en su aspecto por el modo como Margarita la había dispuesto.

Eran las nueve y media de la noche, y los ojos de la joven no se separaban de la puerta de calle.

-¿Si me engañará? -se preguntaba a sí misma-. Las nueve y media han dado, es la hora designada.

Volvió a fijar sus ojos en la entrada y se quedó esperando.

-Son cerca de los tres cuartos y aun no llega.

La hora corría y la impaciencia de la joven crecía.

El reloj tocó los tres cuartos, y al concluir la tercer campanada, un embozado se detuvo en la puerta de la calle.

Miró con incertidumbre y pareció dudar en su resolución.

  —370→  

Margarita le vio, y llevada de su genio, dio un fuerte tosido.

El embozado conoció la tos y sin vacilar entró.

-Señorita -le saludó entrando-; perdonaréis la tardanza; no ha sido culpa mía.

-Adentro, señor Eduardo, adentro.

Margarita se paró del asiento y condujo a Eduardo a una esquina de la pieza. Sus ojos brotaban fuego y su semblante un agrado inexplicable.

-Yo que deseo justificarme a vuestros ojos -le dijo-, señor, os extrañará que tenga que salir de casa para veros; pero esta casa es de mi tía, y he preferido este lugar mejor que cualquiera otro.

Eduardo estaba serio y deseoso de desocuparse pronto de la entrevista; por eso trató de ir pronto al esclarecimiento de lo que le interesaba conocer, diciendo a Margarita:

-Recibí vuestra carta, señorita, y como en ella aludís al honor de una señora, deseaba saber los conductos por donde habíais sabido esas calumnias. Este solo objeto me ha traído aquí sin que por eso deje de mostrarme agradecido por el interés que tomáis por mi vida.

-Antes de satisfacer vuestros deseos -le contestó la joven-, permitidme hablaros de lo primero que os expuse en mi carta.

Margarita se sentó en el borde del asiento y continuó:

-Por un acaloramiento vuestro, he perdido mi reputación. Voy a explicaros todo, para que variéis de la resolución que tomasteis al abandonarme.

-Permitidme, señorita -la interrumpió Eduardo-, permitidme que cierre mis oídos a lo que vais a decir. Mi resolución es una, y es no perder el tiempo en una conversación que jamás borrará los hechos que presencié.

La joven detenida en su marcha, comprimió la rabia, y lejos de estallar, siguió empleando los medios de la seducción.

Estaba Margarita vestida con voluptuosidad; hablaba a los sentidos   —371→   con sus formas, a pesar de tener marchito el rostro, apagada aquella frescura que se conserva en una vida arreglada.

Sus brazos aunque gruesos, no revestían el torneo de la virginidad.

Las manos tan llenas y pequeñas que en otro tiempo decantaban la inocencia, estaban surcadas por venas henchidas, movedizas al tocarlas y ásperas al tacto; signos inequívocos de la vida que llevaba.

Sin embargo, Margarita mirada a la distancia, conservaba restos de belleza.

Cuando Eduardo le habló con tanta aspereza, ella dejó caer con descuido el pañolón y mostró un elegante descote.

Sacó sus brazos, y apoyando su mejilla en la mano izquierda, contestó con la mayor amabilidad:

-¿De qué palabras me valiera, qué prueba os diera, para haceros ver que os amo a vos solo, señor Eduardo? Si llegaseis a penetrar en mi corazón, os convenceríais de que nadie os puede amar como yo. ¿Creéis encontrar la felicidad en otra mujer?

-Os vuelvo a suplicar, que no hablemos de eso. Soy vuestro amigo y nada más. No hablemos más de lo que no tiene remedio.

-Esa es mucha crueldad. Yo os prometo que si os consagráis a mí, seréis el ángel de mi vida y me bendeciréis por lo ejemplar que seré. La felicidad es un capricho, señor Eduardo, un capricho. Decidme que la encontraréis en mí y yo también seré feliz.

-No quería hablar sobre lo pasado, señorita; pero ya que me provocáis, decidme ¿cómo puedo encontrar mi felicidad entrando a ser el ridículo de la sociedad? ¿no os acordáis de lo que pasó? ¿qué dirían las gentes?

-¿Que no despreciáis la sociedad? Yo la desprecio y me río de ella, porque la sociedad es lo que vos sabéis...

-No, señorita, la sociedad a pesar de sus nulidades, de sus malos aspectos, conserva siempre un fondo de honradez, da fallos que   —372→   nadie levanta. Es preciso respetarla, porque en ella hay también virtudes que residencian al hombre. La sociedad no es para mí una norma, pero temo la justicia que ejerce. Esa sociedad que despreciáis, os hace sentir su peso en este momento. ¿No es verdad que sufrís por causa de ella?

-Os creía un hombre más despreocupado, señor; sed como yo, despreciad y entonces os reiréis de las gentes.

Eduardo que veía lo largo de una discusión como esta, trató de cortar la conversación.

-¿Pero, a qué os disculpáis despreciando la sociedad? Si la despreciaseis teniendo virtudes que os elevasen sobre ella, justo sería vuestro raciocinio; pero despreciarla para encubrir y disculpar faltas, no comprendo cuál sea el resultado que queráis sacar.

-Señor Eduardo, siempre he de sufrir vuestras durezas, siempre; porque estoy resignada a sufrir lo que queráis para reconciliarme con vuestro amor.

-Eso es imposible.

-¿Imposible? ¿no os movéis a sacarme de la deshonra en que he caído por vos?

-Vos estabais deshonrada ya, y habéis continuado deshonrándoos. ¿Querríais que a despecho de vuestras faltas siguiese amándoos? ¿que me casase viendo llover sobre mí el peso de vuestras irregularidades? No, señorita, no penséis en eso más. Es un imposible. Entre el amor que os tenía se ha colocado la compasión.

-¡Basta! -le gritó la joven perdiendo la cabeza al oír esta última palabra que la humillaba-. ¡Basta! la compasión no es para mí, la compasión es para los que no tienen qué comer, para los pobres.

-Las que no tienen qué comer, señorita y prefieren pasar las amarguras de la pobreza sin entregarse a la prostitución, esas no merecen compasión; están más elevadas que otras, porque poseen el honor que no se compra ni se recupera con dinero. Os querría ver pobre y virtuosa para amaros.

  —373→  

A este último golpe, Margarita se incorporó y se arrojó a los pies de Eduardo suplicándole:

-Señor Eduardo, ¡amadme! ¡amadme! Seré la mujer ejemplar, seré lo que queráis que sea. Amadme...

La joven dejó caer la cabeza en las rodillas de Eduardo y este horrorizado de aquella humillación, repelió con severidad aquella postración.

Margarita le tomó las manos y las besó; mas, Eduardo, impresionado desfavorablemente, las retiró con violencia y se levantó para irse.

La joven se levantó entonces, y viendo que se le iba la presa, que sus demostraciones nada producían de favorable, dijo a Eduardo para detenerle:

-Está todo concluido, no os volveré a importunar más. Otras serán más felices que yo, la napolitana.

Al oír este nombre, Eduardo se detuvo, y mirando a la joven le contestó:

-¿Queréis decirme lo que a este respecto os han contado?

-Aunque nada os debiera decir sin embargo, os lo contaré para que no seáis desgraciado.

El sentimiento con que fueron dichas estas palabras, hicieron creer a Eduardo que había buena fe en la joven.

-Sentaos, señor, no os volveré a hablar de mí.

Eduardo volvió a sentarse, y Margarita principió a contarle lo que sabía.

-Por una de las criadas del señor Rodolfo he sabido que...

Margarita interrumpió su frase, viendo que una de las luces se concluía, y parándose dijo a Eduardo:

-Permitidme hacer traer una luz.

Eduardo se quedó mirando a Margarita que salía a traer una luz; mas la joven al salir, cerró la puerta y le puso llave con suma ligereza.

  —374→  

Eduardo corrió a la puerta para no quedar encerrado, pero la joven le contestó desde el patio:

-Aguardad un momento, os dejo así para que no vaya a entrar alguien.

Diciendo esto corrió hacia la calle, cerrando del mismo modo la puerta de afuera.

Eduardo esperó con inquietud un cuarto de hora, y viendo que lo de la luz era algún ardid, creyó se tramaba algo serio contra él.

El temor le sobrevino; dio voces, golpeó con estrépito la puerta forcejeó por descerrajarla, más no pudo.

Un silencio mortal apagaba sus voces e inutilizaba sus esfuerzos.

Principió entonces a dar pasos agigantados por la pieza.

Pasó un cuarto de hora más; dieron las doce y aun nadie aparecía.

-Esta es una trampa -se dijo-, aquí nadie debe vivir porque nadie responde. ¿Qué se querrá de mí?

Seguía andando, y su imaginación le presentaba peligros extremos.

Metió las manos en los bolsillos y no encontró más que un débil cortaplumas.

Llevaba cota de malla pero no armas.

Las luces se fueron concluyendo y quedó a oscuras.

-En este estado me pueden asesinar -reflexionó-; y yo morir aquí... ¡eso es horrible!

Los remordimientos le asaltaban; la idea de la muerte le espantaba.

Eduardo sacó fuego de un mechero y encendió un cigarro para alumbrarse a sí mismo.

-No es posible que muera como un miserable -se dijo-... ¿pero con qué me defiendo? algo de terrible me espera. ¡Ah Margarita!...   —375→   ¡Margarita!.... ¡Margarita!... demonio inexplicable; ¿cómo me has podido engañar? ¿A qué vendría aquí?

Eduardo se reclinó sobre una silla; sintió que el reloj daba la una de la noche.

Cada hora le parecía un siglo.

-¡Seguramente vendrá -se dijo-, más tarde, cuando todo el mundo esté dormido y entonces se me querrá inmolar!... pero no me he de dejar asesinar como un cobarde.

Se paró y tomó uno de los candeleros.

-Es de cobre -dijo-, puede servir para un golpe.

Luego lo empuñó y lo acomodó para el objeto pensado.

Meditó un rato y resolvió un plan de defensa.

El reloj dio las dos de la mañana.

Lo avanzado de la hora, le sugirió nuevas ideas.

-¡Tal vez se me quiera tener aquí para siempre: ojalá que así fuese!... el abate daría conmigo.

Esto pensaba, cuando sintió el sonido de la llave que abría la puerta de calle.

La sangre se le aglomeró al corazón, corrió a ponerse tras de la puerta única por donde debían entrar a la pieza.

Algunas voces de hombre se dejaron escuchar en el patio.

Esto persuadió a Eduardo que trataban de asesinarle,

El momento era solemne.

Los pasos se acercaron a la puerta, traían una luz.

Margarita puso la llave en la chapa y dio vueltas, luego corrió un cerrojo que había por fuera, y dando un empellón puso su pie en el umbral para entrar con cuatro negros que la acompañaban.

Eduardo al ver abrir la puerta, sin más esperar y como fuera de sí precipitó sobre ella.

Dio con el candelero un golpe mortal a Margarita en los pechos,   —376→   atropelló a los negros, abriéndose calle con la rapidez del impulso y los golpes que repartía.

Los negros se atolondraron un momento con la sorpresa del ataque, arrojando puñaladas al paso e inciertas que repelió la cota de malla.

Eduardo salió a escape ganando la calle, perseguido por los cómplices de la joven.

Margarita, al recibir el golpe no tuvo tiempo de nada.

-¡Me ha muerto!... -fueron sus últimas palabras y cayó de espaldas al suelo.

Los negros volvieron sin haber podido dar alcance a Eduardo, y encontraron a la joven sin aliento, sin respiración; y en vez de auxiliarla, corrieron a ocultarse dejándola a la intemperie.

Eran las cuatro de la mañana, cuando los últimos rayos de asomaron en Margarita.

La policía de aquel entonces no se conocía.

Los amigos de la joven habían huido.

El Inquisidor, deteniéndose en su carrera, prefirió silenciar lo que había pasado por evitar el escándalo.

La joven tendida en el umbral de la puerta, sentía que el golpe le había destrozado las venas, y la caída contribuido a aumentar sus dolores.

Entreabrió los ojos, como volviendo del otro mundo, y comprendió que se encontraba próxima a perecer.

-¡Juan!... -gritó con acento de moribunda.

Nadie respondió.

La oscuridad le espantó y dio voces apagadas.

-¡Socorro! ¡socorro!

Su voz se perdió sin encontrar eco.

El fantasma de la muerte se le presentó.

-¡Qué horror! -exclamó-, no quiero morir... aun soy joven... tengo que... gozar...

  —377→  

La sangre de las arterias corría derramándose por sus entrañas; los dolores eran agudos.

-¡Socorro!... -volvió a balbucear.

Llevó sus manos a la cara y se cubrió con ellas el rostro como para consolar su miedo, como para no ver la imagen descarnada del remordimiento.

Hizo un esfuerzo para levantarse, pero ya era tarde; las fuerzas le faltaban.

Entonces principió a arrastrarse hasta llegar al umbral de la puerta de calle, y dándose vueltas en su agonía impotente, siguió en medio de sus dolores y de sus remordimientos hasta llegar a la casa donde poco antes los negros se divertían.

El arpa continuaba tocando, y cuando las parejas estaban embriagadas por el licor y los placeres, el cuerpo yerto y desencajado de la joven hizo el último esfuerzo para penetrar en aquella parranda buscando un socorro.

Quiso avanzar, pero la vida le faltó; solo un grito de muerte y de desfallecimiento lanzó.

-¡Socorro!... ¡socorro!...

Al pronunciar estas palabras, Margarita contrajo la fisonomía; y revolcándose en el último dolor de su agonía, se estiró, quedando un cadáver a las puertas de la orgía.

La música silenció, el espanto sucedió a la embriaguez, y el cuerpo frío de Margarita encontró su descanso en los últimos ecos de la danza y del ruido de las copas.

........................................

Al día siguiente, un cajón forrado en paño negro con una cruz blanca encima, marchaba sin otro acompañamiento que el de los sepultureros, a ser depositado bajo las losas del cementerio de San Pedro.



  —378→  

ArribaAbajoCapítulo XXXVI

La desaparición del Callao


Margarita había desaparecido del mundo sin dejar otros recuerdos de su tránsito por la sociedad que el de sus vicios.

Otro tipo diferente que reflejaba la santidad de la mujer virtuosa, seguía también el camino de la eternidad, lejos del mundo y sacrificada a la pureza de sus sentimientos.

Enriqueta agonizaba.

Separada de sus últimas afecciones que eran su tía y Magdalena, encerrada en una celda del monasterio de las Claras, rodeada de semblantes extraños y atormentada por la presencia del padre Ulloa; Enriqueta había sido presa de accidentes repetidos que le extinguían las pocas fuerzas que le quedaban.

Resignada a morir, su espíritu perdió el dominio de sí mismo.

Cuando la razón le alumbraba, llamaba a su amiga y no le daban razón de ella.

Cuando le sobrevenía un acceso de furor, hacía esfuerzos para salir de aquel panteón, como le llamaba, pero le retenían fuerzas superiores que la reducían a la impotencia.

  —379→  

Lo avanzado de la enfermedad, los contratiempos que sufría y la convicción que adquirió de la muerte de Moyen, apresuraron sus últimos momentos.

Se la había hecho testar.

El día fatal había llegado. Era el 28 de octubre de 1746.

Desde muy temprano la muerte se dibujaba en la fisonomía de Enriqueta.

Inmóvil en el lecho, su razón se encontraba serena, y su espíritu resignado.

Un ligero tinte de carmín coloreaba sus labios.

El brillo de las pupilas lo tenía algún tanto empañado.

Los cabellos rubios que en otro tiempo ondulaban sobre sus espaldas, se encontraban desgreñados y esparcidos por la almohada.

Aquella voz tranquila y dulce que se armonizaba con la situación de su naturaleza, parecía extinguida.

Las religiosas que la acompañaban la contemplaban extasiadas.

Allá, de cuando en cuando, se dejaba oír un ¡ay! que nacía del corazón de Enriqueta.

Era el único desahogo de su martirio.

Todas las horas de ese día la enferma las pasó sin alteración.

La noche había caído y con ella también ahora fatal.

Aparecieron los síntomas inequívocos.

El corazón disminuía sus latidos.

El movimiento de los párpados era casi imperceptible.

La respiración era la única señal de que Enriqueta aun vivía.

Esa agonía prolongada daba de cuando en cuando señales de lo que pasaba en el espíritu de la moribunda.

Se le veía levantar los ojos al cielo y elevarlos cual si fuera dominada por un éxtasis de adoración y de amor.

Quizás divisaba el camino luminoso que debía llevarla a la eternidad.

  —380→  

En esos momentos en que el hombre no sabe si aun está en tierra o en el cielo; en aquellos instantes que preceden a la muerte, en los que el alma se desprende lentamente de las formas materiales para ir entrando en las regiones serenas de lo infinito, no puede menos de columbrarse, de verso al través de las tinieblas que nos separan de Dios, al Dios que nos llama.

Enriqueta debía encontrarse en esa situación al sufrir los dolores consiguientes a la paralización del organismo, los dolores morales de su sacrificio, cuando al mismo tiempo bañaba su rostro una sonrisa que solo es propiedad de los ángeles.

En tal situación las horas avanzaban.

Las religiosas que veían aproximarse rápidamente la muerte, le prodigaban palabras de consuelo.

El abate Ulloa recitaba las oraciones destinadas para auxiliar al moribundo. Pero Enriqueta no parecía oír las voces humanas, ella entendía seguramente la voz del Eterno.

Con los ojos abiertos, miraba a los que lo acompañaban, y cuando veía correr algunas lágrimas por las mejillas de las religiosas, suspiraba, alzaba sus pupilas inciertas y apagadas hacia el cielo, y volvía enseguida a inundar el semblante de gozo.

Esas manifestaciones de una existencia que se apagaba, dejaron de presentarse.

Era que el alma de Enriqueta se encontraba alimentándose de los cantares de la gloria.

........................................

Enriqueta acababa de morir.

El abate que la auxiliaba acercó un espejo a la boca del cadáver y la luna quedó limpia.

No había aliento que la empañase.

El abate y las religiosas se hincaron entonces a rezar.

Eran las diez y media de la noche. El reloj acababa de dar la última campanada.

  —381→  

No se sentía otro ruido que el murmullo de las voces que oraban.

-Rezad una salve -dijo el abate a las religiosas después de haber recitado otras oraciones-, por el alma de la difunta.

Las religiosas se entregaron con todo fervor a rezar la salve.

En esto se dejó sentir un ruido subterráneo, terrible, semejante al producido por un mundo que se derrumba.

Las religiosas y el abate lanzaron un grito de espanto y huyeron hacia el jardín.

Un segundo de silencio y de ansiedad precedió al sacudimiento de la tierra.

El terror se apoderó de todos los espíritus, y la tierra, cual un mar ondulante, siguió meciéndose en medio de los gritos y de un estrépito infernal.

Los techos caían y caían las paredes de los viejos edificios, levantando una polvareda espesa que cubría los rayos de la luna.

Los habitantes no podían mantenerse de pie.

El sacudimiento de la tierra les hacía caer.

Era un terremoto que visitaba al Perú.

Las calles de la opulenta Lima, adornadas con plazas y templos, se poblaban de gentes que imploraban misericordia; unas postradas de rodillas dándose golpes en el pecho, otras implorando socorro para que les ayudasen a salir de algún escombro que los había tomado al fugar.

Los que podían corrían desalentados, sin rumbo, desconociéndose todos y cada cual absorto por el espanto.

El polvo secaba las gargantas.

Una densa oscuridad reinaba, semejante a la ideada por los católicos para el día final.

Los ayes de las madres que clamaban por sus hijos, la carrera de las bestias que atropellaban por en medio de las multitudes, los quejidos de los que caían heridos por los trozos de los edificios,   —382→   los lamentos de los que se rendían exánimes, destrozados; todo ese mundo de voces confundidas en medio de las tinieblas y acompañadas por los repetidos sacudimientos de la tierra, presentaban a los aterrorizados habitantes la llegada del día último del mundo.

Cuando esta convicción se hizo general, entonces vino la desesperación a reemplazar al dolor y al terror.

Los gritos de todos eran llamando sacerdotes que les confesaran para encontrar una absolución que los dispusiera a morir.

Otros no esperaban tanto y confesaban sus culpas a voces, pidiendo perdón, con los brazos puestos en cruz y mirando hacia el cielo.

Toda la noche se pasó en esta agonía.

El sacudimiento de la tierra fue calmándose poco a poco.

El polvo se disipó y la luz de la luna volvió a alumbrar ese cuadro de desolación.

Los habitantes quedaron ansiando la luz del día para cerciorarse de que aun se encontraban en el mundo.

El crepúsculo del día 20 apenas había asomado, cuando cada cual se entregó a buscar los objetos más caros del corazón.

Separemos nuestra vista de las escenas que tuvieron lugar a presencia de aquella catástrofe de fatal recuerdo.

El día 29 había amanecido, decíamos, cuando un puñado de hombres llegó a la capital dando voces de exterminio.

Eran los que habían salvado de la ruina del Callao; ¡34 personas de 6000 habitantes que tenía!

Cuando los habitantes de Lima principiaban a encontrar un consuelo, en la luz del día que asomaba, cuando se veían por aquí a unos que lloraban sobre un cadáver ensangrentado, por allá a otros que derramaban lágrimas de consuelo al volver a encontrar a sus esposas, hermanos; cuando sobre unos derrumbes de la cárcel de la Inquisición se distinguía a Magdalena postrada por el dolor, al recibir la noticia que Eduardo le daba, de haber perecido allí Rodolfo,   —383→   cuando todo esto pasaba, las voces de que el mar avanzaba a tragarse la capital, vinieron a completar el desborde de los sufrimientos.

El pavor reapareció y cada cual no pensó sino en salvarse a sí mismo.

Las gentes se precipitaron a alcanzar los cerros, y con la velocidad del rayo, la ciudad quedó sola.

Eduardo, viendo que Magdalena prefería perecer en el lugar que se le había señalado como tumba de su esposo, la tomó en sus brazos y echó a correr con ella para salvarla.

¿Qué había sucedido en el Callao?

El movimiento de la tierra había sido de Norte a Oeste.

El Callo había sufrido los mismos sacudimientos que Lima y a más una inundación espantosa.

El mar se había reconcentrado al comienzo del terremoto, dejando en seco las playas que antes estaban cubiertas por las aguas. Luego, cuando el polvo producido por la caída de los edificios ahogaba a sus habitantes, ese mar había vuelto cual una montaña embravecida cayendo de golpe sobre la población y arrastrando en el reflujo de las olas, los destrozos causados por el sacudimiento.

No había parado en esto.

El mar espumoso y aterrante había seguido barriendo cuanto encontraba a su paso; y cuando se calmó, sus aguas quedaron cubriendo la población del Callao.

Hasta ahora, el curioso observador puede, en un día sereno, pasear en una embarcación sobre las aguas que bañan la Punta de Pescadores y divisar en el fondo las calles delineadas del antiguo Callao9.

  —384→  

Las voces de los escapados del puerto, que aterraron a los habitantes de Lima, no eran infundadas si se atiende al pánico que debió producir la salida del mar.

Pero pronto se convencieron de que el peligro había desaparecido.

Cuando la población se tranquilizó, descendió de los cerros a buscar en las ruinas lo que extrañaba faltarle.

Desde entonces, Magdalena creyó a Eduardo como su salvador; y en esta idea se afianzó tanto más, cuanto se consideró huérfana en el mundo por la pérdida de Rodolfo.







  —385→  

ArribaEpílogo

La tierra continuó agitándose por intervalos y con suavidad, durante treinta días más.

Eduardo juzgó imposible posesionarse de Magdalena atendiendo al impedimento que lo opondría el abate González.

Magdalena aturdida con tanto contratiempo, se resolvió a dejar el Perú y correr en busca del padre Anselmo, que se encontraba misionando entre los araucanos.

Las gentes del Perú principiaron a emigrar.

Eduardo llevado de su pasión por Magdalena, resolvió seguirla a Chile y allí intentar su unión.

El abate ignoraba lo que sucedía.

A mediados de noviembre, la barca «Tres Marías» salió del Callao para Valparaíso.

Magdalena se embarcó en ella al amanecer y Eduardo a las ocho de la noche.

El quince, de madrugada, la barca se dio a la vela.

Dos días después se supo la desaparición de Eduardo.

El abate, al tomar conocimiento de este accidente, procedió a despojarle de su empleo y de sus títulos, poniendo de Inquisidor Mayor a un devoto de la Compañía.

Al mismo tiempo pasó a la cárcel de la Inquisición, y de allí sacó al joven Salazar para servirse más tarde de él en la realización de los planes que meditaba contra Eduardo.

-¡Algún día sabrá ese ingrato -dijo el abate para sí solo, aludiendo a Eduardo-, ese hijo sacrílego del abate Rondani, que a mí nadie me engaña!...