Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El «Jean Santeuil» de Marcel Proust

Ricardo Gullón



El 18 de noviembre de 1922 falleció en París Marcel Proust. Al cumplirse el trigésimo aniversario de su muerte aparece en Francia (editada por Gallimard, todavía bajo el signo de la N. R. F.) una novela suya de la que hasta hace dos años se ignoraba la existencia.





Dos años atrás, Bernard de Fallois, joven licenciado en Letras que preparaba una tesis doctoral sobre Marcel Proust, consiguió, gracias a la recomendación de André Maurois, que Mme. Mante-Proust, sobrina del autor de En busca del tiempo perdido, le confiara diversos cuadernos y escritos inéditos del gran novelista, y entre ellos, múltiples hojas sueltas y rotas encontradas en un guardamuebles, a la muerte de Proust.

El señor de Fallois comprobó que esas hojas eran parte de una obra extensa, y con tanta habilidad como paciencia las recompuso y ordenó, consiguiendo reunir el texto de una novela hasta hoy ignorada. Alrededor de mil páginas a las que Fallois puso por título el nombre del protagonista: Jean Santeuil.

En la correspondencia de Proust se hallan alusiones a cierta novela suya -anterior a los quince volúmenes de En busca del tiempo perdido- que sin duda es la ahora reconstruida, escrita probablemente entre los años 1896 a 1900. Varios fragmentos producen la impresión de estar incompletos, sea por haberse perdido hojas o porque el autor dejó para más adelante la tarea de colmar los baches.

La primera parte de la novela sigue el orden marcado por Proust, pero las restantes, incluso la introducción, han sido establecidas por Bernard de Fallois colocando cada trozo en el lugar que le pareció más adecuado conforme a la cronología del relato. El texto es sólo un primer borrador, abandonado por el novelista para escribir la historia de otra manera, más madura y personal, en la espléndida floración posterior. En busca del tiempo perdido es la corrección y superación de Jean Santeuil; en vez de corregir sus apuntes, Proust los rompe y abandona (aunque sin destruirlos del todo, olvidándolos; quizá voluntariamente, quizá porque deseaba olvidarlos), y comienza de nuevo. Realmente no escribe una obra distinta, sino la misma, aunque varíen nombres de personas y lugares; los nombres cambian, pero las almas y las sensibilidades son significativamente próximas y el lector familiarizado con el mundo proustiano reconoce bajo la apariencia de Jean al buscador del tiempo perdido. Son muchas las escenas del Santeuil en que se esbozan temas después desarrollados en El camino de Swan, en La prisionera, en Sodoma y Gomorra...

No quiero decir que Jean Santeuil sea el borrador de la gran novela posterior, sino el borrador de una novela que no llegó a cuajar porque cuanto en ella quería decir quedó expresado con más intensidad en La recherche. Esta, con otros accidentes y otros episodios, sirvió mejor que aquélla para expresar los sentimientos y las obsesiones de que Proust necesitaba liberarse. Las dos son penetraciones en lo pasado, con la diferencia que va de la seguridad y la perfección al balbuceo y el apunte.

Jean Santeuil en su estado actual desplaza tres volúmenes con un total de mil páginas. Poca cosa frente a las cinco mil de En busca del tiempo perdido. A menor extensión, menor originalidad en el tempo narrativo; a ratos diríase una parodia de la gran suma novelesca, realizada por alguien bien impuesto en la sensibilidad y la peculiar manera con que Proust afronta la vida y el recuerdo, pero menos dotado y sin las cualidades de imaginación y estilo del gran novelista.

Este esbozo, precisamente porque casi cada escena recuerda alguna de la posterior creación, evidencia su inferioridad. Los personajes distan del espesor y el relieve logrados por Charlus o Albertina. Unas veces se piensa en un Proust anterior al Proust conocido y otras en un discípulo desvaído, falto de vigor y misterio, ahora desorientado y luego cercano al modelo. Entre las armonías lentas, solemnes y evocadoras de La recherche y ciertos párrafos de Jean Santeuil (la sonata de Saint-Saens, interpretada por Françoise; el niño que no puede dormir si la madre no apacigua sus temores; la confesión arrancada por Jean a su amante...), el parentesco es evidente, pero también la inferioridad de éstos. Proust no poseía aún la riqueza de medios necesaria para comunicar cuanto deseaba decir, pero algunas frases están ya henchidas de savia y manifiestan el afán de expresar totalmente sus sensaciones, de agotar las posibilidades de la memoria en torno al recuerdo.

En el primer capítulo del Santeuil, apenas escritas cuarenta páginas, encontramos un párrafo que prefigura muchos, mejor construidos, de la ulterior invención: «El genio de la memoria, que da la vuelta a la tierra más rápidamente que la electricidad, y que con la misma rapidez da la vuelta al tiempo, le había depositado [en lo pretérito] sin que pudiera advertir ni siquiera el transcurso de un segundo. La electricidad no invierte menos tiempo que la memoria en conducir a nuestro oído, apoyado al auricular del teléfono, una voz muy lejana. La memoria... ese otro poderoso elemento de la naturaleza que como la luz y la electricidad, en un movimiento que de puro vertiginoso se nos antoja un inmenso reposo, una especie de omnipresencia, está a la vez en todas partes alrededor de la tierra, en las cuatro esquinas del mundo, en donde palpitan sin cesar sus alas gigantescas, como las de uno de esos ángeles que la Edad Media imaginaba».

Sobre la memoria está construido Jean Santeuil, como toda la inmensa obra de Proust. Ella es el resorte que hace revivir lo pasado y situándolo en lo presente, extraído en vivo de las profundidades donde se hallaba perdido, nos hace dueños de él. Pues Jean es Proust, tan a las claras como En el camino de Swan, aunque todavía no hable en primera persona. Las páginas de Jean Santeuil son autobiográficas, y tanto que, sorprendido en el desaliño del borrador no revisado, encontramos el nombre verdadero -Illiers- del pueblecito donde Proust veraneó de niño, confundido con el imaginario -Etreuilles- en que Jean pasa las vacaciones. Etreuilles resulta el estadio intermedio entre la realidad y su cristalización definitiva en la memoria, la trasposición de lo distante en un recuerdo fiel que desde el punto de vista novelesco no vibra con la poderosa fuerza evocativa de Combray.

Marcel Proust escribió sobre el amor capítulos admirables que recientemente han sido comentados entre nosotros con penetrante delicadeza. Carmen Castro, en «Marcel Proust o el vivir escribiendo» analiza y explica el amor en Proust y en la Recherche, y me permito aconsejar la lectura de ese libro a quienes deseen formarse una idea del problema. En Jean Santeuil está Gilberta bajo la gracia infantil de María Kossichef y Albertina con el nombre de Françoise, está el «monólogo sentimental», como lo llama Carmen Castro, del niño nervioso y violentamente apasionado, a quien el temor de no ver a María en las tardes de los Campos Elíseos producía «una inmensa agitación [que] hacía temblar su corazón».

Las catleyas ofrecidas por Swan a Odette en la Recherche se diría que son las vistas por Jean en el jardín de invierno, desde el vestíbulo de la casa, en Etreuilles, seguramente reminiscencia de las que Marcel descubriera en Illiers, cuando niño. La memoria de Proust conservaba en sus pormenores la imagen de lo pasado, y detalles como éste demuestran que no es casual la mención de una flor, de una melodía, de un verso, sino aportación del vivificante recuerdo: «pues el recuerdo conserva el pasado sin mutilarlo, y lo que estaba unido en la realidad permanece unido en nuestra memoria». Vivía de sí mismo, y solamente en su corazón encontraba materiales con que edificar la construcción en donde poco a poco daba forma a la vida, sintiendo que los recuerdos, una vez escritos, constituían una revelación de la realidad, y al retener lo esencial de la existencia, la poseían.

Cuando Jean, tanteando a oscuras en el armario, encuentra el viejo abrigo de terciopelo de su madre, reconoce en seguida «el olor indefinible» del ayer, las sensaciones de entonces, y no sólo eso, sino que, al mismo tiempo, la imaginación le acerca también lo futuro. Recuerda la tersura de las mejillas maternas, los frescos labios que años atrás tranquilizaban en el adiós nocturno sus pavores infantiles y evoca la marchita belleza que serán poco después. El instante en que vive le apremia a vivir, por su misma fugacidad, presentándose incorporado a los recuerdos, inseparable de lo vivido y lo porvenir.

Aprehende lo real conforme a sus propias leyes de señorío. La novela tiene realidad porque «es el resultado de un trabajo completamente espiritual, cualquiera que pueda ser la ocasión (un paseo, una noche de amor, dramas sociales), una especie de descubrimiento en el orden espiritual o sentimental que hace el espíritu, de manera que el valor de la literatura no reside en modo alguno en la materia expuesta ante el escritor, sino en la naturaleza del trabajo que su espíritu opera sobre ella». (Jean Santeuil, II, 29). Subrayo el final de la frase porque en él está el secreto del arte novelístico, y no sólo el del arte proustiano. En el caso presente los temas son triviales: la infancia enfermiza y mimosa de Jean, sus estudios, sus amistades, en particular la de Henri de Reveillon, hijo de un duque, que le abre las puertas de casas y salones aristocráticos, el affaire Dreyfus, incidencias mundanas, amores y desafíos, la vejez de sus padres... Los materiales son transformados en la memoria y la acción de la memoria los ennoblece, aunque no consiga arrancar de ellos las resonancias que en la Recherche. Se le ve a punto de dar al descubrimiento la modulación necesaria, a punto de atinar con el tono preciso y con su integración en los vastos acordes que más tarde lograría.

En Jean Santeuil cuenta su propia vida; la transposición es rudimentaria, incompleta. Los elementos autobiográficos emergen más en crudo, menos artísticos. Si la pretensión es la misma que en la Recherche, la ambición es menor; quizá el autor no se ha descubierto, no advierte el calado de su aventura: la posibilidad de poseer las cosas en el recuerdo, al inventariar las peripecias que le hicieron según es, al evocar la historia de su existencia, sólo significante cuando, encadenados los sucesos y explicados unos por otros, descubre el sentido que los unía, el sentido oculto tras su aparente intrascendencia. «Aires de música oídos antaño y en otra parte tienen el poder de despertar en nosotros el recuerdo y el encanto de los lugares y la época en que fueron escuchados», decía, y esos ecos que en su momento fueron en verdad intrascendentes y parecieron «perdidos», porque sepultados en estratos del alma generalmente silenciosos, un día, al conjuro de la evocación surgen y suenan con limpidez, restituyéndonos un lejano ayer que empieza a ser y resplandece con un destello hasta ese instante inadvertido.

Marcel Proust

A propósito de esta identificación del hombre a través del recuerdo, Georges Poulet escribe en su estudio sobre Proust: «Reconocerse en un lugar, en una música, en una sensación, es más que recordar esta sensación, es recobrar el ser». Y concluye con clara vedad: «Para Proust una memoria pasiva no tiene más significación que una sensación bruta. Ni una ni otra tienen nada que comunicar, salvo su oscura realidad sensible. Ni una ni otra, sola, puede alzarse hasta expresar el ser que se es». La memoria opera en Jean Santeuil activamente, con esfuerzo revelador y creador; no llegará a plenitud, ni conseguirá que los elementos sentidos y recordados como integrantes de lo pretérito se manifiesten por completo, pero atisbos, aciertos parciales, intuiciones que prefiguran el logro ulterior, se van dando paulatinamente de alta en la novela.

«El novelista doblado de snob se hará el novelista de los snobs», dice en el Santeuil. Y la fórmula sería aceptable si la Recherche no hubiera hecho de Proust el inventor de un prodigioso mundo imaginario. Jean Santeuil es una galería de retratos. Por falta de madurez el novelista no acierta a mover con soltura los entes de ficción y escalona con varia fortuna siluetas, esbozos o retratos diversamente compuestos. Nada que se acerque a la asombrosa plasticidad del Charlus o la señora Verdurin, de la Recherche, pero rasgos sueltos en los cuales se adivina la firmeza del pulso que los traza. Si la duquesa de Reveillon y el mismo Henri resultan diluidos y un tanto apagados, en el retrato del duque y en los esbozos de Duroc y Perrotin hay aciertos de observación y rapidez en el dibujo que denotan una mirada pugnante por desembarazarse de los lugares comunes y las imprecisiones expresivas.

El retrato del coronel Picard, en las páginas dedicadas a comentar el proceso Dreyfus (segundo tomo del Santeuil), no parece de la misma mano que los de la Recherche; en el primero, la selección de detalles es trivial y la figura borrosa, sin relieve y sin contorno: apenas unos toques dispersos que no llegan a ordenarse y componer una presencia auténtica. Insistente ya, esa insistencia fatiga porque no sirve para transmitir nuevos elementos de conocimiento y se consume en una agotadora presión sobre tres o cuatro datos más bien convencionales que característicos.

Los personajes van haciéndose a medida que la novela adelanta, y así como Jean no sospecha que la duquesa de Reveillon sienta por él la ternura que un día le manifiesta, el lector descubre que tal figura novelesca a la que no supone ciertas dotes, las posee y las posee con tanta evidencia, que desde el principio debieron ser notadas, porque, como dice Proust de la duquesa, «estaban implícitas en sus actos».

Libros de sensaciones, las novelas proustianas tienden a ser impresionistas, porque las sensaciones son para naturalezas rápidas, y en su devenir contradictorias. Pero el impresionismo de Proust va lejos y responde a una ambición expresiva mucho más vasta que la generalmente revelada por quienes utilizan esa técnica estilística. Benjamín Cremieux definió bien las intenciones de Proust: «el impresionismo de Proust no consiste en registrar, según surgen, impresiones fugaces; consiste en vencer la natural pureza del espíritu y en no parar hasta lograr descubrir la parcela de realidad profunda, nutricia, contenida en la impresión. Las imágenes mueren; no tienen otra significación que la que nuestro espíritu les atribuye. Extraer lo real de la impresión es la finalidad, el sobreimpresionismo de Proust».

En Jean Santeuil, Proust quiso entregarse por completo a decir el eco levantado en su alma por las sensaciones y recuerdos del tiempo ido. «Para Marcel Proust -dice Carmen Castro-, el único modo de vivir su vida es vivirla escribiendo, esto es, novelando». Y el libro de la señora Castro, redactado en 1951, con anterioridad a la publicación de esta primera tentativa novelesca, lejos de quedar maltrecho (según suele ocurrir cuando sobreviene una obra inédita del porte de la comentada), encuentra confirmación en esas páginas que la autora sólo fragmentariamente conocía. Y si el Santeuil como obra literaria resulta muy inferior a la Recherche, como documento revelador del ser proustiano y del progreso de su arte es impagable.

No es posible, creo, discutir la conveniencia de su publicación. En el prólogo plantea Maurois el problema -si de problema se trata-: la opinión adversa alega la conveniencia de no mermar la grandeza del genio por la difusión de textos inmaturos en que no se revela, y el respeto a la voluntad del autor, que había optado por olvidar estas páginas. ¿Quedará Proust disminuido por el Santeuil? Absurda hipótesis. ¿Quiso olvidarlo? No es seguro: rompió las cuartillas, pero no las destruyó, y rotas, las conservó. ¿Cómo saber cuál era su pensamiento y cuál su deseo? Maurois sostiene que, presentada la novela como lo que es, esbozo y no obra acabada, tiene tanto interés como el boceto en comparación con el cuadro y permite «el estudio de la formación del genio», sin dañar su prestigio. «Colocar la primera Educación sentimental al lado de la segunda, o Las Miserias al lado de Los Miserables, me parece una empresa útil y loable», dice.

Estoy de acuerdo. Además, no siempre el autor es buen juez en su propia causa. Si Max Brod, amigo y testamentario de Franz Kafka, hubiera respetado la voluntad de éste y destruido los papeles inéditos que dejó a su muerte, se habría perdido una de las obras más importantes del siglo. El caso del Jean Santeuil no es igual; su interés estriba en que aclara la formación y evolución de un gran novelista, sorprendido en agraz, cuando sus dones apuntaban y su inteligencia buscaba forma en que poder expresarse. Más adelante, tras estudiar el manuscrito críticamente, sin duda será preciso rectificar la ordenación de los materiales propuesta por el señor de Fallois. Desde ahora, gracias a su diligencia, contamos con un libro que esclarece cómo el mundano cronista de Le Figaro se convirtió en el genial autor de En busca del tiempo perdido.





Indice