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El juguete rabioso [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoCapítulo primero

Los ladrones


Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.

Decoraban el frente del cuchitril las policromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.

A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.

Era cargado de espaldas carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.

Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: «Guárdate de los señalados de Dios».

Solía echar algunos parrafitos conmigo, y en tanto escogía un descalabrado botín entre el revoltijo de hormas y rollos de cuero, me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con veinte centavos de propina.

Como era codicioso sonreía al evocar al cliente, y la sórdida sonrisa que no acertaba a hincharle los carrillos arrugábale el labio sobre sus negruzcos dientes.

Cobrome simpatía a pesar de ser un cascarrabias y por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones.

Así, entregándome la historia de la vida de Diego Corrientes, decía:

-Ezte chaval, hijo... ¡qué chaval!... era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete...

Temblaba de inflexiones broncas la voz del menestral:

-Ma lindo que una rroza... zi er tené mala zombra...

Recapacitaba luego:

-Figúrate tú... daba ar pobre lo que quitaba ar rico... tenía mujé en toos los cortijo... si era ma lindo que una rroza...

En la mansarda, apestando con olores de engrudo y de cuero, su voz despertaba un ensueño con montes reverdecidos. En las quebradas había zambras gitanas... todo un país montañero y rijoso aparecía ante mis ojos llamado por la evocación.

-Zi era ma lindo que una rroza -y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas.

Después, encogiéndose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupía por el colmillo a un rincón, afilando con movimientos rápidos la lezna en la piedra.

Más tarde agregaba:

-Verá tú qué parte ma linda cuando lléguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña -y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

-Cuidarlo, niño, que dinéroz cuesta -y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo toc... toc... toc... toc...

Dicha literatura, que yo devoraba en las «entregas» numerosas, era la historia de José María, el Rayo de Andalucía, o las aventuras de Don Jaime el Barbudo y otros perillanes más o menos auténticos y pintorescos en los cromos que los representaban de esta forma:

Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón. Por lo general ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde.

Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas.

Necesitaba un camarada en las aventuras de la primera edad, y éste fue Enrique Irzubeta.

Era el tal un pelafustán a quien siempre oí llamar por el edificante apodo de «el Falsificador».

He aquí cómo se establece una reputación y cómo el prestigio secunda al principiante en el laudable arte de embaucar al profano.

Enrique tenía catorce años cuando engañó al fabricante de una fábrica de caramelos, lo que es una evidente prueba de que los dioses habían trazado cuál sería en el futuro el destino del amigo Enrique. Pero como los dioses son arteros de corazón, no me sorprende al escribir mis memorias enterarme de que Enrique se hospeda en uno de esos hoteles que el Estado dispone para los audaces y bribones.

La verdad es ésta:

Cierto fabricante, para estimular la venta de sus productos, inició un concurso con opción a premios destinados a aquellos que presentaran una colección de banderas de las cuales se encontraba un ejemplar en la envoltura interior de cada caramelo.

Estribaba la dificultad (dado que escaseaba sobremanera) en hallar la bandera de Nicaragua.

Estos certámenes absurdos, como se sabe, apasionan a los muchachos que, cobijados por un interés común, computan todos los días el resultado de esos trabajos y la marcha de sus pacientes indagaciones.

Entonces Enrique prometió a sus compañeros de barrio, ciertos aprendices de una carpintería y los hijos del tambero, que él falsificaría la bandera de Nicaragua siempre que uno de ellos se la facilitara.

El muchacho dudaba... vacilaba conociendo la reputación de Irzubeta, mas Enrique magnánimamente ofreció en rehenes dos volúmenes de la Historia de Francia, escrita por M. Guizot, para que no se pusiera en tela de juicio su probidad.

Así quedó cerrado el trato en la vereda de la calle, una calle sin salida, con faroles pintados de verde en las esquinas, con pocas casas y largas tapias de ladrillo. En distantes bardales reposaba la celeste curva del cielo, y sólo entristecía la calleja el monótono rumor de una sierra sinfín o el mugido de las vacas en el tambo.

Más tarde supe que Enrique, usando tinta china y sangre, reprodujo la bandera de Nicaragua tan hábilmente, que el original no se distinguía de la copia.

Días después Irzubeta lucía un flamante fusil de aire comprimido que vendió a un ropavejero de la calle Reconquista. Esto sucedía por los tiempos en que el esforzado Bonnot y el valerosísimo Valet aterrorizaban a París.

Yo ya había leído los cuarenta y tantos tomos que el vizconde de Ponson du Terrail escribiera acerca del hijo adoptivo de mamá Fipart, el admirable Rocambole, y aspiraba a ser un bandido de la alta escuela.

Bien: un día estival, en el sórdido almacén del barrio, conocí a Irzubeta.

La calurosa hora de la siesta pesaba en las calles, y yo, sentado en una barrica de yerba, discutía con Hipólito, que aprovechaba los sueños de su padre para fabricar aeroplanos con armadura de bambú. Hipólito quería ser aviador, «pero debía resolver antes el problema de la estabilidad espontánea». En otros tiempos le preocupó la solución del movimiento continuo y solía consultarme acerca del resultado posible de sus cavilaciones.

Hipólito, de codos en un periódico manchado de tocino, entre una fiambrera con quesos y las varillas coloradas de «la caja», escuchaba atentísimamente mi tesis:

-El mecanismo de un «reló» no sirve para la hélice. Ponéle un motorcito eléctrico y las pilas secas en el «fuselaje».

-Entonces, como los submarinos...

-¿Qué submarinos? El único peligro está en que la corriente te queme el motor, pero el aeroplano va a ir más sereno y antes de que se te descarguen las pilas va a pasar un buen rato.

-Che, ¿y con la telegrafía sin hilos no puede marchar el motor? Vos tendrías que estudiarte ese invento. ¿Sabes que sería lindo?

En aquel instante entró Enrique.

-Che, Hipólito, dice mamá si querés darme medio kilo de azúcar hasta más tarde.

-No puedo, che; el viejo me dijo que hasta que no arreglen la libreta...

Enrique frunció ligeramente el ceño.

- ¡Me extraña, Hipólito!...

Hipólito agregó, conciliador:

-Si por mí fuera, ya sabes... pero es el viejo, che -y señalándome, satisfecho de poder desviar el tema de la conversación, agregó, dirigiéndose a Enrique:

-Che, ¿no lo conoces a Silvio? Éste es el del cañón.

El semblante de Irzubeta se iluminó deferente.

-Ah, ¿es usted? Lo felicito. El bostero del tambo me dijo que tiraba como un Krupp...

En tanto hablaba, le observé.

Era alto y enjuto. Sobre la abombada frente, manchada de pecas, los lustrosos cabellos negros se ondulaban señorilmente. Tenía los ojos color de tabaco, ligeramente oblicuos, y vestía traje marrón adaptado a su figura por manos poco hábiles en labores sastreriles.

Se apoyó en la pestaña del mostrador, posando la barba en la palma de la mano. Parecía reflexionar.

Sonada aventura fue la de mi cañón y grato me es recordarla.

A ciertos peones de una compañía de electricidad les compré un tubo de hierro y varias libras de plomo. Con esos elementos fabriqué lo que yo llamaba una culebrina o «bombarda». Procedí de esta forma:

En un molde hexagonal de madera, tapizado interiormente de barro, introduje el tubo de hierro. El espacio entre ambas caras interiores iba rellenado de plomo fundido. Después de romper la envoltura, desbasté el bloque con una lima gruesa, fijando al cañón por medio de sunchos de hojalata en una cureña fabricada con las tablas más gruesas de un cajón de kerosene.

Mi culebrina era hermosa. Cargaba proyectiles de dos pulgadas de diámetro, cuya carga colocaba en sacos de bramante llenos de pólvora.

Acariciando mi pequeño monstruo, yo pensaba:

-Este cañón puede matar, este cañón puede destruir -y la convicción de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegría.

Admirados lo examinaron los muchachos de la vecindad, y ello les evidenció mi superioridad intelectual, que desde entonces prevaleció en las expediciones organizadas para ir a robar fruta o descubrir tesoros enterrados en los despoblados que estaban más allá del arroyo Maldonado en la parroquia de San José de Flores.

El día que ensayamos el cañón fue famoso. Entre un macizo de cinacina que había en un enorme potrero en la calle Avellaneda antes de llegar a San Eduardo, hicimos el experimento. Un círculo de muchachos me rodeaban mientras yo, ficticiamente enardecido, cargaba la culebrina por la boca. Luego, para comprobar sus virtudes balísticas, dirigimos la puntería al depósito de cinc que sobre la muralla de una carpintería próxima la abastecía de agua.

Emocionado, acerqué un fósforo a la mecha; una llamita oscura cabrilleteó bajo el sol y de pronto un estampido terrible nos envolvió en una nauseabunda neblina de humo blanco. Por un instante permanecimos alelados de maravilla: nos parecía que en aquel momento habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra.

De pronto alguien gritó:

-¡Rajemos! ¡La «cana»!

No hubo tiempo material para hacer una retirada honrosa. Dos vigilantes a todo correr se acercaban, dudamos... y súbitamente a grandes saltos huimos, abandonando la «bombarda» al enemigo.

Enrique terminó por decir:

-Che, si usted necesita datos científicos para sus cosas, yo tengo en casa una colección de revistas que se llaman Alrededor del Mundo y se las puedo prestar.

Desde ese día hasta la noche del gran peligro, nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Pílades.

[...]




ArribaCapítulo cuarto

Judas Iscariote


[...]

Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja.

Levanté la cabeza y próximo al cénit entre sábanas de nubes, vi relucir débilmente una estrella. Diría una salpicadura de agua trémula en una grieta de porcelana azul.

Me encontraba en el barrio sindicado por el Rengo.

Las aceras estaban sombreadas por copudos follajes de acacias y ligustros. La calle era tranquila, románticamente burguesa, con verjas pintadas ante los jardines, fuentecillas dormidas entre los arbustos y algunas estatuas de yeso averiadas. Un piano sonaba en la quietud del crepúsculo, y me sentí suspendido de los sonidos, como una gota de rocío en la ascensión de un tallo. De un rosal invisible llegó tal ráfaga de perfume, que embriagado vacilé sobre mis rodillas, al tiempo que leía en una placa de bronce:

ARSENIO VITRI - Ingeniero

Era la única indicando dicha profesión, en tres cuadras a lo largo.

A semejanza de otras casas, el jardín florecido extendía sus canteros frente a la sala, y al llegar al camino de mosaico que conducía a la puerta vidriada de la mampara se cortaba; luego continuaba formando escuadra a lo largo del muro de la casa ladera. Encima de un balcón una cúpula de cristal protegía de la lluvia el alféizar.

Me detuve y presioné el botón del timbre.

La puerta de la mampara se abrió, y encuadrada por el marco, vi una mulata cejijunta y de mirada aviesa, que de mal modo me preguntó qué quería.

Al interrogarle si estaba el ingeniero, me respondió que vería, y tornó diciéndome quién era y qué es lo que deseaba. Sin impacientarme le respondí que me llamaba Fernán González, de profesión dibujante.

Volvió a entrar la mulata, y ya más apaciguada, me hizo pasar. Cruzamos ante varias puertas con las persianas cerradas, de pronto abrió la hoja de un estudio, y frente a un escritorio a la izquierda de una lámpara con pantalla verde vi una cabeza canosa inclinada; el hombre me miró, le saludé, y me hizo señal de que entrara.

Después dijo:

-Un momento, señor, y estoy con usted.

Le observé. Era joven a pesar de su cabello blanco.

Había en su rostro una expresión de fatiga y melancolía. El ceño era profundo, las ojeras hondas, haciendo triángulo con los párpados, y el extremo de los labios ligeramente caídos acompañaba a la postura de esa cabeza, ahora apoyada en la palma de la mano e inclinada hacia un papel.

Adornaban el muro de la estancia planos y diseños de edificios lujosos; fijé los ojos en una biblioteca, llena de libros, y había alcanzado a leer el título: Legislación de agua, cuando el señor Vitri me preguntó:

-¿En qué puedo servirlo, señor?

Bajando la voz le contesté:

-Perdóneme, señor, ante todo, ¿estamos solos?

-Supongo que sí.

-¿Me permite una pregunta quizás indiscreta? Usted no está casado, ¿no?

-No.

Ahora mirábame seriamente, y su rostro enjuto iba adquiriendo paulatinamente, por decirlo así, una reciedumbre que se difundía en otra más grave aún.

Apoyado en el respaldar del sillón, había echado la cabeza hacia atrás; sus ojos grises me examinaban con dureza, un momento se fijaron en el lazo de mi corbata, después se detuvieron en mi pupila y parecía que inmóviles allá en su órbita, esperaban sorprender en mí algo inusitado.

Comprendí que debía dejar los circunloquios.

-Señor, he venido a decirle que esta noche intentarán robarle.

Esperaba sorprenderlo, pero me equivoqué.

- ¡Ah!, sí... ¿y cómo sabe usted eso?

-Porque he sido invitado por el ladrón. Además usted ha sacado una fuerte suma de dinero del Banco y la tiene guardada en la caja de hierro.

-Es cierto...

-De esa caja, como de la habitación en que está, el ladrón tiene la llave.

-¿La ha visto usted? -y sacando del bolsillo el llavero me mostró una de guardas excesivamente gruesas.

-¿Es ésta?

-No, es la otra -y aparté una exactamente igual a la que el Rengo me había enseñado.

-¿Quiénes son los ladrones?

-El instigador es un cuidador de carros llamado Rengo, y la cómplice su sirvienta. Ella le sustrajo las llaves a usted de noche, y el Rengo hizo otras iguales en pocas horas.

-¿Y usted qué participación tiene en el asunto?

-Yo... yo he sido invitado a esta fiesta como un simple conocido. El Rengo llegó a casa y me propuso que le acompañara.

-¿Cuándo le vio a usted?

-Aproximadamente hoy a las doce de la tarde.

-Antes, ¿no estaba usted en antecedentes de lo que ese sujeto preparaba?

-De lo que preparaba, no. Conozco al Rengo; nuestras relaciones se establecieron vendiendo yo papel a los feriantes.

-Entonces usted era su amigo... esas confianzas sólo se hacen a los amigos.

Me ruboricé.

-Tanto como amigo no... pero siempre me interesó su psicología.

-¿Nada más?

-No, ¿por qué?

-Decía... ¿pero a qué hora debían venir ustedes esta noche?

-Nosotros espiaríamos hasta que usted saliera para el club, después la mulata nos abriría la puerta.

-El golpe está bien. ¿Cuál es el domicilio de ese sujeto llamado Rengo?

-Condarco 1375.

-Perfectamente, todo se arreglará. ¿Y su domicilio?

-Caracas 824.

-Bien, venga esta noche a las 10. A esa hora todo estará bien guardado. Su nombre es Fernán González.

-No, me cambié de nombre por si acaso la mulata conociera ya, por intermedio del Rengo, mi posible participación en el asunto. Yo me llamo Silvio Astier.

El ingeniero apretó el botón del timbre, miró en redor; momentos después se presentó la criada.

El semblante de Arsenio Vitri conservábase impasible.

-Gabriela, el señor va a venir mañana a la mañana a buscar ese rollo de planos -y le señaló un manojo abandonado en una silla-, aunque yo no esté se lo entrega.

Luego levantose, me estrechó fríamente la mano y salí acompañado de la criada.

[...]





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