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El juicio de Dios [Fragmento]

Antonio Di Benedetto

El cuento para Sarita

El siglo ha comenzado unos siete años antes. San Rafael evoluciona. El cuatrerismo decae porque el ganado es menos, solo por eso. La tierra se racionaliza en colonias y en ellas enraizan la viña, los durazneros y los hombres. El ferrocarril ha llegado con la puntualidad de los que, si bien es cierto que ayudan, vienen a cobrar una parte.

El ferrocarril. Organización inglesa. Organización. Pero allí, tan lejos, con tanta soledad en torno, hace falta mucha voluntad para que las cosas marchen sobre rieles. Por eso, el jefe de la estación, superior autoridad ferroviaria de la zona, si quiere hacerlo tiene mucho que hacer, y como el jefe, don Salvador Quiroga, lo hace todo, para que el ferrocarril fuera suyo.

Con esa disposición para atender a cuanto sea necesario, cuando se entera de que el tren de carga que viene de Mendoza ha quedado detenido, por confusas causas, entre Resolana y Guadales, se dice: «¡En pleno desierto!», y como su cuadrilla de vías y obras está trabajando mucho más arriba, cerca de Pichi-ciego, y es lunes y por lo tanto no circula tren de pasajeros, piensa llegar primero con su presencia y el auxilio humano para el maquinista, el foguista y el guarda del convoy. En una zorra carga dos damajuanas de agua, una de vino, galleta y salame, jamón y escabeches. Y como el ferrocarril es suyo, con solo dos peones toma la vía, dispuesto a alternarse con ellos en el braceo de la palanca.

Don Salvador cala los atributos de mando. Lleva chaqueta con botones de metal blanco y gorra de visera, con el cargo bien claro en letras doradas, pero con una grafía de uso exclusivo en los ferrocarriles ingleses: «gefe», así, con «g». En realidad ni gorra ni chaqueta le convienen para el calor, tan serio, a golpes limpios de sol y rachas de aire de hoguera. Con una mano defiende la gorra del viento; con la otra tironea las damajuanas que se corren para atrás en la plataforma y pueden perderse.

Antes de dejar los cultivos que configuran Cuadro Nacional, don Salvador siente que, por lo que respecta al trabajo, él está sobrando, aunque sea máquina para ocho brazos. Los peones se bastan solos. Fuertes, graves, suben y bajan los duros torsos, mientras el sudor les pega la camisa al cuerpo. A uno le vuelan las crines negras; el otro las encasqueta con una boina. No piden resuello. Tampoco don Salvador, porque no es hombre blando aunque no le vaya bien esa travesía tan trajeado.

Les da una tregua, concediéndosela él mismo. Paran, respiran hondo. No hablan, todavía. Los tres tienen sed, no quieren beber estando sudados. Por entretener la espera que manda la prudencia, observan en lontananza, con mayor interés hacia el punto donde se pierden los rieles.

-No viene -dice uno de los peones, y es indudable para los otros que se refiere al tren.

-Ni un alma -resume el que ha mirado más detenidamente en torno.

-Pero más arriba están sembrando. Yo he visto, en otra vuelta -previene el que los desilusionó de que el tren acudiera por sí solo hacia ellos.

Ya han descansado y han conversado lo suficiente. Don Salvador destapa una damajuana de agua y se la alcanza al más forzudo. Para tomar hay que empinarla en el aire. El hombre pone los labios en el vidrio, recibe el líquido en la boca, baja la damajuana y escupe el agua.

-¡Caliente como un diablo!

-¿Y el vino...? -pregunta el jefe. La respuesta es obvia, solo que él, el «gefe», tiene que mostrar preocupación por sus subordinados en ese trance que no se le ocurrió, porque a la intemperie los recipientes tenían que calentarse, pero no tanto. Echa cuentas: están a unos seis kilómetros de Cuadro Nacional; falta más del doble de ese trayecto hasta la próxima estación, dos horas con exceso. ¿Habrá que volver esos seis kilómetros?

-¿Donde están sembrando habrá agua que no sea salada? Eso está antes de Resonala, supongo.

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