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El lago de Immen

Theodor Storm



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Prólogo

La vida y la obra de Theodor Storm

- I -

     Hans Theodor Woldsen Storm nació el 14 de septiembre de 1817 en Husum, pequeña ciudad del Schleswig, «junto al mar, gris y oprimida por la niebla» según él mismo la cantó. Fue el primogénito de un prestigioso abogado instalado allí. Su madre, mujer de una singular belleza, pertenecía a una distinguida familia patricia.

     Toda la niñez de Storm transcurrió en su pequeña ciudad natal, en cuyo ambiente pacífico tuvo ocasión de afinarse su sensibilidad precozmente desvelada. En casa de sus abuelos maternos mantuvo su primer contacto con el pasado, pues allí vivió entre muebles, libros y utensilios legados por generaciones pasadas y a los que en aquella casa se rendía casi un culto de veneración.

     Dentro de aquella atmósfera tranquila, conoció hasta la saturación el tesoro de las viejas leyendas, cuentos y fábulas que se contaban mutuamente con un niño del pueblo, y otras que más tarde escuchó de aquella «hija del panadero», figura fugitiva que aparece en su biografía como otra alada Schahrazada.

     En su propia ciudad natal estudió las primeras letras; luego, en 1835, pasó a Lübeck para cursar los estudios de enseñanza superior. Allí prosiguió las lecturas de los poetas alemanes que habla iniciado en Husum. Además de Schiller y Goethe, ensanchó sus horizontes con la lectura de poetas modernos como Eichendorff, Heine, Chamisso.

     En 1837 pasó a la Universidad de Kiel, y se matriculó como estudiante de leyes cediendo a los deseos de su padre, pues él quería estudiar medicina. Conoció varios jóvenes, pero su amistad vigorosa y duradera fue para los hermanos Tycho y Theodor Mommser, el gran investigador histórico, amistad que se consolidó a partir de 1839, después de una corta estancia en Berlín, cuyo ambiente le desagradó. Los tres leían apasionadamente: Goethe, de nuevo; Uhland, Achim von Arnim. Descubrió Eduard Mörike, que le produjo una impresión imperecedera y que más tarde se convirtió en amistad que duró toda la vida. Este autor es uno de los que más influyeron en su formación literaria y poética.

     Después de algunos balbuceos y ensayos, publicó en 1843, con la colaboración de los hermanos Mommsen, el Liederbuch dreier Freunde (Romancero de los tres amigos). Animados por el mediano éxito obtenido, intentan reunir las leyendas del Schleswig y Holstein en un volumen, que aparece en 1845, bajo la dirección de Karl Müllenhoff. Storm contribuyó a la publicación con veintitrés aportaciones.

     Terminados sus estudios y obtenido el título de abogado, regresa, en 1843, a Husum, donde no tarda en reunir una buena clientela, atraída por su carácter bondadoso y el renombre de su padre. Amigo de la música, músico a la vez y magnífico tenor, funda en su ciudad una sociedad coral, dirigiendo y tomando parte, como solista en los conciertos que organiza. Prosigue sus constantes lecturas, singularmente de los románticos Tieck, Fouqué, la Bettina, Immermann, Walter Scott, Dickens, etc.

     En 1843 se apasiona por la hija de su tía preferida, Konstanze Esmarch, hija del alcalde de la vecina ciudad de Segeberg. Contrae con ella matrimonio en 1846, ayudándole su abuela materna a pagar algunas deudas morosas, procedentes de sus años de estudiante, y recibiendo de su padre, en regalo, una casita en Husum, en la cual se instala. A pesar de la diferencia notable de temperamentos e inclinaciones que existe entre él y su esposa, viven un tiempo verdaderamente felices.

     Un incidente perturba la paz que gozaba el matrimonio. Storm conoce la hermana de la esposa de su hermano Juan. Se apasiona por ella y es correspondido en mayor grado. Pero gracias al dominio que logran ejercer sobre su pasión, y a la intervención suave de la esposa, queda conjurado el peligro. Dorothea Jensen se obscurece para reaparecer de nuevo a la vejez de Storm.

     Fruto de aquella pasión es la casi totalidad de su producción poética del año 1848 y la formación de otros elementos que cristalizan en El lago de Immen, que aparece en 1850. Sus actividades literarias continúan desarrollándose, y, además de recopilar canciones y aforismos del país, compone poesías y colabora en algunas publicaciones de carácter literario. En 1848 publica su primera obra en prosa, Die Frau Marthe und ihre Uhr (La señora Marta y su reloj). Cabe consignar aquí que, de toda esa producción, la que obtiene un éxito resonante y le da renombre es El lago de Immen. Las amistades y el contacto epistolar y personal con literatos, poetas y artistas aumenta a causa del éxito de su narración.

     En aquellos años la situación política en los Ducados del Norte empeora; son perseguidos los habitantes de tendencia alemana, y los funcionarios considerados como tales son substituidos por otros de origen danés. En 1850, Husum es ocupado por las tropas danesas; Storm, buen patriota, busca un refugio en el arte y la poesía. Lee Dante y los grandes poetas alemanes; cultiva la música; se entrega a la vida íntima del hogar. Por su resistencia a las autoridades danesas, es destituido. Queda sin ingresos y tiene que recurrir a la ayuda de su padre. En 1848 nació su primer hijo, Hans; en 1851, el segundo, Ernst, y el tercero, Karl, en 1853. Durante este mismo año abandona Husum y se traslada a Segeberg, desde donde gestiona su ingreso al servicio del Estado prusiano, consiguiendo el cargo, no remunerado, de asesor del tribunal de Potsdam, cerca de Berlín.

     Comienza una serie de contrariedades y tribulaciones: estrechez económica, sueldo ocasional, intrigas, etc. En este ambiente triste y gris, es un rayo de luz el nacimiento de su hija Lisbeth. En estos años tiene también la dicha de conocer personalmente a Mörike y a Eichendorff.

     En 1856 se traslada a Heiligenstadt, donde residirá hasta el año 1864 desempeñando el cargo de juez de distrito. Reviste interés su estancia en esta pequeña ciudad episcopal, católica, de 5.500 habitantes situada al sur de Götingen, con su paisaje de bosques y montañas. La vida de la pequeña ciudad, que tanto le recuerda la de su amada Husum, encanta y tonifica su decaído ánimo. El trato familiar adquiere nuevo calor; cultiva otra vez la música; forma un círculo de amigos; aumenta su ya numerosa prole con Luzie y Elsabe; crece el amor para su esposa, a medida que la hermosura física de ésta declina con la edad y las tribulaciones, manifestándose en las transitorias separaciones con el apasionado dolor de un novio; siente la impresión de la liturgía católica; lee con avidez, y su producción literaria alcanza el número de once narraciones.

     Este lapso de tiempo, a pesar de las enfermedades que sufren tanto él como su esposa, obligada a someterse a una dolorosa operación quirúrgica, cuenta entre el más dichoso de su vida, y prepara, sazonando su talento y su inspiración, la época de su plenitud artística que tendrá magnífica eclosión en los años de 1864 hasta 1888.

     En febrero de 1864, liberada ya Schleswig de los daneses por el brazo armado de Prusia, los habitantes de su país natal le ofrecen el cargo de Landvogt (gobernador) que, después de algunos recelos y titubeos, se decide a aceptar, tomando posesión del mismo al siguiente mes de marzo.

     Organiza allí su vida hogareña; renueva las viejas amistades; es querido de todos por su trato afable y su espíritu justiciero. Pero, cuando va a ver colmados sus deseos, recibe un golpe terrible que le empuja hasta el borde de la desesperación, al fallecer, en la primavera del año 1865, su esposa, «amada en el sentido más audaz de la expresión», «la que le había amparado y protegido, como una madre cuando un hijo rechazado corre hacia ella», según meses más tarde escribía a su amigo Tycho Mominsen. Asimismo escribe a Eduard Mörike: «Acudo a vos como un hombre que ha perdido ya toda la dicha y sobre cuyo futuro están escritas las terribles palabras que Dante vio sobre la puerta infernal.» Recurre a la música y cuéntase que, al regresar de la inhumación del cuerpo de Konstazze, desahogose sentándose al piano. Se vuelve sombrío y triste, desconfiando de todo, incluso de su capacidad artística; llega a estar convencido de que su producción se reducirá a «opera posthuma».

     Realiza algunos viajes para distraer su mente obsesionada. Va a Baden Baden, invitado por el escritor ruso Turguenief; recorre el Rin; se detiene en Heidelberg, Colonia, Maguncia, etc. Si bien es cierto que llega a recobrar el dominio sobre sí mismo, en cambio los asuntos de su hogar no marchan del todo bien. Y un año más tarde todo el mundo, entre admirado y satisfecho, ve como contrae nuevo matrimonio con la amiga de su juventud, aquella Dorothea Jensen, la misma que en los albores de su primer matrimonio encendió en él una viva pasión que sólo el recto sentido moral de los dos logró apagar con un admirable renunciamiento. En Dorothea, «Frau Do», encuentran sus siete hijos una nueva madre y él la más cariñosa de las esposas. Sin embargo, el vivo recuerdo de la desaparecida se interpone entre ellos en los primeros tiempos; mas al nacer una hija, Friederike, llamada «Dodo», parece como si entrara un dorado rayo de sol en el hogar reconstruido. Entonces renace su fecundidad de escritor.

     Es notable el intercambio epistolar, en esta última etapa de su vida, con significadas personalidades del mundo intelectual: Gottfried Keller, Paul Heyse, Klaus Groth, Emil Kuh, crítico e investigador literario austríaco, etc. También realiza algunos viajes; especialmente es de notar el llevado a cabo a Salzburgo y a Würzburg, donde conoce al historiador literario Erich Schmidt. Tiene contrariedades de orden familiar, algunas de ellas algo graves, como el fallecimiento de su tía Elsabe en una casa de salud, y el de su padre, ocurrido en 1874, al que sigue cinco años más tarde el de su madre. Los hijos van marchando por caminos propios. Unos se casan; otros, como la pequeñita Dodo, crece y es la ilusión dorada de los padres. El más hondo de los pesares se lo produce su hijo mayor, que muere en 1885 víctima del alcohol. Un drama (callado éste) es la vida de su hijo Karl, músico malogrado.

     Dieciséis años dura la segunda estancia de Storm en su ciudad natal de Husum y en ella su producción alcanza dieciséis narraciones y bastantes poesías. Durante la misma ha sufrido mucho, su corazón ha sangrado y le ha faltado el deseado reposo.

     En el mismo año del fallecimiento de su madre (1879) se promulga la nueva constitución alemana, en virtud de la cual los funcionarios judiciales vienen obligados a trabajar sobre nuevas fórmulas. Storm es ya viejo: cuenta 63 años y se siente fatigado. Va quedando solo; de sus numerosos amigos casi únicamente cuenta con Reventlow y su hermano Emil, siempre agobiado de trabajo. Su esposa siente una gran añoranza por su hermana Friederike, que reside en Hademarschen. En un viaje a la pequeña aldea, realizado en 1880, adquiere una finca; y, con la admiración y sorpresa de todo el mundo, se despide de su vieja y querida Husum, «la ciudad gris, que reposa junto al mar, oprimida por la niebla». Abandona el servicio del Estado después de obtener la jubilación, siéndole otorgada la condecoración de cuarta clase del Águila Roja.

     Hademarschen ya no es la pequeña ciudad, es un lugar del Holstein: un minúsculo paraíso, con bosques y prados. Storm hace construir una casa sencilla, pero a su gusto; allí cultiva y cuida su pequeño jardín, el deseo que tanto le atormentara en Potsdam. Reúne cuadros, libros, tapices, etc. Un verdadero nimbo de paz circunda finalmente su vejez, contrastando notablemente con la agitada de Heyse y la triste y solitaria de Keller. Por la mañana trabaja y por la tarde reúne algunos de sus amigos para hacer lecturas y hablar de arte; funda un círculo de recreo, donde se dan conciertos y lecturas públicas, generalmente a su cargo. Los hijos van dejando el hogar paterno y raramente pueden reunirse todos; no, obstante, Navidad, la gran fiesta del mundo cristiano, continúa celebrándose con gran solemnidad en la intimidad de su familia.

     Hace algunos viajes a Husum, a Hamburgo, a Heiligenhafen, donde reside su hija Elisabeth; en 1884 permanece unas semanas en Berlín. Pero su viaje más largo en esta época, el último, lo efectúa en 1886 para acompañar a su hija Elsabe, que cuenta entonces unos 23 años, a la Escuela de Música de Wéimar. Este viaje le proporciona el placer de saborear aquello que tiene de humano la gloria. Es invitado a la corte; asiste al banquete de la sociedad «Goethe»; visita en Brunswick a Wilhelm Raabe; se detiene en Erfurt, Gotha, Kassel y también en Heiligenstadt, a donde ya no volverá jamás. En este mismo año contrae una grave enfermedad de estómago y corazón, que se agrava al tener noticia del triste fin de su hijo mayor. Al año siguiente, 1887, cumple su septuagésimo aniversario y, con tal motivo, recibe numerosas felicitaciones y grandes distinciones y honores: Husum le nombra hijo preclaro y su ciudad natal celebra también, con festejos, su aniversario. Lamenta, sin embargo, que le falta la concurrencia de una distinción oficial, pero se consuela al ver que cada nuevo libro suyo constituye un éxito, mayor en las obras en prosa que en las poéticas. Está en tratos para una traducción francesa y se publica una danesa. Con la intervención de Heyse, se le otorga la orden de Maximiliano, por acuerdo unánime del capítulo, confirmado por el propio rey de Baviera.

     En esta última etapa de su vida llega a producir hasta diez vastas narraciones, rematadas por El jinete del caballo blanco, obra en la que puso Storm todo su amor y cariño, casi con el propósito de crear su obra maestra, aunque la crítica no lo haya considerado así. Intenta escribir otra narración (Die Armsünderglocke) que no termina, al igual que la historia de su vida, interrumpida por el desarrollo de la terrible enfermedad cancerosa que sufría desde hacía algún tiempo y que todos sus allegados y amigos le habían ocultado; sufre fuertes calambres, insomnio, anemia, extenuación. Pero él soporta paciente y bravamente la enfermedad. Trabaja aún y se preocupa de la familia con toda atención. Presiente, sin embargo, su próximo fin. En junio (día 30) baja por última vez a su jardín tan querido. El día 4 de julio de 1888, al mediodía, fallece rodeado de todos sus hijos.

     El 7 de julio su cadáver es llevado a Husum para ser inhumado en el cementerio de St. Jürgen, en presencia de la familia, de algunos amigos, de los representantes del gobierno y de los habitantes de la pequeña ciudad gris.

     Mientras su cuerpo descendía a la sepultura y tañían tristemente las campanas, estalló una gran tempestad, como para despedirse de aquel que setenta y un años antes había venido al mundo acompañado de lluvia, de rayos y truenos, en la noche del 14 al 15 de septiembre de 1817, y como para sellar la conjunción de su obra con su vida y su apellido.



- II -

     Es un hecho incontrastable, en la historia de la literatura, que todo movimiento o escuela suele vivir, transformándolo, del caudal que le legara una época de esplendor más o menos inmediata. Nació el Romanticismo en Alemania en el siglo XVIII, entre las tempestades que desencadenó aquel tumultuoso Sturm und Drang. Aunque en las últimas décadas de dicho siglo es posible señalar algunas obras como netamente románticas, sin embargo la eclosión de este movimiento y el momento de gran esplendor no se producen hasta muy entrado el siglo XIX, en que sus tendencias, ideas y formas estéticas llegan a imponer una especie de dominio sobre las demás literaturas europeas.

     De la herencia del Romanticismo ha vivido la literatura alemana hasta nuestros días; y si analizamos las modernas manifestaciones de la prosa y de la lírica alemanas contemporáneas, sin excluir las de la novísima generación, hemos de creer que el tesoro heredado de sus antepasados no ha sido agotado todavía. Numerosas y distintas son las escuelas que se han producido en el transcurso del siglo XIX y en lo que va del actual, apareciendo cada una de ellas con sus propias características y su predominio más o menos fugaz, pero todas han vivido de la savia que les fue inyectada y que ha comunicado a cada una un inconfundible rasgo familiar o una peculiaridad de estirpe y parecido.

     Ya en la primera mitad del siglo XIX se inició una corriente de transición del Romanticismo hacia el Realismo. Comenzó como una reacción contra las exageraciones románticas, en una pugna, al principio sin violencia, de las nuevas generaciones contra el Romanticismo decadente, cuando saturadas aquéllas de tanta maravilla, fantasía y ensueño, corrían el riesgo de asfixiarse en la atmósfera malsana de tanta obscura fantasmagoría y procuraban salir a respirar el aire sano y puro de la naturaleza sin afeites ni maquillajes románticos.

     En este momento apareció en el cielo de la literatura alemana un nuevo astro que nos atrae por sus destellos y nos admira por su fulgurar persistente a través del tiempo. Este nuevo astro, que por cierto no era de primera magnitud, fue Theodor Storm.

     Viene al mundo Storm en una tierra más bien triste, sin montes ni grandes bosques, con sus costas áridas y grises bajo un cielo brumoso. Esta tierra, que tiene una historia política estrecha y confusa, no ha producido grandes poetas ni artistas, pero los tres que han nacido en su suelo han podido, cada uno, darle especial renombre en la historia de la cultura alemana: Klaus Groth, Friedrich Hebbel y Theodor Storm.

     Storm, tanto poeta como narrador, es, principalmente, un lírico; un gran lírico. Su sensibilidad necesitó, ya desde su adolescencia, recurrir a la expresión artística. Recopiló cuentos y leyendas; anotó canciones populares y fábulas; más tarde compuso sus primeras poesías completamente originales, escritas bajo la impresión directa de los hechos, entre las que descuella, por la verdad de los sentimientos expresados, la que compuso con motivo del fallecimiento de su hermanita Luzie.

     Hijo directo del Romanticismo, la corriente lírica es la que predomina en la obra de Storm. Cuando comenzó a escribir sus primeras narraciones, esta corriente era tan caudalosa que resultaba incontenible dentro del margen y de los límites asignados a dicha forma literaria; sus trabajos son más bien esbozos, y los cuadros tienen un contenido poético tan acentuado, que propiamente podrían calificarse de poemas en prosa. De ahí que en las mismas haya intercalados tantos versos, sobre todo en las de sus primeros tiempos. Storm logró más tarde -casi diríamos sin mengua de la intensidad poética de sus creaciones- dominar el ímpetu de aquel caudal lírico, hasta adquirir un admirable equilibrio entre los elementos dinámicos y estáticos de su producción en prosa. El momento culminante de este esfuerzo por el dominio de la propia inspiración, lo revela la más célebre de sus narraciones: El lago de Immen; siendo posible que del mismo nazca aquel imperecedero encanto que fluye de sus páginas y admitido por tantas generaciones prescindiendo de gustos, preferencias y escuelas, a pesar de los defectos de composición que contiene y de su excesiva abundancia sentimental.

     Paralelamente a esta corriente lírica, circula a veces otra de importante valor: nos referimos a la que emana de los elementos épico y trágico. La mayoría de los personajes que se mueven dentro del marco maravillosamente creado por Storm, de sus narraciones, alcanzan una altura poco común en la novela corta. La irrecusable fatalidad de los hechos que escapan a la voluntad de los hombres, así como la lucha contra los elementos de la naturaleza, o el combate, sordo y obstinado, contra las propias pasiones, o la expiación consciente de las faltas cometidas, dan lugar en la novelística de Storm a escenas de una intensidad trágica como solamente las encontramos en los clásicos.

     La fusión de los elementos lírico, épico y trágico, llevada a cabo con una inspiración sana y magnífica y una maestría exenta de vacilaciones, otorgan a la obra de Theodor Storm una calidad casi única dentro de la literatura alemana.

     La vida de Storm no fue turbulenta ni atormentada. Como hombre, padre y esposo, tuvo sus pesares y contratiempos que supo soportar. Nacido en la clase media, vivió siempre, sin necesidad de alterarlo en su esencia, del caudal de ideas que en su medio había recibido; pero del Romanticismo heredó su gran abundancia lírica. Sin embargo, al analizar la obra de Storm, vemos que él ardía en un gran deseo de eternidad que le impelía a buscar una forma expresiva, a crear obra artística. El poeta observaba, ya desde su tierna niñez, cómo todo es fugaz y perecedero. Nada perdura: la vida de los hombres, la belleza, la juventud, el amor, el bienestar, la familia y la misma naturaleza, todo corre, constantemente, hacia su fin. Lo que hay de permanente es la comprobación de esa fugacidad, comprobación que la humanidad ha llegado a plasmar en sus grandes obras. Es aquel sentimiento que resuena solemne en el Eclesiastés y en David; el mismo que todos los grandes poetas, pasando por Villón, Jorge Manrique y Goethe, han expresado con acentos doloridos, ora desgarradores como un grito de angustia, ora contenidos como un sollozo que oprime la garganta.

     Éste es el gran sentimiento de que se halla saturada toda la obra de Storm; el motivo constante de toda su producción artística y el que la marca con el sello inconfundible de hijo espiritual, más o menos distante, del movimiento romántico.

     Pero, si bien reclama la paternidad de nuestro escritor el Romanticismo, su personalidad queda encuadrada, singularmente en cuanto a su obra en prosa dentro del movimiento literario que se inicia con la decadencia de la escuela romántica y va hasta el naturalismo de las últimas décadas del siglo XIX; movimiento que comienza con la reacción contra las obras sin vida creadas por la exacerbación enfermiza del Romanticismo decadente.

     Lo más probable es que Storm entrara en esa escuela sin prejuicios estéticos, ni preocupaciones teóricas, llevado tan sólo por un impulso irresistible, pero aportando a la misma, con el caudal de toda su vena lírica, sus grandes aptitudes literarias y sus facultades artísticas, adaptables siempre a la interpretación de la vida real, moviendo personajes de carne y hueso y, sobre todo, con sentimientos e ideas, nacidos no de una imaginación más o menos frondosa y equilibrada, sino reflejo de lo vivido personalmente por él; en una palabra: frutos de autobiografía. De aquí el interés que despiertan todas sus creaciones, aun para aquellos mismos lectores que desconocen la biografía de Theodor Storm; y también de aquí nace aquella delectación provocada por la interpretación artística de la realidad, que con dificultad buscaríamos en las obras simplemente imaginativas, para alcanzar la cual resultan estériles todos los esfuerzos del naturalismo hundido, en su charca.

     A pesar de ello no fue Storm un escritor estrictamente realista; pocas veces abandonó, en el transcurso de su obra en prosa, cierta predilección, persistente, por lo fantástico. Pero, así como en sus comienzos lo irreal suele residir en la base de sus obras, sobre todo en las producciones hijas del folklore, a medida que su personalidad se afirma, la interferencia de aquel elemento va menguando gradualmente; sufre algunas transformaciones, pasa a segundo término, en ocasiones no es más que una leve reminiscencia, o bien el vago reflejo o el eco lejano de una leyenda casi olvidada; a lo que no llega nunca es a extinguirse por completo, como si una vez admitido el autor ya no pudiera eliminar de su obra tal elemento de ascendencia netamente romántica, como lo demuestra el desarrollo que alcanzó al informar la obra de Hoffmann.

     Es notable asimismo la facultad que poseyó Storm de insinuar, de dar a entender, de apuntar aquello que en poesía o en prosa es por naturaleza, precisamente, inefable. Tiene el don de evocar sentimientos de un orden tan suave y tenue que difícilmente pueden ser expresados sin que se les arrebate el aroma. Dispone para ello de un instrumento magnífico: su prosa fluida, directa, que no contiene rebuscamientos ni premiosidades, exenta de efectismos, como obedeciendo a una gran fuerza intuitiva y conducida por una inspiración que no desfallece. Sin embargo, en las obras de la época de su plenitud artística todo parece calculado, medido y pesado, era complaciéndose en trabajos de miniaturista, en el acabado de un personaje, de un paisaje; ora perfilando un contorno o iluminando un contraste, pero siempre sin recurrir a ciertos desesperantes detalles de estilismo o al brillo del preciosismo con su característico fulgor de piedra falsa.

     Storm no intentó, como los románticos decadentes, crear un mundo de ensueño, artificial, fantástico. Toda su obra poética y en prosa casi no fue otra cosa que un comentario a su propia vida. En aquélla se refleja su amor al hogar, a su esposa, a los hijos, a su país natal, a la naturaleza. Como poeta amó Storm a la naturaleza; la amó en sus detalles y en sus grandes espectáculos. Y, si en sus poesías no pasa de ser el motivo ocasional de su inspiración, en sus narraciones constituye el fondo sobre el cual, generalmente, se desarrollan los conflictos de los personajes de sus grandes creaciones y aun, en alguna de las obras de su última época, podríamos asegurar que interviene como elemento dramático puro. Pero este amor por la naturaleza no es un sentimiento vago, no la ama en abstracto, sino de un modo concreto: Storm ama la Heide, los eriales del Schleswig, vastos, monótonos, sin espesuras ni frondas, con el mar allá en el fondo, moviéndose rítmicamente, triste y gris. No siempre vivió, empero, en su brumoso país; durante su voluntario exilio acogiose a la ciudad católica de Heiligenstadt. Debió ser un bálsamo para su espíritu lacerado el contacto que pudo conseguir con la naturaleza, en aquella época de su vida; la pequeña ciudad rodeada de bosques y praderas, con sus valles, aguas y molinos, le ofreció un constante espectáculo que le tonificó, como nos lo revela su correspondencia y lo demuestran las obras que produjo durante aquellos años. De todos modos, Storm, cuando residió fuera de su país natal alejado de él por los acontecimientos políticos o en sus años de estudiante, nunca pudo aclimatarse a sus nuevas residencias; Lübeek, Kiel, Berlín, Potsdam, Heiligenstadt, fueron para él refugios ocasionales a donde le llevó el flujo y reflujo de los acontecimientos humanos, pero siempre se acogió a ellos de una manera precaria, y, añorándolo, vivió en espíritu en su país natal.

     La añoranza no es, por naturaleza, un sentimiento alegre, y Storm fue un poeta nostálgico. Es por ello que un elemento de orden secundario, la tristeza, se cierne como un velo sobre las obras de nuestro autor, matizando la luz que baña sus personajes, sus escenas, sus conflictos y sus paisajes, plácidos o tempestuosos.

     Ya hemos señalado la irresistible añoranza que sentía Storm de una vida espiritual donde las cosas no fuesen fugaces. En otro orden, pero tal vez estrechamente vinculado a aquél, anidaba en nuestro poeta otro sentimiento de nostalgia hacia todo lo que había poseído o que podía estar a su alcance, como la vida plácida del hogar, la paz imperturbable bajo el cielo del país natal, la vida sencilla en la ciudad donde vino al mundo, etc. Nunca pudo alcanzar Storm el término de esa ambición en la medida de sus deseos; los conflictos políticos, los disgustos de orden familiar, las enfermedades y la muerte de los seres queridos, fueron, entre otras, causas que obstaculizaron la realización de sus ilusiones. Storm, bajo el conjuro de su arte, logra transformar cada vibración sentimental en otras tantas obras de arte que vivirán por largo tiempo, cubiertas por aquel velo de vaga tristeza tan característicamente: suyo.

     Pero este velo no deja de ser utilizado por nuestro autor. Podríamos decir que, más o menos tupido, según las circunstancias, sirve para cubrir las desnudeces de sus personajes. Existe en Storm como un insistente y obstinado recato para ocultar a la vista del público aquellas intimidades que los adeptos a la escuela naturalista, tanto del siglo XVIII como del siglo XIX, se complacían en exponer, impúdicamente, a la luz del sol. Por el contrario, en Storm es evidente, y manifiesto en su correspondencia, el propósito de sombrear las situaciones peligrosas. Además de su recto sentido moral, debemos atribuirlo a su lirismo puro, siempre púdico, y a su formación social. En el ambiente de su familia de la clase media (pequeñoburguesa, diríamos ahora) no era admitido tratar ligeramente de los actos trascendentales de la vida y aun de la vida misma. Por ello se explica el consejo que, en una carta del año 1846, daba a su esposa, recomendándole que no leyera «las traducciones de la literatura francesa, pues malean el ambiente de nuestra moralidad, y además son en cierto orden de cosas sin consistencia y superficiales incluso cuando quieren atribuirse cierta profundidad».

     Originariamente, la obra de Storm fue del todo lírica y como tal inició su obra en prosa, evolucionando con el tiempo hacia la narración realista, pero sin abandonar la suavidad de tono y la expresión de mezza voce, y, de modo singular, sin apartar a un lado aquel pudor espiritual sin el cual toda obra lírica pierde el mejor de sus encantos. En la creación de sus tipos femeninos se produjo siempre con una sobriedad y respeto en que se podrían señalar evidentes reminiscencias románticas. Para la creación de sus personajes y la formación de los conflictos que nos presenta, recurrió siempre a la gran cantera de la vida Cotidiana. Gracias a ello salvose de caer en la uniformidad y monotonía. Así junto a tipos que aparecen ante nosotros como circundados de un nimbo ideal, existen otros de un realismo aplastante o de un barroquismo hijo directo de su humor sin acidez.

     No olvidemos que Storm, además de poeta, fue músico. Tal vez gracias a ello podríamos explicarnos satisfactoriamente aquella melodía interior que es perceptible en todas sus obras y asimismo la ausencia de grandes estridencias y disonancias, tanto en los temas que ha escogido como en la forma de desarrollarlos. Incluso en los mismos conflictos dramáticos y trágicos, el contraste de los elementos en pugna se desarrolla en forma de contrapunto, y se desenvuelve en gradaciones en crescendo, y obligándonos a admirar la maestría del escritor. Esta armonía no sería posible sin cierta contención y dominio de sus propias aptitudes. Si no fuera por esta facultad, el caudal lírico que recorre íntimamente toda la obra de Storm se transformaría en torrente avasallador que malograría todas sus realizaciones.

     Nos admira además Storm por la elevación moral de sus obras, tanto lomo por la calidad artística de las mismas. Hombre de fecunda inspiración y dotado de un «delicioso frenesí de contar», no tuvo necesidad, para levantar el sólido monumento literario que nos legó, de remover los bajos fondos de la humanidad, ni de hurgar en la naturaleza inferior del hombre, allí donde bulle lo concupiscente, patológico y morboso, con sus constelaciones de monstruosidades y tipos anormales. Ya hemos dicho que la gran cantera de Storm fue la vida cotidiana y su autobiografía y hemos asimismo señalado aquel pudor espiritual bajo el cual no es posible que aparezcan a la clara luz las desnudeces mórbidas de los tipos que nos presenta, nimbados por su pura luminosidad. Y es que Storm, según hemos procurado, demostrar con insistencia, no dejó nunca de ser poeta. Todo lo que no cupo en sus narraciones por su naturaleza propia, se encuentra en sus poesías, generalmente cortas, de ritmo fácil, sin rebuscamientos, sin alardes prosódicos y sin cerebralismos ofuscantes. La lírica de Storm mana como una callada fuente entre el césped. Canta los pasajes de su vida y la de los suyos. Todo es concreto: la naturaleza de su país, los eriales del Schleswig, el mar. Cultivó la poesía como para su solaz y descanso entre sus luchas, tristezas y tribulaciones. Toda su producción poética contiene viva inspiración y emoción sincera; de ahí su calidad. Y tal vez también aquella armonía o música interior que hemos señalado antes, que trasciende a sus mismas obras en prosa, y que nos proporciona un goce espiritual tanto más intenso cuanto es aquélla más pura y suave, grave y tierna. De que Storm tenía puestas todas sus ilusiones en su obra estrictamente lírica, consecuencia de la convicción de no haber derramado en la misma nada más que elementos puros, son una demostración las frases que comunicó a una persona amiga, poco antes de su muerte:

     «Yo sé -dijo- que soy el más grande de los poetas líricos contemporáneos. Mis poesías vivirán largamente, incluso cuando mis narraciones habrán caído ya desde tiempo en el olvido.»

     Por fortuna para la literatura alemana, su nombre, como prosista, no ha sido olvidado. Estamos seguros de que tardará mucho en llegar este día. Mientras tanto, el narrador continúa obscureciendo al lírico. ¿Seguirá siendo así en el porvenir? Confesemos con sinceridad que no creemos que las futuras generaciones lleguen a sentir una predilección totalmente opuesta a la de las precedentes. Nuestro deseo es que tanto el poeta como el narrador, ramas de un mismo tronco, vivan y perduren, a través de todas las vicisitudes y agitaciones, como exponente del arte y de la cultura de su pueblo; y que tanto el nombre como la obra de Theoder Storm, fundidos, emerjan como un picacho dorado por el sol de la tarde sobre las aguas, a veces turbias y turbulentas, que le circundan.

J. Quintana Balart.

     Barcelona, otoño de 1941.





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El lago de Immen

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El anciano

     Una tarde de fines de otoño iba calle abajo un hombre bien vestido, de edad ya avanzada. A juzgar por el polvo que cubría sus zapatos de hebillas, pasados de moda, regresaba a su hogar después de dar un paseo. Llevaba debajo del brazo un bastón de junco con puño de oro. Sus ojos negros, en los que parecía haberse refugiado toda su perdida juventud, resaltaban sobre su cabellera cana. Miraba tranquilamente alrededor, o bien hacia la ciudad, envuelta en los vapores del sol que ya declinaba.

     Parecía casi un forastero, pues al cruzarse con los transeúntes eran escasos los que le saludaban. Sin embargo, algunos sentían la irresistible curiosidad de mirar aquellos ojos tan graves. Se detuvo, por último, frente a una casa alta; volvió aún la mirada hacia la ciudad y luego penetró en el zaguán. Al ruido de la campanilla, se levantó el verde visillo de una ventana que comunicaba con una pieza del interior, dejando ver el rostro de una anciana. Hizo el hombre un ademán con el bastón, mientras exclamaba con acento algo meridional:

     -¡Todavía no está encendida la lámpara!

     El ama dejó caer de nuevo el visillo. El anciano atravesó el espacioso vestíbulo; penetró luego en una sala, en la que había grandes armarios de roble con vasos de porcelana, y por una puerta de enfrente se introdujo en un pequeño pasillo, que por una estrecha escalera conducía a las habitaciones altas de la parte posterior de la casa. Subió lentamente los peldaños, y abriendo una de las puertas entró en un gabinete bastante ancho. Todo allí respiraba intimidad y silencio. Uno de los muros se hallaba casi completamente ocupado por estanterías repletas de libros y objetos de arte. De otra de las paredes colgaban cuadros con paisajes y figuras. Frente a una mesa, cubierta con un paño verde, en la que aparecían revueltos varios libros abiertos, había un pesado sillón con almohadones de terciopelo encarnado. Después de haber dejado en un rincón el bastón y su sombrero, el anciano se sentó en el sillón, y con las manos cruzadas parecía descansar de la caminata. Hallándose así sentado, iba obscureciendo paulatinamente. Entró por último a través de los cristales un rayo de luna, iluminando las pinturas que colgaban del muro; y a medida que iba deslizándose con lentitud por la pared, le seguía involuntariamente la mirada del anciano. Alcanzó también en su trayecto un pequeño retrato encuadrado dentro de un sencillo marco negro. «¡Isabel!», exclamó quedamente el viejo. Y tan pronto como hubo pronunciado esta palabra, todo se había transformado... Hallábase en su juventud.



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Los niños

     En seguida se le acercó la graciosa figura de una niña. Se llamaba Isabel y contaría unos cinco años. Él, a buen seguro, doblaba esta edad. La chica llevaba en el cuello un pañuelo de seda encarnada, que contrastaba hermosamente con sus bellos ojos negros.

     -Reinhard -exclamó la niña-, ¡hoy tenemos fiesta! ¡Todo el día sin ir al colegio! Y mañana tampoco.

     Reinhard colocó con agilidad detrás de la puerta la cartera que llevaba debajo del brazo, y ambos niños echaron a correr a través de la casa hacia el jardín, y por la puerta de éste salieron a la pradera. Las Inesperadas vacaciones les causaban una magnífica alegría. Allá en el prado, Reinhard, ayudado por Isabel, había construido una cabaña y en ella pretendían pasar las tardes del verano. Pero como les faltase todavía un banco, Reinhard se puso a trabajar en él. Estaban ya dispuestos las tablas, el martillo y los clavos. Mientras tanto, Isabel iba recorriendo el vallado y cogía en su delantal las semillas de forma anular de la malva silvestre. Con ellas se proponía hacer cadenitas y collares. Cuando Reinhard hubo terminado el banco, después de haber doblado algunos clavos, la niña se encontraba lejos, en el otro extremo de la pradera.

     -¡Isabel! -gritó-. ¡Isabel!

     Volviose y echó a correr hacia él, y sus rizos flotaban al viento.

     -Ven -dijo el muchacho-. Nuestra casa ya está terminada. Estás jadeando. Entra. Nos sentaremos en el banco nuevo y te contaré algo.

     Entraron ambos y se sentaron en el banco nuevo. Isabel sacó del delantal sus anillos y empezó a trenzar pequeños collares. Reinhard comenzó a contar:

     -«Éranse una vez tres hilanderas»...

     -¡Ay! -exclamó Isabel- eso ya me lo sé de memoria. Siempre cuentas lo mismo.

     Reinhard viose obligado a abandonar la historia de las tres hilanderas y en su lugar narró la del pobre hombre que fue echado a la gruta de los leones.

     -Y era de noche, ¿sabes? Estaba obscuro, muy obscuro y los leones dormían. De cuando en cuando bostezaban y sacaban la lengua roja. El hombre esperaba con terror que la mañana viniese. De pronto, apareció a su alrededor un rayo luminoso, claro, y cuando pudo alzar la mirada, vio un ángel delante de él. El ángel hizo un gesto con la mano y pasando por las rocas penetró en la cueva.

     Isabel escuchaba atentamente.

     -¿Un ángel? -dijo-. ¿Y tenía alas?

     -Esto no es más que una fábula -replicó Reinhard-. Los ángeles no aparecen.

     -¡Quita, Reinhard! -dijo ella y le miró con fijeza en los ojos.

     Pero como él la mirase sombríamente, le preguntó dudando:

     -¿Por qué todos dicen siempre lo mismo? Todos dicen igual: mamá, las tías y también en la escuela.

     -No sé -contestó él.

     -Pero, oye, ¿tampoco hay leones? -preguntó Isabel.

     -¿Leones? ¿Que si hay leones? En la India; allí los sacerdotes los uncen a sus carrozas y marchan con ellos a través del desierto. Cuando sea un hombre, quiero ir allá. En la India todo es más hermoso que aquí. Allí no hay invierno. Tú también irás, ¿quieres?

     -Sí -dijo Isabel-; pero mamá vendrá también. Y la tuya.

     -No -respondió Reinhard-, ya son demasiado viejas. No podrán ir.

     -Pero yo no puedo ir sola.

     -Claro que podrás. Tú serás de veras mi mujer, y los demás ya se arreglarán.

     -Pero mamá llorará.

     -Ya volveremos -dijo Reinhard con viveza-. Ahora dime francamente: ¿querrás viajar conmigo? Si no, iré solo. Y entonces jamás regresaré.

     La pequeña casi iba a llorar.

     -No pongas esos ojos que dan miedo -le dijo-. Ya iré contigo a la India.

     Con gran alegría Reinhard le tomó ambas manos y salieron al prado.

     -¡A la India! ¡A la India!-gritaba y cantaba dando vueltas con Isabel hasta que se deshizo el lazo de su pañuelo encarnado que voló por el aire.

     De repente la soltó y con tono de gravedad le dijo:

     -Estoy casi seguro que no haremos nada de ello. Te falta valor.

     Se oyó llamar desde la puerta del jardín:

     -¡Isabel! ¡Reinhard!

     -¡Aquí! ¡Estamos aquí! -contestaron los niños.

     Y corriendo y saltando fuéronse hacia la casa.



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En el bosque

     Así pasaban el tiempo ambos niños. A veces demasiado callados; demasiado vehementes, pero nunca se separaban. Casi todas las horas libres las pasaban juntos; en invierno en el cuarto con sus madres, y en verano en el campo y en el bosque.

     Un día que en la escuela el profesor reprendía a Isabel en presencia de Reinhard, dio éste con su carpeta un violento golpe sobre la mesa a fin de atraer hacia él la indignación del maestro. Sin embargo, su actitud pasó inadvertida. Aquel día ya no prestó más cuidado a la lección de geografía y en su lugar compuso, un largo poema, en el que se comparaba a un aguilucho mientras el profesor era presentado como una parda corneja. Isabel era un blanca paloma. El águila prometía solemnemente vengarse de la corneja tan pronto como sus plumas hubiesen crecido. El joven poeta, durante su trabajo, tuvo los ojos bañados en lágrimas: tal era la emoción que sentía. Cuando llegó a su casa, pudo conseguir una pequeña libreta de pergamino que tenía sus hojas en blanco. En la primera página copió cuidadosamente su poesía.

     Poco tiempo después le llevaron a otra escuela y en ella trabó amistad con algunos compañeros de su edad; pero su trato con Isabel no sufrió ninguna alteración. De las fábulas y leyendas que en otro tiempo le contara, comenzó a anotar aquellas que más le gustaban a ella. Y así le entraron ganas de introducir algo de sus propios pensamientos, aunque sin saber por qué, nunca pudo conseguirlo. Las redactaba tal como las había oído contar. Más tarde entregó el cuaderno a Isabel, quien lo guardó cuidadosamente en un departamento del cajón de su mesa. Cuando a veces por la noche y en su presencia, oía como ella leía a su madre los cuentos por él anotados en el cuaderno, sentía una satisfacción muy agradable.

     Siete años habían transcurrido. Reinhard, con el fin de atender a su educación, tuvo que abandonar la ciudad. A ese propósito Isabel no se figuraba que estaría algún tiempo sin verle. ¡Cuánto se alegró el día que él le dijo que, como hasta entonces, seguiría escribiendo cuentos para ella y que se los mandaría junto con las cartas destinadas a su madre! Pero debería escribir si le gustaban. El día de la marcha se aproximaba, y todavía algunas nuevas rimas fueron anotadas en el cuaderno de pergamino. Esto era un secreto sólo para Isabel, a pesar de que ella hubiese motivado todo el libro y la mayoría de las poesías, que habían ido llenando casi la mitad de las hojas en blanco de la libreta.

     Junio había llegado y Reinhard debía partir al día siguiente. Ambos querían pasar juntos todavía un día de fiesta. Habíase organizado una excursión a uno de los bosques vecinos, a la que muchos fueron invitados. El viaje hasta la orilla del bosque, de casi una hora, se hizo en coche. Allí todo el mundo se apeó; fueron descargadas las cestas con la comida y se continuó a pie. Atravesaron un bosquecillo de pinos, donde la luz era tenue, el aire fresco y el suelo estaba cubierto de pinaza. Después de andar cosa de media hora, salieron de la obscuridad del bosque y penetraron en otro mayor compuesto de hayas. Allí todo era verde y luminoso; un rayo de sol hendía el espeso follaje de cuando en cuando; una ardilla pasó sobre sus cabezas saltando de rama en rama... Detuviéronse en un lugar donde unas hayas muy viejas formaban con su ramaje una bóveda transparente. La madre de Isabel abrió una de las cestas y un viejo caballero se improvisó jefe de los víveres.

     -¡Todos a mi alrededor, pajaritos!-exclamó-. Y tened muy presente lo que os voy a advertir. Para desayunar daré a cada uno dos bollos. La mantequilla se ha quedado en casa, de manera que tendréis que procuraros su substituto. En el bosque hay fresas en abundancia, es decir, para quienes sepan encontrarlas. Los torpes deberán comer su pan completamente solo. En la vida, todas las cosas van así. ¿Me habéis comprendido?

     -¡Sí! ¡Sí! -exclamaron a coro los jovencitos.

     -Pues aun no he terminado -prosiguió el viejo caballero-. Nosotros, los que somos ya mayores, como hemos andado ya demasiado por el mundo, nos quedaremos en casa, o sea, aquí debajo de estos grandes árboles. Prepararemos las patatas, haremos el fuego y arreglaremos la mesa y cuando den las doce, los huevos ya estarán cocidos. Por todos estos trabajos deberéis entregarnos la mitad de las fresas que habréis recogido, a fin de que podamos servir los postres. Y ahora, marchad hacia oriente y occidente y tened juicio.

     Todos los chicos hicieron con su semblante diferentes muecas.

     -¡Alto! -gritó de nuevo el señor-. Se me había olvidado de advertiros que el que no encuentre fresas no viene obligado a entregarlas, claro está; pero, notadlo muy bien, tampoco recibirá nada de nosotros, los mayores. Ya os he explicado por hoy bastante buena doctrina. Si gracias a esta enseñanza lográis fresas, os haréis dignos desde hoy del trato de personas mayores.

     La gente joven fue de la misma opinión y reuniéndose en parejas comenzaron a marcharse.

     -Ven, Isabel -dijo Reinhard-, tú no comerás el pan solo. Yo conozco un sitio donde hay muchísimas fresas.

     Isabel ató ambos lazos verdes de su sombrero de paja y se lo colgó del brazo.

     -Entonces vamos -dijo-, pues ya tengo la cesta preparada.

     Y penetraron en el bosque, siempre más adentro, atravesando la sombra húmeda y densa de los viejos árboles. Por encima de sus cabezas, allá, lejos, en los aires se oía la gritería de los halcones invisibles. Y fueron marchando a través de la maleza, tan espesa que Reinhard tenía que adelantarse para abrir paso, doblando aquí una rama y apartando más allá una zarza. De pronto oyó que le llamaban por su nombre. Volviose.

     -¡Reinhard! -gritaba Isabel-. ¡Espera un poco, Reinhard!

     De momento no reparó en ella, pero luego la vio algo atrás luchando con unos matorrales. Su fina cabeza apenas sobresalía de unos helechos. Volvió atrás, y por entre la espesura que formaban las matas y malezas, la condujo a un lugar despejado donde la verdes mariposas volaban sobre las innumerables flores. Reinhard le apartó los cabellos humedecidos que le caían sobre el rostro acalorado. Quiso tomarle el sombrero de paja, pero aunque de momento no lo permitiera, luego accedió.

     -Bueno, ¿dónde están tus fresas? -preguntó Isabel finalmente, después de un profundo respiro.

     -Aquí deberían estar -replicó él-. Pero se ve que los sapos se nos han adelantado. O habrán sido las martas, o tal vez las hadas.

     -Es verdad -dijo ella-. Aun hay aquí las hojas. Pero no me gusta que aquí hables de las hadas. Vamos, todavía no estoy cansada y podemos seguir buscando fresas.

     Corría delante de ellos un pequeño arroyo y más allá continuaba el bosque. Reinhard levantó en sus brazos a Isabel y la pasó a la orilla opuesta, Poco después salían del bosque umbroso y se encontraban de nuevo en un paraje despejado.

     -Aquí encontraremos fresas -dijo la muchacha-. Me parece que huele a algo dulce.

     Buscando, atravesaron aquel lugar soleado, pero no hallaron ninguna.

     -No -dijo Reinhard-, debe ser el aroma del brezo.

     Encontraron una infinidad de frambuesas y cascarillos.

     El fuerte aroma de los brezos, que cubrían con la hierba corta aquel sitio, llenaba el aire.

     -Esto es muy solitario -dijo Isabel-. ¿Dónde estarán los demás?

     Reinhard no había pensado en el regreso.

     -Espera. Vamos a ver de dónde viene el viento.

     Y levantó su mano. Pero no soplaba ningún viento.

     -Calla -dijo Isabel-, me parece que oigo rumor de voces. Grita hacia allá.

     Reinhard, formando cavidad con la mano, gritó repetidamente:

     -¡Aquí! ¡Estamos aquí!

     -Contestan -exclamó Isabel, batiendo las manos.

     -No, nada. Era solamente el eco.

     Isabel cogió de las manos a Reinhard.

     -Tengo miedo -dijo.

     -No seas tonta -repuso Reinhard-. Aquí se está muy bien. Siéntate allá a la sombra, junto a las matas. Podremos descansar unos momentos y luego ya daremos con ellos.

     Sentose Isabel sobre el tronco de un haya inclinada, mientras aguzaba el oído atentamente hacia todos los lados. Unos pasos frente a ella, Reinhard habíase sentado asimismo sobre el tronco de un árbol y la miraba en silencio. El sol se hallaba precisamente sobre sus cabezas; hacía un ardoroso calor de mediodía. Unas pequeñas moscas brillantes, de color dorado y con irisaciones de azul metálico, atravesaban el aire agitando rápidamente las alas. Alrededor de ellos se percibía un suave vibrar y zumbar, acompañado de cuando en cuando del chillido agudo de algún pájaro allá en el fondo del bosque.

     -¿Oyes? -dijo Isabel-, una campana.

     -¿Dónde? -preguntó Reinhard.

     -Detrás de nosotros. ¿Oyes? Ya será mediodía.

     -Entonces el pueblo está situado detrás de nosotros y si marchamos en esta dirección deberemos encontrar a los demás.

     Volvieron hacia atrás. Pero desistieron de buscar fresas porque Isabel se sentía cansada. Por último llegó hasta ellos el rumor de las conversaciones y risas de los otros que ya estaban reunidos. Vieron un mantel blanco tendido en el suelo, que servía de mesa, y encima de él se amontonaban las fresas recogidas. El anciano llevaba una servilleta prendida del ojal y continuaba dirigiendo sus peroratas morales a los jóvenes, mientras cortaba un pedazo de carne asada.

     -¡Allá vienen los rezagados! -exclamaron los jóvenes cuando vieron aparecer entre los árboles a Reinhard e Isabel.

     -¡Aquí! -gritó el jefe improvisado-. ¡Pañuelos vacíos, sombrero vuelto! Vamos a ver lo que habéis encontrado.

     -Hambre y sed -dijo Reinhard.

     -Si no es más que eso -contestó el anciano- podéis conservarlo.- Y les mostró la fuente llena-. Ya sabéis lo convenido: no dar de comer a los perezosos...

     Por último dejose ablandar por los ruegos de los demás y todo el mundo comió. Entretanto se oía el canto del tordo entre los enebros.

     El día iba pasando... Reinhard había encontrado algo. No eran fresas, precisamente; pero había nacido en el bosque. Cuando llegó a su casa, tomó el cuaderno de pergamino y escribió en él:

                                       Del monte allá en la falda                          
el viento enmudeció.
Debajo del ramaje
la niña descansó.
 
   Se sienta sobre el musgo,
junto al tomillo en flor;
vuelan, zumbando, abejas
de muy raro color.
 
   Mira la niña el bosque
con ojos de candor.
Sus rizos mueve el aire;
sus rizos besa el sol.
 
   Canta un pájaro, lejos...
Yo tengo una visión:
del bosque ella es reina
que todo lo encantó.
     ..................


     Ella no era tan sólo su amiga. Era, además, la expresión de todo lo amable y maravilloso de su vida creciente.



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«Ella, desde el sendero...»

     Se acercaba Navidad... Una tarde, Reinhard, junto con otros estudiantes, hallábase sentado a la mesa de roble de la bodega de la Casa del Concejo. Habían sido encendidas las lámparas, pues allá en el fondo obscurecía ya. Los clientes estaban reunidos en grupos escasos y los camareros se arrimaban perezosamente a las pilastras. En uno de los ángulos, cerca de la bóveda, estaban sentados un violinista y una muchacha que tocaba la cítara. En sus facciones había algo de gitano. Tenían los instrumentos sobre las rodillas y su mirada se perdía a lo lejos, sin participar en lo que les rodeaba.

     En la mesa de los estudiantes, de una botella brotaba el champán.

     -¡Bebe, mi querida gitanilla! -gritó un joven de aspecto aristocrático, mientras ofrecía un vaso lleno a la muchacha.

     -No me apetece -dijo ella, sin variar de posición.

     -¡Pues, canta, entonces! -exclamó el doncel y le tiró una moneda de plata.

     La muchacha se pasó los dedos por la negra cabellera mientras el violinista le decía algo al oído. Luego echó la cabeza hacia atrás y apoyando la barbilla en la cítara, dijo:

     -Yo no canto para ese.

     Reinhard se levantó con la copa en la mano y se paró frente a la gitana.

     -Quiero ver tus ojos.

     -¿Qué te importan?

     Reinhard la contemplaba con la mirada llameante.

     -Ya lo sé, ¡son falsos!

     La muchacha le miraba atentamente, con la mejilla apoyada en su mano flacucha. Reinhard levantó el vaso hasta la altura de su boca y exclamó:

     -¡Por tus ojos bellos, por tus ojos pecadores!

     Y bebió.

     La gitana reía sacudiendo la cabeza, y dijo:

     -Dame.

     Y mirándole fijamente con sus ojos negros, bebió el resto del vaso con lentitud. Luego, a un acorde triple de su cítara, cantó con voz sentimental y apasionada:

                                        ¡Tan sólo un día fugaz vivir!                          
¡Ay! que mañana
no he de existir.
 
   Soy, un instante
aún, para ti:
luego, muy sola,
debo morir.

     El violinista, con rapidez, había iniciado el acompañamiento. Un recién llegado se unía al grupo.

     -Te buscaba -dijo este último a Reinhard-. Ya habías salido de casa cuando llegó el Niño Jesús.

     -¿El Niño Jesús? -preguntó Reinhard-. ¡Pero si ya no va más por mi casa!

     -¡No digas tonterías! ¡Si toda la habitación huele a pino y a pasteles!

     Reinhard dejó el vaso encima de la mesa y tomó su gorra.

     -¿Adónde vas? -preguntó la muchacha.

     -Ya volveré.

     La gitana frunció las cejas.

     -¡Quédate! -le dijo en voz baja y con mirada tierna.

     Reinhard titubeaba.

     -No puedo.

     La muchacha le dio en broma con la punta del pie.

     -¡Márchate! -exclamó-. No vales nada; todos juntos no valéis nada.

     Y mientras ella se volvía de espaldas, Reinhard subía con calma la escalera de la bodega de la Casa del Concejo.

     Allá fuera, en la calle, cerraba ya el crepúsculo. Reinhard sintió en su frente ardiente la caricia del aire fresco de invierno. Aquí y allá se veía, a través de los cristales de las ventanas, un árbol de Navidad ya iluminado; y de las casas llegaba el ruido de los pequeños pífanos y trompetillas de cobre, como también la gritería de los pequeñuelos. Grupos de niños mendigos iban de casa en casa, asomándose a las ventanas cerradas o encaramándose a las barandillas de las escaleras exteriores, con el fin de poder contemplar las magnificencias cuyo goce les era denegado. De cuando en cuando, súbitamente, se abría una de las puertas y una voz regañona, salida del resplandor interior, lograba alejar en la obscuridad de la callejuela a toda una bandada de semejantes huéspedes. Más allá se oía cómo desde el zaguán de la casa cantaban un antiguo villancico: eran unas voces claras de niñas. Pero Reinhard al pasar no las oía. Marchaba rápido de una calle hacia otra.

     Cuando llegó a su casa había obscurecido totalmente. Tropezando con sus propias piernas, subió la escalera y penetró en su habitación. Un olor a dulce le sorprendió. Sin saber cómo, recordaba su hogar. Rememoraba el olor de su casa, con su madre, en Nochebuena. Con mano temblorosa encendió una lámpara. Vio un paquete muy voluminoso encima de su mesa, y cuando lo abrió, aparecieron aquellos pasteles de Navidad, que tanto conocía. En uno de ellos estaban las iniciales de su nombre, dibujadas con azúcar. Esto tan sólo podía haberlo hecho Isabel. Apareció luego ropa blanca bordada; puños y pañuelos y, por último, unas cartas de su madre y de Isabel. Reinhard comenzó por abrir esta última. Decía Isabel:

     «Las iniciales de azúcar que contiene el pastel, bastarán para indicarte quién ha ayudado a prepararlo. Esta misma persona ha bordado también los puños. Nuestra Nochebuena será muy silenciosa. Mi madre hasta las nueve y media no abandona el torno de hilar. Pero este invierno, en que tú no estarás, nos sentiremos muy solas. El domingo último murió el pequeño pardillo que tú me regalaste. Yo lloré mucho, aunque ya lo temía. Cantaba todas las tardes cuando el sol se reflejaba sobre su pajarera. Mi madre cubría la jaula con un pañuelo, cuando cantaba con todas sus fuerzas, para obligarle a callar. Ahora en mi cuarto todo está más quieto y silencioso. Tu viejo amigo Erich nos visita de cuando en cuando. ¿Recuerdas lo que dijiste un día, que parecía un abrigo marrón? Yo siempre me acuerdo, y cuando entra por la puerta me vienen unas grandes ganas de reír. No lo digas a mi madre, porque se enfadaría mucho. ¿Aciertas lo que he regalado a tu madre por Navidad? ¿No lo adivinas? Pues, yo misma. Erich hizo mi retrato al lápiz carbón. Tres veces he tenido que permanecer sentada delante de él casi una hora. No me gustaba que el muchacho forastero aprendiese tan de memoria mis facciones. Pero mi madre lo ha querido, contra mi voluntad. Decía que con ello causaría un gran contento a la señora Werner.

     »En cambio tú no cumples tu palabra, Reinhard. No me has enviado ningún cuento. Muchas veces me he quejado a tu madre, quien dice siempre que ahora tienes cosas más importantes que hacer, y no tales niñerías. Pero yo no soy de esta opinión. Sin duda debe ocurrir alguna otra cosa.»

     Reinhard leyó después la misiva de su madre. Y cuando hubo leído ambas cartas, después de haberlas doblado lentamente, le entró una nostalgia aguda y dolorosa. Estuvo paseándose largo rato por la habitación. Hablaba en voz baja y como para sí mismo:

                                      Me había extraviado,                          
cansado y abatido...
Ella, desde el sendero
me señaló el camino.

     Luego fue a su mesa, tomó dinero y salió de nuevo a la calle.

     Allá fuera todo estaba más silencioso. Los árboles de Navidad habían ido apagándose y el barullo de los pequeñuelos había cesado... El viento barría las calles solitarias y desiertas. Viejos y jóvenes se hallaban reunidos en sus respectivas casas. Comenzaba la segunda mitad de la Nochebuena.

     Cuando Reinhard se encontró en las proximidades de la bodega de la Casa del Concejo, oyó el sonido del violín y el canto de la muchacha de la cítara. Al llegar junto a la puerta de la bodega, vio subir una sombra vacilante por la mal iluminada escalera. Reinhard alcanzó las casas vecinas y pasó rápidamente de largo. Poco después llegaba frente a la tienda muy iluminada de una joyería. Después de adquirir una pequeña cruz de coral volviose por el mismo camino de antes.

     No lejos de su casa vio a una niña mal envuelta en harapos. Estaba junto a la puerta de una casa, tratando inútilmente de abrirla.

     -¿Quieres que te ayude? -le preguntó.

     La niña no contestó, pero hizo sonar la campanilla. Mientras tanto él había abierto la puerta.

     -No llames -le dijo-. Te echarán afuera. Ven conmigo. Te daré pasteles de Navidad.

     Volvió a cerrar la puerta y tomando por la mano a la niña, fuéronse ambos, silenciosamente, hacia su casa.

     Antes, al salir, se había olvidado la lámpara encendida.

     -Aquí tienes los pasteles -y colocó la mitad, de aquel tesoro en su delantal; pero no le dio ninguno de los que llevaban sus iniciales dibujadas con azúcar.

     -Vete a tu casa y da también a tu madre.

     La niña levantó hasta él su tímida mirada. Parecía poco habituada a tal afabilidad y no sabía cómo corresponder a la misma. Luego, escapose como un pajarillo escalera abajo, hacia su morada.

     Reinhard avivó el fuego de la estufa y colocó sobre la mesa el tintero polvoriento. Sentose luego, y estuvo toda la noche escribiendo, escribiendo cartas a su madre y a Isabel. El resto de los pasteles de Navidad se hallaba intacto a su vera, pero los puños que bordara Isabel distinguíanse maravillosamente sobre su jubón. Hallábase todavía sentado a la mesa, cuando aparecieron en los helados cristales de la ventana los primeros resplandores del sol de invierno... El espejo reflejó entonces un semblante pálido, grave...



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En casa

     Cuando llegó Pascua de Resurrección, Reinhard marchó a su casa para pasar aquellas cortas vacaciones al lado de los suyos. A la mañana siguiente de su llegada fue a ver a Isabel.

     -¡Qué alta eres!-exclamó él al ver acercarse a la muchacha, delgada y sonriente.

     Ella ruborizose, pero no contestó nada. Procuraba retirar suavemente la mano que, al saludarse, él le había tomado. Reinhard la miraba indeciso, como antes no lo hubiera hecho. Era como si apareciese entre ambos algo extraño... Lo mismo ocurría después, cuando ya llevaba allí varios días. Si permanecían solos, se producían unas pausas largas y dolorosas, que él se esforzaba en dominar con ansiedad. A fin de poder establecer una conversación fija y duradera, comenzó por instruir a Isabel en el estudio de la botánica, disciplina en la que él se había ocupado intensamente en los primeros meses de su ingreso en la Universidad. Isabel, que por hábito le seguía en todo y además le gustaba aprender de él, estudiaba con mucha complacencia. Durante la semana efectuaban varias excursiones por el campo o por los eriales vecinos; a mediodía regresaban a casa con la caja de botánico repleta de flores y plantas, y unas horas más tarde volvía Reinhard para clasificar aquéllas en compañía de Isabel.

     Con esa intención entró una tarde en el cuartito de su amiga. Isabel se hallaba junto a la ventana, ocupada en una jaula dorada a la que él todavía no había visto. En su interior había un canario que, chirriando y batiendo las alas, trataba de picotear el dedo de Isabel. En aquella misma jaula había estado en otro tiempo el pajarillo regalado por Reinhard.

     -¿Es que mi pobre pardillo se ha transformado, después de su muerte, en un pájaro dorado? preguntole Reinhard alegremente.

     -Eso sí que no suelen hacerlo los pardillos -dijo interviniendo la madre, que hilaba sentada en su sillón-. El amigo Erich lo trajo de su finca este mediodía. Lo ha regalado a Isabel.

     -¿De qué finca?

     -¿No está enterado?

     -Pues, ¿qué?

     -Que Erich, desde hace un mes, trabaja en la segunda finca de su padre, en el lago de Immen.

     -Pero ustedes no me habían dicho nada de ello.

     -¡Toma! -dijo la madre-. Tampoco usted nos ha preguntado ni una sola vez por su amigo. Es un joven muy juicioso y amable.

     Salió la madre para preparar el café. Isabel se había vuelto de espaldas a Reinhard y se entretenía arreglando la jaula.

     -¿Quieres esperar un poco? -dijo-. Pronto habré terminado.

     Pero, como Reinhard, contrariamente a su manera de ser, nada contestara, Isabel se volvió para mirarle. Y vio en sus ojos una fugaz expresión de dolor, que hasta entonces no había percibido.

     -¿Qué te pasa, Reinhard? -le preguntó acercándose a su lado.

     -¿A mí? -respondió él, como aturdido, mientras sus ojos soñadores reposaban en los suyos.

     -Tienes un aspecto muy triste.

     -Isabel -dijo él- no puedo sufrir este pájaro amarillo.

     Ella le miró extrañada; no comprendía lo que quería significar con ello.

     -Eres muy raro -replicó Isabel.

     Le cogió él ambas manos, que Isabel abandonó tranquilamente entre las suyas. Muy pronto, volvió a entrar la madre. Ésta, después de haber tomado su café, se sentó de nuevo junto al torno de hilar.

     Isabel y Reinhard pasaron a una habitación contigua para ordenar sus plantas. Comenzaron por contar estambres; luego, extendieron las flores y las plantas, colocando dos ejemplares de cada clase entre las hojas de un gran libro para que se secaran. Era una tarde muy soleada; reinaba un gran silencio. Tan sólo en el cuarto vecino se oía el ruido del torno de la madre. De cuando en cuando se percibía también la voz, reprimida, de Reinhard, indicando las clases de las plantas para su catalogación, o bien corrigiendo a Isabel la mala pronunciación de sus nombres latinos.

     -Me falta el lirio del valle, del otro día -dijo Isabel al terminar.

     Reinhard sacó del bolsillo un cuaderno de pergamino blanco.

     -Aquí tienes un lirio del valle para ti -dijo, mientras le entregaba la flor casi seca.

     Entonces Isabel advirtió que en el cuaderno había páginas enteras manuscritas. Preguntó:

     -¿Has vuelto de nuevo a escribir cuentos?

     -No son cuentos -contestó, y le alargó el libro.

     Eran simplemente poesías, la mayoría de las cuales llenaban una página. Isabel iba volviendo las hojas. Parecía leer solamente los títulos de aquéllas. «Cuando el maestro la riñó», «Cuando se perdió en el bosque», «Leyenda de Pascua», «Cuando me escribió por vez primera» y las restantes por el estilo. Reinhard que la escudriñaba a medida que iba hojeando el libro, vio cómo por último se sonrojaba tiernamente, llegando poco a poco a ruborizarse su rostro por completo. Deseaba ver sus ojos, pero no le miró, sino que por fin le devolvió, silenciosa, el libro.

     -No me lo devuelvas así -dijo Reinhard.

     Isabel tomó entonces un tallo de la caja de hojalata.

     -Quiero colocar aquí tu planta preferida -díjole poniendo el libro en sus manos.

     Por fin llegó el último día de las vacaciones y la mañana de la partida. A su ruego, obtuvo Isabel de su madre el permiso para acompañar a su amigo hasta la diligencia, cuya parada estaba situada unas pocas calles más allá de su casa. Desde la puerta de la casa de Isabel, Reinhard le ofreció el brazo y así marchó junto a la esbelta muchacha. A medida que iban acercándose al punto de su destino, sentía él que tenía necesidad de comunicarle algo... algo de lo que dependía todo el valor y todo el encanto de su futura existencia; y, sin embargo, no podía traducirlo en palabras. Como asustado, iba andando cada vez más lentamente.

     -Llegarás tarde -dijo la muchacha-; mira que ya han dado las diez en la torre de Santa María.

     A pesar de ello, Reinhard no aceleró el paso. Balbuceando pudo decirle por último.

     -Isabel, ahora estarás dos años sin verme... Pero ¿me querrás como ahora, cuando vuelva?

     Ella hizo un signo afirmativo con la cabeza y le miró afablemente...

     -A menudo he salido en defensa tuya -dijo Isabel después de una pausa.

     -¿En defensa mía? ¿Y contra quién has tenido necesidad de tal cosa?

     -Cerca de mi madre. Anoche, después de haberte marchado, estuvimos hablando largo rato de ti. Ella cree que tú ya no eres tan bueno como antes.

     Reinhard calló unos momentos. Luego tomó en la suya su mano y, mientras miraba gravemente sus ojos infantiles, le dijo:

     -¡Puedes creer que hoy soy tan bueno como lo era antes! ¿Lo crees, tú, Isabel?

     -¡Sí! -le contestó.

     Después soltó su mano y marcharon ambos rápidamente por la última de las calles. A medida que se acercaba el momento de la despedida, tanto más alegre se ponía el semblante de Reinhard... Para Isabel el tiempo corría demasiado veloz.

     -¿Qué te pasa, Reinhard? -le preguntó.

     -Guardo un secreto; ¡un hermoso secreto! -le contestó mirándola con ojos brillantes-. Cuando regrese dentro de dos años te lo podré revelar.

     Mientras tanto habían llegado al sitio donde estaba parado el coche. Todavía faltaba algún tiempo. Reinhard volvió a tomar su mano.

     -¡Adiós! -dijo él-. ¡Adiós, Isabel! ¡No me olvides!

     La muchacha movió la cabeza.

     -¡Adiós! -contestó.

     Reinhard subió al vehículo y el coche partió.

     Cuando la diligencia dobló la esquina, todavía Reinhard pudo ver el rostro querido de Isabel que regresaba lentamente hacia su casa.



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Una carta

     Dos años después, Reinhard se hallaba sentado frente a su lámpara, entre libros y papeles, en espera de un amigo con el que seguían idénticos estudios, cuando oyó los pasos de alguien que subía la escalera.

-Adelante.

     Era el ama de la casa.

     -Una carta para usted, señor Werner -dijo. Y se marchó de nuevo.

     Desde que había regresado de su casa, Reinhard no había escrito a Isabel y tampoco había recibido ninguna noticia de ella. Vio por el sobre que la letra era de su madre. Reinhard abrió el pliego y leyó lo siguiente:

     «A mi edad, querido hijo, cada año tiene su propia fisonomía. Pero la juventud se resiste a declararse derrotada. Algo aquí también ha cambiado, que, según presumo te causará pena. Erich por fin ha obtenido el consentimiento de Isabel, al que pretendió inútilmente por dos veces durante el último trimestre. La joven venía difiriendo su contestación sin decidirse, hasta que por último ha accedido. Es todavía tan joven... Hay el propósito de que la boda se celebre en breve. La madre irá a vivir con ellos.»



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El lago de Immen

     De nuevo habían pasado los años... Una tarde suave de primavera, descendía por un camino del bosque un joven de aspecto sano y rostro tostado por el sol. Con sus ojos negros y graves miraba con vivo interés hacia la lejanía, como si esperara ansioso un súbito cambio del camino que seguía. En dirección contraria a la suya apareció por fin una carreta, moviéndose lentamente.

     -¡Eh, amigo! -gritó el caminante al hombre que marchaba junto al carro- ¿voy bien por este camino para ir al lago de Immen?

     -Siempre seguido -contestó el hombre, moviendo con la mano su sombrero.

     -¿Tardaré mucho en llegar?

     -No está muy lejos. Antes de fumar media pipa de tabaco ya habrá alcanzado el lago. Junto al mismo está la casa de los señores.

     Siguió el campesino adelante. El otro marchó presuroso por debajo de los árboles. Un cuarto de hora después cesó repentinamente la sombra. Continuaba el camino por una cuesta de la que apenas sobresalían las cimas de centenarias encinas. Más allá se extendía un paisaje soleado. En el fondo veíase el lago, quieto, con sus aguas de color azul obscuro, rodeado casi completamente por los bosques que el sol acariciaba y que sólo en un punto se abrían, ofreciendo una lejana perspectiva, que ceñían los montes azulados, Delante de él y en medio de la fronda de los verdes bosques, aparecía algo como nevado; eran los frutales en flor. Allá en la ribera superior se alzaba la casa señorial, con su tejado rojizo. Una cigüeña levantó el vuelo desde la chimenea y durante un tiempo estuvo trazando círculos por encima de las aguas...

     -¡Lago de Immen! -exclamó el viajero.

     Parecía como si hubiese alcanzado el término de su viaje, pues habíase quedado inmóvil y, por encima del espesor de los árboles, miraba hacia abajo, hacia la orilla opuesta, allí donde las aguas reflejaban la movediza imagen de la casa. De repente volvió a emprender el camino.

     Este descendía por la ladera del monte, cortado casi a pico, de modo que los árboles ofrecían de nuevo su sombra, pero al propio tiempo ocultaban la vista del lago, el cual sólo se veía fulgurar de cuando en cuando a través del ramaje. Luego, volvió a subir suavemente y cesó el bosque, a derecha y a izquierda. En su lugar se extendían los viñedos a ambos lados del camino. Junto al mismo había los frutales en flor, llenos de abejas zumbadoras. Un hombre, de aspecto gallardo, que nevaba un pardo gabán, venía a su encuentro. Al llegar a cierta distancia tiró al aire su gorra y gritó con clara voz:

     -¡Bienvenido, bienvenido, hermano Reinhard, al lago de Immen!

     -¡Dios te guarde, Erich! Y muchas gracias por tu bienvenida -contestó el otro.

     Ambos se habían ya encontrado y se aprestaban las manos jubilosamente.

     -Pero, ¿es posible que seas tú? -dijo Erich al contemplar el grave rostro de su antiguo compañero de colegio.

     -¡Claro que lo soy, Erich! Y tú también. Únicamente que tienes un aspecto, ¿cómo te diré?, más alegre que antes.

     Después de estas palabras, y luego de una sonrisa de satisfacción, se volvieron aún más alegres las facciones de Erich.

     -Sí, hermano Reinhard -dijo alargándole de nuevo la mano-, pero... es como si me hubiese tocado un gran premio de la lotería; bien lo sabes tú.

     Luego, frotándose las manos, dijo muy contento:

     -¡Qué gran sorpresa! Esto sí que no lo espera. Nunca lo habría imaginado.

     -¿Una sorpresa? -preguntó Reinhard-. ¿Para quién, pues?

     -Para Isabel.

     -¡Isabel! ¿Es que no le has comunicado mi visita?

     -Ni una sola palabra, hermano Reinhard. No piensa en ti; ni su madre tampoco. Te he escrito reservadamente, a fin de que su alegría fuese mayor. Tú ya sabes que yo he guardado siempre mis propósitos algo reservados.

Reinhard habíase quedado pensativo; su respiración se hacía cada vez más difícil a medida que se acercaba a la casa. Las viñas ya quedaban atrás. El camino pasaba junto a una huerta que se extendía hasta la misma orilla del lago. Una cigüeña había descendido del cielo y se paseaba con gravedad ridícula por entre los bancales del huerto.

     -¡Hola! -gritó Erich, batiendo las manos-.

     ¡Allá va el bípedo egipcio devorando otra vez mis guisantes!

     El ave levantó pesadamente el vuelo y fue a situarse en el tejado de un edificio de reciente construcción, situado en uno de los extremos de la huerta, cuyos muros se cubrían de albaricoques y melocotones, con las ramas sujetas a la pared.

     -Esta es la fábrica de vinagre -dijo Erich hace unos dos años que la instalé. La casa para los colonos la mandó construir mi difunto padre. La vivienda data ya de mi abuelo. De modo que siempre progresamos algo.

     Así hablando, habían llegado a un amplio terreno, despejado, limitado por la casa de los colonos y por la de los dueños, situada al fondo, cuyas alas estaban cercadas por el alto muro de un jardín. Por encima de éste sobresalían los ramajes en flor y espesas masas de hiedra. Varios hombres, con el rostro acalorado y sudorosos por el trabajo, atravesaban aquel lugar, saludando a ambos amigos. Al pasar, Erich les llamaba a cada uno, ya para hacerles algún encargo o bien para consultarles acerca de su trabajo.

     Habían llegado junto a la casa. Entraron en un ancho y fresco zaguán, en cuyo extremo y a mano izquierda embocaron hacía un pasillo algo obscuro. Erich abrió una puerta y ambos penetraron en una espaciosa sala que daba al jardín, cuyo follaje apretujándose sobre las ventanas daba a la pieza una verde obscuridad. Entre las ventanas había una puerta con los dos batientes abiertos, dejando entrar libremente el sol primaveral y ofreciendo una anchurosa vista del jardín, con sus platabandas de llores y sus altos muros de verdura, que dividía un ancho camino a cuyo extremo se podía ver el lago y, más allá, los bosques. Cuando los dos amigos entraron, la corriente de aire llevó hasta ellos un torrente de aromas y perfumes.

     En una terraza, delante de la puerta del jardín, estaba sentada una blanca figura femenina. Levantándose, fue al encuentro de los recién llegados, pero a la mitad de su camino detúvose, inmóvil, mirando fijamente al forastero.

     -¡Reinhard! -exclamó Isabel-, ¡Reinhard! Dios mío ¿eres tú? Hace tanto tiempo que no nos hemos visto...

     -Mucho tiempo -dijo él. Y ya no pudo añadir nada más, pues cuando oyó su voz sintió un dolor suave en el corazón, y al contemplarla vio delante de él la misma figura, tierna y ligera, a la que años atrás había dicho «¡adiós!» allá en su pueblo natal...

     Erich permanecía radiante de alegría junto a la puerta.

     -Pues, ¿qué, Isabel? -dijo él-. ¿Verdad que nunca hubieras esperado esto?

     Isabel, mirándole con afecto, dijo:

     -¡Eres tan bueno, Erich!

     Y tomándole su delgada mano, le dijo cariñosamente:

     -Y puesto que le tenemos entre nosotros, no le dejaremos marchar tan fácilmente. Como ha rondado tanto tiempo por allá fuera, le domesticaremos de nuevo. Mira solamente qué aspecto tan extraño y noble tiene a la vez.

     Una tímida mirada de Isabel recorrió el rostro de Reinhard.

     -Mucho ha cambiado durante el tiempo que no hemos estado juntos -replicó.

     En aquel instante entró la madre, con un llavero en la mano.

     -¡Señor Werner! -dijo al reparar en Reinhard-. Vamos, un huésped tan querido como inesperado...

     Y así fue continuando la conversación, haciéndose mutuamente preguntas y dándose respuestas. Sentáronse las señoras a sus labores y, mientras Reinhard saboreaba el refresco que para él habían preparado, Erich, después de encender su pipa de espuma de mar, se sentó a su lado echando humo y charlando.

     Al día siguiente, Reinhard tuvo que salir con él para visitar las tierras de labor, las viñas, los criaderos de lúpulo, la fábrica de vinagre. Todo se hallaba: muy bien instalado; tanto los hombres que trabajan en el campo, como los que laboraban junto a las calderas, todos tenían un aspecto sano y alegre. Al mediodía se reunió la familia en el pabellón del jardín y el resto de la jornada lo pasaron más o menos juntos, según las obligaciones de los dueños de la casa. La hora anterior a la cena, como la que antes había precedido a la comida, la pasó Reinhard trabajando en su aposento. Desde hacía años había ido reuniendo las leyendas y canciones que el pueblo conservaba vivas; y se ocupaba ahora en ordenar su tesoro, ampliándolo con apuntes y notas relativas a aquella comarca... Isabel era siempre amable y apacible; las atenciones en todo momento iguales de Erich las admitía ella con casi humilde reconocimiento, y Reinhard pensaba cómo la muchacha alegre de su infancia había dejado paso a una mujer más silenciosa.

     Desde el segundo día de su estancia allí, procuraba Reinhard dar, al anochecer, un paseo por la ribera del lago. El camino, algo penoso, pasaba junto al jardín y al final del mismo, en un bastión que sobresalía, se encontraba un banco debajo de unos grandes tilos. La madre le había dado el nombre de «banco del atardecer», porque estando situado de cara a poniente y por la razón de que se podían admirar las puestas de sol, era por la tarde cuando se utilizaba...

     A la caída de una tarde, Reinhard se encaminaba hacia aquel lugar, cuando le sorprendió la lluvia. Buscó protección debajo de uno de los tilos situados al borde de las aguas; pero las gruesas gotas de la lluvia pronto atravesaron el follaje. Calado como estaba, comenzó a marchar con resignación y sin apresurarse por el camino de regreso. Estaba casi obscuro y la lluvia continuaba cada vez más espesa. A medida que iba acercándose al llamado «banco del atardecer» pareciole distinguir entre las ramas de un abedul una blanca figura femenina. Estaba inmóvil y, según creyó a medida que se aproximaba, vuelta hacia él. Parecía como si estuviera esperando a alguien. Creyó que era Isabel. Pero al acelerar el paso para alcanzarla y poder regresar juntos a la casa a través del jardín, volviose ella pausadamente y desapareció por una de las sombrías avenidas laterales. Estaba casi enfadado con Isabel y al propio tiempo dudaba de si había sido ella, aunque no se atrevía a preguntárselo. Así, a la llegada, no se presentó en el pabellón, tan sólo para no ver entrar tal vez a Isabel por la puerta que daba al jardín.



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«Fue mi madre quien lo quiso»

     Unos días más tarde, al anochecer, se encontraba reunida, como de costumbre, toda la familia en el pabellón del jardín. Las puertas estaban abiertas. El sol había traspuesto ya los bosques de más allá del lago.

     Todos, con insistencia, requerían a Reinhard para que les comunicase unas canciones populares, que por la tarde había recibido de un amigo que residía en aquella comarca. Fue Reinhard a su habitación, y poco después regresó con un rollo de papeles, compuesto, al parecer, de hojas sueltas pulcramente manuscritas.

     Sentáronse alrededor de la mesa, Isabel al lado de Reinhard.

     -Tendré que leerlo a primera vista -dijo él -pues todavía no he tenido tiempo de mirarlo.

     Isabel desenrolló el manuscrito.

     -¡Aquí hay solfas! -dijo-. ¿Nos las cantarás, Reinhard?

     Comenzó éste por leer unas canciones del Tirol; y a medida que las iba leyendo, entonaba a media voz, de cuando en cuando, la alegre melodía. Todos iban animándose.

     -Pero ¿quién ha compuesto estas bellas canciones? -preguntó Isabel.

     -Vamos -replicó Erich-, eso lo revela ya el mismo argumento de cada una. Sin duda se trata de sastres y barberos ambulantes y gente alegre por el estilo.

     -Estas canciones no se componen -dijo Reinhard-. Nacen como caídas del cielo, y vuelan sobre el país como esas hilachas de los insectos, de aquí para allá, y quedan prendidas en mil parajes. Nuestras cuitas y nuestros trabajos los hallamos reproducidos en estas canciones. Es como si nosotros mismos hubiésemos colaborado en su formación.

     Volvió la hoja.

     -«Estaba en un alto monte...»

     -¡Ésta ya la conozco! -exclamó Isabel-. Entona un poco, Reinhard, y yo te acompañaré.

     Y ambos cantaron aquella melodía tan misteriosa, que parece imposible haya sido compuesta por los hombres. Isabel, con aquella su voz de contralto algo apagada, iba secundando al tenor.

     La madre, mientras tanto, seguía cosiendo, abstraída en su labor. Erich, con las manos cruzadas, escuchaba devotamente. Cuando terminaron la canción, Reinhard dejó, silenciosamente, la hoja aparte... Desde la ribera del lago subía, a través del silencio del crepúsculo, el sonido de las esquilas de los rebaños. Ellos las escuchaban inconscientes. De pronto se dejó oír la clara voz de un muchacho que cantaba:

                                        «Estaba en un alto monte                          
para el valle contemplar...»

     Reinhard se sonrió.

     -¿Lo habéis oído? -dijo-. Así pasa de boca en boca.

     -Esto lo cantan con frecuencia en esta región -dijo Isabel.

     -Sí -repuso Erich-, es el zagal que conduce el rebaño a los corrales.

     -Esas melodías tienen algo de primitivo -dijo Reinhard-. Dios sabe quién las habrá compuesto. Tomó otra hoja.

     Había obscurecido más; las sombras eran más densas y obscuras. Una claridad de color escarlata continuaba por encima de los bosques, hacia la parte de poniente, más allá del lago.

     Reinhard desdobló el papel. Isabel puso su mano encima y miró su contenido. Luego Reinhard leyó lo siguiente:

                                        Fue mi madre quien lo quiso.                          
Yo no la quise dejar.
Lo que antes era mío
lo tuve que abandonar.
Mi corazón resistía,
se fue a su madre a llorar:
-Madre, qué daño me causas,
puesto que haces tornar
pecado lo que era bueno.
¡De mí no sé qué será!
¡Adiós los gozos y dichas,
ya no volveréis jamás!
Volaron las ilusiones...
¡Ay! si pudiera vagar
errante, por los caminos,
mendigando el duro pan.

     Mientras Reinhard leía, iba cobrando el papel un casi imperceptible temblor. Cuando hubo terminado, apartó Isabel suavemente su silla y marchose silenciosa al jardín. Su madre la siguió con la mirada. Erich iba a salir detrás suyo, pero la madre le dijo:

     -Creo que Isabel tiene algo que hacer allí fuera.

     La noche se extendía paulatinamente sobre el jardín y el lago. Las mariposas nocturnas entraban por la puerta abierta con vuelo incierto, y con mayor fuerza cada vez penetraba asimismo el fuerte aroma de las plantas y de las flores. Subía del borde de las aguas el croar de las ranas; repentinamente, junto a una de las ventanas del pabellón comenzó a cantar un ruiseñor; otro le contestó, allá lejos, desde el jardín; la luna se mostró entre los árboles..

     Reinhard miró unos momentos hacia el camino del jardín, por donde había desaparecido la figura de Isabel. Después, reuniendo todos sus manuscritos, saludó a los allí presentes y se fue, a través de la casa, hacia el lago.

     Los bosques estaban silenciosos y su masa obscura se reflejaba en las aguas, en cuyo centro el resplandor de la luna mecíase pesadamente. De vez en cuando, a través de la fronda, se oía un ligero susurro, que no era el viento, sino el respirar de la noche estival. A cierta distancia se distinguían los lirios de agua. Súbitamente, le entró el deseo de verlos más de cerca y, quitándose las ropas, penetró en el agua. El suelo era muy llano, y las plantas y las piedras agudas le causaban un fuerte dolor en los pies. No encontraba la profundidad suficiente para poder nadar. De pronto, desapareció el fondo a sus pies; pasaron las aguas en remolino sobre su cabeza, tardando un tiempo en poder subir a la superficie. Movió pies y manos, nadando y dando vueltas, hasta que se dio cuenta del sitio donde se encontraba. Por fin vio nuevamente el lirio, solo, en medio de sus hojas brillantes... Nadó hacia él y cada vez que sus brazos salían de las aguas, las gotas que caían centelleaban a la luz de la luna. A pesar de sus esfuerzos, el espacio que le separaba de la flor parecía ser siempre el mismo. Solamente cuando volvía la cabeza y miraba la orilla incierta del lago, la veía cada vez más lejana y envuelta en los tenues vapores nocturnos. Resistiéndose a abandonar la empresa, nadaba siempre con más brío en la misma dirección. Por fin llegó tan cerca de la flor, que ya distinguía claramente resplandecer a la luz de la luna sus hojas plateadas; pero al propio tiempo se sentía como prendido en una red, pues los tersos tallos de las plantas que había en el fondo alargábanse y se extendían sobre sus miembros desnudos. Aquellas aguas desconocidas cerrábanse sombríamente en torno suyo. De pronto, le asaltó en aquel extraño elemento un raro temor, y arrancándose con violencia del espesor de las plantas acuáticas, emprendió, rápido y jadeante, el retorno a la ribera. Cuando desde aquí miró nuevamente hacia el centro de las aguas, volvió a ver, como antes, el lirio lejano y solitario en medio de la sombría profundidad...

     Vistiose de nuevo y regresó a la casa. Al llegar al jardín, entró en el pabellón, donde se encontraban Erich y la madre de Isabel ocupados en los

preparativos de un pequeño viaje de negocios para el día siguiente.

     -¿Dónde ha estado usted hasta tan tarde en la noche? -le preguntó la señora.

     -¿Yo? -dijo-. Pues, he visitado el lirio de las aguas, pero, a pesar de todo el trabajo que me he tomado, no he podido con él.

     -Eso sí que es incomprensible -exclamó Erich-. ¿Es que te importa mucho tal vez esa flor?

     -Antes ya la había visto -dijo Reinhard pero de ello hace mucho tiempo.



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Isabel

     A la tarde del día siguiente, Reinhard e Isabel paseaban por la parte del lago, ya a través del bosque, ya por la elevada orilla. Erich había recomendado a Isabel que durante su ausencia y la de su madre diese a conocer a Reinhard los parajes más bellos de las riberas del lago, hasta los más apartados que se encontraban por la parte de la casa de los colonos. Juntos iban de un sitio a otro. Fatigada de tanto andar, Isabel sentóse sobre la rama baja de un árbol en un sitio sombreado. Enfrente estaba Reinhard, apoyado en el tronco de un árbol añoso. Allá en el fondo del bosque oíase el canto de los pájaros. Recordaron aquella escena, como si ya la hubiesen vivido antes. Isabel le miraba sonriendo misteriosamente.

     -¿Vamos a buscar fresas? -preguntó él.

     -Ha pasado el tiempo ya -repuso Isabel.

     -Pronto volverá.

     Isabel sacudió la cabeza. Luego se levantó y prosiguieron el paseo; y como ella iba a su lado, él le dirigía constantemente la mirada, contemplando su paso ligero, alado, como si sus pies no rozasen el suelo. Con frecuencia y sin querer, se retrasaba unos pasos para admirarla mejor. Llegaron a un lugar despejado, desde el que se abría una ancha perspectiva sobre el paisaje. Reinhard, inclinado, cogió algo de entre las hierbas. Cuando se levantó, su rostro tenía marcada la expresión de un dolor apasionado.

     -¿Conoces esta flor? -le preguntó.

     Isabel la examinó y dijo:

     -Es la flor del brezo. A menudo la he encontrado en el bosque.

     -Tengo en mi casa -continuó él -un viejo libro, en el que solía anotar toda clase de rimas y canciones. Eso era en otros tiempos. Ahora hace muchos años que no lo hago... Entre las páginas de aquel libro se encuentra también una flor como ésta, pero está ya marchita. ¿Sabes tú quién me la dio?

     Isabel inclinó la cabeza, silenciosa; y bajando los ojos miró la planta que él tenía en su mano. Cuando de nuevo levantó las pupilas, Reinhard vio que las tenía bañadas de lágrimas.

     -Isabel -dijo-, detrás de aquellos montes lejanos está nuestra juventud. ¿Dónde ha quedado?

     Dejaron de hablar. Callados, uno junto al otro, bajaron en dirección al lago. El aire era pesado, caluroso. Por la parte de poniente se alzaban unos negros nubarrones.

     -Tendremos tormenta -dijo Isabel, apresurando el paso.

     Reinhard asintió en silencio con la cabeza y fuéronse rápidamente por la orilla hasta llegar al bote que les esperaba.

     Durante la travesía, Isabel mantenía la mano apoyada en el borde de la barca. Él remaba y la miraba. Ella contemplaba la lejanía. Detúvose la mirada de Reinhard en la mano que apoyaba en el borde, y esta mano, pálida, le reveló todo lo que su rostro callaba. Vio en ella aquellos rasgos finos de secreto dolor, que tan bien saben calmar las manos femeninas, cuando por la noche se posan sobre un corazón enfermo... Isabel llegó a sentir aquella mirada sobre su mano y entonces la dejó deslizar suavemente hasta las mismas aguas.

     Al llegar a la casa vieron frente a su puerta la muela de un afilador ambulante. Un hombre moreno, de negros rizos, estaba atareado junto a la rueda cantando entre dientes una canción cíngara. Un perro atado a la rueda estaba tumbado al sol, jadeando. En el zaguán una muchacha envuelta en harapos, de hermosos y azorados ojos, alargaba su mano a Isabel pidiéndole una limosna.

     Reinhard metió su mano en el bolsillo, pero Isabel adelantose y vació presurosa todo el contenido de su bolso en la mano abierta de la mendiga. Luego volviose precipitadamente y Reinhard oyó cómo subía la escalera sollozando.

     Un instante pensó en retenerla, pero luego desistió de ello y se quedó junto a la escalera. La mendiga continuaba en el zaguán, inmóvil, con la limosna recibida en la mano.

     -¿Qué esperas todavía? -le preguntó Reinhard.

     La muchacha se sobresaltó.

     -Nada, señor -dijo.

     Después se fue lentamente hacia la puerta, volviendo la cabeza y mirándole con ojos extraviados. Él pronunció un nombre, pero la mendiga no le oyó. Con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho, marchaba hacia el patio:

                                  «luego muy sola                          
debo morir...»

     Una vieja canción le zumbaba en los oídos, mientras él contenía el aliento. Un instante después, volviéndose, se fue a su aposento. Se puso a trabajar, pero sus ideas no fluían. Lo intentó casi durante una hora, mas en vano. Luego, bajó al salón de la casa. Nadie estaba allí; reinaba una semiobscuridad; en la mesa de costura de Isabel había una cinta encarnada, que llevaba puesta esa tarde. La tomó Reinhard, pero como le causara cierto dolor, volvió a dejarla donde se encontraba antes. Estaba inquieto. Fuese hacia el lago y desamarró el bote. Remando, remando, recorrió repetidas veces el mismo camino que había hecho con Isabel aquella tarde.

     Cuando regresó a la casa, había obscurecido. En el patio encontró al cochero que conducía los caballos a la cuadra; los viajeros habían vuelto ya. Al entrar en el vestíbulo oyó los pasos de Erich que estaba paseando arriba y abajo del pabellón del jardín. Permaneció como dudando unos segundos, y luego subió con paso quedo la escalera que conducía a su habitación. Allí, sentose en un sillón junto a la ventana. Hacía esfuerzos para escuchar el ruiseñor que cantalea bajo la fronda, pero tan sólo podía oír los latidos de su corazón. Abajo, la casa estaba muy quieta; cerraba ya la noche...

     Así permaneció sentado durante unas horas, hasta que, levantándose, se asomó a la ventana. El rocío de la noche goteaba entre las hojas; el canto del ruiseñor había cesado ya. Hacia la parte de levante, el azul profundo del cielo nocturno volvíase a poco de un color ambarino, suave. Un airecillo fresco, que se había levantado, pasó rozando la ardiente frente de Reinhard; luego, después de lanzar un grito jubiloso, la alondra alzó su primer vuelo...

     Como volviendo en sí, Reinhard fue a sentarse a la mesa. A tientas buscó un lápiz; y cuando lo hubo encontrado, empezó a escribir en una blanca hoja de papel. Al terminar, dejó allí el papel y, tomando su sombrero y bastón, abrió cuidadosamente la puerta y descendió al zaguán...

     El crepúsculo matutino llenaba con su semiobscuridad todos los ángulos. El gran gato de la casa, estirándose sobre la estera, erizaba su lomo bajo la mano, que él impensadamente le alargó. Allá fuera, en el jardín, los gorriones se movían en el ramaje y con su algarabía parecía como si quisieran anunciar al mundo que la noche ya había transcurrido. Dentro de la casa se oyó como si se abriera una puerta. Alguien descendía por la escalera, y cuando Reinhard alzó los ojos, se encontró enfrente de Isabel, quien puso su mano sobre el brazo de Reinhard. Después movió los labios, pero hasta él no llegó el sonido de su voz.

     -¡No volverás jamás! -dijo ella por fin-. No mientas, bien lo sé. ¡Tú no volverás jamás!

     -Jamás... -repuso él.

     Retiró Isabel dulcemente su mano y no añadió ninguna otra palabra. Atravesando el zaguán llegó Reinhard a la puerta. Volvió la cabeza, todavía. Ella permanecía en el mismo sitio y le miraba con ojos inanimados. Alargando los brazos, hizo Reinhard un paso hacia ella, pero volviéndose con violencia traspuso la puerta y salió al exterior...

     El mundo se bañaba en la fresca luz de la mañana y las gotas de rocío, que habían quedado prendidas en las telarañas, centelleaban a los primeros rayos del sol. Reinhard no volvió la cabeza; marchaba presuroso, y cada vez quedaba más atrás el bosque espeso. Delante de él se abría el mundo dilatándose, grande, anchuroso...



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El anciano

     La luna ya no penetraba por la ventana. La habitación ha quedado muy obscura. El anciano continúa sentado en el sillón, con las manos cruzadas, mirando delante de sí el vacío del aposento. A su alrededor va precisándose poco a poco la sombría obscuridad en un lago ancho y profundo. Las negras y dilatadas aguas se extienden a lo lejos, tan lejos que la mirada del anciano apenas alcanza su límite. En medio de ellas flota, solitario, entre sus anchas hojas, un blanco lirio de agua.

     Se abre la puerta y se derrama por la habitación un haz de claros rayos luminosos.

     -Ha hecho bien en venir, Brígida -dijo el anciano-. Ponga la lámpara aquí, en la mesa.

     Y arrimando a la mesa una de las sillas, toma uno de aquellos libros que estaban abiertos, y se abisma en el estudio en que había probado su capacidad y saber allá en su lejana juventud.

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