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El landó de seis caballos

Farsa en dos actos1

Víctor Ruiz Iriarte

Josep Lluís Sirera (intr.)

Víctor García Ruiz (ed. lit.)




Introducción

Estrenada el 26 de mayo de 1950 en el madrileño Teatro María Guerrero (con dirección de José Luis Alonso y con Elvira Noriega y José María Rodero en los papeles protagonistas), El landó de seis caballos se convierte en una pieza fundamental dentro de la etapa de su escritura que Víctor García Ruiz califica de «teatro de imaginación» (1987a, 153-155). Una etapa en la que Ruiz Iriarte arranca de situaciones inverosímiles, absurdas incluso, «en un sentido ejemplar y metafórico, como un estímulo que despierte en los espectadores reacciones paralelas a las de los personajes en escena» (García Ruiz 1987a, 159).

En esta obra, el autor parte de un recurso muy utilizado en el teatro de humor contemporáneo y consistente en presentar una situación como mínimo chocante para los espectadores: un grupo de ancianos que sin salir de un «vasto salón muy anticuado, a la moda de 1900» parecen pasear por la Castellana en un landó que no es realidad sino la suma de «un pequeño sofá cruzado, esto es, en posición perpendicular a la batería» y de un «canapé colocado de igual modo» (Ruiz Iriarte 15). Los personajes se mueven con gran naturalidad (si vale la expresión) en este mundo de fantasía y en él logran envolver inicialmente a los cuatro sorprendidos visitantes que, uno tras otro, irrumpen en la pieza. Llegados a este punto, el espectador se ve sumido en muy comprensibles dudas: ¿cuál es el auténtico nivel de inconsciencia de los ancianos? ¿Cómo proseguirá el autor tras tan inverosímil inicio?

Es inútil, sin embargo, que los espectadores esperen que, en una pirueta ciertamente eficaz desde el punto de vista teatral, se les devuelva al mundo de lo cotidiano. Porque en El landó... dicho mundo no puede traspasar los muros de Las Colinas. En el interior de esta finca, en efecto, reina otro orden lógico, en el que el tiempo parece suspendido. La única forma de volver a la realidad será, pues, salir físicamente de ese mundo y volver a los quehaceres habituales. Una salida que marcará la imposibilidad de comprender ese mundo de fantasía, su rechazo en definitiva. Y los espectadores tendrán, asimismo, que optar por negarse a entrar en lo que el dramaturgo les propone o aceptar que no sólo es posible encontrarse en un universo tan peculiar como el que se les presenta al principio de la obra, sino que -además- cabe también la posibilidad de participar de pleno en él.

Para ello hará falta, eso sí, que aprendan a ver las cosas no como son sino como la imaginación de los protagonistas dicta que tienen que ser. Y esto es, en buena medida, también lo que se solicita de los espectadores: que se sitúen al mismo nivel que la pareja protagonista y que, en un ejercicio de comprensión realmente admirable, aprendan a ver por debajo de los comportamientos insólitos de los cuatro ancianos una razón de peso, y además cargada de humanitarismo y ternura. El que Margarita, Rosita y El Músico, los tres personajes que encarnarían la posición inicial de sorpresa seguida de negativa a implicarse en la aventura humana que se les propone, aparezcan dotados de marcas negativas (frivolidad, incapacidad de penetrar más allá de la corteza de las cosas...) viene a dejar muy claro cuál es el punto de vista privilegiado por el autor: el de la comprensión hacia nuestros semejantes.

Claro está que para conseguir que dicho punto de vista sea mayoritariamente aceptado, Víctor Ruiz Iriarte ha de utilizar una serie de recursos dramáticos muy precisos y muy eficaces, además, en su sencillez. En primer lugar, destacaría la nitidez de su escritura; Ruiz Iriarte se aleja de la artificiosidad retórica, de las pretensiones literarias que tanto pesan en una parte significativa del teatro español de aquellos años. Sin pretender más que darnos unos leves (muy leves) toques de costumbrismo lingüístico, en el habla de Rosita o en la forma de expresarse de Bobby el músico, por ejemplo, Ruiz Iriarte sabe librarse de la inclinación a lo hueco y declamatorio. El lenguaje de los cuatro ancianos, además, se aleja de forma evidente de toda tendencia a la caricaturización: viven con naturalidad en su mundo imaginario, y nos sorprenden más por lo que hacen que por lo que dicen, ya que esto último, aceptado lo anómalo de la situación, es perfectamente coherente con sus actos. Además, Adela, la única de los cuatro que mantiene la cordura, y la que se enfrenta a la a priori más que difícil tarea de persuadir a los visitantes de que se integren en su mundo, evita cuidadosamente las estridencias, la emotividad gratuita, los recursos emotivos fáciles. Por ejemplo, su relato de por qué decidió envolver a Chapete en un mundo de fantasía se cierra con las siguientes, y nada retóricas, palabras: «¡Jugamos! Porque los sueños no son más que un juego. Nosotros hemos hecho que toda la vida sea un juego también... (Tímida) ¿No creen ustedes que hice bien?» (Ruiz Iriarte 88). Además, la petición que acto seguido les hace a los visitantes no rompe con esta atmósfera de sencillez, en la que sólo podemos encontrar una concesión a la emotividad: el adjetivo «pobre» antepuesto a «corazón»:

Hace cinco años que estoy sola en esta casa con ellos... El doctor me dice que mi pobre corazón está agotado. Un día moriré sin notarlo casi. Y entonces, ¿qué va a ser de mis viejecitos? Por eso he enviado a cada uno de ustedes una de las cartas que escribió el señor...


(Ruiz Iriarte 89)                


Naturalmente, esta falta de énfasis emotivo, de grandilocuencia o de comicidad demasiado evidente (la situación en sí misma, en manos de otros dramaturgos españoles de la época, hubiese dado pie a un sinnúmero de juegos de palabras y de situaciones cargadas de un humor más o menos forzado), se justifica porque los personajes se encuentran trazados con una gran delicadeza. Tampoco asoma por ninguna parte el melodramatismo: toda la historia arranca del accidente que tuvo el cochero Chapete cuando guiaba el landó de su señor; pero no nos asustemos: «Al señor no le pasó nada, pero Chapete se hizo una herida en la cabeza. Desde aquel día, ¡y hace ya tantos años!, Chapete vive como en un sueño. Para él no ha pasado el tiempo» (Ruiz Iriarte 87). Un accidente banal, en suma que sumió al cochero en un estado de enajenación permanente y que motivó que a partir de ella se fuese construyendo todo un mundo en el que, como queda dicho, el tiempo parece detenido.

Es evidente que una situación así planteada no tiene nada de fácil: un desarrollo verosímil obliga al autor a recurrir en algunos casos a la simplificación; pero aun aceptando esto, Ruiz Iriarte soslaya la caricaturización de los personajes, tan efectista como alejada de la sensibilidad general de la pieza, con la excepción de Bobby, contrapunto un tanto convencional de los otros visitantes. Esto es visible en el caso de Florencio, prototipo de sabio tímido que sólo vive para su investigación, pero que se deja arrastrar por el magnetismo que emana de la figura de Isabel hasta el extremo de acabar confesándole su falta de encaje en el mundo contemporáneo.

Ambos son paradigmas de personajes desubicados en un mundo en el que sus valores (la humanidad, la esperanza en un mundo mejor en el caso de ella; la confianza en los valores de la inteligencia y la ciencia en el de él) no parecen tener cabida. No hay lugar, en efecto, para una joven como Isabel, capaz de construirse un mundo de ensueño (en el que escribe diariamente cartas a un novio imaginario en constante viaje por todo el mundo) con el que hacer frente a su soledad, fruto a su vez de su incapacidad de gustar, de atraer: «¿Quién soy yo? Nadie», «Yo no gusto» dice de sí misma Isabel (Ruiz Iriarte 32); y eso a causa de que es «demasiado soñadora», es decir: nada realista, al contrario que Margarita y Rosita de la que nos ocuparemos más adelante. Florencio, a su vez, piensa que la felicidad consiste en encontrar un mecenas, alguien que sufrague los gastos de sus campañas arqueológicas, más aún: que ponga en pie «una gran fundación con muchos pabellones, museos y jardines...» (Ruiz Iriarte 53). Y es que Florencio, ante el yermo de la investigación científica de la España de los cuarenta no encuentra otra salida que soñar en que un buen día llegará un protector que pondrá las cosas en su sitio y le permitirá proseguir sus trabajos...

Ambos, en definitiva, reaccionan ante un mundo que les es hostil (del que no comprenden su exceso de materialismo, su falta de capacidad para imaginar, para soñar) refugiándose en unas fantasías quizá no tan diferentes en el fondo de las de los cuatro ancianos habitantes de Las Colinas. Que, con todo, ambos protagonistas no son idénticos, queda patente en que mientras Isabel aceptará el reto y quedará al lado de Adelita, dispuesta a reemplazarla, Florencio hablará de vivir a caballo entre dos mundos: el de la realidad y el de la imaginación; partirá de la casa, pero volverá casi todas las tardes para visitar a quien ha comprendido que es el amor de su vida, Isabel. Al público, por supuesto, no le cuesta intuir, que se trata de una etapa transitoria y que Florencio no tardará mucho en sentirse más ligado con el mundo de la finca que con el hostil mundo de la realidad.

Diferente es la actitud de las otras dos muchachas, Margarita y Rosa. Viven ambas el día a día de un mundo en el que hay poco espacio para la fantasía, en el que la realidad tiene siempre las de ganar, y en donde el pragmatismo es norma de conducta imprescindible para poder sobrevivir. Modelo de alta costura y madre soltera la primera, florista de la calle la segunda, han visto en la misteriosa carta que supuestamente han recibido del Duque una forma no tanto de descubrir en qué consiste el amor verdadero, como piensa Isabel, sino las puertas abiertas a un mundo mucho más cómodo y confortable que el que conocen y que no es sino el de los difíciles años cuarenta españoles. El descubrimiento de la realidad no significa para ellas ningún cambio de actitud, nada nuevo: partirán de Las Colinas a la búsqueda de otra oportunidad, real y tangible, de mejorar su situación.

El carácter de mundo aparte que presenta el universo de los cuatro ancianos aparece reforzado por el hecho de que dentro de los muros de la finca en cuestión aparece encerrado todo un mundo, evocado por el poder de la imaginación (el landó y sus paseos por la Castellana, los desplazamientos al Hipódromo... o a Aranjuez) o con un atrezzo muy elemental, pero ciertamente evocador: «Vuelve Pedro. Viene transportando un arbolito de regular tamaño, que puede tenerse en pie sobre sus propias raíces. Es un precioso almendro en flor. Lo deja en el centro de la escena y marcha a reunirse con los otros junto al landó» (Ruiz Iriarte 73).

Llegados a este punto, y teniendo en cuenta que la enajenación de Chapete a consecuencia de un accidente provocado por un caballo permite afirmar -muy lógicamente- la relación de esta obra con el Enrique IV de Pirandello (García Ruiz 1987b, 94), podemos pensar también en Los gigantes de la montaña del mismo autor italiano, ya que Las Colinas tiene algo de La Scalogna («La mala suerte»), la finca donde Cotrone y sus marginados han buscado refugio frente a un mundo hostil. Se trata, recordemos, de un espacio donde los sueños toman forma, donde realidad y fantasía se confunden y donde ésta acaba por cobrar más fuerza que la misma realidad. La principal diferencia entre ambas obras estribaría en que los visitantes de la obra italiana (una compañía de cómicos en un peregrinaje expiatorio y autodestructivo) partirán hacia su destino, incapaces de acogerse al refugio que les brindan aquellas paredes. Ruiz Iriarte, sin embargo, se muestra menos pesimista y con el ejemplo de Isabel (y el de Florencio, con la matización antedicha) contrapuesto al pragmatismo de los otros tres visitantes, deja una puerta abierta a la perpetuación de la ilusión.

Porque de eso trata, en definitiva, esta obra: de la posibilidad de vivir, con todas sus consecuencias no lo olvidemos, la ilusión de una existencia mejor en un mundo que aparentemente no deja espacio para ello. Una existencia en la que el tiempo no cuenta: los ancianos visten a la moda de 1900 se nos dice, y todos sus referentes remiten a ese mundo, separado (no lo olvidemos tampoco) no sólo por medio siglo sino por algo peor: por un sangriento conflicto civil que se convirtió en hito en la medida del tiempo para varias generaciones de españoles; «antes de la guerra» fue una frase de uso común para referirse no sólo a los años anteriores a 1936 sino a un mundo muy diferente al contemporáneo. Refugiarse en ese mundo, pues, era una especie de rechazo implícito, no diré que inconsciente, del mundo de 1950. O, en otras palabras, y parafraseando a Víctor García Ruiz: en esta obra capital del «teatro de imaginación» del autor podemos encontrar también el negativo de ese «reflejo social» que será característico de su teatro en la década de los cincuenta (García Ruiz 1987b, 91-92). Y ya sabemos que el negativo de una fotografía es tan revelador como su positivado.

Josep Lluís Sirera

Universitat de València


Obras citadas

  • García Ruiz, Víctor. Víctor Ruiz Iriarte, autor dramático. Madrid: Fundamentos, 1987a.
  • García Ruiz, Víctor. Víctor Ruiz Iriarte, análisis semióticos. Madrid: Fundamentos, 1987b.
  • Ruiz Iriarte, Víctor. El landó de seis caballos. Teatro selecto de Víctor Ruiz Iriarte. Madrid: Escelicer, 1967. 13-97.





Autocrítica

Cuando me propuse componer estos dos actos de El landó de seis caballos me atrajo, ante todo, lo que el proyecto tenía en sí de puro riesgo. Con una sola situación, una sombra de argumento apenas entrevisto, cuya realidad auténtica se trasladaba a fecha muy anterior al tiempo de la acción, todo el sentido teatral de la farsa había de concentrarse en la fuerza de esa única situación, en la vibración del diálogo y en el dibujo detallado y minucioso, casi afiligranado, de unos pocos personajes. Y así, el hecho material de escribir esta obra fue como el jolgorioso trance de crear un juguete jugando. Me seducía la idea -a todo autor le sucede esto de cuando en cuando- de buscarles alegremente las vueltas a las peliagudas esquinas de las inexorables fórmulas teatrales. Luego, intenté que en la farsa se cruzasen los aires de hoy -traídos por Isabel, Margarita, Rosita, Florencio y el Músico- con los ecos de un ayer reciente, pero lejano, ya pura lámina, hechos superviviente realidad en la fantástica aventura de los cuatro viejecitos, entre las paredes de la vieja casona perdida en un bosque inexistente. Si de todo ello resulta un revuelo de poesía y un poco de humor, estos son, seguramente, los tantos que el autor hubiera querido anotarse.

Como en su día testimoniaron la crítica y el público en el marco señorial y admirable del teatro María Guerrero, la interpretación que a esta obra dio la compañía del Teatro Nacional fue perfecta y la dirección, exquisita.

Víctor Ruiz Iriarte



Estrenada en el Teatro María Guerrero, de Madrid, el día 26 de mayo de 1950, con el siguiente reparto (por orden de aparición en escena):

PERSONAJES
 
ACTORES
 
CHAPETE. GABRIEL MIRANDA.
DOÑA ADELITA. CARMEN SECO.
SIMÓN. MIGUEL ÁNGEL.
PEDRO. GASPAR CAMPOS.
MARGARITA. CÁNDIDA LOSADA.
ROSITA. AMPARO G. RAMOS.
ISABEL. ELVIRA NORIEGA.
FLORENCIO. JOSÉ M. RODERO.
EL MÚSICO. RICARDO LUCÍA.

Escenografía: Fernando Rivero.

Dirección de escena: José Luis Alonso.






ArribaAbajoActo I

 

Un vasto salón, muy anticuado, a la moda de 1900, con las paredes tapizadas de damasco. Un ventanal al fondo; detrás, un jardín seco y abandonado, casi yermo. Al fondo, también, una entrada con embocadura. Dos puertas, con viejos cortinajes, a cada lado. Luz de atardecer.

 
 

(Cuando se alza el telón se ofrece al espectador una escena curiosísima. En la parte de la izquierda, y en primer término, hay un pequeño sofá cruzado, esto es, en posición perpendicular a la batería, y a muy poca distancia, delante, más hacia la izquierda, un canapé colocado de igual modo. En el sofá están sentados DOÑA ADELITA y SIMÓN, y CHAPETE, en el canapé. Los tres son muy viejecitos. DOÑA ADELITA lleva un traje de tarde, a la moda de fin de siglo, con un gran sombrero, todo de tules y de flores, y tiene abierta una preciosa sombrilla roja, de seda, con la que se protege contra un sol imaginario. SIMÓN, con «chaquet» y chistera grises, como un elegante de la época en tarde de hipódromo. CHAPETE viste uniforme de cochero de lujo del mismo tiempo: su chistera con roseta, sus botas de media pierna, su pantalón blanco y ceñido. CHAPETE maneja los larguísimos cordones del cortinaje de la primera puerta de la izquierda, sujetos a la pared, naturalmente a buena distancia, y, de cuando en cuando, restalla en el aire un enorme látigo con el ímpetu necesario para manejar los bríos de un tronco de seis caballos. El grupo, por la colocación de los muebles y de las figuras, da la sensación de un landó novecentista. Los tres personajes, ancianos, muy ancianos, y alegres, muy alegres, parecen niños que juegan a los coches de caballos.)

 

CHAPETE.-   (Alegrísimo.)  ¡Ohé! ¡Ohé! ¡Ohé, Capitana!

DOÑA ADELITA.-   (Encantada.)  No hay nada como la Castellana en una tarde de carreras. A mí que no me digan de Londres. Yo estuve una vez en Londres. Y, la verdad, no es para tanto. A la misma Victoria se lo he dicho muchísimas veces...

SIMÓN.-   (Atónito.)  ¿Quién es Victoria?

DOÑA ADELITA.-   (Naturalísima.)  ¡La Reina!

SIMÓN.-  ¡Ah, ya!

 

(Y, de pronto, DOÑA ADELITA, agitando su pañuelo de encaje, se vuelve y saluda a los ocupantes de un carruaje imaginario.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Adiós, querido!

SIMÓN.-   (Tímido.)  ¿A quién saluda usted, señora?

DOÑA ADELITA.-   (Muy natural.) Al duque del Infantado, que va en ese coche...

SIMÓN.-  ¡Ah, bueno! Creí que era algo de particular...

 

(Aparece PEDRO; es tan anciano como los tres viejecitos que se hallan en escena. Viste un solemnísimo «chaquet» de mayordomo al viejo estilo y lleva en las mejillas unas gloriosas patillas blancas. Sujeta con una mano el hilo de un gran globo azul de los que son el encanto de los niños. Cruza la escena con sus pasitos cortos y cansados, llevando su globo con la mayor naturalidad. Al ver el grupo jolgorioso de los tres ancianos mueve la cabeza con un sensatísimo gesto de desaprobación.)

 

PEDRO.-  ¡Adelita! Hay que cambiar la ropa blanca de las alcobas. Y tú, Simón, tienes que ocuparte de la plata del comedor...

DOÑA ADELITA.-   (Enojadísima.) ¡Pedro! Te he dicho mil veces que no nos molestes con tus tonterías cuando vamos a las carreras...

PEDRO.-  Pero, Adelita...

DOÑA ADELITA.-   (Enérgicamente.)  ¡A callar!

 

(Y DOÑA ADELITA, SIMÓN y CHAPETE, al unísono, comienzan a cantar.)

 
LOS TRES
La espada de este cadete
dicen que la tengo yo...
¡La tiene una amiga mía
clavada en el corazón!2

PEDRO.-   (Horrorizado.)  ¡Dios santo! Pero ¿cuándo habrá en esta casa un poco de seriedad?

 

(Y sale muy digno con su globo. Los otros tres ancianos cantan, ríen, palmotean y están divertidísimos.)

 
LOS TRES
¿Dónde vas, Alfonso Doce,
dónde vas, triste de ti.
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.
Si Mercedes ya se ha muerto,
muerta está, que yo la vi.
¡Cuatro duques la llevaban
por las calles de Madrid!3

 

(Mientras, ha surgido en escena MARGARITA. Una joven que viste con arreglo al último figurín de nuestro tiempo; trae en la mano una pequeña maletita. Al ver el grupo de los tres ancianos tan divertidos, se los queda mirando como si soñara, con los ojos muy abiertos, y cuando terminan de cantar avanza hacia ellos muy despacio.)

 

MARGARITA.-  Buenas tardes.

 

(Los viejecitos cortan en seco su canción y sus risas y se vuelven estupefactos hacia la recién llegada.)

 

Ustedes perdonen; vi la puerta del jardín abierta y entré. Yo quisiera saber si esta es la finca de Las Colinas...

CHAPETE.-  ¿Qué dice?

SIMÓN.-  ¿Quién es esta mujer?

DOÑA ADELITA.-  ¿Qué busca usted en Las Colinas, hija mía?

MARGARITA.-  ¿Pero no saben ustedes que estoy invitada?

 

(Los tres viejecitos la rodean mirándola minuciosamente, llenos de curiosidad y de susto.)

 

SIMÓN.-  ¡Hola! ¿Y quién la ha invitado?

MARGARITA.-  ¡Me ha invitado el señor duque!

LOS TRES.-   (Asombradísimos.)  ¿Qué?

MARGARITA.-  ¡Naturalmente! ¿Por qué se extrañan ustedes? Yo he recibido una carta del duque invitándome aquí esta noche...

SIMÓN.-   (Mirándola fijamente.)  ¡Que la ha invitado el señor duque! ¿Oís?

 

(Un silencio. SIMÓN cruza una fugacísima mirada con DOÑA ADELITA y silba. De pronto, CHAPETE se ríe y todos le miran.)

 

CHAPETE.-  ¡Ca! Me parece a mí que lo que quiere esta señorita es que la llevemos con nosotros a las carreras...

SIMÓN.-   (Muy contento.)  ¡Caramba! Pues con mucho gusto...

DOÑA ADELITA.-   (Contentísima.)  ¿De veras? Pobrecita mía. ¿Por qué no lo dijo usted antes? Pero si es lo más natural... Vamos, vamos a las carreras. ¡Chapete! Abre la portezuela del coche...

 

(DOÑA ADELITA y SIMÓN toman a MARGARITA cada uno de una mano y la conducen con suavidad hasta el sofá. MARGARITA, impresionadísima, se deja llevar. CHAPETE, entretanto, se coloca a un lado del sofá y hace el ademán de abrir la portezuela de un coche.)

 

CHAPETE.-   (Protector.)  Cuidado, que el estribo está muy alto...

MARGARITA.-   (Sugestionadísima, casi tropieza.) ¡Ay!

DOÑA ADELITA.-   (Con mucho mimo.) ¡Ajajá!

 

(Han sentado a MARGARITA entre DOÑA ADELITA y SIMÓN. Delante, en el canapé, como antes, CHAPETE.)

 

SIMÓN.-   (Tranquilamente.) ¿Falta mucho para llegar al Hipódromo, Chapete?4

CHAPETE.-  Ya estamos cerca.   (Azuzando.) ¡Ohé, Capitana! ¡Ohé!

MARGARITA.-   (Estremeciéndose.)  Pero, ¿de verdad creen ustedes que vamos a las carreras?

DOÑA ADELITA.-   (Muy ufana.) ¡Huy! Claro que sí, hijita. Nosotros vamos todas las tardes...

SIMÓN.-  Es que somos muy aficionados...

 

(CHAPETE, muy contento, agita las «riendas», sacude el látigo y rompe a cantar.)

 
CHAPETE
Quisiera ser tan alto
como la luna...

ADELITA y
SIMÓN

 (Cantando.) 

¡Ay, ay!

DOÑA ADELITA.-   (Muy fina.)  Cante con nosotros, hija mía. Cante con toda confianza...

MARGARITA.-   (Cada vez más asustada.) Sí, señora; yo hago todo lo que ustedes quieran...

TODOS

 (Cantando.) 

Quisiera ser tan alto
como la luna...
-¡ay, ay!-,
como la luna.
Para ver los soldados
de Cataluña
-¡ay, ay!-,
de Cataluña...5

 

(Cantan, felicísimos. MARGARITA los secunda, casi sin voz. Los viejecitos ríen, aplauden y están encantados. Y, súbitamente, CHAPETE pega un grito de alborozo.)

 

CHAPETE.-  ¡Alto!...

SIMÓN.-   (Feliz.) ¡Hemos llegado!

DOÑA ADELITA.-   (Triunfal.)  ¡El Hipódromo!

MARGARITA.-  ¡Oh!

 

(Los tres ancianos se levantan y, muy seriamente, ejecutan los movimientos que corresponden a los ocupantes de un coche que se detiene. CHAPETE, servicial, hace un gesto de abrir la portezuela, con la chistera en la mano. DOÑA ADELITA mira en torno, muy complacida.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Qué hermosa tarde! ¡Cuánta animación!

SIMÓN.-   (Experto.)  Se nota, se nota que va a venir la Reina...

MARGARITA.-  ¡Ay!  (Con un escalofrío.) ¿Está usted seguro?

SIMÓN.-  ¡Oh! Segurísimo.

DOÑA ADELITA.-   (Mundana.)  ¡Claro! Hoy se corre el Gran Premio de Su Majestad, y doña María Cristina no puede faltar6.  (Tuerce el gesto.) Por supuesto, tampoco faltan las cursis de siempre.  (Señalando a un rincón, donde, naturalmente, no hay nadie.)  Mírelas usted ahí.

MARGARITA.-   (Estupefacta.)  ¿Dónde?

DOÑA ADELITA.-  Ahí. Son las de Mendoza... ¿Qué le parecen?

MARGARITA.-  Pues... verá usted. Como las acabo de conocer...

DOÑA ADELITA.-  ¡Oh!  (Confidencial.)  Si serán tontas, que en su casa, delante de los criados, hablan en francés.

MARGARITA.-  ¡Oh! ¿Es posible?

DOÑA ADELITA.-  Sí, sí.  (Muy satisfecha.)  Vamos, hijita. Escogeremos un buen sitio para presenciar la llegada de Su Majestad...

MARGARITA.-  Sí, señora. Yo no me la quiero perder...

 

(Se llevan a MARGARITA, dulcemente, entre SIMÓN y DOÑA ADELITA. Detrás, a respetuosa distancia, muy tieso, marcha CHAPETE. Salen los cuatro. Durante un segundo queda la escena sola. Y enseguida surge de nuevo PEDRO. Ahora lleva dos espléndidos globos, uno rojo y otro azul. Se dirige, muy malhumorado, al sofá y ata el hilo de cada uno de los globos a cada uno de los brazos del sofá. Los globos quedan flotando en el aire y el efecto es de una insólita gracia. Mientras realiza esta tarea, PEDRO refunfuña, indignadísimo.)

 

PEDRO.-  Conque a las carreras todas las tardes, ¿eh? Y mientras, todo sin hacer. Y Pedro, dale que dale. Y así un día y otro. Y así toda la vida. ¡Ah! Pues no. ¡Se acabó! Si ellos se van al Hipódromo, yo me voy a Aranjuez7. Pero de verdad. ¡Y tan ricamente! (Muy enojado, se sienta en el lugar que antes ocupaba CHAPETE, toma las «riendas» y azuza con el látigo a los mismos imaginarios caballos.)   ¡Ria! ¡Ria! ¡A Aranjuez!

 

(Aparece en el fondo ROSITA. Es una muchacha que viste humildemente, pero con desenvoltura y con gracia. Tiene el rostro un poco tostado por el aire de la calle, y cuando habla hay en sus palabras un gozoso acento popular. Lleva un paquetito de ropa.)

 

ROSITA.-   (Silbando.)  ¡Huy!  (Contemplando al anciano con los ojos muy abiertos.)  Si ya me figuraba yo que en esta casa tenían que ser así... Un poco chiflados...

PEDRO.-   (Aterrado, descompuesto.)  ¿Quién es usted? ¿Por dónde ha entrado? ¿Qué busca usted en Las Colinas?

ROSITA.-   (Sorprendida.) Pero, hombre... ¿No sabe que me ha invitado el señor duque?

PEDRO.-   (Casi sin voz.)  ¿Que la ha invitado el señor duque? ¡No! Eso no puede ser. ¿Es que está usted loca?

ROSITA.-  ¡Oiga!

PEDRO.-   (Despavorido.) ¡Adelita! ¡Simón! ¿Dónde estáis? Oye, Adelita...

 

(Y, limpiándose el sudor, sale todo lo aprisa que le permiten sus débiles piernas. ROSITA le ve alejarse absolutamente confundida, y hace ademán de marchar tras él.)

 

ROSITA.-  ¡Anda! Pero, ¿por qué se asusta tanto este señor? ¡Oiga!

VOZ DE MUJER.-   (Dentro.)  ¡Buenas tardes! ¿Es que no vive nadie en esta casa?

ROSITA.-  ¡Ay!

 

(ROSITA se vuelve con presteza, al mismo tiempo que en el umbral de la embocadura del fondo aparece ISABEL. Muy risueña, muy emocionada, muy aturdida. Es una mujer elegante, graciosa, deliciosamente bien vestida.)

 

ISABEL.-  ¡Ay! Oye, tú... ¿Cómo te llamas?

ROSITA.-  Rosita, para servirla.

ISABEL.-  Entonces, Rosita, ¿quieres ayudarme a traer mi equipaje?

ROSITA.-  Sí, señorita.  (Encantada.)  Con muchísimo gusto...

 

(Salen las dos por el foro. Vuelven al poco tiempo. ROSITA trae una maleta, que pesa muchísimo. ISABEL, un neceser y una enorme sombrerera. ROSITA contempla a ISABEL con mucha admiración.)

 

ISABEL.-  ¡Dichoso equipaje! Y eso que no traigo más que lo imprescindible para una noche: cuatro cositas... Nada. (Se despoja del sombrero y de los guantes, sin dejar de hablar.)  ¡Ay! Estoy rendida... Y, como puedes figurarte, tengo los nervios de punta.  (Sonríe y se ruboriza.)  Te advierto que yo soy una fantástica, y ya me he imaginado al duque de tres o cuatro maneras distintas. A veces me lo figuro joven, montando a caballo, con traje de jugar al polo, que es como se retratan siempre los duques, aunque no jueguen al polo... Y otras veces pienso que el duque me llama porque, en el fondo, no es más que un pobre solitario, que sufre mucho y me necesita. ¡Ay! Así me gustan a mí... Con los hombres que sufren se pasa muy bien.  (Transición.)  Oye. ¿Cómo es de verdad el señor duque?

ROSITA.-   (Sorprendidísima.)  ¡Anda! Pero si lo mismo, lo mismo, le iba yo a preguntar a la señorita...

ISABEL.-  ¿Cómo? ¿Es que tú no eres de la casa?

ROSITA.-  No, señorita. Yo acabo de llegar.  (Con alguna importancia.)  Yo estoy invitada...

ISABEL.-   (Indignadísima.)  ¡Quia! Eso sí que no...

ROSITA.-  Pero, señorita...

ISABEL.-  ¡La que está invitada soy yo! Y no puedo creer que el señor duque invite al mismo tiempo a una chica como tú y a una señorita como yo...

ROSITA.-   (Rabiosísima, casi con lágrimas.)  Pues le advierto a la señorita, por muy señorita que sea, que si estoy aquí es porque una servidora ha recibido una carta del señor duque...

ISABEL.-   (Un grito agudísimo.)  ¿Qué? ¿Tú también?

ROSITA.-   (Muy asustada.)  ¡Ay! ¿Es que la señorita ha recibido otra carta?

ISABEL.-  ¡Sí! ¡Y qué carta!

 

(Entra MARGARITA. Viene muy enfadada, quitándose los guantes a tirones.)

 

MARGARITA.-  ¡Ea, se acabó! La hija de mi madre no aguanta más...  (Con mucha energía.) Ni voy en coche, ni voy al Hipódromo, ni apuesto por el caballo del duque de Alba. He dicho que no, y no...

ROSITA.-  ¡Ay!

ISABEL.-   (Tímidamente.)  Buenas tardes. ¿Le sucede a usted algo?

MARGARITA.-   (Mirando a las dos, sin gran interés.) A mí, todavía, no. Pero esos cuatro viejecitos, ¡tururú!

ISABEL.-  ¿De quién está usted hablando?

MARGARITA.-  ¿No los conocen? ¡Ay, pues no se los pierdan! Están ahí, en el jardín.

 

(ISABEL y ROSITA corren y se asoman al gran ventanal del fondo. Se quedan inmóviles por el asombro.)

 

ROSITA.-  ¡Ay!

ISABEL.-   (Atónita.)  ¡Están jugando al corro!

MARGARITA.-  Ya, ya. Pero, pásmense ustedes: ¡están jugando al corro con la reina Cristina!8

ISABEL.-   (Estupefacta.)  ¡Con la reina Cristina! ¿Qué dice usted?

MARGARITA.-  Sí, señora. No respetan nada. La viejecita de la sombrilla le está diciendo a Canalejas que todo menos perder Las Colonias...9

ISABEL.-  ¿Dónde está Canalejas?

MARGARITA.-  Ahí. Al lado de la Reina... Es un señor muy fino.

ISABEL.-  ¡Oh!

MARGARITA.-  Si estarán chiflados, que se empeñan en que este sofá es un landó de seis caballos, ¡y se dan cada paseo!...

ROSITA.-  ¡Ah, vamos! Por eso el pobrecito de las patillas se quería ir a Aranjuez...

ISABEL.-   (Miedosísima.) Pero, ¿dónde estamos?

MARGARITA.-  ¡En Ávila! En la finca de Las Colinas, a dos kilómetros de la estación... Eso es todo lo que sé.

ISABEL.-  ¿Qué casa es esta?

MARGARITA.-  ¡No lo sé! Pero estoy deseando echarme a la cara al señor duque, para decirle cuatro frescas, y muy frescas.

ISABEL.-   (Molestísima.)  ¡Ah! ¿Sí? ¿Y se puede saber con qué derecho va usted a decirle cuatro frescas al señor duque?

ROSITA.-   (Con desparpajo.)  Eso digo yo. ¿Quién es esta señora?

 

(MARGARITA, con muchísima desenvoltura, se encara con las dos, mirándolas de arriba abajo.)

 

MARGARITA.-  ¡Ay, qué ricas! Pero, ¿es que ustedes no saben que yo he recibido una carta del señor duque, invitándome a venir aquí esta noche?

ROSITA.-  ¡Otra!

ISABEL.-  ¡Ca! Esa carta la he recibido yo...

ROSITA.-   (Muy nerviosa.) ¡Y yo! ¡Y yo también!

MARGARITA.-  ¿Eh?

ISABEL.-  Bueno. Pero en todo esto debe haber un error. Sí, aquí hay un error, estoy segura.   (Sencillamente.) Porque, naturalmente, no es posible que un hombre se enamore de tres mujeres a la vez...

MARGARITA.-  ¡Ah! ¿Luego usted cree que el duque se ha enamorado de usted?

ISABEL.-   (Sonríe, se ruboriza.)  Lo sospecho. Yo no lo conozco; pero él a mí, sí. ¿Comprende? Esta invitación misteriosa no puede tener otro motivo que el amor...

ROSITA.-  Entonces, ¿por qué me invita a mí también?

ISABEL.-   (Irritadísima.)  ¿Te quieres callar?

ROSITA.-   (Casi llorando.)  ¡Ay! Pero, ¿es que una no tiene derecho a hablar? ¿Quieren ustedes que lea mi carta?

ISABEL.-   (Con ímpetu.)  ¡No! ¡Tú, te callas!

ROSITA.-  ¡Y dale!

ISABEL.-  Voy a leer yo la mía. (Sonríe, con misterioso aire de triunfo.)   Eso será bastante. Es una carta maravillosa. Escuchen. La recibí ayer...

 

(Desdobla su carta y lee, lentamente, con cierto recreo. MARGARITA y ROSITA han secundado su acción extrayendo rápidamente de su bolsillo o bolso respectivo un plieguecito de idéntica dimensión y color.)

 

«Venga usted mañana a mi finca de Las Colinas. Se lo ruego. Allí le prometo que vivirá usted la noche más extraordinaria de su vida...»

 

(MARGARITA y ROSITA, que han seguido la lectura de la carta, leyendo al mismo tiempo en la suya propia, con un movimiento de labios, se estremecen. ROSITA lanza un chillido tremendo.)

 

ROSITA.-  ¡Ayyy!...

ISABEL.-   (Con sobresalto.)  ¿Qué ocurre?

ROSITA.-   (Agitadísima.)  ¡Que mi carta es igual!

MARGARITA.-  ¡Y la mía!

ISABEL.-  ¿Cómo?  (Consternada.)  No, no puede ser. Fíjense ustedes bien...  (Vuelve a leer, emocionadísima.)  «Si usted tiene imaginación, si cree usted en la aventura de una noche, puede encontrar la felicidad; no falte. En la vida todo es un puro azar. Pero el azar que va prendido al tiempo no se repite jamás. No rechace usted el azar que se le ofrece esta noche...»

 

(ROSITA y MARGARITA, que están nerviosísimas, a ambos lados de ISABEL, agitando sus cartas respectivas, interrumpen casi al mismo tiempo.)

 

MARGARITA.-  ¡Al pie de la letra!

ROSITA.-  ¡Lo mismo!

ISABEL.-   (Con infinito desconsuelo.)  ¡Dios mío! ¿Esto es posible?

ROSITA.-   (Con aire de triunfo.)  Mi carta tiene una posdata.

MARGARITA.-  ¡Y la mía!

ISABEL.-  ¡Y la mía!  (Con dignísimo coraje.)  ¿Qué se han creído ustedes?  (Torna a leer, con la voz temblorosa por la indignación.)  «Instrucciones para llegar a Las Colinas». ¿Es eso?

MARGARITA y ROSITA.-  ¡Sí!

ISABEL.-   (Leyendo, dolorosamente.)  «A dos kilómetros de la estación de Ávila, por la carretera, hallará usted un estrecho camino en un bosque de álamos... ¡Sígalo! Rodeada de árboles, encontrará una vieja casa, que en tiempos fue palacio, con la tapia del jardín casi derruida. El jardín está seco desde hace muchos años y la casa parece deshabitada. Pero no tema. Entre... No hay fantasmas». (Deja de leer y mira a las otras, con lágrimas en los ojos.)   ¿Dice así?

MARGARITA.-  ¡Sí! ¡Hasta lo de los fantasmas!

ROSITA.-  ¿Será pitorreo?

ISABEL.-  ¡Pobre de mí! Creí que había recibido una carta maravillosa y resulta que he recibido una circular...

MARGARITA.-  Yo también me había hecho ilusiones, la verdad.

ROSITA.-   (A punto de llorar.)  ¡Qué plancha! ¡Y para esto he cogido yo el tren de Ávila!...

ISABEL.-  ¡Una carta igual para las tres! (Con rabia.)  ¿Quién es este caballero, que se cree capaz de hacer la felicidad de tres mujeres?

ROSITA.-   (Escéptica.)  Los hay que se hacen unas ilusiones...

ISABEL.-  ¿Es que tres mujeres juntas pueden ser felices?

ROSITA.-  ¡Quia!

MARGARITA.-  ¡De ninguna manera! La felicidad en masa no tiene interés... Además, siento muchísimo decirlo, pero ninguna de ustedes me ha sido simpática.

ISABEL.-  Lo creo. A mí me están ustedes fastidiando desde que las he visto.

ROSITA.-  ¡Pues anda, que si una hablara!...

ISABEL.-   (En el colmo de la indignación.) ¡O se calla esa mosca, o la doy un sopapo!

ROSITA.-   (Un brinco.)  ¡Ay! Pero, ¿por qué me ha tomado usted esa manía?

 

(Las tres mujeres se miran durante un segundo con una indudable intención agresiva. Por la izquierda irrumpe el grupo que forman los cuatro asustadísimos ancianos. DOÑA ADELITA trae, como siempre, la sombrilla abierta. PEDRO, su globo. Los cuatro se quedan atónitos cerca de la puerta, muy juntos entre sí. Miran con enorme estupor a las tres mujeres, que, insensiblemente, se han agrupado y están también muy juntas, al otro lado de la escena.)

 

ISABEL.-  ¡Oh!

MARGARITA.-  ¡Tururú! ¡Lo que faltaba!...

ROSITA.-   (Bajísimo.)  ¿Querrán que juguemos con ellos?

MARGARITA.-  ¡Seguro!

ROSITA.-  ¡Pues estamos aviadas!...

 

(Los cuatro viejecitos, sin moverse, sin dejar de observar a las muchachas, cuchichean entre sí.)

 

SIMÓN.-   (Admiradísimo.)  ¡Ya son tres!

PEDRO.-  ¡Qué barbaridad!

CHAPETE.-   (Estupefacto.)  Oye, Adelita. ¿Por qué ha venido hoy tanta gente?

DOÑA ADELITA.-   (Con un dedo en los labios.)  ¡Chiss! ¡Volvamos a las carreras! Se está mejor que aquí.

CHAPETE.-  Vamos, vamos. ¡A las carreras!

 

(DOÑA ADELITA, SIMÓN, PEDRO y CHAPETE, sin dejar de mirar a las tres desconocidas, salen, muy recelosamente, con sus pasitos menudos. ISABEL, MARGARITA y ROSITA, al quedarse solas de nuevo, se miran entre sí, con espanto.)

 

MARGARITA.-  Me parece que en esta casa lo único que se puede hacer es ir a las carreras...

ISABEL.-  ¡Dios mío! ¿Será el duque uno de esos viejecitos?

MARGARITA.-  ¡No!

ROSITA.-  ¡No! ¡No diga usted eso! Yo aún tengo esperanzas...

MARGARITA.-  ¡Y yo!

ISABEL.-  No, claro, no puede ser. Entonces, ¿quién es esta gente?

ROSITA.-  No lo sé. Pero para mí que están muy asustados.

ISABEL.-  ¡Tengo una idea!

MARGARITA.-  ¿De veras?

ISABEL.-   (Pensativa.) ¡Sí! Resulta que ninguna de nosotras tres conoce al duque.

MARGARITA.-  ¡Claro!

ISABEL.-  Y, sin embargo, las tres hemos recibido una carta suya. La misma. Una carta sorprendente, en la que nos invita esta noche a esta casa y en la que se nos habla nada menos que de la felicidad y del amor.  (Mirándolas intensamente.) ¿Por qué hemos recibido esta carta nosotras tres, que ni siquiera nos conocíamos?

MARGARITA.-   (Suspensa.)  ¿Qué quiere usted decir?

ISABEL.-  ¿Quiénes somos nosotras?

ROSITA.-  ¡Ay, Dios mío!

ISABEL.-  Sí, sí. ¿Qué hay entre nosotras tres que nos une sin saberlo nosotras mismas? ¿Quiénes somos nosotras? ¿Por qué no hablamos?

ROSITA.-   (Con ímpetu.)  Pero, señorita, si yo estoy deseando hablar; si es que usted no deja... Yo soy Rosita, la florista. Me conoce todo el mundo. Todas las mañanas estoy en la Gran Vía o en la calle de Alcalá con mi cestita de claveles y de nardos recién cortados.  (Con legítimo, pero un poco excesivo orgullo.)  ¡Bien peinada y más limpia que los chorros del oro!

ISABEL.-   (Con un escalofrío.) ¡Ay! Esta chica es una alhaja...

ROSITA.-  Por la noche, voy a la entrada de algún «cabaret», de esos que van mucho las señoras con los amigos de sus maridos; porque ahora ya se sabe que los «cabarets» son muy decentes... Y también me quedo a la puerta de la Gran Peña10. Y no es porque yo lo diga, pero a los señores de la Gran Peña los tengo chifladitos. ¡Huy, Dios, si una quisiera! Hay un caballero que me quiere poner un piso. Es el más barbián.

ISABEL.-   (Indignada.)  ¡Será un fresco!

ROSITA.-  Muchísimo, señorita. Pero es muy «salao»... Claro que una, como si no. Honrada y muy honrada.

MARGARITA.-  Estas mujeres que se pasan la vida diciendo que son honradas, me ponen nerviosísima...

ISABEL.-  ¡Se comprende!

MARGARITA.-  ¿Qué ha querido decir usted?

ISABEL.-   (Humildemente.)  No, nada.  (Sonríe, con mucha timidez.)  Oiga. ¿Y usted también va a los «cabarets» de noche?

MARGARITA.-   (Con elegantísimo desdén.)  Si me invita un amigo, ¿por qué no?

ISABEL.-   (Con alguna alarma.)  ¿Tiene usted muchos amigos?

MARGARITA.-   (Fuma.)  Bastantes. Esta temporada gusto mucho...

ISABEL.-   (Nostálgica.)  ¡Qué suerte!

MARGARITA.-  Soy maniquí. Modelo de «Chez-Madelaine»... Me llamo Margarita. Pero mi nombre de guerra es «mademoiselle Ivette».

ISABEL.-   (Aterrada.)  ¿Tiene usted nombre de guerra?

MARGARITA.-  Sí, mujer. Conviene... Da mucho crédito.

ISABEL.-  ¿De veras?

MARGARITA.-  ¿Quieren ustedes saber algo más de mí? Pues me gusta todo lo que es lujo. Los automóviles, las pieles, la cena en un buen restaurante, beber champán de vez en vez. Todo eso. ¡Ah! Me olvidada. Esto es lo más importante. (Un levísimo silencio.)  Odio a los hombres con toda mi alma.

ISABEL.-   (Muy bajo.)  ¿A todos?

MARGARITA.-  ¡Sí!  (Otro silencio.)  Tengo una hija.

ROSITA.-  ¡Una hija!

ISABEL.-  ¿Una niña?

MARGARITA.-  Sí... Una niña de dos años.

ISABEL.-   (Con mucho susto.) ¿Es usted soltera?

MARGARITA.-   (Orgullosísima.) ¡Naturalmente! ¿Es que no se me nota?

ISABEL.-  ¡Huy! Ya lo creo. Muchísimo...

MARGARITA.-  Ayer, cuando recibí la carta del duque, ya pueden ustedes figurarse qué impresión me hizo. Se la leí a las chicas de «Madelaine», y todas me animaron a venir. La misma Madelaine me ha prestado un traje de noche, que traigo en esa maleta. Y aquí me tienen ustedes, en Ávila.  (Tira el cigarrillo.) Pero yo no quiero engañar a nadie. Yo no he acudido a esta invitación misteriosa por romanticismo. Si estoy aquí es porque me parece que el duque puede ser un buen caballo blanco...

ISABEL.-   (Suspensa.)  ¿Un caballo blanco?11

MARGARITA.-  ¡Sí! Ya me entienden. Este duque debe ser uno de tantos viejos caprichosos. Lo que se dice un buen caballo blanco...  (Se calla. Bruscamente.)  Bueno, me parece que nosotras tres no nos parecemos en nada. ¡Vamos, hable usted ahora!

ISABEL.-   (Sonrojada.)  ¿Yo? Pero si yo no tengo nada que decir... Yo no soy como Rosita, una muchacha a la que conoce todo el mundo. Tampoco soy como usted, una mujer que va con sus amigos a los «cabarets». ¿Quién soy yo? Nadie. Figúrense ustedes: una mujer que ni siquiera tiene nombre de guerra...

MARGARITA.-  Mujer...

ISABEL.-   (Suspira.) Y no crean ustedes, que bien me gustaría pasar la mañana como Rosita, en una esquina de la calle de Alcalá, oyendo piropos y poniendo una flor en el ojal de los hombres que yo quisiera. Y bailar por la noche, como usted, en un «cabaret» bonito, a media luz, llevando uno de esos vestidos de «Madelaine»... Todo eso sería maravilloso. Pero no es para mí.  (Con muchísimo desconsuelo.)  A mí me sucede todo lo contrario que a usted... Yo no gusto.

MARGARITA.-   (Estupefacta.)  ¿Qué está usted diciendo?

ISABEL.-   (Suspira.)  Es la verdad... Ya sé que no soy fea.

ROSITA.-   (Generosísima.)  ¡Ni muchísimo menos!

ISABEL.-  ¡Gracias! Pero es inútil. No gusto.

MARGARITA.-   (Riendo.)  ¡Oh!

ROSITA.-  ¡Señorita!...

ISABEL.-  A veces, cuando me quedo mirando a los ojos de un hombre, me digo a mí misma: «¡Dios mío! ¡Si él supiera que yo pondría toda mi alma para hacerle feliz!...». Pero no sirve. Está visto que los hombres son muy despistados y no se enteran nunca de lo que les conviene. ¡Hay que ver las ocasiones que se pierden!

MARGARITA.-   (Sonriendo.)  ¿No se ha enamorado usted todavía?

ISABEL.-  ¡Oh! Muchísimas veces. Yo me enamoro enseguida. Ya ve usted: ayer recibí la carta del duque, y cuando bajé del tren en la estación de Ávila, ya estaba enamorada de él.  (Avergonzada.)  Y todavía no le conozco.

 

(Ríen MARGARITA y ROSITA.)

 

Pero ya sé que eso no es el amor. El verdadero amor comienza en el primer beso.

MARGARITA.-   (Muy curiosa.) ¿No la han besado a usted nunca?

ISABEL.-   (Con melancolía.)  Nunca...

ROSITA.-  ¿Es de veras?   (Sinceramente.) ¡Pobre señorita!

MARGARITA.-   (Incrédula.)  ¡No me diga!

ISABEL.-   (Ruborizada.)  Me da muchísima vergüenza decirlo; ya sé que está mal visto, pero la verdad es que no me han besado nunca... Una vez estuve en peligro; eso sí. Se había hecho de noche, empezó a llover y me refugié en un portal. De pronto, en la oscuridad, apareció un fresco que me quiso besar... Y yo...

MARGARITA.-  ¿Qué?

ISABEL.-  ¡Yo le di una bofetada!

MARGARITA.-   (Ríe.)  ¡Oh!

ROSITA.-   (Indignada.)  Pero, señorita, la bofetada se da después...

ISABEL.-  Ya, ya. Eso pensé yo luego. Pero cuando me di cuenta ya no tenía remedio, y el pobre muchacho escapó corriendo. Se asustó mucho.

 

(Ríen MARGARITA y ROSITA.)

 

Ya sé que la culpa de todo lo que me ocurre es mía, porque soy demasiado soñadora. Para eso tengo a José Luis. Todas las noches le escribo una carta muy larga.

MARGARITA.-   (Con curiosidad.)  ¿Quién es José Luis?

ISABEL.-  Nadie. No existe... Es un enamorado mío que me he inventado yo para escribirle a diario las cartas que le escribiría a un hombre que estuviese enamorado de mí. ¿Comprenden ustedes?

ROSITA.-  ¡Toma!

MARGARITA.-  ¡Qué barbaridad! ¿Y echa usted las cartas al correo?...

ISABEL.-  ¡Claro! Y me cuesta carísimo, porque José Luis siempre está viajando. El año pasado le escribía a Buenos Aires, Rincón, 145; en la primavera, a Londres, y en verano, a París. Vive en Montmartre, porque es un bohemio... Ahora ya no sé dónde está. Para mí que ha caído detrás del Telón de Acero. Locuras que hacen los hombres...

 

(MARGARITA y ROSITA ríen alegremente. ISABEL, risueña, se ruboriza un poco.)

 

A mi manera, soy, a veces, muy feliz... Yo creo que la felicidad es como una gran fiesta, que tiene una víspera muy larga. Tan larga, tan larga es la víspera, que la felicidad llega demasiado tarde. Por eso, la única felicidad está en la víspera. Así vivo, soñando en la víspera de la felicidad. Y cuando cierro los ojos soy feliz...

MARGARITA.-   (Suave.) ¿Por qué ha venido usted aquí esta noche?...

ISABEL.-  Porque usted no sabe lo que significa en la vida de una mujer vulgar, como yo, una llamada a lo extraordinario. Porque esto era la aventura... Porque creí que el duque se había enamorado de mí. Por todo eso. ¿No cree usted que son bastantes razones? (Transición.)  Naturalmente, como venía tan ilusionada, me ha molestado muchísimo encontrarme con ustedes aquí...  (Amablemente.)  Rosita, ¿me perdonas por lo mal que te he tratado?

ROSITA.-   (Muy cumplida.) ¡Por Dios, señorita, es usted muy dueña!

ISABEL.-  No me digas señorita. Y llámame de tú.

ROSITA.-  No sé si me atreva.

ISABEL.-  Atrévete, atrévete. Y dame un beso.

ROSITA.-   (Besándola, radiante.)  ¡Sí, señorita!

ISABEL.-  Claro que, eso sí, yo he venido preparada. Por si el duque era un sinvergüenza, de esos que enseguida se propasan, miren ustedes lo que he traído...

 

(Abre su bolso y extrae del interior un antiquísimo revólver. MARGARITA y ROSITA retroceden, empavorecidas.)

 

MARGARITA.-  ¡Ay!

ROSITA.-  ¡Guarde usted eso!

ISABEL.-   (Casi llorando.)  ¡Ay, Dios mío, qué desgraciada soy! Mire usted que venir a Ávila para contarles a ustedes todo esto.

ROSITA.-   (Muy apurada, ya casi con lágrimas.)  ¡No llore usted, señorita, que a mí se me saltan las lágrimas enseguida!

MARGARITA.-  No llores, Isabel. Los hombres, cuando de verdad hacen llorar es después...

ISABEL.-   (Tiernamente agradecida.) ¡Qué buena eres tú también, Margarita!  (Cariñosísima.) ¿Cómo se llama la niña?

MARGARITA.-  ¡Mari Luz!

ISABEL.-  ¿Y su padre?

MARGARITA.-   (Muy rabiosa, con lágrimas.)  ¡No me nombres a su padre!

 

(En este momento las tres tienen el pañuelo en los ojos para secarse las lágrimas.)

 

ISABEL.-  ¡Ay! Perdóname. No sé lo que digo. (Transición.)  Bueno. ¿Os dais cuenta de que todavía no conocemos al duque y ya nos ha hecho llorar a las tres?