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ArribaActo II

 

El mismo decorado. Han transcurrido apenas unos minutos desde el término del acto anterior. Todo está en la misma disposición, pero no hay nadie en la escena.

 
 

(Entra PEDRO. Sobre su traje habitual se ha puesto un «macferland» y cubre su venerable cabeza con un antiguo sombrero de copa. Con una mano sujeta los hilos de un gran manojo de globos de todos los colores. Muy decidido se dirige al «coche», se sienta en el «pescante», toma el látigo y las «riendas», y jalea con ímpetu a los imaginarios caballos.)

 

PEDRO.-  ¡Ria! ¡Ria! ¡Ria, Generosa! ¡Ria, ria!

 

(Entra SIMÓN, que sorprende con muchísima extrañeza los manejos de PEDRO.)

 

SIMÓN.-  ¡Pedro! ¿Es que te marchas?

PEDRO.-   (Mohíno.) Sí, señor. Me marcho. ¡Ria, ria!

SIMÓN.-   (Con apuro.)  Aguarda un poco, hombre.  (Se pone delante del «coche», como para interceptar el paso.) ¿Adónde vas?

PEDRO.-   (Con energía.)  ¡A Aranjuez!

SIMÓN.-   (Indignado.)  ¿Otra vez a Aranjuez? No me explico por qué todos los días te quieres ir a Aranjuez...

PEDRO.-   (Sacude el látigo.) ¡Simón! ¡Si no te apartas, te atropello!

SIMÓN.-   (Asustadísimo, se aparta, casi de un salto.)  ¡Estate quieto! ¿Qué mosca te ha picado?

PEDRO.-  Estoy harto de vivir entre chiflados. Aquí el único que no ha perdido el juicio soy yo...

 

(SIMÓN le contempla y mueve la cabeza, con cierta compasiva superioridad.)

 

SIMÓN.-  ¡Ta, ta, ta!

PEDRO.-  Por eso me voy a Aranjuez.

SIMÓN.-  ¡Ta, ta, ta!

PEDRO.-   (Heroicamente.)  ¡A casa de mis padres!

SIMÓN.-   (Con bondad.) Pero, hombre, si tú no tienes padres.

PEDRO.-   (Ingenuo.)  Es verdad. Se me había olvidado.

SIMÓN.-  ¿Ya no te acuerdas de que todos somos huérfanos? (Se excita.)  ¡Pedro, un poco de sensatez, hombre! ¿Tú crees que resulta bonito coger tus globos y marcharte a Aranjuez, precisamente esta noche, cuando nadie sabe lo que va a pasar en esta casa?

PEDRO.-  ¡Hum!

SIMÓN.-  Mira, Pedro: yo estoy muy asustado, pero muy asustado. No sé por qué ha venido hoy tanta gente. Desde hace cuarenta años en Las Colinas no teníamos visitas. Además, todos son muy raros.  (Tocándose una sien, con profunda melancolía.) Me parece que los pobres...

PEDRO.-  Ya, ya. Lo he sospechado enseguida.  (Transición.)  ¡Por eso me voy a Aranjuez!

SIMÓN.-  ¡Estate quieto, Pedro!

 

(En este instante se oye un gran estruendo, producido por algo muy pesado, sin duda, que se derrumba. Es un ruido estrepitoso y alarmante, al cual se mezcla un chillido de DOÑA ADELITA.)

 

PEDRO.-  ¿Has oído?

SIMÓN.-  Sí. Creo que he oído algo...

 

(Irrumpen en escena, por la derecha y muy alarmadas, MARGARITA y ROSITA.)

 

ROSITA.-  ¡Socorro!

MARGARITA.-  ¿Qué ocurre? ¿Qué ruido es ese?

SIMÓN.-   (Tranquilamente.) ¡Calma, calma! Muchas veces se oyen ruidos así...

MARGARITA.-  ¿De veras?

SIMÓN.-  Sí, sí. Es que se caen los muebles...

ROSITA.-   (Con espanto.)  ¿Que se caen los muebles?

SIMÓN.-  ¡Digo! La alacena del corredor, que está llena de vajilla, se cae todas las noches. Al día siguiente yo la vuelvo a llenar de vajilla; pero es inútil. Se cae otra vez.

PEDRO.-   (Filosófico.)  Para mí que lo que se ha caído es la cama de doña Adelita... Se desarma todas las noches desde que se han perdido los tornillos... No sé en qué consiste. Es una gaita.

 

(Se oye un nuevo estrépito, ahora mayor, y un nuevo grito de DOÑA ADELITA.)

 

MARGARITA y ROSITA.-   (En un grito.) ¡Ay!

PEDRO.-   (Seriamente preocupado.) ¡Cuerno!

SIMÓN.-   (Muy reflexivo.)  Me parece que esta vez no ha sido la alacena...

 

(Todos se encaminan a la puerta del fondo, al mismo tiempo que surge DOÑA ADELITA, muy risueña.)

 

DOÑA ADELITA.-  No, no se asusten... No es nada. Es que Chapete se ha puesto su uniforme de sargento, y ya se sabe que siempre que se viste de sargento hace una barbaridad. ¡Se ha peleado con la armadura del recibimiento y ha roto todos los cristales que quedaban!   (Con tiernísimo orgullo.) ¡Este Chapete es más pendenciero!

 

(Y se va, riendo, muy ufana y muy feliz.)

 

ROSITA.-  Oiga usted, don Simón. ¿Por qué se ha vestido Chapete de sargento?

SIMÓN.-  Porque no tiene más remedio, señorita. Está en el servicio y tiene que hacer la parada en Palacio. Hoy le toca.

 

(Dentro, una trompeta prorrumpe en un largo y vibrante toque militar.)

 

¿Oyen ustedes? Eso es que ya están en la Plaza de la Armería... Voy, voy. No me quiero perder el desfile. (Sale, con apresuramiento.) 

ROSITA.-   (Un estremecimiento.)  ¡Ay, Dios! Y todo esto sin salir de Ávila...

PEDRO.-   (Muy sensato.)  Este Chapete es muy bruto. No hay día en que no haga una barbaridad... Y luego, como tiene la manía de que no pasa el tiempo, pues, claro, no sabe nada de lo que ocurre hoy día...

MARGARITA.-   (Interrumpiéndole, nerviosísima.)  ¡Cállese usted!

PEDRO.-  ¡Señorita!

 

(Se oye un nuevo toque de trompeta.)

 

MARGARITA.-  ¡Que se calle esa trompeta! No puedo más. Voy a empezar a romper cosas...

PEDRO.-   (Amablemente.)  Rompa, rompa... Todo el mundo rompe algo de cuando en cuando.

MARGARITA.-  ¡Quite esos globos de mi vista!

PEDRO.-  ¡Sí, señorita!

MARGARITA.-  ¡Me voy a desmayar!

ROSITA.-  ¡Ay, no, señorita! Rompa lo que quiera, pero no se desmaye...

MARGARITA.-   (Chillando.)  ¡Hace una hora que hemos llegado a esta casa y todavía no nos ha recibido el duque! ¿Dónde está el duque? ¡Dígalo de una vez!

ROSITA.-  Hable, abuelo. ¿Dónde está el señor duque?

PEDRO.-   (Alza los ojos al techo, con muchísimo respeto.)  ¡Señoritas! El señor duque siempre está en el torreón.

 

(Saluda y se va. MARGARITA y ROSITA, solas, se quedan, durante un instante, mirando al techo, boquiabiertas.)

 

ROSITA.-   (Bajísimo.)  ¡En el torreón!

MARGARITA.-  ¡Otro chiflado!

ROSITA.-   (Inspirada.)  ¿Será que le han encerrado los viejecitos?

MARGARITA.-  No me extrañaría... Las casas viejas como esta siempre tienen un drama dentro. ¡Es un asco!

ROSITA.-   (Heroicamente.)  ¡Si el señor duque está secuestrado, nosotras le liberaremos!

MARGARITA.-  Oye, rica, no seas romántica. Me da el corazón que el señor duque no es ningún prisionero, sino un caprichoso extravagante que está jugando con nosotras. Pero te juro que si no baja pronto del torreón, subiré yo.

ROSITA.-  ¡Ay, Virgen! ¿Se atreverá usted?

MARGARITA.-  ¡Naturalmente! Todo esto pasa de la raya. Estoy harta de que me lleven del Hipódromo a la plaza de la Armería... Ya estoy rendida de tanto paseo.  (Furiosa.)  ¡Y que todo esto le ocurra a una mujer como yo! ¡Maldita sea mi estampa!

 

(Surgen en la embocadura del fondo, del brazo y amartelados, DOÑA ADELITA y CHAPETE. Ella viste como siempre y lleva una bonita sombrilla abierta. Él se atavía con su bizarro uniforme de sargento de Infantería, tal como era uso hacia 1900. Cruzan la escena desde el foso hacia la izquierda, como dando un buen paseo bajo el sol. MARGARITA y ROSITA se repliegan hacia el otro extremo del salón.)

 

ROSITA.-  ¡El sargento!

CHAPETE.-   (Galán.) ¡Je! Hoy estás más guapa...

DOÑA ADELITA.-   (Un remilgo.)  ¡Palabrero! Siempre dices igual...

CHAPETE.-   (Retozón.)  ¡Je! ¿Me das un beso?

DOÑA ADELITA.-   (Con dignísimo pudor.)  ¡No quiero!

CHAPETE.-  Mujer... ¡Eres más arisca!

DOÑA ADELITA.-  No soy arisca. Es que soy muy decente. Y tú eres un fresco. Eso de besar a los hombres se queda para otras.

CHAPETE.-   (Resignado.)  Bueno, mujer; no te enfades.  (Tímido.)  ¿Me das la mano?

DOÑA ADELITA.-  Si te empeñas...  (Se sonroja.)  La mano es otra cosa.

 

(Muy ruborizada, le tiende la mano, que él toma con emoción. Y así, cogidos de la mano, salen los dos. Un segundo antes ha entrado PEDRO, a tiempo de verlos marchar.)

 

PEDRO.-   (Indignado.) ¿Qué les parece a ustedes esto? ¿Eh? Todo sin hacer, la casa llena de gente y ellos pelando la pava tan ricamente... ¿Eh? ¿Se puede decir que esto es una casa seria? ¿Eh? ¿Se puede decir?

 

(Se va furioso detrás de DOÑA ADELITA y CHAPETE. Solas otra vez MARGARITA y ROSITA. MARGARITA, ya sin fuerzas para hablar, con un coraje enorme, coge un jarrón y lo estrella contra el suelo. El jarrón se deshace en muchos pedazos.)

 

ROSITA.-  ¡Ay, señorita! ¿Qué ha hecho usted?

MARGARITA.-   (Gritando.)  ¡No puedo más! ¡No puedo más!

 

(Se oye un nuevo trompetazo.)

 

¿Quién toca esa trompeta?

ROSITA.-  ¡Ay, Dios mío!

 

(Por el fondo entra ISABEL. Viene muy alegre y trae en la mano una gran trompeta.)

 

ISABEL.-  ¡«Good night», chicas!

MARGARITA.-   (Horrorizada.)  ¿Eras tú quien tocaba la trompeta?

ISABEL.-  Sí, sí. Me ha enseñado Chapete. ¿Quieres aprender tú? Sopla aquí...

MARGARITA.-  ¡No! Tocar la trompeta, no. Gracias.

ISABEL.-  Es una lástima que os hayáis perdido la parada. Yo lo he pasado muy bien. Chapete es un sargento estupendo. Como que manda más que el comandante y ha arrestado a un capitán. Le gusta mucho la disciplina...  (Felicísima.)  Después de la parada hemos dado una vuelta en el cochecito de la Plaza de Oriente. Doña Adelita, que conoce a todo el mundo, me ha presentado a algunas marquesas. Y ya veis: resulta que las marquesas son bastante más campechanas de lo que cree la gente. Una de ellas me ha invitado a comer el jueves...

MARGARITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

ISABEL.-  Sí, sí. Eso dice doña Adelita...  (Ríe.) Son deliciosos los cuatro viejecitos. Ponen tanta fe en sus imaginaciones que todo llega a parecerle a una verdad...  (Transición.)  Como que cuando doña Adelita me ha presentado a las marquesas me he puesto colorada. A mí la aristocracia me impone mucho...

MARGARITA.-  Se comprende. Pero cállate, porque si sigues hablando querrás convencerme de que yo soy la dama de las camelias... Y eso, no.

 

(Ríe, encantada, ISABEL. Aparece el MÚSICO. Viene, naturalmente, armado con su arco y su violín. Su estado de ánimo es de una enorme confusión.)

 

MÚSICO.-   (Muy preocupado.)  No hay nadie en la primera planta; tampoco está en las habitaciones del segundo piso. Luego, no falla; el señor duque tiene que estar en el torreón o en el sótano...  (Decidido.)  Miraré primero en el sótano.

ROSITA.-   (Desde lejos, sofocando un grito.)  ¡Bobby!

MÚSICO.-  ¿Eh?  (Sorprendidísimo.)  ¡Rosita!

ROSITA.-   (Avanzando.)  ¿Tú aquí, Bobby? ¿Tú también?

MÚSICO.-   (Muy nervioso.)  ¡Dios me valga! ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué haces tú en esta casa?

ROSITA.-  No lo sé, Bobby. Tengo muchísimo miedo.

MÚSICO.-  Dime la verdad, Rosita. ¿Has venido siguiéndome?

ROSITA.-  ¡No! Te lo juro que no, Bobby. No seas presumido. ¡Me ha invitado el señor duque!

MÚSICO.-  ¿Que te ha invitado el señor duque? Esto, además... ¡Basta! Es preciso que yo encuentre al señor duque, y lo encontraré. Me voy al sótano.

 

(Se va por el fondo, muy sobresaltado. FLORENCIO y MARGARITA, estupefactas por el desarrollo de la escena anterior, acuden presurosas junto a ROSITA.)

 

ISABEL.-  Pero, Rosita, ¿tú conoces a ese hombre?

ROSITA.-  Sí, señorita. Le conocí anoche... Fue una aventura...

ISABEL.-  ¡Una aventura!

ROSITA.-  Verán ustedes. Anoche, de madrugada, estaba yo con mis flores en «Copacabana», en la puerta de los artistas. Cuando salió Bobby, se me quedó mirando fijamente. Yo me acerqué y le puse un clavel en la solapa.  (Transición.)  ¿A qué está una?

ISABEL.-  Claro, claro. ¡Pobrecita!

ROSITA.-  Entonces él me cogió la mano muy cariñoso.

ISABEL.-  ¡Qué desahogado!

MARGARITA.-   (Mundana.) Bueno. Supongo que esto te pasará siempre.

ROSITA.-  No, señorita. Hay caballeros muy finos que le dan a una un manotazo... Pero Bobby no es tan caballero. Me dijo que le gustaría mucho llevarme a mi casa en su coche. Yo le dije que sí, porque era muy tarde y estaba cansadísima; pero cuando subimos al coche, en vez de llevarme a mi casa, que está en las Ventas, tiró por la Castellana hacia el Hipódromo...

MARGARITA.-   (Rápida.)  Me lo estaba figurando.

ISABEL.-  ¡Ay! ¿Por qué?

MARGARITA.-  Porque es la ruta...

ISABEL.-   (En las nubes.)  ¿La ruta de dónde?

MARGARITA.-   (Indignada.)  ¡Isabel, no me hagas más preguntas, que me pones nerviosa!

ROSITA.-  Yo estaba muy asustada. De pronto, ¡zas!, Bobby paró el coche, y claro... (Se calla y baja los ojos, ruborosa.) 

MARGARITA.-   (Inflexible.) ¿Qué pasó?

ROSITA.-   (Tímida.)  Lo natural...

ISABEL.-   (Aterrada.) ¿Se aprovechó?

ROSITA.-  Sí, señorita. Muchísimo.

ISABEL.-   (Bajito.)  ¿Te besó?

ROSITA.-  Un poco.  (Sonríe.)  Así, de refilón.

MARGARITA.-   (Súbitamente.)  ¡La muy coqueta!

ROSITA.-   (Un salto.)  ¡Señorita!

MARGARITA.-  Conque esas tenemos, ¿eh? ¿De manera que tú eres de las que se dejan llevar en coche de madrugada para que las besen...?

ISABEL.-  Mujer..., ten en cuenta que fue de refilón.

MARGARITA.-   (Indignadísima.)  ¡Si ya me figuraba yo que esta tonta no es tan mosquita muerta como parece! ¡Si ya sé yo que estas chicas que se pasan la vida diciendo que son tan decentes dan cada chasco!...

ROSITA.-  ¡No me insulte! ¡No tiene usted derecho!

MARGARITA.-  Pues me alegro muchísimo de conocerte, rica. Porque esta noche no te dejaré que luzcas esos trucos. Óyelo bien. El duque, ese mirlo que está en el torreón, ese es para mí...

ROSITA.-   (Sonríe con malicia.)  ¿Está usted segura?

MARGARITA.-  ¡Segurísima! Yo tengo muchos recursos.

ROSITA.-  Ya, ya. Es usted muy guapa. Pero una tampoco está mal y también tiene sus pretensiones...

MARGARITA.-  ¿De veras? Pues ya veremos quién se sale con la suya. ¡Tú o yo!

ISABEL.-   (Con enorme indignación.)  ¡Naturalmente que lo veremos!

MARGARITA.-  ¿Qué dices tú?

ISABEL.-  Lo que oyes. ¿O es que os parece bonito adjudicaros la conquista del duque sin contar conmigo, como si yo no estuviera aquí? Pues estáis equivocadísimas, porque yo también juego. Y si hace falta, hago trampas. Conque ya veremos quién de las tres se queda con su excelencia...

MARGARITA.-  ¡Isabel!

ISABEL.-  Yo, por mi parte, no estoy dispuesta a renunciar. Y esta vez no ocurrirá como siempre. ¡Quia! En el poco tiempo que llevamos las tres juntas he aprendido mucho de vosotras. Esta noche veréis quién soy yo. Estoy dispuesta a todo: hasta a dejarme besar por el señor duque. Ea; si me besa, que me bese. ¿Y sabéis por qué? Porque me gusta el duque.

MARGARITA.-   (Desesperada.)  ¡Pero si no le conoces!

ISABEL.-  Eso es lo de menos. Me gusta. Me atrae todo lo suyo... Esta casa vieja en medio del campo, cerca de una vieja ciudad. Esos ancianos que viven como si se hubieran vuelto niños otra vez.  (Transición.)  Vamos, hombre. Como que voy yo a dejar a un hombre como el duque en manos de una pavisosa hipócrita como esta...

ROSITA.-   (Furiosa.) ¡No soy una pavisosa!

ISABEL.-  O a merced de una lagartona como tú...

MARGARITA.-   (Excitadísima.) ¡No me llames lagartona!

ISABEL.-  Eso es lo que eres tú: una lagartona que busca un caballo blanco. Conque «mademoiselle Ivette». ¡Ja, ja! Pues para lo que te va a servir esta vez el nombre de guerra...

MARGARITA.-  ¡Isabel! ¡Isabel! ¡A mí me va a dar algo!  (Una transición.) No; ahora, no. Ya me he cansado de esperar. Ahora mismo subo al torreón del duque, y yo sé lo que tengo que hacer...

ISABEL.-   (Asustada, suplicante.)  ¡No! Eso, no, Margarita... ¡No seas loca!

MARGARITA.-  ¡Déjame en paz! (Y sale airadamente, casi corriendo.) 

ROSITA.-  ¡Ah! ¿Sí? Pues si ella cree que me va a ganar por la mano... Veremos quién encuentra antes al señor duque. (Y con un extraordinario coraje sale por otra puerta.) 

ISABEL.-  ¡Margarita! ¡Rosita! ¡Rosita! ¡Margarita! ¡Oh! ¡Qué locas, Dios mío, qué locas!...

 

(Sola, desolada, se deja caer en un sillón y llora suavemente. Una pausa. Entra FLORENCIO. Viene hablando para sí mismo, sin notar la presencia de ISABEL.)

 

FLORENCIO.-  Ya está... Ya me hago cargo de todo. Aquí hay un landó de seis caballos. En esa habitación está el Hipódromo de la Castellana. Y en esa otra, la Plaza de Oriente. Ahora no es de noche ni llueve; es por la mañanita temprano y hace un sol hermosísimo... ¡Ah! Se me olvidaba. En el piso de arriba está el Teatro Real. Sí, señor. Anoche hubo función y cantó Adelina Patti14. Creo que estuvo como los ángeles... Me lo ha dicho la infanta Isabel.  (De pronto repara en ISABEL y se detiene ante ella, sorprendido.)  Pero, señorita... ¿Está usted llorando?

ISABEL.-   (Sonríe.)  Un poco.

FLORENCIO.-  ¿Puedo saber por qué?

ISABEL.-  Porque la vida es muy triste.

FLORENCIO.-  ¡Caramba! Me quita usted un peso de encima.

ISABEL.-   (Indignada.)  ¡No sea usted imbécil! Si le digo que la vida es tristísima, ¿cómo puede usted decir que le quito un peso de encima?

FLORENCIO.-  ¡Je! Verá usted.  (Tímidamente.)  Es que así, al pronto, creí que se había usted echado a llorar al verme...

ISABEL.-   (Generosamente.)  Hombre, no es para tanto.

FLORENCIO.-  Muchas gracias. Pero ya me ha sucedido algunas veces... Yo, de primera impresión, no gusto nunca. ¡Es fatal!

 

(Se oyen las voces jubilosas de los cuatro ancianos, que se acercan, cantando una vieja canción: «A coger el trébole, el trébole, el trébole...»15 ISABEL y FLORENCIO se vuelven, estupefactos. Y surgen en escena, alegres y vivarachos, DOÑA ADELITA, PEDRO, SIMÓN y CHAPETE. DOÑA ADELITA, con su sombrilla abierta. CHAPETE viste de nuevo sus galas de cochero. PEDRO y SIMÓN llevan las chisteras caladas, como para marchar. Y los cuatro transportan unas cestas de mimbre, cuyo contenido se cubre cuidadosamente con una servilleta, debajo de la cual se adivina una buena provisión de víveres para un almuerzo campestre. Traen también unas sillitas plegables, de campo, muy anticuadas. Los cuatro viejecitos, sin hacer ningún caso de ISABEL y FLORENCIO, se dirigen a su landó. Una vez allí, CHAPETE acaricia amorosamente los inexistentes caballos, arregla los aparejos, palmea lomos, etcétera. En fin, los gestos y el regocijo de los cuatro dan la inequívoca sensación de que van a emprender una magnífica excursión.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Ea! ¡Ea! ¡Al campo!

PEDRO.-  ¡Al campo!

SIMÓN.-  Me gusta mucho ir de campo. Es muy bueno para la salud. El doctor lo está diciendo siempre. Y la verdad es que desde que vamos al campo a menudo, yo estoy más joven.

PEDRO.-  Vamos, vamos. ¡Hay que tomar aire puro!

FLORENCIO.-   (Muy bajo, estremeciéndose.)  ¡Se van de excursión!

ISABEL.-   (Muy bajito también.)  Creo que sí.

FLORENCIO.-   (Aterrado.)  ¡Pero si es de noche y está lloviendo!

ISABEL.-   (Contentísima.)  ¡Qué sabe usted!

FLORENCIO.-  ¡Señorita!

DOÑA ADELITA.-   (En órdenes.)  ¡Pedro!

PEDRO.-  ¿Qué quieres, Adelita?

DOÑA ADELITA.-  Trae el campo aquí dentro.

PEDRO.-   (Seriamente.)  Voy.

 

(Y sale, muy decidido. DOÑA ADELITA, CHAPETE y SIMÓN se ocupan en colocar en el coche las cestas.)

 

FLORENCIO.-  Van a traer el campo aquí dentro. ¡Esto es la locura!

SIMÓN.-  Supongo, Adelita, que llevarás el frasco con mi café.

DOÑA ADELITA.-  Café no hay, porque el último que tuvimos se acabó hace tres años. Pero aquí tienes tu frasco.

SIMÓN.-   (Feliz.) Mucho, mucho.

 

(Vuelve PEDRO. Viene transportando un arbolito de regular tamaño, que puede tenerse en pie sobre sus propias raíces. Es un precioso almendro en flor. Lo deja en el centro de la escena y marcha a reunirse con los otros, junto al landó.)

 

PEDRO.-  ¡Aquí está el campo!

LOS CUATRO.-  ¡Bravo! ¡Bravo!

 

(ISABEL y FLORENCIO, muy despacito, insensiblemente, marchan hacia el árbol y quedan bajo sus ramas.)

 

FLORENCIO.-  ¡Oh! El campo...

 

(Mientras DOÑA ADELITA, SIMÓN y PEDRO, con prosopopeya y dignidad, toman asiento en el landó, CHAPETE, como siempre, en funciones, servicialísimo, hace ademán de abrir y cerrar las portezuelas y, una vez que los otros tres ancianos se han acomodado en el sofá, él monta en el «pescante», requiere el látigo y las riendas y se dispone a emprender la marcha.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Hala, hala! En marcha...

SIMÓN.-  ¡Qué hermosísima mañana!...

PEDRO.-  ¡Qué bonito es ir al campo!

FLORENCIO.-   (Atónito.)  ¡Están de remate!

ISABEL.-   (Muy bajo también.)  ¿Quiere usted callarse?

CHAPETE.-  ¡Oh! Quieto, quieto, Sultán.  (Volviéndose hacia los ocupantes del landó.)  Adelita, ¿adónde vamos?

PEDRO.-   (Rápidamente.)  ¡A Aranjuez!

 

(SIMÓN se pone en pie, muy furioso y agitado.)

 

SIMÓN.-  ¡No!  (Enérgico.)  ¡Hoy iremos a Carabanchel!

PEDRO.-   (También en pie.)  ¡Ah! ¿Conque a Carabanchel? ¿Puedo saber por qué siempre que salimos de excursión quieres ir a Carabanchel? ¿Eh?

SIMÓN.-  ¡Vamos a Carabanchel! ¡Aquí mando yo! ¡Yo soy un caballero!

CHAPETE.-   (Interviniendo.)  ¡Tú no mandas nada, contra! ¡Yo no voy a Carabanchel!

PEDRO.-  ¡Vamos a Aranjuez!

CHAPETE.-  ¡Un cuerno! ¡Yo quiero ir a la Pradera!

SIMÓN.-  ¡No!

PEDRO.-  ¡No, no!

 

(Chillan los tres al mismo tiempo, en pie, dentro del «coche», y agitando mucho las manos. De pronto DOÑA ADELITA grita más fuerte que los otros y se levanta, para poner orden.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Silencio!

FLORENCIO.-   (Interesadísimo.)  Realmente, lo sensato sería ir a la Pradera...

ISABEL.-  ¡Claro!

DOÑA ADELITA.-  ¡He dicho que os calléis! ¡Ea! Se acabó... (E, indignada, descarga con su sombrilla plegada un golpe sobre PEDRO y otro sobre SIMÓN. Inexorable.)  ¡Iremos a la Pradera!

FLORENCIO.-   (Contentísimo.) ¿No lo dije?

CHAPETE.-   (Feliz.)  ¡A la Pradera! ¡A la Pradera!

DOÑA ADELITA.-  Vamos a la Pradera. Rezaremos en la ermita. Pasearemos por la orilla del río y almorzaremos a la sombra de un árbol... ¿Os gusta?

CHAPETE.-  ¡Sí, sí!

PEDRO.-  Como tú mandes, Adelita.

SIMÓN.-  ¡Mucho, mucho!

DOÑA ADELITA.-  Entonces, en marcha, Chapete.

CHAPETE.-  ¡Voy, voy!  (Radiante.) ¡Ohé! ¡Ohé! ¡Duro, Generosa! ¡Anda, Sultán!

 

(Azuza a los imaginarios caballos, zumba el látigo en el aire. DOÑA ADELITA abre su sombrilla y protege con ella a PEDRO y a SIMÓN de un sol que, por lo visto, aprieta mucho.)

 

FLORENCIO.-   (Estupefacto.)  Se van, se van. Nada, que se van... ¡Es maravilloso!...

ISABEL.-  Sí. Es maravilloso.

LOS CUATRO.-  ¡A la Pradera! ¡A la Pradera!

 

(DOÑA ADELITA, SIMÓN y PEDRO, alegrísimos, se vuelven hacia ISABEL y FLORENCIO, agitando en el aire pañuelos y sombreros. FLORENCIO e ISABEL responden del mismo modo.)

 

ADELITA, SIMÓN y PEDRO.-  ¡Adiós! ¡Adiós!

FLORENCIO.-  ¡Adiós!

ISABEL.-  ¡Adiós!

 

(Los ancianitos rompen a cantar.)

 
LOS CUATRO
De Cataluña vengo
de servir al rey,
¡ay, ay!,
de servir al rey.

 

(ISABEL y FLORENCIO, mientras, se han sentado en dos sillitas plegables debajo del almendro, muy juntos. Cuando los viejos terminan de cantar, los dos muchachos, se miran, risueñamente conmovidos.)

 

FLORENCIO.-  ¿Qué piensa usted?

ISABEL.-   (Sonriendo.) Pienso que la vida solo es verdaderamente bella cuando es un sueño...

 

(En este momento los cuatro viejos se incorporan, requieren sus cestas y se disponen a bajar del «coche».)

 

FLORENCIO.-  ¿Qué hacen ahora?

ISABEL.-  ¿No se da usted cuenta de que ellos ya ha llegado a la ermita?

FLORENCIO.-  ¡Ah, claro! Es que estaba distraído.

 

(DOÑA ADELITA, SIMÓN, CHAPETE y PEDRO, muy serios, abandonan el «coche» y se dirigen hacia una de las puertas de la izquierda. DOÑA ADELITA, santiguándose, entra la primera, con muy devoto recogimiento. Detrás, solemnes, graves, CHAPETE, SIMÓN y PEDRO, despojándose de sus respectivas chisteras, santiguándose, entran también. ISABEL y FLORENCIO los observan en silencio. Ya están solos.)

 

¡Formidable! Pero ¿es un juego o es un sueño?

ISABEL.-  ¡Qué importa! Todo es igual. ¿Será que la felicidad consiste en pasear por el mundo en un coche de seis caballos que no existe?

FLORENCIO.-  Tal vez. Yo hasta ahora he tenido poquísimo tiempo para pensar en la felicidad. La felicidad es una cosa que le preocupa mucho a la gente que tiene horas libres. Yo no tengo tiempo para soñar. He de ganarme la vida hora a hora, día a día. Y nunca supe si era feliz o no... Pero esto me gusta.

ISABEL.-  ¿Qué es lo que le gusta a usted?

FLORENCIO.-   (Sonríe y mira alrededor.) Todo esto. Usted y yo, ahora, a la sombra de un árbol, en medio de la Pradera. Hace muy buena mañana, no me lo negará usted.

ISABEL.-  Buenísima... Un poco de fresco.

FLORENCIO.-  ¡Qué bonita es la ermita! ¡Y qué bien huele la hierba fresca de la orilla del río! ¿No cree usted?

 

(ISABEL mira en torno y sonríe, complacida.)

 

ISABEL.-  Sí; es verdad. Todo es verdad.

FLORENCIO.-  Me encanta que nos hayan dejado solos aquí, en medio del campo... Ahora no tiene usted más remedio que fijarse en mí. Esta tarde, en el tren de Ávila, vine sentado frente a usted, y usted no me miró ni una sola vez.

ISABEL.-  ¡Oh! ¿Es verdad?

FLORENCIO.-  Ya lo creo. Y le aseguro que he hecho todo lo posible para que usted notara mi presencia; he tirado el sombrero al suelo, he tosido una barbaridad y he silbado un tango... Tres cosas que molestan a cualquiera. Pues nada ¡todo ha sido inútil! Usted no se dignó fijarse en mí. ¡Es mi destino!  (Suspira.)  Desde muy pequeñito, mis padres me educaron para no llamar la atención... Y lo hicieron tan bien, que, ya ve usted, paso inadvertido en todas partes. Una lata. Para mí la buena educación ha resultado una catástrofe...

ISABEL.-   (Interesadísima.)  Entonces, ¿usted no gusta?

FLORENCIO.-   (Avergonzado.)  Nada...

ISABEL.-   (Tímidamente.)  ¿No tiene usted... ángel?

FLORENCIO.-  Poquísimo.

ISABEL.-  ¡Oh!

FLORENCIO.-  Eso que se llama «ángel» lo tienen cuatro frescos que están muy mal educados. Y como a mí me educaron tan bien, pues me hicieron cisco... No tengo ángel.

ISABEL.-   (Contentísima.)  Entonces resulta que usted no gusta, no tiene ángel y, además, pasa inadvertido...

FLORENCIO.-  Eso mismo.

ISABEL.-  ¡Qué suerte!

FLORENCIO.-  ¡Caray! ¿Usted cree?

ISABEL.-  Sí, amigo mío. Es una suerte que usted y yo nos hayamos encontrado aquí, porque nuestros destinos son muy parecidos y nuestras almas son gemelas. Yo tampoco tengo ángel.

FLORENCIO.-   (Mirándola, sorprendido.)  ¿Qué está usted diciendo?

ISABEL.-  Yo tampoco gusto.

FLORENCIO.-  ¿Usted?  (Mirándola más.)  Vamos señorita, no diga usted eso.

ISABEL.-   (Satisfechísima.) ¿Es que lo duda usted?

FLORENCIO.-   (Apasionado.) ¡Naturalmente!...  (Una transición.)  Bueno. Yo quiero decir...  (Muy ruborizado.)  ¿Ve usted? Ya me estoy poniendo colorado. Con las mujeres soy una calamidad. Por eso, lo que a mí me gusta es hacer excavaciones. Muchas excavaciones...  (De pronto.)  ¿No le parece a usted que la arqueología es muy interesante?

ISABEL.-   (Con entusiasmo.) ¡Muchísimo! Es una preciosidad... Lo dice todo el mundo.

FLORENCIO.-  ¿Verdad que sí? Ahora estoy haciendo un estudio importantísimo sobre los períodos paleógeno, neógeno y ambos cuaternarios...16

ISABEL.-  ¡Qué bonito será!

FLORENCIO.-  ¡Soberbio! Además, este verano dirigiré en Cuenca unas excavaciones trascendentales...

ISABEL.-  ¡Hombre! ¿Por qué no las hace usted en Biarritz, que tiene playa?

 

(Se miran los dos y ríen. Los dos se ruborizan suavemente.)

 

FLORENCIO.-  ¡Señorita! ¿Cree usted que mañana volveremos a encontrarnos, solos otra vez, en la Pradera?

ISABEL.-  ¿Quién sabe si mañana seremos dueños de nosotros mismos? Todavía no sabemos por qué nos ha invitado el señor duque...

FLORENCIO.-  ¡Santo Dios! ¿Querrá usted creer que ya me había olvidado del señor duque?

 

(Se oye, lejana, una llamada, que es un grito de MARGARITA.)

 

MARGARITA.-   (Dentro.)  ¡Isabel!

 

(ISABEL y FLORENCIO se incorporan.)

 

ISABEL.-  ¿Ha oído usted? Es Margarita... ¿Qué sucede?

ROSITA.-   (Dentro.) ¡Señorita Isabel!

ISABEL.-  ¡Rosita!

 

(Entra MARGARITA, llena de sofoco. Con ella vienen ROSITA y el MÚSICO, en el mismo estado nervioso.)

 

MARGARITA.-  ¡Isabel!

ROSITA.-  Señorita, señorita...

ISABEL.-  ¿Qué ocurre? ¿Qué gritos son esos?

MARGARITA.-   (Rabiosísima, con lágrimas.)  ¡Era todo mentira!

ISABEL.-  ¿Qué dices?

ROSITA.-   (Descompuesta.) ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!

ISABEL.-  ¡Rosita!

MARGARITA.-  ¡Sí, sí, todo mentira! ¡Nos han engañado! ¡No hay duque!

FLORENCIO.-   (Un brinco.) ¿Qué dice esta mujer?

ISABEL.-  No, no, no... ¡No sabes lo que dices!

MARGARITA.-  ¡En el torreón no hay nadie! Está vacío y cubierto de polvo... Todos los muebles están rotos... Hace muchísimo tiempo que allí no ha entrado un ser humano.

ROSITA.-  Yo he registrado todas las habitaciones de toda la casa. ¡No hay nadie!

MÚSICO.-  Yo estuve en el sótano, en la terraza, en el desván y en el torreón... Lo he revuelto todo. No hay nadie. ¡Estoy seguro! En esta casa solo viven esos cuatro viejos...

ISABEL.-   (Aterrada.)  ¡Dios mío! ¡No! ¡No puede ser! ¡Es imposible! A nosotros nos ha invitado esta noche el duque de Las Colinas... ¿Dónde está el duque?

MARGARITA.-   (Gritando.) ¡Ay, ay, ay!

 

(Todos se asustan y corren hacia ella.)

 

MÚSICO.-  ¡Señorita!

FLORENCIO.-  ¿Qué ocurre?

MARGARITA.-   (Rabiosísima.)  Me desmayo. Siento que me desmayo...

TODOS.-  ¡No!

MARGARITA.-  ¡Estoy segura de que me voy a desmayar!

 

(Todos están muy alborotados. FLORENCIO y el MÚSICO, uno a cada lado de MARGARITA, la socorren, muy turbados.)

 

MÚSICO.-  ¡No!

FLORENCIO.-  ¡Señorita! Siéntese, por favor...

ROSITA.-   (Muy nerviosa también.) ¡Y dale! Lo mejor será que rompa usted algo...

 

(Todos hablan muy de prisa, casi a un tiempo. ISABEL pasea de un lado a otro.)

 

ISABEL.-  Callaos. Un poco de calma. Es preciso que pensemos despacio... Todo esto es absurdo. En algún sitio tiene que estar el señor duque. El duque existe. Él nos ha invitado. ¡Nosotros hemos recibido una carta suya! Y esta casa es la finca de Las Colinas... ¡Todo esto no se puede dudar!

FLORENCIO.-   (En el colmo de la perplejidad.) ¿Usted cree? Yo ya lo dudo. Si usted y yo hemos estado un ratito en la Pradera, ¿por qué razón no puede resultar que no estamos ahora en Ávila, sino en Valladolid?

MÚSICO.-  ¡Caballero!  (Secándose el sudor.) Por favor. No puedo más...

FLORENCIO.-  ¿Eh? ¿Qué contestan ustedes? ¿Estamos en Ávila o en Valladolid?

MARGARITA.-   (Desesperada.)  ¡Cállese! ¡No sea usted imbécil!

FLORENCIO.-  ¡Señorita!

ROSITA.-  La señorita Isabel tiene razón. Si resulta que de verdad estamos en Ávila...

MÚSICO.-   (Un gemido.)  ¡Oh!

ROSITA.-  Entonces tiene que haber un duque. Pero ¿dónde se ha metido? ¿Por qué no aparece?

ISABEL.-  ¡Claro!  (De pronto, como respondiendo a una sugerencia interior.)  Al menos que el duque... ¡Dios mío, qué idea!

 

(Se detiene. Todos se acercan a ella y la rodean.)

 

MARGARITA.-  ¿Qué has querido decir?

ROSITA.-  ¿Qué piensa usted?

 

(ISABEL, en el centro, rodeada de todos los demás, se encara con ellos y los mira de uno en uno.)

 

ISABEL.-  Pienso muchas cosas. Quizá alguien haya querido reunirnos esta noche en esta casa, quién sabe con qué intención. Y en ese caso, esa persona puede ser quien menos sospechemos.

ROSITA.-  ¡Ay, Virgen!

MÚSICO.-   (Muy sofocado.)  ¡Señorita! ¿Qué quiere usted decir?

 

(ISABEL se encara con él, mirándole fijamente.)

 

ISABEL.-  ¿Quién es usted?

TODOS.-  ¿Eh?

ISABEL.-  ¿Quién es usted?

MÚSICO.-   (Tembloroso.)  ¿Qué? ¿Qué insinúa? ¿Por qué me mira usted así, señorita?

ISABEL.-  ¡Hable! Su llegada a esta casa puede ser una farsa. ¿Quién es usted? ¡Dígalo!

MÚSICO.-   (Aterrado.) ¡Por todos los santos! ¿Es que sospechan ustedes que yo puedo ser el duque?

MARGARITA.-  Oiga, oiga. ¿Y por qué no?

FLORENCIO.-  Eso mismo. ¿Por qué no? A mí este sujeto, desde el primer momento, me ha parecido sospechosísimo...

MÚSICO.-  ¡No!  (En una total desesperación.) ¡No, no! ¡Esto es demasiado! ¡No lo puedo soportar! Me dan ustedes el mayor disgusto de mi vida. Yo, Bobby, director de «Bobby y sus muchachos», uno de los hombres más populares en el país..., confundido con un duque cualquiera... Yo, un hombre a quien agobian con autógrafos y retratos. Yo, que actúo dos veces por semana ante el micrófono. Yo, que el día menos pensado no tendré más remedio que ir a Hollywood, porque se empeñarán los americanos. Yo, que soy el autor de «Tristeza», «Tu ventana», «El viejo caballo», «Melodía cubana» y «Canta, niña, canta»...

FLORENCIO.-   (En un grito.)  ¡Basta!

TODOS.-  ¡Ay!

FLORENCIO.-  ¡Que se calle! Si sigue citando el repertorio, no respondo. ¡Me pone nerviosísimo!

 

(ROSITA se pone delante del MÚSICO para protegerlo.)

 

ROSITA.-  ¿Se han vuelto ustedes locos? Este hombre no es el duque. Es Bobby. Yo lo conozco bien. ¿Verdad, Bobby?

MÚSICO.-  ¡Oh, Rosita!

MARGARITA.-   (Concienzudamente.)  No. Este majadero no puede ser el duque...  (Se fija en FLORENCIO y grita.)  ¡El duque es usted!

FLORENCIO.-   (Un respingo tremendo.)  ¡Porras!

TODOS.-   (Se acercan.)  ¿Eh?

ROSITA.-  ¡Sí, sí! ¡Sí! Él es el duque...

MÚSICO.-  ¡Claro! Ya está. Ese, ese es el duque...

ISABEL.-  ¡Florencio! ¿Me ha engañado usted? ¿Es usted el duque?

FLORENCIO.-  ¡Porras! ¡No! ¡No soy el duque! ¡Yo soy Florencio Urquiola! Pero ¿por qué desde que he llegado a esta casa se empeñan todos en que yo deje de ser quien soy? Antes quería usted convencerme para que me convirtiera en el rey de Inglaterra, y ahora quieren que yo sea el duque de Las Colinas. ¡No, no y no! ¡Yo no soy el duque! ¡Lo juro!

MARGARITA.-  Está bien. No chille más. Si tampoco es usted el duque, resulta que la maravillosa idea de reunirnos todos aquí esta noche debe de ser de una de nosotras tres...

ISABEL.-   (Azoradísima.)  Margarita, no digas disparates. ¿Qué estás discurriendo?

MARGARITA.-   (Sonriente y terrible.) Lo natural.  (Muy contenta.)  Pero, ¿cómo no se me ha ocurrido antes? Si es sencillísimo... Si está muy claro. ¿Quién es la más fantástica de las tres? ¿Eh?

ISABEL.-  ¡Margarita!

MARGARITA.-  ¿Quién es capaz de tener un amante que no existe y de escribirle cartas todas las noches a París, a Londres, a Buenos Aires y, además, echarlas al correo, que es lo bueno? ¿Eh? ¿Quién es la señorita decente que se aburre y pasa la vida viviendo maravillas con la imaginación? ¿Eh? ¿Quién es? ¡Dilo tú, Isabel! ¿Eres tú?

ISABEL.-  ¡No, Margarita! Yo, no.

MARGARITA.-  Di la verdad. ¿Has sido tú quien nos ha traído aquí esta noche, para vivir una de esas aventuras que tú te inventas?

ISABEL.-   (Casi llorando.)  ¡No, Margarita! Te juro que no he sido yo... ¡Pobre de mí!

ROSITA.-   (Rompiendo a llorar.)  ¡Ay, Virgen Santa!

MÚSICO.-  ¿Por qué lloras?

ROSITA.-  Porque me da el corazón que ahora van a sospechar todos que el señor duque soy yo, y no sé cómo voy a convencerles de que no.

FLORENCIO.-  Creo que entre nosotros ya no quedan sospechosos...

MARGARITA.-  ¡Sí! Quedo yo.  (En jarras.)  Pero al primero que se le ocurra insinuar que el señor duque soy yo, le suelto una bofetada...

TODOS.-  ¡Oh!...

FLORENCIO.-  Por favor. No continuemos sospechando estúpidamente de nosotros mismos. En esta casa hay un secreto, y no hay duda de que ese secreto lo tienen los cuatro viejecitos, que son los únicos habitantes de la finca... Luego está claro que ellos saben quién es el duque y dónde está.

MARGARITA.-  ¡Pero si están chifladísimos!

FLORENCIO.-   (Muy nervioso.)  ¡Señorita! Después de todo lo que ocurre aquí esta noche, yo, la verdad, no creo que el señor duque sea demasiado sensato...

 

(Asoma SIMÓN y, desde la puerta, llama. Todos van hacia él.)

 

SIMÓN.-  ¡Chiss! ¿Están ustedes solos?

TODOS.-  ¡Sí!

SIMÓN.-   (Solemnemente.) Entonces, voy a decir toda la verdad.  (Se despoja de la chistera y saluda cortésmente.)  ¡Señoritas! ¡Caballeros! ¡El señor duque soy yo!

TODOS.-   (Inmóviles.) ¡Oh!...

 

(Entra DOÑA ADELITA, muy sofocada, en pos de SIMÓN.)

 

DOÑA ADELITA.-  Ven aquí, Simón.

SIMÓN.-  No quiero. Yo soy el duque, yo soy el duque, yo soy el duque...

 

(Y sale, dándose golpes en el pecho y repitiendo la misma afirmación, incansablemente.)

 

TODOS.-   (Un murmullo.)  ¡El duque!

 

(DOÑA ADELITA se detiene en el umbral, a punto de salir tras de SIMÓN, y dice, indignada.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡No es el duque! Es un embustero. Lo que pasa es que tiene delirios de grandeza, y cuando le da el ataque fuerte dice que él es el duque. Pero no es verdad. ¡El señor duque murió hace cinco años!

 

(Y sale muy de prisa detrás de SIMÓN. Un inmenso estupor en todos los personajes. Todos hablan al tiempo.)

 

TODOS.-  ¡Ay!

MARGARITA.-   (Nerviosísima.)  ¡Ay, ay, ay! ¡Me desmayo, me desmayo, me desmayo!...

ROSITA.-  ¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un muerto!

FLORENCIO.-  ¿Nos habrá invitado desde el más allá?

ROSITA.-  ¡No!  (Un grito.) ¡No diga usted eso! Dios te salve, María; llena eres de gracia...

ISABEL.-  ¡Por favor, no hablen todos a la vez! Ahora más que nunca, quiero saberlo todo. Si el duque de Las Colinas ha muerto hace cinco años, ¿quién nos ha enviado las cartas?

 

(Aparece otra vez DOÑA ADELITA en la misma puerta. Sonríe.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Chiss!... No griten... Las cartas las he enviado yo...17

MARGARITA.-  ¡Ella!

ISABEL.-  ¡La viejecita!

 

(DOÑA ADELITA cruza la escena y se sienta en una de las sillitas plegables bajo las ramas del almendro. Poco a poco, los demás personajes se van acercando y la rodean.)

 

DOÑA ADELITA.-   (Un profundo suspiro.)  Sí, señoritas. Sí, caballeros. Yo he mandado las cartas que ustedes han recibido.  (Sonriendo.)  Pero yo no estoy loca. Me canso; eso, sí. Hoy estoy muy cansada. Y es que siempre que vamos de excursión me da la fatiga. ¡No me sienta bien el campo!...

FLORENCIO.-  ¡Oh! Y dice que no está loca...

ISABEL.-  ¡Cállese!  (Con ternura.)  ¿Está usted enferma, doña Adelita?

DOÑA ADELITA.-  Sí, señorita. A veces me dan unos ahogos... ¡El doctor dice que es el corazón!  (Transición.)  ¡El que está loco de verdad es Chapete! Se volvió loco hace muchísimos años, cuando llevaba al señor duque a las carreras en aquel hermoso landó. ¡Era un coche todo negro y reluciente! ¡Los caballos tenían hebillas de plata!... (Sonríe.)  ¡Chapete era un gran mozo! Manejaba los caballos con un aire... Yo tenía el pelo muy negro y unos ojos muy alegres. Nos queríamos mucho, mucho. Nos íbamos a casar enseguida. Pero entonces ocurrió el accidente.

ISABEL.-  ¿Qué accidente?

DOÑA ADELITA.-  Una mañana el señor duque iba en coche a la Alameda de Osuna18, cuando se encabritó un caballo y Chapete no pudo dominarlo. Los caballos arrastraron el coche... Al señor no le pasó nada, pero Chapete se hizo una herida en la cabeza. Desde aquel día, ¡y hace ya tantos años!, Chapete vive como en un sueño. Para él no ha pasado el tiempo... Él, en su imaginación, sigue conduciendo el hermoso landó del señor duque. Pero su imaginación lo ha convertido en el más maravilloso de todos los landós; ahora tiene seis caballos... El pobrecillo cree que un día de estos se va a casar conmigo, y está muy impaciente.  (Muy ruborizada.) Porque, eso sí, yo sigo siendo su novia. Aunque, como es tan mujeriego, me da unos disgustos... ¡Le gustan todas!

ISABEL.-  ¡Oh!

DOÑA ADELITA.-   (Contenta.) ¡Sí, sí!

MARGARITA.-   (Atónita.) Pero, entonces, ¿es que Pedro y Simón no están locos?

DOÑA ADELITA.-  Al principio, no; pero como ya llevamos tantos años sin salir de casa y llevándole la corriente a Chapete, pues los pobrecillos se han trastornado también...

MARGARITA.-  ¡Qué horror!

FLORENCIO.-  ¡Es fantástico!

DOÑA ADELITA.-  A mí se me ocurrió que la única manera de hacer feliz a Chapete era darle la razón; jugar con él...; dejarle así, dormido en su sueño. Y eso hice. Desde que el señor duque nos trajo con él a Las Colinas, en mil novecientos diez, yo he hecho que el tiempo y la verdadera vida se detuvieran en la puerta de esta casa. Aquí, entre estas paredes, Chapete ha sido feliz. ¡Yo soy muy fantástica! Aquí dentro vive todo lo que vive en la imaginación de Chapete: un carruaje hermosísimo como aquel; vamos al teatro y a las carreras; somos novios. ¡Jugamos! Porque los sueños no son más que un juego. Nosotros hemos hecho que toda la vida sea un juego también...  (Tímida.) ¿No creen ustedes que hice bien?

ISABEL.-  ¡Hizo usted algo maravilloso!

DOÑA ADELITA.-  ¡Mis pobrecitos viejos! La verdad es que los cuatro nos pasamos la vida en un juego: del Hipódromo, al Real; de Carabanchel, a la Pradera. A veces, cuando Pedro se pone muy pesado, vamos a Aranjuez. A mí me gusta, porque Aranjuez tiene un paisaje muy bonito...

TODOS.-   (Un estremecimiento.) ¡Oh!

ISABEL.-  ¡Doña Adelita! ¿Por qué el señor duque se encerró en esta casa en mil novecientos diez?

DOÑA ADELITA.-  Verá. El señor duque, por culpa de una mujer, tuvo un duelo con un señor muy principal de la corte. El señor duque cerró el palacio de Madrid y vino a Las Colinas. Ya no volvió a salir de aquí. Nosotros apenas le veíamos. Vivía en el torreón, entre sus papeles y sus libros. Por las noches bajaba al jardín, y algunas tardes iba de paseo hasta Ávila, para charlar con los frailes del monasterio.  (Un silencio.)  Una tarde, hace cinco años, el señor duque me dijo: «Mira, Adelita; me voy a vivir a Ávila, a casa del doctor. Creo que moriré pronto. Las Colinas y toda mi fortuna serán para ti, para que sigas dando a tus viejecitos todas las ilusiones que ellos necesitan. Tú no te cansarás nunca, Adelita, porque todo lo haces por amor. Pero cuando sientas que vas a morir no los dejes desamparados. Busca fuera de Las Colinas a alguien que ocupe tu puesto, alguien que quiera soñar con ellos. Lo encontrarás. Una sola persona comprenderá que hay también una hermosa felicidad en hacer la felicidad de los demás...».

ISABEL.-  ¿Eso dijo el señor duque?

DOÑA ADELITA.-  Sí, señorita. Y él mismo escribió las cuatro cartas que ustedes han recibido. Marchó a Ávila, y al poco tiempo murió.  (Transición.)  Pero cuidado. Chapete no lo sabe. Todos le decimos que el señor duque está en el torreón.  (Un silencio. Ante las miradas de todos, DOÑA ADELITA, muy cansada, baja los ojos al suelo. Y aparece ahora más viejecita que nunca.)  Hace cinco años que estoy sola en esta casa con ellos. El doctor me dice que mi pobre corazón está agotado. Un día moriré sin notarlo casi. Y entonces, ¿qué va a ser de mis viejecitos? Por eso he enviado a cada uno de ustedes una de las cartas que escribió el señor...

 

(Se calla. Todos los personajes se miran entre sí. CHAPETE entra, con su buen sofoco.)

 

CHAPETE.-  ¡Adelita, Adelita!

DOÑA ADELITA.-   (Se pone en pie, nueva, alegre, transfigurada.)  ¿Qué quieres, Chapete?

CHAPETE.-  Ven enseguida. Simón y Pedro están discutiendo en la ermita, y me parece que van a llegar a las manos. ¡Se ponen muy brutos!

DOÑA ADELITA.-  ¡Jesús! ¡Pelearse en la ermita! Estos muchachos no respetan nada.  (Volviéndose gentilmente.) Dispénsenme. Vuelvo enseguida. Esta noche, con la llegada de ustedes, están los tres un poco excitados. Pobrecitos, pobrecitos...  (Cogiéndose del brazo de CHAPETE.) Vamos, querido mío, vamos...

 

(Juntos, muy juntos, mirándose amorosamente salen los dos despacio. Un silencio.)

 

ROSITA.-   (Después de un gran silencio, muy tímida.) ¿Qué piensan ustedes?

FLORENCIO.-  Yo, realmente, todavía no pienso nada. Estoy confundido.  (Transición.)  Porque ¿de veras nos han invitado a esta casa para que nos hagamos cargo de cuatro viejecitos?

ISABEL.-  Sí... Eso es todo. Hemos soñado demasiado. Fuimos muy lejos convirtiendo cada uno a su duque en su propio ideal. Ahora resulta que el duque no es el mago que soñaba Rosita para transformar su vida. No es el caballo blanco que buscaba Margarita, ni es el príncipe azul enamorado que esperaba yo. Y, claro, tampoco es el Instituto Arqueológico que imaginaba usted. Ya le dije que eso me parecía un abuso...

ROSITA.-  De manera que las tres nos hemos peleado por el duque..., ¡y no había duque!

MARGARITA.-   (Terrible.) ¡Y que esto me pase a mí!19 ¡A mí!

 

(Un silencio. EL MÚSICO se acerca muy solícito.)

 

MÚSICO.-  ¿Quieren ustedes que toque una piececita?

TODOS.-   (Con mucho coraje.)  ¡No!

MÚSICO.-   (Ofendido.)  Está bien.

 

(Vuelve DOÑA ADELITA por donde se fue, y muy presurosa.)

 

DOÑA ADELITA.-  ¡Ah! Se me olvidaba algo muy importante. Como hace tantos años que no salgo de casa, yo, claro, no sabía a quiénes podía enviar las cartas del señor duque... Entonces pensé que lo mejor sería dárselas al doctor. Y él se las ha mandado a ustedes.

FLORENCIO.-  Pero, Dios mío, ¿quién es el doctor?

DOÑA ADELITA.-  ¡Caballero! El doctor es un joven de muchísimo talento. Vive en Ávila, pero siempre está en Madrid. Es hijo del viejo doctor que cuidó durante toda la vida al señor duque. ¡Es más simpático y más pillo!... Se llama don Carlos Figueroa...

 

(Al oír este nombre, todos los personajes sofocan un grito.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

DOÑA ADELITA.-   (Muy asustada.)  ¡Ay!

MÚSICO.-   (Nerviosísimo.)  ¡Ese!... ¡Ese es el caballero que anoche me contrató para venir a esta casa!

ISABEL.-  ¡Dios mío! ¡Carlos Figueroa! ¡Pero si es mi primo Carlos!

FLORENCIO.-   (Asombradísimo.) ¡Qué casualidad! Carlos Figueroa es mi mejor amigo... Hemos ido juntos al colegio.

ROSITA.-  ¡Ay, Virgen! Ese... ese es el socio de la Gran Peña que me quiere poner un piso.

DOÑA ADELITA.-   (Estupefacta.)  ¡Anda! ¿Y para qué le quiere poner un piso?

MARGARITA.-   (Con infinito coraje.)  ¡Ese sinvergüenza!

TODOS.-  ¿Qué?

MARGARITA.-  ¡Ese sinvergüenza es el padre de mi hija!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Revuelo. Todos murmuran algo y van de un lado a otro. MARGARITA solloza. ISABEL va hacia ella.)

 

ISABEL.-  ¡Margarita! ¿Qué has dicho?

DOÑA ADELITA.-  ¡Ave María! Pero ¿tan pillo, tan pillo, es el señor doctor? (Y santiguándose mucho y muy de prisa, muy asustada, sale.) 

FLORENCIO.-   (Indignadísimo.)  Pero ¿qué enredo es este? ¿Es que mi amigo Figueroa pretende que yo me encierre en una casa en medio del campo para cuidar cuatro viejos locos de remate? Esto es insólito, inconcebible... Como si cada uno pudiera hacer con su vida lo que quiera. ¿Cómo voy yo a abandonar mis estudios, mis proyectos científicos, todo lo que es mi vida, para atender a esos pobres locos a punto de morir? ¡Ah, no! ¡Esto, no! Esto es demasiado. Yo le diré a Figueroa todo lo que se merece por haberme puesto en esta situación. Siempre se ha burlado de mí y de mi ciencia. Me ha gastado muchas bromas. ¡Pero esta no se la perdonaré jamás!

MÚSICO.-  Tiene usted razón, caballero. Muchísima razón.

FLORENCIO.-   (Furioso.) ¡Vaya usted a paseo!

MÚSICO.-   (Mohíno.) ¡Oh!

MARGARITA.-   (Con decisión.)  Yo me marcho.

ISABEL.-  ¡Margarita!

MARGARITA.-  Sí, sí; me voy. ¡Carlos está en Ávila! ¿Comprendes? Cuando os dije que odiaba a todos los hombres mentí; a él le quiero con toda mi alma. Es un golfo, es un granuja, un sinvergüenza... Pero es al único que he querido. ¡Isabel! ¿No crees que debo ir en su busca?

ISABEL.-  ¡Sí, Margarita! Vete.

MARGARITA.-  ¡Gracias!  (La besa nerviosamente.)  Adiós, Isabel.  (Se vuelve a los demás.) Buenas noches. Estoy segura de que todos nos volveremos a ver pronto.

 

(Y sale precipitadamente. Allá en un rincón, un sollozo cohibido de ROSITA.)

 

ISABEL.-  ¿Por qué lloras, Rosita?

ROSITA.-  Por todo lo que he perdido aquí esta noche... Yo esperaba del duque más, mucho más, que todos ustedes. ¡Pobre de mí! Ahora me doy cuenta de que lo que yo esperaba era un milagro...

ISABEL.-  ¡Oh!

MÚSICO.-  Señorita, caballero: he tenido un verdadero placer en conocerles. Me voy corriendo a Ávila para recoger a mis muchachos. ¡Deben estar haciendo locuras! Sobre todo, de mi padre no me fío nada... Además, en esta casa la fiesta ha terminado, y yo fui contratado para una fiesta. Señorita, a sus pies. Caballero, si tiene usted el legítimo deseo de verme actuar, venga una noche a «Copacabana» y tendré mucho gusto en dedicarle una canción... (Se inclina; se vuelve y sonríe.)  ¿Vamos, Rosita?

ROSITA.-  ¡Bobby! ¿Me llevas contigo?

MÚSICO.-  ¡Naturalmente! Y, además, entérate: esta aventura me ha inspirado una nueva melodía, que pienso titular «Rosita sueña». ¿Qué te parece? Será uno de mis grandes éxitos... Puedes estar orgullosa.

ROSITA.-   (Emocionadísima.) ¿Es cierto? ¿No me engañas? ¡Ay, Bobby! Eres maravilloso, maravilloso.

 

(Y, cogidos del brazo, muy juntos, alegres, salen por el fondo. Quedan en escena ISABEL y FLORENCIO.)

 

FLORENCIO.-  ¡Nos han dejado solos! Es natural. Tienen prisa. La vida está muy lejos de aquí. En esta casa solo hay imaginación, sueños, mentira... Esos cuatro ancianos no son más que fantasmas de sí mismos. Sería una verdadera locura quedarse a compartir las manías de unos viejos que se han vuelto locos de soledad...

ISABEL.-   (Sonriendo.) Yo me quedo.

FLORENCIO.-   (Boquiabierto.)  ¿Qué dice usted?

ISABEL.-  ¡Sí! Me quedo en Las Colinas. Lo he decidido ahora mismo...

FLORENCIO.-  Pero, Isabel... ¿Se ha vuelto usted loca?

ISABEL.-  ¡Dígale usted a mi primo Carlos que ya sé por qué me envió la invitación del duque! Dígale que le adivino el pensamiento. A ustedes les ha gastado una broma divertida, pero a mí me ha encargado una misión... Él cree que nadie como la prima Isabel, con la cabeza a pájaros20, puede ser el nuevo huésped que hace falta en Las Colinas. ¡Y tiene muchísima razón!

FLORENCIO.-  ¡Isabel!

ISABEL.-  ¡Sí! Voy a convertir estas paredes viejas en una casa limpia y alegre donde esos ancianitos llenos de ilusiones vivan los más bellos años de sus vidas...

FLORENCIO.-   (Desolado.)  ¡Pero esto es una catástrofe!

ISABEL.-  ¿Qué dice?

FLORENCIO.-  Si usted se queda en Las Colinas, ¿qué hago yo? Porque yo..., yo me había hecho ilusiones, Isabel. Yo pensaba que usted y yo podríamos volver a encontrarnos muchas veces en la Pradera. ¿Ha olvidado qué felices fuimos hace unos momentos debajo de ese árbol?

ISABEL.-   (Ríe.)  ¡Oh!

FLORENCIO.-   (Transición, alegrísimo.)  Claro que si usted se queda, yo puedo venir muchas tardes en el tren de las siete.

ISABEL.-  ¿Vendrá usted, Florencio?

FLORENCIO.-  ¡Sí!  (Jubiloso.)  Y si usted quiere, un día...

ISABEL.-  ¿Qué?

FLORENCIO.-   (Sofocadísimo.)  No, nada. ¿Ve usted? Ya me he puesto colorado... Es fatal. ¡Me da un coraje!

ISABEL.-   (Riendo.) ¡Florencio!

 

(Ríe ella. Él, emocionado, lleno de ilusión, termina riendo también.)

 

FLORENCIO.-  ¡Isabel!

ISABEL.-  ¿Qué?

FLORENCIO.-   (En secreto.)  Voy a hacerle una confesión. Desde que entré en esta casa y supe que ese sofá es un landó de seis caballos, estoy deseando subir al coche y dar una vueltecita.

ISABEL.-   (Ríe.)  ¡Y yo también!

 

(Ríen los dos. FLORENCIO la toma de una mano y la arrastra hacia el landó. Se sientan los dos en el «pescante» de CHAPETE, muy juntos. FLORENCIO toma los cordones que hacen de riendas, y ella, el gran látigo, que sacude en el aire.)

 

FLORENCIO.-  ¿Eh? ¿Qué tal?

ISABEL.-  ¡Magnífico!

FLORENCIO.-  ¿Adónde vamos?

ISABEL.-   (Soñando.)  ¡A la felicidad!

 

(Surgen cautelosamente, por la derecha, los cuatro viejecitos. DOÑA ADELITA trae otra vez su sombrilla abierta, y PEDRO, un buen manojo de globos. Los cuatro, al sorprender a FLORENCIO e ISABEL en el «landó», se detienen, muy contentos, muy juntos. Cuchichean.)

 

PEDRO.-  ¡Oh! Mirad...

DOÑA ADELITA.-   (Un dedo en los labios.) ¡Chiss!

 

(Los cuatro, de puntillas, sin ruido, avanzan y toman asiento en el sofá, esto es, en el interior del landó, de manera que ahora el coche marcha conducido por ISABEL y FLORENCIO con los cuatro viejecitos en el interior. Y los cuatro comienzan a cantar, muy suave, muy tenuemente, el viejo romance, mientras cae, muy despacio, el telón.)

 
LOS CUATRO
¿Dónde vas, Alfonso Doce,
dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.


 
 
TELÓN