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El lazarillo de ciegos caminantes

Desde Buenos Aires hasta Lima

Concolorcorvo



Portada



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ArribaAbajoLa incógnita de El Lazarillo

«El Lazarillo de ciegos caminantes», sin ser un libro muy difundido, no es tampoco de aquellos que forman patrimonio exclusivo de especialistas y eruditos. Los iniciados en bibliografía americana, y en general cuantos se interesan por el conocimiento de nuestra propia historia, poseen alguna noticia de esta curiosa producción. Hasta hace poco más de treinta años, era casi desconocida fuera de un círculo restricto de bibliófilos. En 1908 la publicó la Junta de Historia y Numismática Americana. Hoy es nuevamente libro agotado y de no fácil adquisición.

Su título -que trasciende a novela picaresca- se prolonga en un enunciado de materias, cifra o esquema de su contenido principal. «El Lazarillo» describe «los itinerarios de Buenos Aires a Lima, según puntual observación» y brinda «noticias útiles a los nuevos comerciantes   —X→   que tratan en mulas». Constituye, pues, un libro de viajes, una guía pintoresca y útil, documentada y veraz, aderezada con «jocosidades para entretenimiento de caminantes», según su mismo prólogo lo asegura. El viaje tiene lugar en la segunda mitad del siglo XVIII, 1771 a 1773, época escasa en tal género de literatura. Pero no es esta circunstancia la que da jerarquía y relieve a la obra. Son evidentes sus valores intrínsecos y su especial categoría. En un prolongado itinerario que va desde Montevideo hasta Lima por Buenos Aires, Córdoba, Salta, Potosí, Chuquisaca y Cuzco, el libro ofrece una visión muy concreta y exacta de la vida americana durante la colonia. El ambiente de las ciudades, los usos, costumbres e industrias de sus habitantes, hallan en estas páginas claro y vigoroso trasunto. Lo mismo puede decirse del campo y de las actividades rurales. Minuciosamente, morosamente a veces, se describen escenas de la vida campestre, las carretas, las arrias y el tráfago rudo de los muleros y trajinantes. Por primera vez también, en la pintura de aquel vastísimo escenario, aparece la sociedad viviente con sus tipos representativos, en su existencia cotidiana y en un marco de exactitud rigurosa. La naturaleza queda incorporada al relato. Aunque éste no abunda en colorido, siéntese la monotonía del llano sin término   —XI→   y la montaña abrupta que trepa el viajero por ásperos caminos de herradura. Los más varios detalles y pormenores naturales despiertan su solícita curiosidad, hasta las industriosas arañas que tejen entre los aromos sus hilos de ocho varas, «resplandecientes como el más sutil hilo de plata». Muchas reflexiones de orden práctico hace el autor sobre la industria del ganado mular, pero le seduce en extremo el espectáculo de las tropas y las extrañas costumbres de los animales. Circula por sus páginas un sentimiento nuevo de la naturaleza, muy ajeno al que traducen hasta entonces las cartas y documentos de la época colonial. Este aspecto de la obra no ha sido considerado hasta hoy, si bien es verdad que «El Lazarillo» nunca fue objeto de un examen integral, digno de su valor y significado. Tampoco pretenderían llenar ese vacío estas líneas enunciativas y sin ningún propósito crítico.

Pasamos a plantear el problema de la identidad del autor, no aclarado todavía y que representa para los aficionados un curioso enigma literario. El problema del autor, trae consigo el de los motivos que determinaron la publicación de este libro y el sentido verdadero de muchas de sus páginas, especialmente las consagradas a señalar abusos y corruptelas de la administración española.

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«El Lazarillo de ciegos caminantes» apareció en un volumen en octavo menor, como impreso en Gijón, el año 1773. Se cree que la edición fue perseguida en América por las autoridades y es común opinión que los ejemplares conocidos circularon clandestinamente. Quienes se han ocupado de la obra, están contestes asimismo en que el libro fue impreso en Lima y no en Gijón como consigna la portada. El nombre de la imprenta, «La Robada», aludido maliciosamente en el último capítulo, demostraría con evidencia el artificio.

¿Quién fue el autor de «El Lazarillo» y por qué se imprimió y circuló clandestinamente? En la portada de la edición original, se asienta que el texto fue «sacado de las memorias que hizo don Alonso Carrió de la Vandera en este dilatado viaje y comisión que tuvo por la Corte para el arreglo de Correos y Estafetas, situación y ajuste de Postas desde Montevideo, por Don Calixto Bustamante Carlos Inga, alias 'Concolorcorvo', que acompañó al referido comisionado en dicho viaje y escribió sus extractos». Hasta no hace mucho, poníase en duda la existencia real de «Concolorcorvo» que se hacía sospechoso por su «alias» extravagante y los dichos bufonescos de su prólogo. El mismo don Alonso Carrió de la Vandera, digno funcionario colonial, llegado a Buenos Aires   —XIII→   en 1771 para el arreglo de correos y postas, no aparecía muy bien identificado. Hoy está probada la existencia de Calixto Bustamante Carlos Inca y perfecta mente documentada la comisión y viaje del visitador Carrió1. Pero, con todo, permanecen en la sombra los puntos más interesantes de la cuestión. ¿Fue Calixto Bustamante, alias «Concolorcorvo», el verdadero autor de «El Lazarillo»? ¿Acompañó, en realidad, al visitador Carrió? ¿Hubo colaboración en este libro y a quién correspondería la parte principal? Los investigadores cuyo aporte documental ha permitido identificar algunos personajes y esclarecer la misión del visitador, no podrían responder categóricamente. El señor Walter Bose llega a la conclusión de que el libro se escribió por Carrió para vengar ciertos agravios de sus colegas en   —XIV→   el Perú. Ese habría sido el motivo esencial de la publicación, reducida así «a la reivindicación de un hombre honesto que con ingenio y buen humor se burla de sus enemigos». Algo hubo de todo ello, sin duda alguna, pero es el caso que las alusiones y referencias indirectas, forman la parte episódica y circunstancial -por lo menos atendida la longitud del relato- y cuesta creer que se escribiera todo un libro de viajes, lleno de curiosas observaciones, para zaherir de paso a determinados individuos.

La participación del visitador surge del mismo texto de la portada. Las páginas de «El Lazarillo» habrían sido extractadas de sus memorias. Cabe también decir que las referencias más antiguas que se conocen, lo dan como autor a Don Alonso2. Sin embargo, los autores peruanos y bolivianos que se han ocupado del asunto, (René Moreno, Palma, García Calderón), asignan directamente el libro a «Concolorcorvo» suponiéndolo mestizo, o cholo, y no «indio neto» y descendiente de los Incas como él se decía. «Mestizo, retozón y ladino parejo a tantos», le cree Ventura García Calderón3.   —XV→   Pero vengamos a cuentas. Este cholo «parejo a tantos», tiene muy a la mano su Virgilio, sabe francés, cita discretamente a Gracián, transcribe muy oportunamente a Quevedo y entre las novelas picarescas, se detiene en la más seria del género, en Guzmán de Alfarache. Parece información muy singular para un cholo del siglo XVIII, por más retozón y ladino que se le suponga.

Ya el general Mitre observó, en sustanciosa nota, que el libro «se escribió por persona erudita y conocedora de las costumbres de la América española». Don Alonso Carrió de la Vandera conocía bien esas costumbres, como que pasó la mayor parte de su vida en funciones administrativas, en Méjico y Perú. Estuvo, además, en Buenos Aires en 1749. Tocante a la educación y cultura que poseyó, lo poco que conocemos de su correspondencia, está escrito en prosa nada vulgar y muestra el gusto por las citas clásicas4. Un cotejo detenido de textos, con documentos más extensos, afirmaría la presunción de que «El Lazarillo» se debe a la pluma del visitador. Quizás una investigación más afortunada nos ofrezca la prueba fehaciente y definitiva.

Por lo que hace a Calixto Bustamante Carlos Inca, «Concolorcorvo», indio neto color de ala de cuervo,   —XVI→   o mestizo ladino, veamos la intervención que pudo tener en este libro. Avanzaremos al mismo tiempo una conjetura que nos parece la más verosímil.

Poco sabemos sobre este borroso personaje. Una carta recibida de Lima por el administrador de correos en Buenos Aires, don Domingo de Basavilbaso, el 16 de enero de 1771 -meses antes de llegar el visitador Carrió- recomendaba a su protección y amparo a don Calixto Bustamante Carlos Inca, que se ponía en camino para el Río de la Plata. «Toma la vereda a seguir su derrota para essa ciudad» dice el documento. Este Calixto Bustamante había quedado sin arrimo por la muerte «de su amo el Señor don Antonio Guill y Gonzaga, Presidente que fue del Reino de Chile» y deseaba cambiar de fortuna «porque el temperamento de Lima había salido contrario a su salud». Don Domingo de Basavilbaso y su hijo Manuel, descubrieron con sorpresa que la firma de don Martín de Martiarena, secretario del Virrey del Perú y supuesto protector de Carlos Inca, «estaba contraecha», vale decir, que parecía falsificada. No hay noticia documental de que Bustamante cumpliera su itinerario, pero no es arriesgado suponer que, confiado en la carta que le precedía, llegara a Buenos Aires cuando el visitador Carrió se encontraba en pleno desempeño de sus funciones junto a don Domingo   —XVII→   de Basavilbaso y en preparativos para su viaje al Perú. ¿Explicó Bustamante la firma «contraecha» o -de ser culpable- se hizo perdonar su proceder? ¿Logró que el visitador Carrió lo tomara a su servicio? No podríamos responder afirmativamente pero parece -repetimos- la explicación más natural. Bustamante traía un buen antecedente: había sido servidor del Presidente de Chile hasta su muerte, y la carta le señalaba como «muchacho recomendable, distinguido en su nación y de buenas operaciones». Conocía también los caminos que el visitador se aprestaba a recorrer en su viaje. A esto podría agregarse un natural despejado y buen acopio de noticias y chismes de toda especie, recogidos en los corrillos administrativos y palaciegos de Chile y el Perú. La comidilla preferida en aquellas épocas de forzado aislamiento y ¡la que más apetecía el visitador Carrió!... El visitador encontraría en aquel muchacho «de buenas operaciones» el empleado que necesitaba: un hábil secretario y la mejor compañía para el camino, ya lo hiciera sentado en la perezosa carreta o montando en «una silla de brida de asiento muy duro, con fuertes botas inglesas y estribos hechos en Asturias».

Durante el viaje, que duró dos años, y en ese andar casi constante por llanos y montes, ciudades y aldeorrios, el futuro «Concolorcorvo» tomó gran afecto al visitador   —XVIII→   y éste le franqueó su amistosa confianza. Aquel secretario refranero y ladino contó divertidas historias de las que matan el tedio y alivian la fatiga del caminante. El visitador, por su parte, le hizo confidente de sus desazones; una red de intrigas se formaba contra él a medida que avanzaba, organizando lentamente postas y correos. Parece llegar un momento en que ambos comparten un mismo sentimiento de repudio por los abusos del régimen colonial. El diálogo se hace cordial y frecuente. En camino, el visitador redacta sus informes y escribe cartas confidenciales a don Domingo de Basavilbaso para quejarse de quienes, subrepticiamente, paralizan su labor. Quizás da comienzo a su libro que sería continuación de un Diario Náutico, escrito a bordo del paquebote «Tucumán» en su viaje de La Coruña a Montevideo. Tiene a su lado al informante fiel que entretiene sus horas con invariable buen humor. Bustamante sugiere invectivas mordaces y menudea sus chanzas y agudezas. Así se convierte en colaborador y queda concebido «El Lazarillo»: un amenísimo libro de viajes, con algo de memoria oficial y fuerte salsa de chascarrillos y alusiones sarcásticas. Pero el visitador, hombre moderado y discreto, advierte que no puede subscribir todo aquello. Ahí está para hacerlo su buen servidor que ya tiene seudónimo y se llama «Concolorcorvo».   —XIX→   Bustamante, que admira al visitador, se encargará de arreglarlo todo, con o sin licencia, en la imprenta que sea, para que no permanezcan inéditas sus famosas andanzas desde Buenos Aires hasta Lima. ¿Hubo colaboración escrita en la obra? Lo harían sospechar algunas transiciones en el estilo. Acaso introdujera «Concolorcorvo» ciertos párrafos, los más desgarrados y picarescos, pasados por el tamiz literario del Señor don Alonso. Pero no iría más allá su colaboración.

Estas son las conjeturas más verosímiles y probables que pueden hacerse sobre el secreto de «El Lazarillo». Lo demás lo sabe ya el lector. Vuelva la hola, que hallará grata y amena compañía.

José Luis Busaniche.




Nota

Esta edición reproduce el texto de la publicada por la junta de Historia y Numismática Americana de Buenos Aires (1908) con prólogo de Martiniano Leguizamón. Para la selección de las ilustraciones se ha procurado reunir, en lo posible, las que más se acercan cronológicamente al viaje de Carrió de la Vandera (1771-1773). Algunos grabados, como los planos del Cuzco y Chuquisaca, aunque del siglo XVIII, son anteriores a la indicada fecha. Otros, como los de Brambila, Holland y los pertenecientes al libro de Gregory, fueron dibujados treinta o cuarenta años después. Los restantes corresponden a los primeros lustros del siglo XIX. En cuanto a los dibujos del Sr. Kronfus, si bien modernos, reproducen construcciones del siglo XVIII que existían en 1771.

Complacidos expresamos nuestro reconocimiento al Señor don Alejo González Garaño, autoridad reconocida en iconografía americana -y autor de notables trabajos sobre la materia- a cuya magnífica colección pertenecen algunas de las láminas que adornan este libro.



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ArribaAbajoPrólogo y dedicatoria a los contenidos en él

Así como los escritores graves, por ejemplo el Plomo, y, aun los leves, v. g. el Corcho, dirigen sus dilatados prólogos a los hombres sabios, prudentes y piadosos, acaso por libertarse de sus críticas, yo dirijo el mío, porque soy peje entre dos aguas, esto es, ni tan pesado como los unos, ni tan liviano como los otros, a la gente que por vulgaridad llaman de la hampa, o cáscara amarga, ya sean de espada, carabina y pistolas, ya de bolas, guampar y lazo. Hablo, finalmente, con los cansados, sedientos y empolvados caminantes, deteniéndolos un corto espacio,


A modo de epitafio,
de sepulcro, panteón o cenotafio.

No porque mi principal fin se dirija a los señores caminantes, dejaré de hablar una u otra vez con los   —2→   poltrones de ejercicio sedentario, y en particular con los de allende el mar, por lo que suplico a los señores de aquende disimulen todas aquellas especies que se podían omitir, por notorias, en el reino.

Eslo también en él que los cholos respetamos a los españoles, como a hijos del Sol, y así no tengo valor (aunque descendiente de sangre real, por línea tan recta como la del arco iris), a tratar a mis lectores con la llaneza que acostumbran los más despreciables escribientes, por lo que cuando no viene a pelo lo de señores o caballeros, pongo una V para que cada uno se dé a sí mismo el tratamiento que le correspondiere o el que fuese de su fantasía.

Esto supuesto, señores empolvados, sedientos o cansados, sabrán que los correos y mansiones o postas son antiguos como el mundo, porque, en mi concepto, son de institución natural, y convendrán conmigo todos los que quisieren hacer alguna reflexión. He visto en la corte de Madrid que algunas personas se admiraban de la grandeza de nuestro monarca, porque cuando pasaba a los sitios reales llevaba su primer secretario de Estado, a su estribo dos correos que llaman de gabinete, preparados para hacer cualquier viaje impensado e importante a los intereses de la corona. A estos genios espantadizos, por nuevos y bisoños en el gran mundo, les decía el visitador que el rey era un pobre caballero, porque cualquiera dama cortejante, y cortejada en la   —3→   corte, y al respecto en otras ciudades grandes, tenía una docena, a lo menos, de correos y postas, y que no había señora limeña que no despachase al día tres o cuatro extraordinarios a la casa de sus parientes y conocidos, sólo con el fin de saber si habían pasado bien la noche, si al niño le habían brotado los dientes o si a la ama se le había secado la leche y otras impertinencias. Cierta señorita, añadió, que viviendo en la calle de las Aldabas, encargó a un cortejante que vivía a la otra banda del puente, que de camino y al retirarse a su casa, diese un recado de su parte al general de los Borbones y otro al prior de Monserrate, y que, sin perder camino, pasase a la última huerta, que está en los callejones de Matamandinga y le trajese un tulipán, porque sólo allí los había excelentes.

Las postas se dicen así, no solamente porque son mansiones, sino porque hay caballos de remuda para hacer los viajes con celeridad. Esta policía es muy útil al Estado para comunicar y recibir con presteza las noticias importantes, de que se pueden servir también los particulares para sus negocios, precediendo las licencias necesarias prevenidas en cédulas reales, y ordenanza de correos para la precaución de que no caminen por la posta delincuentes, sino personas libres de toda sospecha. La seriedad con que se trató este asunto en España se comprende, de que habiendo pedido postas el príncipe de Asturias, hijo primogénito del serio   —4→   Felipe II, se le dio parte con tiempo por el director de ellas, que atajó el mal, que podía resultar al reino de un inconsiderado viaje.

Las postas, vuelvo a decir, no sirven solamente para asuntos tan serios, sino para la comodidad y diversión de los viajeros curiosos, que quieren ver las grandes fiestas y otras funciones que se hacen en las grandes cortes. Las que se hacen al casamiento de un gran príncipe no mueven a los curiosos hasta muy cerca de los principios. Las gacetas, mercurios y otras papeletas van anunciando los grandes preparativos y concurrencia de grandes príncipes y señores, su magnífico tren, que con la concurrencia de varias naciones, hacen las fiestas más plausibles.

Los españoles son reputados por los hombres menos curiosos de toda la Europa, sin reflexionar que son los que tienen menos proporción para hallarse en el extremo de ella. El genio de los españoles no se puede sujetar a las economías de franceses, italianos, flamencos y alemanes, porque el español, con doscientos doblones en el bolsillo, quiere competir con el de otro de estas naciones que lleva dos mil, no acomodándose a hacerse él mismo los bucles y alojarse en un cabaret a comer solamente una grillada al medio día y a la noche un trozo de vitela y una ensalada. Por otra parte, los hombres de conveniencias desprecian estas curiosidades por el recelo de que sus hijos traten con los   —5→   herejes y vuelvan a sus casas imbuidos en máximas impías contra la religión y el Estado.

Para estas diversiones repentinas sirven de mucho auxilio las postas, que aunque son por sí costosas, ahorran mucho dinero en la brevedad con que se hacen los viajes. No puede dudar, sino un estúpido, la complacencia grande que se tendrá en la Europa en ver las principales cortes, mayormente si se juntan dos o tres amigos de una nación o un mismo idioma, de igual humor, y aun cuando en estos viajes acelerados, como de una primavera, un verano o parte del otoño no se comprenda mucha de la grandeza de aquellas cortes y reinos, basta para formar una idea ajustada, y que no nos sorprenda cualquier charlatán.

Los que tienen espíritu marcial apetecen, con razón, ver y reconocer dos grandes ejércitos opuestos en campaña, principalmente si los mandan testas coronadas o príncipes de la sangre. El autor de la inoculación del buen juicio, dice: que llegó a tal extremo en este siglo el fausto de los franceses, que sólo faltó tapizar las trincheras y zahumar la pólvora y tomar cuarteles en verano, para refrescarse con las limonadas. No se puede dudar que estos ejércitos en campaña causarán una notable alegría. La corte estará allí más patente. Las tiendas de campaña de el rey, príncipes y grandes señores, se compararán a los grandes palacios. Servirá de mucho gusto oír y ver las diferentes maneras que tienen   —6→   de insinuarse tan distintas naciones de que se compone un gran ejército, como asimismo los concurrentes. Solamente reparo la falta que habrá del bello sexo de distinguidas, que apenas tocará a cada gran señor u oficial general una expresión de abanico. Los demás oficiales, que son los Adonis de este siglo, se verán precisados a hacer la corte a las vivanderas.

En este dilatado reino no hay, verdaderamente, hombres curiosos, porque jamás hemos visto que un cuzqueño tome postas para pasar a Lima con sólo el fin de ver las cuatro prodigiosas P P P P, ni a comunicar ni oír las gracias del insigne Juan de la Coba, como asimismo ningún limeño pasar al Cuzco sólo por ver el Rodadero y fortaleza del Inca, y comunicar al Coxo Nava, hombre en la realidad raro, porque, según mis paisanos, mantiene una mula con una aceituna.

Las postas de celeridad, en rigor, no son más que desde Buenos Aires a Jujuy, porque se hacen a caballo y en país llano; todo lo demás de este gran virreinato se camina en mula, por lo general malas y mañosas, que es lo mismo que andar a gatas. Sin embargo, pudiera llegar una noticia de Lima a Buenos Aires, que distan novecientas cuarenta y seis leguas, en menos de treinta y seis días, si se acortaran las carreras, porque un solo hombre no puede hacer jornadas sin dormir y descansar, arriba de tres días. La carrera mayor y más penosa fuera la de Lima a Guamanga, pero con la buena   —7→   paga a correos y maestros de postas, se haría asequible, y mucho más la de allí al Cuzco, a la Paz y Potosí. La de esta villa hasta Jujuy, y la de esta ciudad a la de San Miguel del Tucumán son algo más dudosas por lo dilatado de ellas, y contingencias de las crecientes de los ríos en que no hay puentes y algunos trozos de camino algo molestos.

Sin embargo de que la mayor parte de las mansiones son groseras y los bagajes malos, en ninguna parte del mundo es más útil que en esta caminar por las postas. Algunos tucumanos usan de mulas propias principalmente para las sillas. Estas, aun sean sobresalientes, no aguantan arriba de dos o tres jornadas seguidas, de a diez leguas cada una, porque en muchas partes no tienen que comer y se ven precisados a echarlas al pasto en distancia, en donde los estropean o roban. Otros prefieren caminar con arrieros por los despoblados, fiados en las provisiones que llevan y buenos toldos para guarecerse por la noche, y que al mismo tiempo cuidan sus mercaderías y dan providencias para el tránsito de ríos y laderas peligrosas.

Regularmente ha visto el visitador que todas las desgracias que han sucedido en estos tránsitos las ocasionaron las violencias de los dueños de las cargas. La seguridad de sus efectos por su asistencia es fantástica, porque en el caso, que es muy raro, de que un mal peón quiera hacer un robo, abriendo un fardo o un   —8→   cajón, lo ejecuta en una noche tenebrosa y tempestuosa, en que los dueños de las cargas están recogidos en sus toldos, y hasta el dueño de la recua procura abrigarse bien, fiado en que el dueño está presente y que respecto de haberse fiado de él no tiene otra responsabilidad que la de entregar fardos cerrados. Distinta vigilancia tuviera si, como sucede en todo el mundo, se les hiciera entrega formal de la hacienda; pero, dejando aparte estos dos riesgos, de bastante consideración, voy a poner delante las incomodidades de el pasajero, que camina con arrieros. En primer lugar, éstos no caminan, un día con otro, desde Lima al Cuzco, arriba de tres leguas, contando las paradas precisas y muchas voluntarias, para reforzar sus recuas. El pasajero necesita llevar todas las providencias, menos el agua. Estas provisiones son las más expuestas a los insultos de los peones, en particular las de vino y demás licores, que no hacen escrúpulo en romper una frasquera para beberse un par de frascos de vino, aguardiente o mistela, haciendo pedazos de frascos y derramar algún licor, para dar a entender al amo que sucedió esta desgracia por la caída de una mula o encuentro con otra o con algún peñasco. Todo se compone a costa de la faltriquera; pero quisiera preguntar yo a estos caminantes bisoños en el camino de la sierra, qué arbitrio toman cuando se hallan en una puna rígida o en alguna cordillera en que las mulas, huyendo del frío, van a buscar   —9→   distintas quebradas o que los fingen los arrieros con consentimiento de los dueños de la recua? Se verán precisados a aguantar por el día los fuertes soles bajo de un toldo, que es lo mismo que un horno, y las noches con poco abrigo. Los bastimentos se consumen y el más paciente se consterna, y no encuentra voces con qué satisfacer al que tiene el genio violento o poco sufrido.

Caminándose por la posta no faltan disgustos, pero todo se compone con tres o cuatro reales más de gasto en cada una, para que el maestro de ellas apronte las mulas y provea de lo necesario. Estos bagajes, aunque malos, caminan de posta a posta con celeridad, porque los indios guías o el postillón los pone en movimiento, como a unas máquinas. Para que los pasajeros no se detengan más de lo que fuere de su arbitrio, les aconsejo que saquen las providencias de boca de un tambo para otro, y porque desde Jauja al Cuzco, y aún hasta Potosí, escasea la grasa o manteca de puerco, en algunos parajes, aconsejo a mis amados caminantes prevengan en su alforja un buen trozo de tocino, que no solamente suple esta necesidad, sino que da un gusto más delicioso y se aprovechan los trocillos que no se derritieron. La pimienta, el ají molido, los tomates, cebollas y ajos y un par de libras de arroz, provisión de cuatro o cinco días, cabe todo en una regular servilleta, y algunos limones y naranjas suplen la falta de vinagre,   —10→   que en la mayor parte de los parajes no se encuentra, o es tan amargo que echa a perder los guisados.

Con esta providencia y una polla con dos trozos de carne sancochada, se hacen dos guisados en menos de una hora para cuatro personas, a que también se pueden agregar algunos huevos, que rara vez faltan en los tambos y se encuentran con abundancia en los pueblos. El visitador está muy mal con los fiambres, y principalmente con los que toda la juventud apetece, de jamón y salchichones, porque excitan mucho la sed y provocan a beber a cada instante, de que resultan empachos y de éstos las tercianas, y con particularidad en tierras calientes. En el dilatado viaje de Buenos Aires a Lima, tomó tales providencias y precauciones, que apenas no tengo presente haber comido fiambres tres veces, pero es verdad que no hacíamos jornadas arriba de ocho leguas: a las diez del día ya habíamos caminado de cinco a seis; un criado se ocupaba solamente de preparar la comida, y todos nosotros, con el mismo visitador, asegurábamos nuestras bestias y buscábamos pasto y agua, y con esta precaución y cuatro horas de descanso, llegaban las mulas a la posada con bríos. Las cargas salían una hora después y pasaban los indios guías a tiempo de recoger los sobrantes. Otro criado, con uno de nosotros, salía por los ranchos a buscar nuevo bastimento de carne fresca y huevos para la cena,   —11→   que se hacía con más lentitud y, se sancochaban las carnes para la comida de el día siguiente.

De este modo se hacen tolerables los dilatados viajes. El que quisiere caminar más, haga lo que cierto pasajero ejecutó con un indio guía. En la primera cruz que encontró hizo su adoración y echó su traguito y dio otro al indio, que iba arreándole una carguita, y la hizo doblar el paso. Llegó a otra cruz, que regularmente están éstas en trivios o altos de las cuestas. Luego que divisó la segunda cruz y se acercó a ella, dijo al español: «Caimi cruz», y detuvo un rato la mula de carga, hasta que el español bebió y le dio el segundo trago, llegó, finalmente a una pampa dilatada de casi cuatro leguas, y viéndose algo fatigado a la mitad de ella, dijo el indio: «Español, caimi cruz», se quitó el sombrero para adorarla y dar un beso al porito, pero no vio semejante cruz, por lo que se vio precisado a preguntar al indio: ¿En dónde estaba la cruz, que no la divisaba? El indio se limpió el sudor del rostro con su mano derecha, y con toda celeridad levantó los brazos en alto y dijo: «Caimi señor». El español, que era un buen hombre, celebró tanto las astucias de el indio que le dobló la ración, y el indio quedó tan agradecido que luego que llegó al tambo, refirió a los otros mitayos la bondad de el español, y al día siguiente disputaron todos sobre quién le había de acompañar.

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El visitador me aseguró varias veces que jamás le había faltado providencia alguna en más de treinta y seis años que casi sin intermisión había caminado por ambas Américas. Aun viniendo en el carácter de visitador de estafetas y postas, sentaba a su mesa al maestro de ellas, aunque fuese indio, y la primera diligencia por la mañana era contar el importe de la conducción y que se pagase a su vista a los mitayos que hablan de conducir las cargas, y a cualquiera indio que servía para traer agua o leña, le satisfacía su trabajo prontamente, y así quedaban todos gustosos y corría la noticia de posta en posta, y nada faltaba ni le faltó jamás en el tiempo que caminó como particular, disimulando siempre la avaricia de los indios y sus trampillas propias de gente pobre. Quisiera preguntar a los señores pasajeros, así europeos como americanos, ¿el fruto que sacan de sus arrogancias? Yo creo que no consiguen otra cosa que el de ser peor servidos y exponerse a una sublevación lastimosa. Cualquiera maestro de postas puede burlar a un pasajero, deteniéndolo tres y cuatro días, porque le sobran pretextos, bien o mal fundados.

Por otro lado, la paga no es la mitad de lo que merece un trabajo tan violento: una mula con un guía a real y medio por legua, no tiene de costo treinta y cinco pesos cabales, y se puede hacer un viaje sin fatiga, desde Lima al Cuzco, que es la carrera más pesada, por lo fragoso del camino, en quince días, durmiendo todas   —13→   las noches bajo de techo. Un arriero que tarda muchas veces ochenta días, salvo otras contingencias, cobra treinta pesos por una carga regular de doce arrobas, en que ahorra un pasajero cinco pesos, que no equivalen a la detención de más de dos meses. La equidad de las postas y mucha utilidad que resulta al público, es más visible en la conducción de una peara de efectos de Castilla. Esta tiene de costo, conducida por los arrieros en el mismo viaje, trescientos pesos y por las postas doscientos setenta y nueve, porque para diez mulas cargadas son suficientes cuatro mitayos, que ganan a medio real por legua, y aunque el pasajero comerciante distribuya los veintiún pesos en gratificaciones para el mejor y más pronto avío, logra las ventajas siguientes:

La primera es la de conducir sus cargas con seguridad de robo, porque caminando con ellas todo el día las asegura de noche en el cuarto de las mansiones.

La segunda es la celeridad de el viaje, y la tercera, que es la más principal para los comerciantes pegujaleros, es la de poder hacer sus ventitas al tránsito. Por ejemplo, en el valle de Jauja puede vender algunos efectos, en Atunjauja, la Concepción y Guancayo, a cuyas tres poblaciones concurren los señores curas, que no son los más despreciables marchantes, de la una y otra banda del río. Si alguno quisiere pasar desde Atunjauja a Tarma, lo hará con arriero o particular de uno   —14→   de los dos pueblos, o componerse con el maestro de postas, dándole alguna cosa más, en que aseguro no se perderá nada, porque en Tarma, con el motivo de la tropa, hay muchos chanveríes, que aunque tienen facilidad de proveerse de Lima, de cintas, clarines y encajes, no rehúsan pagar a más alto precio lo que ven con sus ojos, por lo que soy de dictamen que todas estas cosas menudas se conduzcan en petacas de dos tapas, para que caminen ajustados los efectos, y en caso de que la venta sea algo crecida, se pueden deshacer dos o tres fardos de bretañas angostas y cambrais, que se acomodan con facilidad y se van ahorrando fletes. El que pasare de Atunjauja a Tarma solicitará que le conduzcan hasta la Concepción y de este pueblo hasta Guancayo, aunque pague la posta como si fuera a Guayucachi.

Aunque Guancavelica está regularmente abastecida de efectos, no dejan de escasear algunas menudencias, que en todos estos parajes se venden con mucha más estimación que en las grandes poblaciones. También se vende algo en Guanta, desde donde se pasará brevemente a Guamanga, a donde compran algunas cosas los señores canónigos y curas, para su uso y el de su familia. Los comerciantes vecinos sólo compran a plazos, y regularmente quieren pagar, o a lo menos lo proponen, en petaquillas de costura aprensadas y doradas, guarniciones de sillas de casas, vaquetas y suelas,   —15→   cajas de dulce y magno, con otras zarandajas, que así se puede decir, porque no hay sujeto que haya salido bien de estos canjes. No hay que empeñarse mucho con estos pequeños comerciantes, porque pagando bien doscientos pesos, se hace eterna la dependencia, que llega a mil.

En Andaguaylas y Abancay, que son los dos únicos pueblos grandes, desde Guamanga al Cuzco, se ven de alguna cosa. El visitador es de dictamen que no se entre al Cuzco con rezagos sino con el fin de sacrificarlos a un ínfimo precio. Tiene por más acertado que se pase con ellos a la feria de Cocharcas, sobre que tomarán sus medidas los pequeños comerciantes, a quienes se previene que no pierdan venta desde el primer día que se abra la feria, porque ha observado que todos los días van en decadencia los precios. Estas advertencias son inútiles, y aun pudieran ser perjudiciales a los mercaderes gruesos que pasan con destino al Cuzco, Paz, Oruro o Potosí, a donde se hacen dependencias crecidas y quieren surtimentos completos; pero siempre sería conveniente que estos comerciantes entregasen toda la carga gruesa de lanas, lienzos y mercerías a los arrieros comunes y que llevasen consigo por las postas los tejidos de oro y plata, sedas y de mayor valor, que no ocupen más de diez mulas, que con corta detención pueden habilitar los maestros de postas.

  —16→  

Las leguas están reguladas lo mejor que se pudo, con atención a las comunales del reino, a que todos nos debemos arreglar, como sucede en todo el mundo. Si alguna posta se atrasa o adelanta por comodidad del público, en el actual real camino, en nada alterará el número de leguas, porque las que se aumentan en una, se rebajan en la siguiente. En los viajes a Arequipa y Piura, con cargas, siempre es conveniente, y aun preciso, caminar con recursos, y que los pasajeros carguen su toldo y se acomoden en cuanto a carnes, con las que se hallaren al tránsito, porque se corrompen de un día a otro por los calores y humedad del aire, y en estas dos carreras es en donde es más perjudicial a la salud el fiambre salado, porque hay muchas pascanas de agua salitrosa y pesada, y la mucha bebida, sea de lo que fuese, es nociva, y la menos mala es la del aguardiente, tomado con moderación.

Lo contrario sucede en las punas rígidas, a donde el aire es sumamente seco, y recogiéndose todo el calor al estómago, fatiga mucho la respiración y causa una especie de mareo, como el que acomete a muchos navegantes, que solamente se quita con beber el agua fría y tomar algunos caldos de carne o gallina, con bastante ají, que parece una cosa extraordinaria, pero la práctica está a su favor, como en el imperio de México, entre la gente vulgar, no curar los empachos más que con huevos fritos con agua y sal, con mucho chile   —17→   molido, que equivale a nuestro ají y en España al pimentón, que sólo se usa con exceso en los adobados de carne de puerco y algunos peces indigestos y por naturaleza secos.

Los caminantes del chuño, papa seca y fresca, quesillo, zapallo o calabaza, con algunos trocitos de chalona y algunas hierbecitas van seguros de empacharse, porque su mayor exceso es darse una panzada de leche en una estancia, que a las dos horas se convierte en una pasajera tormenta de agua y viento para ellos. Con estos no habla mi prólogo, sino con los crudos españoles, así europeos como americanos, que fiados en su robustez, almuerzan, meriendan y cenan jamones, chorizos y morcillas, cochinitos rellenos, cebollas y ajíes curtidos en vinagre, alcaparras y alcaparrones y todo género de marisco que encuentran en las playas. Un trozo de ternera, pierna de carnero, pavo o gallina, bien lardeados, con bastantes ajos y algunas frutas y queso de Paria, que regularmente es muy salado, dan motivo a que se apure la bota y que estos esforzados caminantes se echen a dormir en tierras calientes, bajo de las ramadas, y en las frías, sin otro abrigo que el de una sábana y manta para cubrir sus cuerpos.

Si los médicos fueran como algunos los pintan, no usaran de otro recetario para promover sus intereses y los de sus inquilinos los boticarios, a que también pudieran concurrir al fin los señores párrocos con alguna   —18→   gratificación. Es muy raro el pasajero que llega a esta capital por la costa de Arequipa que no contribuya a la facultad médica y botánica. Los de valles son más económicos porque se aplican más al método serrano, y aunque comen el cabrío, le pujan en el camino y llegan a esta capital sin la necesidad de pagar lanzas y media annata a médicos, cirujanos y boticarios; y los señores párrocos de esta capital no hacen concepto de los derechos de cruz alta y sepultura, por lo que los cancheros no tienen otro recurso que el de las promesas de misas que hicieron por el feliz tránsito de los formidables ríos.

Los serranos, hablo de los mestizos, son muy hábiles en picardías y ruindades que los de la costa. Uno de aquéllos, que llegó de refresco, pasó con dos compañeros a un convento de monjas de los más regulares que hay en esta capital, y llamando a la madre superiora, sea priora, abadesa o condesa, le dijo en el locutorio, que había ofrecido a un convento observante hacer una limosna de mil carneros de la gran partida que traía de Pasco y Jauja. La buena presidenta, o priora, agradeció la preferencia que hacía a su comunidad y por pronta providencia les sacó una mesa de manjares, y cada cofrade tomó una docena al uso de la sierra. La buena madre los convidó al día siguiente a comer en el locutorio, y los serranos sacaron el cuerpo de mal año, y se hicieron invisibles, dejando a   —19→   la buena prelada a la irrisión de todas las monjas, por que los mil carneros fueron a parar al Camal de N, que los pagó a diez reales cada uno, con cargo de sisa. Cuidado con mestizos de leche, que son peores que los gitanos, aunque por distinto rumbo.

Yo soy indio neto, salvo las trampas de mi madre, de que no salgo por fiador. Dos primas mías coyas conservan la virginidad, a su pesar en un convento de el Cuzco, en donde las mantiene el rey nuestro señor. Yo me hallo en ánimo de pretender la plaza de perrero de la catedral del Cuzco para gozar inmunidad eclesiástica y para lo que me servirá de mucho mérito el haber escrito este itinerario, que aunque en Dios y en conciencia lo formé con ayuda de vecinos, que a ratos ociosos me soplaban a la oreja, y cierto fraile de San Juan de Dios, que me encajó la introducción y latines, tengo a lo menos mucha parte en haber perifraseado lo que me decía el visitador en pocas palabras. Imitando el estilo de éste, mezclé algunas jocosidades para entretenimiento de los caminantes para quienes particularmente escribí. Me hago cargo de que lo sustancial de mi itinerario se podía reducir a cien hojas en octavo. En menos de la cuarta parte le extractó el visitador, como se puede ver de mi letra en el borrador, que para en mi poder, pero este género de relaciones sucintas no instruyen al público, que no ha visto aquellos dilatados países, en que es preciso darse   —20→   por entendido de lo que en sí contienen, sin faltar a la verdad. El cosmógrafo mayor de el reino, doctor don Cosme Bueno, al fin de sus Pronósticos anuales, tiene dada una idea general del reino, procediendo por obispados. Obra verdaderamente muy útil y necesaria para formar una completa historia de este vasto virreinato.

Si el tiempo y erudición que gastó el gran Peralta en su Lima fundada y España vindicada, lo hubiera aplicado a escribir la historia civil y natural de este reino, no dudo que hubiera adquirido más fama, dando lustre y esplendor a toda la monarquía; pero la mayor parte de los hombres se inclinan a saber con antelación los sucesos de los países más distantes, descuidándose enteramente de los que pasan en los suyos. No por esto quiero decir que Peralta no supiese la historia de este reino, y sólo culpo su elección por lo que oí a hombres sabios. Llegando cierta tarde a la casa rural de un caballero del Tucumán, con el visitador y demás compañía, reparamos que se explicaba en un modo raro y que hacía preguntas extrañas. Sobre la mesa tenía cuatro libros muy usados y casi desencuadernados: el uno era el Viaje que hizo Fernán Méndez Pinto a la China; el otro era el Teatro de los Dioses; el tercero era la historieta de Carlomagno, con sus doce pares de Francia, y el cuarto de Guerras civiles de Granada. El visitador, que fue el que hojeó   —21→   estos libros y que los había leído en su juventud con gran delectación, le alabó la librería y le preguntó si había leído otros libros, a lo que el buen caballero le respondió que aquellos los sabía de memoria y porque no se le olvidasen los sucesos, los repasaba todos los días, porque no se debía leer más que en pocos libros y buenos. Observando el visitador la extravagancia del buen hombre, le preguntó si sabía el nombre del actual rey de España y de las Indias, a que respondió que se llamaba Carlos III, porque así lo había oído nombrar en el título del gobernador, y que tenía noticia de que era un buen caballero de capa y espada. ¿Y su padre de ese caballero? replicó el visitador, ¿cómo se llamó? A que respondió sin perplejidad, que por razón natural lo podían saber todos. El visitador, teniendo presente lo que respondió otro erudito de Francia, le apuró para que dijese su nombre, y sin titubear dijo que había sido el S. Carlos II. De su país no dio más noticia que de siete a ocho leguas en torno, y todas tan imperfectas y trastornadas, que parecían delirios o sueños de hombres despiertos.

Iba a proseguir con mi prólogo a tiempo que al visitador se le antojó leerle, quien me dijo que estaba muy correspondiente a la obra, pero que si le alargaba más, se diría de él:


Que el arquitecto es falto de juicio,
cuando el portal es mayor que el edificio.

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O que es semejante a:


Casa rural de la montaña,
magnífica portada y adentro una cabaña.

No creo, señor don Alonso, que mi prólogo merezca esta censura, porque la casa es bien dilatada y grande, a lo que me respondió:

Non quia magna bona, sed quia bona magna.

Hice mal juicio del latín, porque sólo me quiso decir el visitador que contenía una sentencia de Tácito, con la que doy fin poniendo el dedo en la boca, la pluma en el tintero y el tintero en un rincón de mi cuarto, hasta que se ofrezca otro viaje, si antes no doy a mis lectores el último vale.





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ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoCapítulo I

Exordio. -Montevideo. - Los Gauderios


Canendo et ludendo refero vera



Si fuera cierta la opinión común, o llámese vulgar, que viajero y embustero son sinónimos, se debía preferir la lectura de la fábula a la de la historia. No se puede dudar, con razón, que la general extractó su principal fondo de los viajeros, y que algunas particulares se han escrito sobre la fe de sus relaciones. Las cifras de los peruleros en quipus, o nudos de varios colores, los jeroglíficos o pinturas de los mexicanos, la tradición de unos y otros, vertida en cuentos y cantares y otros monumentos corresponden (acaso con más pureza) a nuestros roídos pergaminos, carcomidos papeles, inscripciones sepulcrales, pirámides, estatuas, medallas y monedas, que por su antigüedad no merecen más crédito, porque así como no estorban las barbas   —24→   para llorar, no impiden las canas para mentir. Con estos aparatos y otros casi infinitos se escribieron todas las historias antiguas y modernas. Los eruditos ponen las primeras en la clase de las fábulas, y a las segundas las comparan a las predicciones de los astrólogos, con la diferencia de que éstos, como conferencian con los dioses, anuncian lo futuro, y aquéllos, no pudiendo consultar más que con los mortales, sólo hacen presentes los sucesos pasados.

Supuesta, pues, la incertidumbre de la historia vuelvo a decir, se debe preferir la lectura y estudio de la fábula, porque siendo ella parto de una imaginación libre y desembarazada, influye y deleita más. El héroe que propone es, por lo general, de esclarecida estirpe, hábil, robusto, diligente y de agradable presencia. Insensiblemente le empeña en los lances de peligros. Le acusa sus descuidos y algunas veces los castiga con algún suceso adverso, para que el honor le corrija, y no el miedo. Jamás le desampara ni pierde de vista. En los lances y empresas en que no alcanzan las fuerzas humanas, ocurre a las divinas, por medio de las cuatro principales cartas de aquella celestial baraja.

Juno y Venus, rivales desde la decisión del pastor de Ida, siguen opuesto partido, procurando cada una traer al suyo al altisonante Júpiter que, como riguroso republicano, apetece la neutralidad; pero deseando   —25→   complacer a las dos coquetas, arroja rayos ya a la derecha, ya a la izquierda, en la fuerza del combate, para que quede indecisa la victoria. La implacable Juno abate toda su grandeza, suplicando a Eolo sople, calme o se enfurezca. La bizca manda a Marte, como Proserpina a un pobre diablo. Palas no sale de la fragua del cojo herrero hasta ver a su satisfacción templados broqueles y espadas, y la sabia diosa no se desdeña transformarse en un viejo arrugado y seco, para servir de ayo y director del hijo único de Penélope. En fin, triunfa el principal héroe de la fábula, que coloca en el inmortal sagrado templo de la fama bella.

No se debe extrañar mucho que los dioses de la gentilidad se interesen en los progresos de los mortales, porque descendiendo de la tierra, es natural tengan algún parentesco o alianza con los héroes de la fábula, o lo menos los moverá el amor de la patria de donde derivan su origen. Lo que causa admiración es que los diablos, así pobres como ricos, y de quienes hacen tan mal concepto vivos y difuntos, franqueen sus infiernos a estos héroes hasta llegar al gabinete de Plutón, y Proserpina, sin impedimento del rígido Radamante y del avaro Charón, como dicen los franceses fort bien. Pero lo que más asombra es la benignidad del dios de los infiernos en haber permitido la salida de ellos a los hijos de Ulises y de Apolo. Algunas veces me puse a discurrir el motivo que tendría   —26→   Orfeo para buscar a su mujer en los infiernos, habiendo muerto con verdaderas señales de mártir de la honestidad, y a Telémaco solicitar a su padre en los campos Elipsios, siendo constante que fue un héroe algo bellaco; pero no es lícito a los mortales averiguar los altos juicios de los dioses.

Sin embargo, de los prodigios que cuentan los fabulistas, vemos que en todas edades y naciones se han aplicado a la historia los hombres más sabios. No se duda que algunos han sido notados de lisonjeros, y aún de venales, pero no faltaron otros tan ingenuos que no perdonaron a sus parientes y amigos, haciendo manifiestos sus defectos y publicando las buenas prendas de sus más acérrimos enemigos. Todos concurrimos a la incertidumbre de la historia, porque no hay quien no lea con gusto los aplausos que se hacen a su nación y que no vitupere al que habla de ella con desprecio o con indiferencia. En toda la Europa tiene gran crédito nuestro historiador Mariana por su exactitud e ingenuidad, y con todo eso, muchos de los nuestros le tienen por sospechoso, y desafecto a la nación. La más salada en disparates, honró a Mariana con el epíteto, que se da comúnmente a las inquilinas de Lupa, por que hablando de sus antepasados, los trató de incultos y de lenguaje bárbaro y grosero. Dudo que fuesen más pulido los montañeses de Asturias, Galicia y Navarra, pero pasamos este rasgo a Mariana por la complacencia   —27→   que tenemos en oír la defensa de los vulgares vizcaínos.

Los viajeros (aquí entro yo), respecto de los historiadores, son lo mismo que los lazarillos, en comparación de los ciegos. Estos solicitan siempre unos hábiles zagales para que dirijan sus pasos y les den aquellas noticias precisas para componer sus canciones, con que deleitan al público y aseguran su subsistencia. Aquellos, como de superior orden, recogen las memorias de los viajeros más distinguidos en la veracidad y talento. No pretendo yo colocarme en la clase de éstos, porque mis observaciones sólo se han reducido a dar una idea a los caminantes bisoños de el camino real, desde Buenos Aires a esta capital de Lima, con algunas advertencias que pueden ser útiles a los caminantes y de algún socorro y alivio a las personas provistas en empleos para este dilatado virreinato, y por esta razón se dará a este tratadito el título de Lazarillo de bisoños caminantes. Basta de exordio y demos principio a nuestro asunto.

Tengo dicho en mi Diario Náutico que a los ochenta y cuatro días de haber salido de la ría de la Coruña, en el paquebote correo de S. M. nombrado el «Tucumán», dimos fondo a la vela en la algosa arena de la mejor ensenada que tiene el Paraná. Al amanecer del siguiente día, y mientras se preparaba la lancha, me despedí de los oficiales y equipaje con alegre   —28→   pena y en particular del salado contramaestre, a quien llamé aparte y pregunté confidencialmente y bajo de palabra de honor, me diese su dictamen sobre la vagante isla de Samborombón. Se ratificó en lo que me dijo, cuando nos calmó el viento entre las islas de Tenerife, Gomera, Palma y Fierro: esto es, que en ningún tiempo se veía la isla en cuestión, sino en el de vendimia, aunque subiesen sus paisanos sobre el pico de Tenerife; le volví a suplicar me dijese lo que sabía sobre el asunto de llamar a aquella fantástica isla de Samborombón, y me respondió con prontitud que no había visto el nombre de tal santo en el calendario español, ni conocía isleño alguno con tal nombre, ni tampoco a ninguno de los extranjeros con quienes había navegado, y que, desde luego, se persuadía que aquel nombre era una borondanga, o morondanga, como la que dijo Dimas a Gestas. Le abracé segunda vez, y haciendo otra reverencia a los oficiales, me afiancé de los guardamancebos para bajar a la lancha, porque en estos pequeños bajeles es ociosa la escala real. Empezaron a remar los marineros a la flor del agua y palanquearon hasta poner la proa poco más de una vara de la dura arena, a donde se desciende por una corta planchada. Desde la playa a la población hay una corta distancia, que se sube sin fatiga, y en su planicie está fundada la novísima ciudad con el título de

Montevideo

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voz bárbara, o a lo menos viciada o corrompida del castellano, Monteveo, o portugués Monteveio, o de latín Montemvideo. En atención a su hermosa ensenada y otros respetos, dio principio a su fundación el año de 1731, con corta diferencia, don Bruno de Zabala, con catorce o quince familias que se condujeron por don Domingo de Basavilbaso, en navío de don Francisco Alzaibar, de la isla y ciudad de la Palma, una de las Canarias. Se hallaba de gobernador interino, por ausencia del propietario, brigadier don Agustín de la Rosa, el mariscal de campo don Joaquín de Viana, que había sido antes gobernador, con general aceptación. Tiene una fortaleza que sirve de ciudadela, y amenaza ruina por mal construida. Una distancia grande de la playa guarnece una muralla bien ancha de tapín, con gruesos y buenos cañones montados. Además de la guarnición ordinaria, se hallaba en ella y en el destacamento de San Carlos el regimiento de Mallorca y los voluntarios de Cataluña. Estaba de comandante del puerto el capitán de navío don José Díaz Veanes, con dos fragatas y un cabequín, y de administrador de correos de mar y tierra don Melchor de Viana, y de interventor don Joaquín de Vedia y la Cuadra, personas de estimación y crédito, con un oficial que asiste a la descarga y carga de los bajeles, todos a sueldo por la renta.

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El número de vecinos de esta ciudad y su ejido, aseguran llega a mil. Los curas anteriores al actual no han formado padrones, enfermedad que casi cunde a todo el Tucumán. El año de 1770 nacieron en la ciudad y todo su ejido 170 y murieron 70, prueba de la sanidad del país y también de la poca fecundidad de las mujeres, si fijamos el número de un mil vecinos. Lo más cierto es que los casados no pasarán de trescientos, y que el crecido número que regulan se compone de muchos desertores de mar y tierra y algunos polizones, que a título de la abundancia de comestibles ponen pulperías con muy poco dinero para encubrir sus poltronerías y algunos contrabandos, que hoy día, por el sumo celo de los gobernadores actuales de Buenos Aires y Montevideo, no son muy frecuentes.

También se debe rebajar del referido número de vecinos muchos holgazanes criollos, a quienes con grandísima propiedad llaman gauderios, de quienes trataré brevemente. En esta ciudad y su dilatada campaña no hay más que un cura, cuyo beneficio le rinde al año 1500 pesos, tiene un ayudante y cinco sacerdotes avecindados, y no goza sínodo por el rey. Hay un convento de San Francisco, con ocho sacerdotes, tres legos y tres donados, que se mantienen de una estanzuela con un rebaño de ovejas y un corto número de vacas, sin cuyo arbitrio no pudieran subsistir en un país tan abundante, en que se da gratuitamente a los ociosos pan,   —31→   carne y pescado con abundancia, por lo que creo que los productos de la estancia no tendrán otro destino que el del templo y algunos extraordinarios que no se dan de limosna.

El principal renglón de que sacan dinero los hacendados es el de los cueros de toros, novillos y vacas, que regularmente venden allí de seis a nueve reales, a proporción del tamaño. Por el número de cueros que se embarcan para España no se pueden inferir las grandes matanzas que se hacen en Montevideo y sus contornos, y en las cercanías de Buenos Aires, porque se debe entrar en cuenta las grandes porciones que ocultamente salen para Portugal y la multitud que se gasta en el país. Todas las chozas se techan y guarnecen de cueros, y lo mismo los grandes corrales para encerrar el ganado. La porción de petacas en que se extraen las mercaderías y se conducen los equipajes son de cuero labrado y bruto. En las carretas que trajinan a Jujuy, Mendoza y Corrientes se gasta un número muy crecido, porque todos se pudren y se encogen tanto con los soles, que es preciso remudarlos a pocos días de servicio; y, en fin, usan de ellos para muchos ministerios, que fuera prolijidad referir, y está regulado se pierde todos los años la carne de 2000 bueyes y vacas, que sólo sirven para pasto de animales, aves e insectos, sin traer a la cuenta las proporciones considerables que roban los indios pampas y otras naciones.

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La dirección general de correos había pensado aprovechar mucha parte de esta carne para proveer las reales armadas, en lugar de la mucha que se lleva a España del Norte. Calculados los costos, se halló que con una ganancia bien considerable se podría dar el quintal de carne neta al precio que la venden los extranjeros, en bruto, y que muchas veces introducen carnes de ganados que mueren en las epidemias y de otros animales. Se han conducido a España varios barriles de carne salada en Montevideo, y ha parecido muy buena; pero como este proyecto era tan vasto, se abandonó por la dirección general, siendo digno de lástima que no se emprenda por alguna compañía del país o de otra parte. Yo sólo recelo que el gusto de las carnes y el jugo sería de corta duración y que perdería mucho en el dilatado viaje de Montevideo a España.

Además de las grandes estancias de ganado mayor que hay de la parte occidental del Paraná, se crían muchos carneros de el tamaño de los merinos de Castilla. Se vende cada uno a real y medio. La cuarta parte de un novillo o vaca se da por dos reales, y a veces por menos; doce perdices se dan por un real. Abunda tanto todo género de pescado, que van los criados a las orillas a pescarlo con tanta seguridad como si fueran a comprarlo a la plaza. Es un espectáculo agradable ver las gaviotas y otros acuátiles lanzar en la tierra el pescado y la carne en   —33→   el agua. Esta increíble abundancia es perjudicialísima, porque se cría tanta multitud de ratones, que tienen las casas minadas y, amenazando ruina, y en medio de ella se compran las gallinas a seis reales cada una, por que, aunque hay mucho trigo, y a precio ínfimo, no puede adelantarse la cría porque los ratones, fastidiados del pescado y carne, se comen los huevos y aniquilan los pollos, sacándolos de debajo de las alas de las gallinas, sin que ellas los puedan defender, por su magnitud y audacia, y por esta razón se conducen las gallinas desde Buenos Aires y valen al referido precio. De esta propia abundancia, como dije arriba, resulta la multitud de holgazanes, a quien con tanta propiedad llaman

Gauderios

Estos son unos mozos nacidos en Montevideo y en los vecinos pagos. Mala camisa y peor vestido, procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hacen cama con los sudaderos del caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores. Se pasean a su albedrío por toda la campaña y con notable complacencia de aquellos semibárbaros colonos, comen a su costa y pasan las semanas enteras tendidos sobre   —34→   un cuero, cantando y tocando. Si pierden el caballo o se lo roban, les dan otro o lo toman de la campaña enlazándolo con un cabestro muy largo que llaman rosario. También cargan otro, con dos bolas en los extremos, del tamaño de las regulares con que se juega a los trucos, que muchas veces son de piedra que forran de cuero, para que el caballo se enrede en ellas, como asimismo en otras que llaman ramales, porque se componen de tres bolas, con que muchas veces lastiman los caballos, que no quedan de servicio, estimando este servicio en nada, así ellos como los dueños.

Muchas veces se juntan de éstos cuatro o cinco, y a veces más, con pretexto de ir al campo a divertirse, no llevando más prevención para su mantenimiento que el lazo, las bolas y un cuchillo. Se convienen un día para comer la picana de una vaca o novillo: le enlazan, derriban y bien trincado de pies y manos le sacan, casi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole unas picaduras por el lado de la carne, la asan mal, y medio cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal, si la llevan por contingencia. Otras veces matan sólo una vaca o novillo por comer el matambre, que es la carne que tiene la res entre las costillas y el pellejo. Otras veces matan solamente por comer una lengua, que asan en el rescoldo. Otras se les antojan caracuces, que son los huesos que tienen tuétano, que revuelven con un palito, y se alimentan de aquella admirable   —35→   sustancia; pero lo más prodigioso es verlos matar una vaca, sacarle el mondongo y todo el sebo que juntan en el vientre, y con sólo una brasa de fuego o un trozo de estiércol seco de las vacas, prenden fuego a aquel sebo, y luego que empieza a arder y comunicarse a la carne gorda y huesos, forma una extraordinaria iluminación, y así vuelven a unir el vientre de la vaca, dejando que respire el fuego por la boca y orificio, dejándola toda una noche o una considerable parte del día, para que se ase bien, y a la mañana o tarde la rodean los gauderios y con sus cuchillos va sacando cada uno el trozo que le conviene, sin pan ni otro aderezo alguno, y luego que satisfacen su apetito abandonan el resto, a excepción de uno u otro, que lleva un trozo a su campestre cortejo.

Venga ahora a espantarnos el gacetero de Londres con los trozos de vaca que se ponen en aquella capital en las mesas de estado. Si allí el mayor es de a 200 libras, de que comen doscientos milords, aquí se pone de a 500 sólo para siete u ocho gauderios, que una u otra vez convidan al dueño de la vaca o novillo, y se da por bien servido. Basta de gauderios, porque ya veo que los señores caminantes desean salir a sus destinos por Buenos Aires.

Dos rutas se presentan: la una por tierra, hasta el real de San Carlos. Este camino se hace con brevedad en tiempo de secas, pero en el de aguas se forman de   —36→   unos pequeños arroyos y ríos invadeables y arriesgados. En el real de San Carlos no falta lancha del rey, que continuamente pasa de Buenos Aires con órdenes y bastimentos, atravesando el Río de la Plata, que por esta parte tiene diez leguas de ancho; pero advierto a mis lectores que la ruta más común y regular es por el río, a desembarcar en el Riachuelo, cuyo viaje se hace en una de las muchas lanchas que rara vez faltan en Montevideo. Con viento fresco favorable se hace el viaje en veinticuatro horas, distando cuarenta leguas del Riachuelo. El desembarco es muy molesto, porque dan fondo las lanchas en alguna distancia y van los botecillos la mayor parte por la arena, a fuerza de brazo por los marineros, que sacan a hombros pasajeros y equipajes, hasta ponerlos muchas veces en sitios muy cenagosos, por falta de muelle. Algunas veces se aparecen muchachos en sus caballos en pelo, que sacan a los pasajeros con más comodidad y menos riesgo que en las barquillas.

Hay ocasiones que se tarda una lancha, en llegar al Riachuelo, quince días, porque con los vientos contrarios se pone furioso el río y les es preciso hacer muchas arribadas de una y de la otra banda, y tal vez a sitio donde con dificultad se encuentran bastimentos, por lo que aconsejo a ustedes saquen de Montevideo los necesarios para cuatro o cinco días. A las cuatro leguas de la salida, ya las aguas del río son dulces y   —37→   muy buenas, por lo que no se necesita prevención de ella a la ida, pero sí a la vuelta para Montevideo, para en caso en que no pueda tomarse el puerto y verse precisados a dar fondo en agua salada. Antes del Riachuelo están las balizas, que son unas grandes estacas clavadas en el fondo, y por lo que se descubre de ellas se sabe si hay o no suficiente agua para darle en el puerto. Los pasajeros se desembarcan cerca del fuerte, y a sus espaldas y su principal entrada está en la plaza mayor y frente al cabildo de Buenos Aires.



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ArribaAbajoCapítulo II

Buenos Aires. - Descripción de la ciudad. - Número de habitantes. - Correos. - Caminos. - Los indios Pampas


Esta ciudad está situada al Oeste del gran Río de la Plata, y me parece se puede contar por la cuarta del gran gobierno del Perú, dando el primer lugar a Lima, el segundo al Cuzco, el tercero a Santiago de Chile y a ésta el cuarto. Las dos primeras exceden en adornos de iglesias y edificios a las otras dos.

La de mi asunto se adelantó muchísimo en extensión y edificios desde el año de 1749, que estuve en ella. Entonces no sabían el nombre de quintas, ni conocían más fruta que los duraznos. Hoy no hay hombre de medianas conveniencias que no tenga su quinta con variedad de frutas, verduras y flores, que promovieron algunos hortelanos europeos, con el principal fin de criar bosques de duraznos, que sirven para leña, de que carecía en extremo la ciudad, sirviéndose por lo común de cardos, de que abunda la campaña, con notable   —40→   fastidio de los cocineros, que toleraban su mucho humo; pero ya al presente se conduce a la ciudad mucha leña en rajas, que traen las lanchas de la parte occidental del Paraná, y muchas carretas que entran de los montezuelos de las Conchas. Hay pocas casas altas, pero unas y otras bastante desahogadas y muchas bien edificadas, con buenos muebles, que hacen traer de la rica madera del Janeiro por la colonia del Sacramento. Algunas tienen grandes y coposa parras en sus patios y traspatios, que aseguran los habitantes, así europeos como criollos, que producen muchas y buenas uvas. Este adorno es únicamente propio de las casas de campaña, y aun de éstas se desterró de los colonos pulidos, por la multitud de animalitos perjudiciales que se crían en ellas y se comunican a las casas. En las ciudades y poblaciones grandes, además de aquel perjuicio superior al fruto que dan, se puede fácilmente experimentar otro de peores consecuencias, porque las parras bien cultivadas crían un tronco grueso, tortuoso y con muchos nudos, que facilitan el ascenso a los techos con buen descenso a los patios de la propia casa, de que se pueden aprovechar fácilmente los criados para sus insultos.

Su extensión es de 22 cuadras comunes, tanto de Norte a Sur como de Este a Oeste. Hombres y mujeres se visten como los españoles europeos, y lo propio sucede desde Montevideo a la ciudad de Jujuy, con más o   —41→   menos pulidez. Las mujeres en esta ciudad, y en mi concepto son las más pulidas de todas las americanas españolas, y comparables a las sevillanas, pues aunque no tienen tanto chiste, pronuncian el castellano con más pureza. He visto sarao en que asistieron ochenta, vestidas y peinadas a la moda, diestras en la danza francesa y española, y sin embargo de que su vestido no es comparable en lo costoso al de Lima y demás del Perú, es muy agradable por su compostura y aliño. Toda la gente común, y la mayor parte de las señoras principales no dan utilidad alguna a los sastres, porque ellas cortan, cosen y aderezan sus batas y andrieles con perfección, porque son ingeniosas y delicadas costureras, y sin perjuicio de otras muchas que oí ponderar en Buenos Aires, de gran habilidad, observé por muchos días el gran arte, discreción y talento de la hermosa y fecunda española doña Gracia Ana, por haberla visto imitar las mejores costuras y bordados que se le presentaban de España y Francia.

Las de medianos posibles, y aun las pobres, que no quiero llamarlas de segunda y tercera clase, porque no se enojen, no solamente se hacen y pulen sus vestidos, sino los de sus maridos, hijos y hermanos, principalmente si son de Tornay, como ellas se explican, con otras granjerías de lavar y almidonar, por medio de algunos de sus esclavos. Los hombres son circunspectos y de buenos ingenios.

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No hay estudios públicos, por lo que algunos envían sus hijos a Córdoba y otros a Santiago de Chile, no apeteciendo las conveniencias eclesiásticas de su país, por ser de muy corta congrua y sólo suficientes para pasar una vida frugal.

Gobierna esta ciudad y su jurisdicción, con título de gobernador y capitán general, el mariscal de campo don Juan José de Vértiz, que nació, según entiendo, en el reino de México, y es actualmente administrador principal de correos de ella, con los agregados del Tucumán, Paraguay y ciudades de San Juan de la Frontera y Mendoza, en el reino de Chile, don Manuel de Basavilbaso, mozo de más que común instrucción y juicio. Don Bartolomé Raymundo Muñoz sirve la plaza de interventor con infatigable tesón y acierto, y don Melchor Albín y don Nicolás Ferrari de Noriega, diestros plumarios, corren con los libros y expedición de las estafetas, con plazas de segundo y tercer oficial, a que se agrega un tercero destinado para cobranzas y reducciones de monedas sencillas a doble, que actualmente está a un tres por ciento, habiendo valido otros años hasta catorce y diez y seis, por el mucho comercio que tenían los portugueses.

El número de almas de que se compone esta ciudad y su ejido se verá con distinción en el plan siguiente:

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Resumen del numero de almas que existían el año de 1770 en la ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de Buenos Aires, con la razón de los que nacieron y murieron en dicho año, según consta de los libros parroquiales y la que dieron las comunidades de religiosos de ambos sexos y demás.

Parroquias Nº de almas Nacidos Muertos
Catedral 8146 525 316
San Nicolás 5176 344 185
La Concepción 3529 318 158
Monserrat 2468 184 96
La Piedad 1746 151 91
21065 1520 846
Clérigos regulares y monjas 77
Santo Domingo 101
San Francisco 164
La Merced 86
Recoleta de San Francisco 46
Betlemitas 88 942 de este nº murieron 85
Capuchinas 40
Catalinas 72
Huérfanos 99
Presidiarios 101 Nacidos 1520
Cárcel 68 Muertos 931
Aumento 589
Total 22007
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División del número de almas que consta arriba:
3639 hombres españoles, en que se incluyen 1854 europeos, los 1398 de la península, 456 extranjeros y 1785 criollos.
4508 mujeres españolas.
3985 niños de ambos sexos.
5712 oficiales y soldados de tropa reglada, clérigos, frailes, monjas y dependientes de unos y de otros; presos presidiarios, indios, negros y mulatos, libres, de ambos sexos y de todas edades.
4163 esclavos negros y mulatos de ambos sexos y de todas edades.
22007 De los 3639 hombres españoles están compuestas las milicias de esta ciudad, en la forma siguiente:
24 compañías de caballería, de vecinos, de a 50 hombres, sin oficiales, sargentos v cabos.
9 dichas de forasteros, de infantería, de a 77 hombres, ídem.
1 de artilleros provinciales, de 100 hombres.
8 también hay 8 compañías de indios y mestizos, de a 50 hombres, ídem.
8 dichas de mulatos libres, de caballería ídem.
53 hacen 53 compañías, las 40 de caballería y 13 de infantería.
3 de infantería, de negros libres, ídem

Españoles casados
Europeos 942 y el resto de 912 solteros
Criollos 1058 y el resto de 727 ídem
2000 1639
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En el hospital de la ciudad, destinado para curar pobres mujeres, no han dado razón de las enfermas, y sólo se supo que el año de 1770 habían muerto siete, que se incluyeron en el número de finados.

Hasta el año de 1747 no hubo establecimiento de correos en Buenos Aires, ni en todo el Tucumán, no obstante el mucho comercio que tenía aquella ciudad con todas las tres provincias, reino de Chile y parte del Perú. Los comerciantes despachaban correos a su costa, según las necesidades, de que se aprovechaban algunos vecinos; pero los más escribían con pasajeros, que por lo general hacían sus viajes en carretas hasta Jujuy y Mendoza, volviendo las respuestas muy tarde o nunca.

El primero que promovió correos fijos a fines del 47 o principios del 48, fue don Domingo de Basavilbaso, gobernando aquella provincia el señor Andonaegui, mariscal de campo, de nación canario.

De la propuesta que hizo don Domingo dio traslado a la casa del conde de Castillejo, que despertando del descuido en que se hallaba, envió poder al mismo don Domingo para que tomase en arrendamiento el oficio o le rematase en el mejor postor, como lo ejecutó, no conviniéndole en los términos que proponía la casa, y desde dicho año 48 dio principio la época de correos de Buenos Aires y demás provincias del Tucumán.

Esta ciudad está bien situada y delineada a la moderna, dividida en cuadras iguales y sus calles de igual   —46→   y regular ancho, pero se hace intransitable a pie en tiempo de aguas, porque las grandes carretas que conducen los bastimentos y otros materiales, hacen unas excavaciones en medio de ellas en que se atascan hasta los caballos e impiden el tránsito a los de a pie, principalmente el de una cuadra a otra, obligando a retroceder a la gente, y muchas veces a quedarse sin misa cuando se ven precisados a atravesar la calle.

Los vecinos que no habían fabricado en la primitiva y que tenían solares o los compraron posteriormente, fabricaron las casas con una elevación de más de una vara y las fueron cercando con unos pretiles de vara y media, por donde pasa la gente con bastante comodidad y con grave perjuicio de las casas antiguas, porque inclinándose a ellas el trajín de carretas y caballos, les imposibilita muchas veces la salida, y si las lluvias son copiosas se inundan sus casas y la mayor parte de las piezas se hacen inhabitables, defecto casi incorregible.

La plaza es imperfecta y sólo la acera del cabildo tiene portales. En ella está la cárcel y oficios de escribanos y el alguacil mayor vive en los altos. Este cabildo tiene el privilegio de que cuando va al fuerte a sacar al gobernador para las fiestas de tabla, se le hacen los honores de teniente general, dentro del fuerte, a donde está la guardia del gobernador. Todo el fuerte está rodeado de un foso bien profundo y se entra en él por puentes levadizos. La casa es fuerte y grande, y en su patio principal   —47→   están las cajas reales. Por la parte del río tienen sus paredes una elevación grande, para igualar el piso con el barranco que defiende al río. La catedral es actualmente una capilla bien estrecha. Se está haciendo un templo muy grande y fuerte, y aunque se consiga su conclusión, no creo verán los nacidos el adorno correspondiente, porque el obispado es pobre y las canonjías no pasan de un mil pesos, como el mayor de los curatos. Las demás iglesias y monasterios tienen una decencia muy común y ordinaria. Hay muy buenos caudales de comerciantes, y aun en las calles más remotas se ven tiendas de ropas, que creo que habrá cuatro veces más que en Lima, pero todas ellas no importan tanto como cuatro de las mayores de esta ciudad, porque los comerciantes gruesos tienen sus almacenes, con que proveen a todo el Tucumán y algo más.

No he conocido hacendado grueso, sino a don Francisco de Alzáibar, que tiene infinito ganado de la otra banda del río, repartido en varias estancias, con todo, mucho tiempo ha que en su casa no se ven cuatro mil pesos juntos. No he sabido que haya mayorazgo alguno ni que los vecinos piensen más que en sus comercios, contentándose con una buena casa y una quinta, que sólo sirve de recreación. La carne está en tanta abundancia que se lleva en cuartos a carretadas a la plaza, y si por accidente se resbala, como he visto yo, un cuarto entero, no se baja el carretero a recogerle, aunque   —48→   se le advierta, y aunque por casualidad pase un mendigo, no le lleva a su casa porque no le cueste el trabajo de cargarlo. A la oración se da muchas veces carne de balde, como en los mataderos, porque todos los días se matan muchas reses, más de las que necesita el pueblo, sólo por el interés del cuero.

Todos los perros, que son muchísimos, sin distinción de amos, están tan gordos que apenas se pueden mover, y los ratones salen de noche por las calles, a tomar el fresco, en competentes destacamentos, porque en la casa más pobre les sobra la carne, y también se mantienen de huevos y pollos, que entran con mucha abundancia de los vecinos pagos. Las gallinas y capones se venden en junto a dos reales, los pavos muy grandes a cuatro, las perdices a seis y ocho por un real y el mejor cordero se da por dos reales.

Las aguas del río son turbias, pero reposadas en unos tinajones grandes de barro, que usan comúnmente, se clarifican y son excelentes, aunque se guarden por muchos días. La gente común y la que no tiene las precauciones necesarias bebe agua impura y de aquella que a la bajada del río se queda entre las peñas, en donde se lava toda la ropa de la ciudad, y allí la cogen los negros, por evitar la molestia de internar a la corriente del río. Desde que vi repetidas veces una maniobra tan crasa, por la desidia de casi todos los aguadores, me causó tal fastidio que sólo bebí desde entonces de la del   —49→   aljibe que tiene en su casa don Domingo de Basavilbaso, con tales precauciones y aseo que puede competir con los mejores de Europa. Dicen que tiene otro igual la casa que fabrica para su vivienda el difunto don Manuel del Arco, y acaso otros muchos vecinos solicitarán este aseo a costa de algún gasto considerable, y cuidado de recoger las aguas en tiempo oportuno, con las demás precauciones que usa la casa de Basavilbaso.

Esta ciudad y su ejido carece de fuentes y manantiales superficiales y así no tiene más riego que el de las lluvias. Sin embargo, algunos vecinos curiosos han hecho pozos en sus quintas para regar algunas flores y hortalizas. Algunos han conseguido agua dulce, pero los más encontraron veneros salitrosos y perjudiciales a árboles y plantas. Tiene el río variedad de pescado, y los pejerreyes crecen hasta tres cuartas, con su grueso correspondiente, pero son muy insípidos respecto de los de Lima. Se hace la pesca en carretas, que tiran los bueyes hasta que les da el agua a los pechos, y así se mantienen aquellos pacíficos animales dos y tres horas, hasta que el carretero se cansa de pescar y vuelve a la plaza, en donde le vende desde su carreta al precio que puede, que siempre es ínfimo.

En toda la jurisdicción de Buenos Aires y en mucha parte de la del Tucumán no se ha visto nieve. En la ciudad suelen caer algunas escarchas que varios curiosos recogen para helar algunas bebidas   —50→   compuestas, que se regalan como extraordinarios exquisitos.

Ponderándome cierto día don Manuel de Basavilbaso lo delicado de estas bebidas y la falta que hacían en aquella ciudad, le serené su deseo asegurándole que los habitantes de ella no necesitaban otro refrigerio que el de los baños del Río de la Plata y beber sus dulces aguas puras o la de los aljibes; que la nieve sólo se apetecía en los países ardientes y que para un gusto causaba tres dolores, sin entrar en cuenta los crecidos gastos que las aguas compuestas y exquisitos dulces que regularmente hay en las botellerías, que provocan a las damas más melindrosas y alivian de peso las faltriqueras de el mayor tacaño. Se rió el amigo, y creo que desde entonces echó en olvido las escarchas, como lo hizo con las cenas de las noches de máscaras, que ya se habían introducido en aquella ciudad, como los ambigús, a costa de mucho expendio y algunas apoplejías.

No creo que pasen de diez y seis coches los que hay en la ciudad. En otro tiempo, y cuando había menos, traían las mulas del campo y las metían en sus casas a la estaca, sin darles de comer, hasta que de rendidas no podían trabajar, y mandaban traer otras. Hoy día se han dedicado a sembrar alcacer, que traen a la ciudad con algunas cargas de heno para las caballerías, que se mantienen muy mal, a excepción de   —51→   las de algunos pocos sujetos, que hacen acopio de alguna paja y cebada de las próximas campañas.

Por el cotejo de los que nacen y mueren, se infiere la sanidad del lugar. En los meses de Junio, Julio, Agosto y Septiembre, se levantan muchas neblinas del río, que causan algunos accesos de pecho. Los pamperos, que son unos vientos fuertes, desde el Suroeste, al Oesudoeste, incomodan bastantemente por su violencia, y en la campaña hacen estremecer las carretas que cargadas tienen de peso doscientas arrobas. De éstas haré una descripción más adelante, para los curiosos. Ahora voy a dar una noticia importante a los señores viajeros, y en particular a los que vienen de España con empleos a este dilatado reino.

Los provistos para la jurisdicción de la Audiencia de la Plata caminaran conmigo, eligiendo los bagajes más acomodados a su constitución; pero los provistos para el distrito de la real Audiencia de Lima, y con precisión los de Chile, tomarán en Buenos Aires las medidas para llegar a Mendoza al abrirse la cordillera, que por lo regular es a principios de Noviembre. Este mes es el de los alentados. El de Diciembre y Enero son regulares y Corrientes. Febrero y Marzo, meses de provinciales que nunca esperan a Abril y parte de Mayo, por no exponerse a alguna tormenta que se adelante. Los cinco meses restantes del año son arriesgados y trabajosos, y sin embargo de las casillas que se han puesto sólo   —52→   pueden aventurarse los correos, que caminan a pie, por precisa necesidad una gran parte del camino, porque estando cubierto de nieve, se morirían las bestias de hambre, y lo poco que se paga no alcanzaría para llevarlas a media carga de paja y cebada, que no es imposible.

Hasta Mendoza y Jujuy se puede caminar cómodamente en coche, silla volante o carretilla, pero será preciso al que quisiere esta comodidad y no experimentar alguna detención, adelantar un mozo para que apronte caballos, porque aunque hay muchas mulas hay pocas mansas, porque no las usan en sus trajines, a excepción de los arrieros de San Juan de la Frontera, con quienes también se puede caminar al uso del país, llevando buenas tiendas de campaña, para los muchos despoblados que hay, exponiéndose también a una irrupción de indios pampas, que no saliendo más que en número de cincuenta, los pueden rebatir y contener doce buenos fusileros que no se turben con sus formidables alaridos, teniendo cuidado de sacar del Pergamino dos a más soldados, para que mañana y tarde registren la campaña. Estos pampas, y aún las demás naciones, tienen sus espías, que llaman bomberos, a quienes echan a pie y desarmados, para que, haciendo el ignorante, especulen las fuerzas y prevenciones de los caminantes, tanto de caballería y recuas como de carretería y demás equipajes, para dar cuenta a sus compañeros. No hay que fiarse de ellos en los despoblados,   —53→   sino despedirlos con arrogancia, aunque digan que se acogen a la pascana por huir de sus enemigos.

Estos indios pampas son sumamente inclinados al execrable pecado nefando. Siempre cargan a las ancas del caballo, cuando no van de pelea, a su concubina o barragana, que es lo más común en ellos, y por esta razón no se aumentan mucho. Son traidores, y aunque diestrísimos a caballo y en el manejo de la lanza y bolas, no tienen las correspondientes fuerzas para mantener un dilatado combate. Siempre que han vencido a los españoles, o fue por sorpresa o peleando cincuenta contra uno, lo que es muy común entre indios contra españoles y mestizos.

En este camino, desde el Saladillo de Ruy Díaz, donde se aparta para Chile, rara vez se encuentran pan y vino hasta San Luis de la Punta, de que se hará provisión en Buenos Aires, como asimismo de toda especería y demás que contribuye el regalo. En los pagos y estancias no falta todo género de carnes, y en Mendoza se hará provisión hasta el valle de la Aconcagua, en donde da principio la amenidad y abundancia del reino de Chile.

Ya es tiempo de sacar de Buenos Aires a los señores caminantes, que dirigiremos en carretas, por ser el viaje más usual y cómodo, por el itinerario siguiente, que dividiré en jurisdicciones, dando principio por la de Buenos Aires.



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