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El «Lepolemo», «Caballero de la Cruz» y el «Leandro el Bel»

Anna Bognolo






El Caballero de la Cruz

La Crónica de Lepolemo, llamado el Caballero de la Cruz (Valencia, Juan Joffre, 1521) fue uno de los libros de caballerías que más éxito obtuvo. El impacto de sus once reimpresiones sólo es comparable al de los libros principales de series más afortunadas, Amadises y Palmerines. Al primer libro, tres décadas más tarde, seguirá una continuación, el Leandro el Bel, de autor y estilo diferentes.

Del autor del Caballero de la Cruz, Alonso de Salazar (cuyo nombre, presente en la primera edición, desaparece en las posteriores) nada sabemos. Sin duda tuvo relaciones con la poderosa familia de los Mendoza, dado que el libro está dedicado al joven Íñigo López de Mendoza, por aquellos años conde de Saldaña y, más tarde, cuarto duque del Infantado. Conocemos, en cambio, el bachiller Juan de Molina, protegido de los círculos de la corte de Fernando de Aragón (Duque de Calabria), quien fue traductor y corrector activo en Valencia entre los años 1520-50. Contribuyó a la financiación de la primera edición («dando lo necessario para ello el bachiller Juan de Molina» [f. CXXXVII v.º]) y, en la segunda (1525), aparece como revisor («[el libro] fue mejorado y d' nuevo reconocido por el bachiller Molina»)1. El contexto en que nace el libro es pues el de la Valencia renacentista, donde un magnífico ambiente cortesano favorece la industria editorial: los impresores valencianos (Diego de Gumiel, Jorge Costilla, Juan Viñao y Juan Joffre) se cuentan entre los primeros que proponen al público libros caballerescos, echando así las bases del que será un género editorial de gran repercusión.

La trama es muy sencilla.

A Lepolemo, hijo aun niño del emperador de Alemania, lo raptan unos corsarios berberiscos y, junto a su ama y a su hermano de leche, lo venden como esclavo en el mercado de Túnez. Crece pues en casa de un panadero mas, a pesar de su joven edad, demuestra la firmeza de su fe llevando con orgullo una cruz roja cosida en el pecho. Al morir su segundo amo, un mercader del Cairo, Lepolemo forma parte de la herencia reservada al Sultán y llega, así, a ser paje y compañero del príncipe, situación en la que se distingue por su ánimo generoso e ingresa muy joven en la orden de caballería. Bajo el nombre cristiano de Caballero de la Cruz defiende al sultán durante la invasión de los turcos y lo socorre, más tarde, afrontando vasallos rebeldes y gigantes soberbios. Sus peregrinaciones marinas le llevan inesperadamente a liberar de los piratas al Delfín de Francia y a rescatar de la prisión, sin conocerle, a su propio padre, el Emperador de Alemania. Entretanto, una profecía del sabio Xartón le revela su origen noble y le predice felicidad en el amor. Su amistad con el Delfín lo conduce a Francia, donde conoce a la amada predestinada, la princesa Andriana. Sin embargo, el desconocimiento de su linaje constituye un obstáculo insuperable para el matrimonio; pero finalmente, gracias a la intervención clarificadora del ama, se produce el reconocimiento. Es así que Lepolemo, heredero legítimo al trono de Alemania, recobra su señorío y gana la guerra contra un usurpador. La novela concluye felizmente con el matrimonio y el nacimiento de un hijo llamado Leandro.

Como se puede observar, la estructura del relato, basada en un único hilo narrativo, es muy sólida y se desarrolla en dos ambientes geográficos diferentes: el mundo musulmán centrado en El Cairo -donde el caballero adquiere fama y honor al servicio del Sultán- y el contexto europeo de Francia y Alemania -donde encuentra el amor, recobra su linaje y conduce la guerra que lo llevará a recuperar su imperio.

El Caballero de la Cruz y las novelas del «tipo neocruzado»: ¿conflicto o tolerancia?

El aspecto más original de la novela es indudablemente su relación con los pueblos islámicos: gran parte de la historia se desarrolla norte de África e, incluso, su autoría se atribuye a un cronista moro, del cual el autor cristiano se finge un humilde traductor. La novela se presenta con unos curiosos preliminares: dos prólogos, el primero del «intérprete» cristiano, el segundo del «autor moro». El cristiano, que se pretende ex cautivo en Túnez, nos cuenta que, habiendo descubierto el original árabe del libro, movido por su importancia, decidió emprender la tarea de traducción. Solamente en segundo momento aparece el verdadero autor, el sabio Xartón, nigromante y testigo de los hechos, quien declara relatar las empresas del Caballero de la Cruz por encargo del Sultán Zulema, para que no sean puestas en olvido y sirvan de ejemplo para los buenos y malos caballeros.

Esta duplicación de la presencia autorial en los libros de caballerías tiene toda una tradición2, que aquí, con el doble prólogo, llega a un nivel explícito de elaboración consciente. El recurso a la autoridad de un pretendido autor testigo, en efecto, permite un alejamiento de la responsabilidad, acentuado por la diferencia de fe (si algo en el libro no satisficiere a los lectores, «echen la culpa al moro que lo ordenó, pues en mi traducir no he salido de su estilo»). Explicitación que representa una novedad en los libros de caballerías y que pudo haber interesado a Cervantes, si es que su sabio Cide Hamete algo le debe al moro Xartón3.

Por otro lado, seguramente le interesó el desarrollo del tema del cautiverio, tan dominante al comienzo de la novela y narrado, a veces, con tanta precisión y sensibilidad que Sylvia Roubaud ha podido destacar que se trata del primer relato de cautiverio con caracteres realistas de la novelística española. La trayectoria triunfal de Lepolemo (capturado por piratas, vendido en almoneda a un humilde panadero, comprado por un rico mercader, heredado -más tarde- por el Sultán, liberado finalmente al momento de ser nombrado caballero, recompensado -en conclusión- con grandes honores y con una propuesta de matrimonio) se incorpora a la convención literaria que A. Mas ha denominado del «cautiverio feliz»4. Sin embargo no faltan atisbos de los motivos más típicos del «cautiverio infeliz», indudablemente más cercano a una representación realista de la vida cotidiana de los prisioneros; motivos que se presentan también, como ha notado Roubaud, en varios romances viejos, que nuestro autor ha sabido elaborar con indudable maestría: el esclavo que no encuentra comprador, el pan blanco concedido por un amo generoso, la esclava que consigue ganarse la confianza del ama al punto de encargarse de su casa, y el cautivo que se obstina en no renegar su fe.

Por otra parte, la confrontación con el mundo musulmán no representa ninguna novedad en los libros de caballerías, en los que la relación con el Islam se había vuelto un tema central ya desde el Tirant, novela en la cual al escenario bretón medieval se había sustituido el Mediterráneo, mientras el motivo de la defensa o reconquista de Constantinopla, presente en casi todas las novelas de la primera época, acababa teniendo en el género una centralidad obsesiva.

Últimamente se ha empezado a matizar la visión exclusiva que se tenía de los libros de caballerías como de obras alejadas de la realidad, ambientadas en mundos maravillosos, geográficamente improbables, poblados por gigantes, endriagos y doncellas cuitadas. Muchos de los libros de los años de los Reyes Católicos y de los primeros del imperio de Carlos V asumen, en cambio, un tono más austero y participan de la ideología de movilización cristiana que se había producido a partir de la guerra de Granada, prosiguiendo con las campañas del cardenal Cisneros en el Norte de África. Estos libros comparten rasgos de realismo, de acentuada piedad cristiana y de dedicación a la guerra contra los musulmanes, por lo que se ha hablado de novelas del tipo «neocruzado»5. Ya en las primeras continuaciones del Amadís se encontraba bien representada esta tendencia: en Las Sergas de Esplandián (1510), el protagonista critica la vanidad de los caballeros que buscan la fama mundana, contraponiendo a las fútiles aventuras de la caballería bretona, su actuación como verdadero caballero cruzado, que dedica totalmente la vida a la lucha contra los infieles; en el Florisando de Páez de Ribera (1510) el preponderante ambiente religioso hace que los caballeros se pongan al servicio de Dios; y en el Lisuarte de Grecia de Juan Díaz (1526) el Papa dicta reglas muy estrictas para que los caballeros se porten según la moral cristiana y empleen sus fuerzas exclusivamente contra los infieles. En particular, el grupo de novelas publicadas en Valencia por aquellos años (Floriseo, Arderique y Claribalte), que comparten unos caracteres comunes, se distinguen por su acentuado compromiso moral y su alto grado de verosimilitud6. Quizá se deba esto a la influencia del Tirant, cuya versión castellana (1511) fue publicada por Diego de Gumiel, editor a quien le cupo un papel fundamental en el desarrollo de la imprenta valenciana y que mantuvo relaciones con los impresores que publicaron obras de caballería en los años siguientes. Es posible pues que el Tirant, con su visión realista y su ambientación mediterránea, que otorga a la guerra contra turcos y berberiscos gran espacio, haya influido en la producción llevada a cabo en Valencia7. La extrañeza del Lepolemo, pues, chocante en relación con el Amadís, no resulta tan marcada si se considera el género en su totalidad por aquellas fechas. En particular nuestra obra delata muchas afinidades con el Floriseo de Fernando Bernal (Diego de Gumiel, 1516), similitudes de las que nos ocuparemos más adelante.

La Crónica de Lepolemo, pues -que narra la historia de un cautivo que, gracias a su valor, llega a ser caballero y que lleva con orgullo una cruz en el pecho en sus batallas- participa indudablemente de los ideales de cruzada y de un clima de mesianismo propio de su época, pero la atmósfera que se respira en el libro no es maniquea sino de grandes matices: los moros son tan caballeros y honrados como los cristianos, comparten los mismos valores aristocráticos del protagonista y toleran, incluso, su determinación a no renegar, actitud que interpretan como señal de entereza y nobleza moral. No hay en la novela animosidad contra el Islam sino, a pesar del contexto realista, una idealización que alcanza tanto a los cristianos como a los musulmanes y que permite el establecimiento de varias amistades mixtas. Algo parecido sucedía en el Palmerín y en el Primaleón, donde la atracción ejercida por el tema moro y oriental es evidente. A este clima contribuye el inusual punto de vista desde el cual se pretende narrada la historia: el Lepolemo se presenta como una crónica árabe que narra las empresas de un cristiano que adquiere la posición de héroe en el mundo musulmán, con la admiración de los más encumbrados caballeros de aquella comunidad. Todo esto sin que su fe cristiana, ostentada con fiereza, sea obstáculo para el reconocimiento de la estima y del honor que su comportamiento militar y cortesano le proporcionan. El sabio moro cronista, registrando con aprecio incondicional las empresas del caballero cristiano Lepolemo, erige un monumento importante a la tolerancia religiosa.


El cautiverio: detalles significativos

La parte más original es la que narra las vicisitudes del cautiverio de nuestro héroe. Merece la pena detenerse en algunas de ellas.

El momento del rapto se narra con gran sensibilidad y detalle, tanto que se producen efectos de verdadero realismo (caps. 5-7)8.

El ama, que se ha alejado paseando en la ribera del mar con los niños, es retratada mientras, sentada en una peña junto al mar, con el pequeño Lepolemo dormido en los brazos (se dice que se había dormido por el ruido del agua porque estaba cansado de andar por el campo), se queda absorta mirando «cómo se quebraban las ondas», cuando el repentino asalto de los moros interrumpe su contemplación.

El autor cuenta luego cómo los padres de Lepolemo se enteran de la desgracia: la narración, lenta, se detiene en varios momentos sucesivos con minucia y frescura de detalles; pinta antes la búsqueda infructuosa del príncipe por parte de los cortesanos, luego la alarma creciente de la emperatriz que poco a poco se da cuenta que ha pasado algo grave, después su incontenible desesperación al saber la pérdida del niño. A los excesos de la emperatriz se contrapone la actitud compuesta del emperador, capaz de ocultar sus sentimientos y asumir un comportamiento razonable, capaz incluso de confortar a su mujer, reprendiéndola porque tales extremos «no eran cosas de católica». El zapato y el bonete del niño, que los cortesanos han encontrados en la playa, además de un indicio que confirma la pérdida en el mar, resultan un detalle psicológico muy eficaz al describir la pena de la madre, que llora mirándolos y hablando con ellos como si pudieran dar cuenta de su hijo (función análoga a la de tantas prendas de amor ausente de la poesía cancioneril) hasta que el emperador no los hace quitar para que no los vea.

El relato vuelve luego a la suerte del ama, la cual cuerdamente no revela a los moros la identidad del príncipe; y se concluye con la venta en la plaza del mercado de Túnez, donde pocos rasgos son suficientes a compendiar toda la pena y humillación de los esclavos: «el ama con sus niños assentada en el suelo al sol, y no bien bastecida de las cosas necessarias qu'era mancilla de verlos».

Gracias a sus solícitos servicios, la esclava consigue ser bien tratada de sus primeros amos, unos panaderos que le entregan el cuidado del horno (nótese el detalle del niño que no quiere el pan negro, que es «de tierra» y no es «de lo nuestro» y como tal frase inocente renueva la pena de la buena mujer). Es ahora que el pequeño (nueve años), educado por el ama a la fe cristiana, se cose una cruz roja en el sayo en señal de devoción, por lo que le llaman «el cativo de la cruz» (cap. 10). La buena fama del ama es tal que un mercader del Cairo consigue comprarlos para su mujer, que se enamora de la nueva esclava y de sus hijos y permite que tengan una educación cristiana de parte de un clérigo.

A la muerte del mercader los esclavitos entran en la herencia del Sultán, para servir al príncipe que es de su edad. Aquí hay que destacar un par de episodios: el primero es el rechazo del pequeño Lepolemo a besar las manos a su nuevo amo, motivado con un minucioso razonamiento que, en una lógica aristocrática, merece todo respeto: solo un hombre libre puede besar la mano en señal de vasallaje; un esclavo siempre lo hará con ánimo doble, para complacer y para conseguir la libertad (cap. 13). El segundo es una riña entre chiquillos, en la que el esclavito defiende a su amo de otros niños que le habían echado unas canas, sin tener suficiente respeto a su señor (cap. 16). Este episodio, en que el joven protagonista demuestra precozmente su vocación caballeresca defendiendo con arrojo a un protegido desvalido, tiene antigua genealogía, pues encuentra paralelos en el Amadís y, anteriormente, en el Lancelot; además aquí, como en el fragmento anterior, es apreciado el espontáneo apego del niño a los valores de la nobleza: fidelidad, generosidad, desprecio del peligro y sobre todo observancia absoluta de las distancias sociales.

Llega pues el momento en el que el esclavo, que ha sido educado al manejo de armas y caballo para acompañar a su joven amo, solicita el orden de caballería (cap. 17). Sylvia Roubaud ha demostrado la dependencia de este episodio de una fuente histórica9, y es interesante destacar que, siendo la condición de caballero incompatible con la esclavitud, inmediatamente Lepolemo consigue del sultán la liberación y se hace su vasallo, sirviéndole de ahora en adelante por libre elección, mientras cambia su nombre de «cativo...» en «Caballero de la Cruz».

De aquí empieza la serie de las empresas militares de envergadura creciente, que le procuran tanta gratitud y confianza que el Sultán decide ofrecerle la mano de su hija, si él hubiese aceptado renunciar a su fe (cap. 24). Se asiste pues a otro diálogo ejemplar entre el moro y el cristiano, donde son notables la sensibilidad del primero, que duda en afrontar un tema tan delicado, y la sinceridad y la firmeza del segundo que, a pesar de su agradecimiento, rechaza decididamente la oferta, con un argumento que convence totalmente al Sultán: «que no se fíe de ningún cristiano que le vea renegar su fe; porque [...] quién no tiene fe con su dios, menos la terná con su señor». La reacción del Sultán es sorprendente: el poderoso no se siente afrentado, sino al contrario comprende muy bien las razones de Lepolemo, le abraza, y le aprecia más que antes por su entereza y franqueza. Estamos pues en un mundo ideal, donde sentimientos y actitudes de ejemplar nobleza son prerrogativa no sólo de los cristianos, sino también de los señores moros.




Tradición e innovación

Un lector acostumbrado a los libros de caballerías reconoce en el Caballero de la Cruz la repetición de muchos esquemas estructurales y motivos típicos ya experimentados en los libros anteriores y procedentes de una larga tradición románica. Si se toma como paradigma el Amadís de Gaula, se notarán muchas desviaciones, debidas -como hemos visto- a la adhesión a otros modelos genéricos, mejor representados por los libros siguientes (por ejemplo el Esplandián, el Palmerín, el Floriseo).

La estructura básica del Amadís, con la separación del joven héroe de sus padres, con su crianza en una corte extranjera y con el servicio a favor de su rey -primero con empresas individuales y, luego, como capitán de su ejército- vuelve a encontrarse en nuestra obra. Este esquema -que ya se encontraba, en parte, en el Lancelot- se había renovado en la literatura peninsular con la inserción del topos de Constantinopla, ya utilizado en el Tirant y retomado por el Esplandián y el Palmerín10. La separación de los padres implica, lógicamente, la reunión y el reconocimiento: en el Lepolemo se retoma un motivo presente en el Amadís, el del socorro al padre y su liberación antes del reconocimiento (Amadís cap. 5; Lepolemo cap. 92), pero tal agnición se trata en manera mucho más plana y directa -el ama Platinia declara públicamente la identidad del príncipe- dejando de lado las ricas complicaciones novelescas de la obra inspiradora del recurso -descubrimiento por parte de Oriana, equívocos, peligros y finalmente clarificación [caps. 8-10].

Al mismo tiempo, el desarrollo de la línea del amor encuentra más parecidos con otras novelas. Lepolemo, como Palmerín, se entera que su destino amoroso está rígidamente prefijado de la boca de un sabio que predice, inclusive, el lunar que servirá como señal de reconocimiento (el sueño del sabio Adrián [caps. 12 y 28] y la profecía de Xartón [cap. 44]); y, como Esplandián, encuentra a la amada sólo al final de su vida caballeresca [caps. 124, 130, 140], de modo que los episodios amorosos nunca estorbarán su misión guerrera.

Ya hemos notado la semejanza con el Palmerín por lo que se refiere a la convivencia con el mundo musulmán: como Palmerín, Lepolemo vive entre los moros y se procura, entre ellos, amigos entrañables (Abdallafirol [cap. 31] y Almoacen [cap. 36]). Sin embargo, a diferencia de Palmerín (Alchidiana y Ardenia [caps. 78-91], la reina de Tarsis [95]), el Caballero de la Cruz no tendrá amoríos exóticos, coherentemente con lo reducido del elemento amoroso en su casta biografía.

Se ha notado, en general, cierto tono afín en las novelas del grupo valenciano: austeridad y realismo. En realidad hay que poner en evidencia verdaderas coincidencias intertextuales de nuestro texto con el Floriseo de Fernando Bernal (Diego de Gumiel, 1516), libro en que aparece una larga estancia del caballero en países africanos al servicio de un príncipe musulmán, que puede constituir un antecedente directo del Lepolemo11. En esa novela ya aparece el motivo de la larga espera del nacimiento de un hijo -conseguido con obras de devoción y de caridad- y el de la peregrinación a Jerusalén -con cesión del reino a un pariente que se volverá usurpador. También, al igual que en Lepolemo, los corsarios actúan como motivo desencadenante del alejamiento entre padre e hijo y los cautivos consiguen el respeto de sus amos, quienes les encargan tareas de responsabilidad. Floriseo, a pesar de llevar una cruz en el escudo, es un importante consejero militar en la corte de Alejandría y se distingue en guerra por sus habilidades estratégicas. Este último aspecto merece destacarse especialmente, porque aleja estas obras de las pautas de la aventura bretona, y las coloca en el contexto de la moderna guerra guerreada.

En nuestra novela se da un uso muy controlado de la estructura artúrica -el esquema típico de salida de la corte, conseguimiento de victorias individuales o colectivas, envío de prisioneros y regreso con festejos: las primeras empresas de Lepolemo se realizan al servicio del Sultán y la otras al servicio del rey de Francia, sin que aparezca en ningún momento la libre andanza caballeresca en busca de aventuras. Al contrario, las misiones del Caballero de la Cruz tienen siempre un objetivo concreto, su identidad está definida de una vez para siempre, sin que intervengan cambios de insignia y de nombre. La obra comparte la actitud antiartúrica estrenada por el Esplandián: cuando un caballero francés, en la entrada de un puente, le impone el más típico de los desafíos de Bretaña -la prueba por armas de la superior belleza de una dama- Lepolemo reacciona negativamente a «tan loca demanda» y, dejándolo desbaratado, se aleja «enojado de la mala costumbre de aquella tierra que no le parecía bien» [cap. 15]12. Faltan casi por completo los elementos fantásticos o espectaculares que caracterizan a otros libros del mismo tipo -monstruos, castillos encantados, cuevas de las maravillas y exhibiciones de ricos atavíos y fantasiosas «invenciones» en fastuosos torneos-; aparecen solamente dos gigantes rápidamente derrotados, dos breves justas y un torneo nombrado, mas no descrito [cap. 125].

Con todo, el autor consigue disponer las aventuras según un criterio de variedad y de importancia militar creciente, mezclando duelos, justas, batallas y asedios, y poniendo al final episodios culminantes como la compleja conquista de la Isla de Estadía del gigante Morbón [caps. 77-109] y la guerra de Alemania [caps. 129-139]. Muchas aventuras retoman motivos típicos del repertorio artúrico: el socorro a la mujer menesterosa (la reina de Durón [cap. 47-75]), la lucha contra gigantes o salvajes [caps. 64, 87 y 79], el duelo para poner fin a una mala costumbre [cap. 25, 87, 118], el duelo judicial en defensa de la mujer acusada injustamente [cap. 40]. Pero muchos son los episodios militares que, aunque ya presentes y codificados en libros de caballería anteriores o en la memorialística histórica, describen hechos que podrían ser tomados de la realidad contemporánea. Merece la pena detenerse en algunos ejemplos de original desarrollo para sopesar las innovaciones que la novela es capaz de aportar.

La función y los rasgos principales de la primera aventura de Lepolemo, el desafío del Alcadi Hamet [cap. 18], corresponden a la primera de Amadís (el duelo con Dardán el soberbio [cap. 13]); -el encuentro del caballero novel con un adversario especialmente fuerte y traidor sirve para acreditar al joven en la corte en que está hospedado, procurándole el máximo respeto y agradecimiento. Pero la aventura de Lepolemo presenta unas motivaciones mucho más realistas y actuales: el hermano cuya muerte el Alcadi Hamet quiere vengar, resulta haber sido ladrón y corsario de mar, y la aventura, sin tener ecos míticos o fabulosos, se resuelve en el epílogo de una ordinaria operación de policía marítima.

A veces la narración se desarrolla con tanta viveza y riqueza de pormenores que comunica una energía singular. La condición en que se encuentran Lepolemo y el príncipe Zulema en los caps. 28-29 -prisioneros de sus enemigos y condenados a morir en el cadalso- corresponde exactamente a la que sufre Trineo en un episodio del Palmerín [cap. 153]. Pero mientras allí la situación que roza el máximo peligro se resuelve con la intervención mágica de un deus ex machina (el sabio Muça libera a Trineo provocando un fuerte temporal que confunde a los enemigos), aquí el relato está muy bien amplificado y la liberación se desarrolla en modo detallado y creíble: los dos héroes, tomados a traición y prisioneros en una torre, gracias a la complicidad de un moro honesto y a la presencia de un capellán cristiano, consiguen huir del patíbulo justo a tiempo y se refugian en un castillo que resiste al asedio hasta la llegada de las tropas enviadas por el Sultán. Vemos pues como motivos ya presentes en otros libros de caballerías tienen, en el Caballero de la Cruz, una realización cuidada, que les confiere un mayor grado de verosimilitud y viveza.

Una mención merece también la fuerte personalidad del ama Platinia, que a pesar de ser un personaje bajo, revela cualidades originales de inteligencia y habilidad, manteniendo sangre fría, lucidez y dignidad en los momentos peligrosos del rapto y del cautiverio, mejorando su posición con su actitud trabajadora, consiguiendo dar a los niños una educación cristiana y conservando el secreto de la identidad del príncipe hasta cuando se transforma en un obstáculo para su felicidad. Platinia, además, en el contexto racionalizado de esta obra, cumple la función de la sabia maga y protectora, y constituye una figura clave de ayudante que socorre al protagonista en los momentos cruciales de su biografía, no sólo en el desamparo de su niñez, sino también en la agnición, pues con su intervención determina el reconocimiento de Lepolemo como príncipe de Alemania y le hace posible el matrimonio deseado.

Sorprendente es también el episodio de los salvajes [cap. 79], no tanto por los motivos que componen su representación13, sino sobre todo por el giro cómico que toma la solución del episodio y por el curioso uso de la magia por parte del caballero el cual, hecho todo lo posible para salir de apuros gracias a la fuerza guerrera, recurre a un remedio especial, una receta mágica que le permite desplazarse, sustituyendo sus cuerpos con unas apariencias contra las cuales los salvajes siguen peleando inútilmente, observados a salvo por los caballeros que se parten de risa.




Comicidad y seriedad

En efecto en la obra encontramos un curioso desarrollo del elemento cómico, muchas veces dependiente de la presencia de la magia. Además del sabio Xartón, son dos los personajes que manejan poderes mágicos y, curiosamente, ambos son esforzados caballeros: el gigante Trasileón -que encanta a sus enemigos cuando ponen pie en su isla- y el mismo Lepolemo. El hecho de que el protagonista aprenda el arte mágico del sabio protector es elemento de indudable originalidad: los magos normalmente ofrecen predicciones, regalan anillos y espadas encantadas, pero mantienen el monopolio de su arte. En este caso el caballero se apropia del saber del sabio y lo utiliza por su cuenta en varias ocasiones, mientras Xartón, a parte la dedicación a su trabajo historiográfico, no vuelve a aparecer como ayudante. Al comienzo la magia es un recurso secundario, del cual el caballero se sirve cuando la fuerza guerrera no puede resolver la situación, como en el antes mencionado episodio de los salvajes. Lo mismo sucede en otro paso, donde lo cómico se vuelve grotesco y produce una risa baja, de carnaval14: Lepolemo consigue huir de una fortaleza encantando a sus carceleros, obligándolos a danzar sin parar. La escena culmina en el momento en que «en saliendo por la puerta del castillo, assí hombres como mugeres, todos alçaron las haldas detrás y se las pusieron en las cabeças de tal manera que hazían una suzia y graciosa vista», tanto que «no avía persona que los viesse por el camino que no pensasse quebrar el cuerpo de risa» [cap. 120, fol. CVIII r.º].

Si en los dos casos anteriores Lepolemo había sido, de alguna manera, obligado a usar las artes mágicas, el despliegue de su habilidad se va haciendo cada vez más gratuito y llega a ser exclusivamente un artificio festivo creador de situaciones casi teatrales que pretenden divertir a los cortesanos. El episodio de la entrada en París [cap. 141] está vagamente motivado por una necesidad, la de desembarazar el camino de la muchedumbre: Lepolemo hace aparecer un bosque lleno de bestias feroces que provocan la huida ridícula de los espantados aldeanos y los gestos de coraje del gigante Trasileón, cómicos en su inutilidad. En la fiesta que Lepolemo organiza para complacer a Andriana [cap. 147] todo ya es artificio festivo y burla gratuita: un palacio encantado y una fuente maravillosa aparecen y desaparecen, provocando la admiración de todos los cortesanos y la risa por las bromas gastadas a los criados, engañados por las simulaciones15. En estos dos episodios la risa, generada por burlas inocuas y bastante ingenuas, es grosera si bien aristocrática, pues son los caballeros y las damas quienes se ríen de la confusión y la vergüenza de sus servidores.

La magia, pues, nunca comporta algo oscuro y perturbador, sino que siempre se utiliza para bien y en contextos serenos y divertidos ([Xarton] «era hombre de buena condición y criança que jamás con su arte hizo enojo a nadie» [fol. XLVI v.º]).

Hay en el libro otro registro en que se expresa el humor: el de los motes cortesanos. En la vida cortesana, la presteza y la finura con que un caballero responde agudamente a la ocurrencia de un amigo es una aptitud de gran estima, como la habilidad en la danza o la competencia musical. Muchas veces las frases graciosas se gastan entre hombres, para subrayar una relación de compañerismo masculino; otras, entre mujeres, para subrayar una análoga complicidad16. En ambos casos, se utiliza frecuentemente el campo metafórico de la guerra. Basten un par de ejemplos: al recibir Abdallafirol al victorioso Lepolemo finge rendirse y entregarle las llaves de la ciudad [cap. 59]; cuando se recibe a Platinia en la corte de Francia, ésta finge entregarse como rehén a Andriana17.

De lo que hemos visto, resulta la imagen de una novela alegre y divertida, donde no se pone freno a lo maravilloso y se abunda en elementos cómicos y humorísticos. Pero el Caballero de la Cruz es, sobre todo, un libro serio, un libro cuyo propósito principal no es sólo ofrecer un agradable pasatiempo, sino narrar la biografía de un caballero ejemplar tanto en la paz y como en la guerra. Es éste el aspecto que la crítica ha subrayado hasta ahora, poniendo en primer plano el mensaje cristiano y realista de la obra. En efecto, nuestro texto consigue un equilibrio extraño al hacer que la argucia cortesana y la fantastiquería mágico-cómica amenicen un fondo mucho más serio y sobrio.

Ya hemos considerado el escaso desarrollo del tema amoroso, la falta de monstruos y castillos encantados, de aventuras gratuitas y de elegantes torneos. Predominan en cambio los episodios de guerra donde Lepolemo se comporta más como capitán que como caballero andante. Es de notar, sobre todo, que los episodios bélicos son sumamente realistas y que, a pesar de la total ausencia de armas de fuego, se insiste en el uso de estrategias y tácticas militares, acciones en las que Lepolemo demuestra prudencia y racionalidad admirables18. Éste es otro aspecto que acerca nuestra obra a novelas como el Tirant, el Esplandián y el Floriseo, textos en los que también destaca el aspecto realista y militante19. Se pone en acto, de esta manera, una inversión de los antiguos valores caballerescos, valores superados y poco adecuados para momentos en que la guerra requiere más inteligencia que caballerosidad y escrúpulos20.

El Caballero de la Cruz se presenta así como un verdadero manual, no ya de un caballero andante sino de un nuevo tipo de héroe, más concreto y adherente a la realidad de su época. Un héroe que encarna los valores fundamentales de la lealtad irreductible y de la constancia en la fe, que adquiere honor en la batalla gracias a sus dotes de capitán y estratega; que más que de osadía individual está dotado de educación cortesana y diplomática, de argucia y amenidad de trato21. En la novela muchos son los personajes de conducta intachable y no todos son cristianos. La certeza de la superioridad de la fe cristiana permite aún idealizar las relaciones con el Islam; se percibe, más que un ideal de cruzada, una fuerte voluntad de tolerancia.

En el libro se proyecta la imagen de una caballería perfecta que no dista mucho del ideal del Cortesano de Castiglione. Se retrata un mundo embellecido, pero no totalmente fantástico. Se trata de una novela en la cual un caballero noble -espejo de valor, cortesía y virtudes morales- pasa a ser el capitán más famoso de la cristiandad y finalmente resulta ser el hijo de un emperador alemán llamado Maximiliano. Una historia, en verdad, que no debió haber sonado demasiado inverosímil al lector de la tercera década del siglo XVI.

En conclusión, el Lepolemo es un libro sensato, alegre y positivo. A pesar de la condena en el Quijote («tras la cruz está el diablo; vaya al fuego» [I; 6]), este extraño libro de caballerías se podría erigir en ejemplo realizado del ideal que Cervantes propugnara en el prólogo a sus Novelas ejemplares: una narración fingida que, sin ser deshonesta, consiguiera alegrar y divertir, y de la que se pudiera sacar un fruto provechoso. El sobrio optimismo de su contenido, unido al placer de una escritura fluida, una sintaxis suelta y una buena trabazón narrativa, pueda quizás explicar el éxito duradero de esta novela.






El Leandro el Bel

El título de la continuación del Lepolemo es tan elocuente que merece la pena citarlo por entero:

Libro Segundo del esforzado Caballero de la Cruz, Lepolemo, príncipe de Alemaña. Que trata de los grandes hechos en armas del alto príncipe y temido caballero Leandro el Bel su hijo, y del valiente caballero Floramor su hermano, y de los maravillosos amores que tuvieron con la muy hermosa princesa Cupidea de Constantinopla, y de las peligrosas batallas que no conociéndose ovieron; y de las extrañas aventuras y maravillosos encantamientos que andando por el mundo acabaron, junto con el fin que sus extraños amores ovieron. Según lo compuso el sabio rey Artidoro en lengua griega.

No se anuncia la historia de un solo caballero, sino la de dos hermanos, que se enamorarán de la misma mujer y por su amor se desafiarán sin conocerse. Se deduce también que, entre extrañas aventuras y maravillosos encantamientos, su rivalidad en amor encontrará una solución, gracias a la intervención del sabio Artidoro que, siendo el historiador, será el encantador que protege al protagonista, como en los libros de caballerías suele suceder.

La total diversidad entre los dos libros fue notada ya por Pascual de Gayangos22: en su opinión el Lepolemo, por su austeridad y prosaísmo, resultaba «un libro de caballerías rebajado», mientras la continuación volvía a las aventuras fantásticas y a los encantamientos maravillosos. En efecto, el Leandro el Bel se presenta decididamente como un libro de entretenimiento, donde prevalece la historia de amor y de aventura y se asiste a un gran despliegue de medios mágicos.

Se trata de un libro poco estudiado: el único ensayo crítico que se le dedicó modernamente, el de Henry Thomas, se limita a una comparación entre la versión española y la italiana, con el intento de establecer cuál de las dos sea el original23. Basándose en varios argumentos (por ejemplo una pretendida mayor claridad del texto italiano en varios puntos; la presencia de versos en italiano donde en español hay prosa; algunos nombres propios), Thomas quiso demostrar la prioridad de la versión italiana y, contra la opinión de los bibliógrafos anteriores, atribuyó el original a Pietro Lauro (Venecia, Michele Tramezzino, 1560) obra de la cual la versión española (Toledo, Miguel Ferrer, 1563) resultaría ser una traducción. Nadie hasta ahora ha contestado la opinión de Thomas, pero quizá haya llegado el tiempo de ponerla en discusión. Las pruebas traídas por el estudioso inglés no son definitivas y, a la lectura comparada, muchos indicios pueden contribuir a formar una opinión contraria. En nuestras investigaciones, la fuerte sospecha que el español sea el original se va reforzando cada vez más. La demostración, que aparecerá en un próximo trabajo, no cabe en estas breves páginas; pero estamos convencidos que el Leandro el Bel es un libro de caballerías castellano, obra original escrita por Pedro de Lujan, autor del Don Silves de la Selva -12.º de Amadís- (1546) y de los Coloquios matrimoniales (1550), como resulta (aunque veladamente) de la dedicatoria del Leandro a don Juan Claros de Guzmán, conde de Niebla, primogénito de don Juan Alfonso de Guzmán, duque de Medina-Sidonia24.

Además, dado que este joven noble murió prematuramente en enero de 1556, estamos propensos a anticipar la fecha de composición de la obra: no es imposible que existiera una edición, actualmente perdida, anterior al 1556, la cual pudo circular en Italia antes de 1559, cuando, para el editor Tramezzino, la tradujo Pietro Lauro, que anteriormente había traducido el Lepolemo25. El argumento es el siguiente:

El sabio Artidoro, que sabe por su arte que el hijo de emperador Lepolemo, Leandro, habría sido en peligro a causa de una doncella, lo rapta recién nacido y lo lleva a vivir con otros cinco donceles en su palacio encantado en la Isla Bella. Los emperadores se consuelan con el nacimiento de otros dos hijos gemelos, Floramor y Florismena. A corte de Alemaña se presenta el moro Xartón, que se hace cristiano con gran solemnidad. Artidoro conduce Leandro y los donceles hasta Constantinopla, para que el emperador los arme caballeros, navegando con una embarcación maravillosa, el Castillo de Cupido, en el cual Leandro se enamora mágicamente de la imagen de la infanta Cupidea. En la ceremonia, el joven adquiere una espada encantada y, en presencia de la amada, afronta victoriosamente su primer duelo con el gigante Fornafeo. Mientras tanto, Floramor va en busca de aventuras y se enamora también de la imagen de Cupidea. Empieza así la rivalidad entre los dos hermanos, que se llaman respectivamente Caballero de Cupido y Caballero de las Doncellas, rivalidad que terminará, después de varias aventuras y enfrentamientos, gracias al filtro mágico de Artidoro: Floramor, desamorado de Cupidea, se enamorará de Clavelinda de Hungría. Varias aventuras, como la liberación de los emperadores de Constantinopla raptados por unos gigantes, el socorro a la reina de Ircania y sobre todo las pruebas maravillosas de la Venganza de Amor y de la Torre de Cupido, entretienen a los dos caballeros, que volviendo triunfadores a Constantinopla pueden por fin visitar detenidamente a sus amigas. Leandro, con nuevas armas y un barco encantado facilitado por Artidoro (bajo el nombre de Caballero de la Extraña Barca) salva otra vez al emperador, acabando la aventura de la Isla Serpentina; y finalmente ambos caballeros vuelven a encontrar a sus padres, liberándolos de un gigante traidor y volviendo por fin a Constantinopla. Entretanto ha nacido otra generación de infantes, que serán criados por los Siete Sabios de la Isla Perdida, mientras se prepara la guerra con Tartaria.

El Leandro es un libro de caballerías de la época de la madurez, cuando ya los autores tienen una clara conciencia de los recursos del género y pueden componer nuevas tramas eligiendo materiales de un repertorio de motivos rico y bien establecido. En la estructura y en los episodios del Leandro nada es nuevo, todo tiene un precedente en el género; el autor pudo componer una obra original montando piezas ya experimentadas, y su arte fue saberlas asociar con buena coherencia y cierta elegancia. Un buen recurso estructurante fue la duplicación de los protagonistas, que le permitió contar las aventuras del uno y del otro mezclándolas para conseguir cierta variedad; le consintió también prospectar unas aventuras que, afrontadas sucesivamente por ambos, sirvieran para medir sus fuerzas respectivas, exhibiendo la superioridad del primogénito (31, 36, 41); y sobre todo le facilitó el tema de la rivalidad en amor, con las consiguientes colisiones (caps. 26, 34, 42, 63) y la satisfactoria solución de la transformación del odio entre rivales en amor entre hermanos (64 y 82).

El otro fundamento de la novela es el papel de la magia, que rige en gran medida los destinos de los personajes. El sabio Artidoro, verdadero factótum, no solo conoce el futuro de Leandro, sino lo determina, siendo él que lo rapta alejándolo de sus padres, que lo hace crecer con un grupo de coetáneos robados para ese propósito, que decide cuándo y cómo armarle caballero y sabe todo de su predestinación amorosa y de la consiguiente desilusión del hermano (caps. 12 y 18). Ofrece incluso los medios de transporte mágicos que permiten viajar oportunamente; y contribuye además al desenlace con intervenciones de deus ex machina en el desenamoramiento de Floramor y en la agnición con el duelo encantado entre Leandro y Lepolemo (82). Se puede decir, pues, que sin magia no habría nudo ni desenlace, o sea, no habría historia alguna. Sobre todo, mucho del atractivo de la novela se basa el las maravillas de unos palacios o embarcaciones encantados que, amplificando las potencialidades de lo que había sido la Serpiente de Urganda (Amadís-Esplandián) crean unos aparatos espectaculares dignos de unas fiestas imperiales. Merece una referencia por lo menos el Castillo de Amor (caps. 19-21, 80), formado por cuatro torres alegóricas, una por cada esquina (la de la Castidad, la de la Desesperación de amor, la del Descanso de amor, y la del Fuego amoroso) mientras en el jardín central se eleva el Castillo de Cupido, en el cual se ve el mundo en todos sus detalles, y cada amante puede ver a su amada. El castillo además funciona como embarcación mágica, que lleva sus huéspedes navegando en total comodidad26.

Otros aspectos, en cambio, resultan mucho más prosaicos y modernos. Por ejemplo el duelo entre el Caballero de Cupido y el de las Doncellas, una noche, en una calleja, debajo de las ventanas del palacio de Cupidea, pelea que empieza entre los dos rivales que se afrontan casi desarmados, y acaba en una riña colectiva a la que acude mucha gente, tanto que al final quedan diez muertos en el suelo, y debe presentarse personalmente el emperador para apaciguar los ánimos (cap. 44). El contexto urbano y la participación de una multitud plebeya tiñen el episodio de una tonalidad nueva, semejante a tantas escenas a las que asistiremos en teatro en los siglos siguientes27.

El Leandro el Bel es, pues, una obra que encaja completamente dentro de las convenciones del género. Sin embargo, al fin de evitar la repetición, se nota la tendencia a enriquecer la ficción con una decoración hiperbólica, producida por la majestuosidad y complicación de los artificios mágicos. Al mismo tiempo ciertos comportamientos burgueses de los protagonistas, inadvertidos quizás por el autor, delatan una cercanía a los lectores que ya no son unos pocos nobles, sino el público moderno de las ciudades europeas.





 
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