| Ah! little think the gay
licencious proud, | | | | Whom pleasure, power and affluence
sorround... | | | |
Ah! little think thy, while thy dance
along... | | | | How many piue?... How many drink the
cup | | | |
Of baleful grief!... How many
shake, | | | |
with all the fiercer tortures of the
mind! | | |
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(THOMPSON'S SEASONS-The Winte.) |
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La parte meridional de la ciudad de Aosta
hállase casi desierta y parece no haber estado nunca muy poblada. Hay en
ella campos cultivados y praderas que limitan de una parte los amurallados que
los romanos edificaron para servirles de fortificación, y de otra, los
vallados de algunos jardines. Tan aislada situación puede, no obstante,
interesar al viajero. Junto a la puerta de la ciudad ofrécense las
ruinas de un antiguo castillo, en el que, a tener en cuenta la tradición
popular, el conde Renato de Chalans, a impulso del furor y la pasión de
los celos, dejó morir de hambre, allá por el siglo XV, a su
esposa la princesa María de Braganza. De ahí el nombre de
Bramafam -que significa grito de hambre-, dado
al castillo por las gentes del lugar. Esta leyenda, cuya autenticidad
podría ponerse en duda, da interés a las ruinas para las personas
sensibles que creen en ella. |
Más lejos, a un centenar de pasos,
yérguese una torre de forma cuadrada, adosada al antiguo muro romano y
construida con el mármol de que antaño estaba éste
totalmente revestido. Llamósele la
Torre del terror porque los moradores del
pueblo han creído durante mucho tiempo que estaba habitada por espectros
y aparecidos. Las mujeres más ancianas recuerdan perfectamente haber
visto salir, valiéndose de la oscuridad de la noche, a una mujer blanca
llevando una luz en su diestra. |
Hará quince años que la
torre fue reedificada por orden del Gobierno y rodeada de un cerco de piedra
para servir de albergue a un leproso, separándole así del trato
de los demás hombres y proporcionándole cuantas comodidades eran
compatibles con su triste situación. El Hospital de San Mauricio se
encargó de su alimentación, y se le dieron algunos muebles y
algunos instrumentos de laboreo con que poder cultivar su jardín. Y
allí vivía desde hacía mucho tiempo, sin ver a nadie
más que al sacerdote que de vez en cuando acudía a confortarle
con los auxilios espirituales y al hombre encargado de llevarle todas las
semanas los alimentos que el hospital le daba. |
Durante la guerra de los Alpes, en el
año 1797, un militar que a la sazón se hallaba casualmente en la
ciudad de Aosta acertó a pasar por las inmediaciones del jardín
del leproso; halló la puerta entreabierta y, acicateado por la
curiosidad, entró. Encontró a un hombre sencillamente vestido
apoyado junto a un árbol y sumido en profunda meditación. Al
ruido que hizo al entrar el oficial, el solitario, sin volverse y sin mirar,
preguntó con voz triste: |
-¿Quién está
ahí y qué quiere de mí el que sea?... |
-Perdonad a un extranjero -contestó
el militar-. La agradable vista de vuestro jardín ha sido causa de que
yo cometa acaso una indiscreción. Pero en modo alguno quiero turbar
vuestro reposo. |
-No lleguéis hasta mí
-repuso el habitante del torreón haciendo una seña con la mano-,
no lleguéis hasta mí; tenéis ante vos a un desdichado
atacado por la lepra. |
-Sea cual fuere vuestro mal
-replicó el viajero-, no me iré; jamás he huido de los
desgraciados; no obstante, si mi presencia os importuna, pronto estoy a
retirarme. |
-Bien venido seáis -dijo entonces
el leproso volviéndose de repente-, y quedaos aquí cuanto tiempo
gustéis, si es que os atrevéis a ello luego de haberme visto. |
El militar quedó por algunos
momentos mudo de terror ante el espectáculo de aquel desdichado, que la
lepra había desfigurado totalmente. Luego añadió: |
-Me quedaré gustoso si os es grata
la visita de un hombre a quien la casualidad ha traído hasta
aquí, pero a quien sujeta a vuestro lado un decidido interés. |
EL LEPROSO.-
¡Interés!... Jamás
he inspirado más que compasión.
|
EL MILITAR.-
Me juzgaría muy dichoso si
pudiera ofreceros algún consuelo.
|
EL LEPROSO.-
Ya lo es, y grande, el ver a un hombre y
oír la voz humana, que parece querer huir de mí.
|
EL MILITAR.-
Permitidme, pues, que converse con vos
algunos instantes y recorra vuestra vivienda.
|
EL LEPROSO.-
Con mucho gusto, si ello os proporciona
algún placer -y al decir esto el leproso se cubrió la cabeza con
un ancho fieltro, cuyas alas caídas sombrearon su rostro-. Pasad
-añadió-, pasad por aquí. Como veis, cultivo este
pequeño macizo de flores, que quizá os agraden...;
encontraréis en él algunos ejemplares bastante raros; me he
procurado las semillas de todas las plantas que se dan en los Alpes y he
tratado de aumentar su tamaño y embellecer sus formas y matices a fuerza
de cuidados.
|
EL MILITAR.-
En efecto; veo algunas flores
absolutamente desconocidas para mí.
|
EL LEPROSO.-
Fijaos en este rosal; es el rosal sin
espinas, que no vive más que en los altos Alpes; pero va perdiendo esta
rara condición y llenándose de aceradas púas a medida que
se cultiva y se propaga su crecimiento.
|
EL MILITAR.-
Debiera ser el emblema de la
ingratitud.
|
EL LEPROSO.-
Si os agradan algunas de estas flores,
cogedlas sin temor, que no corréis el menor peligro
llevándooslas. Las he sembrado y gozo regándolas y
viéndolas, pero no las toco jamás.
|
EL MILITAR.-
¿Por qué?
|
EL LEPROSO.-
Temo mancillarlas y no poder ofrecerlas
a nadie.
|
EL MILITAR.-
¿A quién las
destináis?
|
EL LEPROSO.-
Los que del Hospital vienen a
aprovisionarme gustan de hacerse ramilletes con ellas. Algunas veces los
niños del pueblo llegan hasta la puerta de mi jardín. Entonces,
ante el temor de asustarlos o hacerles daño, me encierro en lo alto de
mi torre, y desde mi ventana los veo juguetear y hurtarme algunas flores.
Cuando se van, me miran y me dicen riendo: «Buenos días,
leproso», y esto me regocija un tanto.
|
EL MILITAR.-
Habéis sabido reunir muchas
plantas diferentes; allí veo un viñedo y árboles frutales
de distintas especies.
|
EL LEPROSO.-
Los árboles son todavía
nuevos. Los he plantado yo, lo mismo que el viñedo que llega a lo alto
del antiguo muro que veis. El muro es ancho y me sirve de paseo; es mi lugar
favorito... Subamos a estas piedras; como veis, forman una escalera, que
también he construido yo... Apoyaos en la pared.
|
EL MILITAR.-
¡Oh! ¡Precioso recinto..., y
qué bien dispuesto está para las meditaciones de un
solitario!...
|
EL LEPROSO.-
Por eso es uno de mis amores. Desde su
altura veo el campo que me rodea y los labradores en sus faenas. Atisbo cuanto
se hace en las praderas y, en cambio, no soy visto por nadie.
|
EL MILITAR.-
Es admirable lo tranquilo y aislado de
este retiro. Se vive en una ciudad y, sin embargo, se creería morar en
un desierto.
|
EL LEPROSO.-
No siempre se encuentra el aislamiento
en los bosques o entre las rocas. El desgraciado está siempre solo.
|
EL MILITAR.-
¿Y qué acontecimientos o
circunstancias de la vida os han traído a este retiro? ¿Sois de
este país?...
|
EL LEPROSO.-
Yo he nacido junto al mar, en el
principado de Oneille. Vivo aquí hace quince años. En cuanto a mi
historia, es una serie no interrumpida de calamidades.
|
EL MILITAR.-
¿Y habéis vivido siempre
solo?...
|
EL LEPROSO.-
Perdí a mis padres siendo muy
niño y no tuve tiempo de conocerlos. Una hermana que me quedaba
murió hace dos años. Jamás he contado con un solo
amigo.
|
EL MILITAR.-
¡Desdichado!
|
EL LEPROSO.-
Son los designios de Dios.
|
EL MILITAR.-
¿Cómo os
llamáis?
|
EL LEPROSO.-
¡Mi nombre es terrible! Me llamo
El Leproso. Ignórase cuál sea
el apellido que por mi familia me corresponde y cuál el nombre que la
religión me dio el día de mi nacimiento. No soy más que
El Leproso... He ahí el único
título que puedo ofrecer a la benevolencia de los hombres...
¡Ojalá ignoren eternamente quién soy!
|
EL MILITAR.-
Y la hermana que perdisteis,
¿vivía con vos?
|
EL LEPROSO.-
Cinco años vivió conmigo
en esta morada donde nos hallamos. Tan desgraciada como yo, conmigo
compartía mis penas, procurando yo aminorar las suyas.
|
EL MILITAR.-
Y en tan espantosa soledad, ¿en
qué ocupáis vuestro tiempo?
|
EL LEPROSO.-
Los pormenores de los quehaceres de un
solitario no pueden por menos de parecer monótonos a un hombre de mundo,
que encuentra su dicha en la actividad de la vida social.
|
EL MILITAR.-
¡Oh! ¡Qué poco
conocéis ese mundo, en el que no encontré nunca la felicidad! Por
gusto me abstraigo muchas veces y me convierto también en un solitario.
Quizá entre nuestras ideas haya más analogía de la que
suponéis... Sin embargo, confieso que un aislamiento tan continuo me
espanta y me cuesta trabajo imaginarlo.
|
EL LEPROSO.-
La
Imitación de Cristo nos lo dice:
«El que ama su celda encontrará la paz...» Os aseguro que
empiezo a comprender la verdad y el consuelo de tales palabras. El sentimiento
de la soledad se suaviza también con el trabajo. El hombre que trabaja
no es nunca desgraciado por completo; yo soy la prueba de ello. Durante la
estación calurosa, el cultivo de mi jardín y de mi huerto me
ocupa bastante; en el invierno fabrico cestos y esteras; me confecciono mis
vestidos, condimento mis comidas con lo que del Hospital me traen y,
finalmente, con la oración lleno las horas que me dejan libres mis
trabajos. El año transcurre y, cuando ha pasado, aún me parece
que ha sido demasiado corto.
|
EL MILITAR.-
Siendo así que debiera pareceros
un siglo...
|
EL LEPROSO.-
Los males y los pesares hacen las horas
interminables, pero los años vuelan siempre con igual rapidez. Pero aun
en el último término de la desgracia existe un goce que la
mayoría de los hombres no puede apreciar y que quizá os parezca
extraño... Es el de respirar... El de existir... Días enteros
paso en verano sobre esta plataforma, gozando inmóvil del ambiente y de
la hermosura de la Naturaleza. Todas mis ideas son entonces vagas, imprecisas;
la tristeza se pone sobre mi corazón, sin deprimirlo; mis ojos recorren
los campos y las rocas en derredor; sus varios aspectos han quedado tan
impresos en mi memoria, que son ya como algo de mí mismo, y en cada
punto reconozco a un antiguo amigo, a quien con igual placer veo
diariamente.
|
EL MILITAR.-
También yo he sentido parecidas
sensaciones. Cuando el dolor se apodera de mí y no encuentro en el
corazón de los hombres lo que el mío busca, hallo en la
contemplación de la Naturaleza un poderoso alivio. Entrego mi afecto a
los árboles y a las rocas, y me figuro que todos los seres de la
creación son amigos que Dios me ha dado.
|
EL LEPROSO.-
El oíros me anima a explicaros lo
que a mi vez siento yo. Quiero entrañablemente a los objetos, que son
como los compañeros de mi vida a quienes de continuo veo. Por las
tardes, anochecido, antes de retirarme en la torre, me despido de los
ventisqueros de Rhème. Aun cuando el divino poder se muestra por igual
en la creación de una hormiga que en la del Universo entero, sin
embargo, el admirable espectáculo de las montañas sobrecoge con
más fuerza mis sentidos. No puedo ver esas masas enormes eternamente
cubiertas de hielo sin experimentar una estupefacción llena de religioso
misticismo. Y en este magnífico espectáculo que me rodea tengo
lugares predilectos, sitios por los que siento decidida preferencia, como esa
ermita que se ve allá lejos sobre la altura de Charvensod. Abandonada y
sola entre los bosques, junto a un campo desierto, recibe los últimos
rayos del sol poniente, y aun cuando no he estado nunca allí,
experimento un placer singular en verla. Al declinar la tarde, sentado en mi
jardín, mis ojos buscan la ermita solitaria y mi imaginación
descansa en ella. Ha llegado a ser como algo mío, y se me antoja que una
confusa reminiscencia me dice que he vivido allá en tiempos remotos y
felices, cuyo recuerdo se ha borrado en mi mente. Me encanta sobre todo
contemplar las lejanas montañas que se confunden con el cielo en el
horizonte. Como el futuro, la lejanía despierta en mí el
sentimiento de la esperanza. Mi corazón oprimido cree que acaso exista
una tierra muy lejana, donde en tiempo venidero gustaré la felicidad que
tanto anhelo y que un secreto instinto me representa sin cesar como
posible.
|
EL MILITAR.-
Con un alma tan exaltada como la vuestra
os habrá costado, sin duda, mucho trabajo resignaros al Destino y no
entregaros a la desesperación.
|
EL LEPROSO.-
Os engañaría si os dijese
que de continuo me resigno con mi suerte; no he logrado esa abnegación
de sí mismo a que han llegado algunos anacoretas. Ese sacrificio
completo de todos los afectos humanos no lo he cumplido todavía. Mi vida
es una constante lucha del espíritu, y el poderoso consuelo de la
religión no es siempre bastante a reprimir los alientos de mi
imaginación, que me arrastra muchas veces a un océano de
quiméricos deseos, volviéndome hacía el mundo, del que
nada sé y cuya fantástica imagen constantemente me atormenta.
|
EL MILITAR.-
Si pudiera enseñaros mi alma y
daros del mundo la idea que yo tengo, seguramente que vuestros deseos y pesares
se desvanecerían como por encanto.
|
EL LEPROSO.-
En vano algunos libros han tratado de
convencerme de la perversidad de los hombres y de las desventuras que
atormentan sin remedio a la humanidad. Mi corazón se resiste a creerlos.
Represéntome de continuo sociedades de amigos sinceros y virtuosos,
uniones de esposos bien avenidos, que la salud, la juventud y la fortuna colman
de venturas. Me los figuro vagando juntos por suaves umbrías, más
verdes y lozanas que las que aún me prestan sombra, bañados por
un sol más luminoso que el que a mí me alumbra. Su suerte,
entonces, me parece tanto más digna de envidia cuanto más
miserable es la mía. Cuando la primavera llega y las brisas del Piamonte
corren por nuestro valle, siento que penetra en mi ser su cálido
alimento vivificador y, a mi pesar, me estremezco. Nace en mi alma un deseo
inexplicable y percibo el sentimiento confuso de una inmensa felicidad de que
podría gozar y que me está velada. Huyo entonces de mi celda y me
lanzo a los campos a respirar más libremente. A todo trance procuro ser
visto por esos hombres a quienes mi corazón ansía encontrar, y
desde lo alto de la colina, agazapado entre la maleza como bestia salvaje, mis
ojos contemplan la ciudad de Aosta. De lejos veo con mirada curiosa sus felices
moradores, que apenas me conocen, les tiendo mi mano doliente e imploro de
ellos mi parte de felicidad. En mis ciegos arrebatos, ¿a qué
negarlo?, he estrechado entre mis brazos a los árboles del bosque; he
pedido a Dios que los animara, creando un amigo para mí. Pero los
árboles siguen mudos, y la frialdad de su corteza me repele. Nada tienen
de común con mi corazón, que palpita. Rendido y fatigado de la
vida, torno entonces a mi guarida, cuento a Dios mis sufrimientos y en el rezo
únicamente hallo un lenitivo al dolor de mi alma.
|
EL MILITAR.-
¡Y así, desventurado amigo,
sufrís a un tiempo los males del alma y del cuerpo!
|
EL LEPROSO.-
¡Y no son los últimos los
más crueles!
|
EL MILITAR.-
¿Os dan a veces un momento de
descanso?
|
EL LEPROSO.-
Todos los meses mis dolores aumentan y
disminuyen con el curso de la Luna. Cuando crece, de ordinario sufro
más; la enfermedad se alivia luego y parece tomar un nuevo aspecto. Mi
piel se deseca y blanquea; apenas siento los efectos de mi padecimiento, que
sería siempre soportable si no fuera por los terribles insomnios que me
causa.
|
EL MILITAR.-
¿Cómo? ¡Hasta el
sueño os abandona!
|
EL LEPROSO.-
¡Ah! ¡Los insomnios!
¡Los insomnios!... No podéis figuraros cuán larga y triste
es la noche cuando el desgraciado no puede cerrar sus ojos, con la
imaginación fija en una espantosa situación y un porvenir sin
esperanza. Nadie puede comprenderlo. Mi inquietud aumenta a medida que la noche
avanza, y cuando está próxima a terminar, mi agitación es
tanta, que no sé ya qué hacerme; mis ideas se confunden, siento
una emoción extraordinaria, que sólo hallo en mí cuando
llega ese momento fatal. Ora me parece que una fuerza irresistible me arrastra
a un abismo sin fondo, ora sombras y manchas negras se presentan ante mi vista.
Me fijo en ellas y, de repente, se entrecruzan con la celeridad de un
relámpago, se acercan a mí, se hacen inmensas, y pronto se
convierten en montañas que me sepultan bajo su peso. Otras veces son
nubes que salen de la tierra alrededor de mí, como olas que van
creciendo y amenazan tragarme, y cuando pretendo levantarme para ahuyentar esas
ideas, siento como si unos lazos invisibles me tuvieran sujeto, destruyeran mis
fuerzas. Creeréis acaso que son sueños, pesadillas. No; estoy
despierto. Veo sin cesar los mismos objetos, y todo me infunde una
sensación de horror que sobrepuja a los demás dolores.
|
EL MILITAR.-
Acaso la fiebre sea la que durante los
insomnios os cause esa especie de delirio.
|
EL LEPROSO.-
¡Creéis acaso que la
fiebre!... ¡Oh!, ¡bien quisiera que fuese verdad! Temía que
tales visiones fuesen síntomas de locura, y os aseguro que eso me
producía gran inquietud... Dios quiera que, como decís, no sean
más que los efectos de la fiebre.
|
EL MILITAR.-
Me interesáis
extraordinariamente. Confieso que nunca hubiese podido concebir la idea de una
situación como la vuestra. Pero pienso que debíais llevar una
existencia menos triste cuando vivía vuestra hermana.
|
EL LEPROSO.-
Sólo Dios sabe lo que he perdido
con la muerte de mi hermana. Pero ¿no tenéis miedo de estar tan
cerca de mí? Sentaos aquí, sobre esta piedra... Yo me
colocaré tras el follaje y podremos hablar sin vernos.
|
EL MILITAR.-
¡Sin vernos! ¿Por
qué?... No; no quiero que me dejéis...; sentaos junto a mí
-y diciendo esto, el viajero hizo un movimiento involuntario para estrechar la
mano del leproso, que éste retiró vivamente.
|
EL LEPROSO.-
¡Qué imprudencia!
¡Ibais a cogerme la mano!...
|
EL MILITAR.-
Con el mayor gusto la hubiese
estrechado.
|
EL LEPROSO.-
Por primera vez en mi vida hubiese
experimentado semejante felicidad. Mi mano no la ha estrechado nunca nadie.
|
EL MILITAR.-
¿Cómo? Salvo la hermana de
que antes me hablabais, ¿no habéis tenido relación con
nadie? ¿No habéis sido amado por ninguno de vuestros
semejantes?
|
EL LEPROSO.-
Felizmente para la Humanidad, no tengo
semejante alguno en la Tierra.
|
EL MILITAR.-
Me hacéis temblar.
|
EL LEPROSO.-
¡Ah!, perdonadme, compasivo
extranjero..., pero ya sabéis que los desgraciados gustan de hablar de
sus propios infortunios.
|
EL MILITAR.-
Hablad, hablad... Decíais que
antes vivía con vos una hermana y que os ayudaba a soportar vuestros
dolores.
|
EL LEPROSO.-
Era el único lazo que me
unía con los demás hombres. Dios quiso romperlo y que solo me
quedase en el mundo. Su alma era digna del Cielo, en donde mora, y su ejemplo
me conforta cuando llega a mí el desfallecimiento que de continuo me
asalta desde su muerte. No vivíamos, sin embargo, en aquella deliciosa
intimidad con la que siempre soñé y por la que se funden dos
seres desgraciados. La índole de nuestros propios males nos privaba de
tal consuelo. Hasta cuando nos uníamos para rogar al Altísimo,
instintivamente evitábamos el mirarnos, por temor a que el
espectáculo de nuestra dolencia turbara nuestras meditaciones; nuestras
miradas no se atrevían a unirse más que cuando se dirigían
al Cielo. Luego de nuestros rezos, mi hermana recluíase de nuevo en su
celda, o gustaba cobijarse bajo los nogales que limitan el jardín..., y
así vivíamos, casi siempre separados...
|
EL MILITAR.-
Pero ¿por qué imponerse
tan duro castigo?
|
EL LEPROSO.-
Cuando mi hermana fue atacada por la
enfermedad de la que ha sido víctima toda mi familia, y vino a compartir
conmigo este retiro, jamás nos habíamos visto. Al encontrarnos
por vez primera, su impresión fue terrible. El temor a afligirla y el
miedo a aumentar su dolencia conviviendo con ella hiciéronme adoptar tal
género de vida. La lepra habíase localizado en el pecho y
tenía yo aún la esperanza de verla curada. ¿Veis aquellos
trozos de enrejado abandonados ya?... Son restos de una división hecha
en el jardín con unos cuantos setos, que yo cuidaba y sostenía
con el mayor esmero. De uno y otro lado de aquel vallado pequeñito yo
había trazado un sendero, y a su largo nos paseábamos y
hablábamos, sin vernos y sin acercarnos el uno al otro.
|
EL MILITAR.-
Diríase que el Cielo se
complacía en amargaros los tristes goces que os concedía.
|
EL LEPROSO.-
Pero no estaba solo. La presencia de mi
hermana hacía soportable el aislamiento. En aquella soledad llegaba a
mí el ruido de sus pasos. Cuando al despuntar el día venía
yo bajo estos árboles a rogar al Altísimo, la puerta de la torre
se abría silenciosa, y su voz, insensiblemente, se unía a la
mía. Por la tarde, cuando regaba el jardín, alguna vez se paseaba
también, gozando de los últimos rayos del sol, y aquí
mismo, en este sitio donde ahora nos encontramos, su sombra cubría mis
flores al pasar una y otra vez. Aun cuando no la veía, de continuo
encontraba el rastro de su presencia. Ya no hallo en mi camino una flor
deshojada ni las ramas de los arbolillos que en sus paseos dejaba caer. Estoy
solo. A mi alrededor no hay ni movimiento ni vida, y el sendero que
conducía a su lugar favorito se ha perdido ya bajo la hierba. Sin
ocuparse, al parecer, de mí, no hacía nada que no fuese para
halagarme. Cuando volvía a mis habitaciones sorprendíame el
hallar los vasos llenos de flores frescas y algunas frutas que su mano
había cultivado para mí. Yo no me atrevía a hacerle
iguales demostraciones de cariño, y habíale suplicado
además que no entrase en mi cuarto; pero ¿cómo poner
trabas a un amor de hermana?... Un solo detalle os demostrará la ternura
que tenía para mí. Una noche paseábame a grandes pasos por
mi celda, presa de los más horribles dolores. A hora avanzada, y al
sentarme, rendido, un momento para descansar, oí un leve ruido a la
puerta de mi cuarto. Escuché, y juzgad de mi asombro. Mi hermana,
arrodillada junto a mi celda, rogaba a Dios por mí.
Sin duda había oído mis
quejidos. Su cariño hízole creer que me molestaría, pero
pronta estaba a socorrerme y a aliviarme. La oí recitar en voz baja el
Miserere. Me arrodillé también
junto a la puerta, y mentalmente, por temor a interrumpir su plegaria, la
seguí en sus rezos. Mis ojos estaban llenos de lágrimas.
¿Quién no se hubiese conmovido ante tal muestra de afecto? Cuando
supuse que había terminado: «Adiós, hermana mía -le
dije en voz baja-; adiós, retírate; estoy mejor; que Dios te
bendiga y premie tu piedad.» Quedamente se marchó, y sin duda la
súplica llegó al Cielo, porque durante algunas horas dormí
plácida y tranquilamente.
|
EL MILITAR.-
¡Qué tristes debieron de
pareceros los primeros días que siguieron a la muerte de una hermana tan
querida!
|
EL LEPROSO.-
Durante mucho tiempo caí en un
aletargamiento que me impidió sentir y apreciar la inmensidad de mi
desgracia. Cuando la razón volvió a mí, y pude darme
cuenta de mi situación, creí morir loco de pena. Y estos
días son siempre para mí doblemente tristes, porque me recuerdan
la mayor de mis desdichas y el crimen que, como consecuencia, estuve a punto de
cometer.
|
EL MILITAR.-
¿Un crimen? No os creo capaz.
|
EL LEPROSO.-
Pues es cierto, y temo que
narrándoos este período de mi vida seguramente perderé en
vuestra estimación; pero no quiero aparecer mejor de lo que soy; tal vez
al condenarme sintáis compasión de mí. Ya, en momentos de
melancolía, la idea de abandonar esta vida por propia voluntad me
había asaltado varias veces. Sin embargo, el temor de Dios me
había hecho rechazar tal pensamiento. En semejante estado de
ánimo, una circunstancia, la más simple, la más
insignificante quizá, pudo ser el hecho que me perdiese para siempre.
Había sufrido una nueva contrariedad. Hacía algunos años
que un perrillo se había encariñado con nosotros. Mi hermana lo
cuidaba con gran complacencia, y he de confesaros que, muerta ella, el pobre
animal era para mí un enorme consuelo.
Indudablemente, por ser tan feo como era
había llegado hasta nosotros y había escogido nuestro albergue,
donde estaba refugiado. Por todos había sido rechazado..., mas para la
casa del leproso constituía un verdadero tesoro. Como reconocimiento a
Dios por el favor que nos había otorgado concediéndonos tal
amigo, mi hermana habíale dado el nombre de
Milagro, y ese nombre, que contrastaba con su
fealdad, así como su eterno contento, habíanos hecho olvidar muy
a menudo nuestros pesares. A pesar de las precauciones que con él
tomaba, el animal se me escapaba con frecuencia; pero nunca pensé que
tales escapadas pudieran ser nocivas para nadie. Sin embargo, algunos vecinos
de la villa se alarmaron y creyeron que podría propagar el germen de
nuestro mal, y fueron en queja al comandante en plaza, que dispuso que el pobre
bicho fuese llevado a las afueras de la ciudad y allí se le matase. Unos
cuantos soldados, seguidos de algunas gentes, llegaron hasta aquí para
notificarme la orden tan cruel. Ante mi atáronle una cuerda al cuello y
así se lo llevaron. Cuando transponía la puerta del jardín
no pude evitar el verle por última vez, y vi también cómo
los ojos tristes de aquel pobre animal, implorantes, me suplicaban un auxilio
que no podía prestarle. La intención de aquellos bárbaros
era la de arrojarle al Doire para que se ahogase; pero el populacho, que
esperaba a la salida, le mató a pedradas. Oía sus aullidos de
dolor, y cuando me encerré en mi torre sentíme más muerto
que vivo. Mis piernas, temblorosas, negábanse a sostenerme. Caí
en mi cama en un estado de abatimiento imposible de describir. Mi dolor no me
permitía ver jamás en aquella orden justa, aunque excesivamente
severa quizá, más que un acto de barbarie, tan feroz como
inútil; y aun cuando me avergüenzo hoy del sentimiento que entonces
me animara, creedme que no puedo recordarlo sin alterarme. Pasé todo el
día en un estado de excitación extraordinaria. Era el
último ser viviente que tenía cerca de mí, y que
arrancaban de mi lado, y ello abrió de nuevo las heridas de mi
corazón.
En tal disposición de
ánimo me hallaba, cuando, aquel mismo día, al caer de la tarde,
vine a sentarme sobre esa piedra en la que ahora estáis descansando.
Sobre mi triste suerte meditaba, cuando allá abajo, junto a los
álamos que cierran el vallado, vi aparecer una pareja de enamorados que
acababan de casarse hacía muy poco. Por el sendero avanzaban y,
atravesando los prados, pasaron junto a mí. En sus rostros llevaban esa
inefable dicha que produce el disfrute de una positiva felicidad. Marchaban
lentamente, con sus manos enlazadas. De repente, se detuvieron. Ella
apoyó su cabeza sobre el pecho de su esposo, que en un momento de amor
infinito, la estrechó entre sus brazos. Sentí oprimido mi
corazón; por primera vez en la vida la envidia se apoderaba de
mí. La imagen de la felicidad no se me había presentado nunca con
tanta violencia. Con los ojos los seguía impertérrito hasta que
hubieron llegado donde los prados terminaban; iban a perderse entre los
árboles, cuando gritos de júbilo vinieron a sacarme de mi
ensimismamiento. Eran las familias de ambos, que llegaban gozosos en busca de
los recién casados. Viejos, mujeres y niños los rodearon. La
vocinglera alegría llegaba a mí confusa. Entre los árboles
ponían su nota vibrante los vivos colores de los trajes, y del grupo
entero parecía irradiar un halo de feliz contento. No podía
soportar tal espectáculo; todos los tormentos del infierno se apoderaron
de mi corazón. Cerré los ojos a tanto gozo y alegría y me
encerré en mi celda, que me pareció más sola y más
aterradora que nunca. ¿Y aquí he de vivir siempre? -me dije-.
¿Es aquí donde, día tras día, arrastrando una
despreciable existencia, he de esperar que llegue el momento de mi muerte?...
El Altísimo, que a manos llenas otorga venturas para todos y para todo
lo que existe, me abandona a mí solo, sin amigos, sin auxilio alguno.
¡Oh, qué destino tan cruel!...
Influido por tan tristes pensamientos,
me olvidé de que aún existe una fuente de consuelo... Me
olvidé de mí mismo. ¿Por qué -me preguntaba- me
habrá sido concedida la luz? ¿Por qué la Naturaleza es tan
sólo injusta y madrastra para mí? Como el hijo desheredado, tengo
ante mis ojos el fecundo patrimonio de la familia humana, y el Cielo, avaro, me
priva de mi parte. No -me decía en un arrebato de ira-, no hay dicha
alguna para ti en esta vida. ¡Muere, desgraciado, muere! Bastante tiempo
has manchado la Tierra con tu presencia... ¿Crees acaso que puedes
seguir nutriéndote para vivir sin dejar el menor rastro de tu odiosa
existencia?... Mi furor, que aumentaba por momentos, iba haciendo más
firme en mí la idea de matarme, y en tal fin convergían todos mis
pensamientos. Pensé en incendiar mi pobre casa y dejarme convertir en
cenizas, y conmigo cuanto recordase algo de mí. Excitado, furioso,
salí al campo y errante anduve en torno a mi morada. Lastimeros quejidos
salían involuntariamente de mi pecho oprimido, y a mí mismo me
imponían, en el silencio de la noche. De nuevo entré iracundo en
mi rincón y, furioso, me decía: ¡Maldición sobre
ti... Leproso... Maldición sobre ti! Y como si todo se aunase para
contribuir a mi perdición, hasta el eco, de lo más escondido de
las ruinas del castillo de Bramafam salía claro y fatídico,
repitiendo: ¡Maldición sobre ti!... Presa de terrible espanto,
detúveme en la puerta de mi casa, y el eco, esparcido por la
montaña aún, repetía débil y luego de pasado
bastante tiempo: ¡Maldición sobre ti!...
Cogí una lámpara y,
decidido a prender fuego a mi albergue, bajé a las habitaciones del piso
bajo, llevando conmigo hojas y ramas secas. Era el cuarto en que había
vivido mi hermana, y en el que yo no había entrado desde su muerte. La
butaca estaba en el mismo sitio en donde la última vez habíala
dejado yo. Sentí un estremecimiento de terror al ver su velo y algunos
de sus vestidos esparcidos por la habitación. Las últimas
palabras pronunciadas por ella antes de salir de mi estancia volvieron a mi
mente: «No te abandonaré aunque me muera -me decía-;
acuérdate de que estaré siempre presente en tus horas de
angustia.» Coloqué la lámpara sobre la mesa, y en ella
estaba aún el cordoncillo que sostenía la cruz que pendía
de su cuello, y que sus manos ocultaron entre dos páginas de su Biblia.
Ante ello retrocedí espantando por un santo terror. Lo insondable del
abismo por donde pensaba precipitarme presentóse de súbito ante
mi vista. Trémulo, me acerqué al libro diciendo: «He
aquí el consuelo que ella me había prometido.» Y cuando
saqué la cruz de entre las páginas del libro di con un pliego
cerrado y sellado que mi buena hermana había dejado para mí. Mis
lágrimas, contenidas hasta entonces por el dolor, se desbordaron en
raudales y mis horrendos proyectos se disiparon como por encanto. Sobre mi
pecho oprimí aquella carta antes de poderla leer, y cayendo de rodillas,
impetrando la divina misericordia, la abrí y, acongojado, di comienzo a
la lectura de aquellas palabras, que eternamente quedarán grabadas en mi
corazón: «Hermano, voy a separarme de ti en muy corto plazo; pero
no te abandonaré. Desde el Cielo, adonde espero ir, hablaré de ti
al divino Señor, le pediré que te dé fuerzas y valor para
soportar la vida con resignación, hasta que Él disponga que nos
reunamos en un mundo mejor. Entonces será cuando pueda mostrarte mi
profundo amor hacia ti. Nada impedirá entonces el que estemos reunidos,
ni nada podrá separarnos ya. Te dejo la cruz que no me abandonó
en mi vida un solo instante. Me ha consolado en mis penas y ella ha sido
testigo de mis lágrimas. Acuérdate cuando la veas de que mi
único anhelo y mi último deseo no fue otro que el que vivieras y
murieses como un buen cristiano.» ¡Carta adorada! Jamás me
abandonará. Conmigo bajará al sepulcro. Ella será la que
me abra las puertas del Cielo, que mi crimen quizá me hubiese cerrado
para siempre. Cuando terminé su lectura me sentí desfallecer,
como extenuado, por lo que acababa de sucederme. Una nube cerró mis
ojos, y durante algunos momentos se desvaneció el recuerdo de mis males
y la noción de mi existencia. Cuando volví en mí era ya
bien entrada la noche. A medida que mis ideas fueron presentándose
más claras y precisas, fui experimentando un sentimiento de infinita
paz. Todo lo ocurrido durante la noche me parecía un sueño. Mi
primer impulso fue alzar los ojos al Cielo para agradecerle el haberme librado
de la mayor de las desdichas. El firmamento no me pareció nunca tan
sereno ni tan bello. Percibíase una estrella luminosa desde mi ventana.
Durante bastante tiempo la contemplé, agradeciendo al Altísimo el
placer que me proporcionaba el poder admirarlas y al considerar que uno de los
rayos de luz de aquella estrella estaba destinado a iluminar la solitaria celda
del leproso.
Entré en mi morada más
tranquilo. Durante la noche leí el libro de Job, y el puro y santo
entusiasmo que su lectura infiltró en mi alma acabó de disipar
por completo las negras ideas que me habían obsesionado. No habla
experimentado jamás en vida de mi hermana momentos de tal tortura.
Bastábame el creerla cerca de mí para que se me impusiera la
calma; además, el cariño que me profesaba era suficiente a
consolarme de todo mal y a infundirme valor.
¡Dios os libre, compasivo
extranjero, de tener que vivir solo! Mi compañera, mi hermana, ya no
existe; pero el Cielo me concederá la energía suficiente, y me la
concederá porque pongo en mi súplica toda la sinceridad de mi
corazón.
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EL MILITAR.-
¿Qué edad tenía
vuestra hermana cuando murió?
|
EL LEPROSO.-
Apenas había cumplido los
veinticinco años; pero los padecimientos habíanla envejecido. A
pesar del horrendo mal que acabó con ella, y que había
desfigurado cruelmente sus rasgos, hubiera conservado hasta última hora
su belleza a no ser por aquella su palidez tan terrible. Era la imagen viva de
la muerte; yo no podía verla sin conmoverme.
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EL MILITAR.-
Bastante joven os abandonó.
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EL LEPROSO.-
Su delicada y débil
complexión no pudo resistir a tanto daño reunido. Pasado
algún tiempo me di cuenta de que la pérdida era inevitable, y al
fin hízose tan fatal, que llegué a desearlo por ella misma. Al
ver cómo se deshacía, cómo desaparecía por
días, llegué a experimentar un funesto gozo sintiendo aproximarse
el desenlace. Hacía un mes que la debilidad había llegado a su
extremo; de hora en hora caía en terribles desmayos que de continuo
ponían en peligro su vida. Una tarde, allá por los primeros
días de agosto, la encontré tan abatida, que no quise
abandonarla. Reposaba en su butaca, porque hacía algún tiempo que
le era imposible soportar la cama. Junto a ella me senté, y en aquella
densa oscuridad unidos tuvimos nuestra última entrevista. No
podía contener mis lágrimas. Me atenazaba un cruel
presentimiento. «¿Por qué lloras? -me preguntó-.
¿Por qué afligirte de ese modo? Aun cuando me muera no te
abandono... Estaré siempre presente en tus dolores.»
Unos instantes después
indicóme su afán de que la sacara de la torre y la condujese
hasta el bosquecillo de avellanos para hacer sus rezos. En aquella
pequeña floresta pasó la mayor parte de la deliciosa
estación. «Quiero morir -decía- contemplando el
cielo.» No creía yo, sin embargo, que su hora final estaba tan
próxima. En mis brazos la tomé para levantarla de su asiento.
«Basta con que me sostengas -me dijo-; tengo aún la suficiente
fuerza para andar.» Hasta los avellanos la llevé y allí le
hice un lecho con hojas secas que sus manos habían ido amontonando. La
cubrí con una manta que la preservase de toda humedad y me quedé
a su lado. Pero no bien habíame acomodado junto ella, cuando
manifestó deseos de hacer a solas su última meditación. Me
alejé sin perderla de vista. Su cobertor alzábase de tiempo en
tiempo y sus manos blancas y finas dirigíanse implorantes al Cielo.
Cuando de nuevo me aproximé a ella me pidió agua. Se la
llevé en un vaso; humedeció sus labios, pero ya no pudo beber.
«Siento que llega mi fin -dijo volviendo su rostro hacia mí-. Mi
sed quedará en breve saciada para siempre. Sosténme, hermano
querido, auxilia a tu hermana en este trance, más deseado cuando
más terrible. Sosténme y eleva las plegarias de los
agonizantes.» «¡Llega a la eternidad, hermana mía -le
dije-. Libértate de esta vida y deja estos pobres despojos en mis
brazos!...» Durante tres horas sostuvimos una cruenta lucha entre la vida
y la muerte. Hasta que suave y dulcemente fue extinguiéndose, y su alma,
con insensible esfuerzo, abandonó este mundo.
|
Llegado a este punto, el leproso
cubrióse el rostro con las manos; el dolor velaba la voz del viajero.
Luego de unos instantes de silencio, el leproso se alzó y dijo:
«Extranjero, cuando el tedio o el desfallecimiento se apoderen de vuestro
espíritu pensad en el solitario de la ciudad de Aosta y tened por seguro
que no habréis hecho una visita inútil.» |
Juntos dirigiéronse a la puerta del
jardín. Cuando el militar estuvo a punto de partir enguantó su
mano derecha. «No habéis estrechado jamás la mano de nadie
-dijo al leproso-; pues bien: concededme la honra de que la mía sea la
primera. Es la de un sincero amigo que se interesa profundamente por
vos.» El leproso retrocedió algunos pasos, como obrando a impulso
de una especie de temor, y alzando al Altísimo sus manos y sus ojos
dijo: «Dios de bondad, colmad de bendiciones a este hombre bueno y
compasivo!» |
«Concededme aún otro favor
-añadió el viajero-. Voy a marchar y es posible que ya no
volvamos a vernos en mucho tiempo. ¿No podríamos, tomando las
necesarias precauciones, escribirnos alguna vez?... Quizá tal
comunicación pudiera distraeros un tanto, y a mí proporcionarme
un gran placer.» El leproso quedó meditando unos instantes y al
fin dijo: «¿Por qué crearme ilusión alguna? No debo
tener más trato social que conmigo mismo, ni más amigos que Dios.
Ante Él nos encontraremos... ¡Adiós, generoso
extranjero..., sed dichoso! ¡Adiós para siempre!...» El
viajero partió y el leproso cerró la puerta y corrió los
cerrojos. |