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El libertinaje: la hora de la libertad

Iris M. Zavala

(Universidad de Utrecht)

Al repensar ahora los injustificados «estragos del libertinaje» en la historia de la razón occidental, trataré de analizar el deseo y la celebración que alimentó mi curiosidad cuando comencé a adentrarme en esa vegetación escrita que el imaginario de occidente califica como intento de libertad. Por entonces existían muchas lagunas y nubarrones, y una especie de soledad teórica acompañaba cuanto alteraba la lógica de un desarrollo lineal de la razón o un desarrollo de la razón ligado al progreso científico y social, en la cual se creía entonces. Estos signos se me han complicado ahora, que releo mi propio acercamiento al siglo XVIII, reconociendo allí la magnitud de una crisis (Zavala 1978, 1983, 1984, 1987). El espacio más problemático continúa siendo hoy día lo denominado como ignominia libertinaje. Fue esta una forma de nombrar grandilocuente y totalizadora -«estragos del libertinaje» solían escribir los inquisidores- sin reparar en las diferencias de trazos que encubrían en esa gran unidad a unos y otros. La historia moderna ilustra la ruptura con este audaz enfoque, y hace evidente los años de desconocimiento y dispersión sobre esta aventura ensordecedora, sobre el deseo que se ha reprimido de la historia.

El libertinaje considerado como ruptura es un repertorio de posibilidades de experiencias de los límites que incluye una variadísima gama de liberalidades desde el erudito (bien representado en España por Feijoo), hasta el innombrable Marqués de Sade, los lujuriosos Choderlos de Laclos y Sacher-Masoch, a los utópicos Restiff de la Bretonne y Cyrano de Bergerac. En todos estos últimos se afirma una lógica, una especie de différand adquiere amplitud al tratarse el mundo paradójico del deseo. Y un différand no es, como sabemos, una simple divergencia; surge cuando alguien recela o rebate la capacidad de la razón para expresar los cambios del mundo contemporáneo, y duda que se puedan llevar a la simple reducción de las formas sensuales las estructuras conceptuales. En esta aventura se siente que la racionalidad excesiva es una especie de irracionalidad (semejante, pero no igual, al famoso Capricho goyesco «El sueño de la razón produce monstruos»). Encontramos allí como en las escenas de pesadilla de sus Desastres de la guerra la provocación crítica, en la acumulación de las paradojas, el retiro irónico y el exceso de escenificación. Semejante a lo que Piranese dibuja en sus Cárceles.

Frente al lenguaje universal que impone la Razón, el libertinaje opuso el juego del deseo y la reflexión entre el lenguaje (discurso) y la seducción. En este sentido, el libertinaje es un différand, en cuanto pone en duda que el Logos, la razón, sea el lugar privilegiado para captar la conciencia, el sujeto, la identidad consigo mismo. La Razón deja de ser lenguaje universal e ideal legitimador. No nos quepa duda: lo que se pone en tela de juicio es la articulación del problema ético, que Kant pretende demostrar mediante el ejemplo del peso de la Ley, formulado como razón práctica, como imponiéndose en puros términos de razón, más allá de todo afecto o sentimiento (que llama patológico), lo cual significa que la razón no ofrece ningún motivo que interese al sujeto. El libertinaje, veremos, cambia el orden de articulación del problema ético (al menos, Sade): el placer entraña mal al prójimo.

Comencemos aclarando algunos aspectos de la palabra -libertinaje-, para liberarnos de algunos prejuicios. En primer lugar, iniciemos el viaje por un aprendizaje, y recordemos, de paso, que el viaje, tema fácilmente iniciático, sirvió en el siglo XVIII para mostrar la diversidad de costumbres y en los más osados, para revelar que el vicio y la virtud son enteramente locales. Son muchos los «filósofos» que supieron desmontar este mito del centralismo y eurocentrismo como ilusión, revelando lo que hoy se llamaría el suplemento: no se puede agotar la totalización porque el signo que sustituye al centro, que lo suple, que ocupa el lugar de su ausencia, se añade, acude a modo de suplencia o suplemento. Así pues, por un movimiento de anamorfosis, los caníbales no son los indígenas americanos, sino los europeos. Esta adición está también en Freud, que emplea el término canibalismo para demostrar como la representación equivale a una supresión, a una exclusión en el sueño.

Retomemos, en primera instancia, una historia de significantes flotantes que desde el siglo XVI connota y condensa libertino, ateísta, ateo «libertinos espirituales», los alejados de la iglesia y entregados al reino del espíritu, que ya Calvino había anatematizado en su opúsculo Contre la secte phantastique et furieuse des libertins qui se nomment spirituels de 1545. Du Bellay los condena por anticristos en Les furies contre les infracteurs de foy; y en 1550 se registra la acepción que nos ocupa: libertino, burlador de los grandes preceptos de la moral, de la sabiduría, de la santidad y de la virtud.

En el siglo XVII designa un movimiento de disidencia y resistencia intelectuales (por ejemplo Gassendi) contra el dogma religioso impuesto. Son ahora los mismos pecados incriminados bajo múltiples conceptos -la polivalencia y ambivalencia del término se unifica en un solo referente en una telaraña de acepciones: incrédulo, perverso, blasfemo. Pierre Bayle llegará a introducir el nombre nefando en su Dictionnaire historique et critique (1697), y el libertino encubre desde sus primeras inscripciones tendencias diversas bajo semejanzas ilusorias. Durante el siglo XVIII denota una corriente filosófica materialista y sensualista (La Mettrie), hasta designar a finales del mismo siglo una práctica de desenfreno, siempre filosóficamente articulada como rechazo de los principios religiosos y morales. El diccionario de Littré lo condensa como «licencia del espíritu que rechaza las creencias religiosas y estado del que no tiene sus costumbres reguladas». Este último término denota la sublevación contra el poder.

Libertinaje es, pues, un giro fantasmático, para definir la audacia de pensamiento, el criterio independiente contra la rigidez de la autoridad, la independencia de la ratio o capacidad de razonar, o sea, de disertar, sermonear, filosofar, tan puesta en juicio en nuestra posmodernidad. Deslizo así otra familia de enunciados afines: moderno, novador, librepensador, materialista. Todo define propuesta éticas, si por ética entendemos un esfuerzo por comprender más íntimamente la libertad y el mal a la luz recíproca con que se esclarecen mutuamente (y la definición es de Paul Ricoeur 1982).

El siglo XVIII señala una crisis moral, y el desarrollo de una nueva ética. En definitiva, todo apunta a situar el mal dentro del ámbito de la libertad, problema que Kant señaló en su ensayo, Sobre el mal radical en la naturaleza humana (1792), que nos conduce hacia la comprensión laica de lo social. Equivale este a un desplazamiento del formalismo moral que proponía una norma única de voluntad buena, y al mismo tiempo se levanta contra el mundo de la superstición, entendida como interpretación mágica (diríamos hoy) de la realidad. Y la ética bordea la estética y surge toda una formación ética de la producción artística, orientada hacia una ética utilitaria, claro. Este sentido ético-laico se inserta en el marco de la utilidad en la realidad y pone el énfasis en el carácter positivo, productivo del pragmatismo agenciado por el estado. No tardarán en surgir las protestas, los différand de los libertinos, y el programa mefistofélico de los que encuentran en la ética (burguesa) la venalidad universal.

Hace ya casi un siglo, Federico Nietzsche escribió que la ética misma constituía el vehículo ideológico para legitimar la opresión. Nos recordaba a su vez el conjunto de las estructuras lógico-lingüísticas de la metafísica para crear el sistema de ficciones con las que se articula el nexo conocimiento-interés de la civilización occidental surgida en el siglo ilustrado, y, no menos importante, desmontó la actividad simbólica mediante la cual se elabora el sometimiento a autoridades divinas y humanas para dominar la naturaleza. Naturaleza que comienza a estudiarse en el siglo de las luces, en la oposición binaria naturaleza/cultura que ya había dado sus frutos en los principios de la edad moderna, oposición ontológica para distinguir con fines de dominio entre el salvaje y el civilizado. Y, no menos importante, nos recordaba la actividad simbólica mediante la cual se elabora el sometimiento a autoridades divinas y humanas para dominar la naturaleza, que corresponde también al proceso de progresiva afirmación y despliegue de la «razón», que aspira a funcionalizarlo todo, de modo definido, para sus propias exigencias productivo-organizativas.

Otra formulación radical contra la Razón vino de Freud, no solamente por su gran descubrimiento del inconsciente (que escapa la razón), sino además porque reveló el malestar de la cultura, y lo que llama el «narcisismo de las pequeñas diferencias» (1974, VIII, 3048) que impulsan a la destrucción y a la guerra. Finalmente, otro desmitificador de la Razón fue Marx, que desmontó el ego económico y los intereses que se esconden en el mundo de los símbolos y signos. En definitiva, y aquí me guío por Althusser (1970), toda la gran crítica contra la Razón que propugnaron los filósofos de las luces, ha desmontado la importante noción de centro. Si desde Copérnico se sabe que la tierra no es el «centro», desde Marx sabemos que el sujeto humano, el ego económico, político o filosófico no es el centro de la historia, y más aún, que la historia no tiene centro (reparo a Hegel), sino que posee una estructura cuya necesidad de centro solo existe para perpetuar el desconocimiento ideológico. Freud, a su vez, descubre que el sujeto real no tiene la figura de un ego centrado sobre el «yo», la conciencia o la existencia, sino que el sujeto humano es descentrado, y está constituido por una estructura tautológica de centro, más que en el desconocimiento imaginario del «yo». Es decir, que la noción de centro es una de las formaciones ideológicas en las que se reconoce, que se presenta como rasgo eterno y universal de la condición humana. Nietzsche, ya lo vimos, desmonta y desvela la retórica y la ética -justo es que se llame a esta trilogía los pensadores de la sospecha: sospechar de la Razón, y de los discursos racionales y lineales, y hasta de los discursos éticos aristotélicos (para quien la ética es la ciencia de la felicidad), que intentan elaborar un fantasma de felicidad centrado en la sociedad civil y el consenso (aquel Jovellanos que opina que la felicidad es posible si acatamos las leyes buenas). El libertinaje, en cambio, revolución dentro de la revolución racional, nudo Borromeo de fuerzas centrífugas y centrípetas, impone otra ética acéntrica o excéntrica en una escritura que Barthes (1977:11) denomina «el texto placentero» frente al texto como objeto intelectual, de reflexión, de análisis, de comparación, de reflejo.

Con estas premisas, hemos de situarnos ahora en la instancia misma del libertinaje, y de los lenguajes creados para elevar la empresa de la modernidad. El amigo de Teresa de Ávila, fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, nos dejó un soberbio retrato en sus Diez lamentaciones del miserable estado de los atheistas de nuestros tiempos (Bruselas, 1611), al establecer una tipología de los libertinos: rebeldes, carnales, piden libertad en leyes y libertad en sentido de escritura, además de ser soberbios y herejes. Libertad de escritura es la categoría más peligrosa, y esta va tomando diversas formas de lenguaje. En Diderot toma la audacia del lector-cómplice y el autor seductor en Jacques le fataliste.

Libertino: o sea, piedra de escándalo hasta el presente, pues no hemos de olvidar que Las amistades peligrosas se prohibieron en Francia entre 1815-1875, y que aparecen como lectura vedada en el Índice del Vaticano hasta 1966. No menos turbio el famoso marqués de Sade, Justine se publicó en Amsterdam en 1797, y se le ha censurado, prohibido, soslayado, silenciado, a tal punto que sus textos denegados aún hoy son lectura de minorías: el «Sade, mi prójimo» de Pierre Klossowski (1970), el de Barthes (1977), el de Gaston Bachelard (1956) y Georges Bataille (1957, 1970). El sexo y el catálogo de corrupciones sadiano -que no exime al lenguaje como objeto corrupto y de corrupción, a la misma vez- viene a indicarnos lo que otros espíritus afines un siglo después denominarán la retórica de la verdad.

Lo que destaca Sade es la sociedad y el lenguaje como engaño, pero además, muestra que las jerarquías sociales y la explotación existen hasta en la perversión. Baudelaire, de la misma familia de malditos, escenificará este exilio de la verdad en el mundo moderno, y concebirá la escritura como placer textual, que de alguna manera se emparenta en el obsceno monstruoso del gabinete de Sade. No es fortuito que con estos libertinos se introduzcan enunciados muy específicos, formaciones discursivas que ya han entrado al imaginario: sadismo, safismo, masoquismo, pornografía. Libertino, libertad, liberal, que todo apunta a desenmascarar lo que Nietzsche llamará «la voluntad de poder», que encubre la venganza, pues el rasgo común de la historia de Europa desde Sócrates ha sido la tendencia a llevar los valores morales a la hegemonía sobre todos los demás valores. Pero entendámonos: en nombre de estos valores morales se ha violentado al prójimo, en nombre de un ambivalente amor. Freud desenmascarará esta moral en El malestar en la cultura (1929-30), recordándonos que si la ilusión (religión) es el sistema de doctrinas y promisiones que explican con integridad los enigmas de este mundo, la cultura regula la tendencia constitucional de los seres humanos a agredirse mutuamente.

Lo que todo esto significa es que en nombre de los valores morales (el bien, el humanitarismo, la religión, el progreso, la modernidad) se ha violentado otras culturas y otras ideologías; que una concepción unitaria, normativa y universalista ha impedido la diversidad y lo heterogéneo: la diferencia.

En todo caso, hemos de volver a este libertinaje libre y su diseminación. No es por ahí por donde van los tiros en la España ilustrada; lejos de aquí esa libertad, y el libertinaje novador (por unir ambos términos) se centra, aunque no es poco, en la libertad de pensar y de escribir. Digamos que echa raíces el libertinaje erudito desde los inicios del siglo XVIII. El término es bien conocido en España hacia 1716, en 1760 el padre Isla los ridiculiza, y Agustín Rubín de Cevallos escribe en el famoso Índice inquisitorial de 1747-1789, que los libertinos son «monstruos» que destruyen la religión verdadera y la sociedad civil. De lo antedicho quiero retener un punto: la estrecha relación entre el libertinaje y el racionalismo, y ambos como producto de la modernidad. Modernidad que hoy conocemos algo mejor después de Max Weber que llama a todo este proceso el desarrollo de la «razón instrumental», si por este término entendemos la forma en que un proyecto sistemático de racionalizar el mundo para el trabajo y la explotación, se incorpora concretamente en la vida social y cultural. Según Weber, la esperanza y expectativa de los filósofos de la Ilustración mantenían una conexión necesaria y fuerte entre el crecimiento de la ciencia, la racionalidad y la libertad humana universal. Una vez desenmascarado y comprendido, el legado de la Ilustración fue el triunfo de la racionalidad instrumental deliberada, cuyo crecimiento en el campo de la vida social y cultural abarca las estructuras económicas, la ley, la administración burocrática y las artes, no conduce a la realización concreta de la libertad universal, sino a la creación de una «jaula de hierro» de racionalidad burocrática (véase Horkheimer y Adorno 1994).

Es esta, justamente, la modernidad lineal, la creencia en el progreso infinito de la razón ligada al ejercicio del poder, o la «voluntad de poder». La lógica oculta en esta forma de racionalización son el dominio y la represión; el dominio de la naturaleza se convierte en el dominio de los seres humanos sobre otros seres humanos y, en último lugar, una pesadilla de autodominio. Es esta la postura de lo que se conoce como Escuela de Francfort (Max Weber, Theodor W. Adorno, Marx Horkheimer) y la teoría de la reificación de Lukács y la hegeliano-marxista, pero no menos evidente en las elaboraciones freudianas sobre la cultura, la moral y la ética. En conjunto, la lógica de la consecuencia de todo este orden desemboca en el triste destino de la racionalidad occidental (Heidegger lo llama pensamiento calculador), la esencia de la tecnología que se eleva a metafísica. Aquella Diosa razón en que don Francisco de Goya supo ver las extremidades del monstruo. No cabe duda de que lo que Goya logró figurar fue lo que hoy conocemos como entropía.

Debemos detenernos en este concepto de modernidad y la dialéctica de la razón (en frase de Horkheimer y Adorno 1994). Ya no es posible pasar por alto el papel que desempeña lo preconceptual o no-conceptual o la presencia de lo irracional como centro mismo de la razón, justamente lo que desmontó la teoría crítica en los años de 1930, y el papel que desempeña el inconsciente como elemento irracional, o al menos, no controlado por la razón, descubrimiento teórico de Freud. Desde otras miras, todas estas deconstrucciones se enlazan también con la radical crítica de Nietzsche a la razón, establecida en diosa y en norma. No solamente pone en tela de juicio la razón como norma, sino que al desenmascarar los elementos retóricos del lenguaje, al desmontar la tensión entre la retórica y la razón, Nietzsche puso de manifiesto el logocentrismo. Se insinúa así que el sujeto del saber absoluto (nacido a la luz de las luces), el sujeto práctico de la ciencia como promotor de la libertad queda en entredicho. Dicho de manera simple, la producción textual (de textos no ficticios, como la emergente ciencia histórica, y los ficticios, como la literatura mixta) tiene en común un sistema gramatical y de lenguaje figurado para textualizar la perfectibilidad del lenguaje y de la sociedad. Es decir: que todo es ficción, que somos discurso.

El poder logocéntrico se ha relacionado a su vez con el mito, pues siguiendo el pensamiento de Adorno y Horkheimer (1994), la racionalización se opone al mito, pero al mismo tiempo forma parte del mito. El mito es la ilustración y la ilustración retorna al mito; este es para ellos el secreto arcano de La Odisea. Es decir, que ese código maestro que es La Odisea les permite desenmascarar el interés, el ansia de poder, utilitarismo y destrucción que hizo posible el desarrollo de la razón misma y que finalmente, reptil reptante se muerde la cola y se vuelve contra sí. Este intrincado proceso encuentra sus más profundos críticos en Sade y Nietzsche, que encarnan el proceso de autodestrucción del proyecto de la ilustración. Y si Weber, Adorno y Horkheimer se centran en la razón instrumental y en la genealogía de la techné, Martín Heidegger vuelve a minar el racionalismo occidental mediante la destrucción de la metafísica con sus oposiciones binarias y su idea de origen y final. ¿Qué origen?, preguntará Derrida, ¿final de qué? Ambas preguntas solo se pueden responder si creemos en un centro que es principio y final de todo.

Con este esquema volvamos sobre el libertinaje erudito que saca a la luz un lenguaje figurado que supera los límites de las reglas gramaticales y los significado anteriores. Lo que se establece es comprender un texto desde el punto de vista retórico, retórica que por entonces iba encaminada a crear la totalización del estado en aras de la felicidad común. Recordemos que un factor común que define al «libertinaje» es el de la «libertad en escritura»; es decir, la libertad de pensamiento y que esta siempre lleva implícita una reflexión sobre el lenguaje, como fundamento de moral del optimismo racionalista, y de un sujeto unitario, de un centro único. Se podría decir que es el momento emergente de un pensamiento sobre el lenguaje como instrumento capacitado para definir el mundo; un lenguaje transparente mediante el cual los seres humanos se comunican, y comunican verdades que intentan pasar por universales. No es de extrañar que surjan por entonces los siguientes intereses, en un conjunto que podemos ordenar en cuatro campos:

  1. un culto a la razón, entendida como luz que ilumina a todos;
  2. un sentido de la historia como un relato de identidad nacional (lo que en el siglo se llamó historia civil);
  3. el lenguaje con carácter unívoco, la metaforización del lado de un realismo, que supone un mundo orgánico y ligado, una continuidad interna que se reúne bajo la autoridad del sujeto;
  4. el pensamiento sobre la ciencia (entendida en sentido amplio) para fundamentar lo razonable de todo conocimiento, la realidad de lo real. Lo que hoy se conoce como «conocimiento e interés».

Lo que de todo esto queda claro es que la forma de manipular la retórica y la gramática (ciencias que se consolidan por entonces), equivale a la domesticación de los discursos literarios, es decir, del lenguaje figurado, entendido como superación de las reglas gramaticales y retóricas, y de los significados autorizados (y sigo, apartándome, a Paúl de Man). En palabras llanas: que el perfeccionamiento de la lengua, el estudio de la gramática y el nexo entre literatura (utile dolci) y sociedad que se propugna emana de lo teológico, del intento de recuperar la lengua originaria inalterable, aquella antes que la Torre de Babel desatase la catacresis y la entropía. Desde entonces, ya «nada tiene su nombre correcto» (se duele Mayáns en sus Orígenes de la lengua castellana 1737 en 1873), y todo se ha convertido en lenguaje figurado ambivalente, nada unívoco, con múltiples estratos de significados. Polisemia peligrosa.

Todo ello nos indica claramente que se crea el lugar y el espacio del lenguaje en el interior de la ideología burguesa: en esta jaula vivimos aún encerrados, si bien fue tarea de algunos libertinos fragmentar este discurso y abrirle grietas, perturbando así lo estable e inmutable, en busca de la multiplicidad y la variedad de inflexiones. Estamos ante el origen de la razonable, que silencia y excluye lo considerado irrazonable; no es fortuito que M. Foucault (1979) hable de la arqueología del saber, de la historia de la locura. La historia como serie de identidades o identidad que se constituye mediante exclusiones. Esto nos lleva a la médula del análisis literario hoy día: el cuestionamiento del concepto de unidad y el desenmascaramiento del mecanismo que conocemos con el nombre de «oposición binaria», que sustenta más o menos el edificio filosófico e ideológico de la modernidad.

En nombre de esta modernidad se legitiman los metarrelatos de la creación de la riqueza, la «verdad», la «exactitud», la «objetividad», la erudición, la ciencia, y sus consignas de Progreso, Razón, Felicidad, Utilidad. Este libertinaje que se afirma (luego retomaremos el que se excluye) se apoya en un saber absoluto, solo posible en un estado universal y homogéneo, sin oposiciones ni contradicciones, en el seno de una naturaleza sometida por el trabajo. La realización de todo progreso que se proyecta y promete desde un lenguaje figurado o ambivalente, lo cual nos permite mostrar la falta de literalidad de los textos, o, dicho en otras palabras, el elemento ficticio de los discursos históricos. Los libertinos encarnan esta dialéctica negativa. En otros términos -y esta idea aparece desde Feijoo a Jovellanos- la naturaleza dominada y la sociedad pacificada, en vivir en el mundo como en un jardín y encontrar en los semejantes amigos. Así el hombre se retira, abandona el trabajo histórico y se convierte en sabio, consagrándose a cuanto hace al hombre feliz (el arte, el juego). Y se observará que dije hombre, pues la mujer está ciertamente excluida de esta comunidad de sabios. El final de la historia sería el final de la adversidad. No es fortuito que esta sea la base de la Fenomenología de Hegel.

Lo que pretendo subrayar es que se impone narrar y legitimar historias que digan la verdad: el mundo se construye como un relato de verdad para explicar la historia (o sea, las acciones). El desarrollo de las ediciones e historias literarias orientadas a construir un pasado glorioso (también las historias eclesiásticas, morales, bélicas, civiles), como formas de apropiarse de la historia, de reconducirla y re-acentuarla para crearse una identidad nacional. En este proyecto, la verdad se presenta como un único logos, contra el mythos, la fabulación, el engaño. La fábula desaparece frente a la ciencia, el mito enseña que lo racional es milagroso. He ahí entonces toda una arqueología del saber: silenciar el mito, la fabulación, lo milagroso. Pero en la dialéctica negativa que propongo, las consignas de la razón utilitaria (creada por medios retóricos y gramaticales) se deslizan hacia su contrario: una escritura figurada ligada al escepticismo, la melancolía y la pesadilla. La historia -legal, literaria, científica, moral, civil- forma parte de ese gran relato logocéntrico que aspira a afirmarse.

No de otra forma podemos entender la escritura de algunos de los libertinos - Gabriel Álvarez y Toledo, fundador de la Academia de la Historia en 1738, Guillermo de Uztáriz, economista, Melchor de Macanaz, estadista, José del Campillo, estadista agrarista, Miguel Antonio de Gándara, autor de Apuntes sobre el bien y el mal de España, escrito en Nápoles en 1759 y publicado en 1810, doctor Juan de Ferreras, que hacia 1720 ponía en duda la venida de la Virgen del Pilar a Zaragoza, el médico Martín Martínez, fray Benito Jerónimo Feijoo -el «Colón de la Naturaleza»-, autor de siete tomos de ensayos que se conocen bajo el título de Teatro crítico universal (1726-1739) y cuatro de Cartas eruditas (1742-1750). Su norte será la crítica a la superstición, desenmascarar los errores del vulgo, y la desconfianza de las ideas heredadas (lo que después de Gramsci se llama habitus, y que forma el peso de las ideologías, o los lugares comunes axiológicos). En sus palabras:

Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz del pueblo, autorizó a la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria.

(TC 1:85)



Pertenecen, estos eruditos libertinos, a la corriente del libertinaje que aspira a liberar la sociedad de prejuicios, y mostrar el relativismo filosófico (una suerte de pluralismo), que da voz y espacio a otros puntos de vista, evitando la lucha por el signo). Son de la misma familia de Naudée y Gassendi, Guy Patin, que luchan por la libertad intelectual.

Otros, no menos importantes, serían Mayáns y Císcar, los redactores del Diario de los literatos (1737-1741), Francisco Manuel de la Huerta, Juan Martínez Salafranca y Gerónimo Puig. Los siete volúmenes representan el intento más arduo por introducir el espíritu moderno, en nombre de la «imparcialidad», de lo que hoy llamaríamos, la objetividad científica, y la crítica. En España, dicen: «encontramos muchos libros, sin estilo, sin método, sin invención, sin pensamiento, sin inteligencia de la lengua ilustre, sin erudición» (V, enero-marzo 1738). Quisiera que retuviéramos un vocablo: erudición. La erudición se convierte en panacea, e indica modernidad -el signo de esta modernidad equivale a leer a Cartesio. Pues bien: ¿quién es Descartes? Si seguimos a Nietzsche es uno para quien el sueño de la razón es la total identificación entre el sujeto y el objeto (pienso, luego soy), y como tal, el autor del gran sofisma o contradictio in adjecto -el sujeto agente como unidad, como totalidad universal de saber. Se inicia así la gran invención del YO unitario burgués. Pero, además, el programa de pensamiento clásico está definido por Descartes, en la orden «Llegar a ser amos y poseedores de la Naturaleza», con lo cual se reconoce la mathesis universalis, o sea, ciencia para articular el saber, clave de dominación totalmente práctica que se anuda irreversiblemente en la tecné el saber y el poder. La empresa enciclopédica de la clasificación de los datos de la naturaleza, de la vida, del trabajo, del lenguaje, realizada por el signo de la Razón y del Conocimiento. No es necesario acumular más ejemplos para reconocer que se perfila la expresión racional del mundo, ligada a la libertad de pensamiento y a la secularización, la ambición liberal de dominio radical e intolerante. ¿Hemos de recordar que el Sapere Aude kantiano es una consigna para usar la razón y llegar a alcanzar la felicidad? En cambio, para Kant, el mundo interior de los sentimientos es «patológico»; es decir, lo que no se somete a la razón pura.

Si seguimos el recorrido, el camino lo había preparado la llamada Escuela de Padua en el siglo XVI: separar nítidamente el dominio de la observación y de la experimentación del dominio de la fe. Una especie de doble verdad quimérica para concilia lo irreconciliable; así la inmortalidad no era demostrable, sino materia de fe. Esta dualidad niega la oposición y corresponde a lo que se podría llamar espíritus paganos en almas cristianas. Se afirma lo real científico, pero la fe deja su cola fantasmática.

Todo remite al poder del discurso científico, a descifrar el mundo como tarea fundamental. Se trata de comprender, de admitir, protegerse del conflicto: en definitiva, el principio liberal. La autoridad, la referencia, la mención, la ciencia, la erudición (la taxonomía o clasificación aristotélica) permiten hablar y tener autoridad. Lo que se va estableciendo es como un sistema, un cuerpo doctrinario -puesto que el sistema es cerrado (monológico o monosémico), es teológico y dogmático. Así el libertino (en el sentido amplio que he descrito), vive de dos ilusiones- la de la transparencia del lenguaje, que permite exponer y se considera como puramente instrumental, y esa quimera de reconciliar lo irreconciliable. Una vez que se impone como tarea el discurso instrumental, se plantean a su vez nuevas formas de enunciado. Los diaristas introdujeron no solo el género de las reseñas, sino la edición por suscripciones, que aprovechó al máximo el Piscator de Salamanca desde 1752.

Si catalogásemos los géneros de enunciado que emergen en el centro de esta libertad de expresión, no hay duda que lo que se conoce después de Montaigne como ensayo se convierte en una de las formas preferidas para comunicar toda esa verdad que se quiere transmitir. Digamos que es el ideal de la «literatura mixta» contra los géneros puros preceptistas. El ensayo (género mixto) es un enunciado que permite desfilar lo real y la fantasía; o dicho de otra forma, la mímesis, el llamado o la tiranía del referente. El proceso creativo que esto supone se funda en lo real y su expresión; se ofrece la «literatura» (la historia literaria, o la literatura institucionalizada) como objeto conmovedor, instructivo. De este enunciado surgen simultáneamente un mayor número de prácticas -el cuadro de costumbres (Torres Villarroel), el cuento o narración breve, la novela epistolar, la novela realista. Y con ello, toda la red de prácticas -la suscripción, el libro de bolsillo, las ilustraciones, la complicidad con el lector (aquello de «amigo vulgo», «amigo lector»). El género que enmarca todos los discursos que coexistían en los albores de esta España es el pronóstico o los almanaques: los textos ofrecen noticias médicas, científicas, históricas mediante la estrategia de preguntas y respuestas (ideal para la memoria mnemotécnica). La prosa asequible, sin complicaciones ni plúmbeas erudiciones ofrecía datos y avisos, y anticipan en gran medida los do-it-yourself-books y las enciclopedias de sabiduría casera que tomarán auge en el siglo XIX.

Toda una guerra de estrellas y cometas revela la lucha entre el mundo científico y el mítico -o el principio de Ptolomeo y el de Newton. El pronóstico establece una nueva relación con el mundo cotidiano, consejos prácticos y sencillos; emerge un mundo ético, una higiene de vida fundada en la observación de la naturaleza. Pero la hora de la libertad exige trabajo y comercio, para dar acceso a las riquezas. La felicidad se concibe como recompensa material -poblacionistas, colbertistas, mercantilistas, fisiócratas coinciden en que mientras más bienes gocen los vasallos, mayor será su participación en la reconstrucción del reino. La salud colectiva y la utilidad social son los fundamentos de la libertad. En palabras de Miguel Antonio de Gándara: «la libertad es el alma del tráfico».

Libertad -de comercio, de pensamiento, de viajar, de discutir, un polemizar contra el pTolemizar. El viaje, las aventuras -tal el Robinsón Crusoe, el Telémaco. De una «desenfrenada libertad» se queja el Inquisidor General Francisco Pérez de Prado y Cuesta en 1747, un «libertinaje estragado». Estamos ya en la cima del pensamiento novador, y vuelvo a mis tres campeones: Francisco de Moya Torres y Velasco, Nicolás de Jesús Belando y el marqués de la Villa de San Andrés. Retomo mis pasiones de hace casi una veintena de años: prácticamente desconocidos, estos tres libertinos, hoy por hoy se van conociendo y publicando sus libros. No hace mucho Antonio Domínguez Ortiz redescubrió a Moya Torres y Velasco, pero dejo de lado el episodio, y retomo mi relato. Regalista, economista arbitrista este último, historiador Belando y libertino el marqués canario. Todos -desde sus propios discursos ambivalentes- luchan por la secularización del estado, la libertad de expresión, la libertad de escritura -y alguno, tal Belando y el Marqués, contra la Inquisición, en favor de «la verdad».

En 1740 se publica quizá el texto libertino más notable de la cultura en España -Carta del marqués de la Villa de San Andrés- en realidad dos textos en uno, en 601 abigarradas páginas que recuerdan los excesos de Restif de la Bretonne y los deslizamientos de Sade (sin caer jamás en su discurso fragmentado ni en el cuerpo libertino). Su obsesión por la miseria, el retraso, la corrupción, la voluptuosidad se abigarran en esos páginas de pasión de escritura (que no de estilo), de vicio de relatar, observar, contar. Cuanto fuera contrario a la razón y a la libertad de pensamiento es «cuestión de frailecitos» o sermones de curas.

El juicio contra el Marqués se inició en 1699 y no terminó hasta 1761; en realidad, en 1752 la Inquisición de Canarias reactivó un proceso contra don Cristóbal del Hoyo, re-acentuando su iconoclastia, su heterodoxia, su blasfemia «de los sectarios modernos». No voy a repetir la lista de cargos contra el Marqués, sino que perfilaré los puntos que se centran en un libertinaje libertino (y valga el pleonasmo), puesto que de facto se le acusa de lo que ahora llamaría tener un cuerpo libertino o de dominio y exclusión en sus excesos sexuales -solicitar mujer, malas costumbres sexuales, despreciar la religión y sus dogmas. En 1753 (tiene setenta y seis años), los inquisidores lo describen como «genio libre alimentado con la continua lección de libros prohibidos». Ni santos, ni vírgenes, ni purgatorio, ni infierno; todo lo niega este «genio crítico libre». Desde 1700 se le cargaba con el pecado de fornicación, de vouyerismo (traer pinturas indecentes), de proposiciones impías, de sacrilegios. Lo que salta a la vista es su heterogeneidad cultural - lector de obras francesas prohibidas, lector de Calvino y Lutero; pero además, fetichista, voyeur, pecador ad turpia, que justificaba su pecado basándose en proposiciones molinistas. El juicio inquisitorial de este libertino revela una doble demostración: su energía barroca y la energía de escritura que ponía en sus propios actos (en esto coincide con Sade). Nuestro Marqués canario nos despliega el derroche barroco, si entendemos por barroco un estilo de proliferaciones tentaculares, de acumulaciones tangenciales, además de una forma de asumir la cultura letrada, un modo de vivir y de citar. El libertinaje barroco (en el sentido preciso que sugiero) es la especie de invención alterna de poder cultivando un estilo basado en un acceso a la cultura literaria; acceso que distingue y otorga cierta aristocracia o autoridad.

Y con ello venimos a parar al centro del problema: el libertinaje -en sus variadas expresiones- es un intento de proponer la heterogeneidad cultural, y en sus excesos, de figurar la heterotopía. No hubo en España (tampoco en Italia, Portugal u otro país mediterráneo) el discurso del exceso de un Sade, la escritura de lo obsceno, el enunciado sobre el crimen y la orgía, el exceso y la sangre, la frontalidad absoluta de la enunciación del sexo y de la sangre, o, como dicen Barthes (1977) y Marcel Hénaff (1980), la total desmetaforización hacia el mal irredento. Pero, aquí hemos de darle razón a Maurice Blanchot (1965), que ve en Sade una especie de absoluto en la historia de la literatura, donde todas las uniones son homosexuales e incestuosas.

No obstante, esa identidad libertina que hemos estado rodeando, se constituye mediante una serie de exclusiones, pero al mismo tiempo, hemos de recordar que cada cultura excluye cierto número de posibilidades. En España el cuerpo libertino se define por la ausencia de obra (con la excepción de nuestro Marqués canario), pero al mismo tiempo, todo este desarrollo de libertinaje sentó las bases para la separación entre el mito y la historia. No menos importante (y ha sido el centro de nuestro excurso), sentó las bases de una instrumentalización del mundo de la modernidad transformado así en saber práctico y lo que se viene conociendo mejor como voluntad de poder. En otras palabras: que la hora de la libertad que valerosamente defendieron los libertinos fue solo la de los más fuertes, y una teoría universal de la historia. Baste registrar que durante el siglo XVIII surgen todas las instituciones y prácticas del poder: desde la medicina hasta la filosofía.

Se puede concluir que con esta libertad emerge otro tipo de subjetividad, pero no se puede hablar de ruptura con el pasado, sino más bien de desplazamiento y de relevo con lo anterior, con conexiones que ligan la ontología con la historia. Podríamos pensar en una transmisión, o una época, y una suerte de continuidad de la experiencia, además de una idea nueva del sujeto (el sujeto burgués): el sujeto que toma la palabra, regenera el discurso y proyecta al futuro una moderna concepción de la historia y del individuo. Con la sociedad organizada, se introdujo una nueva reflexión sobre el sujeto en la historia, y que en definitiva no puede ni simplificarse ni reducirse a un denominador común.

El libertinaje (en las variantes que aquí fructificaron) parte de una gran polémica sobre la ética y la política, a la vez que refuerza el discurso genérico y de clase liberal burgués. Si el término designaba -como vimos en Calvino y otros críticos- a los librepensadores, que se rebelaron contra la Iglesia y la moral aceptada, en la medida en que el proceso de racionalización avanzó, el nuevo espíritu del logos absorbió al pensamiento libertino. Estos restos quedan así como fragmentos de una arqueología del saber. Este espacio libertino se enreda sin remedio con lo que Foucault llama heterotopías, el territorio des-ordenado donde está lo Otro, destinado a subvertir la historia en general. Este libertinaje -hora de la libertad- se levantó en su día contra un centro u origen genealógico de la dialéctica del espíritu, la hermenéutica de la significación, la emancipación del sujeto racional o trabajador, que se empezó a considerar como producto de rudas manipulaciones.

Claro que este sería un cuadro goyesco. Hay otro más optimista: el de aquellos que consideran que el proceso de racionalización (o de modernidad) está incompleto, y se propone una razón crítica, que, a través de una profunda explicación y comprensión de los procesos sociales, permita promover la emancipación humana de las formas ocultas de dominio y represión. Este sería el proyecto de Jürgen Habermas, y en cierta medida la revalorización de Babel de los deconstruccionistas y posmodernos. Esta hora de la libertad iniciada en el siglo XVIII, entonces, es un desafío agudo y hasta trágico, y nos obliga a elegir los dioses o los demonios a quienes decidimos seguir.

Referencias

  • Althusser, Louis. Freud y Lacan (1965). Barcelona: Anarama, 1970.
  • Bachelard, Gaston. Lautréamont et Sade. Paris: Minuit, 1956.
  • Barthes, Roland. Sade, Loyola, Fourier (1971). Venezuela: Monte Ávila, 1977.
  • Blanchot, Maurice. L'Inconvenance majeure. Paris: Pauvert, 1965.
  • Bataille, Georges. L'Erotisme. Paris: Minuit, 1957.
  • —— La part maudite. Paris: Seuil, 1970.
  • Foucault, Michel. La arqueología del saber (1969). México: Siglo XXI, 1979 (7ª).
  • Freud, Sigmund. El malestar en la cultura (1929-1930). Obras completas, VIII. Madrid: Biblioteca Nueva, 1974.
  • Hénaff, Marcel. Sade. La invención del cuerpo libertino. Barcelona: Destino, 1980.
  • Horkeheimer, Max, T. W. Adorno. Dialéctica de la ilustración. Madrid: Trotta, 1994.
  • Klossowsky, Pierre. La monnaie vivante. París: Losfeld, 1970.
  • Mayáns i Síscar, Gregorio. Orígenes de la lengua española (1737), pról. Juan Eugenio de Hartzenbush, ed. Eduardo de Mier. Madrid: Rivadeneira, 1873.
  • Ricoeur, Paul. Finitud y culpabilidad Madrid: Taurus, 1982.
  • Zavala, Iris M. Clandestinidad y libertinaje eruditos en los albores del siglo XVIII. Barcelona: Ariel, 1978.
  • —— «Inquisición, erotismo, pornografía y normas literarias en el siglo XVIII», Anales de literatura española (1983) 2: 509-529.
  • —— «Viaje a la cara oculta del setecientos», NRFH (1984), XXXDI 1: 4-33.
  • —— «La inquisición y normas literarias en el siglo XVIII. Erotismo y pornografía», en Lecturas y lectores del discurso narrativo dieciochesco. Amsterdam: Rodopi, 1987: 24-41.