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R. A. N. Nicholson, Studies in Arabio Poetry, p. 59.

 

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«¡Oh!, si mirasen los pecadores cuán en posta corre el mundo; cómo se acaban los reyes en breve; cómo fenecen los sumos pontífices y los príncipes y poderosos, para que no amasen cosa tan inconstante y variable» (Beato Alonso de Orozco, Victoria de la muerte, cap. 20). «No hay embaidor semejante al mundo; no hay nigromántico tan sutil que así forme en el aire torres de viento y figuras hermosísimas... Todo camina con cautela y engaño; todo va fundado sobre falso... Cuando no hubiera en el mundo otra cosa, sino esta fiera de la muerte, que tan suelta, libre y cruel anda, no dejando ramo verde, ni fuente clara y pura que no corte y enturbie...» (Alonso de Cabrera, Sermones, en Nueva Bib. Aut. Esp., III, p. 282).

 

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La contraprueba de ello nos la da en seguida el Dom Juan de Molière, que vive entre engaños, con firme conciencia de que son engaños: sabe que no «se sabe». «Sganarelle. Comment, Monsieur, vous êtes aussi impie en médecine? Dom Juan. C'est une des grandes erreurs qui soient parmi les hommes... Pourquoi veux-tu que j'y croie?» (III, 1). Pero hay algo en que además cree y que da a su vida un cimiento de realidad sustancial y terrena. Cuando el mendigo se niega a jurar, según le exige don Juan pata entregarle un luis de oro, aquel racionalista del siglo XVII acaba por dárselo a pesar de todo: «Va, va, je te le donne pour l'amour de l'humanité» (III, 3). Volvemos a hallar así el mismo radical contraste entre España y Francia ya observado en el siglo XI y en el XIII (Santiago y la cabeza del Bautista en Saint-Jean-d'Angely; los reyes que curan lamparones y Alfonso el Sabio que se burla de ellos; los caballeros de la Crónica general que esperaban ir al cielo muriendo a manos de los moros y el «seigneur» de Joinville que lanzaba aquel «nous ne le crûmes pas», precursor de las denegaciones críticas del don Juan molieresco). Creencia a un lado del Pirineo; averiguación cognoscitiva, al otro. Gentes recluidas en el paraíso o en el infierno de sus propias almas, gentes que se olvidan de lo que sienten dentro de ellas para salir a averiguar qué sean la realidad y la humanidad en torno.

 

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Dice Tirso de don Juan: «Como no le entreguéis vos / moza o cosa que lo valga, / bien podéis fiaros de él; / que en cuanto en esto es cruel, / tiene condición hidalga» (El burlador de Sevilla, mi edición, II, pp. 161-165).

 

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The Dove's Neck-Ring, trad. Nykl, pp. 106-107. D. K. Pétrof piensa que Ibn Ḥazm se refiere en este caso a «la figura enigmática de Ibn Abī ‘Āmir, que todo el mundo conoce como Almanzor» (p. XXVII del prólogo a la edición árabe de Ṭawq al-Ḥamāma, Leyden, 1914).

 

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Sería fácil, por otra parte, demostrar con «hechos» que la tradición literaria del burlador se desarrolló en el marco del gran señor y de la esclavilla, del caballero y de la villana. Las serranillas del marqués de Santillana ven el tema desde el lado del gran señor, como un espectáculo objetivado y elegante. Cuando a fines del siglo XV el villanaje adquiere voz literaria en la Celestina y en las églogas de Juan del Encina, entonces el tema aparece así: «Mingo. Estáte queda, Pascuala; / no te engañe este traidor, / palaciego burlador, / que ha burlado otra zagala. / Escudero. Hideputa avillanado, / grosero, lanudo, tosco» (J. del Encina, ed. Biblioteca Románica, p. 67). En la obra de Tirso, siempre que el villano Batricio intenta oponerse a las galanterías de don Juan con su esposa Aminta, el caballero le dice: «¡Grosería, grosería!» (El burlador de Sevilla, III, p. 1). La novedad de Tirso consistió en introducir también a la gran señora junto con las villanas engañadas, porque la nobleza era sentida entonces como oquedad y negación de sí misma, y tal era ya la forma en que el español del siglo XVII se enfrentaba con su vida.

 

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Un tenorio, nacido del drama de Zorrilla (1844), es una reencarnación de don Juan y no habría existido sin éste. El Diccionario de la Academia usa la palabra («donjuanesco, propio de un don Juan»), pero no la registra, aunque s. v. Juan refiere a don Juan.

 

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No es que tales nombres falten en absoluto (nonio, quevedos, simón), pero son escasos comparados con los correspondientes extranjeros, y salvo nonio (invento del judío portugués Núñez), no se refieren a cosas inventadas o hechas por una persona. Nonio proviene además de Nonius, latinización de Núñez.

 

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Recordemos que cuando el peregrino griego puso en duda el auxilio personal de Santiago en la conquista de Coimbra, el apóstol se le apareció y le mostró las llaves de la ciudad que iba a entregar al rey Fernando I.

 

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Qādaho 'le trajo un caballo'; qāda 'actuó como alcahuete respecto de su propia mujer, por haber recibido un regalo de caballos' (Lane, Lexicon). Nótese una vez más el carácter migratorio de la noción de persona: la misma palabra designa al alcahuete y al alcahueteado, porque en éste se infunde la condición de quien le trajo el regalo. Digamos al paso que ahora se entiende el pleno sentido «histórico» de regalar el comendador de Ocaña unas magníficas muías a Peribáñez, para ganar su voluntad y seducir luego a su mujer:

LUJÁN.
Yo no he visto
mejores bestias, por tu vida y mía...
COMENDADOR.
¿De qué manera, di, Luján, podremos
darlas a Peribáñez, su marido,
que no tenga malicia en mi propósito?

Luján actúa entonces como gawwād:

Llamándole a tu casa, y previniéndole
de que estás a su amor agradecido.
Pero cáusame risa en ver que hagas
tu secretario en cosas de tu gusto
un hombre de mis prendas.

(Lope de Vega, Peribáñez, I, p. 15)                


La condición de alcahuete se infunde en el lacayo Luján, que tiene conciencia de haber entrado en él ese nuevo tipo de vida. Quien conozca en detalle la lengua y el mundo musulmán podrá ensanchar considerablemente la perspectiva islámica del arte de Lope de Vega, no menos efectiva en su obra que la cristiano-medieval y la renacentista.