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41

Historia de los amores de Bayāḍ y Riyāḍ (texto árabe anterior al siglo XIII), trad. A. R. Nykl, pp. 13, 18.

 

42

Thousand Nights and a Night, trad. R. F. Burton, Londres, 1894, I, p. 9. En realidad la poesía española no adoptó sin reservas estos rasgos islámicos sino durante el llamado «siglo de oro», cuando surge lo que a primera vista parece sólo hipérbole barroca: «¿Quién es esta diosa humana, / a cuyos divinos pies, / postra el cielo su arrebol? / [...] Amanecer / podéis, y dar alegría / al más luciente farol» (Calderón, La vida es sueño, II, p. 5.). Dámaso Alonso encuentra en un poeta toledano del siglo XI una descripción del gallo análoga a la muy célebre de Góngora: «y -de coral barbado- no de oro / ciñe, sino de púrpura, turbante» (Al-Andalus, 1943, VIII, p. 145). Los cristianos castellanos tardaron siglos en ir asimilando la ascética, la mística, los procedimientos de la narración novelística y de la metáfora poética, presentes en la literatura de sus compatriotas moros; algún día se hablará de ello con la misma naturalidad que decimos que Virgilio y Ovidio se hallan inclusos en la literatura del Renacimiento y del Barroco.

 

43

«Tu rostro es un sol, y con las nubes de tus rizos extiendes tinieblas de noche sobre su resplandor. Ofra lava sus ropas en el agua de mis lágrimas, y las tiende a los rayos de su sol. Era como un sol que, al surgir en el horizonte, enrojeciese las nubes del alba con la hoguera de su luz».

 

44

«Cuando todo el mundo se oscurece, el lugar donde ella está se torna resplandeciente» (Cercamón, ed. Jeanroy, p. 2).

 

45

Chrestomathie, de Bartsch, p. 193.

 

46

Aunque tal vez sea ocioso, observaré que nada tiene que ver la tardía poesía latina con el estilo arábigo-románico de los textos citados. Se lee en Petronio:


«Ipsa tuos cum ferre velis per lilia gressus,
Nullos interimes leviori pondere flores...».


O en Venancio Fortunato:


«O Virgo miranda mihi, placitura jugali,
clarior aetheria, Brunichildis, lampade fulgens,
lumina gemmarum superasti lumine vultus...
Sapphirus, alba, adamans, crystalla, zmaragdus, iaspis
cedant cuncta: novam genuit Hispania gemma...».


Los ejemplos se encuentran en G. Errante, Sulla lirica romanza delle origine, Nueva York, 1943, pp. 210, 223. En esos versos la mujer bella es «como» una lámpara refulgente, como una gema preciosa; su paso es tan leve que bajo él, los lirios permanecen erguidos. Mas nótese que en ningún caso emana de la mujer la virtud propia de la luz o de la gema; no es en suma un ser irradiante que transmite su existir a las cosas próximas a ella, en difusión y confusión valiosas.

 

47

Véase A. R. Nykl, The Dove's Neck-Ring, p. CIII.

 

48

Fol. 18, apud A. G. de Amezúa, Lope de Vega y sus cartas, 1936, p. 349. No conozco de este libro, sino el pasaje citado por Amezúa. Sobre el autor da algún dato Nicolás Antonio, Bibl. Nova, X, p. 806. Fray José era carmelita descalzo y llegó a ser general de la orden. Por lo visto tomó estado religioso pasada la juventud, y en el siglo se llamó don Francisco de Quiroga; era, se cree, pariente del cardenal don Gaspar de Quiroga. Añade Nicolás Antonio: «At religiosum statum professus vere sacrum Deo induit hominem nudatus veteri». ¿Cómo conocería el «hombre viejo» los rasgos sutiles del estado amoroso según los árabes? Siendo fraile, se hizo notar por su espíritu místico, cosa explicable en quien seguía la huella de san Juan de la Cruz. Murió en 1629. Lamento conocer tan poco de su libro, y más aún sobre el trasfondo de la vida monacal en aquel tiempo, porque sigo sosteniendo que la historia de España no nos dará muchos de sus esenciales aspectos hasta tanto no penetremos en la selva encantada de su vida religiosa. Algo hice ya al analizar desde nuevos puntos de vista la historia de la Orden de San Jerónimo. Impresiona de veras el hallar destellos de un tratado de amor musulmán en la obra de un hijo espiritual de san Juan de la Cruz.

 

49

Trad. de Nykl, pp. 15 y ss. Los «indicios del amor» son tema usual en la literatura árabe, muy interesada -por motivos que hemos explicado ya- en las relaciones entre la vida corporal y la espiritual, en el estudio de temperamentos y fisonomías. Ibn ‘Arabī, siglo y medio después de Ibn Ḥazm, da una versión «a lo divino» del tema de cómo se refleja el amor en la persona del que ama: «Fenómenos que se observan en los que aman a Dios. Consunción. Languidez, Locura de amor. Suspiros. Melancolía amorosa... La locura de amor es fenómeno propio de aquellos cuyo amor es tan violento que van errantes de acá para allá, como locos, sin rumbo ni orientación fija. Pero al que mejor cuadra este calificativo es al que ama a Dios» (Fotūḥāt, trad. Asín, en El Islam cristianizado, pp. 496 y ss.).

 

50

Esto es capital para entender el fatalismo de Juan Ruiz: «yo creo los estrólogos verdad naturalmente» (140); es decir, creo ser verdad lo que dicen, dentro del orden natural; «pero Dios, que crió natura e açidente, / puédelos demudar e fazer otramente, / segund la fe católica, yo desto so creyente» (140). El autor nada entre la fe islámica en el hado (fundido con Dios, e igual para Juan Ruiz al ineluctable suceder de la naturaleza), y la fe cristiana en la Providencia divina, o más bien, en el poder divino de desviar los sucesos naturales mediante un milagro. El incluir el acontecer humano en el área de la fatalidad natural, inclina la balanza hacia el otro lado. Lecoy, en sus Recherches sur le Libro de Buen Amor, p. 193, dice que «esto aparece como una excepción en la literatura. Juan Ruiz se muestra más próximo al vulgo que a los doctores». ¿Pero no eran doctores los sabios hispano-judíos? «El temor de Dios protege al hombre contra lo decretado por los cuerpos celestes» (Ibn ‘Ezra, The Beginning of Wisdom, R. Levy y F. Cantera, eds., p. 152). Vemos así cómo vuelve a deformarse el sentido de las palabras del arcipreste al sacarlas de su esfera vital.