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El libro y la edificación

Solange Hibbs-Lissorgues






Iglesia y lectura: una desconfianza profundamente arraigada

La proliferación de impresos que se desarrolla a lo largo del siglo y con aún más pujanza después de 1850, representa a los ojos de la Iglesia un fenómeno de particular gravedad, porque amenaza el monopolio ideológico clerical y favorece la lectura, acto subversivo por definición, ya que despierta las pasiones y la curiosidad. Hay que guardarse de la curiosidad que lleva en sí el germen de los conocimientos vedados al hombre y optar por la sabiduría de la fe que supone la ignorancia con respecto a las cosas del mundo. Evidentemente este discurso refleja la visión profundamente negativa del hombre contenida en la doctrina cristiana. Si el alma se contamina con las ideas de los malos libros «endulzados y colorados por la imaginación» es porque el hombre sufre de «anemia espiritual». El origen de la incapacidad del hombre a resistir al mal se ha de buscar en la misma naturaleza humana dañada por el pecado original.

La violencia de las advertencias y condenas refleja la preocupación de una institución eclesiástica, cuyo poder sobre las conciencias y el tejido social había sido omnipresente hasta entonces. Aunque la Iglesia española contaba, mediante la censura, con un sistema de disuasión y represión estructurado desde hacía mucho tiempo y disponía de medios eficaces de transmisión de consignas y órdenes a distintos niveles, no podía mantenerse al margen de la profunda e ineludible transformación que se producía en el ámbito de la comunicación social. Independientemente de los acontecimientos políticos y religiosos que, desde principios de siglo, habían reducido considerablemente su hegemonía (desamortizaciones, supresión de las órdenes religiosas), los progresos del liberalismo (libertad de pensamiento, de expresión, de cultos), el acceso de nuevos públicos a la cultura, la supresión de la censura previa y el nuevo contexto legislativo hacían cada vez más difícil el control ideológico de la Iglesia (Botrel, 1982: 125).

El peligro residía no solo en la masificación del impreso, lo que suponía que la Iglesia ya no podía controlar la totalidad de la producción, sino también en una secularización que ponía en competencia la literatura piadosa y otro tipo de lecturas como la prensa y la llamada literatura recreativa. Sin lugar a dudas la lectura de novelas es la que más reticencias suscitaba por parte de los estamentos eclesiásticos, que consideraban esta literatura «más propensa a corromper la mente y el corazón que a distraer honestamente al lector» (Jamin, 1829: 286).

Aunque a lo largo del siglo la Iglesia intentó mantener el control tradicional sobre la producción intelectual, su actitud, así como la de distintos sectores del catolicismo, no fue monolítica. Se produjeron intentos de adaptación a las nuevas realidades sociales y culturales y la acción militante de los católicos se manifestó en varios ámbitos. La reconquista espiritual acometida por los estamentos eclesiásticos y los fieles estimuló la demanda y la producción en materia de literatura religiosa y piadosa y facilitó la instauración de una eficiente organización material y cultural de producción de libros religiosos. Tampoco faltaron iniciativas en materia de prensa y literatura recreativa. La Iglesia no quiso quedarse al margen de la socialización de la lectura: a partir de la década de los 50 y hasta bien entrado el siglo XX, se acometieron notables esfuerzos para organizar redes de bibliotecas, apostolados de la buena prensa, obras de buenas lecturas, y fomentar colecciones de novelas edificantes en las distintas parroquias y diócesis. Siempre bajo la estricta vigilancia eclesiástica, relaciones privilegiadas se fraguaron entre las librerías religiosas y estos centros de buenas lecturas que funcionaban como auténticas sucursales de la Iglesia.

Con estas iniciativas se trataba de mantener la fidelidad de los públicos tradicionales y captar a nuevos lectores.




Públicos y comportamientos lectores

¿Cuáles eran la clientela y los distintos públicos a los que se destinaba la producción editorial católica y cuáles eran las prácticas de lectura que podían ser a la vez una incitación y una respuesta en lo que se refiere al impreso?

Resulta muy difícil saber qué públicos atañe realmente la literatura religiosa y recreativa y de qué manera los afecta. Si tenemos en cuenta las desengañadas reflexiones que hacen, a finales del siglo XIX, escritores y editores católicos acerca del escaso número de lectores en España, resulta aún más problemático establecer el perfil sociológico de los lectores.

Aunque resulta utópico intentar hacer una sociología de los lectores a los que se destinaba la producción editorial católica, existen elementos cuantitativos que constituyen una base para distinguir distintos públicos. A este respecto, los datos proporcionados por los centros de difusión de buenas lecturas (obras y apostolados de buenos libros, de la buena prensa, bibliotecas) y por los catálogos de los editores más activos representan indicios apreciables. Un primer dato significativo es la presencia constante y cada vez más representativa desde los años 1840 de obras de literatura recreativa en los catálogos de las editoriales más conocidas. El elenco de obras amenas propuestas en los catálogos se extiende progresivamente y a partir de 1860 los públicos potenciales se diversifican. La producción autóctona de novelas edificantes ocupa un lugar cada vez más privilegiado en la selección de obras propuestas y entre las glorias nacionales se destacan autores como Fernán Caballero, cuyas novelas y leyendas se vuelven a editar incansablemente de 1850 hasta finales de siglo; o Francisco Navarro Villoslada, cuyas obras Doña Blanca de Navarra (1846), Amaya o los vascos en el siglo VIII (1879) propuestas por los editores Gaspar y Roig y Tejado en Madrid alcanzan más de diez ediciones1.

Algunos novelistas católicos que pusieron su pluma al servicio de la «sana literatura recreativa» tuvieron un éxito comercial considerable y se especializaron en función de determinados públicos. Fue el caso de Antonia Rodríguez de Ureta, originaria de Asturias, inspectora de educación y directora del seminario La Semana Católica de Barcelona (1889-1902). De algunas obras suyas se editaron más de 2000 ejemplares y fueron reeditadas por lo menos tres veces. En la segunda mitad del siglo XIX, se produce un esfuerzo notable para popularizar la amena literatura y bibliotecas así como colecciones destinadas a públicos distintos (mujeres, jóvenes y niños, clase obrera, familias cristianas) florecen en los catálogos. La diversificación del lectorado, los progresos materiales de la edición y la extensión de medios eficaces de difusión de esta literatura (prensa, obras de buenas lecturas...) son las causas más evidentes de esta popularización.

Por lo que se refiere a la literatura piadosa y catequística, la producción, en regular aumento desde la década de 1830, fue abundantísima. Especialistas en la historiografía religiosa en el siglo XIX como Manuel Revuelta destacan que en materia de libros y manuales religiosos «la producción fue extraordinaria durante los años cincuenta» y que si se tradujeron multitud de obras extranjeras, «la producción indígena es también abundantísima» (Revuelta, 1989: 296-297).

El aumento global de la producción impresa destinada a una clientela católica, el esfuerzo de diversificación acometido tanto por la institución eclesiástica como por los laicos (editoriales, asociaciones católicas, apostolados y obras de buenas lecturas) reflejan la emergencia de nuevos públicos y la necesidad, expresada reiteradamente por la Iglesia, de conservar una masa de lectores tradicional pero capaz de dejarse seducir por ofertas poco ortodoxas. El especial cuidado con el que la institución eclesiástica impone restricciones a la lectura en general deja suponer, y muy especialmente en lo que se refiere a la lectura recreativa y a la prensa, que muchos católicos no respetaban los consagrados mandamientos2.

En la medida en que el impreso se había convertido en una cátedra cuyos efectos en la opinión católica eran incontrolables, se sentía la necesidad de recuperarlo y neutralizarlo.




Las prácticas en materia de lecturas

Pero ¿cuáles son las prácticas sobre las que se asienta la producción de la lectura piadosa y recreativa? Probablemente coexistían prácticas distintas: lectura colectiva en familia o en determinados ámbitos sociales y religiosos, lectura «obligatoria» o normativa que responde a fines educativos y profesionales, lectura extensiva que supone el acceso a textos nuevos (novela, prensa) y que se sustituye a la lectura repetitiva de los mismos textos y obras. Estas prácticas estaban determinadas en gran medida por el tipo de obras propuestas a los católicos, por los distintos géneros y autores a los que podían aficionarse los lectores.

La práctica de la lectura colectiva, muy arraigada según los numerosos testimonios de la época, se alimentaba ante todo de los textos religiosos: devocionarios, catecismos, vidas de santos constituyen un medio de aprendizaje de la lectura y un instrumento de cohesión social. Si en La Familia de León Roch (1878) María Egipcíaca y Luis Gonzaga leen «vidas de santos, única lectura que en aquellas soledades era posible» (Pérez Galdós, 1979: 52), parece ser que los santorales nutren la piedad y las lecturas colectivas de los obreros del establecimiento de la Librería y Tipografía Católica de Barcelona3. En cuanto a Francisco Zabalbide, en Paz en la guerra, lee con su tío materno y la criada la vida de santos y reza el rosario en voz alta (Unamuno, 1923: 58).

La lectura colectiva en familia de un libro piadoso es atestiguada por La Ilustración Católica, que deplora que esta práctica sea amenazada por los progresos de la sociedad moderna porque «[en España] las devociones siguen siendo muy importantes y el pueblo reclama con fervor la protección de los santos» (La Ilustración Católica, 28/1/1879: 211).

En los últimos decenios del siglo, la proliferación de las órdenes y congregaciones religiosas que quieren cumplir las tareas apostólico-educativas que la Iglesia se había fijado, es un fuerte incentivo para la publicación de impresos y revistas religiosas destinadas a la lectura normativa. Enrique Ossó y Cervelló indica claramente en el reglamento de la Compañía de Santa Teresa que «las jóvenes cristianas que están bajo la protección de Santa Teresa deben formar un batallón de tropas aguerridas contra el mal» y que uno de los medios más eficientes para lograrlo es la intensa dedicación a lecturas religiosas (Ossó y Cervelló, 1898: 7).

A mediados del siglo, cambian las prácticas de lectura de determinados grupos como la familia y, más particularmente, las mujeres. La socialización de la lectura que conlleva una oferta más diversificada genera comportamientos nuevos. Después de haber aprendido a leer y a meditar con textos religiosos, las mujeres y los miembros de la familia, más particularmente los jóvenes, modifican su comportamiento en materia de lectura: ya no se trata de leer exclusivamente textos religiosos, sino también novelas, revistas y la prensa en general. La mayor difusión de la prensa leída en familia o en gabinetes de lectura, el desarrollo de las llamadas «novelas del tiempo presente» en relación inmediata con la realidad contemporánea propician nuevos centros de interés. La lectura extensiva de textos distintos se sustituye a la lectura repetitiva del mismo tipo de impreso. Este cambio en la práctica de lectura puede notarse especialmente con determinados públicos.




La emergencia de nuevos públicos

La clientela tradicional a la que se destinan los impresos religiosos es más fácilmente identificable que otras. Si nos referimos al clero regular y secular se puede notar que la literatura religiosa profesional (impresos y revistas especializadas) aumenta y este incremento refleja la progresión de una clientela que se duplica entre 1875 y 1920 (Botrel, 1982: 128).

Pero otros públicos como los jóvenes y las mujeres merecen, a juicio de la Iglesia, esfuerzos especiales. Editores como Olamendi y Subirana, que publican colecciones y bibliotecas de obras amenas destinadas a los jóvenes, o Antonio Bastinos, cuya librería era a finales de siglo uno de los principales centros encargados de nutrir escuelas primarias, institutos de segunda enseñanza, justifican su empeño editorial a favor de los niños por la curiosidad y la especial receptividad de este público:

[...] Uno de los sentimientos que más pronto se despiertan en los niños es el de la curiosidad [...] ¿Por qué, pues, no hemos de explotar esta inclinación que la Providencia parece haber colocado en la entrada de la vida?


(Subirana, 1876: 8)                


En cuanto al público femenino, constituye, como la juventud, una meta privilegiada. La mujer es en la cultura católica la perpetuadora de las costumbres cristianas y por lo tanto la más segura aliada de la Iglesia en el hogar doméstico. Múltiples recomendaciones y advertencias la guían en el peliagudo sendero de la lectura, especialmente peligrosa cuando se trata de novelas. Aunque una mujer que se dedica a la lectura de una obra que no sea piadosa siempre resulta sospechosa, destacados miembros del clero como el obispo de Jaca, Antolín López Peláez, expresa una postura compartida por amplios estamentos eclesiásticos al afirmar la nueva importancia de la mujer, su extraordinario interés por la lectura en general y la necesidad de producir buenas lecturas para el público femenino (López Peláez, 1905: 141).

La emergencia de las mujeres lectoras a partir de 1850, aunque se trata especialmente de mujeres de la clase media y de ámbitos sociales con mayor acceso al «consumo» cultural, suscita un interés particular por parte de los editores. Sin lugar a dudas, a lo largo del siglo XIX, el porcentaje de mujeres lectoras sigue siendo irrisorio: en 1870 solo un 10% de las mujeres saben leer (Marrades / Perinat, 1980: 29). Sin embargo el constante incremento de publicaciones y revistas destinadas a las mujeres, especialmente en Barcelona y en Madrid, y la participación cada vez más significativa de escritoras en la prensa y la producción novelística apunta hacia cambios de comportamiento notables. Además en las últimas décadas del siglo, los efectos conjuntos de la urbanización de la industrialización y de la mayor sociabilidad de las mujeres obligan la Iglesia a adaptarse a las clasificaciones de la ciencia laica y a definir conforme a tipologías más precisas el mundo femenino indiferenciado hasta entonces (De Giorgio, 1991: 173). Un renovado interés se manifiesta con respecto al estatuto femenino: la mujer criada, la mujer obrera, la mujer burguesa representan públicos específicos que conviene encauzar.




Una prolífica literatura religiosa

Desde 1840 hasta finales del siglo, un número asombroso de obras piadosas salieron de las imprentas de los editores católicos. Esta extraordinaria producción puede incitarnos a pensar que numerosos fieles alimentaban con ellas su reflexión y su fe. Resulta evidentemente difícil, por no decir imposible, determinar la influencia real de esta literatura sobre los católicos, aunque las tiradas y reediciones indican que todos los ámbitos están implicados de manera más o menos intensa según el área sociocultural. La mayor parte de esta producción religiosa depende de grandes centros editoriales como Barcelona, Madrid, Sevilla y Valencia. La práctica de las ventas ambulantes y la difusión de este tipo de literatura mediante las redes de librerías católicas, de obras, apostolados y bibliotecas que proliferan en las últimas décadas del siglo contribuyen a distribuir de manera extensa este aluvión de impresos4.

Algunas de las características de esta literatura merecen destacarse: es una literatura que cultiva géneros fijos (breviarios, misales, catecismos, ejercicios espirituales, manuales eclesiásticos, santorales), que se destina a públicos específicos (mujeres, jóvenes, eclesiásticos, familias), pero que intentará diversificarse con el auge de nuevas devociones. Además sigue siendo en su conjunto muy dependiente culturalmente de Francia e Italia, como lo reflejan las numerosas reediciones de «clásicos» extranjeros propuestos en los catálogos de este período.

En efecto las obras de apologistas conocidos como las del Abate Gaume (1802-1879), El libro de los confesores (1848) y El catecismo de perseverancia (1851) o de Gaston de Ségur (1820-1881), Respuestas a las objeciones contra la religión (1851) fueron reeditadas varias veces hasta finales del siglo por los editores más conocidos como Miguel Casals, Pablo Riera y Miguel Olamendi5.

A estos nombres muy populares en el siglo XIX, hay que añadir los de Alfonso de Liguori (1696-1787), que exalta una devoción centrada en el Cristo y la Santa familia y cuyas obras como Visitas al santo sacramento (1711), reeditadas 25 veces en Francia, conocieron una extraordinaria difusión en España hasta bien entrado el siglo XX. También puede mencionarse Jean-Nicolas Grou (1731-1803), que impulsó la teología «del amor divino» en El interior de Jesús y María (1815) y El predicador del amor de Dios (1796), obra traducida por Joaquín Rubio y Ors en 1879 y cuya sexta reedición sale en 1880.

Conocidas personalidades religiosas del siglo XIX impulsaron una auténtica labor de popularización del impreso religioso y organizaron entidades que fueron instrumentos eficientes para la edición y difusión de la literatura piadosa. Una de ellas fue Antonio María Claret (1807-1870), promotor incansable de bibliotecas populares y parroquiales y de la Librería Religiosa de Barcelona. Desde su fundación en 1846, la Librería del Padre Claret decide vender los libros a bajo precio y repartir folletos y obras gratis. Concretamente las iniciativas de este eclesiástico desembocaron en una producción multiforme de devocionarios, catecismos, guías de buena conducta cristiana para todas las clases sociales. Las ediciones de los primeros años representan tiradas de 2.000, 4.000, 6.000 y 8.000 ejemplares pero después de 1860, las obras publicadas alcanzan hasta 20.000 ejemplares.

Hay que mencionar también al arzobispo de Barcelona, Enrique de Ossó y Cervelló (1840-1896), fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús (1873) y cuya obra más popular ¡Viva Jesús! El cuarto de oración (1874) alcanzó su trigésima edición en 1930. Ossó y Cervelló, que es uno de los renovadores de la pedagogía catequística en España, comprendió la importancia de las asociaciones y cofradías católicas para la difusión del libro religioso. A estos nombres conviene añadir el del eclesiástico catalán Félix Sardá y Salvany (1844-1916), prolífico apologista cuyas Hojas de propaganda católica, destinadas a las clases más humildes, se repartían en miles de ejemplares y cuyos artículos de teología popular se editaron en la conocida colección Propaganda Católica.

Si el éxito de esta literatura religiosa se explica en gran parte por la utilización de medios promovidos por el progreso técnico, también se justifica por el hecho de que es la manifestación de un nuevo impulso de espiritualidad sentimental favorecido por Roma y por el papado, por un catolicismo «ávido de unidad y universalidad» (Pierrard, 1984: 8). Esta piedad muy afectiva, opuesta al racionalismo del siglo XVIII y al rigorismo jansenista, impregna el mundo católico de 1840 a 1860.

La voluntad de la Iglesia de encauzar la sensibilidad religiosa hacia una mayor exteriorización ha generado una literatura religiosa destinada a promover un incansable fervor. Florecen «manojitos», «ejercicios espirituales», almanaques, calendarios y revistas, destinados a clases sociales distintas y en los que se fundamenta una cultura religiosa privada y doméstica adaptada a cada momento de la vida.

Los católicos tenían a su alcance una gran variedad de obras entre las que podían elegir de acuerdo con sus posibilidades económicas y su condición social. Casi todos los editores y libreros católicos disponían de un amplio surtido de obras económicas y más lujosas (en rústica, en percalina, en pasta, en piel de color y relieves, en lujoso cartoné) y se preocupaban por adaptar su producción a públicos distintos. Es el caso del establecimiento de Valencia, La Propaganda Católica que proponía un Pequeño devocionario para uso de las personas muy ocupadas en negocios temporales (1896).

Pero si esta literatura, en la que parecen predominar la apologética y la pedagogía moral, alimenta en gran parte la fe de los católicos de aquella época, algunos apologistas y teólogos produjeron una obra más exigente a nivel intelectual y espiritual. Conviene citar a miembros del episcopado y del clero como Joseph Torras i Bages, Idelfonso Gatell, Eduardo Villarrasa, Jaume Collell, Antonio María Claret, Antolín Monescillo y José Morgades, que consideraban que las manifestaciones de la fe y el auge de nuevas devociones eran elementos primordiales de la estrategia de reconquista cristiana de la sociedad. De manera significativa, en 1890, José Morgades tituló una de sus pastorales dedicadas al Sagrado Corazón de Jesús Exhortación pastoral al clero y fieles de su diócesis sobre la Devoción al Sagrado Corazón de Jesús y la cuestión obrera. Sus preocupaciones pastorales y su compromiso misionario reflejan la voluntad de determinados sectores de la Iglesia de seguir las exhortaciones de León XIII y más particularmente las recomendaciones de la encíclica Inmortale Dei (1885) y las nuevas exigencias de la «modernidad». Estas consideraciones son las que expresa Torras i Bages en El Clero en la vida social moderna (1883), obra conocida que subraya la necesidad de una mayor sensibilidad histórica por parte del clero.

En la segunda mitad del siglo XIX, la Iglesia católica española se esfuerza por ocupar todo el espacio religioso, encauzar la piedad y el fervor de los fieles y favorecer un nuevo espíritu pastoral. Esta cultura religiosa privada y colectiva, nutrida de tradiciones profundamente arraigadas en la sociedad española, tuvo un peso considerable sobre la doctrina y las prácticas de los católicos en materia de literatura recreativa.




La literatura recreativa o «instruir deleitando»

Además de la prolífica literatura de piedad y devoción, el público católico disponía de un fondo relativamente abundante de obras recreativas y edificantes publicadas con la aprobación de la autoridad eclesiástica. Parece difícil medir el impacto de esta literatura. ¿Se trata de una literatura reservada a una élite o por el contrario de una producción destinada a un público extenso? Desde 1845 hasta finales del siglo se superponen varias estrategias en materia de literatura edificante. Si en un primer momento editores y libreros católicos se muestran particularmente reacios a difundir «este veneno del alma» y solo proponen con cierta reticencia traducciones y adaptaciones de obras difundidas por establecimientos conocidos como Mame en Tours o la librería católica internacional Casterman en París, la producción de obras recreativas autóctonas se amplía y diversifica en las últimas décadas del siglo. Algunos establecimientos, como El Sagrado Corazón de Bilbao, no vacilan en afirmar que conviene «popularizar» la amena literatura y adaptarla a nuevos públicos.

En la segunda mitad del siglo XIX, varios editores y libreros «ortodoxos» que se benefician del beneplácito de las autoridades eclesiásticas y someten escrupulosamente su producción a la censura religiosa, ofrecen un fondo cada vez más sustancial en materia de literatura recreativa. Es el caso de Subirana, Antonio Guijarro, Antonio Pérez Dubrull, Miguel Olamendi, Eusebio Aguado e incluso Juan y Eulalia Piferrer, cuya fama se debía a la publicación especializada en el siglo XVIII de catecismos. Todos estos libreros y editores convencidos de la utilidad moral de la literatura recreativa proponen bibliotecas y colecciones de novelas edificantes (Botrel, 1982: 141-143).

Durante este período surge una auténtica «internacional» de buenas lecturas, de novelas edificantes que se apoya en un intercambio mucho más importante de lo que podría sospecharse a primera vista entre editoriales católicas de distintos países. Las tradiciones nacionales y los acontecimientos específicos de la historia de cada nación influyeron en los comportamientos y las tácticas de los católicos españoles, franceses e italianos, pero la institución eclesiástica, muy dependiente de Roma, es una superestructura que ha utilizado los mismos medios y ha tenido el mismo peso en el mundo católico.

Es de notar que para la mayoría de los escritores católicos que se comprometen a producir novelas, el modelo es el de los escritores católicos extranjeros. En 1853, Fernán Caballero reconoce que «hay en otros países una clase de literatura amena, que se propone por objeto inocular buenas ideas en la juventud» (Ferraz, 1992: 963). Las exhortaciones para apoyarse en la literatura amena extranjera surtieron efecto y, desde 1850 hasta finales del siglo, independientemente de las adaptaciones que hicieron algunos novelistas como Gabino Tejado, Antonia Rodríguez de Ureta y otros de algunas obras muy difundidas en Francia y en Italia, la producción autóctona acabó ocupando un espacio privilegiado en los catálogos de la época. Algunos escritores disfrutaron de un éxito notable: José Selgas, Manuel Polo y Peyrolón, Francisco de Paula Capella, José Pallés, Antonio Trueba, Modesto Hernández Villaescusa. Novelas que pueden parecer insulsas como La mujer fuerte (1859) del tradicionalista Gabino Tejado, reeditada seis veces, El alma enferma (1882) de Pilar Sinués del Marco con más de 3 reediciones o Las ruinas de mi convento (1871) de Fernando Patxot, cuya séptima edición se publicó en 1876, contaban sin lugar a dudas con un público extenso y estaban más presentes en los catálogos católicos que las obras de José María de Pereda.

Podrían citarse otras glorias nacionales como Fernán Caballero o Francisco Navarro Villoslada, cuyas obras se volvieron a editar incansablemente a lo largo del siglo. Resultaría fastidioso seguir con una enumeración ya bastante significativa. Lo que conviene resaltar es la importancia de la novela edificante durante este período. Estas obras, a veces ilustradas y cuyo argumento se ceñía a finalidades ante todo moralizadoras, han sido probablemente tan leídas como las novelas de un Pérez Galdós o de un Pereda6. Aunque no sabemos qué públicos afectaban o de qué manera podían influir en los lectores, no puede infravalorarse esta «democratización» del género novelesco.

El control ideológico del conjunto de la producción impresa no parece plantear problemas de mayor gravedad a la Iglesia. Los editores católicos que someten sus obras a la censura eclesiástica hacen una profesión de fe y se benefician de una garantía de ortodoxia que atañe a la vez a la producción y a los empleados. Además la institución eclesiástica dispone mediante la censura de un sistema de disuasión y represión muy estructurado. Sin embargo, si puede contar con aliados eficientes con los editores-libreros católicos, tiene que enfrentarse con una situación mucho más compleja cuando se trata del comportamiento individual de los fieles. Pastorales, sermones, encíclicas destilados en la prensa católica y especialmente en los boletines eclesiásticos siguen constituyendo hitos insoslayables en el camino del «perfecto cristiano».






Documentos


Y ¿por qué no he de leer yo todo lo que quiero?

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Félix Sardá y Salvany, La Propaganda Católica, 1894. Transcripción de A. Viñao.




Obra social de los Premios personales y fomento de lecturas gratuitas

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Últimas páginas de Manuel García-Sañudo y Giraldo, Romance de pobres almas (impresiones y esbozos), Madrid, Patronato Social de Buenas Lecturas, 1916 [Biblioteca de la «Cultura popular»]. Transcripción de J.-F. Botrel.





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