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El libro y la Inquisición

Gérard Dufour



Pese a la existencia de la férrea censura previa del Consejo de Castilla que garantizaba que todo libro publicado en España no contenía cosa contra la Fe ni buenas costumbres (Domergue, 1982), el Santo Oficio de la Inquisición -fiel a su sistema general de control de las conciencias- obligó a todos y cada uno de los españoles a transformarse en censor de las obras que leían y a denunciarle cualquier texto que ultrajase a la Iglesia y los principios de la religión católica.






ArribaAbajoDe la denuncia a la prohibición

Contrariamente a lo que pasaba con las personas, los inquisidores admitían las delaciones anónimas cuando se trataba de libros. Así que no pocos lectores, temerosos de conservar una obra que hubiera podido acarrearles graves problemas en caso de descubrimiento inopinado, prefirieron deshacerse de ella mandándola sin ningún comentario al tribunal del Santo Oficio más cercano (Dufour, 1987: 13). En cambio, otros -especialmente eclesiásticos- no perdieron la oportunidad de hacer alarde de sus conocimientos teológicos y de la sutileza de su ingenio, especialmente cuando podían sugerir, de paso, que otros miembros de la Iglesia no habían tenido la misma vigilancia que ellos1.

Cuando el inquisidor fiscal recibía una obra denunciada por algún lector, la remitía para su calificación a dos religiosos de conocida ciencia y probada virtud. Estos emitían sendas calificaciones, las cuales permitían al tribunal del distrito pronunciar su veredicto. En caso de ser éste desfavorable, se enviaba la obra examinada, junto con el expediente completo, al Consejo Supremo de la Inquisición. Después de solicitar otras dos calificaciones, la Suprema se pronunciaba definitivamente y, en caso de prohibición (o de condena parcial de ciertas expresiones que mandaba expurgar) publicaba un edicto que daba constancia de su decisión. Así, el título del libro condenado tenía el dudoso privilegio de figurar en los índices de libros prohibidos que los Inquisidores Generales hicieron publicar cuando lo estimaron conveniente y son conocidos por el nombre de estos prelados: Sarmiento y Vidal Martín (en 1707), Pérez del Prado (1747), Rubín de Ceballos (1790).




ArribaAbajoLos «Índices» expurgatorios

Estos índices no se limitaban a la publicación de los títulos nuevamente prohibidos, sino que, en un proceso acumulativo, recopilaban la totalidad de los libros o autores anteriormente condenados. Así, el Índice de Rubín de Cevallos de 1790 contaba con unas 7.400 entradas de autores y/o libros (exactamente, salvo meliori computo, 7.389). Podemos formarnos una idea de la actividad del Santo Oficio en materia de censura de libros al final del siglo XVIII por el Apéndice y continuación que contiene: del 17 de diciembre de 1789 al 7 de marzo de 1790, la Suprema condenó 42 obras, más de un libro cada dos días2. Un ritmo que podría acreditar la idea de que, al final del Antiguo Régimen, el papel del Santo Oficio se centraba esencialmente en la censura de la producción literaria. Obviamente, los inquisidores pusieron especial cuidado en proteger a sus compatriotas de las publicaciones extranjeras que se introducían clandestinamente en España: el 14% de las entradas del Índice de Rubín de Cevallos (exactamente 1.035), son obras en francés. Pero lo que hoy día nos llama más la atención es constatar que al lado de los Rousseau, Voltaire o Diderot, figuraban en el Índice autores considerados como prelados modélicos como Bossuet y Fénelon. Y si se entiende, en el caso de las Variaciones de las Iglesias protestantes de Bossuet, que los inquisidores preferían un silencio total sobre el protestantismo a la mejor de las refutaciones que, con toda buena intención, daba a conocer esta herejía, en cambio resulta más difícil comprender el porqué de la prohibición de Telémaco de Fénelon. En realidad, toda obra francesa era de por sí sospechosa aun cuando su autor fuera un eclesiástico. También es cierto que los inquisidores miraban con especial atención todo texto que trataba de asuntos religiosos: más del 9% de las entradas del Índice de 1790 (679), se refieren a este tipo de obras editadas en español.




ArribaAbajoLa aplicación de las decisiones inquisitoriales y sus dificultades

Una cosa era prohibir la lectura de una obra y otra conseguir que no se leyera. Dada la gran proporción de libros extranjeros prohibidos, la Inquisición centró su atención en las fronteras. En los pasos entre Francia y España, un comisario del Santo Oficio actuaba a la par con los aduaneros y hasta una persona que gozaba de grandes apoyos como la marquesa de La Mejorada se vio embargar en 1787 un pedido de 129 volúmenes que había encargado en París3. En los puertos de mar, el comisario se subía a bordo de los navíos antes del desembarco de las mercancías para comprobar que no figuraban entre ellas libros sospechosos (Pérez de Colosia / Gil Sanjuan, 1987). El control inquisitorial también se ejercía en el interior del país: en las ciudades que poseían librerías, un revisor de libros pasaba cada semana a inspeccionar las estanterías. No siempre en vano: en Valladolid, en 1799, los hermanos Santander pagaron caro el comercio quizás lucrativo, pero peligroso, de obras prohibidas (Prado, 1996: 205-206; Larriba, 1998a: 140-149). Pero la mayor vigilancia iba a cargo de los diez millones de habitantes que contaba entonces España. No pocos fueron delatados por el compañero con el que habían compartido una lectura subversiva o la contemplación de algún grabado considerado como obsceno (Guinard, 1977; Dufour, 1994a: 337). El mismo fabulista Félix María de Samaniego fue delatado en 1793 ante el tribunal de Logroño por tener en su biblioteca libros de Voltaire y Rousseau, y tuvo que recurrir directamente al propio Inquisidor General Manuel Abad y La Sierra para escapar del proceso que se le venía encima (Palacios Fernández, 1984: 112-117).

Sin embargo, la vigilancia inquisitorial fue burlada en muchísimas ocasiones. En los puestos fronterizos, los comisarios del Santo Oficio tan sólo controlaban el comercio legal de libros entre Francia y España. Pero cada semana, y a la vista de todos, salía de Bayona con su cargamento el contrabandista que pasaba libros al otro lado de los Pirineos, sin que el cónsul de España en la ciudad pudiera hacer otra cosa que señalar el hecho a las autoridades de Irún... que nunca dieron con el hombre (Dufour, 1987: 11). Tampoco faltaban astucias para introducir clandestinamente libros en España: por ejemplo, el tonel de doble fondo, y la falsa portada, con títulos que se referían a vidas y milagros de santos cuando el texto era de algún filósofo francés (Défourneaux, 1973). Así, según un boticario del ejército de Napoleón, incluso un canónigo de Sevilla conservaba en su biblioteca obras de Voltaire que en el lomo de la encuadernación ostentaban títulos de obras piadosas que absolutamente nadie pensó en abrir (Blaze, 1828: I, 348-51). En cuanto a las denuncias siempre posibles de vecinos, más de uno tomó la precaución de hallar algún pretexto para solicitar del propio Santo Oficio una licencia para leer obras prohibidas que, incluso concedida de manera restrictiva, bastaba en la mayoría de los casos para soslayar el peligro (por ejemplo Prado Maura, 1996: 206-209).




ArribaAbajoDificultades estructurales para controlar la difusión del libro

Además de las artes y artimañas que comerciantes y lectores utilizaron para eludir las instrucciones del Santo Oficio, éste tuvo que superar serias dificultades internas para cumplir con su cometido en materia de control de la lectura.

La primera fue el poco celo con el que muchos ministros del Santo Oficio cumplieron su cargo, especialmente en las fronteras, donde la percepción de los derechos inherentes a sus controles tenía más preocupados a los comisarios que la eficacia de su trabajo (Dufour, 1994a: 341).

La segunda fue la mala preparación de los religiosos a quienes se encomendaban las calificaciones. Así, cuando la mayoría de las obras que merecían ser examinadas eran en francés, no era fácil hallar en ciudades de provincias dos religiosos que conocieran este idioma, como ocurrió en 1789, en Logroño: el tribunal provincial avisó a la Suprema que no sabían qué hacer con un manuscrito titulado Révolutions de Paris dédiés [sic] à la Nation, porque en la ciudad no había religiosos peritos en francés (Dufour, 1994a: 342). Peor aún: muchos calificadores no destacaban particularmente por sus capacidades intelectuales y atendían más a la letra que al espíritu de los textos que tenían que examinar (Llorente, 1821: 69). Los propios miembros del Consejo Supremo de la Inquisición desconfiaban enormemente de la capacidad de los calificadores de los tribunales de provincias (Llorente, 1821: 69). Hasta tal punto que en 1757 y luego en 1793 se proyectó reformar el modo de proceder del Santo Oficio en materia de libros reservando su examen a una Junta de teólogos elegidos entre los más ilustres de todo el reino4. Aunque se renunció a aplicarlo, tal proyecto basta y sobra para dar a conocer los límites de la Inquisición para juzgar los libros según sus propios criterios.

La última dificultad con la que topó la Inquisición en materia de control de la lectura fue la perfecta inutilidad de sus prohibiciones frente al nuevo tipo de libros «por entregas» que constituyeron los periódicos (Guinard, 1973a). Aunque el doble sistema de calificaciones (entre el tribunal de provincias y la Suprema) ofrecía garantías de seguridad, dilataba mucho las decisiones de la Suprema. Tal lentitud en reaccionar no suponía mayores problemas en un sistema de difusión de los libros también (salvo contadas excepciones) lentísimo. Los periódicos, en cambio, se despachaban inmediatamente y no servía de nada una prohibición que intervenía cuando la inmensa mayoría de los lectores potenciales (suscriptores, los más, como señala Larriba, 1998a) ya había leído el texto censurado. Los primeros discursos de El Censor, publicados en 1781, fueron prohibidos por el edicto del 28 de febrero de 17895. Este es el caso más célebre, pero no el único que podemos encontrar en el Índice de Cevallos. Los inquisidores se percataron de la perfecta inutilidad de este tipo de decisiones. Así que decidieron extirpar el mal desde la raíz, condenando no sólo las obras, sino a sus autores. Así, al principal redactor de El Censor, Luis Cañuelo, le condenaron en 1788 a una muerte, no física, sino económica, prohibiéndole publicar cualquier línea sobre religión o temas de sociedad. Cañuelo, que no tenía otro talento ni otros recursos que los de su pluma, murió loco y en una pobreza total en 1802 (Gil Novales, 1969). En cuanto al redactor de El Apologista universal, P. Pedro Centeno, le mandaron pudrirse (en el sentido propio de la palabra) en la celda de un convento de su orden donde murió en 1803 (Larriba, 1998a).




ArribaAbajoEl control de los libros, manifestación de la competencia por el poder entre autoridades eclesiásticas y políticas

Prohibiendo la lectura de artículos publicados en periódicos como El Censor, o sea después de haber obtenido el visto bueno de los censores designados por el Consejo de Castilla, la Inquisición se afirmaba como un contrapoder a la política ilustrada llevada entonces en nombre de Carlos III por Floridablanca. Aunque, en esta ocasión, se salvaron las apariencias y el Gobierno no se dio por aludido, no era la primera vez que se producían roces entre las autoridades eclesiásticas y políticas a propósito de la oportunidad de autorizar o no la publicación y difusión de una obra impresa.

El primer antagonismo entre el Santo Oficio y los Borbones había ocurrido en 1713, cuando el Inquisidor General Francisco Judice mandó publicar un edicto prohibiendo una obra de Melchor de Macanaz escrita por orden del rey, Felipe V. Pese a que tal decisión constituía un claro menosprecio de su soberanía, Felipe V acabó conformándose con ella: ya había podido comprobar la utilidad política del Santo Oficio cuando éste había declarado en 1706 que era crimen de Inquisición que un confesor manifestara a sus penitentes que el rey legítimo era su contrincante, el austríaco Carlos6. El soberano no iba a enfrentarse a este organismo cuando se disponía a dar caza a los judaizantes, la cual, bien orquestada, podría servir para unir a todos, incluso a sus ex adversarios de la Guerra de Sucesión, en el odio al chivo expiatorio de siempre: el Judío y sus descendientes (Egido, 1984: I, 1380).

Otras consecuencias tuvo en 1761 la publicación por el Inquisidor General Bonifaz, sin previa autorización regia, de un breve del Papa Clemente XIII prohibiendo la lectura y posesión del catecismo del francés Messenguy. Menos sufrido que su ilustre antepasado, Carlos III desterró de la Corte al propio Inquisidor General. Al cabo de tres días, después de mandar al Rey una carta en la que le recordaba el interés político del Santo Oficio y la adhesión del pueblo a este organismo, el Inquisidor General se sometió y aceptó la preeminencia del soberano hasta en materia de libros que tocaban a la fe (Dufour, 1994b: 205).

Ello no impidió al Santo Oficio volver a las andadas, como hemos visto con el caso de El Censor. Pero de manera más solapada, fingiendo atacar a individuos aislados, y no a la política real. Por su parte, durante la Revolución francesa, los gobernantes, el conde de Floridablanca el primero, no tardaron en percatarse de la utilidad del Santo Oficio en materia de prohibición de libros subversivos (Gil Novales, 1988 : 9-22). Pero si la unión del Trono al Altar para erradicar los libros peligrosos, aumentó los riesgos que corrieron cuantos se atrevieron a transportar, vender, leer y conservar libros prohibidos, no dio por ello los resultados esperados.




ArribaAbajo¿Prohibición o publicidad?

Pese a todos los esfuerzos, los Índices inquisitoriales llegaron a constituir un catálogo de las mejores obras publicadas en el siglo XVIII y los anatemas reiterados desde el púlpito contra Voltaire y sus secuaces supusieron el mejor de los alicientes para espíritus libres, o que intentaban alcanzar algún grado de libertad. Los inquisidores tardaron en percatarse de ello, y sólo en 1817 el Consejo Supremo de la Inquisición se negó a prohibir el prospecto de la obra de Juan Antonio Llorente, Historia critica de la Inquisición española, por miedo a hacerle propaganda (véase Dufour, 1983). Una terrible confesión de impotencia que contrasta con la soberbia con la que se había publicado en 1792 el Índice de Rubín de Cevallos. Por más que Fernando VII hubiera intentado restablecer al Santo Oficio con todas sus prerrogativas en 1814, el decreto de Chamartín del 4 de diciembre de 1808 y el de las Cortes de Cádiz del 22 de febrero de 1813 no sólo significaron la abolición de derecho de la Inquisición, sino el abandono de hecho del espíritu inquisitorial entre los españoles. Máxime por lo que se refiere a los libros: pese a las declaraciones de la Corte Romana según la cual no se podía jurar la Constitución de 1812 porque admitía la libertad de imprenta, pese a los intentos de los obispos por sustituir los tribunales del Santo Oficio por Juntas diocesanas y los edictos inquisitoriales por cartas pastorales en las que incluían la lista de los libros que querían prohibir (Higueruela del Pino, 1980: 439), el siglo XVIII fue el último en el que la Iglesia pudo añadir los rigores de un control a posteriori de las lecturas a los de una censura previa ampliamente inspirada por ella.






ArribaAbajoDocumento. Una denuncia

Ilm.° Señor,

estando leyendo la obra intitulada el triunfo del Evangelio, he hallado que en el tomo 2.º, carta 22, pág. 101 (edición cuarta de Madrid) en donde trata de la autoridad de la Igla, dice así ella (la Iglesia) puede obligar una consciencia con preceptos cuya inobservancia nos hiciera caer en pecado mortal si los dejáramos de observar por desprecio de su autoridad.

Según aquella regla del derecho exceptio firmat regulam in contrario, el sentido de la proposición será: la inobservancia de los preceptos de la Iglesia no nos hace caer en pecado mortal sino cuando dejamos de observarlos por desprecio de su autoridad. En este sentido que es el más obvio y natural que se puede dar a la referida proposición contiene la 23 de las condenadas por Alejandro VII en el año 1663, día 24 de septiembre, que decía así: Frangens jejuinium eclesiast. quod tenetur non pecat mortaliter nisi ex contemptu vel in obediencia hoc faciat. Comprehende también e inclusive la 52 de las condenadas por Inocencio XI, el día dos de marzo del año 1679 que decía así: Preceptum servandi ferta non obligat sub mortali: oposito scandalo si abit contemptus. Hace también ilusorio el canon omnis omniusque sexus del concilio IV de Letrán, renovado por el de Trento acerca de la confesión y comunión Pascual, pues evidente que según la doctrina de la proposición podrán los fieles no cumplir con dichos preceptos, sin pecar mortalmente, con tal que no lo hagan por desprecio de la autoridad de la Iglesia que los impone. Otros asuntos acaso mayores podrán seguirse, pero las actuales circunstancias en que me hallo no me permiten aplicar toda la atención que me consta necesitaba para declararlos. Murcia, de setiembre 17 de 1799.

Ilm.° Sor /B.l.m. d.SS./su att.° servor y capellán Man
Vicente Martínez


(Archivo Histórico Nacional, Inquisición, 4.465 (25).)                





ArribaDocumento. Calificación del padre Josef Pamplona remitida al Tribunal del Santo Oficio de Logroño el 10 de septiembre de 1802

Ilm° y St° Tribunal de la Inquisición de Murcia

[...] He visto y leído el libro titulado Bororquía o víctima de la Inquisición que V. S.ª me remite para la censura, y habiendo reflexionado sobre lo contenido en él, aunque con brevedad según me encarga, digo que tal libro no es digno de permitirse sino antes bien de mandarse recoger al punto y ser sepultado eternamente por contener algunas blasfemias hereticales como son las que se refieren en la carta III, pág. 12 desde la línea 11 hasta la 23. Contiene asimismo muchas proposiciones impías, sediciosas e injuriosas al St.° Oficio y srs. Inquisidores, llenándolos de oprobios e infamias con el inicuo fin de malquistarlos y hacerles mal vistos de los fieles y desacreditando la piedad, la delicadeza, el tiento, la seguridad, en una palabra el justísimo modo de proceder que observa en las causas pertenecientes al St.° Tribunal con arreglo en todo a los Decretos de los Soberanos Pontífices. De estas proposiciones están llenas la carta VIII y sus versos, la carta IX y especialmente la XIII en que más manifiesta su Autor el odio implacable que tiene concebido contra el St.° Tribunal y sus Jueces. En esta misma carta hace injuria e infama al Rey Felipe II de buena memoria. En la carta XVIII llama el Autor a Bororquía «la más inocente de las mujeres», lo cual es herejía, pues es de fe que María Santísima fue la más inocente de las mujeres; la llama también «divina», «mi Dios», y éstas son expresiones de un idólatra. El delito que se refiere en el libro y se atribuye al Arzobispo de Sevilla, todo ello lo tengo por una ficción fraguada por un malévolo con la perversa intención de infamar por este medio a un Prelado de la Iglesia y al mismo desacreditar con este pasaje o hecho los justos procedimientos del St.° Oficio. Algunas cosas había que notar en el expresado libro, pero basta lo dicho para que se mande recoger sin dilación ninguna.


(Archivo Histórico Nacional, Inquisición, 4.492 (12).)                




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