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ArribaAbajo- IV -

La Edad Media.- Transformación del latín en las lenguas romances.- Las canciones de gesta.- La «Canción de Roldán».- Orígenes aristocráticos de la literatura lírico-caballeresca.- El ciclo bretón: la historia de «Tristán e Iseo»; Artús de Bretaña; la «demanda del Santo Grial».- Los Templarios.- El lirismo en las producciones del ciclo bretón.- Trovadores y juglares.- El lirismo sincero debe poco a la poesía provenzal


Al través de vicisitudes históricas bien conocidas, pasó el mundo del último período de decadencia clásica, a otro en que se amalgamaron, con los elementos latinos, los bárbaros y orientales, y, sobre la base del Cristianismo al fin vencedor, se preparó la Edad Media.

El período que con tal nombre ha sido designado, dura, aproximadamente, unos nueve siglos, muy diversos entre sí, aun cuando tengan la nota común de la expansión cristiana, cada vez más vivaz y fecunda. Nuestra atención ha de fijarse principalmente, dentro de la rápida reseña que estamos realizando, en las transformaciones de la literatura, tomada la palabra en el sentido popular y erudito, a la vez. El orden de este estudio, al referirlo ya principalmente a Francia, exige que digamos algo, muy brevemente, sobre el instrumento de que la literatura tiene que servirse, o sea el idioma. Sabemos que éste nació del latín, y del latín vulgar, común y plebeyo. Este latín domina al otro, al literario, desde los primeros siglos   —44→   de nuestra era, y es dato sobradamente conocido que la bella y pura latinidad se pierde y corrompe durante esas épocas, aun en los escritores eclesiásticos, que difunden el bajo latín. Llegará día en que algunos escritores franceses muy modernos ensalcen a esa latinidad manida y decadente, y la saboreen con delicia.

El tránsito del latín al romance debió de ser gradual e insensible, y muchos se servirían del habla vulgar, que ya era romance, y creerían que continuaban hablando latín. Por lo menos, el respeto al latín se conservó larguísimos tiempos, y hubo como una decidida voluntad, en los cultos y sabios de entonces, de defenderlo y emplearlo lo más posible. En cada país, la transformación fue distinta, aunque análoga y con caracteres comunes, pues se derivaba de muy similares acontecimientos.

Conviene fijarse en una circunstancia: que Roma intentó romanizar a parte de Asia y a toda Europa, pero sólo en los países que hoy hablan lenguas neolatinas lo consiguió, en los del Norte, los idiomas nacionales, o mejor dicho indígenas, resistieron sin admitir la romanización del habla, o más exactamente, sin derivar del latín sus lenguas vulgares.

Al pasar el latín a las provincias romanas conquistadas o sometidas, tuvo que sufrir la impronta de éstas, y alterar la estructura de los vocablos en un sentido indígena, lo mismo que su pronunciación. Por eso son los romances diferentes entre sí, y encontramos varios, dentro de una misma nacionalidad.

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En Francia, como en España y en otros territorios -no cabe aún decir naciones- retardaron el completo triunfo del romance los escritores eclesiásticos y los pedagogos, que empleaban, enseñaban en las escuelas fundadas por los romanos, y defendían y veneraban, la lengua oficialmente latina.

Para asentar la formación del romance, o sea de los dos romances preponderantes en Francia, el de oil y el de oc, fue necesario que la vida popular histórica empezase a expresarse en los cantares de gesta. Lo ha dicho con acierto Menéndez y Pelayo, y transcribo sus palabras: «Es hecho siempre comprobado en la historia del arte, el de la aparición de las formas líricas con posterioridad al canto épico: lo cual no ha de entenderse en el sentido de que cierto lirismo rudimentario, lo mismo que ciertos gérmenes de drama, no vayan implícitos en toda poesía popular y primitiva, sino que es afirmar solamente que el elemento épico, impersonal, objetivo, o como quiera decirse, es el que esencialmente domina en los períodos de creación espontánea, entre espíritus más abiertos a las grandezas de la acción que a los refinamientos del sentir y del pensar, y ligados entre sí por una comunidad tal de ideas y afectos, que impide, las más veces que la nota individual se deje sentir muy intensa. La poesía lírica trae siempre consigo cierta manera de emancipación del sentimiento propio, respecto del sentimiento colectivo, y no es, por tanto, flor de los tiempos heroicos, sino de las edades cultas y reflexivas».

Habría que extender un tanto el concepto de   —46→   los gérmenes a que se refiere el insigne crítico, pues desde los tiempos más remotos el lirismo aparece abriéndose paso entre la epopeya; pero esa evolución, que reconoce y estudia en el prólogo al tomo II de la Antología de poetas líricos castellanos, es en su conjunto, exacta. Los monumentos literarios de la Edad Media, los más antiguos, son épicos, o son literatura de fuentes eruditas, que pertenece a los escritores eclesiásticos, al mester de clerecía. Y, aunque no hubiesen existido esos precedentes germánicos que los historiadores franceses reconocen, y ese celo de Carlomagno por recoger los cantos heroicos, con todo lo demás que para explicar tal fenómeno se consigna, tal vez se hubiesen multiplicado, igualmente las gestas, que con tan sorprendente fecundidad se produjeron en la Edad Media de Francia.

Aun cuando no sea cosa positivamente averiguada, podemos suponer que los elementos bárbaros ayudaron a la aparición de las canciones de gesta.

La gesta es propiamente cosa de bárbaros muy guerreros, que cantan lo que ejecutan; romancean su vivir. Es de pueblos rudos, o, sirviéndonos de la frase de Menéndez y Pelayo, de espíritus abiertos a las grandezas de la acción. No hay tiempo para soñar. Se pelea (como nosotros en la Reconquista) y se escribe lo peleado, que primero el pueblo ha cantado de diversos modos; y la imaginación lo borda, y hasta, si llega el caso, lo inventa, como sucede en la gesta de Roldán y en la nuestra de Bernardo del Carpio.

Pero, en Francia, nos sería difícil afirmar que   —47→   los ciclos, ya de carácter tan lírico, fuesen, en su formación popular y tradicional, posteriores a las gestas, de carácter épico. Puede fijarse la misma época, igual centuria, el siglo XII, para la aparición de la gesta de Roldán y de Carlomagno, los primeros poemas feudales, y el ciclo del Santo Grial, de Tristán y Lanzarote. Y, en Provenza, desde el siglo XI, los trovadores asoman, para tener, en el XII, su mayor plenitud, hasta la catástrofe de los Albigenses, que hizo enmudecer al serventesio.

Sin duda, aunque se ignore el momento probable de la aparición de las canciones de gesta y se haya fijado del siglo XI al XII, parece muy fundada la afirmación de Enrique Mérimée en el prólogo a una obra muy interesante del Sr. Menéndez Pidal: que antes de las gestas más famosas, la de Roldán, en Francia, y la del Cid, en España, se adivinan largas series, épicas, cuyos primeros eslabones se enlazan con las consabidas leyendas germánicas, francesas o góticas, y supongo que con las germánicas muy especialmente. No está probada documentalmente la conjetura, pero tiene mucho de verosímil, y pertenece a un sistema que los investigadores han empleado también para explicarse el origen de los cantos homéricos. Parece creíble que ciertas obras, ya consolidadas, procedan de materia difusa, anterior y olvidada después.

En la misma época a que pertenecen las canciones de gesta francesas, se marca el trabajo de transformación del idioma, que, para cuajar definitivamente como romance, necesita dominar, no   —48→   sólo los restos de latín, sino los de la lengua céltica empleada antes de la conquista de las Galias por Roma, y el alemán, traído a Francia por los reyes carlovingios, y que se habló, en ciertas esferas, y entre cortesanos, durante un largo período. Tal cambio exigió tiempo y lucha, que los filólogos han estudiado en detalle, y que tiene mucho de grandiosa, por el vigor de espontaneidad que descubre en ese pueblo llamado a ejercer decisiva influencia sobre la civilización. De tantos riachuelos indígenas, dialectales, extranjeros, y sin desechar muchos elementos, si no apropiándoselos, se formó la bella lengua francesa del Norte, llamada a gloriosos destinos, mientras quedaba sentenciada a inferioridad nacional y política la provenzal. Aun en épocas en que no la blasonan ricos textos literarios, la lengua francesa tiende a la unidad, y las diferencias dialectales, en dialectos como el normando, el picardo, el borgoñón, no alteran su estructura general, clara y lógica. Desde el primer momento se revela el genio propio del idioma y de la raza. El mismo impulso que iba haciendo salir de la larva la mariposa, puede suponerse que inspiraría los primitivos y para siempre perdidos cantos. No pudieron esos cantos, sin embargo, ser anteriores a la existencia de los héroes que celebran, y esta sencillísima observación basta para comprender que, si existieron antiquísimos cantos populares, lo cual no está probado, no fueron indispensables para la cristalización de los tipos heroicos, ya reales y efectivos como el Cid, ya casi del todo fabulosos, como Roldán. La erudición ha necesitado suponer o   —49→   conjeturar ese pasado remoto, sin documentales pruebas.

La más bella de las canciones de gesta francesas, la canción de Roldán, celebra las fazañas de un personaje que sin duda existió, pero no hizo nada especial que haya consignado la Historia, y murió oscuramente en un encuentro en las gargantas de Roncesvalles, según refiere Enginardo en su Vida de Carlomagno. Ocurrió el hecho a fines del siglo VIII, y no he visto que ningún autor explique cómo pudo, sobre insignificante base, surgir el mito roldaniano, al cual tan lindo estudio consagró Pablo de Saint Victor en su libro Hombres y dioses. En los tres o cuatro siglos que mediaron entre la muerte de Roldán y su gesta, no es fácil averiguar por qué la musa popular y anónima eligió este suceso sin realce alguno, para elevarlo a la dignidad épica, haciendo de Roldán un coloso.

Si considerásemos el elemento épico en la literatura francesa, podríamos decir algo más respecto a la canción de Roldán o Rolando: ahora sólo quiero hacer observar que las gestas francesas, excepto la de Rolando, que tiene una grandeza idealista, hija de la fantasía y no de la realidad de los hechos, son (a pesar de la calurosa apoteosis que se les consagró), materia que, si merece la pena de ser estudiada por la erudición, jamas habrá de considerarse como valor literario ni estético. Nadie ignora cuanto rebajó la crítica serena de la altísima tasa que de las gestas se quiso hacer, sacrificando los tesoros de la literatura nacional, en conjunto, a esos cantos más bien informes.   —50→   Yo, sin embargo, respeto y me explico el entusiasmo de los filólogos por los textos viejos. Hay en él, no una cuestión de ciencia, sino una cuestión de sentimiento, y es exacta la afirmación de Nisard, que la gesta de Roldán debe leerse con el corazón. A todos nos palpita ante cosas rudimentarias, pero que despiertan una emoción peculiar, acaso por el misterio que rodea sus orígenes, y por la misma infantil sencillez de su concepción. Un canto épico gallego, tosco y de arcaico ritmo, el del Figueiral Figueiredo, balada de la Casa de Figueroa, me ha impresionado más que muchísimas poesías cultas y bellas, sin excluir las de Jorge Manrique (que tan trabajadas están sobre elementos anteriores). Al pie de una montaña solitaria, en un paraje romántico, vi un día una sepultura, de esas que afectan groseramente la forma de un cuerpo humano, y que se llaman sártegos en mi país. Pensando en los cenobitas que allí a la sombra de su iglesia megalítica, habían dormido el sueño eterno, no me costaría trabajo convencerme a mí misma de que el sártego fuese superior al mausoleo de don Juan II, verbigracia. Esta es la estética y la crítica de carácter sentimental, y hay que vivir prevenidos y en guardia respecto a ella.

Los romanistas franceses, o al menos algunos, tienen orientación retrospectiva: y de buen grado pretenderían someter toda la literatura de su nación a las medioeval, gestas, fabliaux y misterios. Así como veremos a los románticos modernos proscribir a griegos y latinos, proscriben ellos todo el clasicismo nacional, Pascal y Montaigne, Bossuet, Molière y Racine.

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Al asunto de que tratamos importa especialmente una observación: la que, mientras el elemento épico francés poco persiste y apenas deja rastro, a no ser que consideremos transformación suya la crónica, que nace con Villehardouin -el elemento lírico está destinado a grandes influencias, a desarrollos estéticos incalculables-, no sólo en el siglo XV, si no en nuestros días. Ese elemento lírico del cual se originó la novela caballeresca, todavía habrá de resurgir en tiempos más próximos. La ironía realista de Cervantes no logró enterrar el lirismo de suerte que no resucitase en la época romántica.

Al considerar el elemento lírico y compararlo con el épico, yo no puedo desechar una idea, que tal vez no sea infundada. El pueblo, en mi entender, si llamamos pueblo a una clase social, y no entendemos la palabra en el sentido amplísimo con que se dice, por ejemplo, pueblo francés o pueblo español, no debe de tener gran parte en la creación de los elementos lírico-caballerescos, mientras no cabe negársela en el origen de las gestas. La literatura lírico-caballeresca es aristocrática, y pudieran establecerse tres divisiones, correspondientes a las sociales: literatura caballeresco-aristocrática, literatura eclesiástica o mester de clerecía, y literatura propiamente de gesta, de origen popular.

La literatura en que el lirismo encuentra sus fórmulas, es la caballeresco-aristocrática. El concepto de aristocracia es el que se destaca en todas esas leyendas de la Tabla redonda, que tan larga tela de ficciones han de suministrar, en especial   —52→   las del ciclo bretón. Lo que se ha llamado «materia de Bretaña» es algo aristocrático por esencia, y trata especialmente de los sentires y acciones de reyes, reinas, princesas, duques, condes y caballeros: el pueblo apenas asoma: tampoco desempeña gran papel el elemento eclesiástico. Se está elaborando el concepto de la caballería, que tanto ha de influir en el desarrollo de la Edad Media y ha de trascender al Renacimiento, y aun a nuestra edad, con el culto del honor y la persistencia de sus códigos, hoy acatados también por la clase media.

Las pasiones, las querellas, las aspiraciones de ese mundo especial de las leyendas caballerescas, se apartan de lo que pudieran sentir las gentes llanas, la multitud, que vive o labrando la gleba, o trabajando en oficios mecánicos, o siguiendo banderas como tropa que obedece, o echando redes en las costas, o trasquilada en tonsurada en los monasterios. Esta multitud se compone, en su mayoría, de gente dependiente, porque la dominación bárbara había creado las clases serviles, y los hombres se habían dividido en libres y siervos. Y, por encima de los mismos libres, que podían disponer de su persona, existía y culminaba la clase superior de los nobles y próceres, clase que no estaba tan investida de privilegios hereditarios como se supuso, pues la voluntad de los reyes podía quitarles lo que les había otorgado, en territorios, riquezas, privilegios y exenciones. Pero los nobles, alentados por su fuerza y valor, a menudo conquistaban tierras sin que en ello interviniesen los monarcas, y acometían altas empresas,   —53→   por cuenta propia, con ese espíritu de iniciativa heroica que vemos en los libros de caballerías, exagerado quizás, pero reflejado como refleja la literatura las tendencias sociales. Y se desligaban del poder real, y adquirían dominios en que eran verdaderos reyezuelos, e inquietaban a monarcas y emperadores. El camino de la nobleza no era vía cerrada y sellada, sino abierta a quien realizase grandes hazañas, a quien ilustrase su nombre; lo cual constituía una perpetua incitación al heroísmo. Las novelas caballerescas conservan el recuerdo de este aspecto de la organización social, y vemos el caso de Parsifal, o Perceval, que es un plebeyo, siendo ya su hijo Lohengrin un noble, como si descendiese de diez generaciones de señores. Para realizar las hazañas caballerescas se necesita ser hombre libre, y de hombre libre, aunque plebeyo, se asciende a la nobleza. Los hombres libres y los hijosdalgo, que no son propiamente lo mismo que los nobles, suben por el esfuerzo de su brazo de paladines. El Cid no es un magnate, sino un hidalgo de Vivar, y el desdén de los reales o supuestos Condes de Carrión hacia sus hijas, nace en gran parte de una preocupación aristocrática.

La literatura caballeresca tiende a sublimar el concepto aristocrático con el moral, y a hacer del caballero un dechado de honor, generosidad y hasta abnegación; pero este ideal, que parecía semejante al del santo, en la literatura eclesiástica, se diferencia profundamente, porque admite, en la vida del caballero, el elemento de la pasión, y hace del culto a una mujer y de la adoración   —54→   de un tipo femenino objeto de la vida. Ved, por ejemplo, a uno de los personajes líricos más bellos e influyentes; el caballero Tristán de Leonís. Sería un paladín perfecto, a no ocurrirle la desdicha de enamorarse tan perdidamente de la reina Iseo, esposa del Rey Marcos de Cornualla. La muy poética ficción de la novela de Tristán e Iseo quiere que su pasión mutua sea fruto del filtro que ambos beben, y que, escanciado por una maga, lleva a sus venas el fatal encanto. Esta creencia en los filtros o bebedizos amatorios es cosa que dura toda la Edad Media, y tampoco en la antigüedad dejó de tener ejemplos. Y simboliza muy bien la acción lírica, al veneno pasional.

Es la historia de Tristán e Iseo la más lírica, entre las varias que nos ofrece este período, en el cual se incluyen las obras de Cristián de Troyes, el fecundo ciclo de Artús de Bretaña, el más rico seguramente en savia lírica. Como Roldán, Artús existiría, y fue probablemente un jefe armoricano del siglo VI; pero la historia no sabe más de él, y su figura pertenece de lleno a la leyenda. Su apoteosis comenzó probablemente en cantos bárdicos, y en él se vio el símbolo de razas desposeídas y oprimidas, que le convirtieron en gran Rey, e hicieron de su corte un foco de vida caballeresca. Diéronle por esposa a Ginebra, y a Ginebra, por amador, al paladín Lanzarote del Lago. Las prolongaciones líricas de la ficción de Artús las encontraremos, sin ir más lejos, en Dante, en el episodio de Paolo y Francesca. El ciclo de Artús, más adelante, se entreteje con el de las Cruzadas, y surge la Demanda del Santo Grial.   —55→   «En esta nueva forma -dice un crítico ilustre- las redacciones en prosa de los más antiguos poemas de la Tabla redonda serán las fuentes de inspiración de los Amadises, y enlazarán la novela moderna y la literatura clásica a la literatura y la novela medioeval».

Esta literatura de los ciclos caballerescos, recogida y desenvuelta por Cristián de Troyes, tiene sus caracteres propios, que la diferencian de la literatura de gesta, propiamente heroica, y de la poesía de los trovadores provenzales. Aunque ésta sea en gran parte amatoria, no es pasional, excepto en algún rasgo aislado. No hay en ella ese misticismo del amor, que se observa en las novelas de la Tabla redonda, y que delata su origen céltico.

Tal literatura, venga de donde viniere, crea el lirismo a pesar de cuanto se opone a él. Es el lirismo como esa maravillosa planta que crecía en el sepulcro de Tristán e Iseo, cuyo vigor desencajaba las losas, cuyos tallos singulares tan estrechamente se anudaban y enlazaban, que no había medio de separarlos y arrancarlos. Tampoco hubo medio de impedir que se propagasen por siglos enteros sus raíces. Insisto en hacer notar que, mientras las gestas duraron un espacio de tiempo relativamente corto, y cuando cesó su creación no dejaron huellas, es decir, no produjeron desarrollos sucesivos, cada germen lírico fue engendrando la literatura y el sentimiento en las sucesivas épocas. Al hablar así, me refiero, naturalmente, a Francia: en España, al contrario, las gestas se reprodujeron y continuaron en los romances, y   —56→   más tarde en el teatro, y aún retoñaron con el romanticismo histórico.

Entre los gérmenes vivaces del lirismo sentimental hay que incluir, en primer término, la misteriosa leyenda del Santo Grial y su demanda. En ninguna se ve tan claramente el entrelazamiento de lo lírico con lo épico, y la preponderancia del misticismo. Los Templarios, cuyos estatutos y hazañas son rigurosamente históricos, pero a quienes envuelve una niebla sombría, parecen la realidad de lo que la leyenda idealizó en la comunidad de los templistas, guardianes y caballeros de la sagrada copa. Al apagarse entre oscura tragedia el esplendor del Templo, la poesía, rimada o no, ha difundido su leyenda, saturada de lirismo místico. Los Templarios son líricos hasta en el elemento de rebeldía, magia y decadentismo que se ha visto en ellos, y que, en las modernas versiones artísticas del mito del Santo Grial, ha sido copiosamente aprovechado.

Por todas partes, al través de la poesía épica, irrumpe la lírica, lo individual asoma. Y es lo curioso que, aun en aquellos tiempos, la sociedad se da cuenta del peligro que el lirismo envuelve para ella, y se fija en el hecho de que las novelas y las canciones caballerescas no ensalzan ni plañen sino amores ilícitos, culpables pasiones.

Entre nosotros estuvieron prohibidas, y las Leyes de Partida mandan a los juglares que no digan más cantares que «los de gesta, o que fablasen de fechos de armas». La prohibición no bastó, y por los juglares se difundirían estas historias de sentimiento, al través de lo que era entonces la   —57→   Europa cristiana. Al lado del mester de clerecía, que nace en los monasterios, el de juglaría viene de la sociedad, tal cual entonces estaba constituida, y hasta diré de la alta sociedad. El juglar es el elemento de distracción y emoción que encanta las veladas de los castillos y las horas vacías y ociosas de los palacios. Los Reyes se llevan consigo sus juglares, y los tienen en gran estimación, y seguramente estos juglares no se limitan a referir cómo murió Roldán, sino que divulgan la trágica historia de Tristán e Iseo y los devaneos de Lanzarote y Ginebra. Hay juglares que hasta componen lo que han de recitar, y hay juglares que se confunden con los troveros y trovadores, aunque éstos ya se precien de poetas en toda regla. Los juglares, más generalmente, recitan ajenas composiciones, como los rapsodas griegos. Entre el estrépito de la campal batalla, el juglar canta a los combatientes la gesta de Roncesvalles, sin apearse de su caballo. Pronto decae, sin embargo, el mester de juglaría, y es el momento en que triunfan los trovadores y con ellos, el lirismo culto, el que ya no procede de las fuentes bretonas.

Es la hora de la poesía provenzal, victoriosa no sólo en Francia, sino en Italia, y no hay que decir si en las cortes de los Reyes de Castilla. Dos lenguas hablaron los trovadores en la Edad Media: el provenzal y el romance galaico-portugués. Pero es falsa en general, tal poesía, y el lirismo sincero poco le debe. Pertenece al elemento aristocrático, también, pero tiene un sello, originario de cosa cortesana, galante, cortés, fina, discreta, y sin realidad psicológica muy profunda. Y la prez de   —58→   haber dado fuentes y cuerpo al lirismo, hay que atribuirla a los escritores franceses, ingleses y alemanes, que, en aquella época de uniformidad literaria, a un mismo tiempo marcharon en la misma dirección, y separándose de las gestas propiamente dichas, recopilaron la Gesta de los bretones o Novela de Brut, escribieron los varios poemas de Tristán, la crónica de Merlín, las historias referentes al Santo Grial, las aventuras de Parsifal, las de Lanzarote -el tesoro lírico que aún no hemos agotado.



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ArribaAbajo- V -

Influencia de Francia sobre España en la Edad Media.- El aristocraticismo de las canciones líricas.- Transformación de la sociedad y la literatura al terminar la Edad Media.- La «Novela de la rosa».- El lirismo entre los trovadores.- Abelardo y Eloísa.- Los libros de caballerías.- Villon: «Las nieves de antaño».- Rebelais no es un lírico


Antes de entrar en materia, no quiero omitir algo que se relaciona con lo que al principio del libro indiqué respecto a la influencia francesa en España. No falta quien crea y proclame, y hasta recalque, en son de acre censura a los tiempos modernos, que esta influencia es cosa de nuestra Edad, y suponga, en el pasado, una serie de siglos honradamente castizos, rebeldes a cuanto viene de fuera, puros y sin aleación de extranjerismo. E igualmente, tampoco falta quien se figure que la idea de europeización es un perfeccionamiento recién inventado, y que, hasta la fecha, o hasta tiempos cercanísimos, hemos vivido incomunicados con la civilización de otros países. No hay supuestos más inexactos, más en contradicción con la realidad histórica.

En la época de que estamos tratando ahora, en plena Edad Media, la influencia francesa fue tan extensa y poderosa en España como pudo ser jamás, ni ahora, ni en todo el curso del siglo XIX. Y no fue sólo literaria, sino social, general, y sus   —60→   huellas todavía están patentes a quien quiera estudiarlas.

En el siglo XI, reinando Alfonso VI, que pudo por fin reunir bajo su cetro los tres reinos de su padre, empezaron a ejercer los altos cargos eclesiásticos los monjes franceses de Cluny. Apoderáronse de la Iglesia española, que entonces era apoderarse de todo lo que aquí valía, desterraron el rito muzárabe, que aún subsiste oscuramente en Toledo, y trajeron el espíritu literario francés a la naciente o mejor dicho alboreante literatura nacional. Por haber tenido gestas Francia, tuvimos nosotros la del Cid, con el metro alejandrino francés, como más tarde la de Bernardo del Carpio. Algunas catedrales españolas se caracterizan todavía con el nombre de opus francigenum, obra francesa. El camino de Santiago de Compostela se llamó camino francés, tal era la cantidad de peregrinos venidos de Francia que lo recorrían. Nunca estuvimos más en contacto, probablemente, con la nación vecina: y piénsese cuáles eran entonces las vías de comunicación.

Hasta la letra usada en España, se convirtió en letra francesa, sustituyendo a la toledana o visigótica. De la Francia propiamente dicha, y de Provenza también, estuvimos impregnados, durante la Edad Media, desde el siglo XI al XIV.

En la Edad Media, Europa era mucho más homogénea de lo que fue después; que una tendencia general la unificaba y la hacía compenetrarse. Y, de esta homogeneidad, nació el anonimato frecuente, casi habitual, de los primeros escritores.

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La literatura y el arte son anónimos, muy a menudo. Se sabe el nombre de un copista, y el de un autor se ignora, y se ignorará, es verosímil, eternamente.

En esta homogeneidad se ha solido ver falta de elementos líricos. Se ha dicho que, en tales épocas, el individuo, siervo o señor, clérigo o laico, monje o barón, no se pertenece a sí mismo; es el representante de su clase de sí propio, y le faltan libertad y espacio para distinguirse. Yo pienso de manera distinta, y veo en la Edad Media, y desde luego en la francesa, capitales elementos líricos, que existen principalmente, en las leyendas de santidad y en los ciclos caballerescos.

El lirismo tuvo que nacer, y hemos visto que efectivamente nació, de una división social de clases. Fue hijo de la nobleza y del feudalismo, que con la nobleza íntimamente e indivisiblemente se liga. Los sentimientos líricos pertenecieron a la clase aristocrática: en ningún libro del mundo está más marcada tal división que en el de Cervantes, en la opuesta manera de sentir del caballero y del escudero, de Sancho y Don Quijote.

Así, la aristocracia tiene su literatura peculiar, las ya llamadas novelas caballerescas, engendradoras de otras novelas caballerescas igualmente, contra las cuales se inscribió Cervantes, reflejando, conscientemente o no, el sentido democrático del Renacimiento.

En España no es difícil concordar con los diferentes estados sociales de las regiones la mayor o menor preponderancia del lirismo. Donde existió feudalismo propiamente dicho, como en   —62→   Galicia y Asturias, y sobre todo en Galicia, los elementos líricos se manifestaron, y la psicología -actualmente, que no hay siervos, ni señores-, continúa siendo la que determinó aquel estado social. Verdad es que hasta hará medio siglo no desapareció tal estado, y los señores jurisdiccionales continuaron ejerciendo mero y mixto imperio sobre los siervos, quedando todavía rastros de estas instituciones, hoy mismo, en las costumbres. Y por tal razón Galicia impuso a los poetas líricos y a los trovadores tan típicos como Macías y Rodríguez de la Cámara o del Padrón, y por eso el origen de las ficciones caballerescas donde este ideal se desarrolla, el origen del Amadís, se ha supuesto en Galicia o Portugal, entendiéndose que la redacción castellana no es sino forma nueva de otros textos anteriores y que no se han encontrado. Tal es, en resumen, la opinión de Menéndez y Pelayo en sus Orígenes de la novela, donde proclama el carácter lírico de esas regiones que fueron más marcadamente feudales.

Al aparecer las novelas, no ya caballerescas, sino de caballerías, que son las que le trastornaron el seso a Don Quijote, venían con retraso, pero todavía quedaba en pie la armazón del mundo feudal y aristocrático-heroico, si bien minada y atacada en sus fundamentos, y pasada, en realidad, su hora. Verdaderamente, desde el siglo XIV, la Edad Media declina, y la sociedad se transforma.

¿Y cómo actúa la literatura en tal transformación en Francia? Haciéndose alegórica, y adoptando ese velo para cubrir su sátira de las ideas   —63→   y costumbres sociales. En el momento en que la vida civil va a sobreponerse a la vida guerrera y heroica; en que, al consolidarse el poder real, la nobleza tiene que someterse a él y perder tanto de su libertad individualista, nace una literatura satírica, que viene a comentar burlonamente el pasado, a hacer imposible o al menos muy difícil la aparición de otras canciones de gesta, a responder con la mofa a la lírica afirmación de los trovadores y juglares. Es la tendencia democrática y el buen sentido francés, que se manifiestan tempranamente, sustituyendo a la novela de aventuras la de costumbres satirizadas -los cuentos, los apólogos, los fabliaux.

Y esto, como queda dicho, es una demostración, un brote de la espontaneidad francesa, mientras que las gestas, no lo ignoramos, tienen un origen tudesco, y los ciclos un origen céltico. Es tal literatura el genuino retoño de eso que después se ha llamado el esprit gaulois, y que ha tenido siempre representación en las letras, hasta cuando parecían dominar las direcciones más contrarias. Va unido este movimiento literario, en la época que reseñamos, a la plena nacionalización de Francia, que logra por fin romper la uniformidad de tal período, y diferenciarse, con caracteres propios, de las otras naciones europeas.

Entre los muchos ejemplares del género satírico alegórico, hay dos que se destacan: La novela del zorro y La novela de la rosa. La novela del zorro satiriza al feudalismo. Antes que Cervantes, un satírico francés puso en solfa los elementos romántico-feudales, y combatió ese ideal, anunciando   —64→   su caída. No fue La novela del zorro un caso aislado: prueban su carácter de síntoma general las mil ramificaciones de su idea. Viene escoltada de los innumerables Esopillos o Isopetes, colecciones de fábulas, que tanto se divulgaron y que formaron la epopeya zoológica; y la sátira, tomando por personajes a los animales, se explaya libremente. De origen griego, por Aristófanes, este género de sátira se ha prolongado hasta nuestros días, y baste para confirmarlo la tan comentada y trompeteada obra de Rostand, la gesta del gallo galo Chantecler.

No siempre las fábulas son de gorja y burlas: las hay morales y las hay amorosas. Y, en general, tampoco este nuevo desarrollo, tan genuino, de las letras francesas, podemos decir que haya producido obra maestra alguna.

La novela de la rosa, que se destaca en tal momento, tiene dos autores, Guillermo de Lorris y Juan de Meung. El uno la principió, el otro la concluyó, a cuarenta años de distancia. Esta ficción responde también a tendencias que han de afirmarse a través de la historia literaria y la historia social francesa: en la segunda parte de la Novela de la rosa se halla contenida la que tantos siglos después se llamó «declaración de los derechos del hombre»; y en toda la novela, bastante licenciosa, se desenvuelve esa casuística erótica, esa preocupación dominante de las artes amatorias, que en tiempos recientísimos ha sido, no sin justicia, reprochada a la literatura francesa, y que, como una excrecencia, la ha afeado, por su exceso y su torpeza. En la   —65→   Novela de la Rosa -título por cierto encantador- se ha visto una nueva redacción de cierto librito ovidiano. A pesar del éxito y divulgación enorme de esta ficción, no faltó quien la estimase mucho más abajo que la de Ovidio, y el Petrarca reprochó a sus autores la falta de pasión, la licencia en frío, escollo fatal del género.

En la misma novela se inclina la sátira contra los hipócritas y los falsos devotos: un personaje es una especie de Tartufo. Anunciase el espíritu satírico e irreverente, que desde Molière conduce a Voltaire.

El mismo sentido burlón y la misma objetividad, con escasa aleación de lirismo, nótanse en los troveros, por ejemplo, en el bohemio típico Rutebeuf, contemporáneo de San Luis. Muerto de hambre y de frío, dispara sus dardos contra el clero, contra los mojigatos y la beatería. Y todos los troveros se parecen en un rasgo esencial, la burla, el desenfado insolente. Son volterianos antes de Voltaire; volterianos, como era posible serlo en su época.

El lirismo pudo encontrar rico campo de cultivo en la brillante y efímera florescencia trovadoresca del Mediodía, en la hora y momento en que reyes, condes y barones se sintieron poetas, y en que la mujer fue como reliquia puesta en altar y besada con devoción. La idea caballeresco erótica, que en los ciclos de Bretaña se manifiesta ya con tanto lirismo, pudo desenvolverse artísticamente en los trovadores. Algunos, es cierto, fueron de inspiración épica, como el famoso   —66→   Beltrán de Born; pero la mayor parte cantan ternezas y sutilezas sentimentales. No siempre este sentimentalismo es ficción de cortes de amor, ni afectación poética: hay bastantes trovadores que, no habiendo pasado a la posteridad por el mérito de sus versos, por el cual, a decir verdad, no lo merece ninguno, pasaron por haber bebido el filtro de Iseo y Tristán, y haber incorporado a la leyenda lírica una nota trágica. De estos hubo en Cataluña y en Galicia; pero de Provenza vino la especie. Lo que no supieron revelar intensamente en el verso, lo afirmaron con su biografía. Un erudito que, como el malogrado Said Armesto, siguiese pacientemente la pista a las leyendas y desentrañase su procedencia, pudiera decir los orígenes y lo que tienen de verdadero las terribles leyendas trovadorescas de Guillén de Cabestany y Reinaldo de Coucy, con el atroz detalle, digno del festín de Atreo, del corazón del trovador arrancado por el celoso marido y hecho comer a la dama. Sean o no exageraciones de juglares tan espantosas venganzas, tenemos que notar un retroceso, desde las novelas de la Tabla Redonda. De un modo más humano procedieron, en medio de sus desdichas conyugales, el rey Marcos de Cornualla y el rey Artús de Bretaña, que rechazó los medios de venganza que le proporcionaba una bárbara legislación. Son estas leyendas de un romanticismo truculento, pero sería aventurado darlas por enteramente falsas. Si la historia no confirmase el suplicio impuesto por Pedro de Portugal a los asesinos de doña Inés de Castro, que fue sacarles el corazón   —67→   por la espalda, tal vez lo juzgásemos invención.

De la idea del corazón como cifra y resumen de la vida sentimental, encontramos testimonio en la leyenda de Durandarte, tan artísticamente aprovechada por Cervantes en el episodio de la cueva de Montesinos. Otro testimonio de que la idea del corazón arrancado y hasta comido era casi familiar a los trovadores, la encontramos en una elegía, en que el poeta provenzal Sordel lamenta la muerte del trovador señor de Blacas, y declara que es una pérdida tan grande, que sólo podrá repararse si le arrancan el corazón y se lo hacen comer a los barones que sin él viven, y al Emperador de Roma, y al Rey de los franceses, y al Monarca inglés...

El último poeta lírico de la Edad Media francesa, es Carlos de Orleans. Hay en sus versos algo de frivolidad cortesana y de anticipado concentrismo; tal defecto proviene de que la literatura seria y la filosofía propiamente dicha, no eran patrimonio laicos, ni de grandes señores, sino de clérigos y de sabios -dos categorías que entonces se identificaban diciéndose «gran clérigo» cuando se quería decir «gran sabio».

De esa sociedad clerical sale un extraordinario brote lírico, los amores del filósofo escolástico Abelardo con aquella mujer también empapada de ciencia y filosofía, la sobrina del canónigo Fulberto y la correspondencia entre los amantes, documento sentimental preciosísimo, cien veces más precioso que las enseñanzas conceptualistas y nominalistas (el nominalismo es un modo de lirismo filosófico) de Abelardo. Tal correspondencia   —68→   no es texto de lengua, ya que se escribió en latín, y sólo apareció traducida en el siglo XVI; pero esta historia auténtica no ha influido menos en el lirismo de Francia que la de Tristán e Iseo, fabulosa y mística, influyó en el de todas partes. Sainte Beuve, con su sagacidad habitual para seguir estas corrientes, encuentra en la figura de Eloísa el modelo de la duquesa de la Valliére y de la señorita Aissé, personalidades líricas, hasta dar en el misticismo del sentimiento.

Y también es justo, al nombrar a Pedro Abelardo, reconocer los servicios de la Escolástica, que, contribuyendo a afinar el pensamiento y la comprensión, tomó parte muy considerable en la gestación del genio literario francés, en lo que tiene de claro y razonador, de lógico y de ingenioso y agudo. Por la Escolástica, se ha definido lo que en otros países permaneció dentro de la vaguedad, y, al desenmarañarse el ovillo de las controversias, se ductilizó y enriqueció el idioma.

Ligada está la historia sentimental de Abelardo y Eloísa a la del misticismo erótico; pero el verdadero misticismo, más puro en sus hondos manantiales, se reveló, entre las sequedades escolásticas y los abrojos satíricos, en un libro maravilloso que se llama La imitación de Jesucristo. Ya sabemos que, fuese quien fuese su autor (al escribir la vida de San Francisco de Asís, he reseñado las diversas hipótesis), el libro, en efecto, fue escrito por el Espíritu Santo. No es seguro que sea un libro francés, aunque parezca probable: no es seguro, tampoco, que sea obra de ninguno de los autores a quienes se atribuye. El anonimato   —69→   del claustro, donde probablemente nació, le rodea. Es obra de altísima poesía lírica, y no en balde grandes poetas modernos, y de los más desengañados, han encabezado sus poemas con fragmentos de la Imitación. No menos persuadido de la vanidad de todo que el Eclesiastés, el autor de la Imitación conoce los caminos del amor, y los recorre, guiado probablemente por San Francisco de Asís. El alma franciscana palpita en las cláusulas del libro incomparable.

Yo no puedo examinar aquí los géneros literarios que no guardan relación con el lirismo, y empiezan a descollar en último período del siglo XV, como la crónica que se transforma en historia, los misterios dramáticos que nacieron en los templos y van a salir de ellos, el nacimiento del teatro moderno, entre la que llama clercs de la Basoche, y tantas manifestaciones de la vida literaria, que aun tratándolas de refilón y a la ligera, como por fuerza trato estos antecedentes, acaso no indispensables, pero útiles a la inteligencia de lo que viene después, no tendrían aquí cabida. Mas no puedo omitir la aparición de las novelas de caballerías, que en tanta copia surgen desde el siglo XIV hasta el XVI, y que, aun las de pertenencia española, ¿quién sabe si proceden, en sus primeros surgimientos, de Francia? Hemos visto que las ficciones caballerescas, sea su raíz céltica o germánica, en Francia se desarrollan. Menéndez y Pelayo, en sus Orígenes de la Novela, observa que la epopeya castellana, de carácter hondamente histórico, no engendró verdaderas novelas (a excepción de la Crónica del Rey don Rodrigo), aun cuando, añadiré,   —70→   en algunos de los Poemas del Cid, de los más recientes, no falten amplificaciones y alteraciones novelescas.

Lo cierto es que de Francia se propagó a España la primer literatura de fábulas de caballería andante. Esta literatura, derivada de los ciclos de la Tabla redonda, fue fecundísima en Italia en el siglo XVI, y en España en el siglo XV y parte del XVI, igualmente. El recuento de las obras, no cabe en los límites de unos sencillos preliminares. Como contribución de Francia a este género pudieran citarse libros de los que Luis Vives llamó pestíferos; como la Historia de Pierres de Provenza y la linda Magalona, Flores y Blancaflor, la Historia de Paris y Viana, y la fábula de Melusina (que en Galicia encontramos en la leyenda de los Mariños) con otras historias líricas, de amor. Es también francés el Oliveros de Castilla, y el Artús de Algarve. Y de fuera vino a España la leyenda del Caballero del Cisne, largamente relatada en la Gran conquista de Ultramar.

Pero la literatura caballeresca, aunque proceda, a mi ver, de Francia, ya sabemos que es en España, y acaso en Galicia y Portugal, donde arraiga de un modo profundo.

De materia caballeresca está como impregnada la Edad Media española, desde los siglos XII y XIII, y las peregrinaciones a Santiago de Compostela, adonde tanta gente noble e ilustre acudía de Francia y de Germania, no debieron de tener en ello poca parte. Así, no es de extrañar si nuestro Tablante de Ricamonte viene de un poema provenzal del siglo XIII, y si el Caballero Cifar, el más   —71→   antiguo de nuestros libros de caballerías, muestra sus orígenes bretones, por más que la leyenda de la Dama del Lago sea fácil descubrirla en tradiciones locales gallegas, y parezca pertenecer a la mitografía universal.

En cuanto al Amadís, no tengo la menor autoridad para terciar en la disputación de sus orígenes, pero que de sus primitivas redacciones, que se han perdido, alguna por lo menos fuese francesa, parece seguro. Menéndez y Pelayo reconoce que todos los nombres de lugares y personas en el Amadís, tienen sello erótico, y hace constar la profunda influencia del Tristán sobre el Amadís. Naciese donde naciese la novela, cual hoy la conocemos, y hasta en formas anteriores a la de Montalvo, su ideal difiere mucho del ideal rudamente heroico de Castilla. Si fue escrito antes en portugués-galaico que en castellano, todavía es verosímil que la raíz sea francesa.

El Amadís fue en España como una moda; privó en los salones ya entonces dorados, en los bellos camerinos; se dio a los lebreles favoritos el nombre de Amadís, pero no llegó tal popularidad a las muchedumbres, y Cervantes, tan objetivo y realista, tan antirromántico y antilírico, encontró fácil el camino para arremeter contra esta poética fábula y contra otras no tan poéticas y de menos escogida contextura. Los libros de caballerías, aunque halagasen ciertas propensiones de nuestra alma, estaban expuestos a morir por la risa y la burla, por la caricatura de su ideal.

Por señas que, respecto al Amadís, sorprende   —72→   el desconocimiento y ligereza con que se expresa un hombre por otra parte tan bien informado y tan serio como Brunetière, empezando por escribir «Los Amadises», pero vemos que este plural no se refiere a los libros de caballerías de la línea de Amadís, sino sólo al Amadís de Gaula; y, a renglón seguido, decora con el nombre de autor a Herberay des Essarts, que no fue más que el traductor francés de los ocho primeros libros, según dos renglones después hace constar el mismo Brunetière. Condesciende a reconocer que «al Amadís no se le puede pasar absolutamente en silencio», pero lo que hace es peor: es confundir las noticias acerca de un libro que bien vale, cuando menos, los que inspiró después a los novelistas sentimentales franceses, y que han sido muy comentados y estudiados por el mismo docto crítico.

En el siglo XVI es cuando se traducen al francés las historias de Amadís y de su dilatada progenie. Y Francia recibió con entusiasmo las licencias que habían ayudado a sufrir con paciencia su prisión en Madrid a Francisco I. Era el momento en que nuestra literatura y todo lo nuestro iba a poner la ley en Francia. El Amadís influyó más en la literatura francesa, que en la española. Allí no hubo Cervantes que lo enterrase vivo.

Fue un lírico el poeta que, en el siglo XV, se destaca con nota de originalidad entre los de su tiempo, y se aparta de toda la tradición de trovadores y de troveros, juglares y religiosos. En aquella época de transición, salta este poeta sincero   —73→   a ratos, desvergonzado, estudiante de la tuna, racimo de horca, hambrón profesional, comido de miseria, pero gran lírico, ya que nada que no proceda de sí mismo, cantan sus versos: lírico genuino, pues sólo le inspiraron sus propias emociones. Y aquel golfo, como ahora diríamos, fue poco a poco, después de su muerte, ascendiendo al lugar preeminente de uno de los padres de la poesía; Clemente Marot le saludaba como a un antecesor; Boileau comenzaba por él la historia de la poesía francesa; Teófilo Gautier, en sus Grotescos, le retrataba como a rey de la vida de Bohemia, y la historia literaria reconocía que fue Villon quien más hizo progresar a la poesía francesa desde La novela de la Rosa. Sainte Beuve -que sin piedad ni simpatía le ha disecado- confiesa que Villon fue «uno de esos individuos colectivos, el último, la última palabra de una generación de satíricos olvidados ya; el heredero de tantos juglares y autores de fabliaux y que eslabona la tradición entre Rutebeuf y Rabelais».

Sin sostener que Francisco Villon fuese un poeta absolutamente de primer orden, es un poeta que cautivó por su naturalidad, por ese hechizo y talismán de la verdad cruda y desnuda, que sugestiona. Es un poeta del arroyo, teñido de escolástica; un sopista remendado que ha leído a Aristóteles; pero no es Aristóteles, sino la adversidad, lo que le ha enseñado a sentir. Y canta su pobreza, canta sus aprietos, y su consuelo es que la muerte, al fin y a la postre, ha de apoderarse de todos, mendigos y ricos, poderosos y miserables.

  —74→  

Lo mejor de la poesía de Villon es una balada famosísima, la que se titula Las danzas de antaño, y que yo, al leer a Villon en otro tiempo, llamaba Las nieves de antaño. La idea de esta balada es semejante a la de la famosa elegía de Jorge Manrique: y así como a esta se le han encontrado muy numerosos precedentes, se le encuentran a la balada de Villon, y son una hueste los poetas medioevales y hasta los padres de la Iglesia que se han preguntado melancólicamente, ¿dónde están ahora los que un día asombraron o encantaron al mundo?


«Los Infantes de Aragón, ¿qué se hicieron?».



Pero es preciso reconocer, y Sainte Beuve lo reconoce, la superioridad del bohemio estudiantón. Jorge Manrique es un poeta mucho más culto, y en todo aparece como un gran señor y un moralista cristiano; pero la idea de Villon es todavía más poética y graciosa: pregunta qué ha sido de las bellas damas, las enamoradas, las Reinas trágicas, la pucelas heroicas; y las «nieves de antaño» parecen más efímeras aún que el rocío de las eras. La honda melancolía del no ser, se intensifica al recordar las hermosuras que pasaron, las formas divinas que son polvo y ceniza leve... ¡Nieves de antaño, y solamente nieves de antaño!

Es otro encanto de Villon su falta absoluta de pedantería, cuando el siglo se hacía tan docto, y no pensaba sino en romanos y griegos, y la hermana del Rey, Margarita de Valois, se chapuzaba   —75→   en retórica, gramática y filosofía para acabar imitando a Bocaccio.

Su grande amigo, admirador, adorador y protegido Clemente Marot, que combatió en Pavía y vino a España con Francisco I, (delá les monts, prissonier, nos dice él mismo), es también un lírico, y hay en él rasgos trovadorescos, ya borrosos. Enamorado honestísimamente, según afirman los bien informados en tan arduas cuestiones, de la Margarita de las margaritas, de la Perla de las sabias, hacía profesión de amar «muy altamente». Yo confieso que prefiero a Villon, galán de «gentil salchichera de la esquina». Marot, adscrito a la corte, paje y criado de Reyes, no despliega esa originalidad salada y fresca de Villon. Es un ingenio -tal vez el primero de la serie de los ingenios cortesanos.

Cualquiera que sea el atractivo bufonesco de Rabelais y la viveza y jugo prodigiosos de su léxico, en cuanto al lirismo no tenemos nada con él. Es un temperamento épico, de epopeya burlesca (igual pudiéramos decir de Cervantes, pero ¡cuántas reservas y explicaciones habría que añadir!). Su enorme carcajada barre a una edad y anuncia otra. Con Rabelais se ha nacionalizado en Francia el Renacimiento.



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ArribaAbajo- VI -

El Renacimiento y la Reforma.- Rabelais, el revolucionario.- Ronsard; sus triunfos en la corte de los Valois; su dominio de las formas métricas.- Malherbe.- El siglo XVII; los «Salones»; las «Preciosas»; los «libertinos».- San Francisco de Sales.- Molière.- Esbozo de bibliografía


No podía el Renacimiento ser favorable al lirismo. Su acción se ejerció, no solamente contra el cristianismo, sino contra el catolicismo, que había dado calor y vida a los ideales románticos y caballerescos. El Renacimiento es paganismo y Reforma. Ninguno de estos dos caracteres esenciales es favorable a la tendencia individualista, a pesar de su aparente sentido emancipador.

Sin que me mueva a expresarme así ningún fanatismo, incompatible con la crítica, no puedo ver en la herejía protestante nada de lírico, sino todo lo contrario y cierta represión y desvío hacia el arte. El protestantismo, por su camino, viene a parar a esa uniformidad rígida, a esa especie de automatismo estatólatra, que nos presentan como cumbre del desarrollo de las civilizaciones bien organizadas. No he de discutir tal tema, pero no se me negará que no existe ninguno menos lírico.

Hay que reconocer una diferencia radical entre el Renacimiento y la Reforma. El Renacimiento es una tentativa de paganización del mundo, y por consiguiente, de las letras; la Reforma, un áspero   —78→   esfuerzo de austeridad intransigente, la negación de lo que, en el paganismo y en el ideal clásico era artísticamente libre. He ahí la raíz de las famosas indignaciones de Lutero, que nada tenía de Santo, por otra parte, ante los esplendores de Roma.

He aquí también el sentido del libro de Calvino, La institución cristiana, que pasa por clásico, en cuanto al idioma, pero que no hay manera de leer, y que vino a hacer amenas las más abstrusas especulaciones escolásticas, con la frialdad y tristeza de su estilo hugonote. Los que hablan de manejos de Madama de Maintenon, de redes tejidas por los jesuitas, para cerrar el paso, en Francia a la Reforma, no se han percatado de que el momento en que la Reforma riñe en Francia su batalla decisiva, es el que señala la nacionalización francesa, que rechaza ese espíritu y que se desgermaniza, de una vez, declarándose latina, o lo que por tal se entiende. La Reforma tiene su campo de acción allende el Rin: Francia puede admitir el Renacimiento, imprimiéndole, en gran parte, su sello propio; pero no puede transigir con la Reforma, porque ya Francia se ha reconocido y definido, instintivamente, y aspira a realizar su verdadero y típico carácter.

Así, la figura saliente del Renacimiento francés en lo literario, y hasta en lo pedagógico, es Francisco Rabelais, el cura de Meudon, el creador de Pantagruel.

Hemos dicho, en el capítulo anterior, que Rabelais no tiene mucho que ver con la lírica: es preciso explicar esta afirmación, y también rectificarla,   —79→   en determinado concepto. Lo que en Rabelais ayuda poderosamente al advenimiento del individualismo, es la proclamación de un dogma que andando el tiempo, en el siglo XVIII, impuso a su edad, con aire de descubrimiento de algo inédito, Juan Jacobo Rousseau. El dogma es la divinización de la Naturaleza, la afirmación de la bondad del instinto, y no hay otro que traiga más cola, diríamos familiarmente. Lo proclamó el desaforado párroco a quien Lamartine, con desdén de cisne ante el pato barbotante, volvía las espaldas y calificaba de «gran fangoso».

La pedagogía de Rabelais, el catecismo de la Abadía de Telema, se reducen a una máxima: «Haz lo que se te antoje». En seguir a la Naturaleza no cabe error; es el camino derecho. Sólo con enunciar, así, descarnadamente, el principio fundamental que sostiene Rabelais, se adivina cuál pudo ser su influencia en la gran desorganización social que lentamente fue produciéndose en Francia, y que se comunicó al resto del mundo, con mayor o menor intensidad. El hombre es bueno de suyo, aseguran Rabelais y Rousseau; por tanto, no tiene más ley que la que en sí mismo encuentra.

Conviene advertir que Rabelais, en lo natural, ve principalmente lo físico. Su presunción es que el género humano, comprimido en sus instintos más fundamentales por la Iglesia, la sociedad y las costumbres e ideas admitidas y tradicionales, necesita romper esas cadenas, desarrollarse sin trabas. No es Rabelais un lírico que reclame la expansión de su propia sensibilidad, sino un colectivista   —80→   anárquico, que trae en su filosofía el germen de toda revolución. No hay en Rabelais, leyéndole despacio, fermento revolucionario que no asome. Es el antepasado legítimo de Diderot, de Rousseau, de Voltaire; de las más variadas tendencias de la Enciclopedia, y a la vez, es el nuncio de las emancipaciones individualistas, justificadas por él antes de producirse.

A la canonización del instinto, el Renacimiento puso un freno: no religioso ni moral, sino artístico. El arte es también un cimiento social: en Italia, del siglo XIV al XVI, no creo que existiese otro de mayor solidez.

La escuela de poesía llamada la Pléyade coincidió, en su aparición, con la muerte de Francisco I y la italianización de Francia, bajo Catalina de Médicis, mujer apasionadamente aficionada a las artes, y que, reinante o no, rigió largo tiempo los destinos de Francia, mientras ciñeron corona sus hijos. Catalina de Médicis, que no es una influencia moral, y hasta es todo lo contrario, es seguramente una gran influencia de cultura formal. La nueva escuela poética trae por lema la belleza de la forma, sinónima, en tal caso, de la perfecta imitación de los modelos de la antigüedad pagana. Toda la materia poética de la Edad Media fue tratada de bárbara, y considerada un testimonio de la ignorancia nacional; se habló de resucitar la Iliada y La Eneida, como si fuese grano de anís, con el aditamento de «algún soneto de sabia y agradable invención italiana».

Los reformadores se llamaban Du Bellay y Ronsard. El primero teorizaba; el segundo practicaba.   —81→   A ambos les faltaba el mismo sentido, pues eran sordos como paredes. Los sordos son tenaces y reconcentrados. Ronsard, para crear su poesía, se encerró con los autores griegos y latinos, años enteros, anotando aquí y extractando acullá. Por último, salió de su redoma, y dio a luz sus versos, que fueron acogidos con transportes de admiración. Reyes y reinas le obsequiaron a porfía, y desde su triste cautiverio, María Estuardo le envió un regalo magnífico.

Una apoteosis sólo comparable a la que su siglo hizo a Víctor Hugo, consiguió Ronsard, que se rodeó de la llamada pléyade, una corte de poetas que pretendían ser astros, satélites de un sol. Había tomado Ronsard muy por lo serio su papel, sus teorías, su lira, y, (como le sucederá después a Víctor Hugo), creía tener derecho a los honores más extraordinarios, y se juzgaba el inspirado, el «ministro de Dios». Desatenderle, es un delito y una mala vergüenza. No cabe acción más deshonrosa, para los poderosos de su tiempo, que no recompensar debidamente al poeta, no inclinarse ante él.

Nada se transforma por completo. En la Edad Media, los Reyes y señores tienen sus juglares. La Pléyade es una legión de poetas cortesanos que aspiran, sobre todo, a agradar a los Reyes, que eran entonces los Valois, equívocos y de sospechosa memoria. Pero los Valois, en medio de todo, son artistas, son estéticos, son elegantes, y la idea de apoderarse de la hermosura del arte literario pagano les place, pues han traído a todo el paganismo, y en lo plástico, por cierto, con la   —82→   mayor fortuna. Protegen, pues, a Ronsard, le halagan, le endiosan; y, al hacerlo, creen proteger a la poesía misma. En medio de esta triunfal carrera y de tal subida al Olimpo, hay un hombre que no sólo no admira a Ronsard, sino que se ríe de él, con risa de gigante, por boca de Pantagruel: y este iconoclasta es maese Rabelais, el galo legítimo, el gran bufón irreverente, que si no lo fue en su vida, cosa que hoy se niega, lo fue en sus escritos, pues no había perdido el respeto a todo para ir a profesárselo a un poeta. A la muerte de Rabelais, Ronsard se venga, consagrándole un epitafio burlesco.


Une vigne prendra naissance
de l'estomac et de la panse
du bon Rabelais qui boivait
toujours, pendant qu'il vivait...



«Nacerá una vid en el estómago y la panza del bueno de Rabelais, que, mientras vivió, bebió...».

El merecimiento positivo de Ronsard, es el dominio de la forma: tornea perfectamente el soneto; crea la oda, desconocida antes; innova la estrofa de diez versos, tan predilecta de los románticos, y la de cuatro, de metro desigual; sabe a fondo, su oficio y su obligación de rimador. Tiene la ambición de dotar a Francia de una epopeya como las antiguas -y la empieza, y, por fortuna, no la acaba-. Entre toda su obra poética, odas, himnos, elegías, estancias épicas sólo veo una perlita, el madrigal elegiaco que empieza así:


Mignonne, allons voir si la rose...



  —83→  

Con un tema que ha inspirado a muchos poetas más, Ronsard supo hacer algo seductor, con una frescura y una gracia que no deben nada a la antigüedad pagana ni a su estudio.

Hasta Enrique IV, con quien advenía al trono la Casa de Borbón, no aparece Malherbe, a propósito del cual había de entonar Boileau un himno análogo, en su terreno, al de Simeón cuando toma en brazos al divino Infante. «¡Ya puedo morir!» -exclamaba el Pontífice-. «¡Por fin vino Malherbe!» -grita Boileau.

Francisco Malherbe, a quien Boileau dedica transportes tales, fue un oscuro hidalgo normando. Cuando empezó a salir de su penumbra y a ser conocido en la corte -ambas cosas eran una misma, y la corte decidía de la fama- ya no era ningún niño. ¿Es un lírico Malherbe? No le ensalza por tal concepto Boileau. Lo que Boileau ve en él, es el legislador del Parnaso, el que va a traer a la poesía a los senderos del orden y de la razón, según el genio nacional. Se trata de un reformador, de un gramático y de un técnico; de un hombre que -como le dijeron a Enrique IV- forjaba los versos mejor que nadie en Francia.

Y además es un hombre que reniega de los dogmas de la Pléyade, y cree que la verdadera lengua francesa hay que buscarla, no en la fuente Helicona, sino a orillas del Sena. Se cuentan muchas anécdotas literarias (Malherbe es el poeta más anecdotizado), que prueban con qué desdén burlón trataba a la posteridad de Ronsard y a los rezagados de su escuela; pero no era Malherbe ningún genio, ni siquiera una naturaleza formada   —84→   para la poesía, aunque en algún concepto poseyese una sensibilidad original y suya. En la esterilidad poética de su tiempo, tiene suma importancia, por la perfección a que condujo al idioma, en impecables composiciones, dejándole apto para que le manejasen los más excelsos entre los venideros. Hay en Malherbe un temperamento afirmado hasta la última hora de una larga vida, un ingenio certero y mordaz, unido al buen sentido nacional, que en él se combina con el sentido práctico de su región normanda. Posee el don del movimiento lírico, y de una de sus mejores odas, compuesta en la vejez, ha podido decir un gran crítico: «Ya está encontrado el tono de Corneille». Conviene observar que si otros poetas antes que Malherbe -y por ejemplo Villon- han cantado la tristeza del rápido paso de la vida, Malherbe indica un tema nuevo, lírico, al deplorar tan solamente el rápido paso de la juventud:


Tout le plaisir des jours est en leurs matinées;
la nuit est dejá proche á qui passe midi...



Traduzco.


«Todo el gusto y sabor de los días, está en sus mañanas;
cuando pasa el medio día, cerca tenemos la noche...».

Al mismo tiempo, el orgullo de la prolongación de la juventud por los dones de la Musa, le inspiraba este lírico arranque:

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Je suis vaincu du temps, je céde á ses outrages;
mon esprit seulement, exempt de sa rigueur,
a de quoi témoigner, en ses derniers ouvrages,
sa premiére vigueur.
Les puissantes faveurs dont Parnasse m'honore
non loin de mon berceau commencérent leur cours;
je les possedai jeune, et les posséde encore,
á la fin de mes jours...



Traduzco:

«Vencido por el tiempo, cedo a su ultraje, pero, exento de su rigor, mi espíritu, en sus obras postreras, atestigua el vigor primero. Los altos favores que me otorga el Parnaso, comenzaron no lejos de mi cuna; los poseí en la juventud, y todavía, al fin de mi jornada, los poseo».

Con ser muy expresivas, como revelación de un temperamento de poeta, estas estrofas, las supera en belleza la famosísima (la única todavía famosa de Malherbe), en que compara a la rosa a una niña muerta, hija de un amigo. La niña ha vivido lo que la rosa vive: el espacio de una mañana... Ya sabemos que la comparación está gastadísima y que la empleó con fortuna Ronsard, aunque sea anterior a las octavas del Tasso, sobre la vida de la rosa -de un hechizo tan penetrante-. Pero Malherbe la redujo a su esencia breve de hermosura. En Malherbe sucede así: donde menos se creería aparece la belleza, y aparece la independencia interior, nunca perdida por el vate cortesano, por el mordaz ingenio. «Los   —86→   Reyes -dice en su paráfrasis de un Salmo- son como nosotros, aunque nos pasemos la vida sufriendo su desprecio y doblando la rodilla. Nada pueden: son, como nosotros, hombres verdaderos, y como nosotros mueren. Y apenas entregan el espíritu, su pomposa majestad no es sino polvo; y, en esos grandes sepulcros donde sus almas altaneras aun se inflan de vanidad, los gusanos se los comen». Tampoco era nuevo el pensamiento: es un lugar común de predicadores; pero Malherbe estimaba más la perfección en expresar una idea, que la novedad. Y, cuando en ese estilo tan selecto y al mismo tiempo tan amplio expresaba sentimientos fuertes y sin velo, como en el trágico soneto que le inspiró el asesinato de su hijo, y donde pide a Dios venganza, o como otro soneto en que reclama el exterminio de los hugonotes, este poeta iguala, en ardor y en energías, a Corneille.

Malherbe, con estas condiciones de maestría, tenía que formar escuela. Era además crítico y profesor con palmeta, y tuvo sus discípulos oficiales y su cenáculo, como lo tuvieron después poetas tan diferentes de Malherbe, bajo el romanticismo. Sólo que el Cenáculo romántico era enseñanza de antojadiza fantasía y libertad, y el de Malherbe, lo contrario, una censura, una corrección de cada momento. A sus discípulos, Malherbe les llama «sus escolares».

Con Malherbe y sus alumnos -con el poeta que ha profesado en voz alta la inutilidad de ejercicio de la poesía, porque Malherbe no creía, como Ronsard, que el poeta es un «ministro de Dios»,   —87→   sino que reputaba tan inútil hacer versos como jugar a los bolos, y se asombraba de haber pasado la vida en tan vano ejercicio- con este vate singular, amanece una nueva era literaria para Francia. A las traducciones de los libros de caballerías españoles reemplazan las novelas pastoriles, también imitaciones del español, como la Astrea, procedente de la Diana de nuestro Montemayor. La Astrea tiene mucho de lírico, y aun de autobiográfico, y contiene un completo estudio psicológico de las diferentes formas del amor, incluso místico y caballeresco, estudio con que el autor de esa novela pastoril precede a Bourget, Lamartine, Balzac y Stendhal.

Los comienzos del siglo XVII traen consigo un cambio en la literatura francesa. Es el cambio mismo que ha de sufrir dos siglos después, al concentrar su espíritu propio por la evolución realista; es lo que se ha llamado la «nacionalización» de la literatura. La imitación de España todavía hace ley; pero pronto sacudirá Francia este yugo (nunca del todo). Van a presentarse en escena los verdaderos representantes de su espontaneidad, por encima de las variedades individuales. Uno de los instrumentos de esta nacionalización, es el hervir de las tertulias donde se derrocha ingenio y agudeza a todo trapo por las «preciosas» damas elegantes que entonces eran marisabidillas, como hoy serían esportivas y anglófilas. La influencia de la mujer en la sociedad es la cosa más francesa que existe, como lo es la sociabilidad, que representan, con una nota de ridiculez, si se quiere, pero cumplidamente, las reuniones   —88→   en esos hoteles señoriales, donde fraternizan literatos, sabios y grandes señores, bajo la dulce férula de señoras latiniparlas y hasta muy bonitas. Los «salones», que en una o en otra forma continuarán ejerciendo un dinamismo, político, religioso, social, literario, hasta muy adelantado el siglo XIX, nacen en el Hotel de Rambouillet y otras tertulias análogas.

Al amalgamar los diversos elementos de la sociedad, los salones los funden en su turquesa: los salones no son líricos nunca, y la originalidad, en ellos, tiene que quedarse a la puerta, mientras que la corrección, cierta corrección distinguida y aristocrática, se impone. No hay, pues, que extrañar que contra las «preciosas» se ejercite la sátira de poetas más bien insurrectos, como Régnier, que se profesaban «libertinos» y eran, como los bohemios de nuestra época, líricos a su modo. Y en esta hostilidad de los «libertinos» contra las «preciosas», va envuelta, bien prematuramente, lo que hoy llamaríamos una cuestión de feminismo. Los de la escuela de Régnier entendían que las mujeres no valen sino para espumar el puchero y expeler robustos infantes; y las «preciosas» estaban muy convencidas de su derecho al saber, a la cultura, y a la vez, al respeto, galantería y rendimiento del hombre. Todos reconocen la utilidad de las «preciosas» para suavizar y civilizar las costumbres, para imprimir a Francia ese sello de elegante cortesía que vino a formar parte integrante de su espíritu. No son solamente las costumbres lo que se afina: es también el idioma.

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Todo ello es más social que literario, estoy conforme, pero también en esto las «preciosas» fueron fieles al sentido nacional. Es este social por excelencia, y el lirismo, la manifestación sin trabas de la individualidad, tendrá que luchar mucho para lograr pasajeras victorias a favor de circunstancias eventuales. En Francia, hasta la religión tiende a ser amable, comunicativa, de buen tono. Comparad a ese atrayente San Francisco de Sales, en su Filotea, con nuestros místicos, tan interiores, tan reducidos en los alcázares del alma; ved cómo quiere conciliar la sociabilidad con la práctica de las virtudes cristianas; cómo se da cuenta de lo que la mujer debe a la sociedad, y de cómo la devoción, en Francia, no puede ser cosa huraña y rígida, a la manera de Calvino. Aunque nacido en Suiza, San Francisco de Sales es el santo más francés del mundo.

No quiero dejar de decir algo de Moliére, por haber sido el que dio el golpe de gracia a las «preciosas». Moliére, sin embargo, sólo se parece a aquella agrupación de bohemios libertinos que capitaneaban Régnier, en la crudeza del lenguaje, que raya en grosería. Para explicarse la mala voluntad del misógino Móliére, puede servir, el conocimiento de su vida íntima, de sus desgracias conyugales, de todo lo que se ha escrito y conjeturado acerca de este aspecto de su vida, y que en parte no me atrevería a repetir. Lo cierto es que la comedia de Moliére, Las preciosas ridículas, fue una sátira definitiva, llena de sales, que tuvo extraordinario éxito, y suscitó impugnaciones y discusiones que omito, como omito   —90→   por fuerza tantas cosas. Años después, remachó el clavo Moliére con Las marisabidillas (Les femmes savantes). Ya no satirizaba, en la mujer, un amaneramiento literario, sino en general el deseo de estudiar, la vida intelectual toda. Bajo los Valois, Francia había sido más tolerante, en este particular, que en los siglos de oro, y la época aparatosa de Luis XIV.

Este siglo XVII, glosiosísimo para Francia, y en el cual produce escritores tan insignes y varios, Lafontaine, Pascal, Moliére, Corneille, Bossuet, La Bruyére, Fénelon, sus verdaderos clásicos consagrados, y reconocidos, y en que despliega las cualidades eminentes de su esencia propia (a pesar de no haberse extinguido la influencia española, ni aun la italiana, con sus crímenes y sus venenos, como dijo sin ambages Boileau), es un siglo que retrasa más de otros cien años la germinación de los temas líricos y románticos, con las excepciones que luego veremos. La literatura también es social, como sabemos; social y nacional, ordenada y disciplinada por la fuerza reguladora del espíritu francés, distinto del de otros pueblos; y produce, en ese fecundo período, los hombres en quienes mejor se refleja su imagen, los que poseen y ejercitan las cualidades propias, o al menos características, del país donde escriben y que les ha dado cuna.

Recordando una vez más que este libro trata del lirismo, y de sus manifestaciones románticas, no hay que extrañar si paso tan velozmente por todo lo que no reviste este aspecto, y si no me detengo   —91→   ni un instante en la tentadora materia, reservada para mejor ocasión, de las grandes figuras del áureo siglo. He de limitarme a considerar aquellas que, sin romper la armonía y la bella y sólida unidad de la época literaria, anuncian ya los tiempos líricos y románticos, bien tempranamente.

Según vamos aproximándonos a lo moderno, empieza a ser conveniente indicar las fuentes y libros que puede consultar quien desee estudiar a fondo lo que aquí sucintamente se expone. Es como una postdata a estos capítulos, que me creo obligada a no omitir. Diré, pues, que de Clemente Marot, existen dos ediciones, una de París, de 1867, que contiene las Obras escogidas, y otra, de París también, sin fecha, de la cual se han publicado solamente dos volúmenes. La primera edición contiene una introducción muy útil para consultada. En general, hago esta indicación una vez por todas, son de consulta las Historias generales de la literatura francesa y los correspondientes artículos de los Diccionarios enciclopédicos. Siempre hay que recelar algo de estas fuentes, pero sin desaprovecharlas.

Para Margarita de Valois (recuérdese que de Marot y de su protectora hablé en el capítulo anterior), consúltense Las damas ilustres, de Brantôme, el Diccionario Histórico, de Bayle, la Noticia que figura a la cabeza de sus Cartas, París, 1841, la que encabeza la edición del Heptameron, París, 1853, y Margarita de Valois, por la Condesa de Haussonville, París, 1870.

Para Rabelais, consúltese a Brunet, Investigaciones   —92→   sobre las ediciones originales de Rabelais, París, 1852; Eugenio Noel, Rabelais y sus escritos, París, 1870: Emilio Gebhart, en su interesantísima obra Rabelais y el Renacimiento (traduzco los títulos); Pablo Stapfer, Rabelais, su personalidad, su genio y sus obras, París, 1889; René Millet, Rabelais, París, 1892. No es posible recomendar bastante, a los que gusten de literatura francesa, la lectura directa de Rabelais. Su léxico es tan curioso y fértil como el de Quevedo, y tiene igual dominio sobre la lengua, que amasa y maneja a capricho. Hay un sinnúmero de ediciones de Rabelais, entre las cuales señalo por serme más conocidas, las de Amsterdam, de 1741, y la de Lemerre, 1868-81.

Acerca de Du Bellay, el legislador de la Pléyade, puede leerse el discurso pronunciado con motivo de la inauguración de su estatua, por Fernando Brunetière, en Ancenis, 1894; y, sobre Ronsard, Petrarca y Ronsard, por Piere, Marsella, 1895; los dos artículos de Sainte Beuve acerca de él, en el tomo XII de las Pláticas del lunes, y Pedro de Nolhac, El último amor de Ronsard, París, 1882.

Sobre Francisco de Malherbe, yo aconsejaría la edición de sus obras de 1842, de Charpentier, que lleva los Comentarios de Andrés Chénier; habiendo otra edición moderna también, de Hachette, 1862; y, como complemento de lectura, la Vida de Malherbe, por Racan, que suele encabezar las ediciones; los varios artículos de Sainte Beuve, en las Pláticas de los lunes y en Los nuevos lunes; el libro de Brutot, La doctrina de   —93→   Malherbe y la obra del duque de Broglie, titulada Malherbe, París, 1897.

Y sobre las «Preciosas» y el preciosismo, léase la obra de Roederer, Memoria para historiar la sociedad culta, París, 1835; y Víctor Cousin, La sociedad francesa en el siglo XVIII, París, 1858.



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ArribaAbajo- VII -

El lirismo en la tragedia.- Orígenes de este género dramático en Francia.- El «romanticismo épico» de Corneille y el «romantismo lírico» de Racine.- El lirismo de algunos clásicos.- Racine; su genio; su obra; examen de «Fedra»; los dos méritos principales de Racine; su genio indiscutible.- Esbozo de bibliografía


No es necesario esperar a que el romanticismo despunte en el horizonte para encontrar un tipo perfecto de lírico sentimental: y este tipo se nos presenta dentro de un género muy nacional en Francia; justamente el género contra el cual se alzaron los románticos, siglo y medio después, en ruidosa manifestación, dando por supuesto que atacaban al clasicismo. En la tragedia, con sus reglas aristotélicas, su pomposo aire de corte y su convencional y majestuoso entonamiento, es donde Racine ahonda en los tipos líricos, con muy superior conocimiento del alma humana del que demostraron los románticos después.

El período de la tragedia clásica en Francia, empieza en el siglo XVI, llega hasta el XVIII y aún se prolonga hasta principios del XIX. Y la tragedia vino de Italia, mediante traducciones, como más tarde el teatro romántico había de iniciarse con la traducción de Shakespeare. Ya en la tragedia contemporánea del Renacimiento se prescribía la regla de las unidades y entraba   —96→   triunfante el elemento histórico. Desde fines del XVI puede asegurarse que en Francia arraiga la tragedia. Pero no es la historia nacional la que da asunto a sus producciones, sino la de la antigüedad y de los países exóticos, y, en particular, Racine siguió la tradición fielmente. Los trágicos del siglo XVI, Jodelle, Grévin, los dos de la Taille, Montchrétien, tratan asuntos como Cleopatra, Dido, Medea, Agamenón, Darío y Alejandro, Aquiles, Lucrecia. Apenas se desliza un asunto cristiano, y el autor que hizo correr lágrimas con un episodio de las Cruzadas, fue, tardíamente, ¿quién creeríamos? Voltaire.

Algún trágico del período del Renacimiento ha dejado nombre; verbigracia, Garnier, que se inspira sobre todo en la tragedia griega. En él aparece por primera vez en la escena francesa el personaje de Hipólito.

Una de las cosas en que se apoyaron los románticos para condenar la tragedia, fue la famosa ley de las unidades. Recordemos que vino de Italia a Francia; es decir, que fue resucitada en Italia por Escalígero, en su Poética, y desarrollada por Trisino, recogiendo la doctrina de Aristóteles, que distingue a la tragedia de la epopeya, porque la primera ha de terminarse en una jornada sola, es decir, en un día natural, y la epopeya no tiene tiempo limitado.

No ignoramos que nuestro Cervantes está en esto conforme con los autores italianos y franceses, y ahoga calurosamente por la unidad, no sólo de tiempo, sino de lugar, en términos que luego ha de repetir Boileau. No fue, pues, en Francia   —97→   donde nació y se propagó la teoría de las unidades, o al menos donde resurgió. Y esto lo proclaman ilustres críticos franceses, como si vindicasen a su patria de un error o de una imputación injusta.

El propio Boileau protesta contra la influencia de los italianos en Francia, y al hacerlo recaba el derecho de legislar en cuestiones estéticas, de introducir la disciplina y el orden, no sólo en el teatro, sino en todos los géneros literarios. Y aún va más allá, y su doctrina es tal, que no podemos hacer más que declararla perfectamente ortodoxa. Nada es bello sino lo verdadero; sólo lo verdadero es amable; la naturaleza debe ser nuestro único estudio; el objeto más repugnante, un monstruo, puede ser grato si el arte lo imita. Al lado de esta doctrina tan amplia, Boileau expone otra restrictiva: la naturaleza no es fin del arte, sino cuando responde al buen sentido y a la razón, que son de todo tiempo, de todo lugar, de todo pueblo y de toda estirpe humana. Y ésta es asimismo la opinión de Racine. El buen sentido y la razón, en todos los siglos son iguales. Es decir, que hay un común humano, de sentimientos y de pasiones, que lo mismo en el París de Luis XIV, que en la Atenas de Pericles, puede servir de base trágica y hasta cómica. De esta teoría nace la dramaturgia de Racine.

Afortunadamente para él, su inspiración fue más allá de su sistema. No es únicamente el buen sentido y la razón lo que campea en Racine. En la tragedia francesa tenemos que considerar dos tendencias importantes a nuestro objeto: el   —98→   romanticismo épico de Corneille, y el romanticismo lírico de Racine.

Cuando leo que no se sabe de dónde tomaría Corneille los elementos de su teatro, pues antes de él no salió a la escena francesa obra digna de atención, sino oscuras tentativas y traducciones, lo cual tampoco es enteramente exacto, pienso que se sabe perfectamente, y que Alejandro Hardy, al inspirarse en Lope de Vega, abrió el camino al autor del Cid, que es en todo un hispanizante. Y cuando le alaban porque en sus tragicomedias fue el precursor del drama, y hasta del drama burgués y de costumbres, se me ocurre que nuestro teatro encierra todos esos géneros, y va de lo trágico a lo cómico, en la vasta escala de sus creaciones.

Y no es solo nuestro teatro, tal cual era cuando Corneille vivía. Son las fuentes de ese teatro y de tantas formas de nuestra literatura, lo que Corneille aprovecha al escribir el Cid, cuyos orígenes están en el romanticismo heroico del Romancero. Acaso no lo conociese en sus textos, pero estaba empapado de su jugo, al través de Guillén de Castro, aunque en el Cid francés estén falseados los caracteres del Campeador y de Jimena; aunque se convierta en casuística de deber, honor y amor frío aquella sencillez épica de ambos personajes en sus gestas castellanas. Es algo, no obstante, muy español lo que palpita en el Cid, como es español, calderoniano, de auto sacramental transformado, Puliuto. Más desembozada y literalmente aún imitó Corneille a los dramáticos y cómicos españoles, en otras obras.

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De suerte que, en pleno Siglo de Oro, encontramos un vibrante romanticismo épico dominando en un género que parece tan genuinamente francés como la tragedia clásica. Sin salir de este período clásico, se han advertido otras señales de la inmanencia del elemento romántico y lírico. Una tendencia invisible afirma la personalidad, allí donde menos se creería. El filósofo Descartes deduce su existencia del fenómeno interior del pensamiento, y un moralista y místico, Pascal, hace una afirmación muy parecida. La autoridad y la disciplina literaria y social no son tan respetadas en el Siglo de Oro como a primera vista se creyera; díganlo aquellos libertinos que capitaneaba Régnier, dígalo el mismo teatro de Moliére y la poesía de Lafontaine, que propenden a una insubordinación latente o manifiesta. Pascal es realmente un alma lírica, torturada y enferma, si no del mal siglo, de algo análogo, infinitamente doloroso. Los que comparan el sufrimiento de Pascal con el de René, no carecen de pruebas en que apoyarse.

Hasta en el grande y venerable Bossuet se descubre la expresión del lirismo, y no falta quien vea en él a un antecesor de Víctor Hugo, en la Tristeza del Olimpo, y de Lamartine, en el Lago.

Claro es que existe una diferencia profunda en las consecuencias que cada cual saca de la consideración del humano destino, triste y miserable. Bossuet señala la fe, como solución al enigma.

Pero donde se ha visto más claramente al precursor del lirismo romántico, es, como hemos reconocido, en Racine.

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Racine se crió a la sombra de Port Royal; es decir, que recibió una primera educación jansenista. Los jansenistas eran austeros en su moral, y bajo su dirección pudo Racine aprender a considerar despacio los problemas del alma humana, y cultivar un sentimiento ascético y elevado, y preocuparse del más allá, y del pecado, como hacían ellos. Cuando los jansenistas y la casa de Port Royal sufrieron persecución, Racine, que se aproximaba a los veinte años y leía a escondidas novelas griegas -por lo cual sus severos maestros le reprendían y le acusaban de mantenerse de veneno-, se apartó de ellos, entró en el mundo y, como diríamos hoy, se dedicó al teatro, cosa que tampoco fue del gusto de aquellos santos varones, que no eran tartufos, pero en arte eran beocios, caso frecuente en solitarios, ascetas y místicos fríos. No tengo tiempo de fundar la distinción entre los que llamo místicos fríos y los místicos tan profundamente artísticos como nuestra Santa Teresa; ni hace falta, para lo que voy a decir de Racine.

Entre dos períodos de fervor religioso, el de la primera juventud y el del fin de la vida, después de lo que se llamó su conversión, y al dejar de escribir tragedias y comedias, Racine, en la existencia azarosa del teatro, conoció los secretos del corazón humano, la trama de las pasiones, y no lo conoció solamente por verlo, sino porque lo experimentó personalmente; porque amó y sufrió, y fue traicionado por mujeres, y pudo encontrar en sí mismo los sentimientos que tan cumplidamente expresan sus héroes y heroínas.

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Bien se puede afirmar que en la tragedia de Racine hay el subjetivismo que falta en los dramas románticos de Víctor Hugo, los cuales son, por decirlo así, externos a su autor. Y también conviene notar cómo en las tragedias de Racine, cuyos asuntos en su mayor parte están tomados de la antigüedad, bajo el disfraz griego y romano laten los sentires de su generación, y en especial de la corte de Luis XIV, y algunos, transparentemente (como, por ejemplo, Berenice), son el análisis elegiaco de las penas amorosas del gran Rey, y están como empapados de las lágrimas que derramó, al tener que renunciar, por razón de Estado, al amor juvenil que le llenaba el pecho. No hay nada más contemporáneo que el teatro de Racine, en este sentido. Hasta, en la última época, su tragedia bíblica Ester alude claramente a la caída de la Montespan y el entronizamiento de la Maintenon.

Y estos elementos de modernismo son, a la vez, y por razón bien comprensible, elementos de verdad. Todo en Racine tiende a la verdad, y así como se ha visto en él a un romántico, otros vieron hasta un naturalista, de la escuela del «documento humano». La verdad en él puede estar escondida bajo pelucas rizadas y faralaes, bajo la retórica y la fraseología de su tiempo, pero las formas encubiertas se adivinan, y se trasluce su hermosura. Yo no diría de Racine que es un romántico, según esta palabra se ha entendido allá hacia 1830; desde luego, no es un insurrecto; respeta los cánones de Boileau, y acata los preceptos a que ha de obedecer la tragedia; conocedor,   —102→   además, de su época, lo bastante cortesano para no cometer una salida de tono ni hacer hablar a sus personajes sino como hablaba la gente de calidad, adoba la superficie de sus creaciones de manera que no las rechace su siglo, puedan ser admitidas por el elegante público y no hagan fruncir el ceño ni al Rey ni a las duquesas. Pero ¿qué importa? Bajo el dorado cartón de la caja que lo encierra, está, latiendo, sangrante, el corazón humano. Y está estudiado en sus palpitaciones íntimas, en sus vuelcos violentos, en el oleaje tempestuoso de su ritmo pasional. Ningún autor dramático de la Edad Moderna ha ganado en esto a Racine.

Desde luego hay entre Racine y Corneille una diferencia profundísima, y es el concepto del amor. Para Corneille, el amor es una debilidad que no puede dar cuerpo a la tragedia heroica, y las almas grandes no la consienten sino cuando es compatible con otras nobles impresiones. Y Racine, al contrario, hace del amor el resorte de la mayor parte de sus tragedias, y tiene el acierto de no encerrarse en una misma expresión amorosa, en una misma forma de sentimiento, sino que, en cada caso, un hábil estudio revela las diferencias y los matices de esta gran realidad, enlazada y dependiente del instinto eterno y profundo.

Y, por lo mismo, los personajes de Racine, si se les despoja de su ropaje convencional, de turcos, griegos o romanos, pueden ser de ahora, de siempre, lo mismo que sucede a no pocos de Shakespeare. Sin embargo, es fuerza añadir que, (sin incurrir en mayores inexactitudes y anacronismos   —103→   de los cometidos a su hora por los románticos), el fino gusto de Racine le infundió el sentido del color local y del ambiente de sus obras. Porque Bayaceto diga Madame a Roxana y Andrómaca Seigneur a Pirro, no deja de estar sugerida a cada momento la diferencia entre aquellas épocas y las actuales. En medio de su modernismo, Racine, sabe situar a sus personajes y adaptar sus sentimientos. El asunto de Bayaceto -tomado de un hecho histórico reciente- sólo puede desarrollarse en Turquía, y no en Grecia o Roma.

Hay tres o cuatro tragedias de Racine en que juega la pasión que fatalmente nace del amor mismo, los celos; y nótese cuán distintos son los celos de Roxana, los de Fedra, los de Hermione y los de Nerón. Llevan el sello peculiar de un momento de la fábula o de la Historia.

En mi concepto, la obra maestra de Racine es Fedra y la sigue Bayaceto. En tercer lugar, yo colocaría a Ifigenia, con singular figura verdaderamente romántica, de aquella Princesa Erifila, en la cual Lemaître ve a una precursora de los Antony y los Didier.

Se habla mucho de la ternura de Racine; pero Fedra no es muy tierna, y Roxana tampoco, ni miaja. El Eurípides francés, con acierto, no imitó en Fedra a su modelo, si modelo se le puede llamar; y si no lo fue principalmente Séneca. Al contrario: mientras el trágico griego concentró el interés en la figura de Hipólito, Racine lo cifró en la de Fedra. Las figuras de mujer tratadas por Racine son líricas, apasionadas, y, en este respecto, pertenecen de lleno al individualismo: Shakespeare   —104→   hubiese pintado de un modo más crudo y material, pero no más intenso, a Roxana y en cuanto a Fedra, no veo en Shakespeare, a pesar de Lady Macbeth, un tipo de mujer que así extreme la pasión, hasta el crimen. En efecto es Fedra una criminal, incestuosa y por todos estilos culpable; pero lo es a pesar suyo, por la fuerza de la fatalidad; de esa fatalidad que pesa sobre los héroes de tantas tragedias griegas, y los entrega a las furias, bajo la implacable mano del destino. Fedra lleva su pasión reprobada en la masa de la sangre, como ahora diríamos, y la ley de herencia (entonces tampoco se decía así), se cumple en ella de todo punto. Hija de Pasifae, víctima de la cólera de Venus, la Diosa terrible, no sonriente ni juguetona, sino agarrada a su presa, como un vampiro, ha suprimido la voluntad -¡la voluntad, que es el numen de Corneille!- y se ha complacido en derramar por las venas abrasadas de la infeliz el filtro contra el cual no hay defensa. Y Fedra, que no tiene un alma vil, al contrario, se avergüenza de existir, de ver la luz del sol; y es imposible expresar mejor de lo que ella lo hace las fases de esta enfermedad, los síntomas de su calentura. En esto radica el interés de la tragedia, y la explicación de que Fedra nos interese infinitamente más que el virtuoso Hipólito. La antigüedad dejó expresado todo el elemento trágico del amor fatal; el romanticismo y el neorromanticismo, a su hora, supieron apoderarse de él; a un tiempo casi Byron y Chateaubriand se acusaron de sombrías pasiones; pero se han quedado bien lejos de la emoción, del misterio   —105→   cruel encerrado en el alma de Fedra, a la cual hoy llamaríamos la más «inquietante» de las mujeres.

Para desarrollar semejante tema en el siglo de Luis XIV, ante Luis XIV, por un poeta cortesano, se necesitaba todo el delicado instinto de Racine. Y nunca lo ejercitó con mayor acierto; y asombra, en la tragedia, cómo el ardor y la violencia de la pasión, hablando su propio lenguaje, sin falsificar nada, se mantienen en el tono de la dignidad, sin una crudeza, sin un vulgarismo. No debió de bastar, sin embargo, porque Fedra, en virtud de una de esas conjuras hábilmente combinadas, se fue al foso, entre silbidos, mientras se aplaudía a rabiar otra Fedra, obra de Pradon. El desengaño sufrido por Racine le hizo renunciar a escribir para el teatro, propósito en que persistió hasta que, por voluntad del Rey y de la marquesa de Maintenon, produjo Ester y Atalia. Se cuenta que Racine murió de disgusto cuando perdió el favor del Rey, pero no parece verosímil, aunque tal suceso le fuese bien doloroso. Racine tuvo infinitos enemigos, y contra él estuvieron aristócratas y literatos. Es jugar con fuego aguzar el ingenio y la sátira en una corte, y no es menos peligroso tomar por asunto de teatro, aun velándolas con nombres antiguos, ennobleciéndolas con depurado sentimiento, las flaquezas del Rey.

La conjura, la injuria rimada, la calumnia, se ejercitaron contra Racine. Lo que suele calumniarse más en los escritores, es el carácter, aunque este dato, realmente, no influya en el mérito   —106→   de la obra. La calumnia del carácter, forma de la envidia, es la que concita más odios. Y, en literatura como en lo demás, no hay enemigo pequeño. Racine los tuvo pequeños y grandes: una variada colección. Los enemigos son peores que en todo, en el teatro, porque en el teatro se juzga por impresiones del momento, y es más fácil extraviar la opinión. Las tragedias y las comedias de Racine, que ocupan tal lugar en la jerarquía del arte, nunca obtuvieron éxitos francos: siempre estuvo detrás, para echarlas a pique, la conspiración o sorda o declarada.

Sería difícil que entonces se le reconociesen a Racine varios méritos que hoy, con la fácil penetración del juicio a posteriori, le atribuimos. Y, en mi concepto, los más grandes son dos: uno, haber redimido a la escena francesa de la imitación española y haber bebido en las fuentes puras del teatro griego; otro, haberse empapado enteramente en los recónditos manantiales del sentimiento humano.

Cuando venga el drama romántico a proscribir la tragedia -indistintamente, sin tomar en cuenta su diversidad: la de Racine y la de Corneille, la de Voltaire y la de Quinault-, traerá a la escena personajes inverosímiles y pasiones de relumbrón, y la esencia del sentimiento, archivada en la obra, tan lírica y tan real al mismo tiempo, de Racine.

Lemaître hace observar que a las mujeres de Racine se las ama, se las compadece, y que el autor las estudió tan bien porque igualmente las amaba, y estaba en su elemento al sumergirse en   —107→   los remolinos pasionales, pues, como dijo madame de Sévigné, gustaba de las lágrimas, y como dijo su hijo, Luis Racine, era todo corazón. Cito un párrafo de Lemaître: «Al ponerse en escena el amor-pasión, Racine inaugura una literatura entera. Lejos estamos del amor galante, del amor caballeresco y platónico. Antes de Racine, por ninguna parte aparece el amor-furor, el amor-pasión, el amor-enfermedad, que impulsa fatalmente a sus víctimas al homicidio y al suicidio». Y luego añade: «Podemos cansarnos de todo, hasta de lo pintoresco, que con el tiempo cambia; pero el fondo del teatro de Racine es eterno, o, por mejor decir, contemporáneo del genio de nuestra raza, en todo su desarrollo. En estas tragedias se queja un alma que es a la vez la nuestra y la de nuestros antepasados, lejanos o próximos». Poco antes, el mismo avisado crítico a quien estoy citando, al comparar a Racine con Corneille, decía que este último era un hombre del Norte, un bárbaro, y Racine lo más francés, francés de Francia.

Algo absoluta y combatible es la afirmación de que Racine inaugurase la literatura de los especiales sentimientos, cuyo prototipo es Fedra. Pero en el teatro francés no cabe duda que la inauguró. En España teníamos algunos ejemplares de ella, y baste citar El castigo sin venganza, de Lope, aunque la Fedra española no está tan ahincada ni tan vigorosamente estudiada como la de Racine.

Podemos preguntar si Racine se atuvo a aquella preferencia concedida a la razón y al buen   —108→   sentido, en que seguía, las huellas del legislador Boileau. Es cierto que Racine la sujetó a la Naturaleza y a la verdad, tan desdeñadas por Corneille, que había escrito que el asunto de una tragedia hermosa no debe ser verosímil. Aun cuando los personajes de Racine sean singulares por su alta posición social -reyes, reinas, princesas, emperadores, conquistadores, héroes-, se mueven y alientan en lo humano, por lo general y habitual de sus sentires; y a este elemento de realidad corresponde la sencillez de la fábula, sin complejidades ni rebuscamientos, y hasta sin aventuras romancescas. Fontenelle, queriendo censurar a Racine, dijo que sus caracteres no son verdaderos sino porque son comunes; y observa Brunetière, con razón, que tal censura es un completo elogio.

El teatro de Molière, que se funda en la representación de tipos que encarnan una manía, un vicio, una ridiculez social -el avaro, el misántropo, el vanidoso, el hipócrita-, se diferencia tan profundamente del de Racine, no sólo en que es menos noble, y hasta diré, la mayor parte de las veces poco noble, sino en que estas encarnaciones de manías y vicios hacen de los personajes más bien alegorías y símbolos, y someten la contradictoria y movible naturaleza humana a la estrechez de un molde, del cual no puede salir. En Racine hay una pintura exacta y honda de psicología; pero sus caracteres son tan reales porque hay en ellos lo que pudiéramos llamar la inconsecuencia de nuestra alma y esa obscuridad, ese misterio que no explica la razón ni depende del buen sentido ni de la verosimilitud, que va más allá de   —109→   todo cuanto Boileau dejó estatuido y Racine dio, en teoría, por aceptado.

Tal fue el motivo de que pareciesen demasiado verdaderas las pinturas de Racine y escandalizasen; de que se le acusase de haber hecho amable a Fedra, como de un delito. El descanso a los círculos infernales del alma, que realizó este gran trágico, y en el cual le había precedido el poeta florentino, haciendo que a fuerza de piedad y emoción ante otra culpable lírica, Francesca, caiga el poeta como cuerpo muerto, se le imputó como inmoralidad y abuso. Nada más distinto, al parecer, que el rudo gibelino Dante y el atildado cortesano Racine; pero sus heroínas líricas proceden de la misma obscura selva, y la hermosura, en vano negada, inútilmente combatida en nombre de la moral y también de la razón, de los furores de Roxana y Fedra, y de las melancolías de Berenice, del gradual extravío de Nerón, coloca a Racine a la cabeza de los poetas dramáticos de su patria.

Y tal es el influjo del ambiente, tal la fuerza de la sociedad, que en tiempo de Racine era el poder más respetado, que el autor de Fedra murió convencido de que debía hacer hasta penitencia por sus magníficas creaciones, declarando que lo único que le importaba de sus tragedias era la cuenta que de ellas tendría que dar un día. A poco más hubiera exclamado lo que me dijo un día el gran dramaturgo Tamayo: «¡El arte, el arte, es el demonio!».

Para documentarse acerca de Racine recomendaré los Prefacios de sus tragedias, donde ha quedado   —110→   escrita la historia de las batallas que riñó; el libro de su hijo Luis Racine, Memorias sobre la vida de mi padre, 1747; el Paralelo entre Corneille y Racine, por Fontenelle, 1693; Racine y Shakespeare, de Stendhal, 1823; los Retratos literarios y los Nuevos Lunes, de Sainte-Beuve; los Ensayos de Crítica y de Historia, de Taine; las Épocas del Teatro francés, por Fernando Brunetière; Los enemigos de Racine, París, 1859.

Y para leerle directamente, la edición en siete volúmenes, editor Agassa, París, 1807; ésta es la que yo manejé tanto, pues Racine fue para mí autor favorito antes de que me formase de él una idea reflexiva, y la cómoda edición de Hachette, en la Colección de los grandes escritores franceses, París, 1873, 1875.



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ArribaAbajo- VIII -

El siglo XVIII; sus diferencias con el siglo anterior.- Voltaire, precursor del romanticismo.- El abate Prévost; «Manon Lescaut».- Las «cartas» de la monja portuguesa.- Juan Jacobo Rousseau; su biografía; sus obras; su influencia, sobre todo entre las mujeres.- Rousseau el escritor y Rousseau el utopista.- El influjo avasallador de Juan Jacobo dura todavía.- Esbozo bibliográfico


A pesar de Chénier, un crítico ha dicho «No veo ni la sombra de un poeta en todo el siglo XVIII». Es, sin embargo, el siglo en que la concepción poética y la lírica de la vida empiezan a prevalecer, al menos en las letras.

Y antes de llegar al que trajo realmente esta concepción poética, como trajo tantas otras, o sea a Juan Jacobo Rousseau, diré brevemente algo acerca de la época en que se presenta este hombre entre todos influyente, porque el salto desde la época clásica hasta él no es posible que se dé sin llenarlo con alguna referencia a los cambios de los tiempos. Estos cambios, del siglo XVII al XVIII, son de los más totales que se han verificado nunca. Son dos siglos -al menos en Francia- armados, según la frase del poeta, uno contra otro, y el segundo tiene por característica haber destruido la obra del primero. Destrucción gradual, lucha   —112→   parcial, pero en todos los frentes, como hoy diríamos.

Si resumimos la obra del siglo XVIII, y claro es que la hemos de resumir, pues refiriéndola extensamente, ¿hasta dónde nos llevaría?, diremos que fue un siglo que atacó todos los fundamentos del anterior, todas las formas de la institución histórica, hasta echarlas por tierra. La Revolución no la hicieron los portapicas, los descamisados, los fogosos marselleses: ni nunca las turbas han podido tanto. Fue obra de escritores, filósofos, periodistas, utopistas, tratadistas, dramaturgos, y hasta rimadores galantes, como Voltaire. Y como quiera que los nuevos fermentos iban contra la Francia constituida, consolidada por la Monarquía, la religión, el pulimento social y el gusto clásico, fue en el siglo XVIII cuando se imitó más la literatura extranjera; o para expresarme exactamente, cuando las ideas extranjeras se abrieron camino, con resultados muy distintos de los que en el siglo XVII pudieron tener el italianismo y el españolismo de algunos autores.

La nación que más en contacto estuvo con Francia en el siglo XVIII, fue Inglaterra. Pero más característico que el influjo que los otros países puedan ejercer sobre Francia, es el que Francia misma adquiere sobre todos los civilizados o que aspiran a serlo. Inglaterra, España, Portugal, Suecia, Rusia, Italia, se embeben día tras día de ideas francesas; parte de las del siglo XVII, en las letras; parte de las del XVIII, en el pensamiento.

El siglo XVIII, en sus comienzos, presenta todos   —113→   los caracteres de una decadencia, por lo mismo quizá que el XVII los había ofrecido de tan gloriosa plenitud. Si aplicamos un examen detenido, podremos reconocer en el siglo XVII, embrionarias, las direcciones que resaltan en el XVIII, incluso el escepticismo volteriano. No por eso es menos señalado el contraste entre las dos épocas, aunque tampoco en este particular deje de haber eslabonamiento en la cadena y precedentes para todo.

Así los tuvo la Enciclopedia en el Renacimiento, y las mayores irreverencias y salacidades, de sentido demoledor, pudieron aparecer como enseñanza de maese Rabelais. Lo que nos importa, en la prodigiosa ebullición del siglo XVIII (en que la belleza literaria puede recontar más pérdidas que provechos), es lo que prepara la literatura francesa contemporánea; y sin pretender abarcarlo, señalaré dos o tres aspectos importantes.

No ha solido figurar Voltaire entre los precursores del romanticismo; pero yo creo que algún derecho tendría, al menos por dos de sus tragedias, Alzira y Zaira. Sin duda que Voltaire no fue en balde a Inglaterra, ni en vano había conocido el teatro de Shakespeare, ni en vano ensayado una desdichada imitación del episodio de Hamleto, en que el príncipe dinamarqués ve la sombra de su padre. Si todo ello no le sirvió para hacer un drama sespiriano, al menos ensanchó los moldes de su dramaturgia, y le dictó una obra inspirada en el fondo romántico y caballeresco de la historia nacional: las Cruzadas, San Luis, Guido de Lusignan. Sería demasiado pedir querer que se elevase   —114→   el personaje de Orosman a la altura de Otelo, ni aun de la Roxana, de Racine; pero es indudable que el primer tipo de caballero cristiano, de paladín de la Edad Media, que piensa y siente en romántico, lo encontramos en el Lusignan, de Zaira.

Tampoco sería difícil ver en Alzira un anuncio de esa literatura de exotismo romántico que tiene por tipo a Atala, de Chateaubriand. Desde luego, Zaira y Alzira son un paso adelante, no en mérito artístico -en arte no es palabra vana la de progreso-, pero en lo serial de la literatura.

Tampoco me parece que debo omitir, puesto que de lirismo tratamos, la conocida obra de Prévost, Manon Lescaut, novela más sincera, aunque haya ejercido menos acción que La nueva Eloísa. Con Manon Lescaut, entra en escena la sensibilidad; y veréis qué cadena de «hombres sensibles», qué río de lágrimas se prepara, desde Prévost y Rousseau, Bernardino de Saint Pierre y Chateaubriand, hasta Lamartine, que en cuanto a sensible no le cede a nadie el paso. Desde Manon Lescaut, hay que ser sensible, quieras que no, o estar completamente, como hoy diríamos, fuera del movimiento. Tal oleada de sensibilidad preparaba, es cierto, sucesos históricos bien sangrientos y feroces; pero aun en medio de esos días velados por la negra nube del terror, hemos de encontrar hombres, y hasta terroristas y acaso mejor los terroristas -que se precian de extremadamente sensibles.

En la obra de Prévost, lo más lírico no es la   —115→   figura de la heroína, sino la del caballero Des Grieux, que, sin la aureola de la antigüedad, sin descender del sol ni de ningún personaje fabuloso, sufre, como Fedra, el castigo de una pasión insensata, que no puede vencer, que lleva en la sangre, y que le hace olvidar todo, hasta el honor. En la novela enteramente contemporánea ha ejercido el tipo del caballero Des Grieux no escasa influencia, y también pudiéramos reconocerla en el teatro. Pablo Bourget, por ejemplo, en varias de sus obras, y señaladamente en Cruel enigma, ha tratado el caso del amor sobreponiéndose a todo, a la dignidad y a la razón; y Octavio Mirbeau, en El calvario, trata el mismo tema de psicología.

Influencias sentimentales, más que literarias, estaban disueltas en el aire antes de que las cristalizase Rousseau, y aun mucho antes de que Prévost, recogiendo sus recuerdos autobiográficos y relatando la historia de su propio corazón, publicase Manon Lescaut. Salió ésta a luz en 1733; y más de medio siglo antes, las almas líricas habían comenzado a saborear las Cartas de la religiosa portuguesa, Mariana Alcoforado, candentes de pasión, escritas a un caballero francés que había ido con la expedición de Schomberg a Portugal. Las de la señorita Aissé, vieron la luz poco antes que Pablo y Virginia; hacía un cuarto de siglo que la Nueva Eloísa se había publicado cuando cundió la historia pasional de la joven esclava circasiana minada por amores a languidez. La superioridad de estas cartas auténticas sobre lo puramente novelesco, como   —116→   La nueva Eloísa, están en la naturalidad, en la sinceridad, en lo verdadero de su lirismo, donde no asoma huella de escuela ni de tendencia literaria. Este lirismo de la pasión había sido el ambiente propio del reinado de Luis XIV, y la romántica figura de la duquesa de la Valliére dominaba a las demás: la huella de tales recuerdos persistía en el siglo XVIII, y contrastando con lo que entonces se veía alrededor del trono, la corrupción fría de Luis XV.

El siglo era, quien lo duda, corrompido y frívolo, pero en medio de tales tendencias, brotaba ya por todas partes la sensibilidad. Rousseau vino a darle fórmulas románticas y a dirigirla, encerrándola en sus moldes.

Juan Jacobo Rousseau nació en Ginebra, en 1712. No teniendo que hablar ahora de todas sus obras, y sí solamente de la Nueva Eloísa y Las Confesiones, abreviaré los datos biográficos, pero en Rousseau, menos que en nadie, pueden aislarse los escritos y la vida.

Esta ha sido referida mil veces, y juzgada con severidad, sin más disculpa que el desequilibrio y hasta la vesania, pues aun cuando no recuerdo si Lombroso le incluye entre los matoides, hay que reconocer que, cuando menos, Rousseau, es un candidato a la locura. Han existido pocos escritores tan estrechamente dependientes de las circunstancias. Sus miserias físicas y morales formaron parte de su retórica, como en Villon el cinismo formaba parte de la poesía, pero la retórica de Rousseau fue más peligrosa que el cinismo de Villon, porque, en los tiempos que advienen   —117→   con Juan Jacobo, va difundiéndose la tendencia de justificar y hasta divinizar los instintos humanos, por el mero hecho de que existen. En el siglo XVII, la sociedad toma por modelo a los reyes y a los grandes, y por más que no hayan sido unos santos, había en su proceder, aun cuando cedían a flaquezas, cierto recato, un respeto a la moral pública, o por lo menos, la idea -cuya justicia no apologizo- de que el rey podía errar, sin que por eso todo el mundo tuviese el derecho de imitarle. El siglo XVIII, aun antes de sus postrimerías, proclama la igualdad en este terreno, y sanciona, no sólo la pasión, sino todo desvarío.

Rousseau nace plebeyo, y este dato pesa siempre sobre su vida. Villon también era plebeyo; pero era humilde, y sabía que a toda hora se le podía ahorcar. Juan Jacobo, en su baja condición, es el primer ejemplo de soberbia demagógica. La resignación, esa virtud de los pobres, de la cual renegara otro desequilibrado genial, discípulo de Rousseau, Federico Nietzsche, le falta en absoluto. No cabe duda que Rousseau es un hombre envilecido, y se saben rasgos de su biografía bien repugnantes, entre otras cosas, porque tuvo el desenfado de referirlos él mismo; pero todo esto, que es verdad, no quita para que también sea innegable la importancia capitalísima de su figura. La nueva Eloísa y Las Confesiones funden el lirismo moderno y el subjetivismo romántico.

En otra ocasión habría que hablar de las ideas de Rousseau, de sus escritos políticos, de sus concepciones pedagógicas; pero, si pensamos en que   —118→   los escritos de Rousseau están más condicionados por los impulsos de la voluntad (en cuanto sentimiento individual) que por la razón (pese a las apariencias) no parecerá extraño que los libros suyos que más sobreviven sean la novela de amor; La nueva Eloísa, y la autobiografía, Las Confesiones. El segundo, sobre todo, aun puede interesar hoy a los que no lo lean literariamente sino por curiosidad del alma.

Yo confesaré mi pecado, si pecado es: no me atrae excesivamente Rousseau, y doy toda La nueva Eloísa por un solo cuento breve de Voltaire. Nada significa esto en contra del papel que desempeñó La nueva Eloísa, de su influjo desmedido, ni aun del valor literario, intrínseco, de trozos como la Carta XIV y la XXXVIII de la novela, y los recuerdos de la infancia, en la autobiografía.

El haber nacido, como dijimos, plebeyo; el haber atravesado tan varias condiciones y estados, alguno ignominioso, como su residencia en casa de madama de Warens, si fue motivo de que el carácter enfermizo, amargo y frenético que tuvo siempre, fue útil al desarrollo de su genio, librándole de toda traba, de todo escrúpulo para expresar lo que quería en sus escritos.

Voltaire, por ejemplo, que era un hidalgüelo y un hombre bien relacionado, y que acabó por ser amigo de reyes y emperatrices, estaba más sujeto a las conveniencias. De los dos, a pesar de no querer Rousseau, según manifiesta, echar abajo cosa alguna, no es Voltaire el verdadero revolucionario.

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Tal vez en esa libertad de expresión esté el secreto de la gran cualidad literaria de Rousseau (cierto que es una cualidad muy peligrosa y actualmente bien desacreditada): la persuasión de su elocuencia. Comparando la de Rousseau con la de Massillon y Bossuet, cree Brunetière que la diferencia capital está en que Bossuet y Massillon hablaban en nombre de una verdad superior a ellos, mientras Rousseau no sólo no cree que haya nada que le sea superior, sino que se forma un mundo aparte, sólo para él; y de este modo afirma el individualismo, y lo que llama el mismo maestro, que tanto ha estudiado esta cuestión, la reintegración del yo en el ejercicio literario.

En Rousseau (el precursor puede parecer extraño) reaparece Rabelais, con su afirmación de la licitud de todo instinto, y de la bondad intrínseca de la naturaleza. Y -dice el mismo crítico a que vengo refiriéndome- sobre el dogma de la bondad de la naturaleza, funda la apología Rousseau del instinto y de las pasiones. Si no es el primero -porque, en todo tiempo, en nombre de la naturaleza, la pasión ha reivindicado sus derechos contra los moralistas que se esforzaron en limitarlos o restringirlos- nadie, al menos, lo hizo con tal convicción, ni tuvo la idea de imputar todos los males que sufre la humanidad a la «organización social». Al hacerlo, la sensibilidad propia de Rousseau guiaba su mente: se quejaba de la sociedad, porque había sido humillado, porque había sufrido vergüenza y hambre. Pudiera, sin embargo, quejarse antes que de la sociedad de la naturaleza, de aquella naturaleza tan buena y sagrada:   —120→   su organización física le había perjudicado más que su nacimiento.

Hay que hacer una observación referente a La nueva Eloísa, considerada como piedra angular del lirismo romántico. Vio la luz en 1760, y hasta 1774 no se publicaron Las pasiones del joven Werther. Entre la publicación de la típica novela de Goethe y el momento en que pudiese ser conocida en Francia, aún tenía que transcurrir algún plazo. Werther ejerció, es indudable, gran influencia, y madama de Staël gradúa esta influencia por el número de suicidios que ocasionó; pero nunca pudo llegar Goethe, por este libro, a influir lo que su predecesor Rousseau. La influencia de Rousseau, desde que se reveló en sus libros más importantes, abarca de 1755 a 1765, época de la publicación del Contrato social, del Emilio, de La nueva Eloísa y de la primera parte de Las confesiones. Aquella sociedad, a la cual acusaba, se puso de su parte, y se vio convertido en un ídolo. De la extensión de la influencia de Rousseau, y de lo duradera que fue en gran parte, tuve yo en mi familia un testimonio curioso. Mi padre aprendió el oficio de encuadernador, porque era moda seguir la opinión de Rousseau, expresada en el Emilio, que todo el mundo, perteneciese a la esfera social que perteneciese, debe saber ejercer un oficio manual. Fueron sobre todo las mujeres las que se uncieron al carro de Rousseau. Sus doctrinas, las encontraremos en la Staël, en la Roland, en Jorge Sand, y, tardíamente, se reflejan en no pocas doctrinas de doña Concepción Arenal.

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Quince años después de la publicación de La nueva Eloísa, el famoso incidente pasional de Sofía y Mirabeau está colocado en la novela de Rousseau, y Sofía, en sus incendiarias cartas, intercala pasajes de la novela. De la historia sentimental de la señorita de Lespinasse, ha podido decirse que era La nueva Eloísa en acción. Y La nueva Eloísa, transformada en lirismo platónico, palpitará después en los mejores versos de Lamartine.

Dejando a un lado las extravagancias del culto de Rousseau, que las mujeres exageraron, dándose el caso de que recibiesen lecciones de maternidad de un hombre que había enviado sus hijos a la Inclusa (el género humano será siempre así), hay que hacer en él una distinción. Hay que poner a un lado al escritor, al otro al precursor e iniciador de una nueva era. Como escritor, Rousseau es seguramente uno de los más grandes que ha tenido la lengua francesa, y la elocuencia, y la prosa poética, conquistas suyas, si rozan el precipicio de la declamación, no se precipitan en él, sino raras veces. El período es de énfasis, y no es Rousseau el más enfático, aun siéndolo bastante.

Como influencia intelectual y social, la ejerció muy funesta, y si la utopía peligrosa estuviese por inventar, Rousseau la hubiese inventado. Un historiador de la literatura francesa, Nisard, estudió a Rousseau desde este punto de vista, el de la utopía, y la descubre, no sólo en los escritos pedagógicos, políticos y sociales, sino en la novela amorosa y en la autobiografía. Y nada más natural,   —122→   si consideramos que el lirismo es la utopía sentimental. Esta utopía, muchos, antes de Rousseau, la cultivarían en lo íntimo de su ser: Rousseau la proclamó y la deificó.

Que el lirismo sentimental sea, esencialmente, una utopía, apenas parece necesario demostrarlo, y de común acuerdo la humanidad, al hablar de ensueños y de desengaños, de lo frágil y perecedero de aquello que parece más profundo, lo ha venido proclamando constantemente. En lo que tuvo de peor y de mejor. Juan Jacobo aparece guiado siempre por la utopía.

En todo utopista hay un agitador larvado, y en Rousseau sabemos hasta qué punto lo fue. Pero el agitador sentimental, al través del tiempo, se sobrepone al agitador social; o por mejor decir, a la distancia en que hoy le vemos, el agitador social y el sentimental se confunden. Los anarquistas literarios y los anarquistas políticos, siempre tendrán un poco de Rousseau, y ciertos bárbaros sublimes, como Tolstoi, llevan oculto, bajo su piel de oso polar, mucho del espíritu de Juan Jacobo.

Hoy Juan Jacobo es principalmente una influencia, pero influencia de tal energía aún, que no sé hacia dónde volveríamos sin encontrarlo. Toda mi preferencia hacia Voltaire no es suficiente para que no reconozca que mientras éste ha perdido por completo la fuerza de sugestión, y las corrientes nuevas van contra él, Juan Jacobo no ha dejado de inquietar a las nuevas generaciones con sus doctrinas, en las cuales se mezclan tantos elementos, tantas corrientes, tantos gérmenes, que   —123→   como se dijo de madama de Staël en la crítica, puede decirse que son discípulos de Rousseau los mismos que lo ignoran y renegarían de su escuela, seguramente. Yo me pongo por testimonio: mucho sentiría estar incluida dentro del mágico círculo que Juan Jacobo ha trazado, pero seguramente por algún concepto lo estaré, como lo está la mayoría de mis contemporáneos. Doblemente me contraría el caso, porque cuanto más me paro a considerar la figura y la personalidad de Juan Jacobo, la encuentro menos grata, más contaminada de afectación, manía, locura, sentimientos turbios y cenagosos, y mal trabadas concepciones mentales. De algunas de éstas me siento sí, perfectamente independiente; y esto me pasa con la teoría de la superioridad del estado primitivo, el corruptor influjo que atribuye a las ciencias y a las artes, y la bondad natural de la especie humana. No porque sea un dogma el del pecado original, sino más aún porque encarna de manera gráfica y enérgica una verdad fundamental de la psicología, creo yo que la naturaleza humana está en su origen cargada de todos los instintos animales, y además, sufre otras desviaciones ya realmente humanas, que el animal ignora. Para ir elevando el nivel moral de la especie, ha sido necesario ese misterioso impulso que nos lleva hacia los ideales; la humanización de la humanidad ha sido lenta, y a cada paso está expuesta a retroceder. Ved el ejemplo que nos ofrece la guerra, y cómo en ella, no este pueblo ni el otro, sino todos, regresan a estados primitivos, que fueron sin duda los de toda la especie. La caída de   —124→   los primeros padres, la repiten los hijos a cada minuto; cae al día el más justo siete veces, y Juan Jacobo, en su propia vida, tuvo mil ocasiones de comprobar que, ni la filosofía ni el amor de la Naturaleza podían contenerle y salvarle de lo rastrero de sus instintos.

El optimismo primitivo de Rousseau no es en él original: esta idea del hombre naturalmente bueno, y pervertido por la Sociedad, pertenece a todo el siglo XVIII. La paradoja flotaba en el aire. Todo el trabajo intelectual del Renacimiento, que a un siglo de distancia había producido la bella florescencia del XVII, la edad dorada de las letras y la filosofía, lo echaba a pique Rousseau, que fue el verdadero ignorantista, entre los más o menos sabios que concurrieron a la obra de la Enciclopedia. «El estado de reflexión», decía Rousseau, «es un estado contra Naturaleza, y el hombre que medita, es un animal depravado».

En ciertos respectos, Rousseau tiene las asperezas del cenobita, las severidades de los penitentes venidos del desierto. Y del desierto venía; del desierto del individualismo. Su campaña contra el teatro es digna de un capuchino. Y lo curioso es que gran parte de sus éxitos con el público fueron debidos a obras teatrales.

Veo que sin querer me voy hacia la crítica de las ideas sociales, o antisociales si se prefiere, de Juan Jacobo, y, dentro del asunto de mi libro, lo único que tengo que mirar en él, es el lirismo, del cual fue verdadero iniciador. El por qué esta iniciación romántica no nació en forma rimada, sino que se produjo en la prosa, en la novela y la   —125→   autobiografía, es un fenómeno que importa considerar. La rima, (exceptuando los poemas de Andrés Chénier, que, como sabemos, aunque fuesen escritos en el siglo XVIII, no vieron la luz hasta algo entrado ya el siglo XIX), estuvo inficionada del prosaísmo que caracterizaba a la generación de la Enciclopedia. De los enciclopedistas, son prosaicos por naturaleza Voltaire, acaso el que más escribió en verso, D'Alembert, y no digamos si Condillac, Helvecio, Volney, y otros menos afamados. Diderot no es tan prosaico, aunque escriba en prosa, pero es sensual, es un materialista con una fantasía caldeada y vigorosa, con una originalidad paradójica que a veces le asemeja a Rousseau; pero Rousseau, es en la falange, el único que posee cantidad de sentimiento, y el único que ha medido la profundidad de la tristeza humana. La necesidad de la poesía es en él constante, es su fondo mismo; pero no queriendo sujetarse a la rima, inventa y desarrolla la prosa poética, algo tan híbrido y complejo, como la mentalidad de su creador; y esta invención de Juan Jacobo, brillantemente desenvuelta en La nueva Eloísa, es algo que transciende, que forma escuela, que produce a Bernardino de Saint Pierre y a Chateaubriand. La vigorosa sanidad y virilidad de los escritores del XVII nunca hubiese hibridado la prosa y la poesía; para dar origen a esta forma compuesta, condenada a morir, fue necesario que Rousseau diese expansión a su sentimentalismo, en una novela de amor, en la cual la prosa tiene que desempeñar el papel de la poesía, y, por decirlo así, rescatarse con ella.

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La psicología de Juan Jacobo es femenina, y la prosa poética estaba llamada a hacer estragos en la mujer, de la cual procedía, por las epistolistas amorosas los siglos XVII y XVIII, que dieron modelo a las Cartas que componen el texto de La nueva Eloísa. Y de La nueva Eloísa se engendraron las novelas líricas de Jorge Sand.

La bibliografía de Juan Jacobo Rousseau es numerosísima, y las ediciones mejores serán probablemente las más modernas, porque se ha estudiado mucho acerca de su personalidad, y, por ejemplo, aquí mismo, en España, el Sr. Cossío lleva cuatro años explicando siempre a Juan Jacobo. Una obra que puede ser consultada con fruto, es la de Musset Pathay -padre de Alfredo de Musset- Historia de la vida y obras de Juan Jacobo Rousseau, París, 1821-. También será útil la lectura de las correspondencias publicadas por Strecksein Moulton, bajo el título de Juan Jacobo Rousseau, sus amigos y sus enemigos, París, 1865; y Vida y obras de Juan Jacobo Rousseau, por H. Beaudovin, París, 1891. Y, como estudio más especial, recomiendo dos libros de Eugenio Ritter: La Juventud y La Familia, de Juan Jacobo Rousseau, de 1878 y 1896.

Ilustran el juicio acerca de Rousseau las Cartas sobre las obras y el carácter de Juan Jacobo Rousseau, de Madama de Staël, 1788; el Cuadro de la Literatura francesa en el siglo XVIII, de Villemain, 1828-1840; algunos artículos, en las Charlas de los Lunes, de Sainte Beuve, la Literatura francesa en el siglo XVIII, por Vinet, 1853, y   —127→   páginas muy bellas del Antiguo Régimen, de Taine, 1875.

En las numerosas Historias de la Literatura francesa, y en el estudio sobre el Romanticismo, en la Historia de las Ideas estéticas, de Menéndez y Pelayo, existen datos y juicios sobre Rousseau.