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ArribaAbajo- XIV -

Razones para ocuparse de escritores y obras que no son de primera línea.- Esteban Senancour; su biografía, su carácter melancólico. Su novela «Obermann». Examen de la obra y de sus tendencias.- Benjamín Constant, «Adolfo». Examen de la obra.- Bibliografía


Voy a hablar ahora de dos obras y dos autores, que no tuvieron, fuera de Francia, resonancia grande. El público español, en general, no les ha concedido importancia, ni ha modelado su espíritu en el de ellos, como no dejó de modelarlo en el de otros escritores de fama estruendosa y universal. Las románticas de provincias, lectoras insaciables, los estudiantes golosos y sedientos de novedades de lectura, pudieron, hacia 1830, practicar la devoción de Víctor Hugo, Chateaubriand y Alfredo de Musset; pero tal vez ni de nombre conocieron a Senancour y a Benjamín Constant.

Hay escritores que imprimen huella profunda en su siglo; y la fama de éstos se propaga hasta más allá de los límites de su suelo patrio, y ejerce una influencia europea y mundial. No son necesariamente estos escritores que tanto consiguen los que luego la crítica, ya depurada, coloca en el más alto lugar: y para ejemplo, citaré a Alejandro Dumas, padre, que fue sin duda, en su época, tan famoso como pudiera serlo el que más,   —206→   y posteriormente se ha visto relegado tal vez a un puesto inferior a sus merecimientos. Y en cambio hay otros escritores que, a pesar de las revisiones de la crítica, no llegan nunca a parecer astros de primera magnitud en el firmamento literario. A los dos que son ahora asunto de mi estudio, les ha sucedido eso.

Y entonces, se me preguntará, ¿por qué otorgarles igual atención que a los astros que más resplandecen? En mí, sobre todo, podrá esto parecer una inconsecuencia, pues siempre que he tenido ocasión de opinar sobre lo que debe hacerse en crítica, en buena historia literaria, he reprobado el sistema de detenerse en el examen o siquiera en la referencia de los autores secundarios y de las obras que no han de dejar rastro alguno. He afirmado que lo que caía en olvido, caía casi siempre con razón, y que en literatura, igual que en historia, el derecho nace, positivamente, de la fuerza, cualesquiera que sean las teorías y convicciones generosas que se opongan a esta máxima. He entendido que con pocos nombres, si esos nombres responden a tendencias bien caracterizadas de un momento literario, puede hacerse, y aun debe, el estudio de tal momento. Hay para ello, por otra parte, una causa: y es que cada día crece el número de autores y de obras, en aterradoras proporciones, y ni aun limitándose a un índice caben en libro. La selección se impone fatalmente. Si en un estudio parcial, o en una sabia monografía, puede apurarse el contenido de un aspecto literario, en la historia literaria propiamente dicha no cabe hacerlo, a menos que se disponga   —207→   de un número ilimitado de volúmenes, y aun así, sería grave el inconveniente de recargar la memoria del lector con el peso de tanto nombre y de tanta obra, cuando lo único que le interesa son las corrientes poderosas y los textos verdaderamente representativos.

En el asunto de mi libro tampoco quiero comprender sino lo que algo significa, y lo que con él efectivamente se relaciona: y debo repetir, de cuando en cuando, que no se relaciona con mi libro sino lo que corresponde al lirismo. Tengo publicados tres volúmenes sobre historia literaria francesa, con carácter general y abarcando todos los géneros y todas las tendencias.

Al limitarme ahora al estudio del lirismo, ha cambiado, forzosamente, mi punto de vista y apartándose del conjunto, en que se disemina la idea, se ha concretado a las representaciones de ese lirismo, en los géneros donde encontró molde más o menos adecuado. Y, mirados así, son documentos de significación, obras que han abierto extraordinario surco, aunque hayan tenido su hora de celebridad. Son documentos de significación, porque, aun cuando no hayan sido causa de determinados fenómenos de conciencia sentimental y moral, responden a ellos, vienen de la difusión de esos fenómenos en una o varias generaciones. Por eso se emplea, a propósito de tales obras, las palabras testimonio y documento: porque posiciones del alma colectiva, que no habrían encontrado manera de atestiguarse, y acaso ni sabríamos que hubiesen existido, constan en esos libros, y se aparecen, y se comprueban, como pudiera comprobarse,   —208→   en una clínica, la invasión de un mal que no se sospechaba.

Porque, lo iremos viendo al avanzar en la materia tratada, la explosión del lirismo tuvo caracteres morbosos, en lo moral. Esto resalta ya de algunos de los estudios reunidos aquí, y resaltaba también en el tomo titulado El romanticismo, donde asenté que la literatura moderna, en Francia, se podía llamar un bello caso clínico. Debí añadir que mucho de ese carácter morboso tenía también en otras naciones, al menos en determinados escritores, influidos por el movimiento que arranca de Werther y de Rousseau. Es tentador, para la crítica, el reseñar una serie de fenómenos tan coherentes, tan estrechamente enlazados, como éstos que van sucediéndose en el desarrollo de la literatura moderna, de la que nace a fines del siglo XVIII. Tal vez hemos llegado al momento en que el lirismo cede el paso a la literatura objetiva y de acción. Difícil será que esta literatura, que apenas vislumbramos, compita en fertilidad, variedad, riqueza y fuerza sentimental con la que viene a sustituir.

Quise explicar esto antes de entrar en el texto de este estudio, para que se comprenda por qué hablo de dos autores que, lo repito, apenas han traspasado los Pirineos, y que no son, ni aun en Francia, de primera línea.

Esteban de Senancour, autor de Obermann, vivió su no corta vida en plena época romántica. Pudo ver la aurora y el ocaso de la escuela. Nació en 1770 y murió en 1846.

Su padre quiso que se ordenase de sacerdote;   —209→   y, no teniendo vocación, huyó y se ocultó en Suiza. Poco después se casó, enviudó, volvió a París, en la época del Directorio, y vivió solitario en la gran ciudad donde había nacido. Allí escribió todas sus obras, hoy bastante olvidadas, excepto una; y murió obscuramente y casi en la miseria. La biografía es breve, y además, carece de interés y de acción dramática.

Para comprender la génesis de Obermann, la novela de Senancour que hoy le salva de la obscuridad que hubiese envuelto su nombre, hay que saber que Senancour fue un melancólico de nacimiento, y no un melancólico tempestuoso y pasional, como Chateaubriand, sino un melancólico aburrido. Fue además un discípulo de Juan Jacobo, y un lírico de la Naturaleza, y un gran paisajista, de los que pudieran afirmar que un paisaje es un estado de alma. En las magníficas perspectivas de Suiza, puso la desolación de la suya, viendo en aquellas montañas imponentes testimonio de las ciegas fuerzas naturales, que abruman al hombre.

El héroe de Senancour, el tipo lírico en que se ha expresado a sí propio, es un soñador que pasea entre neveras y ventisqueros su eterno fastidio y lo exhala en cartas dirigidas a un amigo, que no le contesta nunca. Todo en estas cartas de Obermann es sordo, apagado, brumoso como la Naturaleza huraña que le rodea; todo respira, no la desesperación, sino la desesperanza, una situación moral fúnebre, quieta y profundísima. A los veinte años, Obermann tiene la desgracia de no poder ser joven. No ha sido joven nunca, y, al nacer, su   —210→   alma era ya como si hubiese habitado en un cuerpo viejo, usado y exhausto por mil cansancios anteriores. El alma vieja de Obermann no posee ni aun ese elemento de felicidad que aprovechan y disfrutan bastantes viejos: una calma desengañada y al abrigo de las pasiones. El sentimiento del aborto del genio, del malograrse en todo, del fracaso de la existencia entera, aumenta la tristeza obscura de Obermann, tan distinta de la brillante altanería tristona de René. Según Sainte Beuve, el verdadero René fue Obermann; pero, a lo que se me alcanza, es mucha la diferencia entre ambos héroes para que se les pueda identificar, y René tiene muy marcadas las orgullosas líneas de su fisonomía romántica, para que personaje ninguno diga más verdad que él respecto a un momento dado de la evolución.

Por ahí rara vez encontraríamos a René, pero todos conocemos el tipo de Obermann. Obermann es semejante a muchos señores contemporáneos que, sin saberlo, sufren el tedio romántico, dentro de un carácter burgués. Abundan más de la cuenta los que dentro de un cuerpo de no muchos años llevan un alma gastada y sin vigor para afrontar las cargas, deberes y problemas de la vida. Son inútiles, a menos que, como Obermann, cultiven el ensueño, y de ese ensueño hagan materia de arte. Pero acaso ha pasado la hora en que el arte nazca de las modificaciones de la sensibilidad, y menos de la sensibilidad morbosa. Con todo, el mal del tedio, debe de ser en la humanidad muy antiguo, pero el romanticismo lo trajo al arte, y, al analizarlo, lo hizo contagioso. Si ni   —211→   hoy ni nunca se vieron muchos Renés, en el piso tercero de nuestras casas puede haber Obermanes, que sacan al sol su fastidio y la decrepitud moral de su espíritu, si no entre los glaciares de Suiza, por Recoletos.

Y son también innumerables los que, sintiendo la conciencia de su valer, o creyendo sentirla, que, para el caso es lo mismo, comprenden también que ese valer no es aprovechable en cosa alguna, y que están predestinados a no realizar nada, a no salir de un surco monótono, prolongado hasta lo infinito. No es una decepción concreta y positiva lo que ensombrece esas almas, sino una decepción general, el fracaso descontado de antemano, en todos los terrenos, por lo cual ni aun intentan pisarlos.

El aspirar a algo concreto sería ya la salvación para Obermann. Las dispersas fuerzas de su alma se concentrarían, y crearían ese estado moral, acaso el más dichoso, en que se tiende con la voluntad a un objeto, y la tensión no permite aburrirse. Pero justamente el obermanismo es otra cosa: es tal vez la falta del supremo resorte de la voluntad, en un hombre que, por confesión propia, ni sabe lo que es, ni lo que prefiere, que gime sin causa, que desea sin objeto, subrayemos, y que sólo ve que no está en su lugar, y que se arrastra en el vacío, en infinito desorden de tedios variados.

Jorge Sand, que no es una autoridad en crítica, pero que por la viveza de su sentir aprecia bien ciertos matices, ha escrito, a propósito de Obermann, un párrafo precioso, que pudiera servir   —212→   de lema a este capítulo. Dice la insigne novelista: «Si el relato de las guerras, empresas y pasiones humanas ha tenido siempre el privilegio de cautivar la atención de la mayoría, si el lado épico de toda literatura es aún hoy el más popular, también es cierto que, para las almas profundas y soñadoras y para las inteligencias reflexivas y delicadas, los poemas más importantes y preciosos son los que nos revelan los sufrimientos íntimos del alma humana, descartados del esplendor y variedad de los acontecimientos exteriores. Estas raras y austeras producciones tienen quizá mayor importancia que los mismos hechos de la historia, para el estudio de la psicología al través del movimiento de las edades... Y, sin embargo, esas monodias misteriosas y severas en que todas las grandezas y todas las miserias humanas se confiesan y se muestran sin velos, como para aliviarse, lanzadas fuera de sí mismas, a veces, concebidas en la sombra de la celda, o en el silencio campestre, suelen pasar inadvertidas entre las producciones contemporáneas. Tal fue la suerte de Obermann».

No es posible establecer mejor la división de las dos corrientes, ni abogar de más eficaz manera por la literatura íntima y psicológica. Tampoco cabe más cumplida clasificación de los grandes dolores morales, que son fuente de esta literatura. Hay -dice Jorge Sand- la pasión contrariada en su desarrollo, es decir, la lucha del hombre contra las cosas; el sentimiento de facultades superiores, sin voluntad para realizarlas; y, por último, el sentimiento de facultades incompletas,   —213→   claro, evidente, irrecusable, asiduo, recocido: estos tres órdenes de sufrimiento pueden explicarse y resumirse en estos tres nombres: Werther, René, Obermann.

Con igual lucidez ve Jorge Sand la capital diferencia entre Werther y los otros dos tipos líricos, nacidos en Francia. Werther pertenece a la vida activa del alma; responde al amor, que como mal moral, ha podido ser observado desde los primeros siglos de la humana historia. Pero los otros sufrimientos, el de René, el de Obermann, no han podido nacer sino en una avanzada civilización. Y la diferencia entre el sufrimiento de Obermann y el de René, es que René significa el genio sin voluntad, y Obermann, la elevación moral sin genio, la sensibilidad enfermiza, monstruosamente aislada por falta de una voluntad ávida de acción. René dice: «Si pudiese querer, podría hacer». Y Obermann dice: «¿De qué me sirve querer? Yo no podría».

Todo lo que voy transcribiendo del perspicacísimo estudio de Jorge Sand, que está fechado en 1833, en el momento de la reimpresión del semiolvidado Obermann, con prólogo de Sainte Beuve; ocasión en que empezó a ser célebre por esta obra su autor. Antes, bajo el Imperio, en 1804, cuando la novela vio la luz, no se pensaba sino en glorias militares y energías de acción. Por bastante tiempo, el extraño libro permaneció en la penumbra. Hacia 1830, habiendo cambiado los tiempos, Obermann respondió al espíritu de la época. Obermann era, dice Jorge Sand: «la duda, y la duda había cundido; pues nuestra época se   —214→   distingue por la gran multiplicidad de enfermedades morales, hasta ha poco inobservadas, desde hoy contagiosas y mortíferas».

Estas palabras exactas son de mayor valor en boca de la autora de Lelia. Son la severa condenación del lirismo, hecha por el temperamento más lírico de cuantos crió Francia. Hoy, aun los más enamorados de la diversidad, del estudio del alma humana hasta en sus enfermedades dolorosas, tendemos a vivir persuadidos de que la acción es la última palabra, y de que el verbo se encarna en la acción, y no en el ensueño torturador e infecundo. En 1830, tiene más mérito haber juzgado así.

Para darnos cuenta de otra novela de análisis moral, el Adolfo, de Benjamín Constant, considero muy secundaria la indagatoria de quien haya sido la mujer que, bajo el nombre de Eleonora o Leonor, figura en ella. Fuese o no madama de Staël, y hay partidarios del pro y el contra, el interés del libro no está en ese punto.

Benjamín Constant, autor de Adolfo, procede, como Rousseau, de Suiza. Fue natural de Laussanne y se recrió en París. Había nacido en 1767, y murió en 1830, fecha esencialmente romántica. La novela de Adolfo vio la luz en 1808, contando el autor una edad muy madura; pero los elementos del libro están en él desde los veinte años.

Menos la degradación moral que acompaña al episodio de juventud de Rousseau, otro parecido es el de Constant. Desde sus primeros años, la mujer influyó en él, y fue, a pesar de la política, la primer ocupación de su vida. Dos veces se casó;   —215→   la primera se divorció; la segunda, buscó en el matrimonio un refugio contra pasiones y tragedias. Pero la procedencia de Rousseau, que encontramos en tal número de escritores de este período, se caracteriza, en los primeros tiempos de Benjamín Constant, por una especie de contrafigura de las Confesiones del ginebrino. Ha podido decirse, con razón, que es el mismo escenario y el mismo teatro, los mismos errores y las mismas agitaciones, y casi las mismas ideas. La mujer que desarrolló en Benjamín Constant el espíritu de análisis, era una holandesa, madama de Charriére, a quien Sainte Beuve, gran retratista de mujeres, dedicó un retrato, examinando sus obras literarias, que no fueron de las que abren surco. No por eso dejó de ser mujer notable, de vivo y sutil entendimiento, y a su contacto en interminables conversaciones y en largas cartas, Benjamín Constant analizó lo humano y lo divino. Y el análisis, tal vez, engendró aquella sequedad de corazón, rasgo visible de su fisonomía moral. A los veinte años, como Senancour, Benjamín Constant se consideraba ya viejo, o al menos, gastado; su juventud la suponía a la edad de dieciséis. La aridez de Constant en los días juveniles no se desmintió en la madurez. Fue siempre un hombre del siglo XVIII, de ironía arenisca, sin base firme, con fuegos artificiales de ingenio desengañado.

Para su época, Benjamín Constant, es sobre todo un hombre precocísimo, que a los doce años fue lo que se entiende por un niño prodigio. Estudió en Inglaterra, en Oxford, en Erlangen, en   —216→   Edimburgo. A los veinte años, estaba introducido en sociedad, y en los círculos intelectuales, no muy brillantes en aquel período, que precedía a la revolución. Más tarde fue chambelán del duque de Brunsvick. La Revolución apareció a su espíritu desencantado el cumplimiento de la ley que quiere que el género humano, compuesto de necios, sea manejado por unos cuantos bribones. No le impidió esta convicción tomar parte activa en la política. Entre sus obras, encontramos muchas que tienen ese carácter; y además lo atestiguaron sus discursos. Su matiz político fue el que llamaríamos moderado, a distancia del antiguo régimen y del Terror, las violencias jacobinas y terroristas, que le repugnaban. Fue un hombre de justo medio, sin ardor de convicciones, pero que, así y todo, logró popularidad, y fue, en general, más afortunado en lo político que en lo literario, pues la Academia le cerró sus puertas, y la novela de Adolfo no es ahora más admirada que entonces. Al lado del político, pondremos al historiador religioso, pues Constant trabajó asiduamente en una obra titulada De la religión, considerada en sus orígenes, sus formas y su desarrollo, que comprende El politeísmo romano considerado en sus relaciones con la filosofía griega y la religión cristiana.

En política, también es individualista Constant. Su política se reduce a restringir la autoridad. Consideraba el Gobierno como un mal necesario, que había que limitar de suerte que hiciese el menos daño posible. Como Rousseau, era también individualista en religión. Reprueba las formas   —217→   religiosas positivas, y entiende que lo único duradero es el sentimiento, el instinto que nos lleva a lo infinito. A pesar de estas ideas, aparece como un convencido de las excelencias del cristianismo.

Su mayor gloria se dice que está en la oratoria, y que era un orador extraordinario, cuyo panegírico hizo Cormenin; pero la oratoria es una cosa que no conserva inmortalidad.

Rotas tempestuosamente sus relaciones con madama de Staël, publicó Benjamín Constant el librito Adolfo, que ha sido calificado de obra maestra. Byron dijo de él que contiene verdades sombrías, y que es sobrado triste para ser nunca popular. Madama de Staël, a su vez, lo juzgó diciendo que no todos los hombres, sino los vanidosos solamente, se parecen a Adolfo.

Adolfo -en quien se ha retratado y analizado el autor de la novelita-, es un carácter complicado, con mil vueltas y rincones. Era liberal sin entusiasmo; por encima de todo, ironista.

Escribiendo con sutil destreza, pudo recoger sus impresiones de auto-psicólogo, en lo que tuvieron de más íntimo y hasta contradictorio y anómalo. Realizó este examen de conciencia, con los defectos inherentes a su temperamento, con la sequedad, el rasgo el más marcado de su fisonomía literaria; sin frescura alguna, sin el lirismo vehemente y desbordado de su modelo Juan Jacobo. Pero el lirismo de Constant llevaba un sello penoso de verdad, de cosa vivida; y en esto estuvo el secreto de su victoria. Sismonde lo decía: «Reconozco al autor en cada página, y ninguna   —218→   confesión ofreció a mis ojos retrato más parecido».

Con ser confesión autobiográfica, Adolfo no deja de ser un libro de alcance general. Muchos son como Adolfo, pero no serán capaces de explicarlo; no tendrán esa porción de sí mismos, que es como espectadora de la otra. Constant la tuvo, y la tuvo lucida e implacable.

El héroe, Adolfo, no es ningún hombre extraordinario; lo que le sucede, le ha sucedido a muchísimos. No es Adolfo, como René, una individualidad excepcional, y carece de aquella elocuencia fascinadora de Chateaubriand, que revela siempre al gran poeta en prosa, al alma esencialmente lírica. Constant no canta: diseca. Y diseca hasta los tejidos más íntimos, hasta las fibras del corazón.

El caso psicológico es el contrario del de Werther. Werther sufre porque ama, y Adolfo, porque ha dejado de amar. Ligado a una mujer por lazos que ya le cansan, Adolfo quisiera romperlos, y no puede. Tal es el único argumento de la novela. Y es lo bastante para que Gustavo Planche, crítico no muy benigno, dijese que no conocía, en la lengua francesa, tres poemas tan verdaderos como este.

Nótese que Adolfo, sin haber llegado a ser lo que se llama popular, fue una obra muy influyente en literatura. Abrió a los escritores venideros, los Balzac, los Bourget, el camino del análisis de las pasiones, que no es lo mismo que su pintura fogosa y desbordada. Dentro del análisis, la pasión no es ni un derecho sagrado humano,   —219→   como quiso Jorge Sand, ni una especie de fatal fascinación, como resaltó en René. El análisis, hasta cierto punto, es el estudio científico de una enfermedad del alma. Cuando el lirismo grita en nombre de la pasión, parece que considera a la pasión como único objeto de la vida, y pone en ella la esperanza de toda la felicidad compatible con la condición humana. El libro de Benjamín Constant demostraría lo contrario: a saber, que la pasión no es sino uno de los varios males que afligen al hombre civilizado, y le preparan desilusiones y padecimientos incalculables. Lo que poéticamente puede llamarse dicha, es, al contrario, fuente inagotable de dolor. Y esta misma consecuencia, que se desprende del marchito y triste libro de Constant, resaltará en las vibrantes Noches, de Alfredo de Musset. Porque la pasión no es, como otros sentimientos humanos, algo perdurable; es, al contrario, un fenómeno muy transitorio, en su grado máximo, en la curva más alta de su fiebre; pero, según sucede también en las graves enfermedades corporales que tienen esta fiebre por síntoma, acarrea largos sufrimientos y estados de depresión, después de que la fiebre ha pasado.

Tal es la consecuencia que se deduce de ese libro de profundo desencanto, y de gran verdad humana.

Sobre Senancour, léase a Sainte Beuve, y el hermoso prefacio de Jorge Sand.

Acerca de Constant: Prefacio de la edición de Adolfo, por Sainte Beuve. -Chateaubriand: Memorias de ultratumba. Sainte Beuve: Retratos   —220→   literarios y Nuevos lunes. Estudio sobre Adolfo, por Jorge Pellissier, incluido en la Historia de la Lengua y de la Literatura francesa, publicada por Petit de Juleville. -Por último, las mismas obras de Constant, leídas directamente, en especial, para nuestro punto de vista, las literarias: Adolfo, Cecilia y la tragedia Valdstein.



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ArribaAbajo- XV -

Las segundas «Meditaciones».- Carácter de la poesía de Lamartine.- Qué opinan de ella Lemaître y Brunetière.- La religiosidad de Lamartine.- La evolución del poeta.- «Jocelyn», «La caída de un ángel».- Cómo desaparece el lirismo en el alma y la obra de Lamartine.- Bibliografía


Las segundas Meditaciones de Lamartine no fueron acogidas con entusiasmo. Si hubo diferencia en la actitud del público, mayor aún entre las dos colecciones, sin negar que entre las segundas existen varias muy bellas. Pero el mismo autor lo ha dejado dicho: las escribió, porque antes un editor se las había comprado. Y también confiesa que le faltó, para las segundas, la pasión de ánimo que dictó las primeras. El célico fantasma se había esfumado en la neblina del ayer; el poeta se sentía contento, reconciliado con la vida. La enfermedad romántica entraba en vías de curación. Esas enfermedades son las que crían la perla.

Lo mejor de las segundas Meditaciones, es el célebre poema El crucifijo. Y su inspiración procede todavía de las primeras: es aún el recuerdo de Elvira lo que dicta sus estrofas. Sin embargo, hay que ver en este poema su musa, y en muchos de Lamartine, desde que se reveló su musa, otro aspecto de su inspiración, que convenía a su época, ansiosa de volver a la sombra de la Cruz: la religiosidad. Así fue Lamartine romántico genuino, fue el cristiano sin rebeldía y sin mezcla   —222→   de paganismo (aunque no sin vagos dejos panteísticos). La religiosidad natural de Lamartine, se revela en su manera de comprender el amor.

En la poesía de Lamartine, el amor es una especie de efusión platónica, que por el camino de la exaltación sentimental viene a abismarse en Dios. Las almas de los enamorados, píntalas Lamartine ascendiendo juntas al través de los ilimitados espacios sobre las alas del amor, y convertidas en un rayo de luz, cayendo transportadas en el santuario de la divinidad, y confundiéndose y mezclándose para siempre en su seno. Es un reflejo del Paraíso de Dante, dentro del lirismo moderno. Aspira a remontarse hasta Platón y la escuela alejandrina, cuyas doctrinas bebía Lamartine en las lecciones de Víctor Cousin, ya que no en el texto mismo del filósofo de la armonía y la pureza.

Fijémonos bien en esta especialidad de la poesía de Lamartine. Hay en ella algo superior a las luchas de los tiempos, a las vicisitudes de los géneros y las escuelas; hay, como excelentemente dijo Lemaître, a quien no se puede acusar de cegueras entusiastas, la maravilla de un poeta verdaderamente inspirado, un poeta como los de las antiguas edades, aquella cosa ligera, ajada y divina, de que habló Platón. Prolongo la cita, «Este poeta -dice Lemaître- tan poco literato como Homero, expresaba sin esfuerzo alguno los hermosos sentires, tristes y dulces, acumulados en el alma humana desde hace tres mil años: el amor soñador y casto, la simpatía por la vida universal, un deseo de comunión con la naturaleza, la inquietud   —223→   ante su misterio, la esperanza en la bondad, divina que en ella se revela confusamente; y algo más, suave mezcla de piedad cristiana, de ensueño platónico, de voluptuosa y grave languidez».

Si puede el elogio parecer excesivo, seguramente no parece inadecuado. Ese «algo más suave» que Lemaître halla en Lamartine, lo halla toda su generación, y, después de un período de injusticia y hasta diré que de desprecio, lo ha vuelto a hallar otra generación en la cual ya no influyen las ideas de 1820 a 1840, una generación gastada y harta de admiraciones. Es nuestra generación, y es un adorador del clasicismo, Brunetière, el que define el estilo lamartiniano por su abundancia y facilidad maravillosa, por su limpidez y sosiego, por lo inagotable de su perfecta pureza; por la amplitud del período y por la nobleza infundida y derramada en todo, en el fondo como en la forma.

Para comprender el entusiasmo que pudieron suscitar las Meditaciones, hay que tener en cuenta, aparte de todo lo que pudieron valer siempre, el momento de su aparición. Después del siglo XVIII, de su filosofía triunfante en la convulsión revolucionaria, y de la violenta crisis que trajo el Imperio, Francia, y al través de Francia mucha parte de Europa deseaba reconciliarse con dos sentimientos que había perdido: las creencias cristianas, y el amor. Chateaubriand había hecho renacer el cristianismo: pero más en su forma social que en su efusión lírica. Este papel correspondió a Lamartine. En cuanto al amor, el libertinaje   —224→   del siglo XVIII lo había cubierto de infecunda arena, a pesar de los casos de lirismo que conocemos en esa época misma; y es cierto que uno de los lirismos más típicos en tal concepto fue el de Rousseau; pero hemos visto por qué todavía no pudo Rousseau renovar la vida sentimental completamente.

De él procede, como hemos dicho, el Lago de Lamartine; y en esa poesía-tipo, están las formas de sentimentalidad que exigía ya la época en que Lamartine publica las Meditaciones.

Sabemos también por qué Andrés Chénier vino en mal momento para lograr producir una impresión muy profunda; y sabemos que Víctor Hugo vino después que Lamartine, y que es, realmente, hasta en el sentido cronológico, el primer poeta lírico del romanticismo.

Cuando un poeta logra encarnar en sí y en su musa el sentimiento predominante de una generación, ha hecho ya lo suficiente; y que Lamartine lo consiguió, lo demuestra, entre otros documentos que pudiéramos recoger, uno bien significativo, los hermosos versos de Alfredo de Musset, en aquella Epístola que por cierto no logró gran acogida de Lamartine, lo cual hizo exclamar a Alfredo de Musset que: «Lamartine estaba viejo y le trataba de niño». Exclamaba el autor de las Noches.


Qui de nous, Lamartine, et de notre jeunesse
ne sait par coeur ce chant, des amants adoré,
qu'un soir, au bord d'un lac, tu nous as soupiré?
Qui n'a tu mille fois, qui ne relit sans cesse
—225→
ces vers mystérieux oú parle ta maitresse,
et qui n'a sangloté sur ces divins sanglots,
profonds comme le ciel, et purs comme les flots?



con lo demás que sigue, y que ya más especialmente se refiere a las propias cuitas de Musset.

Y he aquí cómo unos mismos temas líricos -y son contados los que merecen este nombre- se trasforman según el alma del poeta que los desenvuelve. El tema del amor, en las Meditaciones, es un misticismo platónico: muy otra cosa será en las Noches. Y tampoco Víctor Hugo -excepto en La tristeza del Olimpo- se asemejará al modo de comprender e interpretar esos temas eternos: el amor, la muerte, el ansia de lo infinito, la naturaleza, como los entendió Lamartine.

La religiosidad, en Lamartine, es profunda y natural, pero no enteramente ortodoxa. Al poeta ortodoxo, católico hasta la médula, lo encontraremos más tarde, entre las lacerias de un hospital y las bascas de la decadencia; y será aquel Verlaine que hizo revivir la Edad Media en su alma. La serena religiosidad de Lamartine no es, como queda dicho, rigurosamente católica: tiene, en su espiritualismo y platonismo, ciertos dejos panteísticos. Su modo de entender el amor es análogo al de Dante y Petrarca. En una de las obras que escribió pro pane lucrando, y que es más bien un fárrago, el Curso familiar de literatura, hace Lamartine su profesión de fe petrarquista. «Hay -dice- dos amores: el de los sentidos y el de las almas». Y, describiendo primero el amor de los sentidos, engendrador de apetitos,   —226→   ensalza el otro, caracterizado en la caballería, en el heroísmo, en la fidelidad, en la santidad mística, en Eloísa, en Laura. El piadoso sentimiento atraviesa a la criatura como el rayo de sol al alabastro, para elevarla a la contemplación de lo bello infinito, que es Dios. Así, para Petrarca, Laura no es una mujer; es la encarnación de lo bello, y los versos que Petrarca la dedica, nos embriagan de incienso, como nos sucedería en un santuario.

Todo esto es noble y muy cristiano, pero hay una grieta en la religiosidad de Lamartine: su cristianismo no está empapado de catolicismo, como el de Dante, y su platonismo tampoco es ardientemente católico, como el de Fray Luis de León y Ausias March. Por faltarle este resorte viril, la filosofía religiosa de Lamartine fue, como declara Menéndez y Pelayo, un deísmo vago y filantrópico, una efusión sin la intensidad amarga y la grandeza elegíaca de esos Salmos de David que muchos suponen que tomó por modelo.

Pero la hora iba pasando. Casi puede decirse que había pasado, y el poeta mismo lo sentía y creía así, y aun sentía algo más doloroso: sentía que gran parte de sus versos estaban «trabajados en humo» como severamente se dijo después. Siempre dignos de un verdadero poeta, los versos de Lamartine eran cada vez más desleídos y más difusos. La emoción que animaba los primeros no se había reproducido, y por falta de esa llama viva que enciende la forma, se acentuaban o resaltaban los descuidos, las rimas flojas, lo inconsistente del pensamiento. Al extinguirse o al menos amortiguarse   —227→   su estro lírico, Lamartine se dio a pensar en la renovación. Ya le parecía que cuanto supo expresar en El lago y El crucifijo, era cosa baladí; que había que tender a fines más altos ¡como si hubiese nada más alto que el espíritu! Pareciole que ya el siglo había dejado de ser joven, y no tenía oídos para la poesía del corazón; que no era lo bastante ingenuo para sentir la epopeya, y que ni aun dramático podía ser, puesto que lo activo de vida tiene más interés que la ficción de ningún drama.

Profesó entonces la doctrina de que había que subordinar al deber del ciudadano la poesía: la quiso social, política y filosófica; en suma, la razón cantada. Cuando tales ideas exponía Lamartine en el prefacio de Jocelyn, en 1835, estaba reservado fecundo porvenir y dilatada serie de poetas grandes a la lírica francesa. Era poco antes de que Musset escribiese las Noches, y este dato me excusa de aducir otros.

Es cosa frecuente esta ilusión de egoísmo: lo que para nosotros acabó, queremos que para todos haya acabado. Y menos que en nadie sorprende la pretensión en Lamartine, que era muy autocéntrico, poco menos que Víctor Hugo.

Fue entonces el momento en que Lamartine, el cisne, ensalzó al hombre que menos se le parecía en el mundo, al que casi debiéramos llamar el pato, pues tiene su salacidad y su afición al lodo: Béranger. Entre los singulares casos de la psicología, cabe este que el vate puro, ideal, célico en tanta parte de su obra, quiera por un momento asimilar su Musa a otra que, por medio de   —228→   canciones ligeras cuando no desvergonzadas, ha difundido sentimientos e ideas de moral social.

No era, sin embargo, fácil a Lamartine hablar, como deseaba, la lengua del pueblo, y lo demostró la aparición de Jocelyn, que no es lirismo, pero procede de él, y es enteramente lamartiniano, a pesar de proponerse, ante todo, ser una imitación o transposición de la vida humilde y real.

Jocelyn es, según la ficción de Lamartine, el manuscrito que a su muerte deja un cura de aldea. El párroco refiere en él que no tiene vocación, pero que, por dejar sus bienes a una hermana, aceptó el Seminario. La Revolución le arrojó de él, y al fin fue nombrado párroco de una aldeílla en los Alpes. El drama íntimo vino a presentársele bajo la forma de un amor cual gusta de describirlos Lamartine: tan puro como apasionado y definitivo. Esta lucha del alma es lo más atrayente del poema.

En Jocelyn encontramos lo que más caracteriza al genio de Lamartine: el sentimiento peculiar, profundo, de la Naturaleza. El sentimiento, mejor que la descripción. Los Alpes no dan una impresión exacta. Nunca había corregido menos, desacatado más el precepto horaciano, que en este poema, que tanto entusiasmo suscitó y que se tradujo a todos los idiomas. No cabe duda que, a la hora presente, Jocelyn ha palidecido, se ha secado como el heno, y su lectura es fatigosa.

Al escribir Jocelyn, Lamartine pensaba en un larguísimo poema, del cual la historia del cura enamorado no fuese más que episodio sentimental. Es cosa que merece notarse este afán de los   —229→   poetas nacidos para líricos, de componer, como obra definitiva de su madurez y cima de su labor, un poema de desmedida magnitud. No ignoramos que a ello aspiraba Andrés Chénier, y ese fue el mundo que se llevaba en la frente cuando le enviaron a la guillotina; y la aspiración y la realización (con mayor o menor fortuna, eso ya lo veremos) de la epopeya, constituyó la tarea incesante de Víctor Hugo pasada la juventud. Fue uno de los signos del buen gusto de Alfredo Musset, no solamente no haber tenido tal propósito, sino haberlo satirizado, con el donaire que le caracteriza. Hay un error nativo, un grueso error crítico, en suponer que por el hecho de escribir millares de versos y abarcar en ellos todo lo divino y humano, se hace, en primer lugar, obra útil y redentora, y en segundo, se llega a la inmortalidad. Como a Lamartine no se la hubiesen conquistado sus Meditaciones, las primeras, rica esencia en pomo chino, cual debe ser la poesía, no iría a ella por el poema que había proyectado y planeado, y en el cual quería encerrar nada menos que «el alma humana», y las sucesivas fases mediante las cuales Dios la hace cumplir sus destinos perfectibles (aquí sale a relucir la influencia de la Staël). Sin esas sucesivas fases quedábale al poeta tela cortada para cuanto quisiese incluir. Muchos, sin embargo, suponían que no pensaba Lamartine en tal poema, y que lo anunciaba por anunciarlo. No era así. Los fragmentos y notas para su realización se encontraron, a su muerte, en sus cajones. Y más hubiese valido que se consagrase a llevarlo adelante, que a satisfacer demandas y caprichos   —230→   de editores, que no a otra cosa y a su crónica falta de recursos por imprevisión y prodigalidad, responden esas obras olvidadas y que no guió su pluma sino la necesidad: la Historia de Turquía, la Historia de Rusia, los Retratos literarios de hombres célebres, los Estudios, literarios también, sobre la Sévigné y sobre Shakespeare, los Civilizadores y conquistadores, las infinitas biografías, la impugnación a Rousseau, los periódicos políticos y literarios que inundó de sus improvisaciones, pues el trabajo intenso y sólido no lo conoció nunca, como no conoció la exactitud de los datos, la precisión de los recuerdos, la imposición de lo real sobre los espejismos de la fantasía, y cambió la forma de todo (ya que no hasta la materia) para amoldar sucesos, personas y lugares a su modo de ser peculiar. Lo único que no desfiguró, al menos en cierta parte de su poesía, fueron los sentimientos, aunque a veces por eso fue tan excelso poeta, y nadie le negará esta prez.

En la intención de Lamartine, el poema titulado La caída de un ángel formaba parte de ese poema interminable que había de comprender todas las edades del mundo y todas las etapas de la humanidad y de la civilización. Sin embargo, el escenario de La caída de un ángel no es el mundo real, sino otro fantástico e imaginario. Un ángel, castigado por haberse enamorado de una mujer, a quien tenía el encargo de guardar, es transformado en hombre, y, en unión de su amada, cae en una sociedad brutal y perversa, donde sufren crueles dolores y por último mueren de hambre. El ambiente de La caída de un ángel es antediluviano,   —231→   y, como dice con gracia un crítico, es cosa ardua un poema antediluviano, cuando no hemos habitado el Arca. En el poema, Lamartine, desmintiendo su verdadera naturaleza, procede como procedería Víctor Hugo, o más bien el belga Wiertz, el pintor de las giganterías y los horrores, de los lienzos terroríficos donde los fuertes aplastan sin compasión a los débiles y pequeños. En la ciudad de Baal -como en las monstruosas pinturas de Wiertz- los gigantes -reyes y poderosos de la tierra- aplastan y pisotean al pueblo, que no les puede resistir. La crueldad y la barbarie, ejercidas por la autoridad, hacen de la ciudad de Baal un antro espantable de iniquidad y crimen. Los palacios de los opresores están hechos de cuerpos humanos, y las alfombras de humanas cabelleras. A propósito, el poeta exagera la deformidad del asunto, y más que nunca incurre en descuidos, faltas de lenguaje y, cosa rara en él y hasta opuesta a su carácter literario, faltas de delicadeza y mesura, y una materialización de las ideas que nunca había cometido, y una crudeza que pugna con todo cuanto nos figuramos de Lamartine.

Dícese que la idea de tal poema nació en el viaje de Lamartine a Oriente, en las ruinas colosales de Balbek. Dice el crítico Vinet que el sentido de lo inmenso y lo desmesurado se le reveló allí. Y creyó que esta impresión de caótica grandeza primitiva, que esta percepción confusa y visionaria de las edades anteriores al Diluvio, se convertirían en sus versos, en magnífica epopeya. Pero La caída de un ángel no agradó al público: y Lamartine,   —232→   dotado en esta ocasión de sentido crítico, comprendió que el público tenía razón. Volvió a su antiguo estilo, a publicar, en 1839 (La caída de un ángel es anterior de 1838), sus últimos versos, Los recogimientos. Tampoco los acogió aquella simpatía vibrante que obtuvieron las Meditaciones. Veinte años antes, estaban en otra posición las estrellas. Desde 1839, se extingue definitivamente la inspiración lírica de Lamartine. No sólo las estrellas han cambiado de posición, sino que el sacerdote de la poesía ha perdido la fe; porque descree de lo poético y cree en lo social y político, y porque dice y profesa que «un hombre que al cabo de sus días no hubiese hecho más que rimar sus ensueños de poesía, mientras los contemporáneos riñesen la gran batalla de la patria y la civilización, sería una especie de payaso para divertir a la gente...». Y el caso es que de todos, o al menos de muchos de esos combatientes de la gran batalla nadie se acuerda ya, y por lo que Lamartine hizo en esa gran batalla no se hubiese tampoco inmortalizado, si no hubiese sido poeta lírico, realizándose el dicho de Teófilo Gautier: «los versos duran, más fuertes que los bronces».

No es aquí ocasión de recordar la vida política de Lamartine, que tiene su lugar señalado, no en el tema de este libro, sino al tratar de los historiadores; pero, como incidentalmente, sus obras en verso que no pertenecen a la lírica demostraron esa ambición que han sentido tantos literatos insignes, desde Voltaire a Zola, pasando por Lamartine y Víctor Hugo, de ser saludados como guías de su siglo, como directores de su desenvolvimiento.   —233→   Jamás un escritor español abrigó estas ambiciones, aunque se mezclase en política, como Espronceda. Y lo que se escribe bajo el influjo de esta aspiración, suelen ser los telones efectistas primitivos de La caída de un ángel, o los telones efectistas humanitarios de Los cuatro Evangelios.

No quisiera que de aquí se dedujese que yo digo que al poeta escritor no debe importarle un comino de los destinos de la humanidad. Digo sí que no es reflexivamente, no es deliberadamente, como se produce la belleza ni se encarnan en la rima las más altas concepciones filosóficas. Tan reiterados fracasos lo probaron cumplidamente.

Para conocer a Lamartine, sin perderse en lo copioso de su producción, recomiendo la edición de sus Obras escogidas, en catorce tomos (1849), y los estudios de Gustavo Planche en la Revista de Ambos Mundos (Junio de 1851; Noviembre de 1856), el tomo I de los Retratos literarios, de Sainte Beuve y las Pláticas del lunes, tomos I y IV; el estudio de Brunetière sobre Lamartine, incluido en la Evolución de la Poesía lírica; y en general, las Historias y Manuales de literatura contemporánea.



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ArribaAbajo- XVI -

El romanticismo de escuela y la expansión del individualismo.- Cómo explica Hegel la doctrina romántica.- El romanticismo, el lirismo y el individualismo.- En qué se diferencian.- El romanticismo como factor del individualismo


El romanticismo de escuela trajo consigo algo más importante que él: la expansión del individualismo.

Para exponer su doctrina, que envuelve una cuestión metafísica, me serviré de la exposición que tempranamente, antes de que se presentasen en Francia los síntomas de la escuela romántica, hizo el insigne Hegel, cuyas palabras parecen escritas hoy mismo.

Formuló Hegel la teoría del arte romántico, por oposición al clásico y al simbólico; y si bien da la preferencia al clásico, en el cual ve la completa encarnación del ideal unido a la realidad, reconoce, no obstante, los derechos de la poesía lírica, que llama personal. «El espíritu -dice- se aísla del objeto, se repliega sobre sí mismo, mira a la propia conciencia, y, en vez de la realidad exterior, se representa sus propios sentimientos, sus reflexiones, sus impresiones; en suma, el fondo de su pensamiento. Así, la obra lírica no puede ser el desarrollo de una acción donde se refleje todo un mundo en la riqueza de sus manifestaciones, sino el alma del hombre; hay más: del hombre como individuo, colocado en situaciones   —236→   individuales». No es posible definir más claramente el carácter de la poesía lírica: y no menos luminosa es la definición de las especies que se encuentran en la epopeya, pero que pertenecen al tono lírico. Aplicando el análisis del filósofo de Stugard, comprendemos perfectamente por qué, verbigracia, las Orientales de Hugo y los Poemas bárbaros, de Leconte de Lisle, no son materia épica, sino lírica, y de lo más genuino.

«No es -dice- la descripción y pintura del hecho en sí, sino el modo de concebirlo, el sentimiento gozoso o melancólico, de energía o de abatimiento lo que principalmente importa».

Con la misma justeza añade: «El poeta lírico vive en sí mismo; concibe las relaciones de las cosas según su individualidad poética; y es el movimiento libre de sus sentires y pensamientos, el objeto principal». El verdadero poeta lírico es para sí mismo un mundo completo: «así el hombre, en su naturaleza íntima, se convierte en obra de arte». Profundísima observación, cuyo alcance asombra.

El límite a esta doctrina, es el mismo Hegel también el que lo marca, «El poeta -dice- tiene sin duda derecho a descubrir los estados de su alma; pero no estamos dispuestos a conocer todo los que nos quiera contar, sus predilecciones especiales, sus detalles domésticos, sus historias de alcoba, sus menudencias». Comentemos un tanto esta restricción.

Tiene, en efecto, derecho el poeta lírico a revelar su alma; pero es cuando en ella haya algo digno de interés, que en obra de arte se pueda   —237→   convertir. Y esta condición es la misma que pondría yo a la doctrina individualista, tan extendida y poderosa. No todos los individuos nos importan, y hay una cantidad inmensa de individuos que deben sernos indiferentes (excepto en lo que tienen de prójimos, como enseñó el cristianismo). Esto es lo que en realidad ocurre.

Con razón dice Hegel que no todo sentimiento personal y particular es interesante en sí mismo. Y con igual acierto reconoce que el sentimiento interior, en un alto poeta, puede dar cabida a los pensamientos más grandes y las ideas más vastas. Como modelo de este modo lírico, propone Hegel a Schiller.

No son enteramente equivalentes, aunque así lo entiendan ilustres maestros, los tres términos de romanticismo, lirismo e individualismo: la distinción entre estos y el primero es relativamente fácil; la de los dos últimos, más difícil, sobre todo porque la palabra individualismo no es muy exacta, y, si no se prestase a demasiados equívocos políticos la sustitución, yo la sustituiría por la de anarquismo. Baste decir que un poema, en verso o en prosa, puede ser romántico, y no ser lírico; puede ser lírico, y no ser individualista en el sentido anárquico de la palabra. Si ese poema, aunque revele algo íntimo, no afirma la independencia de esa intimidad, será lírico, pero no individualista.

Lo íntimo y personal es aquello que lleva a la obra, no el reflejo de lo externo y de lo observado, sino el reflejo más vivo y hasta en cierto concepto más real, del alma del escritor o del poeta.   —238→   Y cuando ese poeta o ese escritor pone su yo a la sociedad que le rodea; cuando la desafía no con las armas ni en la calle, sino con la pluma o con la lira, ya que hemos de aceptar la distinción, puramente formal dentro del romanticismo, entre el prosista y el poeta, es cuando podemos diagnosticar el caso de individualismo.

El individualismo, que tenía sus precedentes desde la Reforma de Lutero, es lógico, profundamente lógico, en un momento en que no sólo han sido echadas por tierra muchas creencias y dogmas, sino atacada y disuelta en gran parte la constitución social, y se ha formado, por la anarquía, bajo el nombre de Revolución, un régimen nuevo. Y el lirismo, que ha existido siempre, pero que no ha estallado hasta que se lo permitió el romanticismo, tenía que alzarse muy potente después de tantos dolores y horrores, de tanta sangre vertida, de tal compresión de miedo o de indignación oculta en los espíritus. Es cierto, se me dirá, que el lirismo precede a la Revolución, y que Juan Jacobo y Bernardino de Saint Pierre se le anticiparon. No obstante, la generación lírica que viene después de ellos, trae, en su nerviosismo, la huella de aquella perturbación psicológica colectiva. Tal vez sea esta la causa de que encontremos tantos líricos, entre los mayores, que pertenecen a la clase desposeída, herida por el trastorno revolucionario: Chateaubriand, Vigny, Lamartine -y casi diría Víctor Hugo, y hasta diría con mayor motivo, Jorge Sand, con su aristocracia de la mano izquierda.

Habiendo consagrado bastantes páginas a recordar   —239→   los precedentes y orígenes del lirismo, no necesito decir que siempre han existido, además de obras, temperamentos líricos, y casos líricos en la literatura, y de individualismo también. La diferencia es que, desde Juan Jacobo, el lirismo se impone, y a su amparo, el individualismo reclama en alta voz sus derechos. A cada paso, el individuo tiene mayor conciencia de sí propio, y sabe mejor diferenciarse del conjunto y de la sociedad. A veces, dentro de este período romántico, un hombre se opone él solo a una nación, y he aquí el caso de Enrique Heine, en parte, y el de lord Byron. Más adelante, veremos a una nación aplastar a un individuo genial, que se llamó Oscar Wilde, y esto puede decirse que acaba de suceder, pues la admirable Balada de la cárcel de Reading, lleva por fecha el año de 1897.

Es decir, que la lucha del individualismo, no ha terminado, ni terminará tan pronto. Lo que veremos derrumbarse, será el castillo romántico, con sus alminares y sus barbacanas, sus torreones y sus tamboretes, sus blasones esculpidos y su puente levadizo de hierro; pero, al caer la escuela del romanticismo, el lirismo seguirá alzándose, y el individualismo ensanchará sus conquistas, hasta que podamos decir si será el individuo o la sociedad quien obtiene final victoria.

Dada la situación presente, la lucha parece larga y empeñada, pero la sociedad es siempre más fuerte, más compacta, fundándose en necesidades más apremiantes y colectivas.

Para confirmar lo que antes dije, respecto al papel de la Revolución en el desarrollo del individualismo,   —240→   permítaseme citar un párrafo de Brunetière. «Al derribar las vallas, al abrir toda carrera, al proponer a todos como premio, sino como presa placeres y fortunas, honores y poder, la evolución hizo del desarrollo del perfeccionamiento, de la cultura intensiva del yo, el fondo mismo de la educación». Y, naturalmente, de aquí se sigue la santificación del individuo, la legitimidad de su instinto; y de aquí la proclamación del derecho a satisfacerlo.

Fijemos bien este carácter del individualismo, sancionado por las afirmaciones revolucionarias. No es la proclamación de derechos del individuo genial del hombre o de la mujer excepcionales como un Vigny o una Jorge Sand. No; esta categoría, invocada un momento, está llamada a borrarse pronto, y a ser sustituida por un acratismo radical. El individuo es sagrado, no por valer, sino sencilla y meramente por su condición de individuo, inconfundible con la colectividad. Y claro es que esta suposición es la más incompatible con los derechos del arte: porque el arte será siempre una excepción, y, por tanto, una especialización individual. Así, a medida que los principios del individualismo político y social van avanzando y ganando terreno, el arte pierde su eficacia sobre las colectividades, y pasa a ser patrimonio y bien y pan espiritual solamente de unos pocos, cada vez más distanciados del público. Este hecho no lo comprobaremos, naturalmente, en la época romántica; no se ha extendido todavía en ella la doctrina individualista hasta ese grado. Lo veremos, en cambio, resaltar con claridad   —241→   meridiana, cuando llegue el período decadente, y se consolide el aristocratismo y hasta el esoterismo del arte.

El individualismo, en efecto, pudo ser la sanción de una aristocracia; pero, al difundirse la doctrina, se convirtió en lo contrario, y dio base a la legitimación de todo criterio individual. Era la peligrosa enseñanza de Rousseau: el individuo reúne en sí todos los derechos, no por ser excepcional, no por ser grande, no por ser fuerte: solamente por ser hombre. Así, todo hombre, el más ignaro, el más criminal, el más miserable, puede enfrentarse con la sociedad y afirmarse contra ella; y todo le será lícito.

He aquí la raíz ideológica del desorden moral en que vivimos, y de la necesidad de revisar estos principios por tanto tiempo sostenidos como inconcusos. Yo creo que, en esta cuestión, nuestros nietos tendrán mucho que corregir y algo que reír de la candidez de ciertas doctrinas, por ejemplo, las penales, que ya van modificándose, pero que han sido hasta no ha mucho la aplicación de este individualismo panfilista, que, a pesar de las lecciones que nos da la naturaleza, la diaria observación y la razón vigilante, sigue obstinado en legitimar los instintos de todos, y en no ver las desigualdades congénitas que entre individuo e individuo existen; las desigualdades individuales, naturales, imposibles de nivelar.

El romanticismo, primer heraldo y trompetero de las franquicias del individuo, sobrevivirá, si no como escuela literaria, como tendencia, por ese principio de consecuencias incalculables. La consagración   —242→   del yo la encontraremos, no sólo en innumerables poetas y novelistas, sino en pensadores y filósofos; el recoger sus opiniones me obligaría a extenderme demasiado. Enseña Hegel en su Poética, como sabemos, que el fondo de toda obra de arte lírica es siempre el individuo, su imaginación y su sensibilidad peculiar. Y Fichte va más allá que el gran idealista, y afirma que el yo, al oponerse, se convierte en causa y efecto de sí propio, por la cual no hay otra realidad efectiva sino el yo, y nada, incluso la naturaleza exterior, existe sino por él y en él. El romanticismo, sin razonarlas, sin admitir cortapisa alguna, ha adaptado estas doctrinas. Y la doctrina, por desgracia, irá más allá del romanticismo de escuela; y una vez emancipado el yo, la escuela pudo desaparecer, pero la semilla y la planta ya no había quien las arrancase.

En pleno período romántico hemos visto desarrollarse el germen del individualismo generalizado y extendido a todos los hombres, en las ideas de Jorge Sand y en la idolatría humanitaria que las satura, en determinado período de su vida. Este culto declamatorio y delirante de la humanidad no fue exclusivo de unas cuantas novelas: la idolatría se extendió. Al proclamar la divinidad del hombre, fatalmente se iba a proclamar la del individuo, consagrado en sus pasiones, en inevitable materialidad del instinto, y del instinto más bajo.

Y el resultado ha sido lo que elocuentemente expresa un delicado pensador y artista, Eduardo Rod: «La mayor parte de nuestros contemporáneos,   —243→   arrastrados por la corriente individualista que arrolla al siglo, y a la cual, en ciertos respectos, debe su grandeza, han introducido el individualismo donde sólo puede ser un fermento de corrupción. En lugar del sacrificio del yo, en que reposa toda su concepción elevada, han querido el triunfo del yo». Este mismo escritor, tan idealista, ha sido gran profeta, al señalar la inevitable reacción que tiene que venir en pos de este período de demolición sorda unas veces y furiosa otras, de esta quiebra de todos los valores tradicionales. «La reacción -escribe- va tan aprisa, que ya se expone a arrastrar, con las corruptoras doctrinas que ha encontrado en su camino, algunas de las mejores conquistas y de los más generosos ensueños de libertad. Ya los países cierran sus fronteras, con tanta prisa como las abrían antes; ya los pueblos se arman sin tregua, la palabra fraternidad arranca sonrisas, y la guerra, si estalla, nos llevará a tiempos que recuerden la invasión de los Sarracenos y de los Hunos». Estas palabras de vidente están escritas en 1891, veintitantos años antes del conflicto mundial, a que asistimos, y que bien pudiera ser, si no el término del individualismo anárquico, por lo menos su eficaz represión. La forma más positiva del lazo social, es la nacionalidad, y la nacionalidad es lo que se afirma con energetismo hasta brutal, heroico y cada vez más tenaz en su paciente obra de destrucción y muerte, en la continuidad de esta guerra, sin ejemplo. Y ved cómo, sintiendo todos el dolor de tanto estrago, vemos, sin embargo, en esta guerra algo que quizá anuncia una resurrección   —244→   de los ideales colectivos, minados por el individual, desde hace acaso tres siglos, desde Rabelais, que canonizó el instinto, y Montaigne y Montesquieu, que formularon verdaderos principios individualistas. El romanticismo, desde el siglo XVIII, sirvió de vehículo a esa concepción nueva, o por lo menos, no difundida hasta entonces.

Ahora, tratándose de Francia, es preciso decir que ningún país del mundo estaba menos preparado a acoger las tendencias individualistas que traía el individualismo romántico. Ningún país mejor acorazado en sentido común; ninguno más penetrado de las realidades; ninguno menos anárquico, a pesar de su fermentación revolucionaria, porque en Francia el orden se impone de suyo, después de toda convulsión, como orgánicamente en una naturaleza normal y sana, después de la alteración morbosa viene la reposición enérgica de las fuerzas vitales. No es Francia, cual Rusia, una tierra de alucinación, ni siquiera como Alemania, en otro tiempo, una nación especulativa y ensoñadora; el trabajo y el ahorro sanean, como drenaje bien entendido, su suelo moral, y la fortifican para los trances críticos. Lo que la hizo accesible al entusiasmo romántico, fue su clase media intelectual, tan numerosa, y dotada de tal suma de curiosidad estética, intelectual y moral, de tan hospitalario instinto para las ideas, de tal ansia de no llegar tarde a banquete alguno, que en Francia tenían que acogerse, durante más de un siglo, todas las ideas, y todas las palpitaciones del gusto y del sentimiento universal.

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Las tendencias nacionales no ejercen acción indiscutible; sin embargo, las vemos también modificarse profundamente, ya que nunca del todo desaparezcan. En España ha llegado a ser un lugar común esto del cambio de las condiciones de la raza. ¿Dónde están los españoles de otros tiempos?, se oye preguntar con dolor patriótico. Y algo semejante, una protesta patriótica, fue la de los antirrománticos, que pensaban en las glorias y en los esplendores del siglo XVII, y apoyaban su campaña contra la nueva escuela en consideraciones patrióticas, combatiendo la invasión de lo extranjero en todos los órdenes de la vida espiritual.

Formada estaba Francia para la prosa. Cuando he oído hablar de los misteriosos sortilegios de París, he pensado que, teniendo París mucho de cómodo, grato, artístico y admirable, está, sin embargo, en prosa, mientras otras ciudades, donde no es tan grata la vida, según los adelantos modernos, y algunas donde es hasta difícil, están en verso, y varias son ciudades, por esencia, estéticas, de poética exaltación, como Florencia, Brujas o Toledo. Estando Francia en prosa -en la bella prosa del siglo XVII- le trajo la poesía (que tanto echaba de menos Stendhal), no una cadena de montañas, como este escritor hubiese querido, sino el romanticismo; y se la trajo rica y varia.

Dice a este propósito un crítico francés, David Sauvageot: «Confesémoslo: París no podía, tal vez, por su propio impulso, llegar a la exaltación poética. Según la frase de Stendhal, le falta para eso una cadena de montañas. Pero París fue hacia la montaña, leyó, y recibió el impulso».

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Y la poesía del romanticismo de escuela nace y arranca del individuo, que es el fermento renovador, el grano de levadura que hace esponjar la masa. Desde el romanticismo, la noción del individuo se destaca y prevalece, no sólo en la literatura, sino en la filosofía y en la naciente sociología. El individuo se afirma contra la sociedad, y hasta aspira a hacerla a su imagen y semejanza, y no consiguiéndolo, la anatematiza. Esto puede verse al estudiar a los novelistas y dramaturgos, y lo veremos ahora, en los poetas de la rima, y seguiremos viéndolo después de que haya venido a tierra el romanticismo escolástico, durante todo el período de la decadencia, en el cual podremos comprobar que el individuo sale vencido en su lucha contra la sociedad, fatal e irremisiblemente. Sale vencido, no sin dejar influencias y reivindicaciones que darán su fruto, pero que no renovarán a la sociedad en lo fundamental, en los elementos indispensables de su estatismo. Desde el primer día en que el hombre se agrupó socialmente, ciertos rudimentos fueron necesarios a la vida del grupo, y el instinto de conservación los salvaguardó y los cristalizó, por decirlo así. El individuo ha podido ejercitar la crítica de la sociedad, y señalar sus deficiencias, y protestar contra ellas, y hacernos sentir la razón de sus quejas y el deseo de mejores organizaciones y de deseables perfeccionamientos; pero jamás podrá el individuo sustituirse a la sociedad. El individuo, el más innovador, dará por resultado algo social.

Al iniciarse el desarrollo del lirismo, y al empezar   —247→   a afirmarse la tesis individualista en Francia -pues de Francia estoy hablando- era en las letras donde había de establecer sus reales, pues los tiempos nada tenían de favorables a las emancipaciones en el terreno práctico. Ni el Terror, ni el Consulado, ni el Imperio, fueron cosa muy emancipadora, y en el Imperio, especialmente, la respiración era difícil. Y se respiró por donde se respira cuando hay compresión muy enérgica de los instintos individuales, se respiró por una literatura nueva, refugio de esos instintos, de esas aspiraciones.

Y no fue en los períodos determinados en su sentido político por la Revolución, sino, al contrario, bajo la Restauración, hacia 1825, cuando el individualismo se alza potente, y empieza el período, que aún dura, en que se rompen todos los días vallas, se aflojan lazos, se abren caminos, y el individuo avanza, a cada momento, hacia su autocratismo, no interior e incoercible, sino proclamado, erigido poco a poco en dogma.

Con la sanción de los instintos desaparecen las responsabilidades; con la sanción de los instintos las categorías morales dejan de existir. Y esto es lo que va a predominar en el desenvolvimiento de la literatura y de la poesía rimada, hasta llegar a proponer, en tiempos más recientes, como ideal la perversidad, y como criterio de belleza la misma corrupción de las almas, refinada artísticamente. Esto será, en gran parte, lo que se llama decadentismo.

Y nótese que la represión y el sacrificio del instinto no son únicamente la base de nuestra moral   —248→   social, la que podemos conocer desde hace diez y nueve siglos que el Cristianismo sentó sus bases; es, si bien lo miramos, si leemos despacio a los grandes legisladores de pueblos y fundadores de religiones, la que siempre invocó el género humano, que bien sabe cómo el instinto es lo que tiene de común con las especies animales, y que siendo el instinto un magnífico manantial de vigor y riqueza psicológica, no puede menos de ser educado y guiado y hasta reprimido por las leyes y las costumbres, por la sociedad en suma, por la sociedad que ha existido siempre, y que siempre existirá, inalterable en su principio cuanto variable en sus formas.

Mientras el individualismo fue cosa de literatura, aunque de literatura rebelde, no alarmó, si bien su tendencia era ya conocida y comentada. Pero, de la literatura, las tendencias pasan a la sociedad, y en ella se infiltran, y la socavan lentamente. Y estas tendencias, antes de revelarse en la literatura, habían estado en la mente de los filósofos, de Kant y de Fichte. Y en Hegel hemos hallado su definición exacta, y también su corrección anticipada, con la afirmación de que el individuo no es un valor igual, uniforme, y no puede, por lo tanto, alegar importarnos igualmente. Yo tengo fe en esta verdad. Ella es la que puede conciliar nuestra admiración y nuestra involuntaria simpatía hacia los grandes individualistas artísticos, los Goethe, los Schiller, los Byron, los Vigny, los Musset, los Hugo, más tarde los Baudelaire y los Verlaine, con nuestra convicción social, hija de nuestra razón. El individuo superior   —249→   puede invocar privilegios que su excepcionalidad le concede. El individuo inferior tiene que resignarse a tomar su valía del conjunto social a que contribuye. Le honramos como a héroe anónimo, pero no podemos creer que tenga nada que decirnos, y, especialmente, en el terreno del arte.



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ArribaAbajo- XVII -

El lirismo en Balzac. «La azucena en el valle». Examen y crítica de esta obra.- El estilo de Balzac.- «La musa del departamento», «Ilusiones perdidas», «Beatriz». Examen de estas tres obras.- Influencias de Balzac sobre Flaubert.- Crítica que hace Balzac del lirismo.- Bibliografía


Estamos acostumbrados a considerar en Honorato de Balzac, que nació en Tours en 1799, y murió en París en 1850, al titánico creador de la Comedia humana, al padre de la novela épica por excelencia. Desde este punto de vista, habría mucho que decir de él, pero ahora voy a tomar en cuenta el elemento lírico, lo que hay en él de ese romanticismo subjetivo, que no podía faltarle, dada la época en que nació y en que vivió. No debemos admirarnos de que Balzac sea de su tiempo, sino más bien de cómo se adelantó a él, genialmente.

Voy, pues, a estudiar a Balzac desde un punto de vista parcial, restringido, sin tomar en cuenta la vasta complejidad de su obra, compuesta de documentos históricos y de análisis ahincados de su época, con un sabor de realidad que inútilmente buscaríamos en los novelistas puramente líricos, indiferentes a este aspecto del arte, como lo fueron al elemento económico, introducido en el arte por Balzac, que, en una sociedad donde aparentemente se luchaba por idealismos políticos y religiosos, adivinó la verdadera fuerza   —252→   que movía la maquinaria, y cada vez había de moverla con energía mayor: la cuestión económica imponiéndose a las restantes. Pero Balzac -que tuvo su época de soñador febril, como Jorge Sand, y aun como Stendhal, porque el individuo superior, confinado en localidades atrasadas y sin movimiento social e intelectual suficiente, ha de atravesar por fuerza este período-, incluyó el sueño lírico entre los asuntos que había de tratar su pluma asombrosa, y nos dejó documentos inestimables sobre el lirismo, no sólo al estudiarlo con amor, sino al juzgarlo y satirizarlo vigorosamente.

El primer documento sobre el lirismo que aparece en Balzac, es La azucena en el valle. Yo traduzco así el título de esta novela, que comúnmente ha solido traducirse por El lirio en el valle. El error no es de mucha monta, pero conviene extirparlo. Lys, en francés, es exactamente azucena, aunque la flor de lis de las armas reales de Francia no se parezca a una azucena en lo más mínimo, sin que acierte yo por qué es blanca esa emblemática y heráldica flor, cuando la verdadera flor de lis, igual en su forma a las que campearon en los escudos de los Reyes, y siguen campeando en el blasón de la casa de los Borbones sea, no blanca, sino del más bello color de púrpura. La tengo en mi invernadero y la he visto mil veces. Hay quien ha traducido el título de la novela de Balzac por El lirio del valle; y esto es aún menos exacto, porque el lirio del valle es una florecilla blanca, muy perfumada, llamada combalaria, y en Francia, muguet.

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Después de esta acaso inoportuna disgresión, diré que La azucena en el valle es del año 1835, y, en el conjunto de la Comedia humana, figura entre los estudios y cuadros de la vida de provincia. La época en que se supone la acción de La azucena es aún más romántica: 1827. Pero no echemos en olvido que Deleite, de Sainte Beuve, tiene por fecha la de 1834.

La novela reviste forma de confesión autobiográfica. El elegante Félix de Vandenese, uno de los personajes de la Comedia humana, que reaparece en otros estudios de Balzac, de ambiente parisiense y del gran mundo, refiere a la condesa de Mannerville los episodios de su relación sentimental con una señora de provincia, que constituyen un verdadero ensueño de juventud. El recuerdo de aquel cariño puro e intenso se alza a veces como un fantasma en medio de la disipación y de las seducciones del mundanismo, en la agitada existencia del elegante joven.

La historia de Félix de Vandenesse no es lírica como la de Indiana, como la de Valentina, como la de Adolfo. Los dos protagonistas, Félix y Enriqueta de Mortsauf, no proclaman la supremacía del yo, no predican la doctrina del derecho divino de la pasión; no son teorizadores: pero, de la sucesión de los hechos psicológicos, la misma consecuencia se deduce. Y se deduce de un modo más convincente, por lo mismo que es natural, y que la verdad ha inspirado a Balzac en esta ocasión como en todas, y acaso más que en otras muchas. La sencillez de la fábula contribuye a hacerla más impresionante.

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Félix de Vandenese, niño a quien trató con dureza su madre, que creció débil y triste, y por lo mismo tierno y necesitado de afecto, no ha conocido nada de la vida cuando, en un baile celebrado en obsequio del duque de Angulema, a su paso por una ciudad de provincia, ve por primera vez a la señora de Mortsauf. Aprovechando un momento favorable, y sin intención ofensiva, por una especie de irreflexivo movimiento, el muchacho acaricia locamente los lindos hombros de la dama, que el escote descubre. El amor ha nacido, y teniendo un principio tan osado, y hasta tan insólito, se revela después muy respetuoso, completamente ideal. La señora de Mortsauf es casi una santa: casada con un hombre agrio, duro, epiléptico, que ha transmitido a los dos hijos de su matrimonio las enfermedades que padece, la señora de Mortsauf sólo piensa en cuidar a los niños, en reconstituirles una salud, en fortalecerlos, en atender a la casa y a la hacienda que mañana les ha de corresponder. Su abnegación no desmentida, su honestidad, su dignidad, hacen de ella un modelo de esposas y de madres. Pero el novelista, que ha sabido diseñar tan noble figura de mujer, con los detalles de vida íntima y de realidad local, en la que Balzac será siempre no igualado maestro, conoce demasiado bien el corazón humano para no ir más allá de la superficie, y no adivinar el drama interior, sin el cual ningún sentido tendría el relato. El mérito de madama de Mortsauf está en que también para ella el fatal incidente del baile ha abierto un abismo entre el pasado y el porvenir. Inocente y cándida antes de   —255→   tal suceso, la pasión ha penetrado con él en lo más profundo de su alma. La pasión se apodera de todo su ser, cuando Félix viene a pasar una larga temporada en la mansión de la familia de Mortsauf; pero ninguna transacción con la honra y la virtud caben en la delicada y generosa naturaleza de la «Azucena», siempre blanca y siempre erguida: y el programa de aquella pasión violentísima, pero sujeta al deber, lo expresa un diálogo entre ella y Félix. Suceda lo que suceda, Félix la querrá santamente, para siempre, como a una virgen velada y de nívea corona, como a una hermana, como a una madre, y sin esperanza, a estilo caballeresco.

En este diálogo, y en el conjunto de la novela también, resalta algo que es característico, y que la diferencia, por ejemplo, de las novelas pasionales de Jorge Sand. Los tipos de madama de Mortsauf y de Félix de Vandenesse están marcados con el sello peculiar de la vieja aristocracia de sangre. El espíritu de sacrificio que inspiró a esta aristocracia ante la Revolución y el Imperio tantos rasgos heroicos, flota en la renunciación dolorosa, mortal, de la «Azucena», y la novela, de Balzac al fin, se sitúa así en su momento: la Restauración. La señora de Mortsauf sabe que, además de los deberes generales que impone el matrimonio, tiene otros, enlazados con la clase social a que pertenece, y que la obligan a custodiar el solar de la raza, a preparar el porvenir de la descendencia, a no desdorar ni por un momento la ilustración de la familia. Todo eso le cuesta la felicidad, pero hay que pagar la deuda.

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Domada y enfrenada la pasión, llega un momento, no obstante, en que recobra sus derechos; pero es cuando la «Azucena», marchita por el dolor y la fiebre de unos celos tardíos, atacada de mal que no perdona, dobla su tallo para morir. Una enfermedad cruel ha ido minando su cuerpo, y mientras Félix giraba en el torbellino de París, Enriqueta se extinguía en su residencia campestre. Si otro novelista que no fuese Balzac hubiese contado esta historia, la enfermedad de la «Azucena» sería algún mal de languidez, un poético desmayo. Pero Balzac, a fuer de disector, no perdona el sello de la realidad: la señora de Mortsauf muere de una enfermedad del estómago, que cierra el píloro y la sentencia a perecer de inanición. Y a última hora, cuando Félix, habiendo sabido la inminencia del desenlace, se presenta, es cuando la señora de Mortsauf, en la agonía, deja escapar lo que llevaba oculto en lo más secreto del santuario de su ser; es cuando echa de menos la dicha que no gozó, y sueña con curar para poder disfrutarla, para beberla a grandes sorbos, para embriagarse con ella. Este final, que ha sido muy censurado, no sólo es lo más bello de la novela, sino que es profundamente humano. Para ver en él algo inmoral, hay que tener un criterio mezquino. Una moribunda, que no se alimenta hace tantos días, en su calentura, sueña un momento, y en ese sueño revela lo que tanto tiempo calló y combatió. Este género de lirismo, este triunfo de la pasión, no puede compararse a otros lirismos esencialmente disolventes. La muerte purifica el arrebato, el transporte de la pobre «Azucena».

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Hay una crítica fundada, entre las muchas que se han dirigido a esta novela de Balzac. Recuerda, dicen, en sus primeros capítulos, las Confesiones, de Juan Jacobo; la llegada de Rousseau a casa de madama de Warens. Algo hay de cierto, pero ahí se acaba la semejanza.

Más análogo a las Confesiones pudiera ser el principio de Rojo y Negro, de Stendhal, con la llegada de Julián Sorel a la casa de los señores de Rênal, donde entra como elemento perturbador.

También se han notado en La azucena giros y locuciones impropias, defectos de construcción y lenguaje. A toda la obra de Balzac pudiera alcanzar el reparo. Balzac no cuidaba gran cosa de la perfección. El estilo lo mira como medio de decir lo que quiere, o de insinuarlo con ese calor interior, esa vibración y estremecimiento de vida que es preciso reconocerle. Balzac, no cabe duda, sea por instinto o sea por reflexión y estudio, y lo primero me parece evidente, sabe su idioma tanto como el que más, según afirma Taine; lo sabe desde sus primeros orígenes y verdores y retoñares literarios, y basta abrir los Cuentos de gorja (Contes drôlatiques) para cerciorarse de ello. Pero no se forma un estilo literario por conocer a fondo el idioma, y hay ignorantes de todo elemento gramatical y retórico que son extraordinarios estilistas naturales. Evidentemente, Balzac, aparte de los juegos retozones de los Cuentos, en la labor de la Comedia humana no aspira a hacer estilo, ni aun arte riguroso, sino que, como dijo felizmente Brunetière, el arte de Balzac es su naturaleza y su temperamento de escritor. «Como   —258→   escritor -dice- no es de primer orden; ni siquiera cabe decir que recibió del cielo, al nacer, prendas de estilista, y en este respecto no podemos ni compararle con algunos de sus contemporáneos, como Víctor Hugo y Jorge Sand». El detallado análisis que sigue a este fallo nos muestra a Balzac expresándose frecuentemente en galimatías, corrigiéndose para estropearse más, no escribiendo ni con casticismo, ni con pureza, ni con claridad; pero dado que Balzac no se propone la realización de la belleza, sino la representación de la vida, animando y vivificando, mediante un talismán secreto suyo, todo cuanto ha querido representar, no conviene decir que escribió mal ni bien, sino que escribió como debía. La revolución que hace Balzac en literatura no es de forma, sino de fondo; inferior en lo verbal, su grandeza en lo substancial es la que le ha valido subir tan alto después de su muerte. Y en efecto, yo debo reconocer, a pesar de mi afición invencible a la belleza del estilo, que la vida es un don todavía más rico y precioso, y que los autores sólo admirables por la forma caen en olvido antes que aquellos capaces de insuflar a su obra aliento vital.

Antes que Flaubert realizase el estudio clínico, que es, al mismo tiempo, sátira contra el lirismo individualista, y resumen y cuadro de sus desencantos y degradaciones, Balzac, que en esto y en tantas cosas más caminó delante y señaló la ruta, escribía páginas en las cuales Madama Bovary está en germen. Por este concepto, merecen especial mención novelas suyas que no son de las que más   —259→   se celebran, pero que rebosan verdad. Se titulan: La musa del departamento e Ilusiones perdidas.

En la primera de estas narraciones se contiene el drama obscuro y ridículo de la mujer de lírico temperamento, que vegeta, y se marchita y consume ansiando otro vivir, otras emociones. Madama de Bargeton, heroína de la novela, ha sido deslumbrada y fascinada por la gloria y el renombre de Jorge Sand, y quisiera imitarle, ser reflejo del gran astro. En esto se diferencia la Musa departamental, de Madama Bovary: la Musa aspira nada menos que al genio; Madama Bovary se contentaría con un poco de lujo, de elegancia, de poesía a su alrededor. «Jorge Sand -dice Balzac- ha creado el sandismo, y esta lepra sentimental ha echado a perder a muchas mujeres que, si no tuviesen pretensiones al genio, serían encantadoras». La Musa, aparece queriendo recoger lauros de arte, formarse un nombre ilustre; pero, realmente, lo que sucede es que posee una organización más vibrante que las que la rodean; tiene aspiraciones incompatibles con su situación, y el cuadro de la fatigosa lucha con el ambiente atrasado y vulgar, lo traza Balzac con tal certero pincel, que la impresión de realidad nos sobrecoge a cada instante. El ambiente: de él nace el drama de la Musa, como ha de nacer el de Emma Bovary.

Lo que forma ese ambiente tan repulsivo y peligroso para las almas líricas, es la provincia. Balzac lo deja establecido de un modo definitivo, indiscutible.

«Francia -dice- está dividida, en el siglo XIX, en dos grandes zonas: París y las provincias; las   —260→   provincias envidiando a París, y París no pensando en las provincias sino para sacarles dinero». Ésta división, aun hoy, persiste, o al menos, persistía las últimas veces que he visitado a Francia, y siempre me sorprendió notar el carácter que llamaré doblemente provinciano de las provincias francesas. En España no está tan marcada esta separación. Hay más pueblos, más paletos, pero menos gente rigurosamente provinciana. Y donde mejor ha sabido Balzac observar y dar la impresión fuerte de verdad íntima, es en los estudios de la vida de provincia, y en el análisis de los elementos románticos que la provincia desarrolla y exalta.

Madama Bovary, que no sale ni puede salir de su población, ha visto Flaubert con justeza que tiene que morir, que sucumbir al envilecimiento de sus ensueños y al desorden por ellos introducido en su vida; pero la Musa del departamento, que iba poco a poco enquistándose en el modo de ser provinciano, agravado por la ridiculez de las altas pretensiones que el genio no sanciona, y que se evade de la provincia rompiendo todos los lazos del hogar y de las conveniencias sociales, se cura con el aire de París y con duras lecciones de la realidad, de sus lirismos y de sus antojos de bohemia, y vuelve al hogar y a la familia, a la misma sociedad, que la perdona y recibe en su seno otra vez. Balzac señala el camino recto a la descarriada Musa, por medio de ese elemento tan poderoso, cuya fuerza ya hemos visto que reconoció Madama de Staël en sus novelas Corina y Delfina; la sociedad, que la mujer necesita   —261→   como el aire que respira, especialmente en el país más social del mundo, que es Francia.

El cuadro, pintado de mano maestra, con el relato de las privaciones, de las humillaciones, de los dolores de todo género que sufre la emancipada lírica, constituye, como he dicho, una anticipación de Madama Bovary, la condenación, de otro modo y por distintos móviles, de las ilusiones líricas que también, a pesar suyo, en secreto, alimentaba la Azucena del valle. Tal condenación del lirismo tenía que proceder del gran realista, del que hizo la transformación de la literatura de imaginación en literatura científica. La Musa del Departamento vio la luz en 1844, y Madama Bovary, en 1857. Estas fechas indican bien de dónde procede la mejor obra de Flaubert.

Al lado de La Musa del Departamento, hay que poner la historia de Madama de Bargeton, en Ilusiones perdidas.

Madama de Bargeton es otra intelectual incomprendida. Vive recluida en Angulema, y en aquel círculo, las cualidades y los tesoros del espíritu de la dama, que, como la Musa, pertenece a la aristocracia de provincia, se pierden y agrian, convirtiéndose en manías y amaneramientos. Las ideas se estrechan, la mezquindad es un contagio. Madama de Bargeton cae en el error de explicar en público sus idealismos, de dejar abierta la espita del entusiasmo. Su personalidad lírica la estudia Balzac admirablemente, retratando el desbordamiento de su sensibilidad comprimida, de sus desencantos y tristezas.

Al lado de esta figura de mujer que vive para   —262→   la poesía, como la carmelita para la religión, coloca Balzac la del joven poeta de provincia, niño sublime, a quien empiezan a suponer posible rival de Víctor Hugo. El primer efecto de la gloria, o mejor dicho su primera promesa, es ser recibido en la tertulia de Madama de Bargeton.

En este estudio, como en el de la Musa, el lirismo es vencido por la sociedad. La incomprendida de Angulema, que se pone en camino hacia París en compañía de su poeta, ve, apenas llega a la gran capital y se pone en contacto con su prima, la marquesa de Espard, lo burlesco de su idilio. Y a su vez, el poeta ve en Madama de Bargeton los defectos, las rarezas, las disonancias entre el sueño y la realidad. La desilusión es mutua. La sociedad, el mundo elegante, el dinero, el lujo, han arrancado el brote lírico en las dos almas. Era la provincia la que mantenía el espejismo, la que agrandaba los méritos del poeta, muy relativos, con ese fácil entusiasmo de las localidades, que quieren haber dado cuna a grandes hombres, y que no resiste al juicio más desinteresado de la capital populosa y repleta de celebridades. Y era la provincia la que rodeaba a la dama ni joven ni bella, vestida pretenciosamente y sin inspiración ni talento, de una aureola sugestiva. París, en corto plazo, desdora a los dos enamorados, y una vez más, Balzac escribe sobre el lirismo un juicio amargo, sano, rebosante de verdad.

No contento con perseguir al lirismo en sus escondidas madrigueras provincianas, Balzac quiso condenarlo en la altiva y gloriosa cabeza del mayor propagador del mismo: Jorge Sand. A tal tendencia   —263→   responde la interesante novela, o, por mejor decir, el estudio titulado Beatriz. Beatriz es, como diríamos hoy, una novela con clave. Se transparentan los nombres de Jorge Sand y de la condesa de Agoult, otra literata menos famosa. En cuanto al tipo físico y al carácter, el retrato de Jorge Sand, bastante idealizado, o, mejor dicho, visto con la intensidad casi visionaria de Balzac, no hay quien no lo reconozca. Es admirable la pintura del efecto que produce la señorita Des Touches, en quien el autor representa a Jorge Sand, sobre el fondo, no ya provinciano, sino campesino, del país bretón de Guerande. Los curas quieren subir al púlpito y predicar contra ella, las señoritas legitimistas se persignan al oír su nombre. Se la odia más, por lo mismo que es también noble y bretona y parece su conducta una apostasía.

La señorita Des Touches, que ha hecho célebre su pseudónimo literario, y puesto su yo por encima de las preocupaciones y leyes sociales, no se cuida del terror que en Guerande produce su presencia; pero habiendo conocido a un joven y simpático caballero que reside en un castillo próximo, se prenda de él con pasión entre maternal y amorosa, llena de abnegación y de pureza, y como al sufrir un desencanto, sufre también una crisis de sentimiento religioso, renuncia a su independencia y a su pluma, y entra, sumisa y arrepentida, en un convento.

Ciertamente que este desenlace no está en armonía con la vida de Jorge Sand, que, cuando se arrepintió, no fue para tomar el velo, sino para   —264→   declararse humanitaria; es cierto que entonces renegó de su individualismo; pero la Jorge Sand penitente que nos pinta en la novela, no se parece, poco ni mucho, a la prosélita de Michel de Bourges. De todas suertes, Balzac, en esta narración hizo también campaña antilírica. La monja escribe estas palabras, en una carta dirigida al hombre por cuyo amor se impone expiación tan rigurosa:

«La sociedad no existe sin la religión del deber, y ambos la hemos desconocido, dejándonos llevar de la pasión y de la fantasía. Mi vida ha sido como un largo acceso de egoísmo». Largo acceso de egoísmo son, en efecto, los lirismos de Jorge Sand; y Balzac, al expresarse así, condena, en una frase, la tendencia más general y romántica, con toda la fuerza de su objetividad, de su sentido positivo de historiador, antes que de poeta y novelista.

Para leer a Balzac sirve cualquiera de las buenas ediciones que de él abundan en las librerías. Para estudiarle, recomendaré los Retratos contemporáneos, de Sainte Beuve, y el tomo tercero de las Pláticas del lunes; la Correspondencia de Balzac, tomo XXIV de la Edición de sus Obras completas, París, 1876; los Nuevos ensayos de crítica y de historia, por Taine, y varios artículos y estudios de Zola, Champfleury, Werdet, Lamartine (en su Curso de literatura); el libro de Marcel Barriére, Honorato de Balzac; el de Edmundo Biré, Honorato de Balzac; Laura de Surville, Balzac, su vida y sus obras; Gozlan, Balzac en zapatillas; y si me atreviese, añadiría a esta lista el   —265→   estudio extenso que he consagrado a Balzac en La transición, tomo segundo de mi Literatura francesa contemporánea. Hago observar que aquí hemos visto a Balzac solamente por un aspecto limitado, el que nos podía interesar; y estas indicaciones bibliográficas acaso huelgan, por el momento.



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ArribaAbajo- XVIII -

Jorge Sand. Su biografía; su estancia en España.- El derecho a la pasión contra la sociedad.- El tema del amor en la literatura francesa.- Francia no está ni ha estado en decadencia.- El lirismo exaltado en Jorge Sand.- Bibliografía


Armandina Lucila Aurora Dupin, baronesa de Dudevant (por ahí dicen baronesa Dudevant, pero es galicismo), conocida universalmente por su pseudónimo literario de Jorge Sand, es el escritor en cuya producción puede seguirse, paso a paso, la marcha del romanticismo, y las transformaciones que sufre en los veinte fertilísimos años comprendidos entre 1830 y 1850.

No me detendré mucho en la biografía de Jorge Sand. Aparte de que aquí no voy a estudiar su producción completa, pues sólo trataré de sus novelas líricas, la biografía de Jorge Sand es sobrado conocida y en extremo efectista; es la biografía romántica por excelencia, por lo cual no cabe prescindir de ella enteramente, pero no deben tomarse en cuenta sino dos o tres rasgos esenciales, y conviene cortar el peligro de seguir la tentadora doctrina de Hipólito Taine, cuando sostiene que lo único importante que hay detrás de un libro, es un hombre o una mujer.

Difícil me parece de admitir la teoría de Taine, si suponemos por un momento que el libro es, verbigracia, el Quijote; pues la vida del Manco, aunque llegue a ponerse más en claro y más diáfana   —268→   que un cristal limpio (único caso en que una vida vale como documento), nunca nos inspiraría el mismo interés que la historia de su Hidalgo. Tratándose de Jorge Sand, la vida responde muy exactamente a los libros, o, por mejor decir, los libros reflejan y comentan la vida.

Como Víctor Hugo, recibió Jorge Sand las primeras sugestiones de romanticismo en España, en un viaje que realizaron sus padres, a consecuencia de las guerras napoleónicas. Pudo Jorge Sand alojarse en el palacio del Príncipe de la Paz, y ver a su madre ataviada con traje español, basquiña y mantilla, y sufrió acosos de la retirada, y el hambre, y la sarna, repugnante enfermedad. De su breve estancia en España le quedaron reminiscencias asaz pintorescas, que pueden leerse en sus Memorias, tituladas Historia de mi vida. Tal vez hubo en estos recuerdos de una niña alguna inexactitud, y se me figura que tomó por osos a los árboles, y que confunde las montañas de Asturias con los desfiladeros de Pancorbo; pero la influencia de aquel viaje sobre su imaginación debió de ser muy grande, como lo fue en su destino. El fogoso caballo regalo de Fernando VII, entonces Príncipe de Asturias, mató al padre de Jorge Sand, despidiéndole de la silla. Si analizo la impresión de España sobre la fantasía juvenil de Aurora Dupin, diré que, en ella lo mismo que en sus padres, es de una truculencia romántica, unida a mucho miedo. Las manchas de sangre de un cerdo le parecen a la madre de Jorge Sand, en una venta española, huellas de un asesinato; la ceguera del niño que   —269→   da a luz en Madrid, la atribuye a que el comadrón español aplastó los ojos del recién nacido, exclamando: «Este no verá el sol de España»; y el potro, regalo del Príncipe, lo supusieron destinado a causar el mortal accidente. Lo positivo de todo ello, es que la temprana muerte de su padre truncó el porvenir de la familia Dupin, y recluyó a Jorge Sand en el campo, durante su niñez y su juventud, excepto el tiempo que pasó en un convento para educarse.

Quizá hasta sin la intensa, la dominadora influencia de Rousseau, Jorge Sand hubiese experimentado ese mismo cariño y devoción a la naturaleza, que tantas veces ha demostrado en sus escritos, y sobre todo en bellísimas novelas pastoriles y geórgicas, y también tempranamente regionales.

El claustro la preparó al lirismo, por la crisis mística que sufrió en él; y las huellas de este misticismo, bastardeado y desquiciado, las encontraremos donde menos se pudiera pensar, o mejor dicho, donde, desde Rousseau, suelen aparecer: en las efusiones pasionales. Ya recluida en el campo, y cazando y excursionando, Aurora Dupin empieza a ser la soñadora constante, que reconcentra en sus sueños, en sus balbuceos novelescos, inventando imaginarias historias, la fuerza poética de su temperamento. Casada ya, con el barón de Dudevant, y antes de ser la insurrecta, Aurora Dupin es la «incomprendida» tipo especialísimo del romanticismo femenil, y tipo que, como ya he dicho, abundó en aquella época. Cuando un alma que es o se juzga superior   —270→   languidece en un ambiente estrecho, el de una provincia, como aquellas «musas del departamento y niños prodigiosos», tan magistralmente descritos por Balzac, si el varón puede buscar salida y aire libre, la mujer acaba por enfermar de languidez y de fastidio. El soplo lírico ha afinado su organización, y cuanto la rodea la ahoga en prosa, en materialidad, en vulgaridad -palabra inventada por la Staël-. Jorge Sand capitanea esa legión de beldades pálidas, que alisan con una mano marfileña sus largos bucles, para quienes el marido es el ser grosero y tiránico, y la provincia o la aldea, un destierro entre los Sármatas. La Bovary se liberta con el suicidio: Jorge Sand estuvo a pique de precederla en este camino, antes de emanciparse con la insurrección. Cuando el romanticismo se hallaba en su apogeo, hacia 1831, la baronesa de Dudevant, después de largo período de tedio y desencantos, llega a París, resuelta a trabajar para sostener a su niña pequeña, a quien llevaba consigo.

Antes de dar lo que llamaríamos esta campanada, Jorge Sand había vivido en los mundos del ensueño, lamentando su soledad moral, cultivando el entusiasmo platónico, y resuelta -son sus palabras- a no proceder sino en virtud de una ley superior a la opinión y a la costumbre, dado que ella no pertenecía al gran mundo ni de intención ni de hecho, y estaba exenta de sus influencias y trabas.

No hay que creer lo que los autores de memorias y confidencias dicen de sí propios; pero en esto Jorge Sand no mentía. La explicación del   —271→   episodio de su juventud que le abrió el camino de la celebridad, su traslación a París, es, en efecto, que no concedió nunca importancia a la opinión, que no pertenecía a la sociedad elegante ni de hecho ni de pensamiento. Detrás de Madama de Staël o de la duquesa de Duras, verbigracia, está la sociedad, con la cual no quieren romper de ningún modo; pero la sociedad, a Jorge Sand, la campesina, no la ha preocupado nunca, ni antes ni después de su época de bohemia literaria. Esa fuerte cadena que sujeta a la mujer, la rompió resueltamente, sin que se la ocurriese, durante una larga vida, volver a soldar sus eslabones; y siempre, por cima de la sociedad, puso su yo, su yo romántico. Y por eso, porque ninguna transacción con el mundo encontramos en Jorge Sand, podemos decir que es altamente romántica su biografía, y su insurrección sincera y natural, y más, por lo mismo.

Así entra en París Aurora Dupin, con ideas muy concretas, ella nos dice, respecto de lo abstracto, pero ignorándolo todo de la realidad, sin nociones exactas acerca de cosa alguna -y cumple añadir que jamás las adquirió-. Al salir de Nohant, dejaba allí las cenizas de su primer ensueño sentimental, y, al declarar cómo tal cosa acaeció, empieza ya a mezclar (como de Madama de Krüdener se dijo) a Dios en aquello en que menos le gusta que le mezclen. El galán invisible, temprana ilusión de Jorge Sand, era para ella, según nos dice, el tercer término de su existencia: el primero era nada menos que Dios.

Desde su crisis mística en el convento, donde   —272→   pasó parte de su adolescencia, Jorge Sand tendrá siempre, si no el sentimiento -y, ¿por qué no también el sentimiento, en parte al menos?-, la emotividad mística. La pasión, en ella, está teñida de misticismo, como veremos más adelante.

Reducida a una corta pensión mensual, la futura Jorge Sand, busca trabajo, y lo encuentra difícilmente; halla caros y molestos sus atavíos femeniles, y, habituada a cazar con ropa casi masculina, adopta el hábito de varón, a fin de poder satisfacer su curiosidad intelectual asistiendo a localidades baratas, en el teatro, y pareciendo un estudiantillo de primer año, bajo uno de esos levitones llamados garitas, que no tenían forma.

Y así, con la libertad que da un disfraz, Jorge Sand lo recorrió todo, contempló, como ella dice, el espectáculo de su época, del club al taller, del café a la bohardilla. «Sólo prescindí -nos dice- de los salones, en los cuales no tengo nada que hacer». Así iba tras su destino de libertad moral y de aislamiento poético. El aislamiento, en medio del ruido de París, era una fuerza, y como el René, de Chateaubriand, Jorge Sand se paseaba en el desierto de los hombres.

No fue desierto mucho tiempo. Jorge Sand, al relacionarse con escritores, artistas y bohemios, empezó a darse a conocer, rápidamente, logrando en poco tiempo una fulminante celebridad. Después de una primer novela insignificante, en colaboración con Julio Sandeau, publicó, ya por su cuenta, Indiana, y, por esta obra, hízose al punto famoso su pseudónimo varonil.

Desde este momento, la biografía de Jorge   —273→   Sand está en sus libros, no porque en ellos la refiera puntualmente la agitada historia de su corazón, que en otros documentos puede encontrarse también, sino porque los libros expresan la personalidad de la autora, sin velos y sin equívocos.

El sentimiento lírico es el que ha hecho de Jorge Sand un poeta, un gran poeta, aun cuando no haya versificado nunca. Es el don poético lo que brilla en las ideas y en el estilo de Jorge Sand; y es el idealismo lo que informa su prosa, cuyas cualidades han sido mil veces ensalzadas.

La idealización, fue el programa artístico de su genio. A este propósito, le decía Balzac: «Usted busca al hombre tal debe ser, yo le tomo tal cual es: y créame, los dos tenemos razón. Ambos caminos conducen al mismo fin. A mí también me gustan los seres excepcionales, y soy uno de ellos. Además, los seres excepcionales son necesarios para hacer resaltar a los vulgares, y nunca los sacrifico sin necesidad. La diferencia, es que esos seres vulgares a mí me interesan más que a usted. Yo los agrando, yo los idealizo en sentido inverso, en su fealdad o necedad. A sus deformidades, les doy proporciones aterradoras o grotescas. Usted no puede: para usted hacerlo sería una pesadilla. Idealice usted en lo bonito o en lo bello: es labor de mujer».

La teoría de Jorge Sand sobre el amor es el colmo de esa idealización de que hablaba Balzac; es el refinamiento quintaesenciado de la función y de la atracción natural, que, no siendo más que natural, parece a Jorge Sand insufrible e innoble. Para tales fines, entiende Jorge Sand que no basta   —274→   ser dos; que hace falta una triada: un hombre, una mujer, y Dios en ellos. Abrevio la referencia, porque es muy escabrosa, y en este y en otros particulares concernientes a la misma tesis, paso como sobre ascuas.

Brunetière, que ha visto en Jorge Sand simbolizado el idealismo, nos dice: «Como Musset y como Hugo, lo que canta Jorge Sand es el triunfo de la pasión: entiéndase, para el individuo, el derecho a oponerse, en nombre de la pasión, él sólo, a la sociedad entera. Sus personajes son criaturas excepcionales, a quienes la pasión revela tal excepcionalidad; son elegidos, no se sabe de qué oculto Dios; es decir, son seres sobrehumanos, que tienen el derecho de situarse por cima de las leyes que les estorban». De aquí la apoteosis del amor, como forma de la conciencia individual, superior a todo. El amor para Jorge Sand, es de esencia divina; independiente de la voluntad humana, viene de lo alto; cuantas consideraciones puedan oponérsele, serían vanas. La aproximación de los que se aman, es un decreto de la Providencia; lo malo es que ese orden admirable de la naturaleza, lo han echado a perder los humanos, con la sociedad. Por eso, Jorge Sand en su idolatría del individuo, somete la regla a la excepción, la sociedad al individuo, y a determinado y escaso número de individuos sublimes. Y así, en Jorge Sand, tocamos con el dedo más de bulto que en ningún autor romántico, la inmoralidad intrínseca del lirismo individualista y lo perturbador de su dogma.

Desplómese la sociedad; caigan por tierra las   —275→   instituciones, sacudidas, como las columnas del templo filisteo, por un solo hombre, o mujer, para aplastar a miles de personas; húndase el mundo y sálvese la pasión -tal es la fe y las doctrinas de Jorge Sand. Y la reclusa de Nohant, embriagada de aire libre, escribe, en efecto, novelas muy inmorales; pero no según entiende la gente esta palabra, por lo incentivo y libre de la descripción, sino con otro género de inmoralidad, que llamaré filosófica, puesto que envuelve una construcción sistemática de pensamiento.

Este propósito de glorificar el sentimiento, de santificar hasta sus extravíos, Jorge Sand lo confiesa paladinamente: «Hay que idealizar el amor -nos dice- y prestarle sin recelo todas las energías a que aspira nuestro ser, todos los dolores que padecemos. No hay que envilecerlo nunca entregándolo al azar de las contingencias; es preciso que muera en tiempo, y no debemos recelar atribuirle una importancia excepcional en la vida, acciones que vayan más allá de lo vulgar, hechizos y torturas que sobrepujan a lo humano».

Es indiscutible, y a no serlo lo hubiese eliminado, tomar en cuenta este elemento pasional, tan de manifiesto, no sólo en las obras de Jorge Sand, sino en otras de insignes maestros del período romántico. De tal desastre sólo nos librará el realismo objetivo, y los dogmas de la impasibilidad y de la serenidad artística. En la época que estoy reseñando, la pasión es la musa inspiradora. Hay, pues, que hablar de todo ello, sin hipócritas repulgos, procurando hacerlo en forma compatible con la dignidad del historiador y del crítico.

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Realizando el conde León Tolstoi un examen de las obras de Guido de Maupassant, observa que los novelistas franceses de este siglo no ven más objeto para la vida que el amor. Aun cuando hecha a propósito del más objetivo de los escritores, la observación no carece de exactitud: de cien novelas francesas, ochenta por lo menos dan vueltas al mismo asunto que Jorge Sand declaraba ser el único poético e interesante. Y si la observación del amor y de sus derivaciones más o menos híbridas, morbosas y decadentes, ha producido una cosecha en doble, de obras de tercera y cuarta clase, también, por los caminos del lirismo, ha rendido frutos de sabor quizá amargo, pero de admirable esencia.

Por muy olvidadas que hoy estén, de éstas fueron las primeras novelas de Jorge Sand; y en ellas, si quisiéramos aislar lo pasional de lo artístico, tendríamos que realizar una labor semejante a la que fue preciso hacer en el sepulcro de Tristán e Iseo, para desenredar las ramas de los rosales que se enlazaban estrecha y fortísimamente. Débese -si puede decirse así- a Jorge Sand la persistencia de esta forma del lirismo en las letras francesas. Sólo que, para ser tolerable tal género de lirismo, tiene que ser muy grande y singular la personalidad. No es dado a cualquier narrador, cualquier rimador, querer interesarnos con su historia pasional.

Un biógrafo de Jorge Sand, Caro, cita a este propósito las ideas de Carlyle. El filósofo inglés, a pesar de su individualismo, censura en el novelista Thackeray, que representa el amor a estilo   —277→   francés, como algo que abarca toda la existencia, y que forma su interés mayor, siendo así que, al contrario, «la cosa llamada amor» (palabras textuales), sólo comprende corto número de años de la vida humana, y aun en esta fracción insignificante de tiempo, no es sino uno de los objetos de que el hombre tiene que ocuparse, entre una multitud de fines infinitamente más importantes que este. Y Carlyle añade que todo el asunto del amor es una futilidad tan miserable, que en épocas heroicas nadie se tomaría el trabajo de pensar en él, y menos de comentarlo.

Sin ir tan lejos como Carlyle, y reconociendo que sobran ejemplos de la importancia de esa futilidad en las épocas más heroicas, también es preciso convenir en que el tema ha sido demasiado explotado por el arte literario francés, y que, por la necesidad de decir aquello que no se había dicho antes, se han ideado cosas bien malsanas, violentas, crudas, feas, afectadas y repulsivas, que por su número han dando un tinte general ultraerótico a esa literatura, al menos a gran parte de ella. Por desgracia para nuestras razas, impropiamente llamadas latinas, las diversas formas de la vida sexual han preocupado más de lo debido, y han ocupado en la vida del hombre más años aun de los que supone Carlyle. Y es una causa de decadencia, física y moral a un mismo tiempo.

Los pueblos se reblandecen de la médula, no diré que por culpa de su arte, pero sí cuando este arte fomenta las tendencias nocivas de la raza.

Sin embargo, no exageremos, ni los peligros de la literatura, ni la decadencia de esta raza, tomando   —278→   la palabra en un sentido amplísimo, y nada científico, sino adaptado al lenguaje corriente. Ha sido un lugar común y una preocupación fundada en apariencias e indicios que era preciso examinar despacio para no dejarse dominar por ellos, la idea de la decadencia, corrupción, bizantinismo y podredumbre de Francia. Yo nunca me avine a tal idea, y en mis libros de viajes y en mis cuentos la combatí, habiendo observado que en Francia el fondo era muy distinto de la superficie, y que la superficie se modifica fácilmente, cuando llegan circunstancias excepcionales.

Tal corrupción y tal bizantinismo estaba hecho en gran parte de curiosidades extranjeras, de algo industrial que se fundaba en nuestra bobería, en nuestra inocente persuasión de que íbamos a ver en Francia refinamientos de vicio, exaltaciones de goce, no verdades en las cosas más viejas del mundo, que son las sexuales. Lo que se veía en Francia, mirándola con ojos desapasionados, era un intenso esfuerzo de trabajo, industrial, agrícola, artístico, científico; una lucha casi incesante por reponerse de heridas y desfallecimientos; un esfuerzo profundamente patriótico, cuyos resultados tocamos hoy, ante la conducta admirable de ese gran pueblo, el que mejor tal vez sabe afrontar los campos de batalla y las trincheras espantosas. Perdonéseme esta efusión, pues no es de hoy, ni aun de ayer, mi afecto hacia Francia, sin el cual y sáquese en consecuencia de esta que parece digresión, el convencimiento de que hay que reflexionar mucho antes de emitir apreciaciones generales, como la de la decadencia por el erotismo literario.   —279→   Ni el fenómeno fue tan general, al menos en las obras maestras, ni llegó a las carnes vivas y a las entrañas de la nación.

Y es de justicia añadir que Jorge Sand, en ningún tiempo, y con todas las exaltaciones líricas de su primera manera, rindió tributo a ese modo de ser que con razón se ha echado en cara a tantas manifestaciones literarias, posteriores en general al romanticismo. No trató de aberraciones, de deformidades, de gangrenas del instinto sexual: sus novelas, en tal respecto, merecen una mención respetuosa. A pesar de las comprometedoras apariencias, Jorge Sand era en todo normal y sana. Este es un rasgo de su psicología que han reconocido unánimes los críticos franceses, viendo en la autora de Lelia una organización, no sólo exenta de perversiones, sino plenamente condicionada para las funciones de su sexo, las más propias y sencillamente femeniles: el amor y la maternidad.

En sus novelas, que tan perturbadoras se juzgaron, resalta bien el rasgo de la normalidad y de la repugnancia a los desórdenes morales: hasta resalta con exageraciones de idealismo intransigente.

Jorge Sand, mejor que novelista ni poeta alguno, da la nota más aguda del lirismo, y lo encarna y lo expresa, con sinceridad no igualada. El estudio de sus primeras novelas confirma esta aseveración.

Para la bibliografía de Jorge Sand, a más de las colecciones de sus obras completas, que se acercan a los cien volúmenes, pueden citarse las obras siguientes: Caro, Jorge Sand (1887); Faguet,   —280→   El siglo XIX; Amic, Mis recuerdos; Mariéton, Jorge Sand y Alfredo de Musset (París, 1897); Rocheblave, Cartas de Jorge Sand a Musset y a Sainte Beuve (París, 1897) y Jorge Sand y su hija (1906); W. Karénine, Jorge Sand (tres volúmenes, 1899-1901); Doumic, Jorge Sand (1909).