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El lugar de las novelistas en la historia de la novela

Ignacio Soldevila Durante





En mi obra La novela desde 19361 dediqué unas líneas a esta cuestión la primera vez que, al tratar de una generación literaria, me enfrenté a la costumbre, frecuente entre los historiadores de la literatura, de hacer un apartado con la producción literaria de mujeres. A tenor de mi poco conocimiento del problema, pero impulsado por mi repugnancia frente a los entendidos y sobreentendidos que parecían regir esa separación en las historias de la literatura escritas siempre por hombres, decidí romper con lo que yo veía simplemente como una discriminación, integrando a las obras de las escritoras en los conjuntos generacionales, sin discriminación de sexos. Para defender dicha integración, afirmaba que «nada en cuanto a las estructuras de composición, la temática o el lenguaje permite distinguir entre las novelas escritas por hombres o por mujeres». Y en la cuestión del protagonismo de los personajes, creí detectar una predilección de las novelistas por acordarlo a personajes femeninos, «por una tendencia natural a la identificación con una problemática propia de la mujer como ente biológicamente marcado y socialmente discriminado». Pero a pesar de suponer dicha predilección e intentar explicar sus motivos, me permitía apostillar que «nada excluye que el interés por un personaje femenino lleve a un novelista a asumir su punto de vista (y viceversa), que sólo verá en la inevitable distanciación un desafío complementario a su imaginación y su capacidad de ponerse en el lugar del otro» [sexo, sobreentendía] (pág. 74). Casi diez años después, y con motivo de una reseña al libro de Janet Pérez Contemporary Women Writers of Spain2, volví sobre esta percepción del tema para replantear la cuestión de principio y considerar el tipo de estudio dedicado exclusivamente a la producción literaria de mujeres como un instrumento de doble filo: si por un lado intentaba con toda justicia restablecer un equilibrio valorativo y de interés entre la producción literaria de hombres y la de mujeres, que los manuales al uso conculcaban sistemáticamente al prestar un interés menor o relegar al olvido la producción de las mujeres, por otro podía contribuir a mantener en un ghetto ambiguamente protector/devaluador a esta «minoría» discriminada. Pero esta vez, en lugar de pronunciarme claramente por la imposibilidad de distinguir entre la literatura de mujeres y la de hombres, lo hice ya en forma interrogativa indirecta, al preguntarme si, en general, existe una diferencia cualitativa entre la producción cultural realizada por mujeres y la realizada por hombres, que nos permitiera, frente a un producto anónimo, dilucidar si es obra de hombre o de mujer, y si existía un test o una batería de tests objetivos que nos permitieran llegar a tales conclusiones frente a un proyecto arquitectónico, una escultura, un cuadro, una partitura musical. O, dentro del ámbito de la textualidad lingüística, un tratado filosófico, una historia de la literatura, un ensayo, una novela, una obra de teatro, un poema, cuestiones a las que la Dra. Pérez no parecía responder, salvo en la cuestión temática: «Thematically they were more innovative, incorporating a broad spectrum of social, academic, philosophical, and psychological problems, spiritual and ecological concerns, psychosexual disturbances, and denunciation of the feminine lot» (1988: 198).

De toda evidencia, si los temas mencionados por Pérez no son exclusivos de las escritoras, ni la postura ideológica lo es, sólo estadísticamente podría hallarse una disparidad entre los corpora respectivos, ya que, posiblemente, y por lo menos hasta 1975, las mujeres han manifestado más interés y tratado con más frecuencia dichos temas, y su actitud ideológica será, suponemos, mayoritariamente feminista (tanto hard como soft core). Diferencias, pues, reducidas a lo cuantitativo.

Un segundo aspecto al que se refería Janet Pérez, y que identificaría la escritura femenina frente a la masculina, sería de tipo psicológico, y para ella, relacionado con lo arquetípico. En su estudio de Saturnal, obra de Rosa Chacel, la autora hablaba del intento de la vallisoletana para aislar la esencia de la psicología femenina -no la fisiología- es decir, lo que hace de la psique femenina algo distinto, peculiar -y que sería, a un nivel profundo y ancestral, el miedo a la violación. Pero este aspecto psicocrítico no aparecía explotado en el estudio de las novelistas por parte de la profesora Pérez, lo que me llevaba a concluir: «Sólo pues, desde una perspectiva sociológica cabría distinguir entre la obra de las escritoras y la de los escritores, en la medida en que las mujeres dedican su interés predilecto a los problemas que afectan más directamente a la condición femenina». Conclusión a todas luces precipitada y fundada en la ignorancia de lo que se venía haciendo en la investigación especializada. Y seguía viendo la cuestión fundamental reducida a reivindicar el valor de las obras escritas por mujeres y, por consiguiente, el papel de las escritoras en la historia de nuestra literatura, dentro de la cual habían sido tradicionalmente discriminadas3.

Volviendo luego a lo que consideraba una cuestión fundamental, me preguntaba si se hacía realmente el mayor favor posible a las escritoras publicando monografías sobre su obra, o incrementando en los estudios globales el porcentaje respectivo de la atención a ellas dedicadas. Y creía -y sigo creyendo- ver en ello un gesto de estricta justicia compensatoria, ya que debido a las condiciones reales en que la mujer ha vivido hasta el fin del franquismo, y con la honrosa excepción de los breves años de gobierno democrático entre 1931 y 1939, hacer un recuento de los catálogos de la biblioteca nacional en dos apartados: hombres y mujeres, daría como resultado un porcentaje más o menos equivalente al 10 % de mujeres escritoras. Cifra que no puede considerarse sin un examen de las condiciones reales de producción, que establecía (lo pongo piadosamente en tiempo pasado) toda clase de barreras frente a las vocaciones femeninas, muchas de las cuales no lograrían pasar de la etapa del manuscrito, o verían su vocación truncada por la tiranía social en la que, hay que insistir enérgicamente, no fueron hombres exclusivamente los fautores inmediatos de la misma. Que sepamos, salvo las excepciones de rigor, la idea del predominio y supremacía social del hombre sobre la mujer nos fue transmitida a los españoles en primer lugar por nuestras madres y abuelas, a las que hoy podría calificarse de «esclavas felices», y si algunos la superamos durante los años anteriores a 1976 fue por el desvío de nuestra mirada (hablo de una juventud universitaria de ambos sexos) hacia otros países y otros modelos de convivencia social.



La literatura como institución ha estado siempre dominada por factores no estéticos, y, fundamentalmente, por el negocio editorial, cuyo interés en la producción está fundado en criterios comerciales, cada vez más abiertamente manifiestos, si no en las proclamas, sí en los comportamientos. Una de las primeras cuestiones que instintivamente se plantea el editor es la del público al que va dirigido, y por ahí entramos a la vía real de la precaria condición de las mujeres escritoras, víctimas indirectas de la situación tradicional de la mujer en la sociedad, a la que no se le consentía más lectura (si alcanzaba el nivel de alfabetización suficiente para ello) que la de libros piadosos, y se las ridiculizaba si excepcionalmente aspiraban a una cultura literaria profana. Sólo con el Romanticismo -en la medida en que éste penetró en algunas regiones y capas sociales de España- empieza a configurarse la existencia de un reducido grupo de mujeres lectoras dentro de las clases en las que la presencia del servicio doméstico les consentía tiempo para su ilustración4. Pero es evidente que los editores han favorecido tradicionalmente un tipo de literatura orientado exclusivamente a las familias y a las mujeres al margen del dedicado, por tradición, al público lector masculino, y producido por hombres. De ahí los seudónimos masculinos, a los que no recurrieron al escribir libros piadosos, libros de educación familiar, e incluso poesía lírica profana, que, por su carácter intimista y su aparente falta de trascendencia en los asuntos «serios» de la vida social, se había admitido tradicionalmente como aceptable, si no propia de mujeres. Con el consiguiente problema para los hombres que, dedicados a tal género, podían ser coronados fácilmente con los mismos adjetivos con que tradicionalmente se identifica la condición femenina. Por otra parte, y ya entrado este siglo, se desarrolla ese tipo de literatura de ficción dedicado que hoy identificamos por el título de una de las más afortunadas y antiguas colecciones, como «novela rosa». En tal género las mujeres dominan mayoritariamente como autoras. Ese tipo de narrativa, dedicado a alimentar y a fomentar los fantasmas más habituales y específicos de la mujer española en la sociedad burguesa, y a mantenerla en su estado de «menor» y de sometida a la autoridad masculina (padre, hermano, esposo, cura, etc.) solo sufrió un breve momento de eclipse -muy significativo- durante los años de la segunda República y, especialmente, durante la guerra civil en la zona republicana, mientras que en la franquista se mantenía, vigorizándose los tradicionales mitologemas sobre los que está constituida Y en la medida en que la situación social de la democracia postfranquista responde a un nuevo estado de cosas, dicha literatura «rosa» debería de estar en estos momentos en situación de retroceso notable, aunque progresivamente y por estratos. La valoración estética que de dicha producción se hizo siempre en los medios críticos es sabida, pero sólo los estudiosos del fenómeno literario desde una perspectiva sociológica han ido más allá del juicio despectivo que, por tantas razones, merece esa rama de la llamada «subliteratura». Y, por otra parte, cabría aquí darle la vuelta al argumento antes utilizado para poner en entredicho la distinción fundamental entre literatura producida por hombres y por mujeres. Porque si es cierto que las mujeres han sido las que tradicionalmente han dominado en este campo de la «novela rosa», no es menos cierto que los pocos hombres que a ella se han dedicado lo han hecho con una misma poética y pareja ideología, de modo que resultaría, desde tal punto de vista, imposible distinguir entre una novela de Concha Linares Becerra y otra de Rafael Pérez y Pérez. Y, aunque no disponemos de datos al respecto, no sería improbable que algún autor de dicho tipo de novela se haya sentido impulsado a publicar bajo seudónimo femenino, por las mismas razones socio-literarias que llevaron a Böhl von Faber, o a Caterina Albert en la literatura catalana, a usarlos masculinos.

No creemos que el eclipse de la novela rosa durante la guerra se produjese por decreto o imposición, por ejemplo, de la extrema izquierda anarquista o comunista, ni que en la zona nacionalista se intensificara por incitación, por ejemplo, de la Sección Femenina de la Falange, cuya actitud frente a la condición social de la mujer, por cierto, no examina Janet Pérez en su libro, y que sin duda le hubiera suministrado muy curiosos y a menudo contradictorios datos sobre el tema. En ambos casos, son las condiciones mismas del mercado editorial las que explican sus diferentes y opuestos avatares. Y con esto volvemos al punto antes iniciado, a saber, lo que más conveniente sea para la necesaria reivindicación del rol de la mujer dentro de la institución literaria, no sólo en lo que a su evaluación retrospectiva se refiere, sino sobre todo de cara a un futuro más justo y favorable a su plena expansión, en auténtica igualdad con el hombre. Y que no nos parece que sea, salvo todos los respetos debidos a sus buenas intenciones, este tipo de publicación en la que se estudian exclusivamente las autoras y las obras por ellas producidas. Esto, a contrapelo, puede contribuir a mantener un estado de hecho propio de las minorías discriminadas de todo género, sean éstas raciales o de otro tipo5. Es un cambio en las condiciones reales de existencia de las mujeres, a nivel de legislación, de derechos y de puesta en práctica de dicha legislación y un cambio igualmente profundo en el sistema de transmisión de los valores a todos los niveles, empezando por el de la educación materna de sus vástagos, el que logrará, a la larga, que el acceso a las instituciones sociales incluyendo, por descontado, la literaria, se realice en igualdad de condiciones y de fuerzas.

Pero cuando se examina la situación marginal en que la institución literaria ha venido a hoy, es evidente que lo realmente importante es el acceso de la mujer a las instituciones centrales del poder real, con lo que su situación en las instituciones periféricas se daría automáticamente y por añadidura6. Entretanto, todos los esfuerzos por revalorizar a la mujer en la literatura es, aunque laudable, labor secundaria, aunque no menos necesaria en su modesto territorio. Es más, en estos momentos en que la marginación de la literatura (incluso dentro del circuito escolar) es un hecho consumado en el conjunto de las instituciones culturales, resulta casi irrisorio que nos esforcemos tanto en dar en él a la mujer una posición igual a la del hombre, sin que un esfuerzo igual se realice para situar de nuevo a la literatura en la posición que tuvo en otros tiempos dentro de la sociedad. Esfuerzo tan a contrapelo y a contracorriente de la historia contemporánea que en los momentos de mayor pesimismo nos parece totalmente inútil. En cambio, todos los esfuerzos deberían concentrarse en la participación de la mujer en la institución cultural que conserva un rol realmente primordial en el funcionamiento de las sociedades contemporáneas: hemos nombrado la prensa y, muy sobre todo, la televisión. Y, hecho altamente significativo, el puesto de mando en el monopolio televisivo del estado español lo ha detentado con éxito en años recientes una mujer, a la que se forzó a dimitir por razones ajenas a su eficacia como directora del ente, y a pocos meses de su partida, ya se le estaba reconociendo su eficaz labor por parte de los medios mismos de la izquierda progresista en que más se le atacó, y echándosela de menos7. ¿Es imaginable, en una institución tan tradicional y periférica como la Real Academia Española, que se propusiera siquiera a una mujer como directora, cuando sólo recientemente y a regañadientes, se le ha reconocido el derecho a formar parte minoritaria de ella? Ni es imaginable ni importa gran cosa, a nuestro entender, que así sea. El dominio del centro hace inútiles las escaramuzas por la conquista de una periferia que caería como fruto sometido cuando la conquista del centro se realizase. En esa conquista de un puesto de igual a igual por el dominio del centro, a condición de que les interese, y crean que puede contribuir a una auténtica revolución social, pueden contar las mujeres con la solidaridad auténtica y la colaboración de los hombres con sentido de la justicia y visión del futuro. En lo demás, conviene sobre todo que se les incite a ver el carácter pírrico de estas pequeñas conquistas en las que el esfuerzo se disemina y nada fundamental se consigue.

Pero dentro de los movimientos reivindicadores estimulados por las organizaciones feministas en nuestro mundo occidental se ha intentado hilar más fino, partiendo de una loable actitud de lo que podríamos llamar, y se llama en otros colectivos, «discriminación positiva». Por un lado, se han fomentado, dentro de las universidades -conocemos sobre todo el auge alcanzado en los Estados Unidos-, la creación de unidades de investigación y de enseñanza de lo que se ha convenido en llamar «estudios femeninos». Una primera fase de la crítica femenina ha consistido en detectar y poner de relieve en el corpus de la literatura existente, escrita por hombres o por mujeres, todos los estereotipos y manifestaciones a todos los niveles textuales y contextúales de la situación discriminada de la mujer no sólo como objeto sino como sujeto de la creación literaria. Cuando se analizaba la literatura de mujeres, se intentaba, igualmente, detectar las actitudes nacidas de las vivencias propias de las mujeres en sociedades específicamente estructuradas en lo que se refiere al estatuto y a las funciones sociales atribuidas a ellas, estatuto y funciones que, sí se puede suponer que se originan en la voluntad del sexo «dominante», no es menos cierto que han sido transmitidas y vehiculadas de generación en generación con la cooperación de las que, en términos poco halagadores, ya hemos llamado las «esclavas felices». Positivando estas actitudes primeras de tipo negativo y fiscalizador, se pasó a reivindicar y valorizar la contribución de las mujeres a la cultura contemporánea en su totalidad y, por consiguiente a la literatura. Es notable, por limitarnos a nuestro campo, el número y la calidad de las obras individuales o colectivas que estudian exclusivamente las obras narrativas de las escritoras españolas o hispanoamericanas8. Paralelamente, numerosísimos estudios teóricos han empezado a dar un paso más allá, y han buscado poner de relieve la diferencia exclusiva e identificadora: ciertas peculiaridades exclusivas de la literatura femenina, o escrita por mujeres. Vista desde esta perspectiva, recupera todo su valor la tendencia a reunir en capítulo, estudio o monografía aparte a las novelistas o a las escritoras, que me parecía, en los estudios y manuales producidos por hombres, un desesperante recurso a la facilidad, cuando no manifestación apenas encubierta de condescendencia, salvo si se trataba, como estamos intentando hacer aquí y ahora, de examinar la situación de la mujer como escritora, y la posibilidad de descubrir una peculiaridad distintiva y exclusiva de la literatura de mujeres9. Que sepamos, a contrario, a nadie se le ha ocurrido hacerlo con los novelistas masculinos, prueba sin duda abrumadora de que el campo literario ha sido considerado desde siempre como territorio natural del hombre, en el que la presencia de la mujer tenía un carácter de excepcionalidad confirmador de la regla10.

Las peculiaridades de la escritura femenina -cuya investigación propone Elain Showalter llamar la ginocrítica- se buscan a diversos niveles, partiendo de diversos presupuestos: biológicos, lingüísticos, psicoanalíticos y de antropología cultural11. Y por supuesto, parece lícito buscarlos no sólo en la escritura creativa de primer grado -los géneros normalmente calificados como de ficción- sino la de segundo grado o metaliteratura, en la que me parece autorizable incluir la crítica, el ensayo y la historiografía de la literatura. Desde el primero de los presupuestos, es decir, el biológico, la búsqueda de la peculiaridad está inspirada en la más indiscutible -o la menos discutida- de las diferencias, y busca en los textos la revelación de las mismas a través de los diferentes niveles de análisis, desde el más evidente -el temático- hasta el más sutil -el estilístico- buscando lo que de la corporeidad femenina es capaz de revelar y ocultar la escritura de mujeres. En ese sentido, se ha criticado particularmente el mimetismo discipular de las escritoras al dictado de los «padres blancos», es decir, a la tradición escrituraria establecida y dominada por los hombres, y muy especialmente, por ser la más dolorosa, la de determinados sectores de la misma crítica feminista, que parece escribir desde un espacio ajeno a su propia corporeidad. Pero también se ha señalado el peligro latente en este tipo de búsqueda de la diferencia, ya que precisamente en esa distinción biológica parecen estar fundados todos los principios de la discriminación y la dominación masculina. En palabras de Elain Showalter [traduzco]:

«El estudio de la figuración fundada en lo biológico de la escritura de las mujeres es útil e importante a condición de que se comprenda que no sólo los factores anatómicos están involucrados en ella. Las ideas acerca del cuerpo son fundamentales para entender cómo las mujeres conceptualizan su situación en la sociedad; pero no puede haber una expresión de lo corporal sin la mediación de estructuras lingüísticas, sociales y literarias. La diferencia de la práctica literaria de la mujer, por consiguiente, hay que buscarla, en términos de [Nancy K.] Miller "en el cuerpo de su escritura y no en la escritura de su cuerpo"»12.



A este propósito, y al término de mi artículo-reseña sobre el libro de Janet Pérez, me permitía una observación, que me parece todavía pertinente. Cabría, de hecho, a la luz de la ciencia genética, preguntarse si sigue teniendo sentido la arraigada visión binaria de los sexos, como la vehicula el léxico desde tiempos inmemoriales, y particularmente, a nivel del problema que aquí nos planteamos, a saber la distinción entre literatura femenina y literatura masculina, más que literatura producida por hombres o por mujeres. Si las mujeres constituyen una minoría tradicionalmente discriminada, ¿qué no se podría decir de las otras minorías estigmatizadas por peculiaridades psicosomáticas y sus comportamientos sexuales, desprotegidas hasta muy recientemente en los países más avanzados en el respeto de los derechos humanos? ¿No sería mucho más científico y fecundo para un estudio de las relaciones entre sexualidad y escritura, considerar la feminidad y la masculinidad «puras» como dos polos teóricos entre los cuales se extendería toda la gama combinatoria de los códigos genéticos individuales, con todas sus consecuencias sobre el comportamiento a todos los niveles existenciales? Mientras se mantenga esa visión precientífica de nuestra identidad biológica, se mantendrán los prejuicios y las desigualdades por un lado, y por otro no se acertarán a ver las similitudes, por ejemplo, al nivel de la creatividad13. Y nadie puede afirmar rotundamente que, en tiempos pasados o futuros, la discriminación fundada en el binarismo sexual no se haya ejercido o se vaya a ejercer sobre «los hombres», en lugar de sobre las «mujeres». Si por alguna parte se puede empezar a reflexionar científicamente sobre la cuestión dentro de nuestras sociedades, ¿no es precisamente dentro del ámbito de las instituciones culturales?

Desde el segundo punto de acercamiento, el lingüístico, y siempre de acuerdo con Showalter, la búsqueda de la diferencia en el uso del lenguaje, cuyas estructuras serían fundacionalmente masculinas y, por consiguiente, lo femenino de su uso habría sido, de un lado, la imposición del silencio, es decir, la prohibición del uso público del lenguaje, y, posteriormente, la prohibición de uso de determinadas zonas de lenguaje, y ya dentro del ámbito de la literatura, la reclusión del discurso femenino en el espacio lírico. La revolución feminista ha consistido, pues, en las últimas décadas, en la destabuización de todos los territorios del lenguaje para su uso público, y en lo literario, la creciente penetración de todos los géneros de ficción y metaliterarios, proceso éste último que se ha ido produciendo cuando menos desde el Romanticismo y de forma menos revolucionaria que la observada en el uso público del lenguaje, que en nuestro país se produce prácticamente a raíz del proceso de democratización de la sociedad civil y del consiguiente desprestigio de la autoridad religiosa, visto como último baluarte del mantenimiento de esas zonas tabúes14. Otro aspecto de la cuestión lingüística es la búsqueda de las peculiaridades femeninas del uso lingüístico, considerado más bien como un proyecto para el futuro que como una realización detectable en la obra literaria de las escritoras del pasado, salvo excepcionalmente. Se plantea aquí al feminismo una alternativa: o se persigue la utopía de un lenguaje exclusivamente femenino, en la línea del mito de las Amazonas, con todos los peligros que ello implica en una sociedad mixta, o se busca hacer la revolución lingüística desde dentro, aceptando el desafío de la transformación de un lenguaje marcado por el sexismo masculino dominante. Opción por la que, dentro de la hipótesis de la permanencia de la humanidad en sociedades mixtas convivenciales, parece más razonable apostar. Al contrario, la apuesta por sexolectos distintos es la mejor vía de encaminarse a un futuro de sociedades unisexuales en difícil convivencia espacio-temporal. En este sentido, me parece impecable la propuesta de Showalter, que sigue la línea trazada por Virginia Woolf en unas notas hechas públicas en 1977, y según la cual [traduzco]:

«Mejor que limitar el radio de acción lingüístico de las mujeres, debemos luchar por abrirlo y extenderlo. Los vacíos del discurso, las zonas en blanco, las lagunas y los silencios no son los espacios en los que la conciencia de la mujer se revela sino las rejas de la "casa-prisión del lenguaje". La literatura de mujeres sigue estando acosada por los fantasmas de la represión del lenguaje, y hasta que no exorcicemos a esos fantasmas no podrá haber en el lenguaje en dónde fundar nuestra teoría de la diferencia»15.



Hay otro aspecto de la peculiaridad lingüística femenina que parece haber escapado a la atención de los estudios feministas, aunque es probable que haya ahí una laguna en nuestra información, pero que, de ser cierta, sería el resultado de estar toda la investigación centrada en la literatura bajo su forma escrita, con abstracción de la oral en la que, precisamente, tantas peculiaridades ocultas en la abstracción de la escritura se revelan esplendorosamente. En este dominio, parece que es el género lírico aquel en que más y mejor se manifestarían esas peculiaridades, por lo que en nuestra zona de investigación quedarían relegadas a los limitados sectores de la narrativa oral16. La repercusión de estos nuevos acercamientos en lo literario sería, a nivel temático, según Showalter, el interés por la relación madre-hija como fuente de la creatividad femenina, la investigación de la amistad femenina en la novela de mujeres, y a nivel institucional, la importancia de estos aspectos en la relación entre las escritoras. Dentro de nuestra literatura actual, veo inmediatamente un ejemplo claro de las posibilidades de esta línea de investigación al pensar en la obra reciente de Carmen Martín Gaite (de Nubosidad variable a esta parte) y de su compañera generacional y de grupo Josefina Aldecoa.

Abordando ahora el tercero de los presupuestos, el de la perspectiva psicocrítica, con particular recurso a las teorías psicoanalíticas desde Freud a esta parte, parece evidente, como subraya Showalter, que abarca, a la vez, los dos presupuestos y perspectivas previas, poniéndolos al servicio de sus teorías, pero también potenciándolos sinérgicamente. Sean o no aceptadas y universalizables las ideas del psicoanálisis acerca de la castración (o ausencia de falo) y, su repercusión a nivel de la institución literaria, por la ansiedad frente a unas carencias comparativas con respecto a los hombres-escritores (falta de tradición, inferioridad de formación, prejuicios sociales, etc.) no sólo a la hora de asumir y realizar una vocación de escritura, sino a la de buscar esa entidad ausente e imaginable para la que se escribe, lo cierto es que el movimiento feminista hace cada vez más histórico y menos actual el peso y, consiguientemente, el efecto lastrador de esas vivencias femeninas. Por otra parte, subraya alentadoramente Showalter, haciéndose eco de las investigaciones de Nancy Chodorow, que, de ser ciertas las teorías de Harold Bloom acerca de la importancia del modelo edípico, que hace de la historia de la literatura un conflicto entre padres e hijos (por lo que quedarían las escritoras automáticamente en posición de desplazadas, desheredadas y excluidas) no es menos cierto que existe una fase pre-edípica, en la que es precisamente el fenómeno contrario el que se produce, en la medida en que es la madre la que se ocupa de los niños, no el padre, y que en ese momento es el niño, no la niña, quien percibe su identidad como lo otro, lo distinto. Sólo en la fase post-edípica empezarían las dificultades de las niñas con su identidad, al enfrentarse con la sociedad en la que el hombre es hegemónico y la feminidad se minusvalora. Y en ese sentido resulta estimulante la propuesta de Chodorow de que el cambio que dentro de las sociedades han sufrido los roles respectivos paterno y materno, y la abundante presencia de los padres en el ámbito antaño ocupado exclusivamente por la madre, acabará por tener [traduzco] «un efecto profundo en nuestra percepción de la diferencia, de la identidad y de las preferencias sexuales»17.

Desde la última perspectiva, la de la antropología cultural, que sin desdeñarlas, engloba las otras posturas analíticas en el contexto social que les es propio, cree Showalter, y no es difícil concordar en ello, que la especificidad y la diferencia de la escritura femenina quedan mejor examinadas si se parte de la hipótesis de una cultura femenina específica, en la que las ideas sobre sí misma, en los tres niveles anteriormente indicados, se trenzan. Desde esa teoría se observa, por una parte, que los factores condicionantes del destino de los escritores (sin distinción de sexo) son importantes en cada sociedad (clase, raza, nacionalidad, historia) y que el sexo es, para las mujeres, por añadido, un condicionamiento negativo. Pero por encima de esta comprobación, se pone de relieve que existe una experiencia colectiva de la cultura femenina dentro del conjunto cultural que las une por encima del tiempo y del espacio. Si esa cultura femenina ocupa un espacio social, ¿cuál es su posición con respecto a la otra? Y esa otra, centrada en la masculinidad, ¿en qué medida es compartida y comparte las experiencias y los valores de la otra? Esta pregunta lleva a estudiosas como Gerda Lerner a postular la necesidad de reinstaurar a la mujer en la Historia, de la que habría quedado marginada no por la malintencionada conspiración de los historiadores, sino porque hasta entonces la Historia se ha planteado únicamente en torno a cuestiones que interesaban a los hombres y sólo en función de las mismas. Consiguientemente, habría que profundizar en la investigación de una posible cultura femenina dentro del ámbito de una cultura general compartida, y no separada o aisladamente de la misma. Y la pregunta de Lerner es: «¿Cómo sería la Historia si se viera a través de los ojos de las mujeres y organizada según los valores que ellas definirían?»18.

Por otra parte, se ha propuesto que esa zona de la esfera cultural femenina que queda fuera de la intersección con la dominante sea considerada como «silvestre» o «salvaje» (wild, en término de Shirley y Edwin Ardener) y excluyente de experiencia masculina, como lo sería, evidentemente también, y a su vez, la zona de la cultura dominante masculina a la que no alcanza la esfera femenina. Sólo que, por ser aquella la de la cultura dominante, no estaría conceptualizada como silvestre o salvaje, es decir inexplicable en términos del lenguaje socializado, puesto que, teóricamente, este lenguaje está hecho por y para abarcar la totalidad. En otros términos, sólo esa parte exclusiva de lo femenino quedaría, metafóricamente, como la tradicional cara inalcanzable de la luna. Hacer ese invisible visible, dar voz a ese silencio jamás verbalizado, sería el objetivo de las artes y las teorías centradas en la mujer (Showalter, 263). Ahí estaría la diferencia, según la teorización feminista francesa. Frente al negro sobre blanco, blanca sobre negro sería la escritura de la revolución femenina (Cixous, Wittig) y la aventura femenina consistiría en penetrar en esa zona virgen donde las guerrilleras tienden sus arcos y ríe la Medusa, fuera de los confines patriarcales. De ahí -señala Showalter- la aparición de novelas en las que la heroína, a menudo guiada por otra mujer, hace el viaje iniciático al país madre del deseo y la autenticidad femenina al fin liberadas, atravesando, como Alicia, «el espejo» (Showalter, 263).

Queda, en fin, por considerar la cuestión de que, mientras las mujeres escritoras heredarían necesariamente tanto la tradición femenina cuanto la dominante masculina (y no me estoy refiriendo únicamente a la tradición literaria), los escritores, como en general los hombres, heredan únicamente la dominante masculina y rechazan o hacen enmudecer la femenina (y vuelvo a insistir en que no estoy hablando únicamente de escritura, sino de cultura). Ese silenciamiento de la herencia matrilinear en la cultura de los hombres, aunque tenga raíces biológicas incontestables que le dan carta de naturaleza, es una regla de conducta no siempre inscrita en los códigos tradicionales, pero no por ello menos discriminados o castigados sus infractores. En nuestro país, hay que esperar a los años del posfranquismo para ver despenalizados los comportamientos considerados no sólo como anómalos o desviados de la norma mayoritaria, sino como perversos y contra natura. Como si toda la historia de la cultura humana no fuera un esfuerzo por salir de su condición natural.

Es justo, pues, que se desarrolle una línea de reflexión crítica y teorizadora en torno a las peculiaridades de la cultura femenina, y que se realice una revisión de la historia y de la teoría literaria en función de esa más democrática percepción de la realidad, con intenciones compensatorias o, dicho en términos ya reconocidos en otras culturas, de discriminación positiva19. Entre tanto, y en la nuestra, me parece que tampoco se puede pretender analizar la literatura femenina del pasado o del presente en función de unos horizontes proyectivos y, por tanto, aún teñidos de utopía, sino en función de lo que es la realidad de aquí y de ahora. No soy yo quien lo dice, sino la propia Elaine Showalter, al término de esa excelente síntesis que me ha servido, a lo largo de esta exposición, como blanco bastón para un handicap medio congénito y medio adquirido, aunque siempre voluntariosamente combatido.

Desde estas nuevas perspectivas, se entiende mejor cómo el ejercicio de la profesión de escritor -y más en concreto, de novelista- en sociedades estructuradas como la nuestra fuera coto casi exclusivamente masculino hasta el cataclismo provocado por el feminismo europeo y norteamericano, primero, pero, sobre todo, y en España, por los años de la República y por la disolución de la disciplina tradicional que supuso la guerra civil20. Cabe preguntarse si logró restablecerse, en la medida de antaño, por las contradictorias ideas que al respecto pudieron tener la Falange y las fuerzas ultraconservadores y clericales. Una figura solitaria, mito de mujer independiente y de consagrada «jerarquía» como Pilar Primo de Rivera, venía en la época del franquismo a conservar, paradójica o paródicamente, lo que en la República representaran Margarita Nelken, Victoria Kent o Dolores Ibárruri. ¿Empezaba a superarse así -al menos en la vida literaria- el tabú que limitaba a la mujer a la creación lírica? Durante muchos años se arrastró, sin embargo, el denigrante epíteto de poetisa y la equívoca aureola de «mujer libre» con lo que por aquellos años implicaba y se sospechaba automáticamente de actrices, declamadoras y otras diaconisas de un culto cuyas funciones más altas estaban reservadas al hombre21.

Si consideramos las rarísimas excepciones que a esta regla no escrita se producen con anterioridad a estos años cruciales, encontraremos de inmediato algún rasgo excepcional: Fernán Caballero, con todo su conservadurismo temperamental y literario, nacida y educada fuera de España, e hija de alemán. Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida en Cuba. Ella, tanto como Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán hubieron de afrontar enormes dificultades, y sólo unas dotes intelectuales de indiscutible superioridad, y, en el caso de Arenal, la colaboración del marido, y la independencia económica, en el de Pardo Bazán, permitieron su mantenimiento vocacional. El carácter benéfico de la obra de Arenal, conciliable con los tópicos de la maternidad, la salvó del entredicho. No así Avellaneda, cuya tormentosa vida sentimental y sus reivindicaciones antiesclavistas y feministas le valieron poderosas enemistades22. La condesa, por su parte, hubo de aguantar las intemperancias del ofendido masculus hispanicus, que construyó en torno a ella una leyenda negra de incontinencias y perversidades, mientras que escritores del sexo opuesto, al amparo de la cofradía del Buen Silencio, la evitaron, y aun pasaron por héroes románticos para uso de delfines e infantas. Las otras escritoras que antes de 1936 se dedicaron a la novela, tienen orígenes americanos -Carmen de Icaza23- o pasaron allí sus años de formación -Carolina Coronado, casada con un diplomático norteamericano, o Concha Espina. En todos esos casos, y en los más frecuentes de la década de los 20-30 (Rosa Chacel, María Teresa León, Elisabeth Mulder, Rosa Arciniega) un marido inteligente, particularmente culto, o una fortuna personal, han permitido a estas mujeres realizar su obra en contra de la corriente, y la sociedad se ha apresurado, cuando el hecho era inevitable, a elevarlas a un equívoco pedestal de excepcionalidad24. De lo contrario, cuando su dedicación iba acompañada de una ruptura abierta con las convenciones y no disponía de fortuna personal, como Carmen de Burgos «Colombine», las marginalizaba y las excluía como modelo.

Tras la guerra civil, y con el gran vacío producido en la población masculina, las posibilidades de la mujer como individuo autónomo y su acceso a las Facultades, que ya se había iniciado durante los años de la República, se vieron facilitados por motivos demográficos. Pero si se la aceptó en esa sociedad recuperadora de las tradiciones más opuestas al espíritu democrático e igualitarista sobre el que acababa de triunfar por las armas, fue a regañadientes y tratando de frenarla. El recelo frente a la presencia femenina en el mercado del trabajo subsistió, fomentado por un ancestral complejo de incapacidad, por parte de la mujer, de competir con el hombre en una sociedad donde se le desconocía el derecho real -si no el legal- a ese combate en el que el hombre teme perder, además del puesto, las plumas míticas de su incontestada superioridad. La mayoría de nuestras novelistas en la postguerra ha partido, pues, otra vez, de situaciones excepcionales de fortuna personal, de comprensión particular o de colaboración por parte del marido, de una viudez acomodada, de una marginalidad social provocada por divorcios anteriores a 1939, etc. Todo ello hace que la mayor parte de las escritoras estuviesen respaldadas por una independencia económica respecto a su oficio, y que consagrasen a éste sus horas de respiro en las tareas cotidianas, con una peligrosa subordinación a sus «obligaciones». Pero por suerte para las novelistas, la subordinación del novelista medio a una profesión ajena a la literatura de creación impidió que, en general, el escritor gozase de una autonomía profesional que, por otros motivos, les solía estar negada a las colegas. El panorama cambia, aunque con una lentitud que puede parecer desesperante, a partir de los últimos años del franquismo y ya a mejor ritmo durante la transición. Esto se manifiesta en hechos como la presencia creciente y aun dominante de la mujer en los estudios superiores, o, en lo literario, la trayectoria de la novela «rosa» que por su doble especialización, como productoras y, sobre todo, consumidoras exclusivas del género, marginarían este aspecto de la cultura femenina en los ámbitos desvalorizados que se conocen como subculturas. Y en fin, la conquista de la libertad en la utilización del lenguaje literario, o el siempre creciente porcentaje de mujeres entre las creadoras del género dominante25.





 
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