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El lugar del exilio en la historia de la literatura

Ignacio Soldevila Durante





En 1973, cuando Monique Joly, Jean Tena y yo mismo redactábamos el Panorama du roman espagnol contemporain, nos parecía necesario distinguir, a propósito del exilio, entre novelistas del exilio y novelistas exiliados. Para ello nos basábamos en un corte de orden cronológico, aunque no faltaran las paradojas. Así nos parecía entonces que Manuel Andújar, que había regresado a España en 1967, era un novelista del exilio, mientras que Juan Goytisolo, residente entonces en París y cuyas novelas se publicaban en México, era un novelista exiliado. (No tuvimos en cuenta la distinción entre los que salieron por necesidad absoluta del país en guerra de los que luego se exiliaron más o menos voluntariamente). La justificación de esa distinción la buscábamos en el hecho de que, aunque las novelas de Goytisolo se vendían en condiciones semi-clandestinas, con lo que su difusión estaba frenada considerablemente, veíamos que un amplio público -especialmente entre los jóvenes- accedía a su lectura, mientras que los novelistas que llamábamos de la primera ola de la diáspora, habían sufrido un verdadero y eficaz black-out durante años.

Paradójicamente también, nos parecía que en la España franquista se sabía más de ellos que de sus obras, porque esporádicamente se escribía con alguna frecuencia en la prensa, en las revistas literarias y en los manuales de historia de la literatura, aunque a menudo fuera para enfrentarse políticamente a ellos. Esto, por supuesto, con anterioridad a la publicación en 1963 del libro de J. R. Marra, Narrativa española fuera de España, que de hecho estaba terminado desde 1960-61 y bloqueado por la censura. Este libro, que rápidamente se agotó y fue leído con voracidad, contribuyó a acelerar el movimiento que se había iniciado tímidamente en la década de los 501. Sólo en los años 70 se pudo hablar de una recuperación importante de sus obras, aunque, hasta su último suspiro, la censura se mantuvo implacable con algunas de las obras, como El Laberinto mágico y La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, de Max Aub.

También quisimos subrayar en nuestro Panorama que, contra lo que tendían a creer los lectores franceses, una buena parte de la producción de los exiliados no tenía nada que ver con una literatura testimonial de la guerra civil. Cosa que, por el otro lado del espectro político, se les reprochaba a algunos de ellos. Eso ocurría entre gentes de mi generación, como reacción, comprensible a fin de cuentas. Después del traumatismo de la guerra y los terribles años del franquismo, muchos jóvenes que en los 50 empezábamos a salir de un implacable aislamiento cultural, nos inclinábamos a hacernos una idea muy seria del papel del escritor en la sociedad. Y no se nos hacía fácil perdonar a los exiliados de la generación del 27, que habían vivido en una España de gran actividad intelectual y política, pero que habían preferido durante años dedicarse a la libre creatividad de las vanguardias y la deshumanización, y quisieron europeizar el país empezando por el tejado. Por eso, ciertamente, una de las lecturas que nos galvanizó fue la de las páginas durísimas que a esa literatura elusiva dedicó Max Aub en su Discurso de la novela española contemporánea.

En el Panorama dimos a entender que la recuperación de los escritores del exilio se había venido haciendo en buena parte en función de consideraciones ideológicas, por una parte, y por otra, en función de las tendencias dominantes (ojo: no exclusivas) entonces en España (novela social y compromiso en los años 52 a 63 -lo que va de Los bravos, de Jesús Fernández Santos a Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos- frente a novela preocupada por búsquedas de renovación formal desde 1963 hasta casi mediada la década del 70 -lo que va de Tiempo de silencio a La verdad sobre el caso Savolta, 1975, premio de la Crítica en el 76).

Entendíamos por «novela del exilio», pues, desde el punto de vista de los lectores, ese vasto conjunto de obras que se nos prohibía leer. Pero si nos poníamos del lado de esa colectividad de escritores, era evidente una gran disparidad. Compartir un mismo destino no nos parecía dar origen a una solidaridad de tipo semejante a la que se crea en el nacimiento de una generación y, dentro de ella, en la formación de grupos y escuelas. Rosa Chacel y Francisco Ayala estuvieron no sólo juntos en la zona de padrinazgo de Ortega y su Revista de Occidente, sino que fueron a parar en su primer exilio a la misma zona de Sudamérica. Pero Max Aub, que tuvo una fase de «deshumanizado» y colaborador en las revistas de vanguardia, ya había roto antes del 36 con esa tendencia; y su desastrosa experiencia de los campos de concentración, seguida de su exilio en México, le distanció notablemente de las prudentes conductas literarias de Ayala y de Chacel. Por otra parte, gente de su edad o más jóvenes, que habían descubierto o visto estimulada su vocación de escritores durante la guerra (Barea, Andújar, Arana, Otaola) no partían con los mismos sedimentos de formación que los precedentes. Además, algunos de ellos, como Esteban Salazar Chapela -que procedía del mismo grupo que Ayala- o Arturo Barea, quedaron varados en Inglaterra, sin mayores lazos con lo que se cocía en el exilio hispánico, mientras que otros pasaron de la América hispánica a los Estados Unidos, como Sender, Antonio Sánchez Barbudo o el propio Francisco Ayala, vía Puerto Rico. Sin olvidar a quienes estuvieron en la América anglosajona desde el principio, como Jorge Guillén o Pedro Salinas.

Esa percepción global que desde el interior se tenía de ellos como «escritores del exilio», molestó a no pocos de ellos, pensando que se tendía a exagerar la importancia que el corte del exilio hubiera podido tener en su evolución particular. Eso hicieron, desde posturas y preocupaciones absolutamente opuestas, Ramón Sender y Rosa Chacel. Antes de su regreso a España, Chacel afirmaba bien claro que era una escritora en el exilio, pero no del exilio, y Sender, en sus conversaciones con Marcelino Peñuelas (1970: 93) cuando éste le pregunta sobre el modo en que el exilio le ha podido influir, responde que el marco geográfico en el que trabaja un escritor ya formado no puede tener sobre él un influjo determinante. Los comentarios, a menudo sarcásticos, de Francisco Ayala sobre el problema del arraigo o el desarraigo de los intelectuales son de ese mismo orden (Teoría y crítica literaria, p. 138 y ss.; Confrontaciones, p. 171 y ss.). Y ya he mencionado en otro lugar sus quejas a propósito de los historiadores que todavía en los años ochenta les mantienen en un ghetto (recogido en El escritor en su siglo, y ya citado en mi ponencia de la Casa de Velázquez2).

En ese Panorama nos pareció necesario hacer tales observaciones para poner en guardia contra la tentación un poco simple de no ver el problema de los exiliados más que bajo su aspecto «romántico». Es verdad que en todos ellos, incluso en los más reacios a las confidencias íntimas, se pueden encontrar notas o acentos a través de los que se adivina hasta qué punto es duro el rol de exiliado3. Y desde ese punto de vista, es evidente que en la indagación de la poesía del exilio encontraríamos mucha más abundante materia. Pero por causa de lo que de específico tienen los modos de expresión, nos pareció que el exilio se caracterizaba por orientar a menudo a los novelistas hacia temas y formas propias. Así, y frente a la tradición hispánica que siempre se mostró reacia a los testimonios íntimos, observábamos un cierto florecimiento de una literatura de caracteres autobiográficos, con evocaciones frecuentes, por ejemplo, de la infancia. Cierto que tienen tono muy distinto esas evocaciones en el primer tomo de La forja de un rebelde del que se observa en las Memorias de Leticia Valle o en Desde el amanecer de Chacel. No creo que haya que recordar la senderiana Crónica del alba, Habitación para hombre solo de Serrano Poncela, La Catedral y el niño o Los miedos, de Eduardo Blanco Amor, La zancada de Vicente Soto... Curiosamente, es lo que haría también la generación de los hijos de la guerra en los cincuenta (Duelo en el Paraíso, Cabeza Rapada, gran parte de la obra de A. M. Matute hasta Primera memoria, Juan Marsé...).

Esta vuelta a los orígenes nos parecía ligada, en los novelistas del exilio, más que a una cierta nostalgia, al deseo de remontar a las causas primeras de un conflicto cuya obsesión parecían querer exorcizar con sus testimonios. Algunos remontarían bastante lejos en la Historia del país, en busca de paralelismos simbólicos. Y otros, precisamente los que habían evitado evocar su infancia (Aub o Andújar) rememorarían bajo forma menos autobiográfica que colectiva, la España de su juventud, la de la dictadura de Primo de Rivera y la de los años de la República. Significativo es el título de la trilogía de Andújar: Vísperas.

Si esta doble búsqueda del pasado, individual y colectivo, es un hecho cuya importancia no cabe descuidar, no nos parecía tampoco posible sacar conclusiones generales sobre un pasadismo de los novelistas del exilio, entregados totalmente al culto nostálgico del ayer o, por el contrario, a una literatura de exotismo que les llevaba hacia la esterilidad. De hecho, mis colegas en la redacción del Panorama vieron que las condiciones particulares del exilio, más de lo que ocurre en las condiciones normales de producción, ponían en evidencia una verdad sin duda cruel, aunque pareciera perogrullesca, según la cual sólo se esclerosan los escritores que llevan en ellos sus propias limitaciones. Y daban el ejemplo de Barea, aunque reconocían que había muerto precozmente (60 años...). Yo creo que tanto en el exilio como en la España de los primeros años, lo que se produjo fue una estimulación artificial, o si se prefiere, extraordinaria, de vocaciones literarias por causa de la guerra y la desaparición o la ruptura de los escalafones. El campo de la sociedad literaria quedó tan despanzurrado como cualquier otro en el área de la cultura. Y luego las cosas acabaron volviendo a sus cauces, sin duda renovados y distintos, pero cauces al fin, y hubo la lógica decantación. Más dura, ciertamente, en el exilio, por las condiciones mismas de la diáspora.

No nos atrevimos a intentar generalizaciones en cuanto a la trayectoria de la novela del exilio, como conjunto, y las que otros habían intentado nos parecieron inutilizadas por los hechos. Así José Corrales Egea había sugerido que se veía un proceso de un realismo de principios hacia un irrealismo creciente, caracterizado por el alejamiento tanto en el tiempo como en el espacio. Existe ciertamente un fenómeno fácil de observar y de explicar, y que consiste en que las obras publicadas «en caliente» acerca de una determinada realidad, tienen características de testimonio bruto. Y ejemplificábamos con Contraataque de Sender o Saint Cyprien plage. Campo de concentración, de Andújar. Pero con esa salvedad, no era posible acreditar con ejemplos esa supuesta tendencia. Piénsese que Sender hizo exotismo tempranamente (Mexicayotl, Hernán Cortés, Epitalamio del Prieto Trinidad) antes de volver a testimonios directos de la guerra civil, mientras que Ayala (Historia de macacos, 1955), Aub (Cuentos Mexicanos, 1959) o Serrano Poncela (La raya oscura, 1959) esperarán muchos años antes de contar historias americanas.

El mismo problema de disparidades constatamos en lo que se refiere a ese otro alejamiento que consiste en remontar a la historiografía lejana. Los primeros relatos de Ayala después de su llegada a Argentina, son los que se reunirán en Los usurpadores, previos a La cabeza del cordero. Por su parte, Sender ha de volver repetidas veces a la Historia lejana, recuperando su libro sobre Santa Teresa, escribiendo su larga novela histórica Bizancio, y Serrano Poncela irá a los tiempos de la inquisición (El hombre de la cruz verde, 1969) antes de escribir su gran novela sobre la guerra civil, aparecida póstumamente en 1979 (La viña de Nabot). Y ya hemos visto que Manuel Andújar había remontado a la Historia anterior al 36 en su trilogía, pero volverá a la de la guerra civil a partir de 1973 (Historias de una historia)4. Que esa mirada hacia el pasado y hacia la guerra civil no es exclusiva de los exiliados nos lo vienen probando sucesivas generaciones de escritores que no han conocido el exilio ni, por supuesto, la guerra civil.

También subrayamos entonces que de la primera oleada de exiliados intelectuales, ni uno solo se quedó en Francia, salvo los que dejaron en ella tempranamente sus huesos (Machado, Azaña). Mis colegas no quisieron suavizar este hecho con el argumento, que yo sugerí, que algo tendría que ver la ocupación alemana con ese hecho tan unánime. Ellos quisieron subrayar que en la literatura del exilio el recuerdo de su paso por Francia era unánimemente evocado con amargura, cuando no con rabia. Mencionaron los campos de concentración, la incomprensión de los gendarmes y la brutalidad de los senegaleses. Tampoco quise yo hurgar en la herida recordando los relatos de Max Aub, en los que los brutos son los suboficiales franceses, y las tropas coloniales, las únicas con rasgos compasivos. Ellos recordaron, en cambio, El cementerio de Djelfa, el relato de Aub en el que la causa de los republicanos españoles y la de los argelinos aparecen asociadas como dos grandes causas. En honor a la verdad, habrá que recordar que, pasada la segunda guerra y vuelta Francia a su régimen republicano, en ella se asentaron las sucesivas tandas del exilio, más o menos voluntario o forzoso desde José Luis Vilallonga, Michel del Castillo, Jorge Semprún, Miguel Salabert, Fernando Arrabal, Xavier Domingo, José Corrales Egea, Juan Goytisolo, Ramón Nieto y tantos otros.

Quisimos, por otra parte, subrayar que el exilio republicano redescubrió la América de lengua española. No olvidamos los antecedentes (Unamuno, Ortega, Valle) pero el clima en el que se habían educado los novelistas del exilio era, si no de ignorancia, sí de insensibilidad a la realidad americana, clima que Luis Cernuda evocó de manera patética en sus Variaciones sobre tema mexicano. Veíamos ese libro como un caso excepcional de celebración del sentimiento de haber recobrado unas raíces olvidadas. Y considerábamos que tanto o más que el sentimiento nostálgico, era colectiva la experiencia compartida por todos los exiliados y que los intelectuales vivieron y analizaron con particular agudeza.

Entre los novelistas, afirmamos, este encuentro y largo contacto con la América hispánica tuvo como consecuencia visible la entrada de ésta en sus novelas y relatos. El fenómeno nos pareció tan importante que, de haber dispuesto de más espacio y de más capacidad investigadora, hubiéramos dedicado a esta cuestión todo un capítulo. No queriendo quedarnos en un nivel de generalidades, tal era la profundidad que nos parecía ver en esa americanización en los temas como en el estilo y el pensamiento nos hizo renunciar. Nos limitamos a decir que si por un lado hubo acercamientos que quedaron al nivel de lo pintoresco y lo folklórico, en el otro extremo fue bastante más profundo y abstracto. Más allá de lo que pudo representar a nivel de la creación personal este progresivo enraizamiento, hay que tener en cuenta el factor de apertura que pudo constituir la participación activa de todos estos escritores en la vida intelectual de los países en los que se establecieron, y que eran solo una pequeña parte de una emigración particularmente dinámica y selecta. Cuando fueron recuperados por España, nos pareció que aportaban ellos también otra recuperación, la del sentimiento de solidaridad con los países de América latina. Y recordábamos la declaración de mestizaje que Andújar había hecho en 1961: «Somos ya, consciente o inconscientemente, fruto de un mestizaje espiritual, hispanoamericanos, en suma». Y con bastante optimismo veíamos en esa década mediada del 70 a una juventud cada vez más solidaria con la América que habla español, y pensamos que esa misma juventud sabría apreciar la manera en que los exiliados habían empezado su labor de pontífices. Esperábamos que más que a una recuperación de cadáveres, asistiríamos a una recuperación de cerebros. Aun hoy me permito esperar que el cambio de rumbo manifiesto entre el Francisco Umbral de 1977 y el de ahora no sea general. Y en ese sentido, creo que tiene toda su justificación una labor de constante recuperación y reinserción en el tejido cultural de este país de la obra del exilio republicano como la que viene realizando el GEXEL.





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