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El magisterio de la Iglesia y la Virgen del Tepeyac


Por un sacerdote de la Compañía de Jesús



  -[III]-  

ArribaAbajoAl ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don Rafael S. Camacho, obispo de Querétaro

Ilustrísimo señor: me atrevo a dedicar a Vuestra Señoría ilustrísima y reverendísima esta obrilla, movido principalmente del vivo agradecimiento que le profeso por el poderoso auxilio que me prestó en Guadalajara, en donde el año de 1884 Vuestra Señoría ilustrísima y reverendísima costeó la impresión del «Compendio histórico-crítico» en honor de «la Virgen del Tepeyac».

A este motivo del todo personal se añade otro que es universal, como es el mostrarse Vuestra Señoría ilustrísima muy empeñado en promover la devoción a nuestra Patrona Nacional, sea con restaurar y embellecer el templo de la Congregación de nuestra Señora de Guadalupe en esa su ciudad episcopal, dando en el mismo tiempo nueva vida a la misma benemérita Congregación, sea con la numerosa, lucida y edificante Peregrinación que cada año vuestra señoría ilustrísima conduce al Santuario del Tepeyac.

Es propiamente el caso de repetir con mucha razón: que Vuestra Señoría ilustrísima se sirva mirar no ya a la obrilla que le dedico, sino el ánimo con que agradecido se la dedica

El autor.



  -[IV]-     -[V]-  

ArribaAbajo Al lector

Por el año de 1888, la Suprema Congregación de la Romana y Universal Inquisición, por habérsele delatado lo que cierto sujeto de esta República había escrito y dado a luz contra la aparición de la Virgen en el cerro del Tepeyac, hizo al autor de dichos impresos una gravísima reprensión.

Luego que el autor recibió del Cardenal Secretario de dicha Congregación la carta mencionada, no solo humilde y loablemente se sometió, sino que él mismo quiso ser el primero en darnos a conocer este documento: y en el número 108 del periódico católico, La Verdad, de Ciudad Victoria, Tamaulipas, viernes 17 de agosto de 1888, mandó imprimir lo que sigue:

Eminentissimi Domini Cardinales una mecum Inquisitores Generales... summopere reprehenderunt tuum agendi loquendique modum contra miraculum seu Apparitiones B. Mariae V. de Guadalupe: lo cual traducido al castellano, según podemos expresarnos en nuestro propio idioma, es cómo sigue:

Los eminentísimos cardenales inquisidores generales que juntamente conmigo forman esta sagrada congregación... han reprendido gravísimamente tu modo de obrar y de hablar contra el Milagro o Apariciones de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Y como que nunca hemos tenido intención de separarnos ni un ápice de la doctrina y juicio de la Santa Sede, ni de sus respetabilísimos tribunales y congregaciones, decimos a todos los que nuestros escritos hayan leído: que nos también reprendemos gravísimamente nuestro modo de obrar y hablar   -VI-   contra el Milagro o Apariciones de la Santísima Virgen de Guadalupe; y que revocamos, anulamos, y rompemos todos nuestros escritos en que se haya dispuesto, expresado, entendido o podido entenderse algo contra el Milagro o Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe. Ciudad Victoria, agosto 10 de 1888...



Con esta ocasión el ilustrísimo señor doctor don Crescencio Carrillo y Ancona, obispo de Yucatán, imprimió, poco después de haberse publicado el documento, en Mérida de Yucatán una Carta sobre la aparición Guadalupana, ponderando, como es debido, la nueva confirmación que venía de Roma, del hecho histórico de la aparición de la Virgen Madre de Dios a los mexicanos.

Contra la carta del Obispo de Yucatán un anónimo con las iniciales E. B. y D. imprimió en el periódico de México El Tiempo, martes 29 de enero de 1889, un Estudio teológico sobre la Carta de actualidad del Illmo. Sr. Obispo de Yucatán. Para contradecirla tuvo el anónimo que falsear lo que su Señoría había escrito, amontonar errores en Teología, hasta decir que la Suprema Congregación Romana reprendió gravísimamente el modo de hablar contra la aparición «porque (fíjese el lector en la razón) porque las creencias, ciertas o falsas de un pueblo, son muy respetables».

Como era natural, profunda indignación causó en los buenos mexicanos tamaña osadía; y desde luego más de un artículo salió en los periódicos en refutación de este verdaderamente abominable Estudio. A su vez El Amigo de la verdad de Puebla de los Ángeles quiso también hacer algo en defensa de Nuestra Patrona Nacional; y por el año de 1889 desde el número 65 hasta el número 80 de su periódico, con trece artículos en forma de diálogo refuta los errores principales del escandaloso autor a quien a secas llamó Don Estudio. El título de este opusculito fue: Apuntes en defensa de la Carta de actualidad del Illmo. Sr. Obispo de Yucatán.

Pero a más de esta refutación polémica y ad hominem,   -VII-   necesitábase una refutación más radical y positiva; y para ella el mismo periódico en diez y ocho artículos, desde el 5 de octubre de 1889 a 19 de abril de 1890, imprimió otro opúsculo con el título de El Magisterio de la Iglesia, en relación por supuesto a la aparición, como allí expresamente se dice. Siguiose otro opusculito, que por su título Lourdes y el Tepeyac indica claramente su objeto.

Algunas personas, cuyo dictamen debo acatar, me excitaron más de una vez a dar a luz en un solo cuerpo los artículos mencionados. Y sea para obsequiar a estos Señores, sea por encontrarse refutado de antemano en estos artículos el libelo infamatorio que el año pasado de 1891 se imprimió en México contra la aparición, sale ahora este opúsculo: en el cual van añadidas al Magisterio de la Iglesia las cosas de mayor importancia, que hállanse en los otros dos opusculitos.

Otro opúsculo, Dios mediante, luego se publicará, en el cual se reproducirán los artículos que con el título de Apuntamientos en defensa de la Virgen del Tepeyac se van publicando contra el mencionado libelo.

Sírvase la benignísima Patrona de la Nación mexicana aceptar este pobre obsequio del último de sus siervos, que mucho necesita de su poderoso y maternal patrocinio.





  -[1]-  

ArribaAbajo- I -

Razón del presente opúsculo


Al leer este título, El Magisterio de la Iglesia, pacientísimo lector, te habrás tal vez imaginado que yo de un tirón te voy a espetar todo un tratado completo sobre la Iglesia y el Pontífice romano, que es lo que se estila en las cátedras de sagrada teología cuando se examina a fondo lo que se entiende por magisterio de la Iglesia. No tanto, no tanto a la verdad, mi sufrido lector; porque voy nada más a tratar esta materia en lo que se refiere a aquellas Actas con que la sede apostólica acostumbra aprobar el culto religioso y litúrgico, que en vista de una aparición o milagros tributan los fieles a la Virgen María o a los Santos.

Porque de no entender o de no tener presente qué son y lo que valen intrínsecamente estas Actas Pontificias, proviene, a mi ver, el que algunos se desmanden poniendo en duda   -2-   o negando libre e impunemente (así dicen ellos) estos hechos sobrenaturales: como si de nada sirviera y nada absolutamente valiera la aprobación pontificia, manifestada, sea con Castas apostólicas, sea con rescriptos o decretos de las congregaciones romanas. Si los que cometen tales atropellos fuesen herejes o protestantes, nada tendríamos de qué asombrarnos; pues si niegan descaradamente los dogmas y artículos de fe, ¿qué maravilla si no admiten unas Apariciones? Pero que así se manejen los que hacen profesión de ser católicos y que andan alardeando obediencia ilimitada a la sede apostólica en todo lo que directa o indirectamente nos sirve para vivir en este mundo, sobria, justa y piadosamente copio nos enseña San Pablo (Ad Titum, capítulo 2, versículo 12), esto sí que tiene mucho de asombroso, de inexplicable, y casi diríamos de increíble, si por desgracia nuestra no lo estuviésemos viendo.

Y sin meternos en largos preámbulos, concretémonos a lo que más nos toca y en que nos va mucho más de lo que a primera vista parece: refiérome a Nuestra Patrona Nacional, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe. Fijémonos no más que en estos tres hechos; los tres confirmados con Autoridad apostólica, y son: el oficio y misa propia; la institución de la solemnísima Fiesta de precepto en el día 12 de diciembre en que la Virgen nos dejó su sobrehumana Imagen, y la confirmación de su juramentado Patronato Nacional. Estos tres hechos se apoyan, como en su fundamento, en la realidad de la aparición de la Virgen en el Tepeyac. No pudo, pues, la sede apostólica prescindir de este fundamento histórico, cuando de aquellos tres hechos dio su aprobación positiva y motivada. Fue aprobación positiva, porque Benedicto XIV insertó en su Bula la relación de la aparición y el oficio y misa propia, y después explícita y formalmente confirmó la elevación del día 12 de diciembre a día festivo de precepto, y la Jura nacional del Patronato de Santa María de Guadalupe. Fue aprobación motivada, porque el hecho histórico   -3-   de la aparición por parte de los mexicanos fue el móvil que los impulsó a pedir a Roma la aprobación de los tres hechos mencionados, y por parte del Pontífice romano fue la razón que tuvo presente cuando los aprobó, como el mismo Benedicto XIV expresamente lo declara. Y tanto para los mexicanos que pidieron, como para el Padre Santo que otorgó, el hecho histórico de la aparición fue y es el objeto propio, inmediato y directo, a saber, el punto de vista que decimos el título o advocación, bajo el que tributamos nuestros obsequios y religiosos cultos a la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

Todo esto bastaría a un católico, por más encumbrado que se le suponga, para no abrigar ningún recelo o duda sobre la aparición de la Virgen en el Tepeyac. Pero no es así; pues para algunos poco reflexivos la aprobación pontificia es letra muerta y de ningún valor, y a dos clases pueden reducirse. A la primera pertenecen los que si bien tienen en cuenta las Actas Pontificias, andan al mismo tiempo buscando pretextos para eludir su valor práctico, y así se creen libres para negar y poner en duda la aparición. Pues uno dice que el Papa solamente así en general aprobó el culto de la Virgen Santísima sin determinar ningún título o advocación particular. Por ejemplo, alguien tratando de la célebre Bula de Benedicto XIV, pone una nota que sienta tanto al texto y al tenor de la misma Bula, como a un Santo un par de pistolas. Pues dice así: «Nótese bien que la Bula del señor Benedicto XIV tiene por objeto aprobar el Patronato», como si en ella no se declarase más de una vez y expresamente que se trata de la Virgen María aparecida en el Tepeyac. Otro con mucha gravedad teológica asienta que hay en realidad la aprobación apostólica, pero que la aparición no ha sido todavía definida; ¡como si sólo lo definido tuviéramos que tener por verdadero! En fin, hay quien llegó hasta la infamia de suponer que la sede apostólica aprobó aquellos tres hechos, sin hacerse cargo de si fuese verdadera o falsa la aparición: «porque (es   -4-   Don Estudio quien habla) las creencias, ciertas o falsas, de un pueblo, son muy respetables». Habló el buey y dijo .

A la segunda clase pertenecen los que desentendiéndose por completo de la aprobación de la sede apostólica, como si nunca jamás la hubiera habido, o se meten a revolver archivos para... buscar cinco pies al gato, como si los documentos contemporáneos que alegamos no fuesen fehacientes y muy fehacientes; o bien con mucha frescura llaman aparicionistas a los que sostienen y demuestran la aparición, como si se tratase de cosas opinables en que cada cual estuviese libre de llevar la contraria. En los tiempos de más allá dieron el nombre de concepcionistas a los que defendían la Inmaculada Concepción de la Virgen, y en los tiempos de más acá llamaron infalibilistas o ultramontanos a los que defendían la infalibilidad del Pontífice romano. Ya sabemos de qué lado estaba y está la verdad; estaba y está del lado derecho, y la falsedad estaba y está, del lado izquierdo. Quédese, pues, Don Izquierdista en el lado siniestro, en que parece quiso colocarse por sí mismo, con el hecho de no comprenderse entre los que defendemos la aparición: y esperamos no esté lejano el tiempo en que el Señor nos depare una nueva confirmación apostólica de lo que su Santísima Madre y Señora nuestra hizo por los mexicanos en sus Apariciones en el Tepeyac.

Estos izquierdistas, sea de la primera o de la segunda clase, o bien de las dos juntas, que formarían como un wagon de tercera, tuvieran que avergonzarse de ir copiando y repitiendo lo que puso en su condenada «Memoria» el plagiario cosmógrafo de las Indias, que por más señas era de la camada de los jansenistas. ¡Válgame Dios! ¡y de qué montón de desechos, estos piramidales, campanudos y pelásgicos católico-liberales andan rastreando sus miserables y lamentables sofismas contra la aparición! Mas de punto les subiría la vergüenza a la cara, si se acordasen de que el mismo Juan Bautista   -5-   Muñoz (¡aquel de marras!) escribiendo por el año de 1797 a su amigote el doctor Mier (¡otro que tal!) en Burgos sobre su «Memoria», le confesaba paladinamente «que no se hubiera atrevido a propalarla en México». Barruntaba el infeliz tuerto que aquí en México, en donde no hay ciegos, pulverizarían su «Memoria» y la echarían en un muladar, así como lo hicieron Gómez Marín, Guridi Alcocer y Tornel Mendivil. Este colmo de descaro estaba reservado a los de ogaño, que agarrados de su propio juicio, (el juicio privado protestántico erigido en suprema norma) andan todavía buscando como eludir las Actas Pontificias y el zurriagazo de marca mayor que les propinó la Suprema Congregación Romana. Por ahí les escuece, decía el Capitán Furruña; por ahí les duele y por allá se las hayan.

Vamos ahora a las cuentas. Pregunto yo: ¿de dónde provienen todos estos disparates de todos tamaños, sino de no entender o no tener presente todo el valor del Magisterio de la Iglesia? El hijo cariñoso y sumiso obedece a su madre tan solo a un indicio de su voluntad, y muy mal hijo por cierto fuera, si para obedecerle fuese necesaria la amenaza de desheredarlo y apartarlo para siempre de sí. La obediencia que en la sociedad doméstica deben los hijos a sus padres, la deben y mucho más los fieles en la sociedad religiosa, en la que todos somos hijos del gran Padre de familia, que es Dios Nuestro Señor. Esta gran familia como la llaman los santos doctores, es la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia católica.

Por tanto, a fin de que acatemos debidamente y apreciemos mucho aquellas Actas con que la sede apostólica se dignó confirmar y realzar nuestros obsequios y nuestro culto religioso a la Santísima Virgen de Guadalupe aparecida en el Tepeyac, voy a proponer, Dios mediante, unas cuantas reflexiones sobre el valor intrínseco de aquellas Actas, que es lo que se entiende por Magisterio de la Iglesia.

Por supuesto, estos artículos se encaminan directamente a confirmar a los buenos mexicanos en la devoción a su Patrona   -6-   Nacional, pues Don Estudio entra en esto como Pilato en el Credo. Porque creer que un católico-liberal se apee de su burra y se dé por vencido y convencido, sería lo mismo que pedir peras al olmo. Más presto se convierte un hereje, un protestante, un pecadorazo del calibre de un tiburón, que no un católico-liberal que pertenece a la herejía del siglo, como Pío IX solía llamar al liberalismo religioso.




ArribaAbajo- II -

Quién es el que enseña en la Iglesia


Si con alguna atención examinamos el significado de estas palabras El Magisterio de la Iglesia, tres cosas desde luego se presentarán a nuestra vista, y son: el sujeto que enseña, el objeto que se nos enseña el modo con que se nos enseña. El sujeto que enseña es el Episcopado católico, regido y dirigido por el obispo de los obispos, el Pontífice romano; el objeto que se nos enseña, atendida la misión de la Iglesia en la tierra, es toda verdad, que directa o indirectamente, por sí o no por conexión, nos encamina a la vida eterna; el modo en que se nos enseña es con autoridad infalible, la cual aunque siempre exige nuestra obediencia, no siempre sin embargo se nos manifiesta con la misma solemnidad de enseñanza y de su respectiva sanción.

Como queda dicho, el intento que llevamos es el de demostrar, o mejor dicho, el de recordar la estricta obligación que tenemos de acatar con la debida sumisión de entendimiento   -7-   y de voluntad aquellas Actas con que la sede apostólica confirmó nuestros religiosos cultos a la Virgen de Guadalupe aparecida en el Tepeyac. De donde se sigue que para proceder con orden, algo iremos diciendo, Dios mediante, aunque no con la misma amplitud, sobre las tres cosas indicadas que forman otras tantas partes de esta disertación. De este modo a la claridad de la exposición se añadirá la ventaja de ir aclarando aquellos equívocos, más bien que objeciones, que unos cuantos andan amontonando en sus escritos: y lo que pudiera tener visos de rodeos o de largo camino, resultará ser una demostración teológica del hecho histórico de la aparición de la Virgen en el Tepeyac, a la cual este pobre trabajo, como un centavo del indio, va dedicado. Paciencia, pues, y adelante.

1.º El Salvador del mundo, Jesucristo nuestro Señor, para perpetuar hasta el fin de los siglos el inestimable beneficio de su venida entre los hombres, instituyó la Iglesia, a la cual como por herencia dejó la misma misión que Él mismo tuvo en esta tierra, como es la de conducir a todos los hombres, por cuanto le correspondieren, a la bienaventurada y sobrenatural felicidad. Con respecto, pues, a su fin, la Iglesia no es más que la continuación de la grande obra de la Encarnación. Para este mismo fin el Salvador la comunicó por participación aquellas tres prerrogativas que Él por su propia naturaleza posee, de ser el Camino, la Verdad y la Vida. Efectivamente, la Iglesia es la que nos muestra el camino, nos enseña la verdad y nos da la vida. Con sus preceptos nos muestra el camino del cielo, con su doctrina nos enseña la verdad y con sus Sacramentos nos da la vida. La Iglesia, en fin, es la intérprete jurídica de Dios con los hombres, es el vínculo o eslabón que une la tierra con el cielo, lo temporal con lo eterno, la vida de fe y de gracia con la vida de visión y de gloria. Mas si fijamos aún nuestra atención en su sentido adecuado y en toda su extensión, contiene implícita y virtualmente   -8-   las otras dos; porque con enseñarnos la verdad, la Iglesia nos muestra el camino y nos da la vida. La verdad os libertará, nos enseña el Salvador, esto es, nos libertará del error, y conoceremos el verdadero camino; nos libertará del pecado y volveremos a la vida (Josué 8, 32). De aquí que el Salvador en el acto de volver al cielo al dejar a sus apóstoles por herederos de su misión, les instituyó y declaró al mismo, tiempo Maestros del mundo. «Así como mi Padre me envió, así Yo os envío: así como por esencia Yo soy la luz del mundo, así por participación vosotros sois la luz del mundo. Id, pues, enseñad a todas las naciones: docete omnes gentes» (Josué 20, 21; Marcos 16, 16).

Pero con fundar su Iglesia y con instituir maestros del mundo a sus apóstoles, el Salvador no fundó y a una Escuela o una Academia, en la que el Maestro tanto vale cuanto prueba, sino que fundó una Familia, una Sociedad, en la cual por intrínseca razón de su oficio el Jefe tiene autoridad, quiero decir, poder y fuerza moral de imponer su voluntad para el bien común. Por tanto, así como el Salvador ejerció su divino Magisterio enseñando de viva voz su celestial doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas y fariseos (Mateo 7, 29) de la misma manera mandó enseñasen sus apóstoles, instituyendo en su Iglesia un magisterio personal y viviente (personale vivens Magisterium) que fuese para los fieles la regla próxima e inmediata de vida sobrenatural. «Pues, cuando la Ascensión del Señor, no bajaron ya los apóstoles del monte de los Olivos llevando consigo códigos o libros escritos, así como Moisés bajó del monte Sinaí llevando las tablas de la Ley; sino que ellos mismos, hechos libros vivos, y vivos códigos de leyes, enseñan al mundo la doctrina del Señor, hasta que Él venga». Así San Juan Crisóstomo en su primera Homilía sobre el Evangelio de San Mateo: y en efecto, vemos que en la sociedad, doméstica o civil, a la autoridad respectiva se le debe aquel acatamiento y sujeción que llamamos obediencia. Lo propio acontece en la sociedad   -9-   religiosa, en la cual al magisterio viviente de la Iglesia se le debe aquella obediencia y sujeción de entendimiento y voluntad que es y se llama fe. Quien a vosotros oye, a Mí me oye, y quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia; he aquí la obligación de creer que el Salvador impone a todos los hombres: a la obligación de obedecer añade luego la sanción, y sanción de vida o muerte eterna: Id, enseñad; el que creyere, será salvo; mas el que no creyere, será condenado (Lucas 10, 16; Marcos 16, 16).

2.º Aquellas palabras: Id, enseñad a todas las gentes: yo soy el que os envío, de tal manera fueron dichas por el Salvador a los apóstoles, que debían entenderse haber sido dichas también a los que sucedieran a los apóstoles en el gobierno de la Iglesia. Porque a aquellas palabras síguense luego estas otras conque el Salvador acabó de hablarles: Y heme aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos (Mateo 28, 20). Pues bien; cónstanos que los apóstoles sellaron con su sangre y con el martirio la doctrina que habían enseriado según la habían recibido de los labios mismos del Salvador; cónstanos por el testimonio de San Lucas en los Hechos de los Apóstoles y por los Documentos eclesiásticos, que los mismos apóstoles, por ejemplo, San Pedro, San Juan, San Pablo, ordenaron y consagraron muchos obispos, a los que dieron el encargo mismo que ellos mismos habían recibido del Salvador, de enseñar a los fieles todas las cosas que habían oído, y de sustituir y poner en su lugar a otros que fueron capaces de enseñar también a otros (2 Timoteo 2, 2). Luego los obispos son los que continúan entre los hombres el magisterio personal y viviente que el Salvador había instituido en la persona de sus apóstoles, «de ser la luz del mundo y enseñar a todas las naciones».

Y esto es lo que se llama y realmente lo es, Magisterio auténtico. Auténtico, del griego authentes quiere decir, el que tiene poder y autoridad: según esto, maestro auténtico es el que tiene poder y autoridad de enseñar; y Magisterio auténtico   -10-   es el conjunto o serie perpetua de maestros instituidos y destinados por Jesucristo y para enseñar, explicar, propagar y defender la doctrina revelada. Este poder, esta autoridad, este derecho, que al mismo tiempo es un deber u oficio de enseñar, lo reciben los obispos, cuando, elevados con la consagración sacramental a participar de la plenitud del Sacerdocio de Jesucristo, son puestos a gobernar la Iglesia de Dios. A este derecho y autoridad que tienen los obispos de enseñar todo lo que pertenece a la vida sobrenatural o que con esta de algún modo se relacione, corresponde en los fieles la estricta obligación de obedecer y tener por verdadero lo que enseñaren. Quiero decir; un obispo católico que está en comunión con el centro de la unidad católica, como es el obispo de Roma, tiene derecho a que se le tribute este homenaje de sumisión interior y exterior; porque los obispos son los que por derecho divino, esto es, por positiva voluntad del Salvador, han sido constituidos maestros de los fieles; y son maestros, no ya por una extrínseca denominación, como la que se estila en las universidades o academias cuando se confieren tales o semejantes títulos, sino por una ontológica, real e intrínseca cualidad que reciben en la consagración episcopal.

Bien es verdad que otros, aunque no sean obispos, enseñan sin embargo en la Iglesia; pero estos ni enseñan con autoridad de jurisdicción, antes bien la necesitan para enseñar, ni son sucesores de aquellos a quienes el Salvador dio la misión de enseñar, ni tienen derecho adquirido a que se les crea, esto es, a que se tenga por verdadero lo que enseñan porque ellos son los que enseñan; ni en fin tienen poder de infligir penas a los que les desobedeciesen. Todo esto es propio tan sólo de la dignidad episcopal, y constituye lo que los canonistas llaman praesumptio juris et de jure: como si dijéramos que por anticipación, fundada con razón en el oficio y poder que recibieron, debemos suponer y tener por verdadera la enseñanza de un obispo, cuando en fuerza de su oficio enseña a los fieles. En otros términos: nos consta que el Salvador   -11-   instituyó en la Iglesia un magisterio viviente y perpetuo, al cual comunicó su misión y la autoridad de enseñar «hasta la consumación del siglo». A esta autoridad en los maestros así instituidos corresponde en los discípulos fieles la obligación, impuesta por el mismo Salvador, de obedecer, es decir, de someterse con interna sumisión de entendimiento y de voluntad a todo lo que les fuere propuesto para la vida de fe y de gracia en la Iglesia. Cónstanos también que los obispos de la Iglesia católica son los que con el Supremo Pontífice constituyen este magisterio. De donde se sigue que a esta enseñanza corresponde, no ya la discusión, como si se tratara de un autor privado, sino la sumisión la que por su carácter episcopal es debida al Superior, puesto a gobernar a sus súbditos. Nótese bien este punto: a la enseñanza pastoral de un obispo, por derecho divino, se le debe sumisión y acatamiento; porque constándonos que su enseñanza es auténtica, debemos estar dispuestos a recibirla como súbditos, y no a discutirla como iguales o independientes. Todo esto vale en el supuesto de que con evidencia objetiva no conste lo contrario, a saber, que tal enseñanza se oponga a la verdad; lo que acontecería cuando lo contrario estaba en su pacífica posesión y era comúnmente recibido por otros obispos; o bien cuando no ya uno que otro, sino muchos que fuesen varones sabios y piadosos así lo juzgasen. Pues en estos casos, según el célebre principio de Derecho: lo que se presumía o se suponía por ley general, en el caso particular no verificándose, debe ceder a la verdad: Praesumptio cedit veritati.

Pero aun en el caso de que un obispo proponga algo que no ya parezca a uno que otro, sino que realmente no es conforme a la enseñanza común, de ahí no se sigue que los fieles pública y atrevidamente lo desaprueben y lo censuren porque por una parte no debe despreciarse la autoridad del Maestro que al mismo tiempo es Juez; y por otra parte Ley que conservar la unidad en la Iglesia. En estos casos, así como en la sociedad doméstica los buenos hijos, lamentando   -12-   los extravíos de su padre, ni publican estos yerros, ni dejan de mostrarle respeto, y solo se permiten de buscar medios honestos y convenientes para el remedio; de la misma manera y mucho más en la sociedad religiosa, a saber en la Iglesia, los fieles no deben levantarse contra su obispo, ni infamarle, sino que pueden acudir a los superiores mediatos, como serían los arzobispos, primados, patriarcas, para que estos o lo remedien de por sí mismos, o bien lo pongan en conocimiento del Supremo Pastor de la Iglesia, el cual tiene el oficio de confirmar (avisar y reducir al recto camino) a sus hermanos.

Si es así, ¿qué debemos decir de aquellos, que diciéndose católicos, temeraria y públicamente, aun por medio de periódicos, contradicen la enseñanza verdadera de un obispo? Pues este gravísimo yerro el autor o los autores del «Estudio Teológico» cometieron cuando en los periódicos se atrevieron a impugnar la carta del obispo de Yucatán en defensa de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe; y lo cometieron con la circunstancia agravante de desatarse contra el obispo y la aparición, cuando la Suprema Congregación Romana acababa de reprender gravísimamente el modo de hablar contra el Milagro o Apariciones de la Santísima Virgen de Guadalupe. Estos tales no sólo son temerarios teológicamente, y escandalosos, sino que rayan en cismáticos, pudiéndose decir de ellos lo que leemos en el Sagrado Libro de los Proverbios (capítulo 3, versículo 14). Laetantur cum male fecerint et exultant in rebus pessimis.

3.º Por volver ahora a nuestro asunto, otra cosa fuera si se tratara de la enseñanza de todo el Episcopado católico entero; porque en este caso, el Magisterio, sobre ser auténtico, es también infalible. Lo que quiere decir, que es absolutamente imposible sea falso lo que todo el Episcopado católico entero enseñare, y que por consiguiente todo lo que la Iglesia propone a los fieles es necesariamente verdadero; ni puede haber enseñanza alguna de la Iglesia que repugne evidentemente a los evidentes principios de razón. Contadas y bien   -13-   ponderadas son estas palabras, como a su tiempo se explicarán; porque, por dar alguna explicación, el mismo Dios que es autor de la luz de la razón en el orden natural, es también el autor de la luz de la fe en el orden sobrenatural. Luego es imposible que Dios por medio de su intérprete infalible, que es la Iglesia católica, me proponga como verdadera a la luz de la fe una cosa que a la luz de la razón fuese evidentemente falsa.

A este don de infalibilidad se refieren aquellos textos de la Escritura, en que solemnemente se repite que «el Salvador estará con su Iglesia todos los días hasta la consumación de los siglos; que el Padre en nombre de su Hijo mandará al Espíritu Santo, que es el Espíritu de verdad; que este Espíritu de verdad permanecerá con ella para siempre y le enseñará toda la verdad y todas las cosas; que la Iglesia es la Columna y el sostén firmísimo de la verdad; que las puertas, esto es, los poderes del infierno y del espíritu del error y de la mentira, nunca jamás prevalecerán, ni contra ella, ni contra la Piedra sobre que está edificada». Síguese, por tanto, que por ser infalible el Magisterio de la Iglesia, los hombres tienen un motivo, superior a todo motivo metafísico y racional, de tener por indudablemente verdadero todo lo que la Iglesia les propone; de donde nace también la estricta obligación, so pena de eterna condenación, de someterse a tal magisterio. Porque si tenemos por verdadero lo que nos constare por autoridad meramente humana, aunque río entendamos la íntima razón de lo que tal autoridad nos propone, con mucha más razón debemos tener por verdadero lo que la Iglesia con autoridad divina nos propone. Si testimonium hominum accipimus, testimonium Dei majus est: Si recibimos y acatamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios: así nos lo enseña San Juan Evangelista, a fin de que entendamos la injuria atroz que el hombre hace a Dios, cuando no reconoce la enseñanza que por medio de su Iglesia le propone (1 Josué 5, 9).

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Queda, pues, demostrado que el Episcopado católico es infalible, y qué su magisterio no solo es auténtico, sino también infalible: pero hay que notar una diferencia importante y esencial. Sólo el obispo de Roma, el Pontífice romano, por ser el sucesor del Príncipe de los Apóstoles en el primado y hacer las veces de Jesucristo, siendo como es el Jefe visible de la Iglesia, sólo, decimos, el Pontífice romano es personalmente infalible, sin depender esta infalibilidad personal del consentimiento de los otros obispos. Así siempre se ha tenido y acabó por definirse en el Concilio Ecuménico Vaticano. Esto no puede decirse de los otros obispos, tomando a cada uno de ellos separadamente, pues consta que tan solo reunidos con los otros obispos y en unión con el Pontífice romano y bajo su dirección (cum Potro et sub Petro) tienen la prerrogativa de la infalibilidad. Muy difícil por cierto hubiera sido en la práctica el Magisterio infalible del Episcopado católico, si de por sí solo el Pontífice romano no hubiese recibido del Salvador este don de personal infalibilidad. Porque no es tan fácil reunir a todos los obispos en un concilio general, o bien conocer de un modo equivalente a un Concilio el consentimiento de ellos sobre determinado punto de doctrina. Por otra parte, la gravedad de los negocios que se ofrecerían en el gobierno de la Iglesia universal, exigiría un remedio pronto y definitivo: lo que si fácilmente podría conseguirse con el magisterio personal infalible del Pontífice romano, no sin dificultad ni tan prontamente, como el caso pudiera exigirlo, se conseguiría, si fuese menester la definición de un Concilio Ecuménico. Dispuso, pues, el Salvador que para el gobierno de la Iglesia universal el Pontífice romano, su vicario, tuviese personalmente y sin depender del consentimiento de los otros obispos, aquel don de infalibilidad que prometió y comunicó a su Iglesia. Así desde su tiempo, hace más de trescientos años, en el Concilio de Trento defendía la infalibilidad personal del Pontífice romano el padre Diego Laínez, teólogo pontificio y prepósito general que después fue de la Compañía de Jesús.

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En dos palabras: en el Episcopado católico hay que distinguir, con respecto a su ejercicio, el magisterio que es meramente auténtico, del magisterio que es auténtico e infalible al mismo tiempo. El magisterio o enseñanza de cada obispo en su respectiva diócesis, si bien es auténtico y exige por derecho divino que su enseñanza sea tenida por verdadera y conforme a la de la cátedra de Pedro, no excluye sin embargo la posibilidad de errar: es auténtico, pues, pero no infalible. Pero el magisterio de solo el Pontífice romano en cuanto es obispo de la Iglesia católica, o bien el magisterio de todo el Episcopado, regido y dirigido por el obispo de los obispos, estero magisterio, decimos, es al mismo tiempo auténtico e infalible y excluye necesaria y antecedentemente toda posibilidad de errar.




ArribaAbajo- III -

La aparición de la Virgen examinada según la precedente doctrina


Vamos ahora a aplicar al hecho de la aparición de la Virgen en el Tepeyac, la enseñanza pastoral del Episcopado mexicano.

El hecho histórico de la aparición de la Virgen Madre de Dios en el cerro del Tepeyac, es un hecho atestiguado solemnemente por la enseñanza episcopal: y al magisterio episcopal por derecho divino pertenece, por ser un hecho sobrenatural y por hacer parte del culto eclesiástico y litúrgico en una palabra, por ser un hecho que pertenece a la Religión.

Pero no es la enseñanza de un solo obispo la que auténticamente, a saber, con autoridad propia e intrínseca a la dignidad   -16-   episcopal, atestigua este hecho, sino que es la enseñanza de toda la serie de los arzobispos de la ciudad de México, en cuya diócesis aconteció el hecho.

Ni es solamente la enseñanza episcopal de la arquidiócesis de México, sino que es la de todos los obispos de las tres provincias eclesiásticas; es la enseñanza de toda la Iglesia mexicana1.

Y esta enseñanza no es limitada tan sólo a los tiempos cercanos a la aparición, sino que es de todos los tiempos, continuándose, sin interrupción, de obispos a obispos, desde el año 1531 en que el hecho aconteció, hasta nuestros días y hasta más allá.

Y el decurso de los años no debilita ya ni disminuye esta enseñanza, antes bien la robustece y extiende cada día más a semejanza de aquellos árboles seculares que con los años echan raíces más profundas y adquieren más hermosura y lozanía. Prueba de esto, por citar uno que otro ejemplo son los cuatro templos a cual más suntuosos que en el lugar de la primera ermita, pobre y pequeña, se levantaron sucesivamente en el Tepeyac, y las grandiosas reparaciones y mejoras que en el Templo actual va promoviendo y llevando a cabo con tesón y denuedo el sabio y celoso Presbítero don Antonio Plancarte, benemérito por cierto de la Virgen de Guadalupe y de la Iglesia mexicana.

Pero lo que tiene mayor fuerza demostrativa de la verdad de este prodigio, es la piadosa y secular costumbre   -17-   que observa el Episcopado mexicano de celebrar cada año, turnándose las diócesis, una solemne función en el mismo Santuario de Guadalupe en el Tepeyac. Con estos solemnes cultos litúrgicos, los obispos mantienen y confirman en el ánimo de sus diocesanos la creencia del prodigioso acontecimiento, y protestan públicamente a la Virgen, que puesto que ella con su admirable aparición plantó esta mística Viña del Señor, ella misma es la que la conserva, preserva y defiende de todos males, alcanzándonos constancia en la Fe y valor en las tentaciones: in Fide constantiam, in tentatione virtutem.

Según se lee en el Calendario de Galván, celebran estas solemnes funciones anuales: la Mitra de México en enero, la de Puebla en febrero, la de Michoacán en marzo, la de Guadalajara en abril, la de Oaxaca en mayo, la de Yucatán y Sinaloa2 en junio, la de Durango en julio, las de Linares y de León en agosto, las de Querétaro y de Zacatecas en septiembre, la de Chiapas en octubre, la de San Luis Potosí en noviembre; y en diciembre la de Tulancingo, de Veracruz, de Colima, de Chilapa3, de Tabasco y de Zamora. No se leen los nombres de las diócesis de Sonora, de Tamaulipas4, ni del vicariato apostólico de la Baja California; y es de esperar que estas, así como las nuevas diócesis de Saltillo, de Chihuahua, de Tepic, de Cuernavaca y de Tehuantepec se apresuren a tomar parte en el tributo de este obsequio a la Patrona nacional, Santa María Virgen de Guadalupe.

En fin, esta enseñanza autoritativa no se contenta tan sólo con afirmar el hecho histórico de la aparición, sino que toma la defensa de él contra los ataques de uno que otro descarriado, echando mano de las censuras eclesiásticas y condenando de otros modos no menos eficaces a los insensatos y temerarios impugnadores. Nos referimos a la enérgica defensa que hicieron de la aparición tres arzobispos de México contra los desafueros de unos católicos extraviados; pues no hay para qué meterse con los heterodoxos, condenados por   -18-   su propio juicio y echados fuera de la Iglesia. Sabido es lo que hicieron el arzobispo Montúfar el año de 1556, el Arzobispo Haro el año de 1795, y la severa reprensión que por sí y por medio de la Suprema de Roma hizo, el año pasado de 1888 el actual Arzobispo Labastida.

Fijémonos algún tanto sobre las Actas Episcopales del Arzobispo Alonso de Montúfar, por ser tales, que, prescindiendo aun de la autoridad episcopal que por sí sola constituye toda una prueba jurídica, examinadas solamente según las leyes de crítica y los principios de la filosofía de la historia, son de una fuerza demostrativa indiscutible. Y por haber ya dicho algo sobre este punto en otros artículos, nos limitaremos nada más a unas someras reflexiones.

El ilustrísimo Alonso de Montúfar es todo un doctor y maestro en Sagrada Teología; de la esclarecida Orden de Predicadores, y por sus mismos émulos, por no decir enemigos, tenido por «sabio y letrado». Designado para heredar inmediatamente al venerable Zumárraga, llegó a México el año de 1554 veintitrés años después de la aparición. Desplegando luego su celo pastoral por la disciplina eclesiástica, celebró el año siguiente el primer Concilio provincial mexicano; y a los diez años después celebró el segundo. En 1570, poco antes de morir, promulgó cuarenta y dos reglas sobre el orden que debía observarse en el Coro, en las que no puede menos de admirarse el grande amor que demuestra por «el decoro de la Casa de Dios». He aquí en breves rasgos al obispo: vamos a sus hechos.

El primer Concilio provincial mexicano en el capítulo 34, decretó: -«Mandamos a los nuestros visitadores que en las iglesias y lugares píos que visitaren, vean y examinen bien las historias e imágenes que están pintadas hasta aquí: y las que hallasen apócrifas, las hagan quitar». Apócrifo quiere decir fabuloso, supuesto o fingido, que no corresponde a la verdad de la historia, o cuya autoridad es dudosa. Según esto, si la imagen de la Virgen Santísima de Guadalupe,   -19-   que se veneraba y se venera en su ermita del Tepeyac, no hubiese sido realmente sobrehumana, ni correspondiente a la verdad de la historia, sino fabulosa, supuesta o fingida, el Arzobispo Montúfar indudablemente la hubiera mandado quitar. Ni vale decir que siendo la imagen de por sí devota y representando a la Inmaculada, bastaría esto para dejarla expuesta al culto; porque en la persuasión de los fieles aquella imagen era sobrenatural por su origen y por su significación, pues la tenían como una prodigiosa señal de las Apariciones de la Virgen en aquel sitio, y con esta persuasión le tributaban culto público y eclesiástico. De ser falsa la aparición y el origen de la imagen se seguiría ser falso, y sobre falso, mentiroso y supersticioso el culto tributado: lo que de ninguna manera ningún obispo católico jamás permite. Pero es así que el Arzobispo Montúfar no sólo no quitó la imagen, antes bien perfeccionó la ermita y promovió el culto y la devoción a la Virgen aparecida; luego fuerza es decirlo que el Arzobispo Montúfar, en cuanto llegó a México, hizo las averiguaciones de derecho, y halló la historia de la aparición en todo verdadera y fidedigna. Es esta una consecuencia que necesariamente se deduce de los antecedentes, a saber: de la índole y carácter personal del arzobispo y de su extremado empeño en que todo lo que toca al culto divino estuviese conforme a los Sagrados Cánones.

Y por esta razón de haber hallado conforme a la verdad y Sagrados Cánones la historia de la aparición, aunque el Primer Concilio arriba citado, en el capítulo 72, decretaba que ni canten (los indios) cantares de sus ritos e historias antiguas, sin que primero sean examinados los dichos cantares por los Religiosos, o personas que entiendan muy bien la lengua, no obstante este decreto, el Arzobispo Montúfar no prohibió, antes bien permitió los cantares, en que «en metro se refería la milagrosa aparición de la Virgen Santísima y su bendita imagen: y en que se decía que su bendita imagen se había figurado en la manta o tilma...». En fin,   -20-   esta misma razón nos explica la grande energía con que el señor Montúfar instruyó todo un Proceso contra el descarado predicador, como queda dicho en los números arriba citados de nuestro opúsculo. Y si no procedió a infligirle las censuras eclesiásticas que por más de un título el extraviado predicador tenía merecidas (no hablamos de las en que incurrió tal vez ipso facto), fue porque así se lo dictaban la prudencia y mansedumbre cristianas, como queda explicado en el opúsculo «La Virgen del Tepeyac» impreso en Guadalajara el año de 1884 a la página 351.

De lo que hasta aquí se ha discurrido deducimos lógicamente estas consecuencias.

Primera. El hecho de la aparición atestiguado constantemente, desde el año de 1531 en que apareció, por una serie continuada de testigos, que, prescindiendo por ahora de su autoridad episcopal, merecen sin embargo entera fe y crédito según las Reglas de Crítica, es de tal manera cierto, que para dudar de su existencia fuera preciso renegar de toda fe y autoridad humana.

Segunda. El hecho de la aparición propuesto solemnemente a los fieles por una serie no interrumpida de maestros auténticos, los que por institución divina tienen autoridad y oficio de velar sobre todo lo que toca al culto y a la Religión, es tan cierto, que a la enseñanza episcopal que lo afirma se le debe en conciencia aquella sujeción de entendimiento que se llama y es obediencia.

Tercera. Aunque la enseñanza de los obispos de una o más provincias eclesiásticas sea auténtica, sí, pero no infalible de infalibilidad divina, sin embargo a esta enseñanza auténtica, por ejemplo del Episcopado mexicano, que propone la aparición de la Virgen en el Tepeyac, se le debe por derecho divino propia y verdadera obediencia. Porque la infalibilidad del que manda o propone algo al súbdito no es condición necesaria para aquella sujeción de entendimiento que se dice obediencia. Efectivamente, en el estado religioso   -21-   aprobado por la sede apostólica, y que se funda en los Consejos Evangélicos, se hace voto de obediencia al Superior que aunque tenga el lugar de Dios, no es sin embargo infalible. Véanse otras razones que alega el padre Suárez en el tomo cuarto de Religione, Tratado nono, Libro 4, capítulo 15, y S. Alfonso, Libro 4, 47.

¿Cómo, pues, no acatar la palabra autorizada de los obispos, cuando nos repiten lo que el santo y sabio obispo, Francisco de Paula Verea dijo en su admirable sermón u homilía que predicó en su Catedral de Monterrey el 12 de diciembre de 1870? Sus palabras son estas:

Vengo a dar un testimonio público y solemne de la antigua y piadosa creencia de la iglesia y a hacer algunas reflexiones conducentes a probar que la aparición es, no sólo creíble, sino fundada y razonable: que el principal beneficio que ha obtenido México con ella, es haberse afirmado y conservado en la santa y divina Religión de Jesucristo.



Cuarta. Luego, Don Estudio de lamentable memoria, cuando dijo que «de buenas a primeras ex abrupto no se debe negar la aparición cuando se trata de enseñanza pastoral», Don Estudio, decimos, habló «con falacias». Porque debía y debe decir: la enseñanza pastoral por derecho divino y de antemano («de buenas a primeras») exige obediencia, sumisión y no discusión. Y con lo que Don Estudio añadió por conclusión de su condenada carta, desobedeció por completo la enseñanza auténtica de los obispos mexicanos: desobedeció a su obispo.

Porque la conclusión ponzoñosa de la condenada carta es como sigue: «Quiera Dios pronto veamos... más que con falacias, con irreprochables documentos probándonos no ya el antiguo culto, sino la real y positiva aparición». Estas palabras quieren decir que la enseñanza pastoral ya no vale nada, ya no es uno de los «irreprochables documentos» con que se prueba la real y positiva aparición; sino que es una de las falacias. Sólo un católico-liberal podía hablar de este modo:   -22-   y tenemos retratado de cuerpo entero al catolicismo liberal. Veneno en el fondo, suavidad en la forma.

El hereje o el protestante depravado atacan las creencias católicas con formas bruscas y villanas; las ataca también el católico-liberal, pero con hipocresía jansenística, que diríamos con guantes de cabritilla, y los latinos decían con cuchillo mojado en la miel, litum melle gladium. Los herejes y los católicos-liberales convienen en la sustancia, difieren en el modo.

Según Don Estudio, en sustancia y en fondo la enseñanza pastoral del Episcopado mexicano no tiene valor demostrativo, se debe negar; pues quiere ver probada la aparición con irreprochables documentos: pero no se debe negar «de buenas a primeras, ex abrupto», sino solapadamente so pretexto... cualquiera. ¡Infeliz Don Estudio! «debes saber, decía San Cipriano a un tal Florencio, que quien no está con el obispo, no está en la iglesia». Si quis cum Episcopo non sit in sia non est (Ep. 69); y si no obedeces al obispo, «en vano pretendes conservar el nombre de católico», y es León XIII que te lo dice.

En resumen la enseñanza auténtica del Episcopado mexicano derrota a Don Estudio: falta verlo aplastado bajo el peso de la autoridad de la sede apostólica.




ArribaAbajo- IV -

Qué es lo que enseña la Iglesia


Hemos visto que el Salvador fundó su Iglesia a semejanza de una Familia, de donde la Sagrada Liturgia toma los nombres que a la Iglesia da de Familia del Señor, gran Familia de Dios. Por consiguiente, así como en la sociedad doméstica el padre de familia por su propia autoridad que recibió   -23-   de Dios dispone lo que pertenece al bien de todos y de cada uno; de la misma manera en la Iglesia los obispos, cada uno en su respectiva diócesis, y el Pontífice romano, que es el obispo de los obispos en toda la Iglesia católica, que es como si dijéramos su propia diócesis, rigen y gobiernan a los fieles en la vida sobrenatural de fe y de caridad. Y esto es lo que se llama Magisterio auténtico de la Iglesia.

La enseñanza ordinaria de cada obispo en su Diócesis es auténtica, a saber, con poder y autoridad que reciben de Jesucristo, Príncipe de los Pastores, pero invisible, por medio del Pontífice romano, su vicario y Jefe visible de su Iglesia; pero esta enseñanza no es infalible de infalibilidad sobrenatural. Con todo esto se les debe sincera obediencia, porque no es condición necesaria para ser obedecido que el superior que manda sea infalible de infalibilidad sobrenatural.

Por el contrario, la enseñanza ordinaria del Pontífice romano en el gobierno de la Iglesia católica es auténtica e infalible al mismo tiempo, aunque el modo con que propone su enseñanza no sea siempre acompañado de la misma solemnidad, como se verá, Dios mediante, en la tercera parte. Todo esto es lo que acabamos de explicar en la primera parte, en la que se trató del sujeto que nos enseña.

Vamos ahora a tratar del objeto que se nos enseña, lo que forma la segunda parte de esta Disertación. Pregúntase por tanto: ¿Qué es lo que el Magisterio de la Iglesia nos enseña? ¿Cuál es la extensión de esta enseñanza? ¿Cuáles son sus límites y de donde vienen estos límites?

Tenemos la respuesta en el Evangelio de San Juan. En el Sermón que en la última Cena el Salvador dirigió a sus Apóstoles, les dijo entre otras cosas: «Y el Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo aquello que Yo os hubiere dicho... Aquel Espíritu de verdad os enseñará toda la verdad y os anunciará todas las cosas que han de venir» (Juan 14, 26; 16, 13).

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1.º Pues bien; aquellas expresiones generales: «os enseñará todas las cosas, toda la verdad y todo lo que ha de venir», pueden tomarse en sentido absoluto y en sentido relativo. Sería en sentido absoluto si dijéramos que la Iglesia recibió el poder y autoridad de enseñar con Magisterio infalible todas las verdades sin excluir ninguna; y sería en sentido relativo si dijéramos que la Iglesia recibió el poder de enseñar con magisterio infalible5 tan solo todas las cosas, toda la verdad que de por sí o por conexión se refieren a la consecución de su fin, como es el de dirigir a los hombres a la bienaventuranza sobrenatural. Pregúntase, pues, ¿en cuál de los dos sentidos, absoluto y relativo, deben tomarse aquellas palabras?

La misma Iglesia nos dice que no siendo ella sino una continuación de la misión del Hijo de Dios en la tierra, y siendo que el Hijo de Dios, Jesucristo Nuestro Señor, vino a dar al mundo la vida sobrenatural de fe y de gracia, de visión y de gloria, se sigue que en vista de este fin, su Magisterio auténtico e infalible tiene por objeto todo lo que de un modo u otro tiene relación con esta vida sobrenatural. En otros términos, objeto del Magisterio infalible de la Iglesia es todo lo que se relacione con el cumplimiento de los tres deberes esenciales del hombre para consigo mismo, para con los otros y para con Dios. Lo que San Pablo expresó cuando dijo que «Dios Salvador nuestro se manifestó con su gracia a todos los hombres para enseñarnos que, renunciando a la impiedad y a los placeres mundanos, vivamos en este siglo sobria y justa y píamente» (Ad Titum 2, 12).

Efectivamente esto se deduce del mismo texto y contexto del sermón. Porque el texto original griego a la letra dice, que el Espíritu Santo conducirá a toda la verdad. En griego el artículo determinado ten, correspondiente a, nuestro artículo determinado la, antepuesto al nombre verdad, circunscribe la extensión de este nombre y denota no ya absolutamente toda verdad, sino toda verdad determinada, esto es, toda aquella verdad que tiene relación a un cierto orden. Cual sea este orden en el caso presente, nos lo dice el contexto: porque en aquel sermón en la persona de sus apóstoles hablaba   -25-   a todos los que les sucederían en el oficio que les había conferido; hablaba, en fin, a su Iglesia, que es su viviente personal Magisterio entre los hombres. Y puesto que el fin de la Iglesia es la eterna salvación de los hombres, síguese que las expresiones arriba citadas deben tomarse no ya en el sentido absoluto, sino en el sentido relativo al fin propio e intrínseco de la Iglesia, como queda dicho.

Y así siempre han sido entendidas aquellas palabras por todos los padres y doctores de la Iglesia. Por ejemplo, el padre Alfonso Salmerón que fue otro teólogo pontificio que San Ignacio de Loyola por orden del Papa mandó al Concilio de Trento, en el tomo nono de sus Comentarios sobre los Evangelios, explicando el texto citado dice así: «El Espíritu Santo, que es el Espíritu de verdad, conducirá la Iglesia a toda la verdad que se relacionare con la salvación, a saber: todo lo que debemos creer, esperar, amar, hacer y evitar; y esto según que el tiempo y lugar lo exigiere; y así anunciará todas las cosas que en la Iglesia han de venir» (Commentar. in Evang., tomo 9, tratado 69, página 530).

Pero hay que notar tres cosas. Primera: que sólo a la Iglesia pertenece determinar si esta o aquella enseñanza tenga relación o no con lo que se debe tener por todos los católicos: de suerte que ella sola determina los límites y objeto de su magisterio infalible, siendo primer efecto de su infalibilidad conocer de un modo infalible la extensión de su autoridad. Luego por el hecho mismo que la Iglesia hace uso de su autoridad sobre un asunto dado, hay que decir que allí se extiende su magisterio. Segunda: en lo que toca a ciencias naturales y estudios filosóficos, la Iglesia debe ser tenida como regla directiva, a saber: deben tenerse presentes las doctrinas de la Iglesia, a fin de que en las deducciones y aplicaciones de principios no se caiga en error. Para que nuestros lectores entiendan prácticamente lo que vamos diciendo, ponemos estos dos ejemplos. Los filósofos enseñaban: tot naturae, quot hypostases, tantas esencias o naturalezas hay,   -26-   cuantas personas. La Iglesia advierte que este principio vale solamente en el orden natural y según las reglas comunes. Porque en el orden sobrenatural tenemos el Misterio de la Santísima Trinidad, una sola esencia o naturaleza divina y tres Personas; y en el dogma de la Encarnación tenemos que en Jesucristo hay una sola Persona, la Persona del Verbo, en dos naturalezas, divina y humana: así es que Jesucristo es verdadero Dios, tanto en su naturaleza divina como en su naturaleza humana, por ser la Persona del Verbo la que subsiste en ambas naturalezas. También los filósofos decían que la extensión es propiedad esencial de los cuerpos. A esto la Iglesia responde que es dogma de fe que en el Sacramento del Altar verdadera, real y sustancialmente se contiene el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, vivo y glorioso así como en su estado natural está en el cielo. De donde se sigue que una cosa es extensión intrínseca, in ordine ad se y otra cosa es extensión extrínseca, in ordine ad locum, con relación al espacio o lugar que ocupa. La primera extensión es absoluta y se le debe al cuerpo, por cuanto es en sí una sustancia que tiene partes convenientemente dispuestas y ordenadas ente sí (quantitas intrinseca); la otra es relativa y se le debe al cuerpo, por cuanto está en relación con los demás (quantitas extrinseca). Esta misma extensión extrínseca puede considerarse o en cuanto es una propiedad que existe en el cuerpo, por la cual puede ocupar el puesto que le corresponde (extensio aptitudinalis) o en cuanto actualmente ocupa dicho espacio (extensio actualis). La primera es causa, la segunda es efecto. Es así que la causa puede existir sin el efecto, y por virtud divina puede la causa no producirlo en ciertas circunstancias; luego diciéndonos la fe que en donde antes había pan, allí hay el Cuerpo de Jesucristo; y viendo que las dimensiones de las especies sacramentales no son las del Cuerpo de Jesucristo, deducimos que Jesucristo está en el Sacramento con su extensión propia e intrínseca, in ordine ad se; retiene la propiedad de ocupar el espacio   -27-   correspondiente (extensio aptitudinalis): no lo ocupa actualmente porque para mayor mérito nuestro Él así lo dispuso. Por esta razón Pío IX con su infalible autoridad condenó siete proposiciones racionalistas, en que en resumen se enseña lo que se repite en la última, a saber: que «la Filosofía debe estudiarse sin tener ningún miramiento a la revelación sobrenatural» (Syllabus Propos. 8.ª-4.ª). Y en el Concilio Vaticano Pío IX volvió a condenar más solemnemente estos errores con el siguiente canon o solemne definición: «Si alguno dijere que las ciencias humanas han de tratarse de manera que sus aserciones, aunque contrarias a la doctrina revelada, deben tenerse por verdaderas, y que no puede la Iglesia proscribirlas y condenarlas, sea excomulgado, anathema sit» (Concilio Vaticano, capítulo 4, § 4, canon 2).

La tercera cosa que hay que notar es que a la Iglesia, a saber, a los obispos en sus respectivas diócesis y al Pontífice romano en toda la Iglesia; pertenece por derecho divino vigilar sobre la instrucción religiosa de los fieles; y por consiguiente Pío IX condenó cinco proposiciones, en que se volvió a negar este derecho de la Iglesia sobre la enseñanza (Syllabus, propos. 44.ª-39.ª).

2.º Volviendo ahora a la distinción que acabamos de hacer, aun en el supuesto de que las promesas referidas que «el Espíritu Santo enseñará toda la verdad, todas las cosas, anunciará todas las cosas que han de suceder», deben entenderse en sentido relativo al fin y misión de la Iglesia en la tierra, con eso y todo hay que profundizar y examinar todavía más la extensión de su significado. Desde luego debemos fijar nuestra atención sobre aquellas últimas palabras, et quae ventura sunt annuntiabit vobis; y os anunciará las cosas que han de suceder. Ya hemos visto que el padre Salmerón con todos los intérpretes las explican del modo siguiente: «Spiritu Sancto ducente Ecclesiam in omnem, suo tamen tempore et loco, veritatem», «enseñará el Espíritu Santo a la Iglesia toda verdad, empero a su tiempo y lugar». Mero esto no puede entenderse como   -28-   si el Espíritu Santo manifestase a la Iglesia una nueva verdad revelada que no se contenga ni explícita ni implícitamente entre las que ya le reveló; porque con los Apóstoles el Señor selló el depósito de su revelación a los hombres. Deben, por tanto, entenderse del oficio que la Iglesia tiene de explicar, proponer y defender a su tiempo y lugar la doctrina revelada que se le confió en depósito. Mas para proceder con acierto y claridad, hay que tomar las cosas desde un poco más arriba.

Aunque en sí la verdad es una, así como uno es Dios, fuente de toda verdad, el modo, sin embargo, de conocerla o el orden al cual pertenece con respecto a nosotros, es muy distinto: y es distinto no sólo por lo que toca al principio o luz con que se conoce, sino también por lo que toca al objeto de ella. Porque hay verdades que se conocen con la luz de la razón y pertenecen al orden natural, y hay verdades que se conocen con la luz de la fe, y estas pertenecen al orden sobrenatural, es decir, a aquel orden que está sobre las fuerzas de la luz natural de la razón, y que por consiguiente deben ser positivamente reveladas al hombre por Dios, fuente de toda verdad. Y aunque en el mismo orden sobrenatural se contengan verdades reveladas, las que pueden conocerse y realmente se conocen también con la luz de la razón, como son la existencia de Dios y sus atributos, la espiritualidad e inmortalidad del alma, los primeros principios o preceptos de moral y otros muchos, hay, sin embargo otras verdades, y en mayor número, que están sobre las fuerzas de la razón humana. Porque si de las verdades de orden natural podemos comúnmente conocer no solo su existencia, sino también su esencia, por sus íntimos y propios conceptos, de las verdades de orden sobrenatural, aun puesto el caso de que Dios nos las revele, podemos solamente conocer su existencia, pero la íntima razón de su esencia no la podemos conocer. Y por esto se nos impone la obligación de creerlas, esto es, tenerlas por indudablemente ciertas, aunque no alcancemos   -29-   a conocer su íntima razón; y estas verdades reveladas se llaman misterios, que es como si se dijese, verdades ocultas y sublimes que superan las fuerzas de todo entendimiento creado.

Nótese, empero, que si bien las verdades que nos propone la Revelación están sobre la razón o entendimiento humano, no por esto puede decirse que sean contra la mismo razón. Una cosa es decir «yo no entiendo cómo es esto», y otra cosa es decir «veo que esto se opone con positiva contradicción a los evidentes principios de razón». Lo primero nada contiene que sea contra la razón humana; pues en el mismo orden natural hay muchas cosas que no se entienden; por ejemplo, algunos hechos o fenómenos físicos, que por esto han dado en llamarlos misterios de la naturaleza. Ni de que no se entienda el cómo o la íntima razón de estos hechos, se sigue que pueda razonablemente negarse la existencia de los mismos. Lo segundo, sería verdaderamente contra la razón, si pudiera tener lugar; pero nunca jamás habrá tal oposición, porque es absolutamente imposible que la revelación nos proponga algo que sea evidentemente contrario a los evidentes principios de razón. Decimos oposición evidente, a saber, real y objetiva, para que no se confunda con la oposición aparente y subjetiva que proviene de los cortos alcances del que dijese ver tal oposición. Decimos evidentes principios de razón, como son las verdades fundamentales del orden moral o intelectual para que no se confundan con las aserciones gratuitas o hipotéticas y sistemáticas (probables a lo más, pero nunca evidentes) que se encuentran en los tratados de ciencias naturales y experimentales. Confirmose todo esto con la autoridad suprema del Concilio Vaticano: «Entre la Fe y la Razón nunca hay ni puede haber verdadero desacuerdo u oposición; siendo que el mismo Dios, que revela los misterios e infunde la fe, es el que dio al alma humana la luz de la razón. Pero Dios no puede negar a sí mismo, ni puede jamás la verdad contradecir a la verdad. Por tanto la   -30-   vana apariencia de esta supuesta oposición se origina principalmente, sea de que los dogmas de la Fe no fueron entendidos ni expuestos según la mente de la Iglesia, sea de que las gratuitas aserciones, fundadas no más que en opiniones, se toman por verdaderos principios de razón. Por consiguiente definimos que es absolutamente falsa toda aserción que sea contraria a la verdad que conocemos con la luz de la fe». Inanis autem huius contradictionis species inde potissimum oritur, quod vel fidei dogmata ad mentem Ecclesiae intellecta et exposita non fuerint; vel opinionum commenta pro rationis effatis habeantur. Omnem igitur assertionem veritati illuminatae fidei contrariaram omnino falsam esse definimus (Concilii Vaticani, Constitutio dogmatica de fide, capítulo 4).

3.º Podemos ya reducir a unas cuantas proposiciones todo lo que forma el objeto adecuado del Magisterio de la Iglesia, que es el de enseñar toda la verdad que se relaciona con su misión en esta tierra, de ser la luz del mundo para conducir a los hombres a la eterna salvación; y con esto quedará más claramente contestada la pregunta que forma la segunda parte de esta Disertación, cuando al principio se dijo: ¿qué es lo que se nos enseña por la Iglesia?

Primera. Oficio principal de la Iglesia es el de guardar el depósito de la Fe, conforme San Pablo encomendaba a Timoteo, obispo de Éfeso, ordenado por el mismo apóstol. Depositum custodi, «guarda el depósito» (1 Timoteo, capítulo VI, versículo 20). Por depósito de Fe, tomado en su más estricto sentido, se entiende el conjunto de las verdades reveladas por Dios al género humano, a saber, para el bien sobrenatural de los hombres. Verdades reveladas son aquellas que se llaman formalmente Palabra de Dios, y se contienen, parte en la Escritura sagrada, parte en la tradición divina o enseñanza de viva voz que Dios nos dejó por medio de sus enviados. Porque con el nombre de revelación no se entiende tan sólo la Sagrada Escritura (palabra de Dios escrita), sino que se entiende toda   -31-   manifestación que Dios hace de la verdad, primero por medio de la tradición (palabra de Dios no escrita), después por medio de la escritura, que es como un río que trae su origen del manantial primitivo de la tradición. A su tiempo, Dios mediante, se explicará que la Palabra de Dios se contiene en la escritura y en la tradición; aun más, antes en la tradición después en la escritura: no todo empero en la escritura; en fin, la tradición es anterior a la escritura, no sólo en el orden cronológico o de tiempo, sino también en el orden lógico o de conocimiento.

Segunda. Para este oficio de guardar el depósito de la Fe, la Iglesia recibió el don sobrenatural de maestra infalible en explicar, proponer y defender las verdades reveladas que por el Señor le fueron confiadas. La razón de esto es porque las verdades que Dios quiso manifestar a los hombres por medio de sus enviados o legados inspirados, no se contienen todas del mismo modo en la Revelación; unas se contienen formalmente, otras virtualmente, y de las que se contienen de un modo formal, unas se contienen implícitamente y otras explícitamente. En estos casos la Iglesia, como juez y maestra infalible, distingue, primero, la verdad revelada de la que no es revelada, sea que se contenga en la tradición, sea que se halle registrada en la escritura; después determina el sentido de las verdades que de un modo formal y explícito se contienen en la revelación; a su tiempo y lugar explica más claramente lo que implícitamente en ella se contenía, y si lo cree oportuno, lo propone a creerlo explícitamente a los fieles; y cuando el orgullo satánico del juicio privado se levanta contra una verdad revelada, la Iglesia la defiende contra todos los ataques «de las gratuitas aserciones, fundadas no más que en las opiniones, tomadas por verdaderos principios de la razón».

Tercera. Como ya arriba se dijo, en muchas materias uno mismo es el objeto de la revelación   -32-   y de las ciencias naturales, lo que quiere decir que se contienen en la revelación muchas verdades que se conocen también con la luz natural de la razón. En la Filosofía, por ejemplo, sea teórica, sea práctica, en la Historia, en la Geología, en la Etnografía, y vayamos discurriendo así por otras ciencias naturales, hállanse muchas verdades y las que, o son al mismo tiempo reveladas, o bien tienen tanta conexión con estas, que sin aquellas las mismas verdades reveladas no podrían guardarse en toda su amplitud, ni explicarse, proponerse o defenderse convenientemente. Por consiguiente, la Iglesia, que es infalible, como queda, dicho, en todo lo que pertenece a las verdades reveladas, lo es también con respecto a aquellas verdades que, aunque en sí no sean reveladas, tienen sin embargo conexión con las que lo son y se contienen en el depósito de la fe. De manera que así como la Iglesia o el Pontífice romano, en fuerza de su infalible magisterio, puede dar una definición infalible de una verdad revelada, enseñando que realmente la verdad se contiene en la revelación, de la misma manera con infalible autoridad puede dar una definición infalible de una verdad en sí no revelada, pero que está en conexión con las reveladas.

Pero hay que notar una diferencia: cuando el Pontífice romano, por ejemplo, nos propone un dogma, a saber, una verdad como revelada, el motivo de creerla o tenerla como tal, es la autoridad de Dios que la revela por medio de su intérprete infalible, y el acto de creerla es un acto de fe inmediatamente divino. Por lo contrario, cuando el Pontífice romano con su infalible definición propone una sentencia como verdadera pero no ya como revelada, el motivo de creerla o tenerla como tal, es la autoridad revelada del proponente, a saber, la infalible autoridad del Pontífice mismo, tenida por fe divina, y el acto de tener aquella sentencia por verdadera, es un acto de fe mediatamente divina; porque, como enseñan los teólogos, este acto de fe se resuelve en una verdad revelada, como es la infinita autoridad de Dios que nos revela la infalibilidad del Magisterio de la Iglesia. En otros   -33-   términos: la palabra definición quiere decir juicio solemne del obispo de la Iglesia católica, es decir, del Pontífice romano. Este juicio puede tener por objeto o una verdad que de algún modo se contiene en la revelación, o bien de una verdad que, aunque en sí no sea revelada ni se contenga la en la revelación, tiene sin embargo con esta mucha conexión. En el primer caso la definición propone un dogma, o una verdad infaliblemente revelada; en el segundo: caso la definición propone una verdad infaliblemente cierta, a saber, enseña una proposición infaliblemente verdadera. Es por consiguiente una verdadera contradicción decir que el Pontífice romano no es infalible cuando propone una sentencia como verdadera, porque dicen, esta proposición no es dogma de fe. Como si no hubiéramos visto que por la asistencia del Espíritu Santo la Iglesia es infalible en enseñar toda la verdad, sea revelada, sea no revelada, con tal de que se relacione con la revelación y con la misión que tiene en esta tierra de conducir a los hombres a la eterna salvación.

Cuarta. También con las verdades reveladas tienen conexión algunos hechos contingentes, en materia de dogma, de moral, de cultos o de perfección evangélica. Si, fundado en alguno de estos hechos, el Pontífice romano ejerce su magisterio universal, ya es imposible dudar de la existencia y realidad de aquel hecho, pues se seguiría que el Pontífice romano nos propondría como existente y relacionado con la revelación un hecho que realmente no existe: pero esto es directamente contra el dogma de la infalibilidad; porque siendo el Pontífice romano infalible en guardar, explicar, proponer y defender el depósito de la Fe, es también infalible en el juicio acerca de la intensidad y extensión de su propia autoridad o infalibilidad, o lo que es lo mismo, es infalible en el juicio sobre las condiciones y objetos de su magisterio.

Cuando, pues, el Pontífice romano condena unas proposiciones como están en tales y tales libros, por ser contrarias al dogma, a la moral, a la doctrina católica, ya es indudable   -34-   que en tales libros se contienen tales proposiciones.

Cuando el mismo supremo pastor propone a los fieles que tal y tal regla, compuesta por unos fundadores de órdenes religiosas, es uno de los medios seguros para conseguir la perfección de los consejos evangélicos, ya es absolutamente cierto que los que profesaren dicha regla están en el estado de perfección cristiana, la que infaliblemente conseguirán si observan exactamente dicha regla.

Cuando, apoyado en unas apariciones o milagros, el Sumo Pontífice instituye las Fiesta del Carmen, del Rosario, de la Merced, de Corpus y del Santísimo Corazón de Jesús; cuando afirma que por la intercesión de tal siervo de Dios hubo tales y tales milagros; o decreta que el tal siervo de Dios debe ser venerado, invocado y tenido como Santo, ya es incontestable el hecho de las apariciones, la realidad de los milagros, la existencia de tal Siervo de Dios y su gloria en el cielo. Estos hechos, si recae sobre ellos un juicio solemne del Pontífice romano, se llaman en teología hechos dogmáticos, facta dogmatica.

Pero del modo más o menos solemne de que hace uso el Pontífice romano en el ejercicio de su magisterio se tratará Dios mediante, en la tercera parte de esta disertación.

Corolario. Apliquemos estos principios al hecho de la aparición de la Virgen en el Tepeyac.




ArribaAbajo- V -

Aplicación de los principios expuestos a la aparición


La aparición de la Virgen en el Tepeyac es objeto propio del magisterio de la Iglesia porque es un milagro o manifestación sobrenatural extraordinaria de Dios a los hombres,   -35-   y porque al mismo tiempo es el fundamento inmediato y la razón próxima del culto litúrgico que a la Virgen, como aparecida y por aparecida, le tributamos.

Es así que el magisterio de la Iglesia se extiende a toda manifestación sobrenatural y a todo objeto y razón próxima del culto litúrgico.

Luego si el magisterio de la Iglesia nos propone como real y verdadero el hecho de la aparición, ya es imposible que este hecho sea falso, o que no haya habido tal aparición. Por consiguiente las desaforadas griterías (originadas sea de la ignorancia, sea de la malicia) de unos cuantos sobre el silencio (supuesto) de los contemporáneos, y la falta (supuesta) de documentos fehacientes, nada prueban contra la aparición, y solo manifiestan la falsedad histórica y el error teológico en que infelizmente se han hundido los opositores.

Vamos a dar en unas cuantas proposiciones la exposición y demostración de este punto.

Primera proposición. Como hemos visto, para que una proposición sea tenida por dogma de fe, a saber, por verdad revelada y con la obligación para todos los fieles de creerla, so pena de herejía formal, son indispensables estas dos condiciones6, las que más adelante con la ayuda de Dios se explicarán. La primera es que la proposición se contenga a lo menos implícita o virtualmente en el depósito de la Fe, es decir, en la revelación católica hecha a toda la Iglesia por legados de Dios, auténticos e inspirados; la segunda es que formalmente como revelada sea propuesta a creer a todos los fieles por el magisterio de la Iglesia, o en un Concilio ecuménico, o en unas Actas solemnes del Pontífice romano.

Ahora bien; es evidente que la verdad de la aparición de la Virgen en el Tepeyac no se contiene en la revelación hecha por legados auténticos e inspirados, como los profetas y apóstoles. Por consiguiente, esta aparición no puede declararse como si estuviese incluida en el depósito de la revelación católica, cuando realmente no lo está. Luego cometen   -36-   un disparate garrafal imperdonable los que no admiten la verdad de la aparición, «porque no ha sido todavía declarada como dogma de fe». Así andan diciendo unos sabiondos que han olvidado completamente los primeros principios de teología dogmática. Y con esto cometen otro disparate no menos mayúsculo y muy lamentable, como es el de enseñar que sólo a los dogmas de fe está obligado a someterse un católico; incurriendo de este modo en la proposición 22.ª condenada en el Syllabus por el magisterio infalible de Pío IX, y en otras censuras teológicas según el estilo de las congregaciones romanas, coma se dirá, Dios mediante, en la tercera parte de esta disertación.

Segunda. Hemos dicho «Revelación católica» o dirigida a toda la Iglesia por medio de legados inspirados, porque los teólogos con Santo Tomás de Aquino [2. 2. Q. 1, a. 1.] distinguen entre el objeto de fe católica y el objeto de fe teológica. Pertenece a la Fe o revelación católica tan solamente lo que se contiene en el depósito de la revelación de Dios a los hombres por medio de sus legados: pertenece a la fe teológica todo lo que Dios ha revelado, o por medio de sus legados, o reveló y revelará a personas privadas, a saber, a personas que no tienen el carácter de legados de Dios para con su Iglesia. Por consiguiente, toda verdad que es creída por fe católica, lo es también por fe teológica; pero no toda verdad creída por fe teológica es creída por esto mismo como objeto de fe católica. Oigamos al padre Suárez: «con respecto a la materia, llámase fe católica aquella doctrina que es propuesta para que toda la Iglesia universal la crea: pues lo mismo es doctrina católica y doctrina universal. La fe teológica es de mayor extensión, porque contiene todo lo que fuere revelado por Dios, aunque no pertenezca a la doctrina común a toda la Iglesia (al depósito de la Fe)» -De Fide, Disp. 3, Sect. 10, n. 3.

«A la fe teológica, prosigue el padre Suárez con los teólogos, pueden pertenecer aquellas célebres revelaciones y apariciones   -37-   que se leen en la vida de los santos y que son comúnmente recibidas en la Iglesia por haber dado origen a muchas fiestas y devociones, sea en toda la Iglesia universal, sea en unas provincias eclesiásticas o naciones». Por consiguiente, puede también pertenecer a la fe teológica el hecho grandioso de la aparición de la Virgen en el cerro del Tepeyac, por verificarse en ella cabalmente todo lo que la congregación de ritos exige, a fin de que «no quepa ninguna duda de lo sobrenatural y divino de ella», como más de una vez escribe Benedicto XIV (De Beatif. et Canoniz., Libro 3, capítulo 51, número 3; capítulo 52, número 3; capítulo 53, número 9; Libro 4, parte 1, capítulo 32, número 11-14).

Pero de esto, por exigir una disertación aparte, se tratará Dios mediante, en otra ocasión.

Lo que por ahora debemos notar es que otros teólogos, aunque por lo que toca a la sustancia de la doctrina, enseñan lo mismo que enseña el padre Suárez, difieren sin embargo en el uso y en la definición de los nombres de fe católica y fe teológica. Para que pues no se piense haya contradicción y se entiendan los pasajes que en seguida se pondrán, es de saber que el padre Silvestre Mauro, el Cardenal de Lugo, y el Cardenal Franzelin con otros muchos hacen distinción entre la fe católica, la fe divina y la fe teológico-científica. Conviene con él Suárez en lo que toca a la fe católica, a la cual pertenece todo lo que Dios ha revelado a toda la Iglesia y se contienen en el depósito de la revelación.

Pero llaman fe divina lo que el Suárez dice teológica, y comprende todo lo que Dios manifestó y manifestare por medio de personas privadas, a saber, no enviadas como legados a la Iglesia, ni inspiradas. Y llaman fe teológico-científica aquella proposición que se tiene por verdadera en cuanto formalmente se considera cómo deducida en fuerza de la consecuencia, esto es, de la conexión objetiva que hay entre las premisas o proposiciones antecedentes, y el consiguiente o la conclusión. Las proposiciones así deducidas por raciocinio llámanse conclusiones teológicas; entendiendo con este nombre   -38-   aquella ciencia que lleva el nombre de Teología.

Todos en fin convienen en que bajo el nombre de fe eclesiástica se entiende aquel acto con que se tiene por infaliblemente verdadera una proposición por (en fuerza de) la autoridad de la Iglesia o del Pontífice romano que la propone. Y como que la infalibilidad del magisterio de la Iglesia o del Pontífice romano es una verdad revelada, se sigue que el acto de fe eclesiástica llámase y es acto de fe mediato-divina.

Tenemos por tanto los grados siguientes: fe católica, fe divina, fe eclesiástica, fe teológico-científica, y en fin fe lógica o humana en el orden natural, o de la razón.

Algo más, Dios mediante, se dirá sobre este punto en la tercera parte.

2.º Tercera. Hemos visto también que el Pontífice romano no solamente es infalible cuando propone una doctrina como revelada, a saber, como contenida en el depósito de la Fe católica, sino que es igualmente infalible cuando enseña una proposición como verdadera, la que aunque de por sí no se contiene en la revelación, tiene sin embargo con esta mucha conexión. A esta clase pertenece el hecho histórico de la aparición de la Virgen en el Tepeyac, y vamos a explicarlo y demostrarlo brevemente.

Antes de todo hacemos notar que en las Actas de la sede apostólica hay que distinguir dos cosas: la sustancia de las Actas y la solemnidad de las mismas. La sustancia de las Actas consiste en la afirmación que en su propio nombre hace el Pontífice de lo que en ellas se contiene: y la solemnidad de las Actas consiste en el modo más o menos autoritativo y eficaz con que son o redactadas o publicadas. En nuestro caso la sustancia de las Actas de la sede apostólica, consiste en la afirmación del hecho de la aparición, y la solemnidad consiste en el modo con que se afirma esta verdad histórica. Al presente nos ocupamos de la sustancia de estas Actas, y con palabras muy bien contadas y ponderadas establecemos la siguiente proposición: «El Pontífice romano, con autoridad   -39-   apostólica, ha aprobado, con aprobación positiva la aparición de la Virgen en el Tepeyac; fundado en este acecho prodigioso, con concesión motivada concedió en honor de la Virgen aparecida y por aparecida las tres solemnes manifestaciones del culto litúrgico y eclesiástico, como son: Fiesta solemnísima de precepto, oficio y misa propia, y el título de patrona principal de la nación mexicana; luego, deducimos, es imposible que la aparición sea falsa y que la bendita imagen no sea sobrenatural».

Hay que demostrar la proposición y la deducción.

Prueba de la proposición. Valga por todas las Actas de la sede apostólica, la Bula que Benedicto XIV expidió el 35 de mayo de 1754. Antes de reproducir las cláusulas principales de este irrefragable documento; hacemos notar que se llama aprobación positiva cuando, después de haberse instruido el proceso apostólico, a más del proceso diocesano, sobre la verdad del hecho, el Sumo Pontífice lo afirma en sus Actas (De Beatif. et Canoniz., Libro 1, capítulo 40, número 1). En nuestro caso para «la milagrosa aparición de la Virgen de Guadalupe» en el Tepeyac, hubo escrituras auténticas, mandadas a Roma en 1663; hubo proceso apostólico en 1666, remitido también a la Congregación de ritos; y hubo, en fin, otros documentos jurídicos que el padre Juan Francisco López, encargado de la nación mexicana en Roma, presentó al mismo Soberano Pontífice Benedicto XIV. Concesión motivada es la que se otorga precisamente en vista de las razones y motivos que se alegaron para conseguirla. En nuestro caso, el padre López, en nombre de los mexicanos pidió y consiguió las tres manifestaciones del culto litúrgico arriba mencionadas, en honor de la Virgen María que apareció y por haber aparecido en el Tepeyac. La solemne expresión «con autoridad apostólica», significa que el Pontífice romano hace uso de aquel primado poder supremo que en la persona del Príncipe de los apóstoles el Salvador concedió a los que sucedieren a San Pedro en el gobierno de la Iglesia católica.

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Nótese también que comúnmente la Congregación de ritos no acostumbra ocuparse en examen de apariciones, hasta el punto de que cuando a la aparición se sigue un milagro, por ejemplo, una curación instantánea, la congregación se ocupe en averiguar esta curación, y prescinde completamente de la aparición que hubo. No obstante esto, hubo casos en que tuvo que examinar unas apariciones; pero no siempre fueron aprobadas con autoridad de la sagrada Congregación, tan sólo por falta de documentos jurídicos, aunque extrajudicialmente constase de la verdad de ellas (Loc. cit., Libro 4, parte 1, capítulo 8, número 1). Generalmente, como afirma Benedicto XIV, «en las apariciones de la Santísima Virgen se funda la sagrada Congregación para conceder el oficio y misa propia»: Beatissimae Virginis Apparitiones fundamentum suppeditasse concessioni Oficii. Y, en efecto, prosigue, a las apariciones de la Virgen María se debe la concesión del oficio y misa para las Fiestas del Pilar, del Carmen, del Rosario, de la Porciúncula, de la Merced y otras muchas; y aun la aprobación de órdenes religiosas, como son las de San Francisco, de la Santísima Trinidad, de la Merced, de los Siervos de María, etc.

Entre las apariciones aprobadas «con autoridad de la sagrada Congregación de ritos», hay la aparición de la Virgen en el cerro del Tepeyac, como consta por el decreto que expidió el 24 de abril de 1754, con que aprueba el oficio y misa propia, y al fin de la sexta lección se pone en sustancia todo el hecho histórico de la aparición. Porque allí la misma Congregación refiere que la Virgen apareció a un piadoso neófito en un lugar cerca de México, y le mandó se le construyese un templo, allí, en donde había aparecido; que su imagen de como la había visto el neófito se apareció maravillosamente pintada (mirabiliter picta apparuisse fertur); que esta Santa Imagen, colocada en un magnifico templo, es venerada por un gran concurso de pueblos y un gran número de milagros (ingenti colitur populorum ac miraculorum frequentia): que siendo la Santa imagen un muy poderoso amparo   -41-   contra las calamidades privadas y públicas, el Arzobispo de México y los demás obispos, por consentimiento de todas las clases de fieles (omnium ordinum consensione), eligieron a la Virgen de Guadalupe, por patrona principal de la nación; y que, en fin, Benedicto XIV con autoridad apostólica confirmó el patronato y concedió misa y oficio propio bajo el título de la Beatísima Virgen de Guadalupe». Y nótese bien que aquella expresión «fertur» de que hace uso constantemente en casos semejantes la sagrada Congregación, no significa ya un «se dice» o sea una noticia sin fundamento; pues hemos visto que para la concesión del oficio, la verdad probada de la aparición sirve de fundamento; sino que quiere decir que el hecho milagroso se prueba ex monumentis ecclesiasticis, ex inconcussa traditione, por los documentos eclesiásticos y por la tradición, como con muchos ejemplos lo demuestra el mismo Benedicto XIV en cuatro largos capítulos (Libro 4, parte 2, capítulos 7-10). En prueba de esto refiere el mismo Pontífice que para el Oficio de la traslación de la Santa Casa de Loreto, se concedió se insertaran al fin de la sexta lección algunas palabras relativas a la dicha traslación: lo que se hizo después de haberse plenamente discutido el negocio en el seno de la Congregación de sagrados ritos, asistiendo el mismo Pontífice, que a la fecha tenía el cargo de Promotor de la Fe. Inserta fuerunt nonulla verba ad praedictam Translationem pertinentia, idque factum est re plene discussa in Sacrorum Rituum Congregatione, die 16 septembris 1699.

Con razón, por tanto, el célebre periódico La Civilttá Cattolica que se imprime en Roma, en un artículo que publicó el 20 de septiembre de 1890 repetía en la página 668:

A pesar de la verdad y certeza de las apariciones que dieron origen a innumerables santuarios, especialmente de la Santísima Virgen, es de admirar el modo circunspecto y reservado, con que aun en estos casos procede la Iglesia: la cual en los mismos diplomas en que aprueba la fundación de   -42-   este o de aquel Santuario, y les concede gracias y privilegios, las más veces omite mencionar la aparición, de la cual tuvo origen el santuario, o bien, si la refiere, lo hace con las expresiones, ut fertur, ut pie creditur. Pero con esto la Iglesia no entiende sembrar dudas, ni autorizar el escepticismo sobre los hechos, en los cuales cada entendimiento, no obcecado de perjuicios, ve claramente la intervención sobrenatural: sino que solo se obtiene de dar una sentencia, la cual muchas veces sería muy difícil formularla en fuerza de rigurosos procedimientos jurídicos, y después de todo porque nada en práctica seria necesaria...» (Serie 14.ª, Vol. 7.º, § XXV Las visiones, la Medicina y la Iglesia7).

3.º Atendida la proverbial extremada severidad de la Congregación de ritos, para la certeza jurídica de la aparición de la Virgen en el Tepeyac, bastaría saber que esta aparición fue aprobada con autoridad de la Congregación de ritos,   -43-   y tomada como fundamento de la concesión del oficio y misa propia. Pero hay algo más todavía: la aprobación apostólica.

En efecto; el padre López consiguió más de lo que deseaba y había pedido: porque lo que en la súplica pidió, hubiera podido el Sumo Pontífice conceder por medio de un rescripto de la Congregación de ritos, que es lo que comúnmente se estila. Pero Benedicto XIV, conmovido a la relación que de viva voz el padre López le hizo del prodigio de la aparición, e informado de que en la Secretaría de la Congregación de ritos se habían examinado las escrituras auténticas y otros documentos que confirmaban plenamente el hecho, expidió aquel célebre documento, que en propios términos lleva el nombre de Litterae Apostolicae. «Cartas apostólicas de nuestro Santísimo Padre el Papa Benedicto XIV». De este modo el Papa «hizo más por los mexicanos y en obsequio de la Virgen guadalupana, que por los italianos en honor de la Santa Casa de Loreto», según el mismo Pontífice dijo al padre López. Porque, para la concesión del oficio y misa en la fiesta de traslación de la Santa Casa de Loreto, no hubo más que un sencillo descripto de la Congregación de ritos; mientras en honor de la Virgen de Guadalupe el mismo Soberano Pontífice en su nombre y con sus Cartas apostólicas quiso exponer lo que había concedido.

En esta Bula el Sumo Pontífice en primer lugar inserta por entero la súplica del padre López con su relación de la aparición; después inserta también el oficio y misa propia con el decreto de la Congregación de ritos. Y es de notar que expresamente el padre López puso en la relación que «como Juan Diego desplegó su tilma ante el obispo, al caer de las rosas se apareció pintada en la misma tilma, no solo sobre, sino contra todas las reglas de pintura, la Imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe: non modo supra, verism etiam contra omnia picturae praecepta apparuit Beatissimae Virginis Imago Guadalupana».

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Después de esto Benedicto XIV sigue así:

Nos, por tanto, habiendo atentamente considerado todo lo que se contiene en la preinserta súplica y decreto... accediendo a estas súplicas; en primer lugar, a la mayor gloria de Dios Todopoderoso, para aumento del culto divino y en honor de la bienaventurada siempre Virgen María Madre de Dios; por el tenor de estas Cartas aprobamos y confirmamos con autoridad apostólica la elección de la Santísima Virgen María bajo el título de Guadalupe en patrona y protectora de la Nueva España, cuya sagrada imagen se venera en la magnífica Iglesia colegiata extramuros de la Ciudad de México; con todas y cada una de las prerrogativas que según las rúbricas del breviario romano se deben a los santos patronos y protectores principales: elección que fue hecha así por el consentimiento de nuestros venerables hermanos los obispos de aquel reino y del clero secular y regular, como por los sufragios y votación de los pueblos de aquellos Estados. Después de esto, aprobamos y confirmamos el preinserto oficio y misa con octava: y declaramos, decretamos y mandamos que la Madre de Dios, llamada Santa María de Guadalupe, sea reconocida, invocada y venerada como patrona principal y protectora de Nueva España. Además; a fin de que en lo venidero la solemne memoria de tan gran patrona y protectora sea celebrada con mayor obsequio y devoción que antes, y con los debidos cultos de rezos de los fieles del uno y otro sexo que están obligados a las horas canónicas, con la misma autoridad apostólica concedemos y mandamos que la fiesta anual del día 12 de diciembre, en honor de la Santísima Virgen María de Guadalupe, sea en perpetuo celebrada con rito doble de primera clase con octava, y que se rece el preinserto oficio y se celebre la preinserta misa.



Cuanto más considero bajo el punto de vista teológico estas autorizadas palabras, tanto más convencido quedo de la verdad de la aparición, tan solemnemente atestiguada por el   -45-   vicario de Jesucristo. ¡Es cuanto se puede decir! un acto pontificio emanado formalmente de la autoridad apostólica del sucesor del Príncipe de los apóstoles, y expresamente dirigido a la mayor gloria de Dios Todopoderoso, al aumento del culto divino, y a honrar a la siempre Virgen Madre de Dios (tres motivos, a cual más sagrados), no puede tener por fundamento sino la verdad de la aparición. Y no contento el Padre Santo con haber confirmado la elección hecha por los mexicanos del Patronato nacional de la Virgen de Guadalupe, el mismo Sumo Pontífice en su propio nombre declara, decreta y manda que la Virgen de Guadalupe sea reconocida, invocada y venerada como Patrona nacional de México, y manda por consiguiente que se use en la sagrada liturgia el oficio y misa propia, que, sobre haber sido aprobado por la Congregación de ritos, él mismo vuelve a aprobar y confirmar con su apostólica autoridad.

Otro argumento, en confirmación, puede deducirse del decreto que la Congregación de ritos expidió para la fiesta de la traslación de la Santa Casa de Loreto. «Que la Santa Casa de Loreto sea la misma en que el verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, se demuestra así por los diplomas pontificios y por la celebérrima veneración de todo el Orbe, como por la continua virtud de milagros y por las gracias de celestes beneficios». Es así que lo propio se verifica en el hecho histórico de la aparición, como consta a todos y vamos exponiendo. Luego los diplomas pontificios, la extendida y arraigada devoción de los mexicanos, y los milagros obrados, y los celestes beneficios concedidos, demuestran la verdad de la aparición de la Virgen en el Tepeyac.

Un tercer argumento, llamado de paridad, a pari, confirmará siempre más nuestra proposición.

El inmortal Pío IX en su Bula dogmática de la Inmaculada Concepción, entre otras cosas que expone antes de promulgar su definición dogmática, enseña que la Iglesia Romana siempre tuvo por verdadera la doctrina sobre la Inmaculada   -46-   Concepción, y he aquí como lo prueba. «Efectivamente, los Pontífices romanos, nuestros predecesores, gloriáronse mucho de instituir con su autoridad apostólica la fiesta de la Concepción en la Iglesia Romana, y distinguirla y darle realce con la concesión del oficio y misa propia, en que manifiestamente se afirmaba el privilegio de la Concepción sin la mancha hereditaria; y de promover y aumentar con todo empeño el culto y a establecido, sea con conceder indulgencias, sea con permitir a las ciudades, provincias y reinos que eligieran por Patrona a la Madre de Dios bajo el título de Inmaculada Concepción, sea con encomiar la piedad de los que construyesen monasterios y hospitales, o erigiesen altares y templos bajo la advocación de la Concepción Inmaculada, o se obligasen con juramento a defender la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Además de esto, con muchísimo gusto nuestros predecesores decretaron que la fiesta de la Inmaculada Concepción se tuviese en el mismo orden y honor que las fiestas solemnes con octava, y que fuese también fiesta de guarda» (Bulla Dogmat., «ineffabilis Deus», § 2).

Vamos a la aplicación. Según enseña Pío IX en su Bula Dogmática, todas y cada una de estas concesiones apostólicas otorgadas antes de la definición solemne, eran nada menos que una manifestación que hacían los Pontífices romanos de la verdad del privilegio de la Inmaculada Concepción.

Es así que, exceptuada una que otra, la sede apostólica otorgó semejantes concesiones en honor de la Virgen aparecida en el Tepeyac. Luego todas y cada una de éstas concesiones apostólicas son una manifestación que hicieron los pontífices romanos de la verdad de la aparición de la Virgen María en el cerro del Tepeyac. véanse para estas concesiones, a más de la Bula que vamos citando, los diplomas pontificios y rescriptos de las congregaciones romanas en los autores guadalupanos, por ejemplo, en las obras del canónigo doctor don Agustín de la Rosa, y del cura vicario foráneo don Fortino Hipólito Vera, ahora canónigo de la Colegiata de Guadalupe.

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4.º Hemos demostrado que la sede apostólica propone y supone en sus Actas como verdadera la aparición de la Virgen en el Tepeyac. Queda por demostrar la conclusión, que es: Luego es imposible que la aparición de la Virgen sea falsa, y que su bendita imagen no sea sobrenatural.

Prueba. El culto divino y religioso debe necesariamente fundarse en la verdad de su objeto. Es así que «para aumento del culto divino» Benedicto XIV concedió en honor de la Virgen aparecida en el Tepeyac las tres solemnes manifestaciones litúrgicas y religiosas arriba mencionadas. Luego es imposible que la aparición de la Virgen sea falsa y que su bendita imagen no sea sobrenatural.

De este silogismo la proposición menor queda ya demostrada con las cláusulas citadas de las Cartas apostólicas de Benedicto XIV. Hay que demostrar la proposición mayor.

No hay cosa tan solemne en la Iglesia de Dios como los actos de religión, con los que tributamos a Dios el debido obsequio de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad: tanto es así, que la misma Iglesia católica lleva el nombre que los Santos Padres le dieron de religión cristiana, religión católica, porque sólo en ella se guardó siempre sin ninguna mancha de error el culto legítimo que debemos rendir a Dios (in qua semper immaculata custodita fuit religio).

Primera propiedad del culto divino es que no contenga ninguna falsedad ni en el objeto ni en el modo; de suerte que si en él hubiese tan sólo algo de falsa, ya seria injurioso a Dios a quien se le tributa, y dañoso al hombre que se lo tributara et ideo si per cultum exteriorem aliquid falsum signicetur, erit cultus perniciosus... Cultus continens falsitatem non pertinet proprie ad invocationem Dei quae salvat; por consiguiente el culto que contiene alguna falsedad no pertenece propiamente a la invocación de Dios por la cual conseguimos la salvación. Así Santo Tomás de Aquino con los teólogos (Sum. Theol. 2, 2, Q. 92, a. 3). Muy por extenso trata esta materia el eximio padre Suárez en su clásica   -48-   obra de religión, y solo vamos a poner aquí una conclusión. Sanctus Thomas omnem superstitionem quae in re significata falsitatem continet, perniciosam8 appellat. Et ita videtur absolute loquendum: quia omne tale mendacium, in quacunque materia sit, usurpatum ad colendum Deum per illud, est iniuriosum Deo: «hay que concluir necesariamente que toda falsedad sea cual fuere la materia, tomada para rendir con ella a Dios el debido culto, es injuriosa a Dios» (De Religione, Tom. 1, Tract. 3. Lib. 2, c. 2, n. 12).

De aquí es que los pontífices romanos que precisamente llevan el nombre de Pontífice máximo o Sumo Sacerdote, por el oficio que tienen de velar sobre los actos de religión (Summus Religionis Antistes), siempre tuvieron muchísimo empeño en determinar bien el objeto del culto. He aquí como Pío IX vuelve a inculcar esta doctrina, aplicándola a la fiesta que en la iglesia se celebra en honor de la Inmaculada Concepción: «Como las cosas que pertenecen al culto se hallan enlazadas con un íntimo vínculo con el objeto del mismo culto; ni pueden aquellas permanecer fijas y determinadas si este fuese ambiguo y dudoso, por esta razón los pontífices romanos, nuestros predecesores, mientras con mucho empeño promovían el culto de la Concepción, con mucho mayor empeño (impensissime) inculcaron y declararon al mismo tiempo cual fuese su objeto y la doctrina que debía tenerse» (Bulla Dogmat., «Ineffabilis Deus» § 3).

Estas palabras nos manifiestan que el objeto propio del culto en una fiesta determinada, no es la persona, considerada así en general, a quien se rinde el obsequio religioso; pues esto, según enseña Pío IX, sería dudoso e incierto (anceps et in ambiguo), porque pudiéndose considerarla persona o sujeto del culto bajo muchos y muchos respectos, no se sabría a punto fijo cual sería el respecto, bajo el cual se le honra. Así que el objeto propio del culto es la persona considerada precisamente bajo un determinado punto de vista o prerrogativa especial, que decimos título o advocación, y Santo Tomás de Aquino llama objectum quod, a saber aquel objeto al cual directa e inmediatamente mira el culto o acto religioso; objectum quod directe et immediate cultus attingit: o bien, como se expresa el padre Suárez, el objeto propio del culto es aquel respecto, bajo el cual del todo directa e inmediatamente la religión tributa el debido culto a la persona; objectum proprium est ratio sub qua omnino directe et immediate Religio praebet cultum (D. Th. Suárez, loc. cit.).

Para mayor claridad, el Cardenal Franzelin en el Tratado de Verbo incarnato, reimpreso en Roma el año de 1881, distingue en el culto tres objetos: objeto real, objeto formal, y objeto de manifestación, como él muy a propósito lo llama. El objeto real del culto (id quod colitur) es la persona como es en sí realmente con todas las perfecciones, propiedades y atributos. El objeto formal del culto ratio propter quam o la razón por la cual tributamos tal culto es la excelencia de la Persona, a la cual veneramos; y según que esta excelencia es infinitamente, o más o menos perfecta, se distinguen las tres especies de culto que todos sabemos. El objeto de manifestación para tal culto (id secundum quod se exhibet objectum) a más de la excelencia propia de la persona, es con respecto a nosotros aquella razón que por ser más conocida o tenida actualmente presente nos mueve más de cerca a prestarle tal culto, por cuanto por medio de ella y en ella la persona se nos manifestó con sus obras y beneficios. Y esta razón que más cerca nos toca y nos mueve, llámase objeto de manifestación, o bien título o advocación. Por ejemplo el título de redentor, a más de manifestar la excelencia propia del Hijo de Dios hecho hombre, nos manifiesta una ratón que más nos toca, como es su misericordia en redimirnos, y esta es la razón, per quam et secundum quam excitamur ad adorationem, por medio de la cual y según la cual nos movemos a adorarle (Thes. 45.ª, páginas 456-460, 466).

Este objeto de manifestaciones lo que llamamos objeto   -50-   propio e inmediato por ser esta la razón que inmediatamente nos mueve al culto: llámase también objeto adecuado, por contener los tres elementos mencionados, como más por extenso se trató en el «Compendio histórico-crítico» (§ XVII, página 244).

Y precisamente en este objeto propio del culto nada debe haber de falsedad ni por parte de la cosa significada ni por parte del que tal culto tributa neque ex parte rei significatae neque ex parte colentis, como enseña Santo Tomás de Aquino, poniendo en el objeto lo que no se debe; o formando del objeto un juicio no conforme a la verdad: como sería atribuir al objeto una propiedad que no tiene, o fundando nuestra confianza en un hecho o manifestación que no hubo.

Si el punto de vista o respeto particular que decimos título, advocación o manifestación particular no es explícitamente propuesto por la Iglesia, o no es por la Iglesia reconocido y aprobado, todo culto que en aquel título se fundare, es supersticioso: porque no puede ser del agrado de Dios un culto que no sea aprobado por su intérprete infalible que es el Pontífice romano, al cual única y exclusivamente pertenece la aprobación de todo acto litúrgico de religión, como lo demuestra Benedicto XIV (De Beatif. et Canoniz., Libro 1, capítulo 11, número 8). Y para venir al caso concreto, cuando el objeto propio del culto se origina de una aparición, por ejemplo, de la Virgen Madre de Dios y Señora nuestra, a fin de que sea legítimo el culto que le tributamos, preciso es primero se sustancie el proceso ordinario, esto es, el proceso que con su autoridad propia el obispo diocesano manda que se instruya. Después de haber sido aprobado este proceso en la Congregación de ritos, antes que el Pontífice romano intervenga con su autoridad, se manda instruir otro proceso que se llama apostólico, por cuanto de orden de la sede apostólica según el tenor del interrogatorio que trasmite la Congregación de ritos, el obispo u otro delegado pasa a formarlo. Si por los dos procesos constara plenamente la verdad jurídica   -51-   del prodigio de la aparición, a su tiempo el Padre Santo manifiesta su voluntad y concede lo que se le pidió. Y para decirlo todo brevemente se sigue en estos casos precisamente todo el trámite que se observa en las causas de beatificación y canonización, según lo explica Benedicto XIV (Libro 1, capítulo 22); y es lo que en cuatro largos capítulos el mismo Pontífice refiere con ocasión de la concesión del oficio y misa propia, en vista de las apariciones: Tituli concessio num ex coelestium Apparitionum prodigiis (Libro 4, parte 2, capítulos 7, 8, 9, 10).

Ahora bien; en estos casos en que el Papa formalmente como Pontífice máximo de la religión católica aprueba positivamente con su autoridad apostólica y aun manda se tribute tal culto, de que por ejemplo en la Sagrada Liturgia se ofrezca a Dios el sacrificio, que es la acción más sagrada de la religión, en acción de gracias por haberse mostrado admirable, sea en la vida de tal Santo, sea en la tal aparición de su Santísima Madre, Santo Tomás de Aquino con todos los teólogos enseña que es imposible sea falso que el tal siervo de Dios esté en la gloria, o que la Santísima Virgen María no haya realmente aparecido. Y la razón teológica (es decir, la razón fundada en principios teológicos) que alega el santo doctor es, como sigue. Aunque los procesos que se instruyen en estos casos, se apoyan en el testimonio falible de los hombres, sin embargo en primer lugar «la Divina Providencia preserva en estos casos a la Iglesia, para que por este testimonio falible de los hombres no caiga en error»; en segundo lugar, lo que es más, «porque el Pontífice puede conocer infaliblemente la verdad, sea por el testimonio de los milagros, sea principalmente por la asistencia del Espíritu Santo». Dicendum quod Divina Providentia praeservat Ecclesiam, ne in talibus per fallibile testimonium hominum fallatur... Pontifex potest certificari... per attestationem miraculorum et praecipue per instinctum Spiritus Sancti (Quodlib. IX, Q. 7, a. 16, ad 1 et 2).

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Todo lo que acabamos de exponer se verifica plenamente y a la letra en el hecho de la aparición de la Virgen María en el cerro del Tepeyac.

Porque la aprobación que la sede apostólica dio del culto a la Virgen de Guadalupe aparecida en el Tepeyac, recae formalmente en la aprobación de este título, que originado de la aparición forma el objeto propio y adecuado del culto. Ya hemos visto lo que enseña Benedicto XIV que las Apariciones de la Santísima Virgen fueron el fundamento en que la Congregación de ritos y la sede apostólica se apoyan para la concesión del oficio: Beatissimae Virginis Apparitiones fundamentum supeditasse concessioni oficii. Y si la aparición es el fundamento del culto concedido y preceptivo, ya es imposible que la aparición sea falsa y la Santa imagen no sea sobrenatural por su origen. Pues todo esto es lo que constituye el fundamento de este culto; y por parte de los mexicanos fue el motivo que les impulsó a suplicar, y por parte de la sede apostólica fue la razón, por la cual les concedió lo que pedían y como lo pedían.

Aún más: este título, originado de la aparición, respecto al objeto real del culto, quiero decir a la Virgen, forma como una parte de sus prerrogativas y es la manifestación singular de su amor maternal a los mexicanos; y con respecto a los mexicanos aquel título de aparecida y por aparecida es la razón que más de cerca los mueve a venerarla. De ser falso este título, se atribuiría a la Virgen una manifestación que no hizo, y nuestra confianza se apoyaría en una razón que no existe: en una palabra en este culto habría falsedad ex parte rei significatae, y habría falsedad también ex parte colentis, como nos enseña Santo Tomás de Aquino. Es así que en el culto aprobado y decretado por la sede apostólica no puede haber falsedad: porque siendo Dios verdad debe ser invocado y adorado in spiritu et veritate en espíritu y en verdad, como enseñó el Salvador a la Samaritana (Juan 4, 23). Luego la aprobación del culto demuestra la verdad de su objeto   -53-   propio y adecuado, como es la Virgen aparecida y por aparecida.

De donde se sigue que decir, como algunos han dicho, que la sede apostólica solamente aprobó así en general el culto a la Madre de Dios, prescindiendo del hecho de la aparición, es una falsedad y una injuria. Es una falsedad porque, sobre que no acostumbra la sede apostólica conceder ningún oficio sin determinar el objeto propio del culto, estarían por demás ni tendrían razón de ser los procesos, diocesano y apostólico, que se instruyen antes de conceder la aprobación; pues no se necesitan procesos para un culto tributado así en general a la Madre de Dios. Y es también una injuria atroz a la sede apostólica suponiéndola haber dado la contestación a las súplicas de los mexicanos con la restricción de haber aprobado tan solo el culto en general, y no tal culto, como se lo pidieron los mexicanos; sería en fin herejía formal y objetiva atribuir a la sede apostólica la falsísima sentencia de que «las creencias, verdaderas o falsas de un pueblo, son muy respetables»: pues el Magisterio de verdad se convertiría en Magisterio de falsedad.

Concluyamos por tanto: el haber Benedicto XIV insertado en sus Cartas apostólicas la relación de la aparición de la Virgen en el Tepeyac, como se contenía en la súplica; el haber también insertado en ellas el «oficio y misa propia de la Bienaventurada Virgen de Guadalupe», en cuyo oficio la Congregación de ritos en su nombre refiere brevemente la sustancia del hecho prodigioso; la expresa declaración del Sumo Pontífice de hacer uso de su autoridad apostólica en vista de tal Súplica y de tal Decreto; el repetir por cinco veces el mismo Sumo Pontífice cuando habla en su propio nombre, que su concesión, confirmación y decreto miran directamente a «la Virgen de Guadalupe», a la Virgen María, llamada de Guadalupe, cuya Sagrada imagen se venera en la Colegiata extramuros de la Ciudad de México: todas estas circunstancias demuestran evidentemente que el objeto propio del   -54-   culto, que Benedicto XIV con su autoridad apostólica aprueba, confirma, decreta y manda; el objeto al cual del todo directa e inmediatamente miran las tres manifestaciones solemnes de religión (patronato, oficio y misa propia y fiesta de precepto); la razón formal (ratio sub qua) o el respecto particular, bajo el cual se decretan estos honores litúrgicos, es la siempre Virgen Santa María de Guadalupe, como aparecida y por aparecida en el Tepeyac.

Luego queda demostrado que es imposible que esta aparición sea falsa, y que la bendita imagen no sea sobrenatural.

Nota al lector. La enseñanza pastoral del episcopado mexicano derrotó completamente a Don Estudio. La aprobación apostólica del Pontífice romano aplastó a Don Estudio. No queda más que grabar el epitafio en la loza bajo la cual Don Estudio yace aplastado. Esto, Dios mediante, se hará en la tercera y última parte de esta disertación.



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