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Lourdes y el Tepeyac, resumen en diálogo


Poncio. -¡Oye tú Severo! ¿Qué te parece a ti eso de Lourdes?

Severo. -Te diré, Poncio Pilato, que eso de la aparición de la Virgen Inmaculada en Lourdes es un hecho que no tiene vueltas.

Poncio. -¡Hombre! ¡hombre! no seas bobo, ¿Qué razones tienes para ello?

Severo. -Sábete, pues, que la Virgen Inmaculada se apareció a una niña sencilla e inocente que se llamaba Bernardita...

Poncio. -Óyeme por vida tuya, Severo. ¿Qué más da entre Bernardita en Lourdes y Juan Diego en el Tepeyac? La sencillez y la santidad aun encumbrada en estas dos bonísimas criaturas, te librará tal vez de la sospecha de que no   -118-   quisieron engañar por embaucadores; pero nunca jamás puedes librarte del justo recelo de que, caídos ellos inocentemente en engaño, por inocentemente ilusos nos engañaron. Así habla la lógica.

Severo. -No hay tales carneros de ilusiones; ni se me da un bledo de lo que dice esa mujer Doña Lógica. Porque hay testigos muy autorizados y de muy mucha suposición que confirman el hecho...

Poncio. -¡Un mediecito por la frescura y desparpajo! Pues óyeme bien: de que la Virgen apareció en Lourdes, no tenemos más testigos que la misma, Bernardita, interesada como se ve en el asunto; así como de que la Virgen apareció en el Tepeyac, no tenemos más testigos que el mismo Juan Diego, interesado también por lo visto en el asunto. ¿Cómo, pues?...

Severo. -Que la Virgen se apareció a Santo Domingo y le dio el Rosario; que se apareció al Beato Simón, general de los Carmelitas y le dio el Santo Escapulario: que nuestro Señor se apareció a la Beata Juliana de Lieja, y le manifestó se instituyese en la Iglesia la Fiesta del Corpus; o que él mismo se apareció a la Beata Margarita, y le dijo se celebrase la Fiesta de su Santísimo Corazón: que...

Poncio. -¡Pesia tal! no se trata aquí de ensartarme unas letanías de apariciones...

Severo. -Déjame acabar, y después soltarás la tarabilla hasta que se te pegue al paladar. Pues, como iba diciendo, de estas y otras muchas apariciones, aprobadas por la Santa Madre Iglesia, no tenemos, como tú dices, más testigos que los interesados, y con eso y todo, en ellas se fundan las fiestas y las devociones más célebres en toda la redondez de la tierra...

Poncio. -¡Aprieta, manco!, pero si se trata de saber quienes son esos mis señores testigos! ¿quieres decírmelos, sí o no?

Severo. -Estos testigos son los milagros: es el mismo Dios, que no puede engañarse ni engañar. Dios, Dios mismo con los milagros que son como su poderosa y autorizada voz, ha   -119-   dicho que en realidad de verdad su Santísima Madre la Virgen María, se apareció a Bernardita en Lourdes, así como se había aparecido, tres siglos antes, a nuestro Juan Diego en el Tepeyac. ¿Estás?

Poncio. -¡En sacristía estamos! ¡y a incienso me huelen esos testigos!

Severo. -¡A cuerno quemado te huelan, descarado Poncio de mil demonches! ¿Eres católico?

Poncio. -Soy tan católico fue no puedo darte prueba más clara como es la que tú mismo ves de estar sufriendo tus ocurrencias y excentricidades.

Severo. -Pues, a la prueba, óyeme y no me interrumpas. Entre Lourdes y el Tepeyac hay mucha semejanza de hechos y de pormenores. En efecto, a un pobre labriego la Virgen se aparece en el Tepeyac; y a una pobre niña, hija de un pobrísimo molinero, se aparece en Lourdes. No eches en saco roto esta circunstancia, pues revela todo un plan de Dios en esas manifestaciones sobrenaturales; así nos enseña el Salvador: «Doy gracias a ti, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has descubierto a los párvulos» (Mateo 11, 25).

Así en el Tepeyac como en Lourdes, tomó la Virgen en sus apariciones el semblante y figura de la Purísima e Inmaculada Concepción, así como en la Iglesia se acostumbra representarnos este dogma. Una circunstancia del todo particular en la aparición en el Tepeyac te será explicada más abajo. Pide la Virgen a Juan Diego se le edifique un templo en el Tepeyac y lo propio pide a Bernardita se haga en Lourdes. A Juan Diego no presta, entera fe el obispo de México; a Bernardita tampoco cree el párroco de Lourdes:

El obispo a Juan Diego y el cura a Bernardita piden una señal indudable «para saber que la Señora que les habla y pide un templo es la Virgen María».

Una señal, no ya transitoria, sino duradera de las apariciones da la Virgen así al obispo de México como al párroco de   -120-   Lourdes, pero con esta diferencia; que mientras en México esta señal atestigua el hecho de la aparición y el modo en que la Virgen apareció, en Lourdes atestigua solamente el hecho de la aparición. Porque en México esta señal es la imagen sobrehumana que todos los días nos recuerda cómo la Virgen se apareció a Juan Diego y a Juan Bernardino; y en Lourdes es una fuente que, al mandato de la Virgen, brotó de las breñas de la Gruta de Massabielle.

En México la sola vista del ayate en que está pintada la Santa Imagen, los milagros que se siguieron y el juicio de los peritos, demuestran lo sobrenatural de su origen y de su conservación. En Lourdes demuestran el origen y eficacia sobrenatural de la fuente, los milagros que se siguieron y el dictamen de los peritos, los que afirmaron que «los extraordinarios efectos que según se asegura se han obtenido con el uso de dicha agua, no pueden explicarse por la naturaleza de las sales que según demuestra el análisis, la componen».

Poncio. -Permíteme te ayude a continuar. En México, hombres de ciencia y varones ilustrados no creyeron la aparición de la Virgen a Juan Diego; y en Francia, médicos de fama y químicos muy eminentes sostuvieron que ni hubo tales milagros, ni por consiguiente tales apariciones a Bernardita. Si hubiera habido verdaderos milagros en los dos casos, se impondrían indudablemente a todas preocupaciones de la ciencia y de la crítica, y no habría opositores...

Severo. -Aprovechadito18 salió Poncio Pilato de la Escuela de los Fariseos, príncipes de los sacerdotes y otras astillas del mismo palo! por boca de ganso habló Peladito...

Poncio. -¿Y qué tiene que ver eso en nuestro asunto?

Severo. -Mucho tiene que ver y engasta como anillo en el dedo. Vas a verlo si me oyes. Refiere San Juan en su Evangelio que a los que defendían a Jesús Nazareno, Dios y Salvador nuestro, «los Fariseos les replicaron; pues qué, ¿vosotros también habéis sido seducidos? ¿Por ventura ha creído en él alguno de los príncipes y fariseos? no más que   -121-   esas gentes del vulgo que no saben la ley malditos son». No habían acabado de soltar estas barbaridades, cuando Nicodemo, el príncipe de los judíos nada menos, llamado Maestro de Israel por el mismo Salvador, levantose en defensa de Jesucristo: ¿y sabes lo que contestaron los fariseos, tatarabuelos de los hombres de ciencia? Una verdadera razón de pie de barco: anda, dijéronle, ¿eres tú también un galileo? (Juan 7, 45-52).

Poncio. -Déjate de generalidades y ata los cabos...

Severo. -Los que para ti serán sogas. Pues ahí tienes la historia de la guerra que a toda manifestación sobrenatural de Dios hacen los sabios y entendidos del siglo. Pues tú dirás, Poncio: si el Salvador hacia milagros, sus enemigos decían que eran brujerías; al, mal que les pesare, no podían negarlos, añadían que no más que el vulgo ignorante, gente al fin y postre dejada de la mano de Dios, era la que le seguía: si alguno de los principales entre ellos mismas se convertía, acababan con decir que eran unos pobres seducidos y galileos, a saber, hombres apocados que nada tienen de bueno. ¡Ve aquí la lógica de los sabios del mundo! Repara ahora, Poncio Pilato, en aquellos disparates y muy gordos que te echaste entre pecho y espaldas por imitar a tus amigotes, los príncipes y fariseos. Pues de que estos no creyeron en Jesucristo, de que no admitieron sus milagros, de ningún modo se sigue que el Salvador no fuese, ase como lo es realmente, el prometido Mesías, Dios y Hombre verdadero; tampoco se sigue que los milagros por él obrados, no fuesen como lo fueron, verdaderos prodigios de su omnipotencia. Tan sólo se sigue que los orgullosos y sabios del mundo no son capaces de conocer las manifestaciones sobrenaturales de Dios, y que por ende San Jerónimo repetía con respecto A los cristianos prima virtus christianorum est humilitas; la primera virtud de los cristianos, sin la cual ni serían verdaderos cristianos, es la humildad. Luego, por atar los cabos, de que los prohombres o cohombros, henchidos de orgullo satánico, no   -122-   creyeron como tú dices las apariciones de la Virgen en Lourdes, y en el Tepeyac, ni reconocieron los milagros que se siguieron y se siguen, de ninguna manera puedes deducir que estos hechos sobrenaturales sean falsos.

Poncio. -Pues... vamos, es verdad y ahora me acuerdo que sobre las apariciones de Lourdes hubo oposición, pero sólo en los primeros meses y años, a lo más, y por parte de unos funcionarios públicos; y después todo acabó...

Severo. -Y puedes añadir que los libre-pensadores por el año de 1871, habiendo vuelto a mofarse de los milagros de Lourdes, fueron públicamente desafiados por un católico que cien mil francos contra diez mil, a probar la falsedad de uno sólo de los milagros que refiere Enrique Lamerre en su historia Nuestra Señora de Lourdes. De los cinco campeones ni uno aceptó el reto, a pesar de que por cinco años el católico les fue acosando en los periódicos. El chasco o fiasco, que llevaron sonó por toda Francia, y puedes leer todo esto en un opúsculo de 170 páginas que hace dos años salió con este título: Historia completa del público reto al libre y pensamiento sobre los milagros de Nuestra Señora de Lourdes, por E. Artus, Barcelona 1887.

Poncio. -¡Alabado sea Dios que ya se acabó tu sermón! Pues bien, sea lo que fuere de Lourdes, lo cierto es como iba diciendo, que en lo que toca al Tepeyac la oposición es miseria; porque no se redujo tan sólo a los primeros años, sino que siguió y sigue todavía; y, lo que es peor, son personas, y muy respetables, las que no las tienen todas consigo en eso del Tepeyac...

Severo. -Entiendo, entiendo a donde vas a dar. Desgraciadamente todavía hay algunos, aunque no sean muchos, que con escándalo de los mexicanos y de los extranjeros andan sembrando dudas y recelos, a la manera de los jansenistas, sobre la aparición de la Virgen a Juan Diego. De alguno de estos la Virgen del Tepeyac pudiera repetir lo que su Dijo Jesucristo Nuestro Señor, repitió, como lo, había de antemano   -123-   anunciado por el profeta David: Qui edebat panes meos, magnificavit super me supplantationem: el que comía mis panes levantó su calcañal para derribarme (Ps. 40, 10, 90, 13, 18). Pero en todo rigor de discurso, ¿de ahí qué sacas tú? nada. ¿Acaso no es verdad que Jesucristo es Dios y Hombre verdadero, que la Virgen María es su propia y verdadera Madre, que el Pontífice romano es infalible, y vete así discurriendo, porque unos cuantos y muchos aun niegan estos dogmas? Lo propio debe decirse de la aparición de la Virgen, por cuanto es una verdad histórico-teológica. Permite Dios que haya semejantes obcecados que nieguen dogmas y verdades histórico-religiosas como es la aparición, a fin de que los que son aprobados y sinceros sean manifiestos entre vosotros; a semejanza del metal que, puesto en el crisol, muestra si es de ley o de buena liga: así decía San Pablo a los de Corinto que se asustaban por las divisiones y cismas (1 Corintios 11, 19). Y por decir algo en particular sobre nuestro asunto del Tepeyac, no debes tomar las cosas así a bulto, sino examinarlas una par una, y fijarte no tanto en el mero hecho de negar la aparición, cuanto en el móvil y razones que hube para ella. Debes también hacerte cargo (y aquí está el busilis) del tiempo, de las personas, del estado en que se hallaban los mexicanos cuando la Virgen, como un arco iris, se apareció en nuestro cielo. De todo esto sacarás que por uno que niega la aparición, tendrás ciento y más que de viva voz y por escrito la defienden enérgicamente y protestan indignados contra el descarado. Y a las fútiles razones, vistas a través de la pasión (por ejemplo, baja envidia, ruin venganza, cobarde temor y perdonable exageración o alucinación) hallarás por respuesta argumentos tan poderosos, que se necesita haber infelizmente caído en la herejía del siglo, como Pío IX llamó al catolicismo liberal, para negar o poner en duda esta solemne manifestación de amor maternal de la Virgen María para con los mexicanos.

Poncio. -¡Amen, Amen! ¡válgame Dios! ¡ya escampa y llovían   -124-   guijarros! Enhorabuena; vamos a una por una. Empezaré por decirte que luego que se supo eso de la aparición, muchos la contradijeron y la tomaron por una piadosa invención...

Severo. -No muchos cómo tú dices, sino aquellos pocos enemigos de Zumárraga, quien por ser el protector de los indios mucho tuvo que sufrir. Pues por testimonio de todos los historiadores «Zumárraga nunca halló contrario entre los buenos: los malos le persiguieron y difamaron». Y estos malos que negaron la aparición, habían antes negado que los indios fuesen hombres, es decir, seres racionales, y por ende no eran capaces de dominio ni de derechos, y que por consecuencia práctica y muy práctica, sacaban que se les podía quitar el oro y la libertad reduciéndolos a la esclavitud. Contra estas infamias habían ya levantado su voz el Ilustrísimo señor Garcés, obispo de Tlaxcala y después de Puebla de los Ángeles, y el V.19 Zumárraga. Pero, como observa el padre Betancourt, antes que llegase de Roma la respuesta con que el Pontífice Paulo III condenaba tamaña insania, la Virgen María con en aparición a Juan Diego, había demostrado que los indios eran seres racionales que convertidos a la fe formaban parte del rebaño de Cristo: pues, concluye dicho autor, las apariciones sobrenaturales no se hacen sino a hombres, es decir, seres compuestos de cuerpo y alma racional. ¿Y tú, Poncio Pilato, en esos testigos, encarnizados enemigos de Zumárraga y de los indios, te apoyas para negar la aparición de la Virgen en favor de los indios? Sólo el saber que la Virgen se había aparecido a dos indios con semblante y figura de noble indita para que se entendiese que Ella, la Madre del Todopoderoso, sería la protectora de los indios, bastaría a aquellos cuatro forajidos para seguir calumniando, persiguiendo e infamando a Zumárraga. Avergüénzate de traer esas pruebas que tú dices. A mi vez con documentos fehacientes te digo que la aparición fue recibida con entusiasmo por españoles y mexicanos. Vete a leer las deposiciones de   -125-   los testigos en las informaciones jurídicas de 1666. Allí verás la mucha parte que tomaron los españoles en la procesión y colocación de la Santa Imagen en su primera ermita: Allí verás (¿lo oyes?) allí verás al licenciado Antonio Maldonado, uno de los cuatro oidores de la Real Audiencia que llegaron con el presidente Fuenleal, y al capitán Alonso de Mendoza, cómo no se cansaban de repetir a sus nietos, hijos y sobrinos que habían visto y tratado con las personas que tuvieron parte en la aparición. Anda, tómate esa y vuelve por otra.

Poncio. -Prosigo con mi tarea de ayudarte a concluir la comparación, amabilísimo Severo. Conque en Lourdes a los seis meses de la aparición, el obispo de la diócesis mandó sustanciar un proceso sobre los acontecimientos de la Gruta de Massabielle, ¿y en México? ¡Oh! en México no hubo nada de eso sobre los acontecimientos del Tepeyac. En Francia, a los seis años después, el obispo diocesano de Lourdes con su Edicto Pastoral anunció a los fieles que realmente la Inmaculada Virgen María se había aparecido a Bernardita en México, por supuesto, no hubo tal Carta Pastoral. Otra cosita y no más, mi dulcísimo refunfuñón: en Francia a los diez años de la aparición, salió una Historia tan acabada sobre la aparición de la Virgen en Lourdes, que su autor mereció nada menos que un Breve de aprobación que Pío IX le expidió. ¿Y en México? ¡oh! en México se verificó aquello de «vísteme despacio que estoy de prisa», pues a los ciento diez y siete años, como quien dice el otro jueves, a saber, el año de 1648, salió a luz una obrilla devota que sobre la Virgen del Tepeyac escribió el buen Padre Miguel Sánchez del benemérito Oratorio de San Felipe Neri, ¿Qué tal, Severo? ¡a los ciento y tantos años una obrita por un remedio! ¿Es amarguita esta pildorita, eh? No hay más que hacer de tripas corazón.

Severo. -¡Por su mal le nacieron a la hormiga alas! Dígote, Poncio Pilato, que viniste por lana y vas a volver trasquilado. Mano a la tijera, y no seré Severo si a cada trasquilón   -126-   no te dejo el pellejo más liso que la calavera de tía Borrego.

Primer trasquilón. En México el Obispo Zumárraga, no esperó seis meses para sustanciar el proceso, sino que al día después de la aparición de la Santa Imagen, desde el Tepeyac, a donde había ido, se llevó a su casa en México a Juan Diego y Juan Bernardino, con el fin de redactar con todos sus pormenores la relación de los hechos que acababan de acontecer. Esta circunstancia, de haberse llevado el venerable Zumárraga a su casa a los dos, atestiguada en las informaciones jurídicas y en las relaciones auténticas, es de mucho peso...

Poncio. -Es una peregrina ocurrencia del privilegiado magín de Severo...

Severo. -¡Qué ocurrencia ni qué niño muerto! Es la realidad de verdad, si es que quieres entenderla. Porque, mira, mi almibarado Pelagatos, el examen de la aparición de la Virgen a Juan Diego, ya el obispo lo tenía hecho y muy riguroso por cierto: pues ya sabes que a pesar de haberte hecho diversas preguntas y repreguntas y amenazas, y de haberle hallado siempre firme en sus afirmaciones y respuestas, tan solo empezó a moverse a darle crédito. Las rosas y la Santa Imagen, que formaban la prodigiosa señal, acabaron de convencer al santo obispo; y la inspección de los sitios que con su presencia la Virgen santificó, y las respuestas que a sus preguntas le dio Juan Bernardino, traído allí al Tepeyac por sus familiares, pusieron el sello a todo este grandioso acontecimiento. Luego si después de todo esto el obispo se llevó a su casa a los dos, no hay otra plausible razón que lo explique, sino la de escribir con todos sus pormenores, oídos de los labios de los dos, la relación de las apariciones.

Poncio. -No hay que meterse en tantas honduras; pues la explicación, que por sencilla y natural ese de su peso, es que el obispo se llevó a los dos para regalarlos...

Severo. -Y darles un mediecito, ¿no es verdad? No seas bobo, Poncio; porque si reparas amas austeras costumbres del   -127-   santo y religioso prelado; si reflexionas que estaba en vísperas de ir a España, adonde había sido llamado, como se lo tenía ya notificado el ilustrísimo Fuenleal, presidente de la nueva Audiencia, que había llegado por septiembre; si te haces cargo de los muchos negocios que llevaba entre manos y que necesitaban de algún arreglo, si consideras todo esto, tendrás que concluir que para algo más que para regalarlos se los había llevado a los dos a su casa. En efecto, en las informaciones jurídicas leemos, página 69, que por el año de 1603 el Arzobispo Mendoza tenía en su poder, y se «le halló leyendo los Autos y Procesos de dicha aparición»: y Cabrera escribe que «en el Convento de Vitoria, en que tomó el hábito el señor Arzobispo Zumárraga, el padre fray Pedro Mezquia, Franciscano Apostólico, vio y leyó escrita por este prelado a los religiosos de aquel convento, la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, según y como aconteció» (Escudo de firmas de México, Libro 3, capítulo 14, número 653). Te advierto que nada sacas de que ahora no poseemos tan preciosos documentos. Punto y vamos al:

Segundo trasquilón. El venerable Zumárraga no esperó meses ni años para dar su fallo práctico, que es más que una escritura sobre la verdad de la aparición de la Virgen en el Tepeyac: porque, como resulta de las informaciones citadas, a los quince días de la aparición, luego que estuvo concluida la primera y muy pequeña y pobre ermita que los indios agradecidos le labraron, el Santo Prelado «con todo la mejor de la ciudad y las religiones, ocurriendo a ello todos los pueblos circunvecinos», colocó solemnemente en el Tepeyac la Santa Imagen, inaugurando él por primera vez el culto público eclesiástico a Santa María de Guadalupe.

Tercer trasquilón. Luego que se divulgó el portento, los mexicanos a porfía con sus antiguas figuran y caracteres escribieron en grandes mapas toda la revelación de las apariciones y la misma solemne procesión: uno de estos mapas pudo conseguir el célebre Boturini, que por febrero del año   -128-   1736 había llegado a México. Y cuando a los cinco míos de la aparición se acomodó a la lengua azteca nuestro alfabeto fonético, el noble indio que en el bautismo se llamó Antonio Valeriano, escribió con nuestras letras la relación de las apariciones, traduciéndola de los antiguos mapas y oyéndola referir a los mismos Juan Diego y Juan Bernardino. Luego el sabio padre Sánchez no fue el primero que escribió, sino el primero que imprimió la relación de las apariciones. ¿Entiendes, pelagatos?

Cuarto trasquilón: con mucha frescura y como si tal cosa, tú supones como evidente e indisputable que por aquellos tiempos había en México una facilidad y libertad de imprimir, como la hay en Francia y en México en nuestros días te equivocas de medio a medio; haces el papel de no saber ni pizca de aquellos tiempos, y allí está la carta de Zumárraga a Carlos V para convencerte, y el Canónigo doctor De la Rosa te dará el Catálogo de los Escritores Guadalupanos. Anda, vuélvete al otro lado para darte otro trasquilón, sobrinito de tío Borrego.

Quinto trasquilón. La sencilla relación que sobre documentos auténticos y jurídicos hizo de las Apariciones de la Virgen en el Tepeyac un pobre mexicanito, que se llamaba Juan Francisco López, de la Compañía de Jesús, catedrático de Prima en Teología en el Colegio Máximo de México, el cual en aquella fecha se hallaba en Roma con el honroso encargo de procurador de la nación mexicana en la corte pontificia: esta sencilla relación, como iba diciendo, fue recibida con tal positiva aprobación por Benedicto XIV, que el mismo Soberano Pontífice quiso insertarla íntegra en su Bula; y precisamente en vista de todo lo que se contenía en aquella relación (attentis in omnibus quae iis20 supplici praeinserto libello continentur) con autoridad apostólica aprobó el Patrono nacional, el oficio y misa propia, la fiesta solemnísima de precepto el día 12 de diciembre, y concedió todas las indulgencias y privilegios que para el Santuario de la Virgen en el   -129-   Tepeyac se le pidieron. Como quien dice nada, ¿es verdad, mi Soponcio? Nunca me harto de repetirlo: aprobación positiva de la aparición, concesión motivada, y todo esto ¡friolera! con autoridad apostólica. Anda, cara de borrego ahorcado, vete a la Meca a que te den con el zancarrón de Mahoma.

Poncio. -Todo lo sufro, con tal que me dejes continuar. Pues, ya lo sabes, habían trascurrido apenas lirios ocho años de haber pasado a mejor vida el venerable Zumárraga, y su sucesor el Arzobispo Montúfar no contaba todavía dos años de gobierno, cuando a principios de septiembre de 1556, fray Francisco Bustamante, sujeto de mucha suposición, habló en un sermón contra la aparición, y santuario y romerías que allí se hacían en el Tepeyac.

Severo. -Ya pareció aquello, ¿y qué más?

Poncio. -De veras que hay más y mucha más. Porque no fue solo el predicador el que no las tenía todas consigo en este asunto tepeyaqueño, aunque a decir verdad eso por sí solo es grave y muy grave. Pero la más negra es que hallándome yo hace tiempo en conversación muy íntima en una casa muy respetable de México, una persona muy distinguida y muy ilustrada...

Severo. -¡Válgate Dios con esos muy, muy! Despáchate pronto, que ya sé de memoria la calle, número, casa, cuándo, quién y qué, y algunos otros pormenorcitos por remate.

Poncio. -No sabía yo que tú fueses duende; pues te digo que en tiempo de Montúfar hubo otros y otros que pensaban por el estilo del predicador, y...

Severo. -Et reliqua, y las reliquias, que traducía Gerundio. Dos palabritas y no más sobre ese escandaloso y cismático proceder frailuno. Porque, por si acaso no bastase la refutación que se hizo del estrafalario troncho de ese chiflado hablador, en algunos libros que se imprimieron en Guadalajara, ciento tal que sabe muy bien manejar la pluma, tiene preparados unos varapalos tan solemnes, que cada uno de ellos levantará ampollas y chichones como cohombros. Espérate un poquito y   -130-   verás21. Mientras tanto te doy estos puntitos. 1.º Como que no hay mal que para bien no venga, permitió el Señor ese desacato contra su Santísima Madre, a fin de que el segundo arzobispo, que era de la orden de Santo Domingo, con todo el peso de su autoridad confirmara con dichos y hechos la verdad de la aparición acontecida en tiempo del primer arzobispo, que era de la Orden de San Francisco. 2.º Por confesión de parte, el Arzobispo Montúfar era «muy sabio y letrado», y el celo que en los diez y seis años de su gobierno desplegó para que se observasen exactamente las prescripciones de la Iglesia, demuéstranlo sus cartas pastorales y los dos22 primeros concilios mexicanos que celebró. En el primer concilio celebrado el año de 1555, precisamente un año antes del escándalo susodicho, se formaron noventa y tres constituciones sobre disciplina eclesiástica, corrección de abusos e instrucción de los indios. ¡Ojo a estas tres cosas, Poncio, y mucho ojo! A los diez años después, el señor Montúfar celebró el segundo Concilio Provincial, cuyo objeto casi exclusivo fue la solemne recepción del Santo Concilio de Trento que acababa de concluirse, y para su mejor, observancia se dictaron treinta y ocho constituciones. En fin, en la Carta Pastoral de 16 de enero de 1570, mandaba en virtud de santa obediencia que se observasen las cuarenta y dos reglas que promulgaba acerca del orden que debía observarse en el coro. Ordo servandus in Choro ab Illustrissimo D. Fr. Alphonso de Montúfar praescriptus.

Siendo pues, así, lo primero que hizo el Arzobispo Montúfar llegado a México, fue la averiguación de los hechos de la   -131-   aparición. Y por haberse pasado no más que veintitrés años desde que la Virgen apareció en el Tepeyac, todavía vivían muchos que habían tratado con Juan Diego, Juan Bernardino y con el venerable Zumárraga, y más o menos inmediatamente habían tomado parte en lo que se refería a la aparición. ¿Y cuál fue el efecto de estos informes que necesariamente por estricto deber de su oficio pastoral tuvo que tomar luego que llegó? El de hacerse el más denodado defensor de la aparición: ¡y de veras que fue providencial su elección para sucesor del venerable Zumárraga! Tenemos, por tanto, un testigo calificado mayor de toda excepción, testigo muy cercano al tiempo de la aparición, que con firmeza apostólica defiende la preciosa herencia que le dejó su predecesor contra la baja envidia y ruin venganza de unos cuantos extraviados. 3.º De esta firme persuasión nació el grande empeño que mostró en propagar la devoción a la Virgen aparecida en el Tepeyac y promover su culto. Porque perfeccionó la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, como asegura el Arzobispo Lorenzana; o bien «labró otra nueva a sus expensas», como afirma el célebre angelopolitano licenciado Veitia, el cual añade que el Arzobispo Montúfar compró rentas para el Santuario, y de las rentas y limosnas, quitados costos y gastos, dispuso que se sacasen todos los años seis dotes de a trescientos pesos cada uno para seis huérfanas; de lo que se infiere lo cuantiosas que eran en aquel tiempo las limosnas del Santuario.

4.º Este firme convencimiento de la verdad de la Aparición moviolo a instruir por sí mismo el proceso contra el malhadado predicador, proceso que empezó al día siguiente de haber recibido la denuncia formal, y en el que fueron requeridos ocho testigos de los más principales de la ciudad, pues cuatro de ellos nada menos pertenecían a la Real Audiencia. Y nótese que en todo este proceso se supone como indudable y fuera de controversia el hecho histórico de la aparición; porque sobre este fundamento estriban todas las preguntas del interrogatorio. Por ejemplo, la sexta pregunta que contiene   -132-   formulada una de las acusaciones, dice; «Preguntado si sabe que el dicho provincial [predicador] dijo que la dicha devoción de Nuestra Señora de Guadalupe se había comenzado sin fundamento alguno». De donde por lógica consecuencia se deduce que se tenía por cierta e indudable la proposición opuesta, a saber: «la devoción de Nuestra Señora de Guadalupe se había comenzado con fundamento»; y que este fundamento fuese la aparición en el Tepeyac, los documentos y conciencia pública de los mexicanos lo decían. Todos estos ocho testigos, y un noveno que espontáneamente se presentó a denunciar y fue un españolito vivo y chispeante, de Barcelona, estuvieron contestes y concordes en condenar y estigmatizar al temerario hablador, que no predicador, y en referir que toda la ciudad justamente indignada pedía que bajo partida de registro se le remitiese a España.

Ahora te pregunto yo, Poncio Pilato, ¿cómo puedes tú, tú, católico; tú, mexicano; tú, hombre metido en razón [así te supongo], cómo puedes, repito, sacar contra la aparición este hecho escandaloso y cismático, que demuestra a las claras la verdad de todo lo que aconteció en el Tepeyac? Murciélago debe ser [ni pájaro ni ratón]; católico-liberal, quería decir, debe ser [ni católico verdadero, ni protestante declarado] el que sale con ese espantajo o trampantojo para asustar a los buenos mexicanos como lo hizo aquella tu persona muy distinguida que me dijiste; pero como un difunto te callaste el jarro de agua fría que le echó aquella otra persona, la cual sin tus muy, muy, es devoras respetable y distinguida. Dejo, porque tengo prisa de acabar, otras dos razones que pueden tomarse de las actas de los dos primeros concilios mexicanos. ¡Anda, murciélago! ¡anda, seor individuo de la Academia de Queirópteros, métete a tus huecos y agujeros!

Poncio. -Pero a lo menos no me puedes negar que de un modo muy distinto se comportaron en ese asunto dos ilustrados sabios, como fueron Juan Bautista Muñoz y el doctor Mier...

Severo. -¡Detente, hombre! ¡Válgate Dios por saltón! ¡Conque   -133-   ojo a las fechas! Desde el año de 1556, en dos por tres me saltas hasta el año de 1796: ¡friolera de doscientos cuarenta años de distancia! Tomo acta, Don Poncio, tomo acta, de esa tu preciosa y muy preciosa implícita confesión; porque, a mi ver, eso quiere decir que casi en dos siglos y medio no hubo quien chistara contra la aparición de la Virgen en el Tepeyac. ¡Bien! ¡retebién! ¡así me gusta!

Poncio. -¡Pero hombre! si yo no digo eso, sino que...

Severo. -Sí, hombre, sí, espontáneamente se te salió esa confesión, y devoras que en todo ese tiempo en que tres nuevos templos nada menos, a cuál más suntuosos se labraron a la Virgen de Guadalupe, y se verificó el solemnísimo acto de la Jura del Patronato Nacional, en ese tiempo, convengo contigo, no puedes hallar nada de nuevo en contra. Porque, si algo halló se reduce a lo que me vas a decir de ese jansenista y estrafalario Muñoz, o no es más que un efecto del complot aquel en tiempo del Arzobispo Montúfar. En este caso la razón íntima de la oposición no es la falta de fundamento en que se apoya la aparición, sino que ha de buscarse en aquellas cuatro cositas que te dije: baja envidia, ruin venganza, cobarde temor y perdonable alucinación.

Poncio. -Eso se parece mucho a la cuenta del gran capitán: pero paso por ello y digo que estos dos sabios con disertaciones científicas y cartas muy eruditas manifestaron con dignidad sus recelos y dudas sobre la aparición...

Severo. -A mi vez paso por esos piropazos de «sabios, de científicos y dignidad». Y para la refutación de esos dos títeres sin cabeza, te remito a los autores que muy buena felpa dieron a los dos. Tú ya te sabes todo eso. Anda, vete a la Villa, pide perdón a tú Madre, la Virgen de Guadalupe, reza un Ave María por este pobre fray Juan de la Miseria y dile me conceda valor contra sus enemigos. Da mihi virtutem contra hostes tuos. Y hasta luego.



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Respuesta a seis preguntas de un anónimo latino


El pasado año de 1891 un sujeto muy autorizado me remitió una disertación, escrita en latín, contra la aparición de la Virgen en el Tepeyac. La disertación, que se intitula Exquisitio historica, no lleva el nombre del autor, y de ahí que le nombramos anónimo latino; tampoco lleva la fecha del año, ni del lugar en que fue impresa. Desde luego se echa de ver que esta disertación fue pensada, estudiada, desarrollada y tal vez escrita también en castellano: y que después por misteriosas razones, sin reparar que la sintaxis latina mucho difiere de la castellana, de un modo chabacano y material se dio tal cual tinte de latinajo al escrito castellano, y con este tosco y gerundiano zurcido y con los cien y más entre barbarismos y solecismos de marca mayor que contiene, se envió a la imprenta.

El anónimo latino intenta impugnar la aparición, repitiendo por la milésima vez lo que el jansenista Muñoz escribió en el siglo pasado, el desdichado doctor Mier repitió al principio de este siglo, y los infelices autores del «Estudio teológico», de las «Advertencias, notas y aditamentos» han ido rastreando, hoy en día del basurero de aquellos dos.

Por lo que toca a la parte histórica, a saber, a los argumentos históricos con que se demuestra la aparición, buena cuenta dio de esta Exquisitio el Canónigo don Fortino Hipólito Vera en su obra que acaba de publicar aquí en Querétaro y en esta misma «Imprenta de la Escuela de Artes». Algo se dijo también en el Periódico de Puebla «El Amigo de la Verdad» en el número 26 de este año de 1892, y puede leerse en el opúsculo, impreso allí mismo: «Defensa de la aparición», parte 1.ª, número VI, apéndice.

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Aquí, como en su propio lugar vamos a tratar lo que toca a la parte teológica, de la cual trata el anónimo latino en la última página, que es la 60 de su disertación.

1.º Empieza el anónimo con decir que no es teólogo, aplicándose a sí mismo aquel verso de Horacio «Tractent fabrilia fabri», cada artífice en su oficio; y por la razón de no ser Teólogo, el anónimo dice que «no trató esta cuestión bajo el aspecto teológico».

Aquí hay dos falacias que preciso es descubrir y refutar desde luego. Porque, primero, el aspecto histórico y el aspecto teológico no son dos sujetos o dos hechos, sino dos modos o puntos de vista, bajo de que se considera un solo y mismo sujeto o hecho. Si el sujeto o el hecho es real y realmente existe, en la consideración que yo hago de uno de los dos aspectos, o juntamente de los dos, puedo sí prescindir lógicamente de la existencia real de tal sujeto o de tal hecho, pero no puedo empezar tal consideración con negar absolutamente la existencia real de aquel sujeto o de aquel hecho, cuyos modos me pongo a examinar.

Por ejemplo si me pongo a examinar al anónimo bajo el aspecto de literato, de filósofo, o bien de escritor católico, podré muy bien decir que no me consta el mérito del anónimo bajo el aspecto de literato, que bajo el aspecto de filósofo escritor o teólogo no tiene ningún mérito, y que bajo el aspecto de escritor católico, se me hace que su mérito está a unos grados bajo cero: pero de ningún modo podré decir que el anónimo realmente no existe. Porque de que aquellos aspectos, bajo de que lo consideré, me dieron un resultado negativo, síguese tan sólo que el anónimo no tiene aquellas cualidades; pero no se sigue que el anónimo no existe. Y la razón es porque otra cosa es la existencia de un sujeto, y otra cosa es el modo y el cómo de su existencia: de no entender yo lo segundo, no se sigue que puedo negar lo primero.

Vamos a la aplicación. Para un católico, y aun para un filósofo de sana crítica, la aparición es un hecho real, histórico   -136-   a la vez y sobrenatural; y con respecto a su demostración, la existencia de este hecho grandioso es histórica y teológicamente cierta. En el examen científico que yo emprendo de este hecho, puedo yo analizar cómo es que este hecho realmente existente, sea cierto bajo el aspecto histórico o teológico: pero de ningún modo puedo empezar mi examen científico con negar desde luego la misma Aparición cuyos aspectos histórico y teológico tomé a examinar.

Aquí está la primera falacia del anónimo; el cual, si hubiera discurrido cómo debe hacerlo todo escritor católico, hubiera debido empezar por admitir la existencia de la aparición, y después examinar el cómo de esta existencia, bajo cualquiera de los dos aspectos. Para ello no necesitaba el anónimo ser teólogo; bastábale considerar que la enseñanza episcopal de la Iglesia mexicana, confirmada con autoridad apostólica por el obispo de los obispos, como es el Pontífice romano, le proponían la aparición de la Virgen como objeto propio o inmediato del culto público y religioso, en que no puede caber falsedad ninguna, como ya se dijo en el capítulo VII. Y si en el examen del aspecto histórico, los cortos, muy cortos alcances de su crítica no le permitieron ver la demostración de cómo es que la aparición es históricamente cierta, de allí no hubiera debido ni podido lógicamente deducir que: luego la aparición no existió; sino que tan solo podía deducir que él no vio como históricamente él pudiera probar la aparición, cuya existencia real es un hecho incontestable. Pero el infeliz, llevado de los falsos principios del liberalismo religioso, empezó por negar o poner en duda la existencia de la aparición: con este prejuicio en la mente no vio los documentos fehacientes históricos con que se demuestra la aparición; y olvidando su condición de escritor católico acabó con negarla en absoluto.

La segunda falacia y muy gorda del anónimo es suponer que puede ser falso históricamente lo que es teológicamente cierto. Siendo el hecho sobrenatural de la aparición teológicamente   -137-   cierta, como ya se ha demostrado, el anónimo, si es escritor católico, no debía deducir, como lo dedujo muy torcida e ilógicamente, que la aparición no existe; sino atenerse a la tradición eclesiástica, a la aprobación de la sede apostólica, y tenerla por cierta, como todos los católicos y críticos sanos la tienen. Pero habiendo caído en el liberalismo religioso, que es la herejía del siglo, y remedando la distinción entre la cuestión de hecho y la de derecho, entre la tesis y la hipótesis, se salió con considerar la aparición bajo el aspecto histórico y bajo el aspecto teológico; y desentendiéndose completamente del aspecto teológico, por sí y ante sí, dando un mentir a la autoridad eclesiástica, que es el juez competente de los hechos sobrenaturales, negó en absoluto la existencia de la aparición porque él no vio [no quiso ver] la prueba histórica, y despreció la teológica. Incurrió pues, el anónimo en la 22.ª proposición condenada en el Syllabus por Pío IX, como arriba se demostró en el capítulo VI, especialmente en la página 64.

A este colmo de ceguedad lleva el orgullo satánico del catolicismo liberal, gire no es más que un engendro del protestantismo. Y una prueba más de esta ceguedad nos la da el anónimo en la página 13 de su Exquisitio. Muy formalote muy sobre sí, y en ton y son de Magister solemnissimus, interrumpiendo lo que decía sobre el supuesto silencio de documentos antes de 1648, nos dice: «Aquí tengo que hacer una observación muy útil: los defensores [de la aparición], todos sin excepción, absque exceptione, cayeron en un error, que es inexplicable para los varones de entendimiento; a saber, confundieron la antigüedad del culto con la verdad de la aparición y de la maravillosa pintura en la tilma de Juan Diego». Aquí si «tengo yo que hacer una observación muy útil», y es que el anónimo se parece aquí al fariseo aquel del Evangelio: non sum sicut caeteri hominum, «no soy como los otros hombres» (Lucas 18, 11). ¡Posible! entre centenares y centenares de varones doctos de toda condición,   -138-   que defendieron, defienden [y defenderán] la aparición, todos, ni uno por un remedio exceptuando, cayeron en el error; y el anónimo, él sólo, ¡no cayó! Si hubiera tenido un poquito de humildad que es la primera virtud de los cristianos, prima christianorum virtus est humilitas, como repetía San Jerónimo, el nuevo Fariseo, impugnador de la aparición, se hubiera guardado muy bien de expresarse de aquella manera satánicamente orgullosa, y se hubiera atenido al consejo que el Señor nos da: ne innitaris prudentiae tuae, «no estribes en tu prudencia», no te fíes de tu modo de ver (Proverbios 3, 5). Pero la más negra porque más humillante para el anónimo es que aquella muy útil observación, que parece darnos a entender haber salido de en descomunal chirumen, no es suya; es copiada de la disertación de su abuelo Juan Bautista Muñoz, el cual acaba su disertación precisamente con estas formales palabras: «con el cual [culto, muy razonable y justo que desde los años próximos a la conquista se ha dado siempre a la Virgen María por medio de aquella Santa Imagen] nada tiene que ver la opinión que quiera abrazarse acerca de las apariciones». Sin embargo, seamos justos, puede muy bien ser que el anónimo sin haber leído lo que Muñoz escribió, por estar hundido en la misma vergonzosa ignorancia de los principios más elementales del culto religioso, de su cosecha tomó aquel dislate de marca mayor.

Por lo que toca a la íntima conexión del culto con las apariciones que son el fundamento y el objeto próximo e inmediato de dicho culto, véase lo que se dijo en el capítulo VI, páginas 47-54.

2.º Vamos ahora a las famosas cuestiones que el anónimo nos propone de un tirón; y que él no examinó por no ser teólogo. «Si los milagros fueron bien comprobados; y puesto que lo fueron [si ita sint], si aquellos confirman la aparición. Si la Santa Sede acostumbra declarar dogmáticamente acerca de los acontecimientos o de los hechos [de eventis   -139-   sive de factis dogmatice declarare soleat]. Si el oficio y patronato, concedidos ya desde mucho tiempo, pueden o deben considerarse como una explícita aprobación de la aparición. Si los oficios, puestos en el breviario, fueron muchas veces [multoties] enmendados. Si alguna vez, después de mejor estudio [post meliorem studium, así a la letra], aunque la misa fue aprobada desde mucho tiempo [a longe?], fue después prohibida. Juzguen los más doctos: videant doctiores» (página 60).

En todo rigor de dialéctica, a estas preguntas que no son más que pérfidas pero inútiles insinuaciones, pudiéramos responder con la siguiente sencilla observación.

Muy Señor mío, don Anónimo latino, sepa su merced que hay verdad moralmente cierta, y hay verdad jurídicamente cierta, Toda verdad que es cierta jurídicamente, o como se dice, ex allegatis et probatis en el tribunal, puede serlo y comúnmente lo es también moralmente: pero no viceversa. Pues de que jurídicamente no pueda demostrarse una verdad, no se sigue que moralmente no sea cierta: porque para la verdad jurídica, como tal probada en el tribunal, se necesitan unas pruebas y requisitos legales que no siempre se pueden tener a la mano. Puesta tal evidente distinción, respondemos: dado aun y no concedido [dato et non concesso] que al anónimo se respondiera según sus deseos y miras, de allí se seguiría tan solo que para la aparición no tendríamos una verdad jurídicamente cierta; pero de ningún modo se seguiría que la aparición no fuese moralmente cierta. Porque en la conciencia de los mexicanos, la verdad de la aparición, enseñada auténticamente por el Episcopado mexicano, sería y es siempre una verdad indudable. Y como que el anónimo pretende probar que la aparición ni es jurídicamente ni es moralmente cierta, sino que es una fábula forjada por alguien, síguese que el anónimo de todos modos queda plenamente derrotado por lo que toca al intento principal de negar en absoluto el hecho histórico de la aparición.

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Sin embargo, a mayor abundamiento vamos a dar a cada pregunta su conveniente respuesta: lo que nos proporcionará también la ocasión de confirmar la verdad de las cosas expuestas en este opúsculo.

Primera pregunta. «Si los milagros fueron bien comprobados».

Respuesta: allá van unas cuantas. Desde luego la pregunta manifiesta el orgullo del católico-liberal, como es poner en duda lo que la autoridad eclesiástica propone. ¿Cómo? ¿y no te basta a ti, ¡insensato! que toda una Congregación de ritos en su propio nombre y autoritativamente afirma al fin de la sexta lección del oficio, que la Virgen de Guadalupe ingenti colitur populorum et miraculorum frequentia, es venerada con gran concurso de pueblos y con gran numero de milagros? ¿No te basta a ti, que el Pontífice romano Benedicto XIV confirme con autoridad apostólica todo esto? Ni pienses, infeliz, que en esto se procedió sin conocimiento de causa: pues como ya se demostró no es este el procedimiento del Tribunal de la Congregación de Ritos por lo que toca al caso de que nos ocupamos. En confirmación hacemos notar que el Prelado romano Anastasio Nicoselli, de la Congregación de ritos, por el año de 1681 imprimió en Roma una sustanciada relación, en lengua italiana, de la aparición de la Virgen a los mexicanos. El traductor confiesa en el prólogo que el texto original lo halló «en un Cuaderno de escrituras auténticas, presentada el año de 1663 a la sagrada Congregación de ritos, notado en el margen con el número 3871». Véase lo que se dijo en el «Compendio histórico-crítico» en las páginas 128 y 253. Al fin de la Relación el Prelado escribe: «el milagro de la aparición fue después confirmado con muchos prodigios: los que válidamente probados con instrumentos auténticos fueron reunidos en un cuaderno...».

¿Y tú, tú eres el que haces alarde de católico? ¿de obediente a la Santa Madre Iglesia? En una bien ordenada sociedad   -141-   doméstica se considera y es una verdadera infamia el que un hijo caprichudo y malcriado ponga en duda las sabias determinaciones de su padre para el bien de la familia; ¿cuanto más sube de punto esta infamia en la sociedad religiosa como es la Iglesia de Cristo, ver a un lego pelado, ignorante de los principios elementales de religión, meterse a tú por tú con su padre, como es el Pontífice romano, con su madre como es la iglesia? El Magisterio de la Iglesia, por derecho divino exige obediencia y sumisión: la resistencia y la discusión rayan en cisma como queda demostrado en el capítulo II página 10 de este opúsculo. Y si el que compuso estas preguntas y diolas al anónimo no teólogo, fue un sacerdote, que tan ignorante se mostró en teología como el lego anónimo, su desacato y cismática discusión o pregunta merecerían ser estigmatizadas con palabras de fuego.

Otra respuesta y más directa: pregunto a mi vez al anónimo: de cuál confirmación de milagros habla usted?

De dos modos acostumbra la acostumbra la Iglesia aprobar y confirmar los milagros y otros hechos sobrenaturales, como arriba se dijo en el capítulo VI, página 60. El primer modo es el ordinario de que comúnmente hace uso: y consiste en que, según lo dispuso León X en el Concilio Lateranense Quinto, año de 1516, el obispo «después de haber diligentemente examinado el hecho junto con tres o cuatro varones doctos y sabios, permita la publicación, si lo creyere conveniente, con la condición empero de informar de todo lo acontecido a la sede apostólica» (Con. Later. V, sess. XI, Constitut. 3.ª). Lo propio y con las mismas palabras volvió a decretar el Concilio de Trento, año de 1563. «Nulla etiam admittenda nova miracula... nisi approbante Episcopo: qui simul atque de iis aliquid compertum habuerit, adhibitis in consilium theologis et aliis piis viris, ea faciat quae veritati et pietati consentanea esse iudicaverit»: «Tampoco deben admitirse nuevos milagros sin la aprobación del obispo: el cual, luego que tuviere noticia de ellos, oído el parecer de teólogos y otros varones piadosos, determine lo   -142-   que juzgare conforme a la verdad y a la piedad» (Concil. Trid., sess. XXV, Decretum de Invocatione, veneratione el Reliquiis Sanctorum et Sacris Imaginibus).

El segundo modo de aprobación es cuando la Iglesia exige un verdadero y riguroso proceso canónico. Este se sustancia cuando trátase de la beatificación o canonización de un Siervo de Dios, o de aquellas apariciones que deben servir de fundamento para la concesión del oficio y misa propia y otros privilegios. Este rigor extremado se exige por la Iglesia, primero para dar mayor solemnidad a estas Actas apostólicas; segundo, para cerrar la puerta a muchísimas peticiones de semejantes singularísimos favores; tercero, para desmentir a los protestantes que acusan a la Iglesia Romana de ser muy fácil en decretar beatificaciones y canonizaciones.

En el primer modo pudiérase decir que la Iglesia se contenta con una certeza moral; en el segundo, que exige además una certeza jurídica. Pero, sea que el obispo proponga el milagro como pastor, sea que formalmente lo proponga y lo apruebe como Maestro auténtico, la sustancia del hecho es que de todos modos propone la verdad del milagro: y esto basta a los fieles. Cuanto el modo de proponerla, esto depende de la «prudencia del fiel dispensador, a quien el Señor puso para gobernar su familia».

Los dos modos hubo en la aprobación de los milagros de la Virgen aparecida en el Tepeyac, como más adelante se dirá.

Respondo en fin con preguntar otra vez al anónimo: «y de cuáles milagros habla usted?».

Si se trata del milagro principal, como son las apariciones de la Virgen allí en el Tepeyac y de su imagen milagrosamente pintada en la tilma de Juan Diego, hubo pruebas canónicas en abundancia. Las aprobó luego el venerable Zumárraga, como queda demostrado en el capítulo VIII; las aprobó el Arzobispo Montúfar, que inmediatamente le sucedió, sea en sus sermones públicos, sea con sustanciar todo un proceso canónico   -143-   contra el temerario predicador, como se demuestra con el texto mismo de la información jurídica, y en el opúsculo que acaba de imprimirse en Puebla sobre dicha información. Las aprobó el Arzobispo electo y Virrey de México, don Diego Escobar y Llamas, obispo de Puebla, cuando mandó a Roma los «Autos fenecidos el 12 de junio de 1663». Es también prueba jurídica de las apariciones el proceso apostólico, instruido en México el año de 1666, según el tenor y forma del interrogatorio trasmitido por la Congregación de ritos. Un resumen de este proceso nos dejó el padre Florencia que presenció las informaciones, y todas enteras las dio a luz el benemérito Canónigo de la Colegiata don Fortino Hipólito Vera. En fin pruébanse jurídicamente las apariciones por los Decretos de la Congregación de ritos, y por la Bula de Benedicto XIV, como queda dicho más de una vez.

Si el anónimo entiende hablar de los milagros, obrados a la invocación de la Virgen como aparecida y por aparecida hay también la aprobación según los dos modos mencionados, y bastaría lo que la Congregación de ritos, puso al fin de la sexta lección. Hay aprobación jurídica, por ejemplo, de los milagros obrados en Oaxaca, Puebla de los Ángeles y Roma. Del primero, acontecido el 14 de noviembre de 1665 trata el padre Florencia, que refiere el proceso (Estrella del Norte, capítulo XXVI). Del milagro acontecido en Puebla de los Ángeles el 12 de noviembre de 1 755, habla el P. Francisco Javier Lascano en la vida del padre Juan Antonio Oviedo; y el Canónigo González en la obra impresa en Guadalajara, año de 1884, trae el proceso, junto con el dictamen del insigne médico cirujano don Manuel Carmona y Valle, el cual con fecha «México, junio lo de 1884» lo remitió a dicho canónigo; y la conclusión del dictamen, después de haber analizado el proceso, es: «Esto es un milagro; esto es obra directamente de Él que puede suspender las leyes naturales... cuando así cumple sus inevitables fines» (opúsculo «Santa María de Guadalupe Patrona de los mexicanos», páginas 208-244). Del   -144-   prodigio acontecido en Roma en una imagen de la Guadalupe mexicana se habló en el «Compendio histórico-crítico», capítulo XVI, páginas 284-240, y más por extenso con el favor divino se tratará en el último capítulo de este opúsculo.

Por lo que toca al modo ordinario, con que se tiene certeza moral de los milagros, fíjese el anónimo en las circunstancias, con que el padre Florencia los refiere en los capítulos 19, 20, 21, 25, 27 y 28: advirtiendo en el mismo tiempo lo que escribe Benedicto XIV (De Beatif. et Canoniz., Libro 3, capítulo 5, números 10-18; Libro 4, parte 1.ª, capítulo 4, página 2.ª; capítulo 7) como en seguida se dirá.

Segunda pregunta: «Puesto que los milagros fueron bien comprobados, si estos confirman la aparición».

Respuesta: a esta pregunta, originada de una ignorancia crasa y supina de lo que toca a la religión, se responde: vaya usted a aprender el Catecismo y un poquito de filosofía de religión; y si más gusta lea la obra citada de Benedicto XIV, especialmente en los capítulos ya citados, de fine miraculorum: de necesitate miraculorum del libro cuarto. Digamos dos palabras23.

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Desde el año de 1882, en una disertación impresa en Puebla, y reimpresa en 1884 en Guadalajara (capítulo XVI, página 230); y en la refutación, que se está publicando en El amigo de la Verdad, del libelo impreso el pasado año de 1891 contra la aparición, se ha dicho y repetido lo que todos entienden; menos el anónimo y sus compadres los editores del libelo, que los milagros son la prueba más evidente de la aparición.

La conexión del milagro con la verdad de la aparición consiste en que si por la intercesión de la Virgen como aparecida y por aparecida, Dios hace un milagro, es imposible que la aparición sea falsa, porque en este caso Dios mismo con   -146-   su autoridad nos atestiguara una falsedad. La intercesión pruébase por la invocación; intercessio probatur per invocationem: y la invocación pruébase con el testimonio de aquel mismo que invocó: invocatio solo dicto invocantis comprobata dicenda est. Si el que invocó, ya pasó de esta vida mientras se sustancia el proceso, basta que dos testigos afirmen haber oído al enfermo invocar al siervo de Dios, o a la Virgen. Si ni se hallaren estos testigos, para probar la invocación bastará demostrar que en testimonio del milagro se mandó poner en el altar de la Virgen o del Santo un ex voto (votivam tabellam), o que cumplió con una manda o donación. Así Benedicto XIV en la obra citada (Libro 3, capítulo 5, números 16, 17 y 18).

Sobre estos principios se apoya todo el procedimiento jurídico del Tribunal de la Congregación de ritos, conforme a las repetidas Bulas de los Pontífices romanos sobre esta importantísima materia. A la verdad, fuera del todo inútil exigir milagros en confirmación de la santidad del siervo de Dios o de las apariciones de la Virgen, si los milagros no confirmaran directamente dicha santidad o dichas apariciones. Y precisamente por esta razón los milagros llámanse señales, manifestaciones, prodigios y portentos, porque por su conexión significan, nos hacen conocer, nos manifiestan y nos demuestran la santidad o apariciones, como queda dicho (Libro 4, parte 1, capítulo 1, número 1).

Tercera pregunta. «Si la Santa Sede acostumbra hacer declaraciones dogmáticas acerca de los acontecimientos hechos».

Respuesta: aquí hay trampa o falacia, que digamos. Pues no ya de cualquiera acontecimiento o hecho, sino de aquellos acontecimientos o hechos, que tienen conexión con las verdades reveladas, acostumbra la Santa Sede dar sus declaraciones doctrinales.

A lo menos, en este mismo caso, don Estudio, compadre de don anónimo, puso en su carta aquella la proposición términos claros, aunque soltando una barbaridad en el mismo   -147-   tiempo. Dijo así: «Siendo el hecho de la aparición Guadalupana enteramente ajeno a la fe y a las costumbres, y solamente un acontecimiento histórico, el romano Pontífice jamás (en letras mayúsculas) puede declararlo o definirlo como verdadero». Se responde por tanto: lea el anónimo lo que se dijo sobre este punto en los capítulos IV, VI y VII en que se responde a don Estudio.

Cuarta pregunta: «Si el oficio y el patronato, concedidos ya desde mucho tiempo, pueden o deben considerarse como una aprobación explícita de la aparición».

Respuesta: lea el anónimo lo que especialmente se dice en el capítulo VII, ya arriba citado; y lo que se contestó a los editores del libelo en el opúsculo impreso en Puebla «Defensa de la aparición... escrita contra un libro impreso el año de 1891 en México», parte 1.ª, capítulo 1.º y 2.º.

Quinta pregunta: Si los oficios, puestos en el breviario, fueron muchas veces (multoties) enmendados.

Respuesta. ¡Mire usted qué ocurrencia! ¡y que insinuación malignantis naturae, de maligna naturaleza como decían los antiguos! Pero; ¿y de cuál breviario habla el anónimo? ¿De algunos breviarios diocesanos? Pues nada tenemos que ver con ellos; y Benedicto XIV fue el que reunió las protestas y condenaciones, con que los pontífices romanos reprobaron la osadía de unos cuantos.

¿Habla el anónimo del Breviario romano? Así parece indicarlo; y en este supuesto volvemos a decir: puesto que el Breviario romano se compone de tres partes, a saber, de lo que se contiene en la Escritura Sagrada, de lo que se tomó de las homilías de los santos padres y doctores de la Iglesia, y en fin de las lecciones historiales, las cuales, fueron compuestas por los dos cardenales Baronio y Bellarmino, queremos suponer que de estas lecciones precisamente habla el anónimo. Siendo así vamos a darle una respuesta en forma dialéctica con su correspondiente explicación.

La pregunta del anónimo se resuelve en la siguiente proposición:   -148-   Si no muchas (multoties), como el anónimo pretende, a lo menos algunas veces las lecciones del breviario fueron enmendadas.

Distingo la proposición: fueron enmendadas aquellas lecciones que con expreso y positivo decreto fueron insertadas en el oficio: se niega de par en par la proposición en este sentido.

Fueron enmendadas aquellas lecciones que tan solo fueron permitidas en algunos breviarios particulares; subdistingo; fueron enmendadas por falta de certeza jurídica o por otras plausibles razones que en práctica tuvo la Congregación, como más adelante se dirá, se concede en este sentido la proposición. Fueron enmendadas por falta de certeza moral o de moral probabilidad; se niega en este sentido la proposición.

Luego: la maligna insinuación del anónimo, por lo que toca a la aparición de la Virgen en el Tepeyac, es un verdadero telum imbelle sine ictu, que decían los latinos; un dardo, que sobre ser sin fuerza, no da en el blanco, sino que da el golpe en vago. Y la razón es porque la sustancia del hecho grandioso de la aparición fue redactada por la misma Congregación de ritos, y con su autoridad y en su nombre añadida a la sexta lección del oficio propio: y todo esto confirmado nada menos con autoridad apostólica por Benedicto XIV.

La explicación de las distinciones dadas hállase en los ocho largos capítulos de la obra ya mencionada de Benedicto XIV (Libro 4, parte 2.ª, capítulos 3-10).

En estos capítulos el soberano Pontífice trata precisamente de la concesión de los oficios, de oficiorum concessionibus; y basta recorrerlos siquiera de paso para convencerse de la extremada prudencia y rigor dialéctico con que se procede en estos casos. La sagrada Congregación exige certeza no ya tan solo moral, sino estrictamente jurídica del fundamento de la concesión del oficio, como son, por ejemplo, las apariciones;   -149-   a saber, exige que con documentos auténticos y fehacientes se demuestre la tradición del milagro; pues la Tradición es el argumento propio que de preferencia exige la Congregación de ritos.

Y aún así; aquel Sagrado Tribunal se contenta tan solo da reconocer la verdad del hecho histórico, a semejanza de un testigo calificado; lo que acostumbra manifestar con aquellas expresiones: antiqua et constanti traditione a maioribus accepta; ex constanti traditione, vetustisque monumentis; ex monumentis ecclesiasticis: pie creditur; fertur; ut pia et antiqua traditio habet (Loc. cit., capítulo 9). De este modo fueron aprobados los oficios y fiestas del Rosario, de la Merced, del Carmen, y otros muchos, de que se hace mención en la obra citada (capítulos 9 y 10). Y de este modo también fue aprobado el oficio y fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe.

De donde se sigue que con las referidas expresiones, como ya se dijo en el capítulo V, página 42, la Iglesia no entiende sembrar dudas, ni autorizar el escepticismo sobre aquellos hechos sobrenaturales; sino que solo se abstiene de dar una sentencia solemne, la cual en práctica de ningún modo sería necesaria. Tanto es así que la sagrada Congregación, no obstante repetidas súplicas, más de una vez no concedió las lecciones del oficio ni con la expresión Fertur; porque la aparición y circunstancias de ella sufficienti erant probatione destituta, carecían de prueba suficiente: jurídica, por supuesto, pues no negaba la Congregación que hubiese certeza moral. Véanse los ejemplos de negada concesión en la mencionada obra (Libro 4, parte 2, capítulo 7, número 8; capítulo 9, número 27; capítulo 10, número 26, etc.).

Queda por tanto, confirmado que con aquel Fertur no se entiende un rumor vago, una especie que circule sin fundamento, un cuento sin ninguna prueba, una duda en fin, y un recelo de que sea falso y nada haya de positivo, de cierto y de indudable: como ya se dijo en el Compendio histórico-crítico, número XXI, página 298.

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Por ser ya muy largo este capítulo, omitimos lo que Benedicto XIV (Libro 4, parte 2, capítulo 13, números 2-9) escribe sobre el Breviario romano y su autoridad: de Breviario Romano et ejus auctoritate.

Sexta pregunta: «Si después de mejor estudio (post meliorem studium?), aunque la misa hubiese sido desde mucho tiempo (a longe?) aprobada, fue después prohibida».

Respuesta: no se comprende como y por qué el anónimo haga esta pregunta, distinta de la precedente: pues con la concesión del oficio acostumbra la Congregación conceder también el rezo de la misa.

Sea como fuere, se responde como acabamos de contestar a la quinta pregunta. Y volvemos a decir que la prohibición no se originó de la falta de certeza moral, sino de la jurídica solamente, o bien porque la Congregación tuvo algunas razones disciplinares. Y esto de ningún modo puede entenderse de aquel rezo de misa, que fue aprobado con positivo decreto de la misma Congregación de ritos, y confirmado con autoridad apostólica por el Pontífice romano, como es el «oficio y misa en la fiesta de la Santísima Virgen de Guadalupe de México», como se lee en la impresión romana de 1754.

Con eso y todo, para aclarar más este punto vamos a poner dos ejemplos que tomamos de la obra citada de Benedicto XIV. El primero se refiere a Santa Catarina de Sena. Es un hecho incontestable, y el mismo Breviario romano, que es el propio de la Iglesia universal, lo menciona en las lecciones de la fiesta, que la Santa recibió el favor singular de la impresiona de las llagas en su cuerpo virginal, pero que a petición de la humildísima santa no fueron visibles, como las del Seráfico de Asís, contentándose tan solo con sentir toda la agudeza y acerbidad del dolor. Muerta la Santa, empezaron a grabarse y pintarse imágenes con aquellos símbolos de la Sagrada Pasión del Salvador. Pero así como en la sociedad doméstica acontecen entre hermanos aquellas rencillas que el   -151-   buen padre de familia procura luego disipar: de la misma manera en la sociedad religiosa, como es la Iglesia, hubo sobre este punto debates y contiendas por parte de los religiosos de San Francisco, y de Santo Domingo. El Papa Sixto IV para cortar de raíz todo estorbo, en los años de 1472, y de 1475 severamente prohibió se24 dijese que Santa Catarina de Sena había recibido la impresión de las llagas, a semejanza de las del Salvador, y prohibió también que con aquellos símbolos se pintasen o grabasen imágenes de la Santa.

Según el torcido criterio del anónimo latino, tendríamos que decir que luego fue falso lo de la impresión de las llagas en el cuerpo de Santa Catarina de Sena; y que el Papa post meliorem studium, (el colmo de los barbarismos y de las barbaridades) lo prohibió. Y sin embargo nada hay de eso: porque Inocencio VIII, inmediato sucesor de Sixto IV en el mismo tiempo que prohibió se destruyesen las imágenes ya pintadas de la Santa, prohibió también se grabasen o pintasen nuevas imágenes con aquellos emblemas. De todo esto se ve claramente que las disposiciones de los dos Pontífices romanos no fueron más que actos disciplinares o de providencia eclesiástica, como dicen los teólogos, y que para nada se oponían a la verdad histórica del hecho. Ni hubo contradicción entre las disposiciones pontificias: porque Sixto IV dio tal prohibición hasta que la sede apostólica hubiese aprobado el hecho; y, por especial privilegio, concedido el permiso de que se divulgasen imágenes de la Santa con aquellos símbolos: «así como ni a los mismos religiosos de San Francisco se les permitió divulgar las de su Seráfico Fundador hasta que la sede apostólica lo concedió». Efectivamente el Papa Clemente XIII, oído el dictamen del promotor de la Fe que entonces era aquel que después fue Papa y llamose Benedicto XIV, con fecha 18 de junio de 1727 concedió a la Orden de predicadores el oficio y misa propia de la impresión de las llagas en el Cuerpo de Santa Catarina de Sena (Loc. cit., capítulo 8, números 4-8).

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El segundo ejemplo refiérese a la Virgen del Pilar. La historia de este hecho admirable está grabada en los corazones especialmente de los españoles y de los hispano-americanos. Y con tanto más gusto pongo aquí estas breves noticias, cuanto que me parece descubrir una cierta analogía entre la aparición de la Virgen en Zaragoza, y la aparición de la misma Virgen en México. La Iglesia hispana (Ecclesia hispaniarum) fundada por el Apóstol Santiago el Mayor, recibió desde su principio la aparición de la Inmaculada Madre de Dios; y la Iglesia mexicana, fundada por los varones apostólicos que vinieron de España, recibió también desde su infancia la aparición de aquella que ya en su Cántico había vaticinado que por ella todas las generaciones recibirían la luz del Evangelio, y llamaríanla bienaventurada.

Por lo que toca a la ida de Santiago Apóstol a España por el año 38 de nuestra Era vulgar, y consignada en las Lecciones del Breviario Romano, ningún tropiezo encontró este hecho aun en la corrección que del mismo Breviario en 1568 hizo el Papa San Pío V25. Pero en tiempo del Papa Clemente VIII   -153-   hubo quien delató a la Congregación de ritos, que en el Concilio Lateranense III, año de 1179, el célebre, escritor Rodrigo Jiménez, obispo de Toledo, en una contienda que sobre primacía tuvo con el obispo de Compostela; llegó a decir que la ida de Santiago a España no era más que «una fábula que él había oído de algunas vejezuelas, y que par consiguiente la creyó indigna de insertarla en sus Historias»: y así lo efectuó. A la extremada prudencia de la Congregación de ritos pareció este hecho como una prueba de que no hubiese certeza jurídica de la tradición: por lo cual Clemente VIII mandó se quitara de las lecciones del Breviario romano lo referente a la ida y predicación de Santiago a España. Pero con esto no negó del todo la tradición: porque en el mismo decreto concedió fuese tenida como tradición propia de España: praedicationem S. Jacobi in Hispaniis, quae antea in Breviario Romano fuerat absolute posita, sub Pontificatu Clementis VIII tantum ad traditionem Hispaniarum fuisse coercitam26. Tratábase pues de falta de certeza jurídica y no ya de falta de certeza moral de la tradición. Y lo   -154-   que es más, vuelto a discutirse plenamente el caso en tiempo de Urbano VIII, el Papa mandó se insertase de nuevo en el Breviario romano la antigua relación (Loc. cit., capítulo 10, número 17).

Cuanto a la aparición de la Virgen al Apóstol Santiago a orillas del Ebro en Zaragoza, apoyábase la tradición, en el siglo pasado, en el testimonio de 178 Escritores y en los diplomas pontificios de Calixto III, Clemente VII y Paulo IV: y los célebres bolandistas en el VI tomo del mes de julio con una extensa disertación confirmaron la verdad y defendiéronla de las oposiciones de Natal Alejandro y otros escritores de resabios jansenísticos.

Desde tiempo inmemorial celebrábase en la Iglesia de Zaragoza la fiesta en conmemoración de dicha aparición pero en el oficio no había lecciones propias, por no juzgarse necesarias en aquellos tiempos de viva fe, que mantenía la tradición en todo su vigor.

Así las cosas, el 29 de enero de 1640 aconteció en Zaragoza por intercesión de la Virgen del Pilar un milagro de primer orden a la vista de toda la ciudad y aun de toda España, como en adelante se verá. He aquí el resumen: un joven labriego de nombre Miguel Pellicer, que desde dos años habla sufrido la amputación de una pierna a cuatro dedos abajo de la rodilla, en el Hospital de Zaragoza, iba pidiendo limosnas por las calles cercanas al Santuario; y no pasaba día sin que el buen joven entrara en la Iglesia y suplicara a la Virgen del Pilar «le restituyese la pierna amputada». Había perseverado día por día en esta confianza filial dos años, cuando la noche del 29 de enero de 1640, a las dos horas de acostado, despertose de repente «por un no sé qué de nuevo que sintió en todo su ser». Levantose luego y con sorpresa se ve con la pierna sana y entera como la otra. Sus padres reconocen el prodigio y pasan la noche en alabanzas; y luego que amaneció, Miguel llevando en mano la pierna de madera que los cirujanos del hospital habíanle ajustado dos años antes, echose a recorrer las calles exclamando lleno de indecible   -155-   gozo: «La Virgen del Pilar me ha hecho la gracia: venid a verme: viva la Virgen del Pilar». Acude gente de todas las calles: todos quieren tocarle, registrarle y examinar bien la pierna; y al verle andar y correr sano, derecho y con la pierna viva, exclaman: «Milagro, milagro de la Virgen del pilar» y corren con Miguel al Santuario. Se sustancia el proceso canónico; y cuantos que de toda España habían ido a Zaragoza para la fiesta de la Virgen del Pilar, y habían visto por dos años a Miguel ir cojeando con la pierna de madera, al verlo con la pierna viva y sana, depusieron con juramento la verdad. Todavía a los doce años después vivía Miguel y vivían veinte mil testigos de vista.

No faltaron extranjeros que de toda Europa iban a Zaragoza para asegurarse del prodigio, en modo especial muchos ingleses. Preguntan, indagan, examinan toman informes minuciosos; llaman a Miguel, a sus padres y parientes, a los cirujanos y enfermeros del hospital, hasta el sepulturero que enterró la pierna amputada. Por más vueltas que le diesen, el milagro estaba allí a la vista, imponente e incontestable: y el buen Miguel, cansado de tantas preguntas, repreguntas y pesquisas mal intencionadas; levantando la pierna de madera hasta los ojos de los quisquillosos preguntones, con sonrisita burlona les decía: Esta es la pierna que me pusieron los cirujanos hace dos años, y esta, mostrando su pierna viva y sana, es la que hace poco me restituyó la Virgen del Pilar (Feller, Journal historique et litteraire, Tomo 150, página 178).

Con esta ocasión el Cabildo eclesiástico de Zaragoza pidió a la Congregación de ritos la concesión de las lecciones propias en el oficio de la Virgen del Pilar. Con su decreto de 26 de marzo de 1694 la Congregación negose a aprobarlas. Volvió el Cabildo a presentarlas a los diez años; y con decreto de 8 de marzo de 1704 la Congregación se mantuvo firme en su negativa. No se desanimaron por esto los postuladores de la causa; porque al fin entendieron que más bien por falta de formas jurídicas en la redacción de las actas, que no   -156-   por falta de verdad, la Congregación se había negado a concederles las lecciones propias. Por tanto el año de 1723, siendo promotor de la Fe el que después, elegido en Pontífice romano, llamose Benedicto XIV, los postuladores volvieron a introducir la causa. El célebre promotor esforzó cuanto pudo todas las dificultades que podían oponerse: pero los Postuladores dieron respuestas tan plausibles y ajustadas que el promotor se dio por convencido y certificó que nada se oponía a la concesión de las lecciones propias. Señaladamente hizo mucha fuerza al Promotor de la Fe una razón que alegaron en defensa los postuladores de la causa: y fue que aunque, por haber los tres pontífices romanos arriba mencionados insertado en sus Bulas respectivas la aparición de la Virgen a Santiago, no podía decirse que había sido definida, tampoco sin embargo podía negarse que mucho peso y autoridad se había añadido a la tradición por haberse insertado la aparición en aquellos Diplomas Pontificios; traditioni auctoritatis pondus accessise ex eo quod Apparitio in illis Diplomatibus Pontificiis inserta fuerit.

Y así con decreto de 7 de agosto de 1723 fue aprobado por la Congregación de ritos el oficio propio con la adición a la sexta lección, semejante a la que tenemos en el oficio propio de nuestra Patrona Nacional, Santa María Virgen de Guadalupe. A los siete años después con decreto de la misma Congregación se extendió el oficio y misa propia de la Virgen del Pilar a todos los dominios de los Reyes Católicos (Libro 4, parte 2, capítulo 8, número 2; capítulo 10, números 18, 19 y 20).

¡Don Anónimo latino! tómate esas y vuelve por otras: y caritativamente te aconsejo que si vas a España, no te metas en decir nada contra la Virgen del Pilar; pues serías capaz de hacerlo. Porque, de querer o no querer, los españolitos, especialmente los aragoneses, sin más ni más te darían provisionalmente un baño hidropático en las aguas del Ebro para curarte de los microbios de la incredulidad. Hasta más ver, Dios mediante.



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ArribaAbajo- XII -

Un milagro de la Virgen del Tepeyac acontecido en Roma en 1796; y relatado según el proceso que allí se instruyó


1.º Dos son las razones de referir aquí este prodigio, acontecido a fines del siglo pasado a la vista de toda Roma: la primera es intrínseca y extrínseca la otra.

Cuanto a la razón intrínseca, siendo así que la aparición es un hecho histórico y sobrenatural al mismo tiempo, la Filosofía y la Teología, cada una con sus argumentos propios, se ocupan en darnos una completa demostración.

Las tres fuentes de la Historia, como son los documentos, los monumentos y la tradición, sometidos al análisis que la Crítica, basada sobre principios ciertos, hace de ellos, forman aquel argumento, que llámase histórico por su materia y filosófico por su forma. Pero es de notar que la tradición en nuestro caso, por ser la transmisión oral de la noticia de un hecho sobrenatural y religioso, puede en parte pertenecer al argumento teológico, por cuanto cae bajo la enseñanza y autoridad de la Iglesia todo lo que se refiere al culto litúrgico y a su histórico fundamento, que por lo visto es su próxima e inmediata razón.

El argumento teológico tómase principalmente de los milagros y de la aprobación de la Iglesia. Habiendo pues examinado en este opúsculo esta segunda parte del argumento teológico, muy conveniente pareció que algo se pusiera también de la primera parte, esto es, de los milagros, para que se tenga reunido en un solo cuerpo el argumento teológico. Pero, sobre el valor de los milagros para comprobar un hecho, a más de ser de por sí evidente, bastante se dijo en el   -158-   número XVI del Compendio histórico-crítico impreso en Guadalajara el año de 1884. Por consiguiente bastará referir aquí el prodigio acontecido en la capital del orbe católico, examinado y comprobado jurídicamente, para que su valor demostrativo fuese del todo indiscutible. Véase arriba, página 145.

La razón extrínseca que nos movió a insertar aquí la relación de este prodigio es la de poner luego en conocimiento de nuestros lectores la sustancia del proceso instruido, cuya copia debidamente legalizada nos fue remitida de Roma el pasado año de 1891. Con esto se completaría el resumen que de este proceso hizo un padre de la Compañía de Jesús en Roma, y que se insertó en la obra arriba citada, páginas 227-234.

No siendo este el lugar de referir por extenso el culto que se tributa a la Virgen de Guadalupe en varias Iglesias de Roma, nos limitamos a decir que una imagen de Nuestra Patrona Nacional desde mediados del pasado siglo venérase en la antigua Iglesia de San Nicolás in Carcere tulliano, así llamada porque fue edificada sobre la cárcel que Servio Tulio, sexto rey de Roma, había mandado construir. De unos Apuntes reimpresos muchas veces en Roma por el capellán de la Iglesia de San Nicolás: «Sobre la prodigiosa aparición de María Santísima de Guadalupe, de la cual se venera una milagrosa imagen en la Iglesia de San Nicolás in Carcere», tomamos los datos siguientes traducidos al castellano.

«Pues bien: la imagen de María Santísima de Guadalupe que venérase en esta Iglesia de San Nicolás in Carcere, fue mandada copiar fielmente del original, por los padres misioneros de la Compañía de Jesús, que en México acostumbraban llevarla consigo en sus misiones. Pero desterrados de allí cerca del año de 177327 y llegados a Italia y a Roma,   -159-   trajéronla consigo y por algún tiempo tuviéronla expuesta a la pública veneración en la pequeña Iglesia de Santa María in Vincis. Retiráronla de allí poco después para donarla a la Colegiata de San Nicolás que era su propia parroquia. Y en esta iglesia el 15 de julio de 1796 aquella imagen abrió milagrosamente los ojos, así como certificaron muchísimos de vista. Después que por la munificencia de Pío IX se restauró y decoró la antigua iglesia, despertose más viva en los romanos la devoción a aquella imagen; habiéndose celebrado en el mes de julio de 1867 un devoto Triduo con solemnísima procesión. Al presente aquella imagen es el objeto de la más acendrada devoción (della più sentita divozione) de los feligreses de la parroquia, y de los de las parroquias cercanas, y de tantos buenos romanos que consiguen de ella los más señalados favores».

En la Historia de la Peregrinación mexicana a Roma (en 1888) escrita por Diego Germán y Vázquez, organizador de la peregrinación, leemos en el tomo 2.º, capítulo 2, página 11, acerca de esta Iglesia: «En la nave lateral de la izquierda se halla, la capilla, nombrado de la Purísima Concepción, que sirve de reserva de la Eucaristía, y en cuyo altar se venera la Virgen Guadalupana. Arriba del Sagrario y en cuadro de un elegante retablo sobre una ráfaga de oro se destaca el cuadro como de una vara de largo por media de ancho, en el cual se halla la Santa Efigie. La capilla está decorada de blanco y oro de estilo moderno».

De otros datos que se nos proporcionaron sabemos, que el Padre Santo Pío IX dio sesenta mil pesos romanos, que corresponden   -160-   cabalmente a nuestros pesos mexicanos, para restauración y decoración de la Iglesia. A los ruegos del por entonces prelado doméstico de su Santidad, y ahora, arzobispo de Oaxaca, mister Eulogio Gillow, Pío IX concedió por el año de 1869 que la Santa Imagen de Guadalupe se pusiese en el retablo como imagen principal, quitando la otra que antes había de San Juan Bautista.

La ráfaga, con su marco en medio, no es propiamente de oro macizo, sino de metal dorado a fuego y no ya por galvanoplástica. Costearon esta ráfaga el por entonces prelado doméstico y los obispos mexicanos que estaban en Roma en la ocasión del Concilio Ecuménico Vaticano. El 12 de diciembre de dicho año de 1869 hubo función solemnísima, y más bien única que rara, en la iglesia de San Nicolás en honor de la Virgen de Guadalupe. Pues asistieron a ella sesenta y más obispos, entre mexicanos, hispano-americanos y españoles. Celebró de misa pontifical el ilustrísimo Carlos María Colina, obispo de Puebla de los Ángeles, y predicó el sermón panegírico el ilustrísimo Juan B. Ormachea, obispo de Tulancingo. Desde las cinco de la mañana el altar de la capilla fue reservado para los obispos mexicanos que desearon celebrar allí la misa en ese día: y todos los diez pudieron decirla hasta cosa de las once, en que se cantó la misa solemne, acompañada de escogida orquesta.

2.º Para comprender la razón de los tantos prodigios que el año de 1796 se obraron en Roma en las sagradas imágenes, especialmente de la Santísima Virgen, es de saber que precisamente en este año empezó para la Italia y en particular para Roma, aquella serie de espantosas y horribles calamidades que por el espacio de diez y ocho años la devastaron. Para fortalecer los ánimos de los fieles en esta lucha tremenda, el Señor dispuso que hubiese tantos prodigios como señales de protección y de triunfo. La infernal Revolución francesa había decretado en sus tenebrosos planes guerra encarnizada al altar y al trono, símbolos de la autoridad   -161-   eclesiástica y de la real. De ahí la abolición del culto católico, el degüello de centenares de millares entre sacerdotes religiosos y seglares, el horrendo regicidio, perpetrado en la persona de Luis XVI, y otros inauditos hechos de odio satánico, que la historia registra.

Pero en el año de 1796 debíase empezar la ejecución de la otra parte del plan infernal contra los estados de la Iglesia y contra la misma sagrada autoridad y persona del Pontífice romano. Para despojar a la Iglesia de su dominio temporal y de sus Estados (que debían repartirse entre Francia, España y Nápoles) sin haber precedido ningún pretexto, «se libró orden a Napoleón Bonaparte de entrar a mano armada en Italia. A principios de marzo de 1796 Napoleón se apoderó de las tres más florecientes y ricas provincias del Estado Pontificio, Bolonia, Ravena y Ferrara»; las que llamábanse legaciones porque, atendida su importancia, gobernábalas en lo civil un cardenal con el título de Legado de la sede apostólica; mientras las provincias menos importantes eran gobernadas por un prelado inferior que llevaba el título de delegado apostólico.

Consecuencias de estas sacrílegas invasiones fueron exorbitantes extorsiones en dinero contante, en manuscritos y obras de arte de rarísimo mérito; la violenta deportación del octuagenario Papa Pío VI a Francia, en donde murió al año y medio en Valencia del Definado, el 29 de agosto de 1799: poco después violenta deportación también y cautiverio inaudito de Pío VII a Savona y Fontainebleau con formal prohibición, que oficialmente se le intimó, de comunicar con ninguna iglesia ni con ningún fiel, porque había dejado de ser el órgano de la Iglesia Católica por orden de Napoleón (6 julio 1810, 23 de enero 1814). En fin a los 4 de abril de 1814 obligado Napoleón a firmar su abdicación y destierro a la Isla del Elba, el 24 de mayo Pío VII hacia su ingreso verdaderamente triunfal en Roma.

Véase la Historia Universal de la Iglesia Católica de Rohrbacher,   -162-   3.ª edición de París de 1859. Tomo 27, Libro 90; Tomo 28, Libro 91.

Pues bien, a fin de que los católicos, y en particular los romanos que más debían padecer, no se desanimaran ni vacilaran en esta prueba durísima a la cual fue sometida la Iglesia en estos diez y ocho años, dispuso el Señor que en muchas imágenes sagradas, especialmente de María Santísima, se obrasen los prodigios de abrir y mover los ojos como de persona viva, que se compadece de las aflicciones, mirando con benevolencia a los que la ruegan, y levantando al cielo los ojos como en ademán de pedir al Señor el valor y confianza y un pronto remedio. Entre estas imágenes, la novena en el orden en que están enumeradas en el proceso, es la de Nuestra Señora de Guadalupe, venerada en la dicha Iglesia de San Nicolás in Carcere. Desde el 15 de julio al 31 del propio mes la Imagen Guadalupana abrió y movió los ojos, pero con circunstancias tan tiernas y conmovedoras que parecía una verdadera madre que mira con compasión a sus hijos; y si el prodigio, observado luego, infundía respeto, después excitaba un vivo afecto de confianza que movía a los fieles a aclamarla con voces de júbilo: Madre, Madre. Los diez y ocho días que duró el prodigio, parecían como significar los diez y ocho años de tribulación que los romanos debían sufrir para llegar a ver el triunfo de la Iglesia sobre las puertas o poderes del infierno.

Del proceso que en esta ocasión se sustanció por el Tribunal eclesiástico de Roma hay dos copias; la una se conserva en la propia iglesia de San Nicolás in Carcere; la otra guárdase en el Archivo de la Secretaría del cardenal vicario general de su Santidad.

De esta tenemos un trasunto exacto, mandado de Roma el año pasado al autor de este opúsculo por el rector del Colegio Pío Latino Americano, padre Felipe Sottovia de la Compañía de Jesús. Consta este trasunto de treinta y seis fojas en papel de gran tamaño, cosidas con cordones de seda encarnada, los   -163-   que rematan en un sello de lacre, encarnado también, que lleva el escudo de armas el actual cardenal vicario de Roma. Al fin del Proceso, firmado por el Juez Delegado y por el Escribano del Tribunal, léese el testimonio del Prelado Romano, Monseñor Augusto Barbiellini, Secretario del Vicariato, el cual con fecha de 3 de enero de 1891 certifica, «que esta copia o trasunto es en todo conforme con su original que se guarda en esta Secretaría del Vicariato».

Síguese en tres fojas separadas el decreto de aprobación del milagro, según las formas acostumbradas.

Vamos a dar con orden todas las cláusulas referentes al milagro, traducidas del italiano al castellano: pero referiremos tan solo lo que deponen dos testigos de conocida ciencia y probidad, que más por extenso refirieron el prodigio que estos mismos más de una vez vieron. Pues los otros testigos no hacen más que repetir lo que habían afirmado los dos primeros.

El proceso no empezó a sustanciarse sino a los dos meses de haber acontecido los prodigios; y en los cuatro meses y medio que duró, desde octubre de 1796 hasta mediados de febrero de 1797, fueron examinados ochenta y seis testigos de toda clase y condición.

Nótese en fin que la Santa Imagen es como de vara de largo por media de ancho, como escribe el autor de la Historia de la Peregrinación mexicana a Roma, o bien como depuso el archipreste de la Iglesia de San Nicolás, «es de acerca de cinco palmos arquitectónicos de largo, con la debida proporción de ancho», y que a la fecha del prodigio hallábase colocada sobre la grada del altar.

3.º Proceso compilado por la Curia Eclesiástica de Roma en la ocasión de haber abierto los ojos una imagen de María Santísima de Guadalupe, en la venerable iglesia de San Nicolás in Carcere.

El Interrogatorio del proceso contiene diez preguntas: en las primeras tres se trata primero del juramento que se exige   -164-   al testigo de decir la verdad; y después de las generales de la ley, esto es, de averiguar si el testigo requerido hállase en la condición legítima, en las dos siguientes se toma noticia del testigo sobre los preliminares del milagro, como son la descripción de la Santa Imagen, de la capilla en que es venerada, etc. La relación del prodigio con todos los pormenores se contiene en las preguntas sexta, séptima y octava; en la nona se examina el parecer o dictamen propio del testigo; y en la décima si tiene algo más que añadir.

Ponemos aquí lo que se contiene en las respuestas dadas a las preguntas desde la sexta a la décima.

A los 24 de enero de 1797, en presencia del Reverendo señor don Cándido María Frattini, promotor fiscal y juez delegado, y ante mí, el escribano diputado, fue examinado el Reverendo señor don Miguel Arcángel Reboa, archipreste de la iglesia de San Nicolás in Carcere, el cual después de haber prestado juramento en forma de derecho dijo...

Por lo que toca a referir los prodigios que yo mismo vi y observé en la dicha imagen que venérase en mi iglesia, afirmo y recuérdome muy bien por tener de esto memoria cierta que en la mañana del día 15 del próximo pasado mes de julio, habiendo cantado la Santa Misa por razón de un aniversario que en dicho día recala, me subí a mis aposentos canonicales, cuando de repente oí el repique de las campanas de mi iglesia, sin poderme dar la explicación de ello. Bajé luego a la iglesia, y entonces conocí la causa de dichos repiques, pues notó una grande muchedumbre de gente alrededor de dicha capilla, y oí decir que la imagen de María Santísima de Guadalupe movía prodigiosamente los ojos.

Estos prodigios en aquellos días ni eran nuevos, ni inesperados para mí; pero sí me llegó nuevo e inesperado el de dicha imagen; pues no había pasado mucho tiempo que yo acababa de salir de la Iglesia. No obstante la grande muchedumbre apiñada, me acerqué al altar, subí sobre la tarima, y tan luego como fijé atentamente mis ojos en los de María   -165-   Santísima, yo también tuve el consuelo de ver el maravilloso movimiento que en ellos había; y distinguí muy bien que las pupilas de los ojos se movían horizontalmente, fijándose ahora en una parte, ahora en otra, como en ademán de mirar en torno a los circunstantes. El movimiento ni era lento, ni acelerado, sino natural y conforme al de los ojos humanos. Cuando las pupilas llegaban a los ángulos de los ojos, una pequeña parte de estos internábase en aquellos, y en la parte opuesta veíase mayor extensión del color blanco que los rodeaba: lo mismo acontecía cuando dichas pupilas llegaban a la otra parte.

El prodigioso suceso era tan visible, sensible y manifiesto que no podía escapar a la vista de cualquiera que hubiera hecho observación. De aquí que no solamente yo era testigo ocular, sino contemporáneamente y en el mismo instante veían el prodigio los circunstantes, que daban señales exteriores con levantar la voz y con invocar a María Santísima, tributándole actos de obsequio, de veneración y de alabanza, y repitiendo en alta voz que veían el prodigioso movimiento. En dicha ocasión yo me detuve sobre la tarima del altar por algún espacio de tiempo, y en este intervalo varias veces fui testigo del prodigio: pues este portento no era continuo sino interpolado y a intervalos. A la vista de tan estupendo prodigio, desde luego sentí llenarme de un sagrado horror, pero poco a poco se disminuyó para dar lugar a tal dulzura y consuelo que no tengo palabras suficientes para expresarlo; y tan solo los comprende el que los experimenta.

Desde este día en adelante la iglesia llenábase totalmente de un número tan grande de personas de toda calidad, sexo y condición, que puede decirse que la iglesia estaba continuamente llena. Y tal era28 dicho concurso que por muchos días fue preciso tener abierta la iglesia de día y de noche, no habiendo habido ni un rato que no estuviese llena para cerrarla.

Yo no pudiera determinar el número preciso de días en que vi en la sobredicha imagen de María Santísima el referido   -166-   prodigio: pero me parece que continuó a obrarse en todo el decurso del sobredicho mes de julio.

Y por lo que toca a mí, creo que innumerables fueron las veces que he visto repetirse el sobredicho movimiento de dichas pupilas: y esto yo lo vi en horas diversas, ora por la mañana, ora de día, y ora por la tarde y de noche también, cuando al fin pudo conseguirse de cerrar la Iglesia. En los primeros días ardían delante de dicha imagen dos lámparas de aceite, las que estaban colocadas a los lados del marco; y siendo que este marco es de bastante altura, como tengo dicho arriba (el largo del lienzo me parece sea acerca de cinco palmos arquitectónicos en la debida proporción de ancho), síguese el que el reflejarse de estas luces no podía de ningún modo llegar a la imagen y alterar la figura. Después hubo, es verdad, a más de las lámparas, velas encendidas que la piedad de los fieles había ofrecido: pero ni estas podían alterar la pintura. El sol, aunque ilumine la iglesia, nunca llega sin embargo a la pintura, atendida la situación de la capilla. Mis observaciones fueron hechas por mí a ojo desnudo; pues, gracias a Dios, tengo muy buena vista; sin embargo algunas veces he usado los anteojos para mi mayor seguridad cuando me hallaba a mayor distancia.

Así como tengo dicho el movimiento prodigioso era siempre del mismo moda, quiero decir, uniforme, igual, regular, sin variación, sin alteración. De donde se infiere que queda absolutamente excluido todo influjo de las luces. A más de esto yo he observado el prodigio en diversas direcciones o puntos más lejos; ahora de frente, ahora de un lado; y con todo esto el movimiento de las pupilas ha sido siempre el mismo.

En fin merece particular atención la circunstancia del unánime consentimiento de todas las personas, sea de las que estaban cerca de mí, sea de las que hallábanse un poco más lejos; y todas contemporáneamente afirmaban la verdad y realidad del indicado prodigioso movimiento29 de los ojos. En mí y en los circunstantes observaba que se excitaban afectos de ternura,   -167-   de devoción y de compunción: y estos afectos, como he leído en graves autores, demuestran la verdad de los milagros, y por consiguiente no cabe duda alguna sobre los que tengo referidos. Y esto es lo que tenía que decir.



Acabada la deposición, el escribano la leyó en voz alta desde el principio hasta el fin; y el testigo habiendo dicho que la había oído y entendido toda, la firmó de su puño y letra:

Yo Miguel Arcángel Reboa, archipreste de San Nicolás in Carcere tulliano así lo afirmo y lo juro.
Cándido María, Canónigo Frattini, promotor fiscal y juez delegado.
Por el señor don José Cicconi, Francisco Marí, escribano diputado.



De la misma manera el día 25 de enero de 1797 fue examinado el Reverendo padre fray Cristóbal de Vallepietra30 de la orden de los Menores Capuchinos de San Francisco, lector que había sido de Física, y que había hecho estudio particular sobre la óptica, y a la fecha lector de Sagrada Teología en su convento de Roma. Este padre, junto con su compañero, el domingo 17 de julio de 1796 fue a la iglesia de San Nicolás in Carcere, «a las 22 horas», es decir, dos horas antes de las oraciones de la tarde.

Oigamos el testimonio de este filósofo y teólogo que en el mismo acto de observar el prodigio, íbalo cotejando con los principios de filosofía y teología.

Mi compañero subió hasta la tarima del altar; pero yo no quise colocarme tan de cerca de la dicha imagen, porque conocí muy bien que el sitio en que me había colocado era más que suficiente para que yo pudiese distinguir todos los lineamentos de la figura; pues la Santa imagen estaba de frente a mí, y yo no distaba de ella sino unos ocho o diez palmos: así que si el prodigio aconteciera yo hubiera podido muy bien observarlo. Mis primeras observaciones fueron dirigidas a asegurarme de la posición de los ojos de María Santísima, como estaban, pintados en el lienzo... y asegurádome de   -168-   la posición de los ojos sobre dichos, creí conveniente de no fijar más mi mirada sobre los ojos de Virgen; porque sabiendo yo muy bien las reglas de la óptica, y las varias externas e internas ilusiones, a que está sujeto el órgano de la vista, cuando ésta por largo tiempo se detiene fija en un objeto, no quise yo exponerme a alguna ilusión, si por caso hubiese notado alguna mutación en los ojos y en el rostro de la Santa Imagen. Bajados pues mis ojos, púseme a rogar a la Virgen me hiciese la gracia de observar yo mismo los prodigios; añadiendo que quedaría conforme aun no viendo el prodigio, pero que quedaría también persuadido de la verdad del hecho por serlo atestiguado por tantos. Mientras de esta manera estaba rezando oí de repente un grito universal que anunciaba el prodigio y oí estas precisas palabras: Eccolo, eccolo; Evviva Maria: «mirad, mirad: viva María». A estas voces levanté mis ojos y los fijé en los de la Santísima Virgen, y ¡oh qué consuelo, qué gozo yo sentí al ver el milagroso cambio en la Imagen! Vi, pues, quebrantadas todas las leyes de la naturaleza, y observé que aquellos ojos, pintados con colores en una tela, prodigiosamente comenzaban a abrirse, y con un movimiento, grave, lento y majestuoso se elevan los párpados superiores hasta el grado de dejar ver la pupila entera en medio del color blanco que la circundaba. Vi además que los mismos párpados estuvieron abiertos por espacio de cuatro segundos, cuando menos; y después con el propio movimiento lento, grave y majestuoso se bajaron y volvieron a tomar su primitiva posición.

No tengo palabras bastantes para expresar los afectos que se excitaron en el corazón de todos los circunstantes, que daban señales exteriores con exclamar en voz alta; Viva María, y con implorar su auxilio, con pedir piedad y perdón de sus pecados, con darse golpes de pecho, y derramar lágrimas, y con otras demostraciones que manifestaban la conmoción viva que este prodigio había causado en sus corazones. Por lo que toca a mí, la vista de este portento causó una   -169-   gran ternura, consuelo y devoción; y otros varios afectos excitábanse en el mismo tiempo, sea porque fui testigo de un prodigio, propio tan solo de nuestra Santa Religión Católica, sea porque juzgué que este prodigio fuese una señal de propiciación divina para con nosotros por la intercesión de: María Santísima.

Acabado el portento, volví otra vez a bajar mis ojos, y púseme en este tiempo a admirar la grande confianza de las personas que estaban allí orando a la Virgen; diré aun más, le hacían como una violencia para que renovase el prodigio y en alta voz le decían: Madre Santísima, otra vez otorgadnos la gracia de volver a ver tus ojos moverse para mirarnos; y mientras que con semejantes expresiones de confianza filial suplicaban, la benignísima Madre volvió a consolarlos, abriendo otra vez y volviendo en torno sus ojos maternales. Yo tuve certeza de esto al oír las voces de júbilo de los circunstantes; y volví entonces a fijar mi mirada en los ojos de María Santísima. Vi renovarse o repetirse el mismo prodigio con las mismas circunstancias que tengo indicadas: el abrirse de los párpados fue regular y conforme a lo que se observa en los ojos humanos; y en este tiempo la Santa Imagen manifestaba una cierta majestad que excitaba a veneración, a ternura y a devoción.

Para mí el milagro era no solamente cierto, sino reducido a su evidencia física; porque, apoyado en los principios ciertos de óptica, que no solo había aprendido, sino enseñado cambien en las escuelas, yo estaba segurísimo de que no me equivocaba, y de que mi vista no estaba sujeta a alguna interna o externa ilusión.

Mi vista, gracias a Dios, es perfecta: ni tuve precisión de usar algún extrínseco instrumento para hacer mis observaciones. Si no me equivoco, dos velas solamente estaban encendidas sobre el Altar, cuando yo fui testigo del prodigioso acontecimiento; pero aquellas velas por estar colocadas a los lados, no podían trasmitir sus rayos sobre la imagen;   -170-   entendí pues que el reflejarse de dichas velas no podía producir ninguna alteración ni sobre la imagen, ni sobre mi vista por estar colocadas lateralmente; y sobre esta circunstancia particular yo hice atenta reflexión.

Por ser ya muy tarde (a las oraciones) el sol ya no iluminaba la iglesia: pero no me contenté con esto, sino que quise examinar con atención si por acaso hubiese habido, o de cerca, o de lejos, algún cuerpo luminoso que inmediata o mediatamente hubiese podido reflejarse sobre la imagen y alterarla con respecto a mi vista. Y puesto que nada de esto yo pude notar, quedé segurísimo de que no ya por alguna causa extrínseca, natural o artificial, hubiese podido producirse el sobre dicho prodigioso acontecimiento, sino que en él veíase la obra sobrenatural y la mano todopoderosa de Dios, al cual están sujetas las leyes de la naturaleza...



Síguense las preguntas y firmas como arriba.

4.º Decretum approbationis: die 28 februari 1797

Decreto de aprobación que se dio el día 28 de febrero de 1797.

Ante el eminentísimo y reverendísimo señor don Julio María de la Somaglia, presbítero cardenal de la Santa Iglesia Romana, del título de Santa Sabina, vicario general de Nuestro Santísimo Padre en esta ciudad, y juez ordinario de la curia romana, suburbios y su distrito; ante mí, el infrascrito escribano, pareció el Reverendísimo señor canónigo don Cándido María Frattini, promotor fiscal del Tribunal de dicho eminentísimo cardenal vicario, y dijo:

Que desde el día primero de octubre del próximo pasado año de 1796 Su Eminencia se había servido nombrar juez delegado para el efecto de sustanciar una información jurídica a fin de comprobar el prodigioso movimiento de los ojos acontecido en esta misma ciudad, en muchísimas imágenes sagradas, especialmente de la Beatísima Virgen María, así como la pública voz y fama lo repetía.

Aceptado muy de buena gana este encargo, empezó a desempeñarlo luego con mucha diligencia hasta la fecha, y según   -171-   el interrogatorio que había formado, habían sido examinados ochenta y seis testigos, requeridos de toda clase de personas. De las deposiciones de estos testigos quedó superabundantemente (satis superabundeque) comprobada la verdad del sobredicho admirable y prodigioso acontecimiento en las veintiséis imágenes sagradas, como sigue (Aquí el promotor fiscal enumera dos imágenes de Nuestro Señor Crucificado; y veinticuatro de Nuestra Señora, bajo diversos títulos o advocaciones; y entre ellas la de María Santísima de Guadalupe, que venérase en la capilla de San Juan Bautista en la Iglesia Colegiata y parroquial de San Nicolás in Carcere tulliano).

Dijo además dicho promotor fiscal que semejante prodigio había también acontecido en otras muchas sagradas imágenes de la Santísima Virgen María, así como la pública voz lo repetía; pero que si para comprobarlo se hubiesen llamado al examen jurídico otros testigos, mucho se dilataría esta información; ni se pudiera satisfacer pronto al vivísimo deseo que tienen los fieles de que cuanto antes salga a luz la relación de dicho prodigio. Por esta razón suplicó encarecidamente ante su eminencia para que con su autoridad y decreto confirmara lo dicho, y concediese la licencia de imprimir y propagar la relación de estos prodigios.

A este fin yo el escribano infrascrito puse en manos de su eminencia el autógrafo de esta información para que se sirviese examinarlo; considerarlo y reconocerlo. Y habiendo vuelto ante su eminencia, hoy 28 de febrero, con todo el respeto le supliqué se sirviese manifestar su dictamen sobre esta materia. A lo que su eminencia contestó que para satisfacer a estos deseos, había leído con atención las deposiciones juradas de los testigos; y habiendo oído el parecer de algunos teólogos y varones piadosos, según lo tiene prescrito el Santo Concilio de Trento (Sessio 25, de Invocatione Sanctorum) decretó y decreta que la verdad del sobredicho movimiento de los ojos, acontecido en las sobre dichas sagradas   -172-   imágenes, había sido plenamente comprobada y demostrada: y que por consiguiente, a la mayor gloria de Dios y para aumentar en los fieles la devoción a Nuestro Señor Jesucristo Crucificado, y a la Virgen María su Santísima Madre, benignamente concedió en el Señor la licencia de imprimir la relación de estos prodigios junto con la copia del presente decreto.

Roma, en el Palacio del eminentísimo cardenal vicario de Nuestro Santísimo Padre, hoy, día 28 de febrero de 1797 años.

Julio María de la Somaglia, cardenal vicario. -Francisco Marí, escribano diputado.



Poco después se imprimió en Roma separadamente la Relación del Prodigio de Nuestra Patrona Nacional, y el padre Juan Marchetti, examinador del Clero y capellán de la iglesia de la antigua Casa Profesa de la Compañía de Jesús, reunió en un opúsculo la relación auténtica de todos los prodigios, y en el artículo XXV refiere lo que toca a la, «imagen de María Santísima de Guadalupe, puesta en la Iglesia Colegiata de San Nicolás in Carcere Tulliano». De esta se dio cuenta en el Compendio histórico-crítico, arriba mencionado páginas 234-240.

De la relación, impresa separadamente, hace mención el Canónigo José Guridi Alcocer en la Apología de la aparición, página 163, con las siguientes palabras: «Un cuaderno de cuatro fojas en octavo, impreso en italiano en Roma en 1797, en el que a más de mencionarse la aparición, se refiere el milagro autenticado de la Santa Imagen de Guadalupe de México, que se venera en aquella capital del orbe cristiano, de haber abierto varias veces y movido las pupilas a presencia de un numeroso pueblo. Se conserva copia en el archivo de la Colegiata».

En fin es de saber que el Tribunal eclesiástico de Roma, antes que se expidiera el decreto que acabamos de reproducir, hizo el reconocimiento jurídico de la Santa Imagen, y puso el sello del cardenal vicario, como se ve todavía en el respaldo. Así consta de una carta escrita con fecha «Roma 8 de abril de 1891», y mandada al autor de este opúsculo.





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ArribaConclusión

Como conclusión de esta obrilla me parecen muy oportunas dos estrofas del himno que en la ocasión del tercer Centenario de la aparición, el año de 1831 compuso el doctor don Luis Mendizábal y Zubialdea, doctoral que fue de la iglesia de Puebla de los Ángeles. Todo el himno puede leerse en el tomo primero, página 183, de la obra clásica del licenciado Tornel y Mendivil sobre la aparición.


   Sus montes felices
no alabe Judá,
que dicha más grande
logró el Tepeyac:
la misma visita
recibe otro Juan
y dura tres siglos
y vuelve a empezar...
       No, nunca te alejes,
      no faltes jamás:
      si somos tus hijos
      oh Madre ¡piedad!
   Piedad, que nos vemos
en riesgo fatal
mayor que lo fuera
tres siglos atrás:
los ídolos vanos
cayeron, pero hay
espíritus fuertes
Horrendos muy más.



Protesta

Protesto entera sumisión de entendimiento y de voluntad a la Autoridad Eclesiástica, conforme a los decretos de Urbano VIII.


Quod laudari a me Virgo Parens voluit,
Laudanti clemens famulo suo praestitit.





 
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