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El mal de «María»: (con)fusión en un romance nacional1

Doris Sommer





Después de vencer largas distancias y delicadas reticencias, cuando ya las objeciones familiares no resisten el ardor de los amantes que se comprometen a casarse, la dicha de los futuros esposos parece asegurada. ¿Qué posible obstáculo queda para la heroína de María (1867) y su adorado Efraín en la novela de Jorge Isaacs? Criados juntos en la próspera hacienda de su tío, la huérfana y su primo se han amado desde la niñez, y la relación quizás demasiado cercana que había suscitado reparos en la afectuosa familia, finalmente queda bendecida, con tal que los novios esperen hasta que Efraín termine sus estudios de medicina en Londres. Con tanto amor y tantos recursos, el romance resulta devastador al terminar trágicamente cuando, sin motivo aparente, María muere, víctima de una extraña enfermedad, antes que su amado pueda volver al hogar paterno.

María es la novela nacional de Colombia2, y probablemente la de mayor popularidad en toda Hispanoamérica hasta hace muy poco. Ha sido más leída y más imitada que ninguna otra novela, y también ha sido tema de películas, tanto antiguas como recientes3. Su abrumadora acogida y su consagración canónica son aún más sorprendentes, casi perversas, ya que María dista mucho de la literatura comprometida que se hacía en Colombia y en el resto de América Latina4. Una novela como por ejemplo Manuela, de Eugenio Díaz publicada en El Mosaico durante 1858, fue patrocinada como «la novela nacional» por José María Vergara y Vergara. Las obras comparables de otros países solían ser «ficciones fundacionales» que proyectaban futuros idealizados para países en vías de desarrollo, con frecuencia tras agotadoras revoluciones y guerras civiles. Si el futuro parecía incierto, por lo menos esas novelas localizaban el problema que entorpecía el progreso del país. En cambio, María no proyecta el futuro ni encuentra obstáculos que intente resolver. Es, más bien, inexplicablemente triste, tan triste y reacia a decir por qué como los lectores privilegiados latinoamericanos cuando prefirieron el lamento de María por encima de los romances que abrazaron y legitimaron los amores heterodoxos.

Esta anomalía en el canon fundacional permanecerá inexplicable, aunque la novela misma la explique, durante todo el tiempo que sigamos persistiendo en ignorar el secreto a voces, anegarlo en lágrimas que han borrado la letra durante generaciones de lectura apasionada; como si la tristeza fuera más llevadera que la tragedia de conflictos insolubles, pasada por alto junto con el curioso detalle que cabe tan incómodamente en el canon como el infundado final de la novela. Me refiero al origen judío de María y de su tío, un origen exótico delatado ya por el nombre del novio. Después de más de un siglo de herederos y tocayos nacidos a las lectoras sentimentales, Efraín parecerá prácticamente autóctono en América Latina, pero sospecho que antes de 1867 el nombre flagrantemente hebraico habrá sido tan foráneo como el padre que se lo puso a su hijo. Ésta es la clave de su calamidad colectiva. En lo que sigue, propondré que el judaísmo sirve como figura de dos caras de la indecible diferencia racial en la sociedad hacendada: la diferencia entre blancos y negros. El judaísmo funciona como un estigma proteico que condena a los protagonistas de un modo u otro, como «aristocracia» de hacendados debilitada por la redundancia incestuosa de la misma sangre, y también como disturbio racial entre los blancos. La familia de hacendados de María o bien es demasiado conservadora y blanca para sostener alianzas con los liberales y llegar a ser una clase hegemónica, o no es lo suficientemente conservadora y blanca. El problema es por un lado la endogamia a nivel de clase, y por otro lado la exogamia corruptiva. Por los dos lados el paso al futuro está cerrado y la tragedia se sobredetermina. No importa cómo se formule, el problema es ser «judío», un problema de naturaleza doble que sirve de vehículo para representar el callejón sin salida de la clase hacendada cuya melancólica apología hace Isaacs.

El hecho de que la obra culmine trágicamente no es de por sí pesimista, pues otras novelas de la época, entre ellas Francisco (Cuba, 1839), Sab (Cuba, 1841), Amalia (Argentina, 1851), Iracema (Brasil, 1865), Aves sin nido (Perú, 1889), y Cumandá (Ecuador, 1879) recurren a la tragedia para animar un programa positivo que evite tragedias por venir. Mientras suscitan nuestra simpatía por los amores entre héroes y heroínas, estas obras también localizan un abuso social que obstaculiza el amor. Por lo tanto, apuntan hacia un estado ideal, tanto político como sentimental, que ha de producirse cuando se supere el obstáculo. De manera implícita, y a veces abierta, esas novelas exigen una solución posible para el romance fallido (léase también para el progreso nacional y la productividad).

No obstante, esas obras programáticas no pueden prepararnos para la tragedia de María. Esta carece de causa política o social aparente, de odio racial y de conflictos regionales. A diferencia de otros romances donde el amor imposible entre los amantes (sectores) históricamente antagónicos subraya la urgencia de un proyecto nacional que reconcilie los antagonismos, en ésta la frustración no apunta hacia ninguna solución. Más bien aumenta, encona, sin remedio, en forma autodestructiva. María simplemente muere antes de que su prometido pueda regresar. De hecho, los amantes raras veces logran reunirse, de modo que el clímax de la muerte de María se presagia desde el comienzo.

La primera línea de la novela remite a la pérdida original causada por el padre del narrador protagonista que lo envía a estudiar en Bogotá. Entrar en ese orden simbólico de reglas y mediaciones es, efectivamente, salir exiliado de la intimidad transparente de la hacienda familiar llamada «El Paraíso».

Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios... Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil, aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.


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En el principio fue la privación, el desgarre que, paradójicamente, haría pensable y deseable la felicidad. Ahora convertida en una palabra y abstracción, la felicidad siempre se representa como la distante. En esas primeras líneas, Efraín contempla la ironía de que el sentimiento se vuelve expresable tan sólo después de que la experiencia desaparece. Antes de que le corten el mechón de cabellos en una castración simbólica, no existe temor a la muerte ni anhelo. Antes de la pérdida, el muchacho no experimenta la ausencia que hará necesario el recurso de la escritura, una ausencia que motiva la búsqueda del amor y que el texto respeta para poder seguir escribiéndose.

Dicho de un modo algo distinto, si esta obra hubiera permitido la plena felicidad de los amantes que confesaran su mutua pasión y permanecieran juntos, en lugar de una novela extensa y conmovedora, tendríamos una precoz Liebestod textual. El libro sencillamente tendría muy poco que contar después de «y vivieron felices para siempre». Esa es por lo menos una razón estratégica de la cautela literaria de Efraín para no acortar la distancia entre él y María. «Nos separaría un sólo paso» (12). La frustración misma hace posible la narración. En las novelas más convencionales que dan cuenta de los obstáculos sociales y políticos que interfieren con el desenlace sentimental, a veces los amantes declaran su pasión al principio, porque los esfuerzos por vencer esos problemas han de llenar muchas páginas. Las obras extensas, como Amalla, Enriquillo, Cumandá, Iracema, Aves sin nido, y Cecilia Valdés, están repletas de complicadas intrigas y luchas extrapersonales, pero en María, nada de eso impulsa la historia, ni existe una competencia persistente por el poder erótico, como en el caso de Martín Rivas.

Además de la razón literaria para asegurar que Efraín no se extralimite en su relación con María, Isaacs incluye una restricción narrativa. Se trata de la salud delicada de la amada, minada por su naturaleza patológicamente apasionada. La enfermedad de María, «bella y transitoria...» (30), se había diagnosticado como epilepsia, el mal responsable de la muerte prematura de su madre. Como el médico le había advertido que los sobresaltos emocionales podían serle fatales, Efraín refrena la declaración amorosa capaz de ponerle fin a su vida. «Entre la muerte y yo, un paso más para acercarme a ella sería perderla» (41-42). Como veremos, esa enfermedad hereditaria es sintomática de un atolladero social insalvable (ese solo paso prohibido) que mantiene a los amantes separados más certeramente que cualquier tragedia personal. Sin embargo, por el momento debemos notar que lo único que le permite proseguir, tanto a la heroína de emotividad anormal como a la escritura carente de programa social, es el refrenamiento amoroso de Efraín.

De hecho, toda su relación con María parece consistir en una serie de órdenes restrictivas. Aunque la huérfana y su idolatrado primo se crían en la misma casa, son separados durante la mayor parte del tiempo. Aun cuando disfrutan unos breves períodos juntos en la casa entre ciclos escolares, estando evidentemente presentes el uno para el otro, su éxtasis se acrecienta mediante el mismo tipo de nostalgia futura o presagio de pérdida que Efraín recuerda en la primera página6. Por ejemplo, tras leer juntos la tragedia de Atala, Efraín observa «Mi alma y la de María... estaban abrumadas por el presentimiento» (31). Sus temores se justificarán. Pronto Efraín partirá para Inglaterra, y la muerte de María durante su ausencia dará cuenta de qué manera el refrenamiento había a la vez posibilitado e imposibilitado su amor.

En esta novela, el sentimiento de la pérdida parece siempre personal, en lugar de regional o nacional como sucede en otras novelas canónicas latinoamericanas del siglo XIX. La tristeza individual es algo que los lectores nos vemos obligados a compartir, y en ocasiones se nos apostrofa para asegurar que acompañamos al narrador en su llanto. «¡Los que no habéis llorado de felicidad así, llorad de desesperación si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar ya!» (17). La novela entera se encuadra dentro de uno de esos apostrofes contenido en el prefacio: «A los hermanos de Efraín». «Lo que ahí falta tú lo sabes»; -le dice Efraín al editor implícito- «Podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado». «¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues», nos dice el editor, «y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente».

Esa prolepsis de desastre personal organiza todo el texto. Por una parte, dota a María de su narrador en primera persona, el principal sufridor, quien cuenta su historia en nostálgica retrospección cuando ya María y la felicidad han desaparecido. «¡Corazón cobarde!...» se increpa con ira improductiva, «¿Dónde está ella ahora, ahora cuando ya no palpitas, ahora cuando los días y los años pasan sobre mi...?» (42). La estrategia narrativa es sumamente peculiar para la época y para el lugar de su composición, cuando otros novelistas latinoamericanos asumían posturas omniscientes, con miras hacia el porvenir. Es posible que María sea la única novela canónica de su época escrita al revés. Aunque la trágica Iracema despega al morir la heroína, el despegue incluye a su hijo y dentro del propósito de poblar Brasil. El revés en María no se endereza, desde la pérdida del amor y del orden patriarcal estable que añora el héroe, hasta la evocación de una presencia imposible7. «¡Ya no volveré a admirar aquellos cantos, a respirar aquellos aromas, a contemplar aquellos paisajes llenos de luz...: extraños habitan hoy la casa de mis padres!» (126). Otros romancistas probablemente se habrían contentado con dejar enterrado el pasado y mejorar o trocar lo que habrían considerado la esclavocracia semifeudal de Efraín, heredada de un orden oscurantista y colonial. Para citar sólo algunos ejemplos, José Mármol asocia ese orden con el pasado bárbaro de Argentina y con el dictador Rosas en Amalia; José de Alencar (él mismo dueño de esclavos) entierra a un noble pero obsoleto portugués para que su hija se fugue con O guaraní (Brasil, 1857) y establezca una nueva raza y sociedad; y el Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván (República Dominicana, 1882), celebra la libertad y el legítimo señorío que España les otorga finalmente a los indios cimarrones.

La técnica retrospectiva y el tono nostálgico tan peculiar de María entre las novelas latinoamericanas de mediados de siglo, recuerdan otra obra notablemente similar. Al igual que María, ésta también recurre a una evocación casi masoquista de placeres inalcanzables, y emplea una línea narrativa reflexiva que se vuelve sobre el lector como un látigo para acrecentar el deleite sentimental. Me refiero a Atala (1801), de Chateaubriand, que claramente constituyó un importante modelo para Isaacs (junto a Pablo y Virginia, de Saint-Pierre)8. Al igual que Efraín, el viejo Chactas, quien sólo le sobrevive a Atala para llorarla, se pregunta retrospectivamente, «Qui eût pu croire que le moment où Atala me donnait le premier gage de son amour seroit celui-là même où elle détruiroit mes espérances?» (47) («¡Quién hubiera creído, que el momento en que Atala me daba la primera prenda de su amor, era el mismo que escogía para clavarme un puñal en el pecho!»9) (100). Las otras novelas latinoamericanas que compiten con María en su fidelidad a la obra de Chateaubriand (Iracema, Cumandá o Enriquillo) encauzan su línea narrativa hacia un tiempo progresivamente cronológico, corrigiendo, tal vez, el titilante mas poco productivo erotismo de ésa y otras novelas europeas. Efraín y María leen a Chateaubriand, como la heroína boliviana de Soledad (Bartolomé Mitre, 1847) había leído a Julie, y como el héroe chileno de Martín Rivas (Alberto Blest Gana, 1862) evidentemente había leído El rojo y el negro. Pero a diferencia de ellos, los amantes colombianos no logran redimir o corregir la tragedia europea. La repiten como un destino propio, prescribiendo así su pérdida. El que María no altere nada y más bien siga fielmente la línea narrativa de Chateaubriand, subraya la identificación de Isaacs con el ánimo nostálgico del aristócrata francés venido a menos.

Tras la Revolución Francesa, tan severa con la noble familia de Chateaubriand, y tras una conversión religiosa que debió haberle provocado cierto sentimiento de culpabilidad por su propia complicidad con la Revolución, el autor de Atala y René apenas escribió sobre otra cosa que la pérdida y el remordimiento. No obstante, redimió esas breves tragedias como partes subordinadas dentro de un conjunto más alentador, El genio del cristianismo (1802). En ese tomo, por obra de la estatización del Cristianismo que había reaccionado al romanticismo revolucionario con un sentimiento igualmente sublime, el dolor se convierte en placer. Aparentemente, a Chactas le agrada contar su trágico romance con Atala, tal y como al celebrante cristiano le deleita recrear el divino sacrificio de Cristo. Si Efraín experimenta una paradoja similar, cabe preguntarse qué pérdida en la vida de Isaacs pudo haber sido comparable con la pérdida de la Francia prerrevolucionaria experimentada por Chateaubriand, y también cabe preguntarse sobre la causa de su posible remordimiento. Al adelantar algunas respuestas, también me propongo señalar unos acontecimientos principales en la historia colombiana desplazados y deformados en síntomas personales a través de esta novela que ha pasado durante casi un siglo y medio por un idilio indiferente a la historia.

El padre de Isaacs era un judío jamaiquino-inglés que llegó a Colombia en busca de oro, convirtiéndose al Catolicismo para casarse con la hija de un oficial catalán. De su docena de hijos, Jorge nació en Cali en 1837; o sea, justo antes de que los sectores gobernantes se dividieran definitivamente entre Liberales y Conservadores y se enfrascaran en lo que parecerían interminables guerras civiles10. Éstas, y las dramáticas barreras geográficas, le proporcionaron a Colombia la nada envidiable distinción de ser prácticamente el único país latinoamericano que no logró algún tipo de consolidación nacional durante el siglo XIX, lo que quizás explica por qué su novela nacional es tan anómala. Isaacs vivió en la cómoda hacienda familiar hasta que lo enviaron a la escuela en Bogotá, tal y como enviaron a Efraín en la semiautobiográfica María. En la capital, estudiaba con liberales cuando el gobierno Radical Liberal del Presidente López respondió a una década de levantamientos de los esclavos11 aboliendo la esclavitud en 185112. Quince años después, la novela nostálgica de Isaacs se queja de que nada se logró. En lugar de fomentar nuevos proyectos nacionales capaces de reconciliar a Conservadores y Liberales, la abolición precipitó una Guerra Civil en Antioquia, el Cauca de Isaacs, y otras provincias esclavistas meridionales13. Al volver a casa y encontrar que tanto la salud como la fortuna de su padre se habían deteriorado, Isaacs se unió a la lucha por proteger los privilegios de su familia. Primero en 1854, y luego en 1860, se alistó en las fuerzas gubernamentales para suprimir rebeliones liberales izquierdistas. Mientras tanto, conoció y pronto se casó con Felisa González, tan sólo una niña, a quien describe en los términos idealizados que emplearía para María14. En 1863, cuando su patrimonio ya estaba en ruinas, fue a Bogotá para defenderse de sus acreedores, y finalmente, en 1865, aceptó un trabajo como inspector de la carretera que se construía a lo largo de la selva de la Costa del Pacífico. Allí comenzó a escribir María.

Todavía como conservador en 1866, Isaacs era diputado al Congreso por su región y director de un periódico conservador cuando, repentinamente, hizo públicas sus nuevas simpatías hacia el ala Radical del Partido Liberal15. Pero estos desplazamientos de lealtad tan aparentemente drásticos no eran demasiado sorprendentes, sobre todo porque los Radicales laissez-faire favorecían la exportación de un monocultivo y tendían a aliarse con los latifundistas conservadores, productores de los bienes que más se vendían en el exterior16. Lógicamente, ambos se oponían al ala izquierda, «draconiana», del Partido Liberal, compuesta por los artesanos, fabricantes y pequeños agricultores que luchaban a favor del proteccionismo y en contra del libre comercio. A Isaacs le gustaba atribuirle su cambio político al progreso intelectual, por ejemplo, cuando le comentó ufano a un crítico conservador, «he pasado de las sombras a la luz»17. Pero dadas las alianzas políticas de la época entre los llamados radicales y los conservadores, y dados los lazos de su familia con el comercio anglo-jamaiquino, esa precoz conversión era poco espectacular. Su verdadero rompimiento con el conservatismo y el Catolicismo (Isaacs se hizo francmasón) se produciría en 1868, un año después de la publicación de María, cuyo éxito inmediato e innumerables ediciones piratas dejaron al autor tan pobre como antes. Sólo con la «Guerra Santa» de 1875, cuando la Iglesia misma reclutó ejércitos, los conservadores teocráticos finalmente se opusieron a los radicales, quienes insistían en la separación de la Iglesia y el Estado18. Una vez más, Isaacs defendió al gobierno central, pero esta vez era antioligárquico y antieclesiástico. Y para 1880, como el autoproclamado «Presidente de Antioquia», defendía los derechos federales y el libre comercio en contra de la política centralizadora y proteccionista del Presidente Independiente Liberal Núñez19.

Más qué una progresión, la vida de Isaacs resulta ser un estancamiento entre los privilegios de los conservadores basados en la aparente homogeneidad de la clase gobernante y el liberalismo ilustrado que le prometía iguales derechos y oportunidades al entonces empobrecido escritor. Isaacs parecía fluctuar entre intentos repetidos y fallidos por recobrar el orden patriarcal de su niñez, y la lucha por establecerse en una nueva economía comercial20. Esa indecisión quizás se debía a una postura equilibrada que prefería no tomar partido, ya que la parcialidad tendría poco sentido para un ex hacendado y negociante fracasado que tenía que arreglárselas en medio de todo un país que lo había dejado atrás. Sin embargo, Issacs siguió participando en la vida política, y Jaime Mejía Duque concluye que lo hizo con una mala fe crónica; cualquiera que fuera la empresa comercial fallida o la campaña política frustrada en cuestión, la culpa siempre residía en los demás. Tal (im)postura política y económica, que decía desear el progreso mientras constantemente gozaba del privilegio de desplazar la responsabilidad, habrá sido consecuencia de lo que Mejía Duque describe como la petulancia poética de Isaacs. Aunque éste lamente su frustrado potencial como escritor privado de un espíritu creador original, es la repetida frustración de ese potencial lo que motiva su novela21; es decir, parecida a la frustración que mantiene a Efraín a un paso de María.

En una primera lectura, María es la evocación nostálgica que hace Isaacs de un mundo semifeudal ya desaparecido, sin miras al futuro ni propósitos de intervenir en la historia del país. De hecho, para algunos lectores no es en absoluto una novela histórica22. Al contrario, y a pesar de lo que diga uno que otro apologista23, la obra parece dar cuenta del estancamiento o retroceso de la historia y de las aspiraciones de construcción nacional. Dicho de otro modo, la novela no es fundacional sino disfuncional al demoler cimientos y cancelar proyectos en una crisis insoluble; es una representación del fracaso que funda cierto tipo de identidad peculiar, una identidad basada en la nostalgia de un pasado coherente, reproductivo y estático24. Al igual que Werther, al que se suele atribuir una serie de suicidios posteriores a su publicación y que en general sembró la tristeza del pesimismo entre los jóvenes europeos, a María se le ha acusado de fomentar el derrotismo improductivo25.

No obstante, una segunda lectura, si bien posicionada literalmente desde los márgenes de la vida hacendada, parece predecir la ambivalencia política de Isaacs entre el conservatismo nostálgico y el laissez-faire liberal26. Esa interpretación subraya los romances dinámicos y fructíferos, en el trasfondo fuera de la casa grande, que culminan felizmente27. En otras palabras, más allá de la tragedia que se percibe a primera vista, la novela apunta quizás hacia una renovación nacional basada en los agricultores arrendatarios y los labradores independientes, una renovación «draconiana» que necesitaba sacrificar la plantocracia, aunque a la larga sería derrotada a su vez por el capital extranjero. Los romances periféricos ayudarían a compensar la tragedia de María y Efraín con relaciones más adecuadas a las Américas, si los lectores, convertidos desde el prólogo en los «hermanos de Efraín», se dejaran sentir una felicidad ajena al hacendado. María ha sido imán y ejercicio espiritual para los latinoamericanos, reacios pero resignados a cambiar la vida señorial por una modernidad más racional y menos refinada. No hay ficción fundacional que dé cuenta, como lo hace María, de cuánto tienen que sacrificar los privilegiados criollos al trocar el dominio por la hegemonía negociada. Tampoco hay novela decimonónica más popular. Así pues, en lugar de un Werther, el héroe y narrador de la obra parece ser un Oblomov cantando la canción de cisne de una aristocracia que, a raíz de la abolición de la esclavitud, está más (como en el caso del ruso) o menos (como en el caso del colombiano) en vías de cederle decorosamente su hegemonía a los sectores medios de la sociedad. María es más patética que irónica, más desafiante ante la pérdida inevitable y más pesimista que Oblomov. Como para subrayar el sufrimiento de Efraín mediante el efecto del claroscuro, los romances marginales felices que deberían suavizar la experiencia de la pérdida, sólo logran agudizarla. De hecho, se sospecha que resultan felices a expensas del héroe.

La clase aristocrática a la que pertenece Efraín era obviamente vulnerable a la usurpación, como se podrá adivinar de las alusiones a los litigios por bienes raíces y de las complicaciones comerciales sufridas por los dueños de plantaciones28. Y esa vulnerabilidad se hace tanto más evidente al consultar otras fuentes. Los textos de historia indican que además de liberar a los esclavos, la política laissez-faire de los liberales puso mucho empeño en acabar con las costumbres coloniales sobre la tenencia de tierras29. Las reformas agrarias liberales privaron a los dueños de plantaciones de sus rentas tradicionales, y expropiaron terrenos de la Iglesia para venderlos30. Esa plantocracia, debilitada política y económicamente, también estaba atrapada por la geografía. El fértil Valle del Cauca de Isaacs, tan productivo para el sistema paternalista autosuficiente, quedaba desgraciadamente aislado de los mercados externos necesarios para el nuevo comercialismo31. ¡Cuánto se complica y se tarda el viaje de regreso de Efraín, por tierras irregulares y por el Río Magdalena botado y borroso, mientras María pierde la vida esperándolo! Una de las ironías en la vida de Isaacs fue que justo después de perder su hacienda a manos de un capitalista norteamericano astuto y trabajador (quien, a propósito, volvió a hacerla rentable)32, supervisaría la construcción de una carretera que mejoraría el acceso a los mercados. Si a la pérdida de los privilegios asociados con la tierra, y a los desgastes económicos acarreados por la abolición de la esclavitud y el aislamiento, se les suman las devastadoras guerras civiles declaradas por la esclavocracia contra el gobierno liberal, es posible formarse una idea de la inevitable ruina de la clase hacendada33.

Efraín admite cierta culpa a nivel de clase por la inestabilidad social y la consecuente ruina al mencionar los abusos de sus pares; a saber, la insensibilidad de Emigdio hacia su joven esclavo cuyo brazo fue triturado en el ingenio azucarero (53), y el oportunismo que Carlos y su padre demuestran al cortejar a María por su dote (89). Sin embargo, el verdadero caballero hacendado es inocente de las prácticas que hicieron a los amos odiosos a sus esclavos y que provocaron rebeliones masivas por toda el área, rebeliones que nunca se dejan entrever en la novela. Ese amo ejemplar es el padre de Efraín, cuyo hijo observa, «Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños» (14)34. Efraín imita su amable paternalismo cuando, ante el horror de Carlos y su padre, hace que el arrendatario Braulio se beba la taza de café que le habían servido a él (89). Pero los gestos igualitarios ni trastornan, ni logran preservar, el orden fundamentalmente jerárquico35. La falta de capital, de acceso a los mercados, de mano de obra esclava, o simplemente la falta de energía y respeto hacia el trabajo que mostraba la nueva clase comercial; la hermosa y dotada sociedad hacendada muere de asfixia, así como muere María en la novela.

¡Qué pena que muera María! En términos de la trama, su fallecimiento no tiene sentido, me permito insistir. Hubiera sido ideal como la futura esposa de Efraín, pues además de ser tímida y mostrar la casi servil devoción que tanto parece agradarles a algunos lectores (notablemente varones), también es determinada y audaz. Ello se nota claramente, por ejemplo, cuando se sube a lo alto de una roca resbaladiza en la entrada de la hacienda para espiar la llegada de Efraín (127), o cuando orgullosamente monta un caballo apenas domado, haciendo alarde de ser más valiente («más guapa», en su robusta habla coloquial) que Emma (133). Efraín también merece ser feliz. Hijo obediente y alumno ilustrado, igualmente combina el heroísmo viril (mata el tigre) y la sensibilidad exquisita, a veces «maternal» (269). Al buen estilo romántico, en esta novela hay una tendencia general hacia el cruce de géneros entre héroes y heroínas. Los alegres vecinos Braulio y Tránsito son ejemplares (62), como lo es también Carlos con su «rostro de porcelana» (78). En suma, Efraín es el protagonista típico para lo que debió ser una novela fundacional más afortunada. Incluso, como para amoldarse más perfectamente al patrón ideal, él y María son primos, como lo son los felices Braulio y Tránsito y los protagonistas de muchos romances fundacionales. La novela parece indicar, por lo menos, que los compañeros perfectos son los que más se acercan a nivel de clase y de trasfondo. El romance legítimo entre Salomé y Tiburcio, amenazado por el interés del blanco Justiniano por la mulata (197-209), deja claro que los cruces raciales y entre clases son sospechosos, porque la desigualdad conlleva la explotación, o por lo menos la inestabilidad. Pero una nueva posibilidad menos colonial y más «hegemónica», que ya es familiar en otras novelas nacionales, se anuncia a través de Emigdio, quien probablemente es un hacendado reciente, a juzgar por sus graciosos modales rústicos. Como él mismo señala, osa casarse por debajo de su rango para que su esposa le sirva a él, y no él a ella (57)36.

Si nos esforzáramos por hallar alguna explicación de la tragedia central, quizás observaríamos que Efraín y María estaban demasiado emparentados, siendo más como hermanos, cuyo amor hubiera sido redundante en el proyecto de fundar una familia nacional, que como primos, cuyo romance podría haber integrado esa familia y sus caudales. Sin embargo, el tabú del incesto no entra en juego aquí, como haría en Cecilia Valdés, Aves sin nido o Cumandá, donde los amantes son realmente hermanos de sangre. Al contrario, los lazos familiares entre Efraín y María, así como el hecho de que ella posea una dote independiente que habría de traer al matrimonio, parecen unirlos tanto más inevitablemente, de la misma manera que unen a los primos/amantes que se crían juntos en Enriquillo, por ejemplo. De hecho, en María no parece existir tensión alguna, salvo la veta nostálgica desde una perspectiva, y el presentimiento de la pérdida desde otra. A pesar de toda una gama de crisis que la política y la economía les ofrecían a los escritores colombianos después de 1860, ninguna de esas dificultades aparece en la novela. Sólo aparece una hermosa joven moribunda cuya muerte condena a Efraín a una vida de ultratumba no (re)productiva.

¿Qué tiene esa niña que la incapacita para tener los hijos que perpetúen la familia de Efraín? En otras palabras, ¿por qué está ese romance destinado a jamás acortar la escasa distancia entre los amantes? Naturalmente, cualquier lector del libro o espectador de sus versiones fílmicas sabe por qué, y lo he señalado anteriormente. La niña está enferma, y muere de la misma enfermedad que mató a su madre. «Es exactamente el mismo mal que padeció su madre... una epilepsia incurable» (32) diagnostican, aunque luego contradice el análisis: «El doctor asegura que el mal de María no es el que sufrió Sara» (45). Cualquiera que sea su condición fatal, está claro que María, y no otro personaje, adolece incurablemente. ¿Por qué queda ella condenada por la novela? El que María haya sido o no alguien en la vida de Isaacs37 importa menos aquí que el hecho de que su enfermedad y muerte parezcan convincentes, irremediables, y que presagien la ruina general. Es ella quien hace fracasar el proyecto familiar. El padre de Efraín le advierte que «María puede arrastrarte y arrastrarnos contigo a una desgracia... tratándose de tu porvenir y el de los tuyos... ¿Lo arriesgarías todo?» El impávido amante responde «Todo, todo» (39-40).

Siendo el único síntoma de crisis en esta novela, es importante saber por qué ella, precisamente, padece de enfermedad y por ello causa la ruina de todo un sistema social del «Paraíso». El causante pudo haber sido igualmente Efraín, quien podría haber contraído pulmonía en el frío y la humedad de Londres, o más plausiblemente su padre, quien estaba al borde del colapso físico y económico. Consideremos por un instante el argumento a favor de atribuirle el desastre al padre antes de soslayar su responsabilidad como lo hizo Isaacs. Entre las situaciones sin salida en esta novela se encuentra el anhelo por un mundo paternalista, sosegado y amable, y simultáneamente se siente el pavor ante un paternalismo que suele, a veces sin darse cuenta, causar injusticias. Ya vimos que la novela no vacila en señalar los abusos en contra de los esclavos por parte de los adquisitivos y rudos Emigdio y Carlos, pero sólo con renuencia admite las faltas del padre de Efraín. No obstante, es concebible que los abusos de poder como los que sufre el mismo héroe a manos del padre benévolo pero autocrático que lo aleja del edén familiar, impulsaron progresivamente a Isaacs hacia el lado contrario en el Congreso.

El padre de Efraín es responsable tanto de su primera como de su fatal separación de María, y sin embargo, salvo por un pequeño desliz que su madre aprueba, el hijo sólo muestra respeto y admiración por él. El padre lo controla todo, incluidos los términos del compromiso entre María y Efraín; eso es, el retrasar la boda hasta que Efraín se reciba de médico. «Di a Efraín ahora... las condiciones con que tú y yo le hacemos esa promesa», le indica el padre a María (161), quien en lugar de declararle su amor a Efraín en ese momento supremo, exclama «¡Qué bueno es papá!» (161). Ciertamente, la bondad de don Jorge cancela el derecho a una rebelión edípica, porque este Edipo perfectamente socializado, no desea otra cosa que reemplazar a su padre y ser como él, un hacendado y patriarca que permanece en su casa. Desgraciadamente, el respeto por la ciencia y la ambición del padre por lograr el progreso (¿capitalista?) hacen que el hijo tenga que partir. No puede evitarse; los habitantes del «Paraíso» necesitan de médicos, como bien lo comprueban la condición de María y el restablecimiento más afortunado del padre. La educación de Efraín lejos de su hogar había sido clave para evitar la bancarrota de su padre y, sin embargo, al final de la novela se retrasa indefinidamente la recompensa de la obediencia filial, provocando que en su última carta María se queje «Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti» (234). A pesar de sus virtudes y de sus planes para el progreso, o más bien a causa de esas virtudes y esos planes, el padre tradicional y bien intencionado resulta ser el origen ingenuo de la desgracia38.

Y aunque mucho más ingenua, María es el vehículo de la ruina. Puede que esto sea la expresión de una fantasía romántica improductiva sobre la doncella perfecta que debe morir antes de convertirse en mujer experimentada39. En todo caso, el romance entre el propio Isaacs y Felisa no parece haber sobrevivido al matrimonio por mucho, ya que él evidentemente prefería viajar o permanecer en la capital a quedarse en su casa con ella y sus nueve hijos. Por otra parte, la muerte de María quizás represente la trampa del deseo incestuoso inefable, que intenta restablecer cierta unión inmediata del primer amor (materno). No niego esas posibles interpretaciones, y de hecho volveré sobre el tema del incesto, pero por el momento prefiero enfocar otra interpretación capaz de explicar por qué se ha seleccionado a María, y específicamente su incapacidad para contraer matrimonio y procrear, como el único signo de la descomposición social en esta novela de crisis. En esta interpretación, así como en los textos históricos que le sirven de trasfondo, la crisis que precipita la descomposición es en gran medida racial. Por una parte, los amantes son racialmente redundantes, como lo eran los hacendados blancos que rehusaron integrarse con sus esclavos recién liberados aun a nivel de mitología nacional; pero por otra, constituyen una diferencia racial corruptiva, diferentes el uno del otro y diferentes de sí mismos.

Es verdad que ambos amantes son, aparentemente, blancos, si los judíos pueden legítimamente ser blancos dentro de un código decimonónico que por lo general asocia lo étnico con la raza, o de hecho, en cualquier otro código. En efecto, su blancura se ve afectada por su identidad judía previa, más cercana en el caso de María, y exitosa, o por lo menos efectivamente suprimida, en el caso de Efraín. El padre de éste (como el de Isaacs) originalmente es un judío inglés de Jamaica que se convirtió para poder contraer matrimonio con la hija de un capitán español (18). Salomón, el primo de don Jorge, gustosamente también, se habría convertido, y más tarde le ruega a Jorge que rescate a su hija, física y espiritualmente:

Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre. Si el cristianismo da en las desgracias supremas el alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi hija dejándola judía. No lo digas a nuestros parientes; pero cuando llegue a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester por el de María.


(18)                


Es interesante notar que Justo Sierra padre, el padre del leal amigo de Isaacs, también le había puesto el nombre de la Virgen María a su heroína conversa en La hija del judío, publicada por entregas entre 1848 y 185040. Sin embargo, Sara, la esposa de Salomón (cuyo nombre también era el de la abuela y la hermana de Isaacs), era obstinadamente judía y no quería saber de la conversión (18). No es coincidencia que también padeciera una epilepsia incurable. Por lo menos un crítico ha notado la naturaleza posiblemente diabólica de la enfermedad que parece neutralizarse en el ambiente libre y sin prejuicios del Nuevo Mundo41. Sin embargo, la asociación entre el judaísmo y el mal racial seguirá rondando la novela, tal y como debió perseguir a Isaacs cada vez que un adversario político, o cualquier antisemita, decidía insultarlo llamándolo «el judío»42. Se sentía cada vez más marginado y presionado a buscar nuevos terrenos sociales y económicos, fuera de Colombia. Inclinado hacia Argentina, por ejemplo, pidió permiso para ser enterrado allá y así evitar la ignominia en su patria. En 1881 Isaacs le dedica al General Roca el poema narrativo «Saulo», el patriarca judío. Entre sus defensas de la diferencia imborrable y su desafío al menosprecio de su origen racial y cultural, hay un poema de junio de 1882 titulado «La patria de Shakespeare», que empieza así: «¡Patria de mis mayores! Noble madre / de Israel desvalido, protectora, / Llevo en el alma numen de tus bardos / mi corazón es templo de tus glorias»43.

Para la época de María, no obstante, el desafío todavía no había reemplazado la vulnerabilidad del que anhela la aprobación general. La novela reconoce algo de la vulnerabilidad económica a través de la crisis de don Jorge, pero más allá existe algún mal inefable que parece perturbar el bienestar espiritual y físico de la familia, haciéndolo incómodamente receptivo a las presiones externas. A pesar de la aprobación paterna y de la confianza mutua entre María y Efraín, todo lo cual debería haberles asegurado la estabilidad y la satisfacción, su romance sufre a causa de una fuerza fuera de su control. El narrador no se atreve a decir lo que demuestra ampliamente: que la misma heroína idealizada es la que perturba la estabilidad de la familia mediante su enfermedad hereditaria. María, que cabe perfectamente en el lánguido mundo de los hacendados católicos, también queda aislada por su herencia racial, del mismo modo en que Isaacs pudo haberse sentido aislado por su historial de judaísmo en el militante catolicismo del Sur.

La en apariencia poco complicada conversión de su padre y su propia crianza devotamente cristiana, jamás borraron la mancha de sangre44.

Si cualquier otra persona hubiera causado el desastre en la novela, habría sido el único otro personaje que nació judío; es decir, el padre de Efraín quien casi muere de una enfermedad causada por el pánico económico. Él también es un extranjero perenne que suele recordar su patria («En mi país...» [38]), a pesar del estado ejemplar que Isaacs intenta darle dentro de la esclavocracia colombiana. Mas el padre se salva de las crisis económicas y físicas, quizás porque se convirtió durante la lucha por la Independencia cuando la diferencia entre el Yo criollo y el Otro español aparentemente tomaba precedencia sobre antagonismos internos entre los nuevos «granadinos», o porque su libre decisión de convertirse no mostraba rastros del pasado, ruptura o descontento por parte de sus padres. Por otra parte, a María la convirtieron a los tres años, a pesar de la indignación implícita de su madre. Esta Ester no puede «salir» y afirmar su diferencia en el momento que decida, como lo hicieron sus homónimas en la Biblia y en el texto de Proust45; su secreto ya es información obscenamente pública, no disponible para una estrategia liberadora o catártica. En todo caso, don Jorge representa un trasfondo de este trágico callejón sin salida que su judaísmo prepara en términos de la alegoría racial que leo aquí. Si interpretamos su «raza» como figura de la esclavocracia, la obsolescencia implícita de la religión judía proyecta una sombra sobre la clase hacendada, y si la interpretamos como un disturbio racial dentro de esa clase, una vez más el judaísmo representa la decadencia, porque los hacendados no podían tolerar los cruces raciales o de clase; la resistencia a la «nueva sangre» anuncia el fin de los aristócratas en un mundo de trabajo libre y relaciones generalmente capitalistas. El hecho de que los Isaacs y otras familias «judías» fueran fácilmente asimiladas a la clase latifundista en el Valle del Cauca46, no eliminaba su diferencia con los criollos más antiguos. Presumir, como lo han hecho varios comentaristas, que en Antioquia, la provincia vecina, se jactaban de tener una concentración de inmigrantes judíos felices y que además el nombre de la provincia venía de una antigua comunidad en Siria, es pasar por alto la intensa polémica sobre el estigma difamatorio de ser judío y esa diferencia estuvo a la disposición de Jorge Isaacs como signo de la mayor e irreconciliable tensión racial47 que minaba la clase de los hacendados.

La raza judía lleva una sombra en esta novela, una enfermedad hereditaria, o por lo menos una pigmentación particular, que esta familia devotamente cristiana intenta blanquear. La versión fílmica colombiana de 1972 de María, dirigida por Tito Davison, resuelve la dificultad mucho más sencillamente al eliminar toda mención del complicado pasado judío de la familia, como si ello pudiera estropear el romance nacional. La traducción inglesa de la novela por Rollo Ogden, publicada en 1890, ya había mitigado el problema mediante una traducción parcial y elíptica. Presumiblemente para atraer a un público angloparlante, Ogden suprimió gran parte del sentimentalismo efusivo de Isaacs, y por alguna razón (quizás imaginable) también eliminó varias referencias a los judíos. Pero en la quizás menos pulcra novela de Isaacs, el esfuerzo por contener el judaísmo de la familia parece estar entorpecido por su propia ambivalencia y por la memoria de la inflexible madre de María. Su maldición de muerte pesa sobre el escenario, como si estuviera vengando la traición de su hija contra la religión familiar.

Tal interpretación no es realmente forzada, pero sí es lacónica, y es aquí donde el debate en torno a la importancia relativa de las fuentes de Isaacs cobra nuevo interés. Los espacios en blanco de la interpretación se rellenan con la insólita (y dadas las diferencias religiosas, irónica) impresión de déjà-vu aportada por los lectores del modelo favorito de Isaacs, Atala48. La causa de la tragedia de Chateaubriand es explícitamente el espectro inflexible de la madre de Atala, una india que se había convertido al Catolicismo. En su lecho de muerte, ella obligó a su hija a jurar preferir la muerte sobre el matrimonio con un pagano, y para mayor seguridad, extendió la restricción a todos los hombres, pues la moribunda supuso que Atala jamás conocería a ningún joven cristiano. Unos años después, Chactas, quien efectivamente era pagano (las madres no se preocupan en vano), observó a su amada mientras ella le «dirigía continuamente súplicas a su madre, cuya sombra irritada parecía querer aplacar», (114) y la niña es vencida por una paradoja que sólo una Liebestod cristiana puede resolver. Exclama, «¡Oh madre mía! ¿por qué hablaste así? ¡Oh religión que ha causado a la vez mis males y mi felicidad, que me pierde y que me consuela!» (127). «¡Pero tu sombra, madre mía tu sombra estaba siempre delante de mí, dándome en rostro con tus tormentos!, yo oía tus ayes, y veía las llamas del infierno consumirte» (128). En contraste, el espectro de Sara no habla; se deja sentir sólo a través de la enfermedad que le lega a su hija. Quizás sea simplemente una herencia inevitable y aborrecible, pero las semejanzas estructurales con Atala también sugieren que esta madre debió sentirse atormentada al ver a su hija no tan sólo convertida, sino también enamorada de un no judío.

Si Isaacs no hubiera dado otra señal de ambivalencia respecto a su identidad judía, esta deuda textual con Atala habría bastado para sugerir que la valoraba, o que por lo menos sentía algún remordimiento por haberla «corregido». Por una parte, el judaísmo es una diferencia no redimible que se atrevió a contaminar un orden aristocrático basado en la distinción racial claramente marcada. Por otra parte, es una identidad milenaria, que puede sentirse tan orgullosa como cualquier aristocracia. Efraín la admira en el «paso ligero y digno» de María, que «revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza» (13 énfasis mío). Desde cualquiera de las dos perspectivas, la familia de conversos y cristianos está condenada. María o bien muere porque su judaísmo era una mancha, o bien porque su conversión fue un pecado.

Algunos años antes de que Isaacs escribiera esta novela, Benjamín Disraeli causó cierto furor con sus romances históricos orientalistas49. En ellos, la raza judía era la aristocracia más antigua y continua, lo que motivó que un biógrafo escribiera: «Lord Beaconsfield era de ascendencia extranjera, aunque no oscura»50; o sea, difícilmente el advenedizo social que algunos observadores se imaginaban. Sería interesante preguntarse si Isaacs conocía o había leído Alroy (1842), Coningsby (1844), Sybyl (1845) o Tancred (1847), de Disraeli, todas escritas tras una gira por el Oriente y un peregrinaje a Jerusalén que llevaron al apasionado asimilacionista británico a glorificar la deuda del cristianismo con el judaísmo51. Aun si Isaacs no las hubiera leído, debió haber conocido un modelo inglés mucho más difundido que le habría servido tanto o mejor. Me refiero a Waverly (1814), de Walter Scott, que subraya nostálgicamente el romance entre Fergus y Flora, los primos/amantes étnicamente precarios cuya muerte marca el final de la nobleza indígena de los jefes montañeses escoceses. Como María, esos amantes son admirables pero anacrónicos y son sacrificados a la modernidad, respectivamente, tanto por el autor judío como por el escocés, porque la modernidad les prometía la asimilación al espacio de poder que no admitiría distinciones étnicas52.

Sin embargo, junto a las dulces despedidas a judíos y aristócratas del Viejo Mundo existía un peligro, el peligro de que los anacronismos sobrevivieran. Y como la nobleza, los judíos producirían vástagos cada vez más débiles y enfermos. Así es que el anverso de la autodefinición estratégica de Disraeli como aristócrata que no necesitaba competir con la nobleza inglesa, es la estigmatización de las prácticas de crianza judías53. Aunque el incesto entre primos aparentemente no sea tabú en otras novelas latinoamericanas del siglo XIX, ni tampoco en Waverly, resulta ser una marca de diferencia racial en María para un lector colombiano como el ex Presidente López Michelsen, quien toma la oportunidad de proyectar la costumbre de la discriminación racial sobre la parte ofendida: «María, que se confunde en el coro de las hermanas, con la gente de la sangre de Efraín, es lógicamente la esposa indicada en las concepciones racistas del pueblo escogido»54. Para la mayoría de los lectores del siglo XIX, los judíos eran «aristócratas» sólo por analogía con las patologías asociadas con los matrimonios endógamos, prácticamente incestuosos, que lentamente deterioraban la cepa. Por lo tanto, el que formaran parte de la más antigua aristocracia habrá significado tan sólo que sufrían un mayor grado de decadencia espiritual y física. Sander Gilman nos informa que para fines de siglo, a los judíos, como a los negros, a menudo se les consideraba enfermos debido a su sexualidad «aberrada», constituida por el incesto en el caso de los judíos, y la lascivia en el de los negros. Según Gilman, «La sexualidad del negro, como la del judío, se clasificaba como enfermedad. En ambos casos, la patología era una que articulaba muchas de las fantasías sexuales públicamente reprimidas de fines de siglo»55. Sin embargo, la patología de María no logra distinguirla racialmente de su amante «normal». Efraín/Isaacs no podía tomar una distancia prudente de la enferma a pesar de su entrenamiento médico, porque parte de su dilema y ambivalencia es que a los judíos se les ha acreditado con el poder de curar las enfermedades durante sólo un poco más de tiempo del que se les ha acusado de propagarlas (nos viene a la memoria, por ejemplo, la obra increíblemente popular de Eugenio Sue El judío errante (1844-45), a cuyo personaje titular le persiguen brotes de cólera en su recorrido por Europa)56.

De hecho, Isaacs da muchas señales de ambivalencia. En cierto momento, Efraín explica con indulgencia, o con desdén, la superstición de su padre como vestigio de su judaísmo. «A mi padre le impresionaron los aullidos; [Ogden suprime el resto de la oración:] preocupaciones de su raza de las cuales no había podido prescindir por completo» (77). Sin embargo, en varios otros momentos, el héroe y la heroína se muestran igualmente supersticiosos a propósito de un ave negra que repite su vuelo amenazadoramente cercano. María confiesa que habiendo entrado en el cuarto de Efraín con la madre de éste, «vimos posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el viento, un ave negra...; dio un chillido que yo no había oído nunca, pareció encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano, y la apagó pasando sobre nuestras cabezas a tiempo que íbamos a huir espantadas» (129; ver también las págs. 29, 33 y 196, 203). Por supuesto, el ave negra podría ser el espíritu vengador de Sara que se opone a la luz del Catolicismo57. Incluso, podría ser la señal, más visible e igualmente negra, de otra amenaza de diferencia racial en el mundo de amos y esclavos.

Quizás sea en su descripción de María misma donde Isaacs se muestre más ambivalente. Mejor dicho, es más bien excesivo al describirla como distinta de cualquiera de sus dos seres ideales, pues la pinta a la vez como judía admirable y como cristiana ideal. Le fascinan simultáneamente y en la misma oración la inescrutabilidad y profundidad que asocia con «las mujeres de su raza» (10). «Su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza» y al mismo tiempo «el seductivo recato de la virgen cristiana» (13)58. También se puede imaginar cuán perturbadora sería su complicada identidad cristiana para los hacendados que, después de 1851, distinguían defensivamente entre el Yo blanco y los Otros no europeos. Las repetidas referencias a la raza de María, que bajo la pluma de Efraín a veces se deslizan como la «nuestra», los hacen a ella y él indeleblemente Otros. Aquí, el judaísmo es un factor determinante biológico, fijo, y señala, entre otras cosas, lo que para muchos lectores del siglo XIX era una sexualidad irreprimible. Los judíos, los negros, los gitanos, todos esos Otros morenos (incluyendo a los histéricos y los dementes con quienes frecuentemente se confundían) eran los repositorios de la sexualidad «reprimida» tan característica de la cultura burguesa. Para ilustrar esa indiferenciación de lo diferente, a Gilman le gusta citar Carmen (1845) de Próspero Mérimée. Al verla por primera vez, el narrador observa que Carmen «podía ser mora o... [me detuve en seco, sin osar decir judía]»59. Aunque la ascendencia inglesa de María suaviza tales asociaciones, su relación con Jamaica (como la de Jane Eyre y Cora Munro en El último mohicano) probablemente las refuerza. Por supuesto, los varones blancos cristianos razonables no eran propensos a los excesos y las perversiones. Donde surgían, eran provocados por hembras seductoras, a menudo prostitutas (en Europa muchas veces judías, y de allí a Argentina, por ser mujeres quintaesenciales, de feminidad cruda e indomesticada). La diferencia sexual prácticamente las constituía en una especie distinta de los hombres, por lo que las emparentaba con grupos racialmente diferentes60.

El que María estuviera marcada doblemente como racial y sexualmente distinta de los poderosos hacendados pudo haber establecido su afinidad particularmente problemática con otra virgen del mismo nombre. Tal vez su devoción a la Virgen María se relacionaba con su espiritualidad judía, o hasta con cierta identificación narcisista con la divina y maternal doncella judía cuya imagen asemeja. Tránsito, entre otros, reconoce «la notable semejanza entre el rostro de su futura madrina y el de una bella Madona del oratorio de [su] madre» (115). Esa Virgen María con toda probabilidad era marcadamente semítica, porque Isaacs se aseguró de que su María se concibiera visualmente como una belleza judía. Incluso llegó a sugerir que cierto retrato de la heroína ficticia habría sido más perfecto si hubiera tenido una nariz judía61. La devoción de María también habrá tenido otro motivo de índole narcisista: eludir el Cristianismo y permanecer identificada con el Judaísmo. Paul Roche señala que entre los esfuerzos realizados por Isaacs para evitar, mientras aparentemente ensalza, las buenas prácticas cristianas se encuentra la sustitución del tradicional La imitación de Jesucristo por La imitación de la Virgen como el texto devoto de María. Roche añade que el cambio es tan extraño, que McGrady, uno de los críticos de Isaacs más respetados, cree que sencillamente se trata de un error62. En suma, que María no representa tan sólo un peligro para ella misma y para la familia criptojudía de Efraín, sino que también constituye un engorroso recordatorio de los orígenes judíos del Cristianismo, y por ello de la distinción arbitraria y porosa entre el Yo y el Otro. Ella no tiene que preguntar, como le pregunta la heroína de Disraeli en Tancred al héroe, «Te ruego me digas, ¿eres uno de esos Francos que adoran a una judía, o de los que la desprecian?» La heroína de Isaacs provocaría ambas reacciones. Para los hacendados católicos obligados a insistir en las distinciones raciales, María es una amalgama imposible de identidades judía y cristiana, una combinación efímera de la mujer seductora y la inocente. Es como si la contradicción entre su excesiva sensualidad (judía) y su heroica inocencia (cristiana) finalmente cancelara ambos términos y la matara. La niña literalmente libra una lucha a muerte consigo misma.

Pero precisamente gracias a ese exceso y a la consiguiente ambigüedad en torno a los valores absolutos, el libro logra un éxito admirable al convertir la palabra «judío» en un término de respeto y afecto en español. Don Jorge solía llamar cariñosamente «judía» a María como expresión de intimidad cercana a la complicidad (121), y su viejo amigo, el Administrador del puerto, tiene a Efraín por la imagen viva de su padre judío. «Si no fueras moreno, se podría jurar que no sabes dar los buenos días en castellano. Se me figura que estoy viendo a tu padre cuando él tenía veinte años;... sin esa seriedad, heredada sin duda de tu madre, creería estar con el judío», le comenta al joven (239). Aparentemente, el narrador (e Isaacs) está atrapado entre los polos de la identificación étnica, dudando de si el término «judío» alude a una afiliación religiosa de la que uno puede convertirse, o a una raza biológica e indeleblemente fija. En el contexto de la política partidista de la época de Isaacs, ese narrador está trancado entre un liberalismo ilustrado que prometía erradicar la mancha o tan sólo la diferencia de ser judío (mediante las relaciones libres e individuales), y el catolicismo conservador, que redimió a su padre, pero mantuvo visible la marca de su diferencia.

La ambivalencia en cuanto a la identidad racial no se limita a la familia de Efraín, pues también caracteriza a sus vecinos trabajadores y exitosos, como para señalar que las líneas de color necesarias a la esclavitud son escurridizas y apenas pueden mantenerse separadas. José, el patriarca arrendatario, se refiere respetuosamente a Efraín como «este blanco» (69), pero éste a su vez demuestra cierta deferencia hacia él, pues dice que durante la cacería José «ejercía sobre mí una autoridad paternal» aunque «desaparecía cuando se presentaba en casa» (62). Probablemente son del mismo color, o de lo contrario Efraín no habría osado bromear con Tránsito, la hija del anciano, por rehusarse a ir a caballo a su propia boda. Ella había objetado, «Si en la provincia solamente los blancos andan a caballo...», (116) a lo que Efraín responde, «¿Quién te ha dicho que no eres blanca?... y blanca como pocas». Entonces ella se ve forzada a especificar lo que, por supuesto, él ya sabe: que el color es una expresión de clase: «Las que yo digo son las gentes ricas, las señoras». Pero la broma de Efraín sugiere más; será el reconocimiento de que ella ya es su igual. Al escribir una década y media después de la abolición y el surgimiento de los pequeños agricultores, tal vez Isaacs ya sentía el debilitamiento de la estructura tradicional de clases donde sólo los hacendados eran blancos.

Esa ambivalencia racial habrá tenido sus límites prácticos para la clase de Efraín. Tránsito y su laboriosa familia son económica y racialmente móviles, lo que señala por sí solo el final de la exclusividad aristocrática. Antes propuse que su feliz romance con Braulio pudo haber sido a expensas de Efraín, y de hecho, al regresar a su hogar y encontrar a María muerta y la hacienda vendida, también encuentra que Tránsito ocupa el jardín de rosas donde él y María habían pasado sus únicos momentos felices. Su pena casi suicida («...el desprecio que... tenía yo por la vida», 270) a la vez asusta y ofende a Tránsito, pues Efraín parece indiferente a su alegría de joven esposa y madre. Pero susto y ofensa pronto se olvidan cuando, según el narrador, «Después que Braulio recibió mi abrazo, Tránsito puso en mis rodillas un precioso niño de seis meses, y arrodillada a mis pies, sonreía a su hijo y me miraba, complacida, acariciaba el fruto de sus inocentes amores» (270). El despojo de su familia parece amistoso, como una victoria liberal que Isaacs habría medio temido y medio bienvenido; se presenta en la novela como un diseño sutil de blanco sobre blanco que obviamente no se percibe como una amenaza dramática de extinción de clase. Tal drama de fuertes colores tiene lugar entre católicos indígenas y judíos exóticos.

Será evidente, pues, que mi interpretación de la tensión inglés-judío/español-católico se deriva del desplazamiento de la tensión racial entre negros y blancos, muchísimo más amenazante y destructiva. Si hubiera alguna duda en cuanto a la naturaleza de este malabarismo simbólico, podría señalarse que el propio Isaacs lo emplea muy conscientemente. El desplazamiento, explica el autorizado doctor Mayn, es lo que llevó al padre de Efraín a sufrir una fiebre física, cuando la verdadera causa de su enfermedad era emocional. «[E]xisten enfermedades que, residiendo en el espíritu, se disfrazan con los síntomas de otras, o se complican con las más conocidas por la ciencia» (142). Unos años más tarde, Freud se uniría a los que estudiaban ese tipo de desplazamiento llamado histeria; o sea, la manifestación patológica de un desorden mental. La crisis espiritual y económica de don Jorge se manifiesta mediante los síntomas clásicos de mudez y falta de apetito. Cuando se restablece su fortuna y Jorge admite el terror que sintió, su histeria se cura, así como dijo Freud que sucedería cuando se confronta el dolor provocado por los síntomas63.

El término «histeria» no fue tan sólo otro nombre para el desplazamiento, sino también su mejor ejemplo. Llegó a ser un término clínico acomodadizo, casi indefinible, empleado en la clasificación de diversos «desórdenes»64 emocionales, entre los que también se incluían, frecuentemente, los disturbios (las ambiciones, los adelantos en la educación pública, los motines) causados por un género o una raza específica dentro de un orden social exclusivo. El darle un nombre clínico al desorden ayudó a controlar a los individuos anormalmente móviles quienes, por definición, eran personas con vientres errantes; o sea, histéricas, mujeres que se resistían a la domesticación centrada alrededor del varón. Por analogía, también eran histéricos los individuos cuya constitución racial los hacía inestables, como por ejemplo, los judíos que olvidaban su lugar legítimo en los guetos. Hacia 1890, la asociación hecha por Jean-Martin Charcot entre los judíos y la histeria (causada por la endogamia y manifestada en el errar) se convirtió en un lugar común de la medicina europea65. Por otra parte, en los Estados Unidos, a los esclavos negros se les diagnosticó repetidamente como inestables y dementes cada vez que intentaban escapar66. También, para contener la amenaza a su hegemonía y justificar la legitimidad del gobierno colonial, los ingleses consideraron la rebelión india de 1857 como un brote de histeria, uno de los muchos que afectaría a los imperios europeos durante la segunda mitad del siglo67.

La respuesta histérica de don Jorge al desastre económico y al consiguiente ostracismo social que el judío habrá temido, ayuda a explicar cómo la enfermedad de María estaba sobredeterminada por el hecho de ser ella a la vez mujer y judía. Su predisposición a la enfermedad emocional subraya los lazos con el único otro judío en la novela cuya enfermedad es sintomática de un espíritu atormentado o del engendramiento incestuoso. Una vez más, Freud es instrumental en la determinación de la relación (¿Habrá que ser judío para comprenderlos?) al designar cierta manifestación intensa de la histeria como epilepsia. Más exactamente, le llamó epilepsia «afectiva» para distinguirla de la enfermedad orgánica y quizás así restarle importancia a la hipótesis hereditaria y racial. Esa distinción le ayudó a explicar las convulsiones, de otro modo inexplicables, sufridas por personas demasiado sensibles que carecían de historial clínico. Freud sólo menciona el fenómeno de paso en un primer trabajo sobre la histeria, pero luego lo desarrolla en un ensayo titulado «Dostoievski y el parricidio», (1928) donde le atribuye los accesos epilépticos del autor ruso a la culpa que sentía por guardar una ira asesina en contra de su padre. En María, demasiado sensible, también existe algo indecible en torno a su aparentemente dócil y cariñosa relación con don Jorge; algo capaz de producir el masoquismo de odio y castigo para consigo misma que el doctor Mayn diagnostica como accesos epilépticos. Después de todo, Jorge la ha separado de Efraín en más de una ocasión. Ella siente que esas separaciones, encaminadas primero a asegurar la educación del joven y sólo secundariamente a evitarle a ella excesos emocionales, le han costado la vida.

También pudo haber sentido que las medidas preventivas que le prescribieron no constituían el único tratamiento posible, y su ira será una alusión al tratamiento alterno de las mujeres histéricas. Aunque en la literatura médica del siglo XIX las causas y el tratamiento de la histeria femenina parezcan indefiniblemente contradictorias, se pueden distinguir dos versiones generales. Una localizaba el problema en una sexualidad femenina primitiva, de modo que el remedio consistía en controlarla; la otra versión consideraba que la patología femenina consistía en una falta de sexualidad normal, de modo que el remedio era suplementar la carencia física que volvía a una hembra demente. En María, el médico y el padre evidentemente favorecen la hipótesis restrictiva, como la favorecían muchos expertos contemporáneos en Europa. En Inglaterra, el doctor Edward Tilt les aconsejaba a las madres retrasar la maduración sexual de sus hijas haciéndolas tomar duchas frías, evitar las camas con colchones de plumas y las novelas, y siempre llevar pantaloncillos. «Sin duda», escribe Nancy Armstrong,

el intento más demoníaco por reglamentar las mentes de las mujeres al reglamentar sus cuerpos, fue la práctica quirúrgica de la clitoridectomía del doctor Isaac Brown. Brown creía que al eliminar la masturbación, la extirpación del clítoris podía detener una enfermedad que comenzaba con la histeria, progresaba con la irritación espinal, la idiotez, y la manía, y terminaba con la muerte68.


A esa Inglaterra de los doctores Tilt y Brown, donde se enseñaba furiosamente el manejo doméstico de la sexualidad femenina y donde la práctica médica se afanaba en criminalizar los remedios caseros populares para los males femeninos, es precisamente donde Efraín es enviado por su padre a estudiar medicina.

Pero Efraín se niega a ir por cierto tiempo, pensando administrarle a María el remedio alterno y algo más moderno. Como ya he señalado, ese remedio consistía en proveerle a la mujer histérica lo que le hacía falta: un pene. Así, la administración doméstica podía significar el matrimonio temprano y feliz. Esto se convirtió en un lugar común de los chistes médicos, como el que contaba Charcot sobre una consulta que hizo en un caso de histeria. El médico que lo consultó concluye, «¡La única receta para tal enfermedad nos es bastante conocida, pero no podemos recetarla. Lee: Rx. Penis normalis / dosim / repetatur69. Como amante, Efraín pudo haber suplido lo que el estudiante de medicina no podía. Ése es uno de los aspectos del dilema que lo devora. El cuerpo de María está en debate entre la tesis de la represión preventiva sostenida por el doctor Mayn, y la tesis de la satisfacción doméstica sostenida por Efraín, el amante. Ambos quieren domesticarla, pero la pregunta es ¿cómo?: ¿como niña o como mujer?

Es con base en ese debate que se puede interpretar la lucha edípica de Efraín dentro de una dimensión más amplia, nacional. Mientras su padre judío y el doctor Mayn (cuya profesión y apellido parecen delatarlo como judío, y por ende un doble del padre) le señalan a Efraín tanto el Viejo Mundo como el remedio conservador, María y el Valle del Cauca voluptuosamente materno que evoca, lo incitan a rebelarse y permanecer con ella en el «Paraíso». Después de todo, América es el lugar donde no es preciso controlar el deseo, porque se satisface inocente y productivamente, como en el caso de Braulio y Tránsito. Ello sugiere que el remedio más americano a la «histeria» masiva de los levantamientos de los negros, no estaba en el control conservador que mantuvo a las razas separadas todo el tiempo posible, sino en la satisfacción socio-sexual que eliminaba el deseo de cambio al satisfacer el anhelo. Para la clase de Isaacs, la pregunta era si satisfacer el deseo de cambio de los negros y los blancos liberales, o controlar esos deseos, retrasando así una progenitura mixta y posiblemente monstruosa. Por último, Efraín resiste esa solución por ser un hijo tan obediente y un estudiante tan diligente, y su precaución o cobardía alegoriza las frustraciones nacionales de Colombia. Al igual que Efraín, los hacendados vacilaban en romper los hábitos coloniales, pero descubrieron que los atrasos mediante guerras civiles eran aún más desastrosos. Para cuando cesaron de luchar, ya quedaba poco que proteger; ni haciendas, ni María. La elección de lealtad filial sobre responsabilidad conyugal que hace Efraín es igual que la elección entre un remedio o el otro en el tratamiento de María. Como resultado, la niña pierde la vida; o sea, que su histeria avanzada pudo haber sido el efecto, en lugar de la causa, de la castidad que le imponen don Jorge y el médico, tal y como los levantamientos de los negros en Colombia fueron el efecto y no la causa del control de los hacendados. María es la primera en comprender esa inversión metaléptica de remedio y enfermedad, como ya notamos en la carta donde declara que muere por falta del amor. El fragmento más largo dice: «Vente, me decía, ven pronto, o me moriré sin decirte adiós... hace un año, que me mata hora por hora esta enfermedad que la dicha me curó por unos días. Si no hubieran interrumpido esta felicidad, yo habría vivido para ti» (235). No sería de extrañar que sus accesos epilépticos fueran provocados por lo que Freud llama un deseo parricida lleno de culpabilidad.

¿Sería, sin embargo, demasiado arriesgado sugerir que en su caso las fantasías posiblemente parricidas de María podrían a su vez ser el desplazamiento de un deseo reprimido de matricidio espiritual, esto es, suponiendo que el espectro de su madre siga interfiriendo en sus asuntos? En otras palabras, Sara puede ser la causa del sufrimiento de su hija, sea o no sea la epilepsia hereditaria. Puesto que María no puede, o siente demasiada culpabilidad, para discutir o incluso nombrar su dolor, tiene que ser su víctima. Quizás ya estaba condenada en todo caso, puesto que la combinación de su judaísmo y su feminidad sobredeterminan su destino. El enojoso problema de culpar a Efraín y a sus padres por seleccionar el remedio equivocado, es que quizás María no habría sobrevivido de ninguna manera. Quizás por eso, el libro se mantiene indeciso en cuanto a si la epilepsia es orgánica o afectiva, y en cuanto a qué remedio favorecer70. Así pues, la enfermedad constituye una analogía cabal para la identidad judía, una condición indecisa entre la biología heredada y la circunstancia afectiva. Aun si María hubiera sobrevivido, su judaísmo congénito seguiría siendo el dilema que la haría inaceptable para tener los hijos de Efraín, ya fuera porque era racialmente idéntica a él, o porque era racialmente distinta.

En comparación con las heroínas ideales del canon latinoamericano, la Amalia, de José Mármol, por ejemplo, o la Leonor, de Alberto Blest Gana, María carece de dignidad estoica y de autodominio. Por eso, en una lectura más atenta, hasta las mismas libertades que toma con el decoro femenino, unas libertades que parecen aliarla a las otras heroínas románticas, se acercan peligrosamente a la «barbarie» de la feminidad descontrolada. A diferencia de las demás, ella llora con demasiada facilidad, dice lo que piensa, inicia coqueteos, se aventura afuera descalza, y literalmente, tiembla de pasión. En resumen, revelaba su inferioridad de género no domesticado, así como sus orígenes en una raza inferior. De haberse casado Efraín con ella, la pareja habría tenido una falta de balance de feminidad, o sea, de judaísmo.

Evidentemente, Efraín e Isaacs prefieren mantener cierto misterio acerca de la muerte trágica de María a decirnos que estaba sobredeterminada, porque decir más habría significado admitir que la enfermedad de María se debía tanto a la exclusividad aristocrática como a la inferioridad racial. Si estuviera claro que ella (y ellos) representa a los negros no domesticados así como a la plantocracia moribunda, ¿cómo iban a suspirar por María generaciones de lectores nostálgicos por un mundo colonial enterrado por proyectos y novelas hegemónicos? En lugar de establecer abiertamente la conexión, Isaacs practica su propio tipo de «histeria» literaria, hallando un sustituto para el antagonismo racial que se niega a poner por escrito. En otras palabras, María emplea una especie de mecanismo de defensa narrativo que hemos visto arriba y que Freud identificó como «desplazamiento»: una función sustitutiva de la memoria en los neuróticos obsesivos. Cuando cierto recuerdo particular es demasiado doloroso para recordar y demasiado intenso para olvidar, la memoria reemplaza el hecho con un elemento relacionado pero inofensivo71. El proceso es metonímico, un enfoque en los «elementos no esenciales... vecinos». El resultado es hacer parecer trivial el recuerdo de la obsesión72. Sin duda, la esclavitud y los motines raciales eran tan traumáticos para el mundo de Efraín (y para Isaacs) como lo eran las obsesiones más estrechamente personales para los pacientes de Freud. Un indicio de ello es el silencio del narrador en cuanto a los motines de los esclavos; otro es la tragedia general de la novela causada por la enfermedad de María, una enfermedad sin motivo en el texto, excepto como síntoma desplazado, como indiqué, de muy poco o demasiado espíritu aventurero sexual. En las evocaciones idealizadoras de la vida en la hacienda, su enfermedad ofrece un modo de omitir la obsesión con la amenaza de aventura racial, mientras que, al mismo tiempo, responde a su poder afectivo. María es el «vecino» más seguro, históricamente trivial, de un recuerdo que no debe mencionarse.

Sin embargo, el mecanismo de defensa empleado por Isaacs casi se derrumba cuando, a pesar de la configuración de síntoma «neurótico» que reemplaza los motines raciales con la epilepsia de María, la metonimia entre negros y judíos colinda con la mutua sustitución metafórica. Aparentemente, Isaacs no puede resistir intercalar el largo y azaroso romance de Nay y Sinar, los amantes africanos a quienes la esclavitud separa trágicamente. El cuento, escrupulosamente omitido de la versión inglesa de Ogden, constituye el único tratamiento extenso de los negros en la novela, y guarda paralelos reveladores con el romance central73, como si Isaacs quisiera, adrede, devolvernos a nuestra interpretación sintomática de la experiencia obsesiva que no debía mencionarse. Al igual que Ester, quien se convirtió en María sin abandonar cierto orgullo racial, Nay siguió consciente de su nobleza africana después de adoptar el nombre cristiano de Feliciana junto con su nueva religión. Y, al igual que el romance central, condenado, por lo menos en esta interpretación, a causa de las insuperables diferencias raciales que parecían irrelevantes a la generación del padre, el romance intercalado al principio parece sobreponerse a los antagonismos étnico-tribales (entre los padres de Nay y de Sinar), pero luego sucumbe a la guerra y a la explotación racial por los blancos. Si don Jorge rescata a María del dolor de ser huérfana y de la superstición judía, también salva a Feliciana de la humillación de la esclavitud (186). El paralelismo entre Nay y María se vuelve innegable cuando a Efraín le enternece ver a María, «humillándose como una esclava a recoger aquellas flores» (28), y sobre todo, cuando imagina que su entierro debió haber sido «¡ay de mí, humilde y silencioso como el de Nay!» (267).

Con su nombre desvergonzadamente hebreo, Efraín ofrece la otra cara de la hebrea quien asume el nombre de María, y comparte a su vez una identificación con Nay. Como en el caso de ella (178), y como en el de Atala, uno de los padres de Efraín se convirtió al Cristianismo, y como en ambos casos, la conversión no salvó al hijo de la tragedia. En general, la doble resonancia del relato de Chateaubriand, tanto en el romance central como en el cuento intercalado, sugiere cuántos puntos de contacto existen entre la historia de María y la de Nay. Aun en términos de estrategia narrativa, el relato de Nay se ajusta a la técnica retrospectiva de Chateaubriand, como se ajusta el relato de Efraín. Nay, incluso, pudo haber sido el modelo para el narrador, ya que Efraín se crió, sentado en el regazo de la negra, escuchándola contar su historia en «rústico y patético lenguaje» (163). Tan sólo para subrayar la conexión retórica entre judíos y negros, una conexión que excede el desplazamiento metonímico y se acerca a la identificación común entre los judíos patológicamente apasionados y los negros sentimentales estudiados por Gilman, añadiría que María se destaca entre las novelas nacionales de la época por describir a los negros, y no sólo a los mulatos, como bellos (ver la pág. 79; 86 donde a Juan Ángel se le describe como «simpático, y casi podría decirse que bello», y la pág. 108 donde se alaba a Estéfana por «su índole y belleza»). La única excepción en una obra clásica que me viene en mente es Francisco, del cubano Anselmo Suárez y Romero.

Como en el caso de los indios en el Enriquillo de Galván, y en O Guaraní de Alencar, la verdadera amenaza de los negros a una sociedad hacendada se hace indecible para Isaacs. En los casos de esas otras novelas, las diferencias irreconciliables entre negros y blancos ceden terreno a las relaciones más fácilmente idealizadas entre blancos e indios. De un plumazo, las masas trabajadoras de la República Dominicana y del Brasil son blanqueadas y preparadas para un programa nacional constructivo. Pero ¿qué programa habría sido convincente en la novela nacional de Colombia, probablemente el único país latinoamericano que siguió fragmentado a lo largo del siglo XIX? Aunque sus estudios etnográficos demuestran que conocía a los indios mucho mejor que la mayoría de los novelistas, es evidente que Isaacs no quiso proyectar una nación india74, tal vez porque los indios de Colombia seguían defendiendo militarmente sus derechos territoriales. De todos modos, Isaacs no desplazó una raza temible por otra más prometedora a fin de construir un mito nacional. Al contrario; parece indicar que no es posible un mito de amalgama, porque el mundo patriarcal que ansia no lo toleraría. Todo mestizaje necesariamente será contraproducente, tan contraproducente como la exclusividad racial para los antiguos amos que se alzaron en devastadoras guerras civiles antes de compartir el poder con quienes fueron sus esclavos. En lugar de indios, Isaacs desplazó a las masas negras inasimilables y a los anacrónicos hacendados, vertiéndolos en su inocente pero imperfecta heroína judía, y por extensión, desplazándolos hacia partes de sí mismo. María es admirable en todos los respectos, y su deseo de amor y de una familia no es sino natural y justificado, tan justificado como el deseo de los negros de abolir la esclavitud, o el deseo de sobrevivir de los hacendados; pero María es genéticamente inapropiada para casarse con el héroe, no importa en qué forma se interprete. Por eso, Isaacs la mata, como si su muerte estuviera predeterminada por la enfermedad que hereda de su madre, ya sea el judaísmo redundancia racial o diferencia, sea patología biológica o el mal anímico de identificarse como el Otro. Igualmente plausible, la muerte está determinada por la escrupulosa distancia que Efraín mantiene entre él y María. El mismo constreñimiento que posibilitó su amor, ha de asegurar que no se consume.

De otro simple plumazo, esta novela histórica elimina toda posibilidad de amalgamación entre la aristocracia colombiana y sus esclavos recién libertos. Los blancos y los negros pueden amarse, pero sólo a distancia. Con María, Isaacs se elimina en un suicidio simbólico, como hacendado que ya no puede ser productivo, y como judío; o sea, como una diferencia que corrompe la coherencia patriarcal previa que su padre, irónicamente, representaba. Esa defunción del orden aristocrático de Isaacs y la posibilidad de su complicidad en tanto impureza racial, pueden ayudar a explicar por qué el autor de María podía evocar tan agudamente el tipo de nostalgia masoquista que practicaba Chateaubriand.





 
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