El mal poeta de comedias en la narrativa del siglo XVII
Gonzalo Sobejano
University of Pittsburgh
España es un Parnaso suelto.
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Los primeros
versos del Arte Poética invitan a los lectores a
imaginarse un monstruo compuesto por un pintor con miembros
dispares: cabeza humana, cuello equino, plumas varias, cola de pez.
«Spectatum admissi risum
teneatis amici?»
. La desigual
figuración sirve de introito a un conjunto de doctrina sobre
el buen arte fundado en la unidad de la forma.
Si en esos versos iniciales de la Epistula ad Pisones evoca Horacio un ejemplo de disparate (de pintor o de poeta, tanto monta), en la misma epístola, versos adelante, podemos hallar también, graciosamente dibujada, la semblanza del mal poeta que abandona la labor esforzada y razonable y se considera un genio, dejándose crecer barba y uñas, evitando el agua, buscando los lugares solitarios y creyendo asegurada la fama con sólo hurtar al peluquero esa cabeza que ni la más concentrada dosis de eléboro salvará de la locura.
Asoman en estos pasajes horacianos (vv. 1-5, 295-301) tres aspectos que, referidos a obras narrativas españolas del siglo XVII, desearía comentar: la ridiculez del poeta en su porte, la deformidad de la obra del poeta insensato, y la posible resolución de estas dos circunstancias cómicas en una lección, directa o indirecta, de buena doctrina literaria. El poeta risible en su persona se distinguirá por algún atributo como esos de la cabellera, las uñas largas, el descuido o el ensimismamiento. La obra contrahecha del mal poeta vendrá ridiculizada por su condición quimérica, tal la hermosa cabeza femenil terminada en cola de pescado. Y de la mala figura del poeta y de la absurda traza de sus engendros, se deducirá a veces una enseñanza sobre lo que debe ser la poesía.
Poco o nada de lo
anunciado cabe hallar en la literatura anterior a 1600. Pero a
partir de aquí, cuando la literatura parece tomar conciencia
de sí misma como de una actividad profesional dependiente
del público y de la crítica, los testimonios sobre el
mal poeta y la mala poesía se hacen frecuentes;
fenómeno que no puede ser ajeno al florecimiento de
academias literarias, más intenso en el siglo XVII que
antes. No sin razón se ha estimado ese siglo como el
más «literario» de la época áurea:
es, en efecto, el tiempo de las academias y certámenes, de
las polémicas y sátiras, de la empresa teatral en
desarrollo y del mecenazgo problemático, y el tiempo en que
«los pícaros poetas»
(así les llamaba Quevedo en el Discurso de todos los
diablos) comienzan a vivir escenas de la vida
bohemia1.
Centremos, pues,
la atención no en los buenos poetas, a quienes en el siglo
XVI solía venerarse con nombre de «divinos»
(calificación que la
centuria siguiente encontraba ya gratuita), sino en el mal poeta
según lo veían escritores tan buenos como Quevedo o
Cervantes. En este sentido, el poeta es una figura o
figurón2:
viste descuidado, pasa hambre, escribe versos abominables, aspira a
un estreno o a un premio, urde fábulas dislocadas,
etc. Se presenta a esta
figura, como a otras, para hacer reír, pero alguna vez
trasciende del dibujo cierta compasión por quien enloquece
en tareas imaginativas, y en ocasiones la manifestación del
extravío lleva al conocimiento de oportunas verdades.
La figura del poeta ridículo surge, a mi entender, fomentada principalmente por tres instancias: la ironía erasmiana en torno a la universal locura, el auge de la poética clásica que dicta normas sobre el buen arte de componer y, en fin, el desarrollo del arte nuevo de hacer comedias como una práctica que, infringiendo aquellas normas, permite libertades peligrosas al ingenio viciado. Si se considera que los dos últimos procesos tienen lugar hacia fines del siglo XVI, resulta consecuente que la figura del mal poeta (casi siempre poeta de comedias) aparezca por primera vez, salvo error mío, en el umbral del siglo inmediato.
En el Moriae Encomium, como poco antes en Das Narrenschiff, la humanidad comparecía rendida a la locura, si en las danzas ya había desfilado sujeta a la muerte. Temerosa amenaza, recordar que todos hemos de morir. Gran alivio, comprender que todos estamos locos. Erasmo hace que la Locura presente, con irónico encomio, las excelencias de sus vasallos, entre los cuales no podían faltar los poetas, desde la antigüedad tenidos por dementes o arrebatados. Pero no al furor divino del buen poeta, sino a la estulticia harto humana del mal escritor aluden las siguientes palabras:
El escritor que me es devoto [habla la Locura] es más feliz cuanto sea más insigne su extravagancia, porque sin necesidad de pasar las noches en vela, todo cuanto se le viene a las mientes, todo cuanto afluye a su pluma y todo cuanto sueña, lo pone en seguida por escrito con sólo un pequeño gasto de papel, no ignorando que, en el porvenir, aquel que mayores necedades haya escrito será el preferido por los más, es decir, por los indoctos y por los estultos. ¿Qué le importa a él que le desprecien tres o cuatro sabios, caso de que le lean? ¿Qué significaría el parecer de éstos ante la muchedumbre que lo aclama?3 |
La primera
Arte Poética en castellano, de inspiración
clásica y suficiente generalidad, la de Miguel
Sánchez de Lima (Alcalá, 1580), se inicia con un
diálogo dedicado a tratar no tanto de la poesía misma
cuanto de los poetas, y de los poetas necios. Silvio lamenta ante
Calidonio el abandono en que se halla la buena poesía a
causa de la ignorancia de unos y del afán lucrativo de
otros, de la abundancia de truhanes y del desprecio que las damas
hacen de todo lo que no sea interés. Pero Calidonio, que
así se introduce como maestro, replica que el
descrédito de la poesía no tiene fundamento en ella,
sino en «los Poetas rateros y de poco
buelo que la han disfamado»
4.
La existencia de poetas ignorantes y bajos es, pues, lo que
justifica el propósito de los tratadistas de poética
de exponer los principios del buen arte, y esta
justificación se hace más patente cuando, como estaba
sucediendo en la España de ese tiempo, se abría
camino aquel arte nuevo de hacer comedias, contrario en tantas
cosas a los cánones de la antigüedad y atractivo, por
el estímulo de la facilidad y el cebo de la ganancia, para
tantos versistas faltos de educación literaria.
Nada tiene, pues,
de sorprendente que el primer poeta de la galería que
aquí se invita a recordar sea un poeta de comedias, el cual
nos sale al encuentro en la Segunda parte de la vida del
pícaro Guzmán de Alfarache (1602) de Mateo
Luján. La escena tiene lugar en Valencia, ciudad cuya
importancia en la constitución de la comedia española
es bien sabida5.
Guzmán trabaja allí en la compañía de
Heredia, dedicándose a regalar a la exigente Isabela, para
la cual roba y trampea hasta verse condenado a galeras. Acabada la
representación de cierta farsa, una tarde, los
cómicos se retiran a su posada seguidos por algunos
jóvenes espectadores que mariposean alrededor de Isabela, y
la conversación entre todos la interrumpe «un gentil entremés de un señor
poeta que, con una capa larga de bayeta, como portugués,
preguntaba por el autor»
. No es que este poeta de
extraña vestimenta ofrezca al autor la lectura de un
entremés: su llegada es lo que constituye un
entremés, un inciso cómico. Los garzones valencianos,
deseosos de diversión, instan a Heredia a que escuche y,
previo intercambio de frases corteses, el poeta declara que tiene
dos comedias empezadas, más la que trae, cuyo título
es «El cautivo engañoso», y se hace de rogar
añadiendo que podría haberla dado a otro empresario
por mil reales:
Disculpan los
oyentes su risa, atribuyéndole distinto motivo, y el poeta
les brinda «una jornada pastoril a la
morisca de allá de África, que es una maravilla;
porque los poetas aún no habían advertido que entre
los moros hay pastores, y es invención nueva»
.
Preguntándole los contertulios cómo habrían de
vestirse esos pastores moros, puesto que los pellicos de
España no podrían convenirles «porque no
sería nueva la invención», el poeta, un tanto
embargado por la imprevista dificultad, alega que «bien nos podríamos informar en Valencia
de muchos que han estado cautivos en Argel»
. La lectura
de la jornada, en fin, renovó la risa de todos, y el
peregrino sujeto «envolvió sus
papeles y metiólos en las calzas, haciendo grande queja de
la burla, y diciéndonos que no sabíamos qué
eran farsas y versos. Colóse la escalera abajo y
dejónos que reir para todo el
año»
6.
Rápido es
el episodio, y ninguna aplicación didáctica sigue a
él, pero en sí mismo presenta levemente los aspectos
cómicos arriba anunciados, y de él se desprende
alguna connotación satírica. La apariencia del poeta
sólo es aludida en el atuendo (la capa larga de bayeta) que
le da un aire de pobreza y de extranjería. Pero a
través de lo que dice y lee, cobra perfiles la calidad de su
mente y de su obra: vanidoso como todo ignorante, el poeta se cree
capaz de surtir a la compañía de todas las comedias
que fueren menester, alaba su farsa calificándola de
«maravilla»
y tratando de
excitar la competencia entre autores, se embelesa al son de sus
propios versos, y se jacta de haber hallado una invención
nueva. De esto último infiérese la obsesión,
tan propia de la dramática de aquella época, por la
novedad a cualquier precio: si hasta entonces habían privado
las farsas pastoriles y las moriscas, lo nuevo podía
consistir, por ejemplo, en hacer una comedia de moros que fuesen
pastores sin dejar de ser moros. Pero ya en aquel tiempo, si
importaba la novedad, no dejaba de censurarse la falta de propiedad
en las representaciones; de ahí la cuestión que sume
en perplejidad al poeta, zanjada por él con candida nimiedad
documental.
Nada tiene de particular que el poeta ridículo haga su aparición en una novela picaresca. Como toda literatura satírica, la picaresca suele tomar como objeto gentes que representan estados y gentes que representan casos; es decir, la picaresca satiriza tipos (hidalgo, soldado, clérigo, letrado) y figuras (alquimista, matemático, arbitrista, verdugo, tarasca, poetastro). Aunque el poetastro abundase entonces, y acaso en todos los tiempos abunde, no representa clase, oficio ni estado: es una figura estrafalaria y, como tal, sirve en primer término a la comicidad y sólo en segundo término a fines de reprobación o reforma.
Con certeza nada
se sabe sobre la fecha de composición del
Buscón ni del Coloquio de los perros. Pero
según Lázaro Carreter el Buscón hubo
de tener una primera redacción hacia 1603-16047,
y según Amezúa el Coloquio debió de
escribirse por los años 1603-16058.
Aceptando tales fechas, vano sería tratar de puntualizar
cuál de las dos obras precedió a la otra y pudo antes
divulgarse manuscrita. Como quiera que fuese, en ambas obras
aparecen poetas que, entre otros delitos literarios, perpetran
comedias de muy difícil ejecución escénica, de
las cuales, no obstante, se sienten muy satisfechos, con la
venturosa vanidad de la inconsciencia. ¿Coincidieron ambos
escritores al trasuntar en ficción una realidad
comúnmente observada? ¿Sigue Quevedo a Cervantes,
como parece sugerir Amezúa?9
¿Fue Cervantes quien pudo inspirarse en Quevedo, puesto que
años más tarde, en el Viaje del Parnaso, le
llamaría «flagelo de poetas
memos»
?10
¿Conocieron acaso, uno y otro, el Guzmán
apócrifo?
Que el autor del
Buscón conocía el Guzmán
apócrifo es un hecho, y Lázaro Carreter lo ha
demostrado notando, entre otras particularidades, éstas: el
Guzmán del abogado valenciano y el
Buscón se ocupan de los galanes de monjas; ambos
protagonistas, llegado un momento, se hacen representantes de
farsas por amor a una bella comedianta, y en fin «Sayavedra describe la hilarante lectura de la
comedia, con rasgos que recuerdan el episodio de El arca de
Noé, la pieza de animales que un poeta recita a Pablos,
camino de Madrid»
11.
Memorable es el encuentro de Pablos con el viejo clérigo autor de tantos millares de octavas, centenares de sonetos y redondillas, y coplas innumerables para ciegos. Este coplero, cuando Pablos le suplica que no le diga nada a lo divino, comienza a declamarle una comedia con más jornadas que el camino de Jerusalén y cuyo abultadísimo borrador había compuesto en dos días. La comedia, titulada El arca de Noé, se desarrollaba entre animales:
Yo le alabé la traza y la invención, a lo cual me respondió: -«Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo; y, si yo salgo con hacerla representar, será cosa famosa». -«¿Cómo se podrá representar» -le dije yo-, «si han de entrar los mismos animales, y ellos no hablan?» -«Esa es la dificultad, que a no haber ésa, ¿había cosa más alta? Pero yo tengo pensado de hacerla toda de papagayos, tordos y picazas, que hablan, y meter para el entremés monas»12. |
Tras la
desorbitación grotesca a que somete Quevedo las
circunstancias y entidades que quiere escarnecer, se percibe el
mismo esquema del ya comentado pasaje del Guzmán:
un individuo de extraña catadura (clérigo anciano,
con sotana vieja y sucia, manteo estercolario, y gregüescos de
remota antigüedad); un mamarracho dramático que el
individuo piensa hacer representar y que, provisto de su
título, a porfía pretende la novedad de la
invención; risas por parte del que escucha («dando una gran carcajada»
, «perdido de risa de ver la suma
ignorancia»
), y objeción sobre la viabilidad
escénica, resuelta por el poeta con un pueril expediente de
propiedad (si la fábula es de animales, y éstos no
hablan, se hará con los animales más sonoros).
Es de advertir que
en el Guzmán, Heredia, el «autor», al
invitar al poeta a leer su farsa para pasatiempo de todos, le
prometía que sería Guzmán quien se encargase
de juzgar el negocio. En la obra de Quevedo, Pablos, que tanto se
había reído del mal poeta, viene a hacerse farsante
como Guzmán: «Hablaba ya de
entender de la comedia, murmuraba de los famosos... pedíanme
el parecer en el adorno de los teatros y trazar las apariencias. Si
alguno venía a leer comedia, yo era el que la
oía»
13.
Y no contento con ser arbitro de poetas, el mismo pícaro se
atreve a las Musas, escribiendo romances, entremeses, comedias de
santos, y coplas y villancicos para sacristanes, monjas y ciegos,
de modo que su destino poco viene a diferenciarse del de aquel
desenfrenado coplista con quien tan risueño encuentro
había tenido camino de Madrid.
Rebasando el
límite de discreto divertimiento que Mateo Luján
había guardado, la estampa quevediana constituye una
desaforada caricatura en la que se acumulan los más
estupendos extremos: millares y aun millones de octavas, cientos de
sonetos, cinco manos de papel emborronadas en dos días,
comedia protagonizada por gallos y ratones, risa disparada por ojos
y narices, «sotana con canas, de puro
vieja, y con tantas cazcarrias que, para enterrarle, no era
menester más que estregársela encima»
.
Mucho más
moderada, como corresponde a su indulgente humor, es la
viñeta de Cervantes en su Coloquio de los perros.
Conoce allí Berganza, en la huerta del avaro morisco, a
«un mancebo, al parecer, estudiante,
vestido de bayeta, no tan negra ni tan peluda que no pareciese
parda y tundida»
(y ya esta irónica
atenuación, en cotejo con la cruel exageración,
recién aludida, de la sotana canosa y cazcarrienta, abre un
abismo frente a Quevedo). El mancebo escribe afanoso por las
mañanas, al pie de un granado, se da palmadas en la frente,
se muerde las uñas, mira al cielo, y a veces se queda
embelesado, sin pestañear. En cierta ocasión Berganza
se aproxima al estudiante y le oye exclamar, henchido de contento:
«Vive el Señor, que es la mejor
otava que he hecho en todos los días de mi vida»
,
lo cual, reflexiona el perro, «me dio a
entender que el desdichado era poeta»
. En
conversación con otro mancebo, el estudiante descubre el
extraordinario pergeño de la farsa que prepara,
desarrollando en su fantasía una escena en que sale el Papa
con doce cardenales vestidos de morado «para guardar la propiedad»
, dice, pues
sólo por precisar este detalle, y no incurrir en
impertinencias, se ha leído de extremo a extremo el
ceremonial romano. Cuando el interlocutor objeta que de
dónde se habrían de sacar vestidos morados para
tantos cardenales, el poeta se enfurece al pensar que apariencia
tan grandiosa pueda perderse, porque: «Imaginad vos desde aquí lo que
parecerá en un teatro un Sumo Pontífice con doce
graves cardenales, y con otros ministros de acompañamiento,
que forzosamente han de traer consigo; ¡vive el cielo, que
sea uno de los mayores y más altos espectáculos que
se haya visto en comedia, aunque sea la de El Ramillete de
Daraja!»
. El desquiciado poeta, que se alimenta de
pasas y mendrugos, da a Berganza a roer algunos de éstos, y
el perro le toma apego porque, comparándolo con su mezquino
dueño, comprende que el liberal desnudo siempre da
más que el avaro, pues «da el buen
deseo, cuando más no tiene»
. Pierde de vista
Berganza a su amigo, pero cuando vuelve a encontrarle es para ir
con él a casa de un autor que, con toda su
compañía, se apresta a escuchar la comedia por
aquél terminada. La lectura no pasa de la jornada primera;
los oyentes están a punto de mantearle, y el mohíno
poeta «con mucha paciencia, aunque algo
torcido el rostro, tomó su comedia, y encerrándosela
en el seno, medio murmurando dijo: -'No es bien echar las
margaritas a los puercos'; y con esto, se fue con mucho
sosiego». Berganza entonces, acariciado por el autor, queda a
servicio de éste, y pronto llega a ser «grande
entremesista y gran farsante de figuras
mudas»
14.
El Coloquio, por más que se argumente en contra, constituye una perfecta y jugosa novela picaresca en la que Berganza, relatando en primera persona sus desventuras y criticando estados y tipos sociales desde una actitud censoria y digresiva, sólo se distingue de los pícaros más celebrados por su creciente adhesión al bien. No me parece desatinado, por ello, suponer que también Cervantes conociese, como Quevedo, el Guzmán apócrifo (y, por descontado, el auténtico). Confirmarían esta suposición dos circunstancias: una, que Berganza (como el Guzmán valenciano y, a la zaga de éste, Pablos) venga a tener por amo a un autor de comedias; y otra, que en su historia reaparezca la figura extravagante del poeta de comedias y, por cierto, con rasgos semejantes a los delineados por Luján. El ir vestidos de bayeta es común a ambas figuras, como lo es el levantar los ojos en actitud de éxtasis al escribir o leer una estrofa, y lo es la manera desairada de despedirse uno y otro de su incomprensivo auditorio; además: el punto en que estos poetas hacen estribar la novedad de su farsa consiste en la indumentaria, allí de pastores moros, aquí de cardenales, y así como el ingenio valenciano proponía consultar a los ex-cautivos, así el protector de Berganza estudia el ceremonial romano para averiguar la propiedad del vestuario. Minucioso anhelo de propiedad, tan superfluo a la hora de escenificar delirios.
Cervantes, con todo, se muestra más piadoso que Luján y Quevedo: su poeta, por endemoniada que sea la comedia por él escrita, no queda en el leve croquis jocoso de Luján ni cobra la irrisoria desmesura de Quevedo. En las pocas páginas que abarca su paso por la vida de Berganza, le vemos absorto en la ejecución de los versos, contento por la conclusión de una estrofa, esperanzado con el espectáculo que imaginó, compartiendo con el perro el pan duro y el agua fría, y aguantando pacientemente su fracaso. Le sentimos, en fin, más cerca del común nivel humano.
En el mismo Coloquio, poco después de haber presentado a ese frustrado autor de una comedia de santos (sólo entendiéndola como tal cabe explicarse la ceremonia cardenalicia), nos hace asistir Cervantes a una conversación nocturna en que cuatro extravagantes (un poeta, un alquimista, un matemático y un arbitrista) lamentan en el hospital sus oscuros destinos. Trátase ahora de un poeta que tiene escrita una obra heroica en octavas y versos sueltos esdrújulos, elaborada a lo largo de más de veinte años y para la cual no halla príncipe magnánimo a quien dirigirla. Míseros tiempos, tan míseros para don Quijote como para este corro lunático de ilusionistas hambrientos.
Nuevamente se
ocupa Cervantes de los poetas en su Viaje del Parnaso,
enfrentando las huestes de los buenos y los malos. Allí ve
al poeta como a un ser perdidoso, delicado, antojadizo y absorto
(I. 73-132), que concilia milagrosamente los estados
antitéticos del hambre y el sueño (V. 330), y
allí también -aparte algunas referencias a las
comedias endiabladas (VII. 311-18), y a un mancebo estudiante que
soñaba en hacer recitar una, titulada «El gran Bastardo de Salerno»
(VIII.
16-18)- elogia Cervantes a Quevedo como el «flagelo de poetas memos»
(VIII. 310).
Este elogio, si no presupone forzosamente el conocimiento del
Buscón, implica cuando menos el de la
«Premática del desengaño contra los poetas
güeros, chirles y hebenes», la cual, inserta en el
Buscón, salvo dos párrafos de posible tenor
irrespetuoso (acerca del agua bendita y del juicio final), fue
divulgada antes. Que Cervantes conocía la
«Premática» es seguro, no sólo por esa
alusión en el Viaje, sino porque en la Adjunta
al Parnaso el poeta Pancracio de Roncesvalles trae a Miguel de
Cervantes unos «Privilegios, ordenanzas y
advertencias que Apolo envía a los poetas
españoles»
, que, como ya apuntó
Américo Castro, contienen reminiscencias de dicha
«Premática»15.
La Adjunta al
Parnaso es un escrito de notable interés para el tema.
Primeramente, el mencionado Pancracio, aunque limpio y atildado
contra la costumbre de los que «antes
atienden a las cosas del espíritu que a las del
cuerpo»
, y, cosa más extraña, rico, posee
algunos atributos que hacen de él una curiosa
variación de la figura que ya conocemos: viste de un modo
llamativo, con enorme cuello almidonado y puños trepadores
que le sepultan rostro y brazos, y, preguntado por Cervantes sobre
qué suerte de «menestra
poética»
prefiere, responde que es al
género cómico al que mayores desvelos ha consagrado,
declaración motivadora de un diálogo en el que ambos
interlocutores confiesan su debilidad por la farándula.
Pancracio tiene escritas muchas comedias (aunque quizá no
tantas como aquel Licenciado Gomecillos del también
cervantino Retablo de las maravillas) y la única
que pasó al tablado fue reprobada por larga en los
razonamientos, no muy pura en los versos y desmayada en la
invención. Tras consolar Cervantes al joven enamorado de la
fama, cuéntale sus propias vicisitudes teatrales y recibe,
en fin, la carta de Apolo Délfico, donde éste
recomienda a Pancracio con ambigua benevolencia («pues es rico, no se le dé nada que sea
mal poeta»
) y le envía los «Privilegios»
. No basta decir que
éstos contienen reminiscencias de la
«Premática» quevedesca: forman, en líneas
generales, una réplica piadosa, donde al propósito de
ingeniosidad burlesca, único señalable en Quevedo,
sobrepone Cervantes la simpatía que le merece hasta el
más humilde de los poetas.
La
«Premática», dada a conocer por el pícaro
buscón al clérigo mentecato y destinada, aunque en
son de chanza, a inducir la buena poesía de la
condenación de la mala, reviste un carácter
prohibitivo, mientras los «Privilegios», enviados por
Apolo a modo de bula, ofrecen un tono permisivo, de generosidad
excepcional. En la «Premática» se prohíbe
a los poetas enamorados que abusen de estrellas y de conceptos con
oro y plata; que después de haber sido moros se metan a
pastores; que hurten coplas de un país a otro, so pena de ir
limpios y bien vestidos; y que recurran a los dioses
mitológicos si no quieren tenerlos por abogados a la hora de
la muerte; más otras indicaciones contra entremesistas,
poetas de comedias y coplistas de ciegos. Por el contrario, en los
«Privilegios» cervantinos, si bien hay ordenanzas y
avisos de formulación negativa (los cuales, a la luz de la
ironía, pueden tomar a veces sentido afirmativo), lo que
abunda es la venia: se permite a los poetas ir desaliñados y
confesar su pobreza, decirse enamorados aun no estándolo,
llamar a sus amadas con nombre pastoril o por su corriente nombre,
entrar gratis en los teatros si han sacado a luz tres comedias,
usar de estrellas y soles con toda libertad para encarecer cabellos
y ojos de sus damas, comerse las uñas sin quebrantar el
ayuno preceptivo, hurtar algún verso ajeno pero no todo un
concepto ni una copla entera, y, en fin, poder alcanzar -los buenos
poetas- renombre de «divinos»
aunque no hayan compuesto poema heroico ni sacado al teatro del
mundo obras grandes. Ironía hay en mucho de esto, pero
teniendo en cuenta la sufrida existencia de Cervantes y alguna
cláusula que a él perfectamente le entalla, vale
más pensar que la conmiseración propia se le
convirtió en misericordia hacia todos, pensamiento
corroborado por la cláusula postrera: «se da aviso que si algún poeta fuere
favorecido de algún príncipe, ni le visite a menudo,
ni le pida nada, sino déjese llevar de la corriente de su
ventura, que el que tiene providencia de sustentar las sabandijas
de la tierra y los gusarapos del agua, la tendrá de
alimentar a un poeta, por sabandija que sea»
.
Precisamente la «Premática» de Quevedo empezaba
así: «Atendiendo a que este
género de sabandijas que llaman poetas son nuestros
prójimos, y cristianos aunque malos; viendo que todo el
año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo
otros pecados más informes; mandamos que la Semana Santa
recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a
malas mujeres, y que los prediquen sacando Cristos para
convertirlos»
. Del todo opuesta a esta visión
inquisitorial, la de Cervantes: «ítem se ordena que todo poeta, de
cualquier calidad y condición que sea, sea tenido y le
tengan por hijodalgo, en razón del generoso ejercicio en que
se ocupa, como son tenidos por cristianos viejos los niños
que llaman de la piedra»
. Por mucho juego que haya en
esto, es curioso que, mientras Quevedo propone la conversión
de los idólatras «melibeos»
, Cervantes otorgue
ejecutoria de limpieza de sangre a los poetas por su generoso
ejercicio; ejecutoria no menos liberal (pensaría él)
que la concedida convencionalmente a los expósitos o hijos
de padre desconocido16.
Sin merma de la
comicidad, pero dentro de un contexto didáctico muy amplio,
aparece también el mal poeta en El pasajero (1617),
de Cristóbal Suárez de Figueroa. Sobre este escritor
pesa una negra leyenda que alguna vez convendría elucidar;
en todo caso, es uno de los grandes prosistas del siglo XVII, en la
línea de Mateo Alemán a Baltasar Gracián.
Coloquiando con un don Luis, aspirante a poeta, el Doctor
(Suárez mismo) desaprueba, con criterio clasicista, las
comedias coetáneas, que, dice, «como cuestan tan poco estudio, hacen muchos
muchas, sobrando siempre ánimo para más a los
más tímidos»
. Su desaprobación recae
especialmente sobre las comedias de cuerpo o de ruido «que (sin las de reyes de Hungría o
príncipes de Transilvania) suelen ser de vidas de
santos»
y en las cuales intervienen tramoyas y
apariencias a gusto de la plebe. Como don Luis dice tener acabada
una comedia, el Doctor le hace algunas observaciones sobre los
trámites por los que debe pasar17,
y esta escena, prolongada en otra que describe los percances del
novel recomendado por algún príncipe, reúne
algunos de los elementos ya conocidos, desde la perspectiva del
moralista que ofrece un muestrario de lo que suele ocurrir
más que un informe de cosa ocurrida. Pero, más
adelante, ponderando las manadas de poetas que acuden a los
certámenes, el Doctor pasa al estilo anecdótico para
referir casos menos abstractos18.
No quiero enfilar ejemplo tras ejemplo. Pero, excluyendo, por muy comentado, el caso del poeta culto (del que tanto partido sacaron Quevedo, los adversarios del culteranismo, y tantos autores de entremeses, comedias y novelitas) apuntaré sólo algunos en que no es preciso que el versificador hable en jerigonza para que su actividad resulte ridícula.
Liñán y Verdugo, en su Guía y avisos de
forasteros que vienen a la Corte (1620), previene contra
ciertos hombres «entre estudiantes y
seglares, que los llaman semipoetas o coplistas, que se precian de
que traducen o que trabucan libros y componen o descomponen
comedias»
19.
En los
Cigarrales de Toledo (1621) los varios interlocutores
ideados por Tirso de Molina disertan, en el «Cigarral
IV», sobre las causas por las que se puede malograr una
comedia, y la primera es que el poeta «o
no sabe tragarla o escrive impropiedades tan indigestas que
rebolviendo el estómago al sufrimiento provocan a silbos y
vituperios»
, citando como muestra una comedia sobre la
vida de uno de los Jueces de Israel, donde el gracioso
prometía a alguien «que le
traería el turbante del gran Sofí»
:
«¡Mirad qué gentil necedad,
profetizar un pastor los Sofíes que vinieron a Persia
más de mil años después del nacimiento de
Cristo!»
20.
En la epístola segunda del «Epistolario Jocoso» inserto en Don Diego de Noche (1623), de Salas Barbadillo, el corresponsal consuela a un autor cómico fracasado atribuyendo el silbo de los mosqueteros a tanta tabla junta de las tramoyas, tanta música de chirimías, una apariencia de ángeles en la jornada última y un caballo veloz que atravesaba la escena, ingredientes todos peculiares de las comedias de ruido, las preferidas por los malos poetas21.
No la menestra cómica, sino la lírica, entretiene los ocios de un gentilhombre toledano a quien sirve Alonso, mozo de muchos amos (1624) en la obra de Jerónimo de Alcalá Yáñez. Perdido el juicio, ese gentilhombre prodiga estrellas, platas, carmines y oros, fastuosidades moriscas y languideces pastoriles, emulando a Lope y olvidando las hambres de su buen criado22.
Pero es en El
diablo Cojuelo (1641) donde vuelve a encontrarse, de cuerpo
entero, aquel desatinado poeta de comedias dibujado por
Luján, Quevedo y Cervantes, y ya no procedente de una
realidad observada, sino como efecto de tradición literaria,
como un verdadero «topos» figural, casi como un
«cliché». Toda una posada toledana despierta en
la noche al grito de «¡Fuego,
fuego!»
. Un poeta, estudiante de Madrid, se había
puesto a revivir con tanta intensidad su comedia «Troya
abrasada», que, al llegar al incendio de la ciudad,
soñábase ya entre sus hogueras. Ya otras veces
había alborotado la posada: reproduciendo clamores de caza a
raíz de su comedia «El Marqués de Mantua»
y clamores de guerra con motivo de la titulada «El saco de
Roma», y sabemos que tiene entregadas al hostelero, en
prendas, dos jornadas de la que llama «Las tinieblas de
Palestina», donde, según manifiesta, «es fuerza que se rompa el velo del Templo en la
tercera jornada, y se escurezca el sol y la luna, y se den unas
piedras con otras, y se venga abajo toda la fábrica
celestial con truenos y relámpagos, cometas y
exhalaciones»
. Ante el desvelado auditorio, el poeta
desenvuelve un copioso fajo de papeles, dispuesto a leer su
«Tragedia troyana, Astucias de
Sinón, Caballo griego, Amantes adúlteros y Reyes
endemoniados»
, farsa de múltiple titulación
en la que pretende sacar al paladión con cuatro mil griegos
armados dentro de él, y un cortejo real: «con mucho ruido de chirimías y
atabalillos, Príamo, rey de Troya, y el príncipe
París, y Elena, muy bizarra en un palafrén, en medio,
y el Rey a la mano derecha (que siempre desta manera guardo el
decoro a las personas reales), y luego, tras ellos, en palafrenes
negros, de la misma suerte, once mil dueñas a
caballo»
. Inútil que un oyente le haga notar la
estrechez de los patios españoles: el poeta propone que se
derribe el corral y dos calles adyacentes. Inútil que otro
dé por imposible reunir tantas dueñas: el poeta
confía en que no habrá señora que no preste
las suyas para tan alto espectáculo y, si algunas faltan, se
harán de pasta. Con tan quiméricas audacias contrasta
de nuevo un afán de meticulosa propiedad: el poeta de
Vélez no ha acabado aún sus «Tinieblas de
Palestina» por el minúsculo detalle de no saber
qué nombres poner a los sayones, y, capaz de imaginar en
escena millares de figurantes, repara en la nimiedad de la mano
derecha. Los vates de Luján, de Quevedo, de Alcalá
Yáñez, mencionaban a Lope de Vega: el de Vélez
también lo hace: «que ha de ser
Lope de Vega (prodigioso monstruo español y nuevo Tostado en
verso) niño de teta conmigo»
. Pero la nocturna
concurrencia, capitaneada por don Cleofás, obliga a jurar al
tempestuoso ingenio, sobre un Arte poética de
Rengifo, no escribir más comedias de ruido23.
Pastores moros en Luján, animales parlantes en Quevedo, cardenales de morado en Cervantes, o soldados griegos y dueñas troyanas en Vélez: siempre se trata de un dislate inventivo que contrasta con ingenuas precisiones en obediencia al decoro (informarse por los cautivos, usar animales gárrulos, consultar el ceremonial romano, derribar calles o fabricar dueñas de pasta). Y siempre se trata de burlarse, por tales medios, de ciertas cualidades de la comedia nueva contrarias a los preceptos clásicos: invención desaforada, exceso de aparato y de figuras, longitud del proceso dramático, veros malos, asuntos descomunales de materia pastoril, morisca, caballeresca, hagiográfica, arcaica o exótica. Se da aquí un caso más de aquella tendencia de los españoles, notada por Menéndez Pidal, a imprimir a la crítica literaria la forma de una ficción.
Vélez no inserta una enseñanza irónica, como Quevedo, pero a distancia introduce unas «Premáticas y ordenanzas» que don Cleofás lee ante la Academia Sevillana, y allí, entre otros párrafos dirigidos contra los cultismos, los preciosismos palaciegos o los tópicos mitológicos y pastoriles, hay uno que manda bautizar las comedias de moros, y otro que condena la mezcla de personas principales y bajas en la comedia, y los ripios y «civilidades» del verso cómico.
Castillo
Solórzano, que en el capítulo XV de sus Aventuras
del bachiller Trapaza (1637) había hecho explicar a un
entremesista la causa por la que rehuía estrenar comedias
(el temor a sufrir las mentiras y dilaciones de los empresarios),
esboza en La garduña de Sevilla (1642) una escena
en la que el tópico del poeta novel que ofrece sus obras a
una compañía queda transformado en el ardid del
ladrón que dice bernardinas para ejecutar un robo. Jaime el
Valenciano lee su farsa «La señoresa de Vizcaya»
(impropiedades, versos infames, demasiada figurería) para
distraer a quienes quiere robar; pero no se libra de la
cólera del auditorio, «por donde
juzgó a los peligros que se ponen los poetas pésimos
que se atreven a leer sus comedias a gente maleante y
fisgona»
24.
La
novelística, como es sabido, se diluye en moralística
durante la segunda mitad del siglo XVII. Juan de Zabaleta o
Francisco Santos, en sus muestrarios costumbristas, no dejan de
intercalar a los poetas. Linda es la estampa de El día
de fiesta por la mañana (1654) en que se describen los
ademanes del poeta desde que «metido el
brazo izquierdo en la manga, elevado el ángulo obtuso,
atascado el puño en que lleva apretada la camisa en la
bocamanga»
queda suspenso y como embebecido mientras
corrige el verso de una copla, hasta que en la iglesia, oyendo
misa, recita la copla a un amigo, y otros van acercándosele,
de rodillas, para escucharle, y nadie atiende al altar25.
Y en El No importa de España (1667), de Francisco
Santos, el Mundo condena por loco al poeta, bien que éste
replica, con la autoridad de Aristóteles, que «el ingenio versista tal vez se precipita de
furor»
y, en un último eco del tópico que
hemos registrado, exclama: «los autores
de farsa me buscan para que les dé comedias, porque en ellas
me visto de las mismas pasiones que imito: y en llegando a batalla,
pendencia o desafío, soy bravo, iracundo y fiero. En
reprehensiones soy maduro y sagaz; y en la graciosidad son notables
mis agudezas y chistes, que harán reír a otro Felipe
u, si en el mundo le hubiera»
26.
¿Último eco? No puede decirse. Ahí
está, en el siglo XVIII, por citar sólo el arquetipo,
don Eleuterio Crispín de Andorra con su «Gran Cerco de
Viena» y, del mismo Moratín, el hiperculto y demencial
coplero de La derrota de los pedantes, ante quien Apolo
dictamina que «para ser buenos ciudadanos
no es menester ser malos poetas»
. En la centuria
siguiente los costumbristas recogen figura tan extravagante
según las modas del tiempo, y Larra alecciona al joven
Tomasito sobre cómo abrirse camino traduciendo piezas de
Scribe («Don Cándido Buenafé o el camino de la
gloria»), y Eugenio de Tapia y Mesonero Romanos se burlan del
tétrico fantaseador de dramas románticos, como
Antonio Flores del literato o, más tarde, «Fray
Candil» de los grafómanos. En su chispeante relato
«El hombre de los estrenos» dibuja Clarín la
caricatura del provinciano chiflado, Remigio Cornelia, que hace
amistad con el crítico, no se pierde estreno y termina
componiendo un drama naturalista en el que había de caber el
mundo entero y que debía tener «olor local»
... a alcantarilla. Pero es
Galdós quien más variado repertorio ofrece: desde el
Luciano Cornelia del episodio La corte de Carlos IV
(1873), pasando por la adormecedora lectura de «La tragedia
de los Gracos» en La Fontana de Oro (1871), hasta
«El Grande Osuna», drama histórico en que cifra
todas sus ilusiones el soñador Alejandro Miquis (El
doctor Centeno, 1883), sin olvidar a aquel pomposo vate don
Francisco de Paula de la Costa y Sáinz del Bardal, que en
El amigo Manso (1882) prodigaba elegías, doloras,
meditaciones y nocturnos a diestro y siniestro.
En nuestro siglo, aparte algunas siluetas de deliciosa factura, como el don Filiberto de Luces de bohemia, o el profesor de Instituto de Doña Rosita la soltera, autor del drama nunca representado «La hija de Jefté», el poeta ridículo ha tenido su más interesante avatar en el Teófilo Pajares de Troteras y danzaderas (1913). Teófilo es un hombre bueno, y desgraciado, pero como poeta vive del remedo modernista, sin saber distinguir las voces de los ecos. Para salir de apuros acomete el género dramático y, más afortunado en esto que su antecesor Miquis, estrena un drama en verso, de asunto provenzal, donde pone en escala melodramática los violentos amores de un trovador y una princesa, recurriendo a decorados suntuosos y a inanidades sonoras. Admite Alberto Díaz de Guzmán (el «alter ego» de Ramón Pérez de Ayala) que en la obra de su amigo, como en muchas obras teatrales típicamente españolas, no hay sólo esta ampulosidad, sino también una sincera aspiración a lo infinito y la conciencia del fracaso con la amargura consiguiente; pero observa que si esa aspiración es tan intensa es por la misma borrosidad del concepto de lo infinito; y Alberto, que se educa a sí mismo, quiere educar a sus amigos y desearía educar a toda España en la percepción inmediata y auténtica de las cosas, de la cual brotarían la cultura, la tolerancia y el liberalismo.
Comedia nacional en el siglo XVII; melodrama exótico a fines del XVIII; tragedia neoclásica, drama romántico y drama naturalista en el XIX; pieza histórica en verso del «nuevo gay trinar» más tarde: cada estilo innovador parece engendrar inmediatamente su propia parodia, y es la figura del poeta insensato el vehículo satírico de tal rectificación.
He tratado de evocar, a través del motivo figural del mal poeta, y sobre todo del mal poeta de comedias, un aspecto de la vida literaria reflejado en obras narrativas (algunas, de alto valor). No es mucho lo que se ha trabajado en este ámbito de la literatura que toma como objeto la misma «vida literaria», o sea, el modo de soñar, actuar y convivir quienes son escritores o se afanan por serlo. Ridiculizando al mal poeta con mayor o menor fuerza cómica, con mayor o menor piedad, y poniendo de relieve los despropósitos de sus obras, con o sin una enseñanza explícita de los buenos principios, los autores aquí recordados no sólo supieron plasmar episodios pintorescos, que descubren algo de bohemia avant la lettre: supieron también afirmar su respeto a la sustancia misma del arte, entendida como difícil y delicada armonía de la forma.