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El Matadero: La sangre derramada y la estética de la «mezcla»

María Rosa Lojo






1. Diversidad de registros, sangre, mezcla

Característica de esta narración híbrida por excelencia1 es la superposición o entrelazamiento de códigos que conviven, mezclándose. La mezcla -explícitamente repudiada pero implícitamente practicada- se exalta por fin en la figura de la sangre -figura poética y crudo recorte de la realidad- que desborda, rebalsa y da homogeneidad a los protagonistas del más violento de los ritos, donde elementos de parodia, carnaval y grotesco confluyen en la sentencia de una Historia transformada en historia: microcosmos (micropaís, o «simulacro»), ejemplo, símbolo.

El despliegue de los diferentes códigos instaura una riqueza de registros en el lenguaje narrativo. Registros que convergen en la fuerza suprema de un acto que los otros no llegan a ejecutar sobre el héroe (el degüello) pero que éste perpetra -sin armas- sobre sí mismo. El joven unitario muere en la ley del Matadero, haciendo de su cuerpo una vibrante cuchilla y de su espina dorsal una «serpiente», matándose con un exabrupto de pasión, porque no puede matar. Este suicidio encontrará un eco no demasiado lejano en Sin rumbo, de Cambaceres, cuyo protagonista se abre el vientre ante una víctima sacrificada por el Destino (su propia hija). Aquí el adversario no es ya político sino metafísico, pero la respuesta aprendida por el estanciero que pasa sus ocios en París es la misma, bárbara e irrefutable cuchilla. Hay, así, implícito, un modelo de exégesis de la realidad y una compleja -ambivalente- actitud de entrega y resistencia frente a sus agresiones.




2. El registro religioso

Es éste tal vez, el código que de manera más fuerte y evidente se infiltra en el relato y proporciona el pretexto para construirlo. En efecto, la matanza de animales descrita tiene lugar durante la Cuaresma (probablemente, según los críticos2, la del 1839) con el objeto de proporcionar alimento vacuno para viejos, enfermos y niños, dispensados de la interdicción alimentaria prevista por la Iglesia Católica para estas fechas. Pero el esquema cuaresmal enlázase aquí con dos tópicos bíblicos: el diluvio y el Apocalipsis.

La referencia al diluvio aparece (aunque negada) ya en las primeras líneas: «A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos» (p. 147).

La ironía del «prototipo» sugerido no oblitera la afirmación posterior de que se ha producido «el amago de un nuevo diluvio». Pero esta vez no habrá «arca de Noé». La inundación elimina o dispersa a los animales: los que se consumen en sustitución de la carne vacuna (gallinas, bueyes), los que desaparecen o emigran por la falta de restos de reses para devorar (ratas, ratones, caranchos, gaviotas, perros). Por otra parte, como contrafigura de la ausente arca de Noé comienza a delinearse el Matadero, lugar inundado (aunque esté en el «alto») donde los animales se sacrifican, no se salvan. Cabe señalar, además, la nota paródica en el hecho de que el nuevo Diluvio no mata a los hombres sino a los ratones:

«No quedó en el Matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre, o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia».


(p. 151)                


La inundación es interpretada por los sacerdotes y predicadores federales como réplica del Diluvio pasado y anuncio cierto del Juicio Final: «Es el día del Juicio -decían- el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación». La coyuntura se atribuye a las herejías, crímenes y blasfemias que el narrador irónicamente corporiza en «el demonio unitario de la inundación» (p. 151). A esto se une el tópico de las plagas («plagas del Señor») traídas por la impiedad de los unitarios.

La ironía, en fin -procedimiento intratextual que a veces se alía como hemos visto supra con la intertextualidad de la parodia de las Sagradas Escrituras3- es el tono constante de la introducción toda. Sus objetivos fundamentales son: 1) Denunciar el abuso de poder y el autoritarismo fanático, irracional, de la Iglesia («Y como la Iglesia tiene, ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo…»). El carácter brutal y retrógrado del mandamiento («oscurantista») se destaca aún más por la contraposición con el criterio científico («Algunos médicos opinaron que, si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias...», p. 152; «el caso es reducir el hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno», p. 153). 2) Mostrar la utilización de la Iglesia al servicio y la conveniencia de Rosas («la justicia y el Dios de la Federación os declararán malditos», p. 149) y la hipocresía de las exigencias impuestas por los preceptos que los federales, tan «buenos católicos» son los primeros en transgredir. Así, el Restaurador manda carnear hacienda pese a las dificultades para arrearla, temiendo disturbios populares y sabiendo que la carne no pasará sólo al sustento de niños y enfermos. La tercera parte de la población gozará del fuero eclesiástico de alimentarse de carne: «¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables, y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!» (p. 153). A Rosas se le ofrenda, incluso, el primer animal: «Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne...» (p. 154). 3) Por fin, el discurso irónico apunta hacia la «herejía»: herejía política de los unitarios, herejía de los gringos que violan los «mandamientos carnificinos» de la Iglesia y que reciben un castigo grotesco: «pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao, se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación» (p. 151).

La ironía descuella en el ridículo al que es sometido el ritual y los medios -mágicos, supersticiosos para una «mentalidad progresista»- que la Iglesia utiliza para manejar la realidad. Así, el narrador se refiere a las rogativas ordenadas por el «muy católico» Restaurador y al proyecto de una procesión que iría «descalza a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina» (p. 150). Todo este aparato suplicante se declara absurdo e inútil, pues «la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni de plegarias».

Por otra parte, se insiste en la identificación del Restaurador y de su familia con las jerarquías de la santidad y de la divinidad:

«no había fiesta sin su Restaurador, como no hay sermón sin San Agustín».


(p. 154)                


La fe política y la fe religiosa se amalgaman en los letreros que ornan la casilla del Juez. Uno de los homenajeados en ellos es la «heroína doña Encarnación Ezcurra», «patrona muy querida de los carniceros quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce» (p. 157).

Ya bien entrado el relato y comenzada la acción de la matanza se abandona la ironía para reemplazarla por una seriedad hiperbólica pero condenatoria.

«Infierno» e «infernal» describen reiteradamente el gran espectáculo (volveré luego sobre la importancia de este término) del Matadero. Lo demoníaco alcanza incluso al gringo que cae en el pantano, arrastrado por los carniceros que van en persecución del toro: «Salió el gringo, como pudo, después, a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio» (p. 165). Aquí, todavía, la calificación es jocosa, pero, hacia la culminación del relato, el joven unitario que va a ser sacrificado se convierte -y ello sin burla alguna- en figura de Cristo, cuyos tormentos son paralelos al suyo: «Y, atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento, como los sayones al Cristo» (p. 171). La palabra «sayones» sigue ciertamente en boca del narrador: «los sayones federales» (p. 171), «un sayón» (p. 176), y también del unitario mismo, quien, con culto y grandilocuente léxico, se dirige a sus captores: «¡Infames sayones! ¿Qué intentan hacer de mí?» (p. 173).

El texto evangélico está presente, como fondo, aun en ciertas inversiones de contenido. Por ejemplo, si a Cristo le niegan el agua, y le dan hiel y vinagre, al joven le dan un vaso de agua que éste rechaza, contestando al juez, no muy cristianamente «-uno de hiel te haría yo beber, infame» (p. 174).

Los paralelismos prosiguen, antes y después de la muerte:

«Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo».


(p. 176)                


«En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillos. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la Cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón».


(p. 178)                





3. El registro político

El registro político se entremezcla con la parodia religiosa casi coincidiendo con ella, pues se refiere a un mundo donde la suprema autoridad, legal y espiritual, temporal y eterna, se ha corporizado en la figura de Don Juan Manuel de Rosas. Por eso se ha dicho que las inscripciones dibujadas en la casilla del Juez son «símbolo de la fe política y religiosa de la gente del Matadero» (p. 157).

Con todo, hay referencias al plano político como diseño deforme y monstruoso de una República que, sumida en un molde autocrático y teocrático más propio del Oriente que de Occidente, no puede acercarse al paradigma de la libertad y la civilización, propuesto por Francia, al que adhiere Echeverría.

El modelo bárbaro de la República cuyo ejemplo o símbolo es el Matadero supone una autoridad y una ley cuya sede es, no la casa de gobierno, sino la casilla:

«En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el Juez del Matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros, y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república, por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo».


(p. 157)                


Resalta la desproporción entre la insignificancia y la ruindad material de la casilla del Juez y el formidable, taxativo carácter del poder que allí se ejerce, ambas cosas, signos de barbarie:

«La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: "Viva la federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios"».


(p. 157)                


El Juez tiene su trono: el sillón de brazos donde se sienta para administrar «justicia» (p. 171). Es él quien contesta con fría calma a los apasionados interrogatorios del joven, e impone silencio a la cólera federal. También es él quien ordena luego azotarlo en castigo, «bien atado sobre la mesa» (p. 176).

Con todo, la autoridad del Juez resulta limitada por los miembros de su misma «república» y por los ajenos a ella. El Juez se muestra impotente para impedir el desborde de la violencia. A pesar de sus intentos por mantener cierta concordia, la «justicia» se dirime a puñaladas o dentelladas, en el nivel humano o en el animal, configurando esta lucha impiadosa un «simulacro»4 de la organización del país:

«Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero, y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo método para saber quién se llevaría su hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales».


(p. 161)                


Tampoco puede evitar que el unitario escape a su jurisdicción, muriendo. Más orgulloso que Cristo y sin mayor deseo de salvar a la pervertida humanidad que lo rodea, el unitario prefiere entregar su espíritu (su sangre) incontaminado antes de consentir en el contacto y el tormento infamante.

Esta muerte imprevista contraría al Juez, en quien puede presumirse decepción (porque la presa se le ha escapado) o un cierto remordimiento (porque el crimen excedía sus intenciones):

«-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él, y tomó la cosa demasiado en serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte; desátenlo y vamos».

«Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez, cabizbajo y taciturno».


(p. 178)                


Por otra parte, se insinúa la presencia de transgresiones que corroen, desde dentro, un sistema que ya es en sí mismo transgresivo con respecto al orden universal de la civilización humana, e hipócrita hacia las leyes que dice obedecer, como la eclesiástica (cfr. Supra):

«Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores».


(p. 161)                


También es transgresivo (y aquí la violación -por disimulo- viene del Juez mismo, el hecho de que haya entrado un toro para ser sacrificado, hecho que causa, por un encadenamiento de circunstancias, la muerte de un niño):

«La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquel, según reglas de buena policía, debía arrojarse a los perros, pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo».


(p. 167)                





4. El registro antropológico: configuración de lo humano en El Matadero


1. Interacción (y/o identificación) de lo humano y lo animal

Hasta cierto punto, El Matadero puede considerarse una «historia de animales», en tanto toda la acción, hasta la entrada del unitario en escena, gira sobre el eje de la matanza, el descuartizamiento y la final apropiación de los despojos de un grupo de reses. Además de las reses mismas, hay otros muchos animales en el campo narrativo que dependen de la existencia de estas víctimas sacrificables: los ratones y ratas, los perros (dogos o mastines), las aves: gaviotas, buitres o caranchos. En esta pelea por los restos los seres humanos están en el mismo plano que los animales:

«Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el Matadero, emigraron en busca de alimento animal».


(p. 151)                


Recuérdese el perfecto paralelismo, por otra parte, entre la lucha de los muchachos y la de los perros, que se narra en la escena citada supra.

En otro lugar se dice que los mastines pululan entremezclados con «la comparsa de muchachos, de negros y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula» (p. 158).

Las gaviotas celebran chillando la matanza, al tiempo que los muchachos se dan de vejigazos o se tiran bolas de carne (p. 160).

Los rapaces que hostigan a una vieja «la rodeaban y azuzaban como los perros al toro» (p. 161).

Cuando aparece el unitario en el campo visual de la narración comienzan a dispararse con mayor velocidad y asiduidad los símiles animales sobre la «chusma federal».

«Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero».


(p. 170)                


«cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre».


(p. 170)                


«Siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte».


(p. 170)                


«... la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellos, en cuatro patas».


(p. 175)                


El Juez es asimilado (por sí mismo, incluso) al tigre:

«-¿No temes que el tigre te despedace?

»-Lo prefiero a que, maniatado, me arranquen, como el cuervo, una a una las entrañas».


(p. 175)                


«exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre».


(p. 177)                


También se atribuyen a lo animal algunas propiedades no muy compatibles, por ejemplo, «el cinismo bestial» (p. 160).

Pero la comparación más importante no está formulada por el narrador, y es el paralelismo notorio entre el toro infiltrado en el Matadero y el joven unitario infiltrado en la zona federal:

    Toro

  • «mirar fiero» (p. 161)
  • «una rojiza y fosfórica mirada» (p. 163)
  • «prendido al lazo por las astas, bramaba echando espuma, furibundo» (p. 162)
  • «aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño» (p. 166)
  • «brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos» (p. 160)
  • «lanzó al mirarlas un bufido aterrador» (p. 164)
  • «su brío y su furia redoblaron; su lengua, estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas» (p. 166)
  • «Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma...» (p. 167)
  • «clasificado provisoriamente como toro por su indomable fiereza»
    Joven unitario

  • «lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces» (p. 170)
  • «el joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión; su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones» (p. 173)
  • «Gotas de sudor fluían por su rostro, grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieves sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre»
  • «Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa» (p. 177)

Si bien el narrador no compara expresamente al unitario con el toro, lo hacen, en cambio, los mismos federales:

1. El toro, dicen: «Es emperrado y arisco como un unitario» (p. 163)

2. «Está furioso como toro montaraz» (p. 173)

«Ya lo amansará el palo» (p. 173)

«Es preciso sobarlo» (p. 169) (p. 173)

Antes han querido degollarlo: «Degüéllalo como al toro» (p. 171)

Al toro le echan pialas y por fin queda prendido de una pata; al joven lo atan sobre la mesa.

La rabia, el rugido o bramido que el narrador le atribuye al toro son calificaciones que los federales dedican también al unitario.

«-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón» (p. 176)

«-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno» (p. 177)

«-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro» (Ibid.)

El narrador aporta, por su parte, comparaciones con otros elementos de la Naturaleza:

«Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro, y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de una serpiente».


(pp. 175-176)                


El unitario, que no llega a ser azotado, muere ferozmente igual que el toro. Aunque no expira al aire libre como las reses, sino en la casilla, su sangre desborda sobre el suelo como la de los animales («aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias», p. 158 -se refiere a las arterias de las reses y al suelo del Matadero-). Esto homologa su sacrificio con el de los novillos y el toro mismo (y también pero sólo hasta cierto punto, con el del niño, víctima absolutamente pasiva e inocente, cuyo tronco degollado lanza «por cada arteria un largo chorro de sangre», p. 164).

Víctima, pero víctima rebelde, el unitario muere, como el toro, respondiendo a la ley de la violencia, no como Sócrates bebiendo la cicuta, o como Cristo deteniendo la lanza de Pedro.




2. La sexualidad

La «escena representada» en el Matadero se caracteriza precisamente por poner ante los ojos -en muchos aspectos- lo que para la moral ordinaria y las convenciones culturales debiera estar rigurosamente fuera de escena, esto es, lo obsceno, que comienza por el lenguaje («Oíanse a menudo palabras inmundas y obscenas...») y se ejemplifica en las acciones.

Desde la negra que se mete «el sebo en las tetas», hasta las múltiples palabrotas designadas sólo con su inicial y/o final (la m..., los c..., c...o) todo el lenguaje de la chusma del Matadero se halla traspasado de alusiones directas a lo genital y lo excrementicio. El Matadero aparece así como un mundo al revés, un mundo carnavalesco (si se atiende a la caracterización hecha por Bajtín5), un mundo grotesco (adjetivo que varias veces se repite en la narración) marcado por la deformidad, la caricatura, la exageración, la parodia.

Por cierto, un muy antiguo vínculo -destacado en el ya clásico libro de Bataille6 sobre el erotismo -liga la sexualidad y el excremento, la cópula, la muerte y la corrupción de la carne, elementos que confluyen en la estructura de la violencia: esto es, el exceso, la desmesura de la vida en su generación y aniquilación continuas, que produce un efecto ambivalente de horror y de fascinación. Este es también el ámbito que se designara como sagrado, zona que comprende lo bendito y lo maldito, lo puro y lo impuro (aunque lo impuro, transfigurado en diabólico, haya sido arrojado de la esfera de lo sacro por el cristianismo). Hay así un nexo ancestral entre lo erótico y lo escatológico y también lo esjatológico7.

Recordar estas conexiones tal vez contribuya a explicar por qué la sacralidad, la putrefacción y los excrementos aparecen juntos en el Matadero, que no es sólo una pintura realista de una situación efectivamente dada, sino también la reelaboración de una estructura antropo-psicológica raigal en la humanidad. Este «carnaval» incluye juegos: arrojarse barro y vísceras, y «máscaras» peculiares (los rostros embadurnados de sangre). No hay, desde luego, en la conciencia del narrador una valoración positiva de lo grotesco y carnavalesco, como ocurría con estos fenómenos durante el Medioevo, donde el «mundo al revés» y su «ley inversa» que transfiere lo alto a lo bajo (seno fermentativo de la tierra, en el que se des-compone y se re-genera la vida), y lo sublime a lo grosero, tiene un efecto liberador y fecundante. Lo cierto es que la escritura se ha fecundado estéticamente (ha crecido, se ha beneficiado -y en ello concuerdan todos los críticos-) quizá seducida por esa irradiación tan fascinadora como temible que emerge del núcleo erótico-tanático, fértil e impuro, de la violencia.

No sólo conforman las alusiones obscenas la atmósfera general del Matadero; sexualidad y violencia culminan en el personaje del unitario, cuya imagen se dibuja sobre la figura del toro. La duda constante con respecto a la madurez sexual de la bestia (toro o novillo) se proyecta sobre el atildado «cajetilla» en cuyo caso el desnudamiento y el azote sobre las nalgas («con verga») funcionan como parodia o amago de una vejación abiertamente sexual8.

Tanto el unitario como el toro afirman su masculinidad en y después de la muerte violenta. La capacidad genésica parece ligarse a la capacidad de matar y de morir. El círculo se cierra y el nudo de Eros y Tánatos queda firmemente soldado con el sello de la sangre que oblitera las diferencias y amalgama lo bestial y lo humano, la vida y la muerte, llevando a la paradójica comunión de los adversarios.






5. La víctima expiatoria

Resulta de especial interés relacionar aquí los sucesos de El Matadero con la teoría de René Girard sobre el sacrificio colectivo de una víctima expiatoria, y la operatividad de este sacrificio en la fundación y mantenimiento de un determinado orden cultural9.

Reproduciré aquí parcialmente algunos conceptos expuestos en «Los discursos teóricos»: En la «mímesis de apropiación», dijimos, encuentra Girard el patrón de conducta que a la vez diferencia e identifica al animal y al hombre. Tanto en la conducta animal como en la humana, el aprendizaje se funda en la imitación, y a esto no escapa el aprendizaje del deseo mismo. Pero si en el animal la rivalidad provocada por la imitación del deseo del otro es limitada, si se ajusta a «dominance patterns» por los cuales se establece una rígida subordinación o sumisión hacia el dueño del objeto y del deseo, no sucede así en el caso de los seres humanos. Por el contrario, la rivalidad mimética puede intensificarse hasta provocar verdaderas crisis de violencia colectiva. Girard sitúa su hipótesis de la víctima propiciatoria precisamente en ese momento de la vida comunitaria en que la pugna se ha hecho desesperada e insoluble. Ya no se puede distinguir a los oponentes mismos; todas las razones o sinrazones son igualmente válidas. Es el estadio de los «dobles», de los «hermanos enemigos» que se traban en una lucha tan estéril como feroz. Este momento -la crisis mimética- es descrito a menudo con las metáforas del contagio y de la peste, equiparado a una catástrofe natural. La crisis se resuelve cuando la ira colectiva se concentra sobre un individuo a quien se designa como culpable de la violencia desatada y como su futura víctima.

En la base de todas las culturas, de todos los ritos, de todos los mitos, halla Girard este homicidio originario que tiene la virtud de aplacar el furor social. Los ritos reproducen esta crisis transgrediendo las prohibiciones que atañen a la violencia mimética (esta infracción es cada vez más elaborada, más simbólica, menos cruenta, a medida que aumenta el desarrollo de las sociedades). La violación deliberada de los tabúes tiene el sentido de justificar la inmolación ulterior de la víctima elegida. Dicha víctima que, en el asesinato primero, pertenecía totalmente a la comunidad en conflicto, ahora es sustituida por un «chivo expiatorio» no totalmente ajeno al grupo social, pero tampoco asimilable a él por completo. De ahí que los locos, los enfermos, los muy viejos o los muy jóvenes, los seres con alguna anomalía, los animales domésticos, los extranjeros capturados y esclavizados, etc., pueden ser categorías seleccionadas para la inmolación ritual. Esta ambivalencia de cercanía-alejamiento conviene a las condiciones del sacrificio, que no debe desencadenar otra vez la violencia a través de una venganza posible (cosa muy difícil cuando la víctima es un marginal o no pertenece a la categoría humana). Determinados ritos insisten en la necesidad de alejar y distinguir a la víctima; otros, en la precisión de acercarla, de asemejarla. En las culturas más complejas las víctimas asumen un carácter crecientemente representado, menos carnal.

Los mitos -afirma Girard- recuerdan también, con mayor o menor crudeza, este asesinato originario. En ambos casos se elimina a la víctima porque se la considera culpable de los males de la comunidad, y se le adjudica una doble naturaleza benéfica y maléfica, monstruosa y sublime: es el pharmakós y el dios.

Instituciones sociales como la realeza (que muchas veces incluye una inmolación real o simulada del monarca), o el culto a los muertos, se fundan -dice Girard- en la estructura ambivalente del sacrificio. La domesticación animal y la caza ritual hallarían su raíz en la necesidad de disponer de víctimas sacrificadas. La cultura -apunta Girard en una frase de inquietante recordación- «se elabora siempre como tumba», «la tumba no es más que el primer monumento humano que hay que elevar en torno a la víctima expiatoria, la primera cuna de significación, la más elemental, la más fundamental»10.

Ni en el mito ni en el rito hay conciencia, por cierto, de que la violencia es inmanente, humana. Su desencadenamiento se vive, en suma, como una catástrofe determinada por una epifanía vengadora de la divinidad.

Conviene recordar, en relación con estas premisas, la concatenación de los hechos -de la violencia- en el Matadero. Se observa:

  1. Existe un marco de catástrofe: la inundación, que parece incontenible y cuyo «culpable» -se insinúa irónicamente- es «el demonio unitario de la inundación» (o las blasfemias y herejías de los disidentes unitarios)
  2. Esta tensión, que llega a ser extrema y a la que se piensa aplacar con procesiones y rogativas, desaparece luego sin necesidad del rito.
  3. El clima de la violencia colectiva se reinstala en el Matadero. Hay menos reses que de costumbre y se entabla una lucha cada vez más encarnizada entre los concurrentes por la apropiación de los animales. La puja llega a su ápice en la escena que ya he citado supra: adolescentes que se acuchillan/ perros que se agreden. Escena que conforma un «simulacro en pequeño» del estado de violencia en la República.
  4. En ese preciso momento emerge una víctima potencial que centraliza todas las miradas. Este animal que, por ser toro, es extraño a la fauna acostumbrada del Matadero, opera como un intruso, como el elemento ajeno que polariza las fuerzas contrarias y dirige toda la violencia intestina sobre sí mismo.
  5. A partir de aquí se genera una cadena de víctimas que se superponen o se sustituyen. Primero, una víctima absolutamente inocente y casual: el niño, que es degollado por el lazo. Esta muerte casi inadvertida (pasa «como un relámpago») sólo logra atraer la horrorizada atención de un grupo reducido, y no paraliza en modo alguno la persecución del toro. La pesquisa va ocasionando otras diversas víctimas (aunque no mortales), en situaciones más o menos grotescas (las negras achuradoras, el gringo arrojado al pantano y pisoteado, etc.). Por fin, aparece el unitario, no en el Matadero mismo sino en una zona marginal (de modo que hay que ir a buscarlo -enlazarlo vivo, como al animal en fuga). Su figura sustituye al toro, que acaba de ser inmolado, y repite sus gestos.
  6. Tanto el toro como el unitario son objeto de befas, pero asimismo de una cierta admiración y reconocimiento (perceptible sobre todo, en el caso del unitario, cuando se consuma su muerte). Hay también, implícita, una divinidad a la cual son sacrificados (Rosas). Estos sacrificios quieren permitir la conservación de un orden mediante la inmolación de las bestias y de los hombres identificados con ellas, excluidos o desterrados de su condición humana -prójima, próxima- con denominaciones como las de «salvajes», «inmundos», «asquerosos» (unitarios).
  7. Se muestra aquí, entonces, cómo el esquema central del sacrificio colectivo de la víctima expiatoria subyace esta descripción de la «federación rosina». Pero el texto de Echeverría no contribuye, como los mitos o los ritos, a mantener oculto el origen humano de la violencia, sino que lo des-mitifica; exhibe despiadadamente -mediante la parodia religiosa, incluso- de qué modo -lejos de toda epifanía vengadora o castigo celeste- la violencia nace de las discordias entre los hombres, de la feroz inmanencia, y no de la trascendencia. Por ello mismo, el sacrificio perpetrado no augura ninguna paz. La víctima humana, en principio, no se deja sacrificar, sino que prácticamente, se mata, alimentando y continuando, con su conducta, el círculo de la violencia. Por otra parte, el unitario, aunque desconocido en su humanidad, y en su argentinidad, por los hombres del Matadero, es la otra cara del país, el otro bando en una desgarrada guerra civil. Su muerte sólo calma pasajeramente la ira y promete, antes bien, una cadena de venganzas por parte del sector oculto en una comunidad irremediablemente escindida.

Por todas estas razones el texto de El Matadero pertenece a esa categoría de obras literarias que -para Girard- iluminan claramente, mejor que el pensamiento especulativo, los mecanismos socioculturales de la violencia y revelan su naturaleza humana, demasiado humana. Lo cual no quita -y este es uno de los méritos del relato- que una lograda fascinación estética mantenga toda la fuerza de atracción y repulsión (que se siente como avasalladora, desmesurada, sobrehumana) en la experiencia de lo violento (donde confluyen, como mencioné supra, la sexualidad y el excremento, la cópula y la putrefacción, lo escatológico y también lo «esjatológico»).




6. El registro estético

Como obra del arte literario, El Matadero pertenece a las categorías de la ficción y de la crónica, del costumbrismo y de la pesadilla, de la literalidad y el símbolo (ejemplo, imagen, simulacro), del «espectáculo» y de la «voz». Habla de un arrabal de Buenos Aires, pero también de los arrabales del infierno.

Se impone aquí claramente la categoría de la hibridez que hemos visto operar acarreando la convergencia de códigos y de tonos. El ideal de la separación desemboca en la notoria realidad de la mezcla.

Destacaré, en primer término, el carácter pictórico, espectacular, de la narración, ligado tanto a lo real como a lo imaginario: «la escena que se representaba en el Matadero era para vista, no para escrita» (esto es, la falsificación sutil de las palabras no podría dar cuenta de su fuerza brutal, intransferible a una escritura que a pesar de todo, lo está narrando, acomodándose a los medios de la imagen). Si aquí se acentúa la fuerte realidad de lo ocurrido, por otro lado se dice: «acontecieron cosas que parecen soñadas» (p. 151) apelando a la fantasía propia del sueño (o de la pesadilla) para dar cuenta de sucesos atroces que excederían los moldes de lo aceptable y verosímil.

En la creación-transcripción de esta escena, de este espectáculo (palabras ambas utilizadas por Echeverría) no sólo cuenta la vista. Hay otro registro fundamental, que es el de la voz. Voz que degenera, las más de las veces, en grito, aullido, reprensión violenta, rogativa fanática.

La voz está siempre en su paroxismo: espanta y ensordece. Es una presencia continua en todo el relato, aun antes de la acción propiamente dicha:

«Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos».


(Se transcribe el discurso, con abundancia de exclamaciones e interjecciones) (p. 149)                


En la planeada procesión que no llega a ejecutarse, «millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina» (p. 150)

Los ministros de la Iglesia prorrumpen en «inexorables vociferaciones» (p. 152).

La guerra entre estómagos y conciencias se manifiesta «por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones, y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes» (p. 152).

Cuando se da la orden de carnear

«los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al Matadero».


(p. 153)                


Estas exclamaciones son en alabanza del Restaurador y de la Federación:

«Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas se reanimaron y echaron a correr desatentadas».


(p. 154)                


Para colmo llegan sonidos estentóreos de lo alto:

«un enjambre de gaviotas blanquiazules [...] revoloteaban, cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del Matadero...».


(p. 158)                


El robo de carne por parte de los espectadores del faenamiento:

«originaba gritos y expresión de cólera del carnicero, y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos».


(p. 159)                


Otra vez la nube de gaviotas «celebraba chillando la matanza» (p. 160).

«Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre y, acudiendo a sus gritos y puteadas, los compañeros del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro, y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes...».


(pp. 160-161)                


Cuando quieren pialar al toro rebelde:

«Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces, tiples y roncas, que se desprendían de aquella singular orquesta».


(p. 162)                


Por primera vez, las voces verdaderamente hablan aquí, con alguna grosera inteligencia:

«Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca, y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza, excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de una lengua locuaz».


(p. 162)                


En este discurso surge la «palabra mágica» que suspende todo despliegue de ingenio y devuelve a la imprecación, al grito feroz:

«-Es emperrado y arisco como un unitario.

»Y al oír esta mágica palabra, todos a una voz exclamaron: ¡Mueran los salvajes unitarios!».


(p. 163)                


Aquí aparece, configurada por las voces, compelida por las alabanzas, la figura del degollador: Matasiete, el tuerto. Las loas son interrumpidas por «una voz ronca» que alerta sobre la trayectoria del toro.

Un espantado hueco de silencio surge a consecuencia de la muerte accidental del niño: «deslumbrados y atónitos guardaron silencio», «manifestando horror en su atónito semblante» (p. 164).

Quienes no han sido fulminados por este «relámpago» de la muerte inesperada, siguen el ritmo normal de la vida en el Matadero, corriendo al toro que se escapa, y acompañan la persecución «vociferando y gritando». La inmolación de la víctima inocente queda por completo despojada de palabra. Todo parece verbalizable, menos ese tipo de muerte para el cual no hay palabras en el lenguaje del Matadero.

En cambio la burla halla su cauce cuando los jinetes cruzan el pantano en busca del toro y vuelcan al gringo, que les merece «carcajadas sarcásticas» (p. 165).

Los individuos que participan en la matanza suelen ser metonímicamente reducidos a voces:

«-Allá va -gritó una voz ronca».


«-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa».


«-Mas, de repente, una voz ruda exclamó».


Los diálogos, salvo excepciones que designan un oficio o posición dentro del grupo (un carnicero, el Juez) son entablados por voces anónimas. El único nombrado, y no por su verdadero apelativo, sino por su apodo, es Matasiete. Tampoco el unitario (más prototipo ideal que figura concreta) tiene nombre.

Las pullas dirigidas al animal, y entre ellos mismos, se centralizan luego sobre el unitario:

«Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertorio volvió a victoriarlo».


(A Matasiete cuando amenaza degollar al unitario) (p. 170)                


«entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz».


(p. 171)                


La voz del Juez (auténtico adversario del joven) es «imponente». La del unitario «preñada de indignación» (p. 173).

El Juez es el que dirime las peleas y marca los intervalos de la voz y el silencio.

Cuando se intenta atar al joven y prepararlo para ser azotado, los gritos y las vociferaciones cesan. Sólo caben las escuetas órdenes y la acción inmediata, silenciosa. La muerte del unitario provoca un efecto muy similar a la del niño:

«Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos».


(p. 176)                


El Juez, a la cabeza de la chusma, se marcha «cabizbajo y taciturno» (p. 178).

Además de las «chuscadas» que ya se mencionaron, sólo el diálogo Juez/unitario -pese a transmitir odio y furia desbordadas- construye un discurso propiamente articulado. Fuera de esto, la voz se vuelve aullido y vociferación, se entremezcla y se alía con el ruido, el estrépito, los chillidos y bufidos de los animales, frecuentando -disonante y desaforada- zonas primitivas, previas al concepto, la estructura y la armonía.

Por otra parte, las escenas de El Matadero se presentan como espectáculo «animado y pintoresco». En tanto espectáculo, es objeto de la mirada, y el narrador se siente obligado a presentarlo, con relieve irrefutable, ante los ojos del lector: «Pero para que el lector pueda percibirlo en un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad» (p. 156). «La perspectiva del Matadero, a la distancia, era grotesca, llena de animación» (p. 158). Esta perspectiva se compondrá de una serie continua de cuadros móviles que se sustituyen velozmente: «Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida...» (p. 159). Los mismos que componen el cuadro se escrutan mutuamente, bien por distracción, bien porque la mirada es parte esencial en la lucha encarnizada por las presas («entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura...», p. 159).

La expresión «hacer ojo» o «echar ojo» se repite:

«Algunos jinetes, con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas, al tranco, o, reclinados sobre el pescuezo de los caballos, echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos».


(p. 158)                


El Juez «hace ojo lerdo» a la prohibición de traer toros al Matadero (p. 167).

No sólo las escenas representadas son un espectáculo destinado al narratario, sino para el conjunto de los personajes participantes. Y esto se da sobre todo cuando ingresa el toro (aquí la discusión se centra precisamente en el bulto -barro u órganos genitales- que la vista no alcanza a divisar).

«Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie, con el brazo desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó, y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante».


(p. 162)                


«cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo...».


(p. 163)                


Espectáculo que tiene -grotescamente- sus «palcos» («los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral», p. 162), y su «orquesta», hecha de voces, silbidos y palmadas (p. 162).

La vista se evalúa como suprema instancia de captación de lo real representado que excede a las posibilidades de la escritura (cfr. lo dicho en p. 121 de este trabajo). El relato concluye con el predominio del registro visual: el «torrente de sangre» que cubre el espacio de la casilla (la casa de gobierno del Matadero) y el espacio narrativo.

Vista y voz dibujan, con creciente vibración, un cuadro animado que excede lo verosímil y se propone como símbolo o parábola del país. Un relato irónico, de cuño aparentemente costumbrista o naturalista, alcanza visos de pesadilla, aparato teatral casi de tragedia11 y connotaciones infernales. Un personaje que habla casi como en las obras de los hermanos Varela, se contrapone a los hombres rudos que lo interpelan en la jerga del Matadero. Al final, la reflexión del narrador retoma la ironía de las primeras páginas y reinstala esta «historia» particular en la Historia, cerrando los significados y adscribiendo la irrupción de una violencia en la que participa todo el país escindido (incluso, como lo hemos visto, el joven capturado), al «prontuario» de la «federación rosina».




7. Conclusiones

Se representa en El Matadero una realidad «mezclada» donde las categorías y las distinciones se disuelven y se revuelven como el lodo y la sangre bajo las patas de los caballos y de las reses: mezcla de razas (blancos con negros y mulatos), de sexos, de edades, de animales y de hombres, de Ley (el Juez, el código del Matadero) y de violento, intolerable caos; convergencia de la prohibición y de la transgresión, del sermón represor y de la obscenidad, de lo trágico y lo groseramente cómico, del lenguaje prostibulario y de la alocución más culta. Mezcla sólo descriptible por la hipérbole («reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme...» p. 155) y sellada por la final efusión de la sangre del prisionero -el otro, el extraño que muere en la violencia común.

Mezcla de códigos, mezcla de géneros12, «fiesta del monstruo»13, El Matadero, aun a conciencia de que la escritura es copia o reflejo, inferior en vitalidad a la voz, y, sobre todo, a la vista, quiere absorber y devolver el caos abigarrado del mundo en una literatura también «mezclada», capaz de incluir, hasta donde ello es posible, la múltiple llamada de los sentidos, el símbolo y la pesadilla.






Bibliografía



    • Bibliografía sobre Echeverría y El Matadero

    • Barra, María Josefa. «El Matadero, de Esteban Echeverría: la escritura como simulacro» (inédito).
    • Bucich, Antonio. Esteban Echeverría y su tiempo (Buenos Aires: 1938).
    • Carilla, Emilio. «Ideas estéticas de Echeverría», Revista de Educación, La Plata, Año III, n.º 1.
    • Cortázar, Augusto Raúl. «Echeverría: iniciador de un rumbo hacia lo nuestro». Separata del Prólogo a La Cautiva y El Matadero, de Esteban Echeverría (Buenos Aires: Peuser, 1946).
    • Chaneton, Abel. Retorno a Echeverría (Ayacucho: 1954).
    • Furt, Jorge. Esteban Echeverría (Colombo: 1948).
    • García Puertas, Miguel. «El romanticismo de Esteban Echeverría» (Montevideo, Universidad de la República, Departamento de Literatura Iberoamericana, 1957).
    • Jitrik, Noé. «El Romanticismo: Esteban Echeverría», en Historia de la Literatura Argentina, Tomo I: Desde la Colonia hasta el Romanticismo (Buenos Aires: CEDAL, 1980/1986), 241-264.
    • ——. «Forma y significación en El Matadero, de Esteban Echeverría», en El Matadero et La Cautiva, suivis de trois essais de Noé Jitrik (Paris: Les Belles Lettres, Annales Littéraires de l'Université de Besançon, Vol. 103, 1969).
    • Kisherman, Natalio. Contribución a la bibliografía de Esteban Echeverría (Buenos Aires: Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas, 1960).
    • Ludmer, Josefina. El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (Buenos Aires, Sudamericana: 1988).
    • Prieto, Adolfo, y otros. Proyección del rosismo en la literatura argentina, Seminario del Instituto de Letras, Universidad Nacional del Litoral, Facultad de Filosofía y Letras, Rosario, s/f.
    • Queiroz, María de José de. «El matadero: pieza en tres actos», Revista Iberoamericana, n.º 63, Vol. XXXIII (Enero-junio 1967).
    • Weinberg, C. F. El salón literario (Buenos Aires: Hachette, 1958).


    • Ediciones utilizadas

    • Echeverría, Esteban. La Cautiva. El Matadero (Buenos Aires: Peuser, 1958). Estudio Preliminar y notas de Ángel Battistessa. Con apéndice iconográfico y documental.


    • Otras obras de Echeverría utilizadas

    • Echeverría, Esteban. Páginas Literarias, seguidas de los fundamentos de una estética romántica. Prólogo de Arturo Capdevila y Apéndice de Juan María Gutiérrez (Buenos Aires: Jackson, s.f.).


 
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