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«El médico de San Luis» de Eduarda Mansilla

Hebe Beatriz Molina



EL MEDICO DE S. LUIS / Novela orljinal [sic] por Daniel. Se vende en las li- / brerias de Lucien, Ledoux, Morta frente al Colejio, / y de Real Prado1.

Con este aviso, que aparece en La Tribuna de Buenos Aires desde el domingo 8 hasta el martes 24 de abril de 1860, Eduarda Mansilla de García da a conocer a la sociedad porteña su primer libro. Al mes siguiente, como folletín de ese mismo diario, comienza a publicar Lucía; novela sacada de la historia argentina, también con el seudónimo de «Daniel»2. La producción literaria de esta escritora es más abundante, pero los lectores del siglo XX sólo podemos acceder a las dos novelas que se acaban de mencionar3.

El propósito de este trabajo consiste en examinar los aspectos más destacados de El médico de San Luis, para poder apreciar sus méritos y, en consecuencia, determinar el lugar que merece en nuestra historia literaria. Si bien las limitaciones propias de un artículo impiden un análisis exhaustivo, creo que el alcance de mi estudio será suficiente para justipreciar esta obra.






ArribaAbajoEl médico de San Luis

Los veintiocho capítulos de esta novela -breves en su mayoría- son narrados en primera persona por James Wilson, médico inglés protestante, radicado en las afueras de la ciudad de San Luis. Poniendo como ejemplo su propia vida y la de su familia, el Dr. Wilson explica cómo se obtiene la felicidad. El epígrafe, tomado de la «Introducción al Vicario de Wakefield» de Oliver Goldsmith, anticipa los rasgos distintivos del narrador:

En este siglo de opulencia y refinamiento ¿a quién podrá agradar un carácter como éste? [...] la simplicidad de su modesto hogar de provincia; [...] su inofensiva conversación: [...] un hombre que halla su mayor consuelo en la esperanza de otra vida.


(p. 8)4                


Seguidamente, en el primer párrafo de la novela, el médico de San Luis resume su postura:

Siempre he pensado que el mayor o menor grado de felicidad que se alcanza en la vida, está en razón directa de nuestras aspiraciones.


(p. 9)                


Y luego explica que él, sobrio en sus deseos, ahora se considera feliz porque ha conseguido realizar sus modestos propósitos. La historia, pues, no guarda grandes sorpresas; el final feliz es previsible. La intención de propugnar una axioma moral (moderación → felicidad) como eje temático reduce las posibilidades de organizar una trama rica en aventuras, con un héroe activo; por el contrario, para que el médico resulte feliz debe ambicionar poco, es decir, casi no debe actuar (moverse o hacer algo en vista de alcanzar un objeto deseado). El narrador construye su mensaje moralista no tanto por medio del relato de su propia vida, como por la interpretación personal que de hechos y personajes formula continuamente. Para manifestarse utiliza el discurso abstracto, que inserta en soliloquios, diálogos y exhortaciones a algunos de sus posibles destinatarios (ficcionalizados) -las «Madres ricas» (p. 76) o los «Legisladores, jóvenes amantes del progreso» (p. 134)-. Por consiguiente, se diferencian en el texto dos niveles: el de la narración, con una fuerte carga ideológica y en el cual el Dr. Wilson es el único responsable; y el de la acción, subsumido al primero, en el que el médico comparte los roles principales con otros personajes.




ArribaAbajoNivel de la acción

Las continuas fluctuaciones en los tiempos verbales -por ejemplo, en la página 154 leemos: «Llegó por fin el deseado día. El casamiento tendrá lugar en la Iglesia [...]. Ya estamos en marcha [...]. La vuelta a casa ha sido más ruidosa»5- acercan y alejan los hechos en un movimiento permanente, que dificulta la determinación del presente del narrador. Éste revisa su pasado mediato e inmediato y lo actualiza por episodios que se encadenan linealmente, hasta el momento en que -reunidos todos, la familia y los amigos, en la boda de la hija- pronuncia la acción de gracias. Los verbos en presente de los cinco párrafos finales de la novela señalan la terminación del racconto. Pero esta secuencia se reconoce como presente de la narración no sólo por los tiempos verbales, sino más bien porque en ella culmina el largo proceso de búsqueda de la felicidad -motor de la acción-, según indica el epígrafe de este último capítulo: «¡¡Felicidad!!» (p. 152).

Esa búsqueda representa el programa narrativo básico: la recuperación de un estado inicial de equilibrio, con un aumento del bienestar, otorgado por un destinador superior (Dios) al sujeto vencedor de los obstáculos. Este esquema se repite dos veces, en otras tantas macrosecuencias. Pero la primera (capítulo I-VI y VIII), ubicada en el pasado respecto del presente del narrador, funciona como antecedentes de la acción principal y abarca desde la llegada de James Wilson a América -treinta años antes- hasta la visita de un compatriota -en «185...» (p. 49)-, a quien el médico presenta con orgullo la paz de su hogar provinciano. Ésta proviene de la conjunción de varios elementos: a) el afecto de sus seres queridos: su esposa María, sus tres hijos -Juan y las gemelas Sara y Lía-, su hermana Jane, los amigos -Ño Miguel, Amancio Ruiz y don Urbano Díaz-, los criados -tía Marica y tío Pedro-, los pacientes; b) actitudes apropiadas ante la vida: «la calma de una conciencia tranquila y la fe en nuestros deberes» (p. 29), la educación de los hijos, la caridad hacia los más pobres, la no injerencia en los problemas políticos de un país que no es su patria; c) trabajo y bienes materiales suficientes: la hacienda de su suegro, que le proporciona la hortaliza necesaria para la mesa, el trigo y el maíz «para el consumo de la familia y de todo aquel que llama a su puerta» (p. 21).

Solamente tres situaciones han preocupado al narrador -y lo preocupan, pues sus consecuencias se prolongan en su presente-: una, los sufrimientos que ha padecido Jane -el accidente que la deja coja, el abandono de su prometido Carlos Gifford, amigo de James-, que le han agriado el carácter y la han vuelto una «devota y escrupulosa protestante» (p. 17); la segunda, la indolencia de Juan -malcriado por la madre a causa de su salud endeble-, que se manifiesta en «una excesiva sensibilidad» (p. 30), una «hipocondría muy marcada» y el «despego por el estudio o cualquier ocupación seria» (p. 31); por último, los devaneos intelectuales de Amancio, a quien Wilson toma bajo su protección y a quien consigue trabajo con el juez Robledo. Ninguna de estas tres situaciones tienen una resolución definitiva en esta secuencia. Por lo tanto, la configuración -que elabora el narrador- de la paz hogareña como resultado de un proceso superado resulta engañosa. La prueba se produce realmente en la segunda macrosecuencia, en la que se proyectan las secuelas de la primera y se introducen nuevas circunstancias conflictivas.

Este segundo momento abarca los sucesos acaecidos después de la partida del huésped inglés, cuando la paz familiar comienza a ser alterada por tres hechos: a) la partida súbita y misteriosa de Juan, quien se incorpora al bando del «Ñato»; b) la llegada de Jorge Gifford -hijo de Carlos-, quien es bien recibido por todos; y c) el pedido de ayuda que Amancio formula al médico, a fin de que éste interceda ante el corrupto juez y logre su desvinculación laboral. El reumatismo que padece Wilson le impide, por más de ocho días, cumplir con el pedido. Mientras tanto, desde la cama observa con beneplácito y espíritu casamentero la posibilidad de dos idilios: Sara y Jorge, Lía y Amancio. Estas subtramas se desarrollan de forma casi totalmente independiente de la historia central.

El reposo de Wilson se corresponde con sus roles actanciales. La acción avanza gracias a la concatenación de los tres hechos antes mencionados, en secuencias que tienen distintos sujetos. En el conflicto de su hijo -que busca su identidad personal y nacional- el médico está ausente, porque -como narrador- no se observa a sí mismo en el rol de padre, parece desconocer las razones íntimas que motivan a Juan y, por lo tanto, no ahonda en esta subhistoria. Este silencio del narrador impide reconocerlo como destinador o destinatario del accionar de Juan. Respecto de Jorge -que busca ser aceptado-, toda la familia Wilson, en especial Jane, asume el rol de destinador. Para Amancio -cuyo objeto es dejar su trabajo-, el médico funciona como adyuvante.

Luego del reposo, el médico enfrenta al juez. Ante la actitud socarrona y autoritaria, el inglés pierde la paciencia, increpa a Robledo y, finalmente, es detenido por desacato. Ésta es la única situación en la que Wilson se aparta de su conducta intachable; como consecuencia, le deviene un problema muy grave: la prisión. Pero también es la única secuencia en la que este personaje actúa como sujeto de la acción. El héroe ha perdido el don que lo caracteriza y, por ende, pierde la posibilidad de alcanzar la felicidad (el objeto del deseo) por sí mismo. Requiere de ayudantes que lo salven. Vuelve, entonces, a la pasividad, a ser sólo testigo -desde la cárcel- del accionar de otros personajes. En ese recinto se resuelven favorablemente las tres cuestiones antes planteadas.

Por un lado, Jorge demuestra que es digno de confianza -en oposición a su padre- cuando, una vez resguardada la familia Wilson, entrevista a don Mauricio y, junto con éste, al gobernador, y consigue una orden de libertad.

Por otro lado, el médico descubre que su hijo también se halla en esa prisión. Como Juan está enfermo, logra cuidarlo una noche. Finalmente, luego de superar las objeciones de conciencia -«yo no debo nunca transigir con lo que vitupero» (p. 122)-, acepta que saquen a su hijo de la cárcel usando la orden de libertad, que -por estar redactada con ambigüedad- permite el cambio de presos.

Este último episodio y los siguientes sólo son posibles gracias al sargento Benítez, gaucho en desgracia, otra víctima de Robledo, ignorante pero de buen corazón, amigo de Juan, compañero de celda del médico. Benítez informa al inglés sobre el estado de su hijo, lo ayuda a comprar favores del carcelero y le descubre el modo de salvar a Juan, desvaneciendo los escrúpulos de Wilson. Aun más, conmovido por la belleza de la familia Wilson que los visita, se escapa para asesinar al juez. Libera, de este modo, no sólo al médico sino también a todas las otras víctimas del corrupto administrador de la justicia. He aquí una paradoja: lo que no se consigue por vía judicial y de negociaciones, lo logra Benítez con el asesinato. La felicidad que recuperan los Wilson proviene de un hecho inmoral. Pero esta contradicción sólo preocupa momentáneamente al médico, quien cumple la promesa hecha al reo de rezar por su alma -ya que es ejecutado a los ocho días del crimen- y retorna a su vida cotidiana. El casamiento de Sara con Jorge, el inminente noviazgo de Lía con Amancio -nuevo juez de San Luis- y la inserción de Juan en el trabajo familiar parecen ser las recompensas divinas que reciben por tantos sufrimientos. El almuerzo de la boda se vuelve figura del banquete celestial con que Dios premia a los hombres justos. De este modo se recupera el estado inicial de paz, mejorado con un aumento de felicidad.




ArribaAbajoNivel ideológico: axiología

El narrador analiza con espíritu crítico diversas facetas de la realidad, tanto del ámbito íntimo o familiar como del social, especialmente las conductas de los hombres. Cuando opina, aplica una axiología dicotómica, propia del romanticismo que impera a mediados del siglo XIX.

Como ya se ha dicho, el axioma básico que -según Wilson- guía su accionar se resume en esta correspondencia: la ambición produce dolor; en cambio, la resignación garantiza la felicidad. Se resigna quien confía en Dios y ama a los hombres -«quejarse de la vida mientras se puede amar es una torpe blasfemia» (p. 125)-; por lo tanto, sólo el creyente puede acceder a la felicidad. Se establece, en consecuencia, una dicotomía pronunciada entre los hombres: por un lado, los creyentes, resignados → felices; por otro, los ateos, ambiciosos → infelices.

Pero, entre los creyentes (cristianos) también se advierte una división: los católicos se diferencian de los protestantes. Wilson asegura:

[...] los devotos protestantes tiene un fondo de acritud intolerante en sus ideas, que por manera alguna he hallado en los católicos americanos. Se me figura que éstos, más penetrados de la caritativa mansedumbre del Crucificado, sienten, comprenden y practican la verdadera doctrina evangélica, mientras que los severos y esquivos protestantes parecen sólo poseídos del tremendo espíritu del Jehová apocalíptico.


(p. 16; el realzado es mío)                


Por consiguiente, a los católicos les otorga una cualificación positiva (eufórica) -«caritativos», «mansos»-; por ende, pueden alcanzar la felicidad. En oposición, los protestantes reciben marcas negativas (disfóricas) -«intolerantes» y «agrios»-; por ende, no pueden ser felices.

Varios personajes encarnan estos valores. María es el ejemplo de la mansedumbre; Ño Miguel, del abandono en manos de Dios, a pesar de la cruz de su ceguera (cf. p. 24). En cambio, el narrador insiste en que el carácter de Jane -modelo del protestante- es «esquivo y atrabiliario» (p. 16). Aunque las causas de esto puedan ser otras, Wilson responsabiliza a la «constante lectura de la Biblia» (íd.) -rasgo peculiar de los protestantes- de imprimir severidad y dureza al carácter de «un alma enferma» (pp. 16-17), como la de su hermana.

Por su parte, Wilson -aunque se reconozca protestante- se describe con las mismas cualidades de los católicos: atiende a sus pacientes con dedicación y afecto, no cobra honorarios a los pobres y hasta recibe en su casa a los huérfanos -Aguedita- y a los desvalidos -Amancio-. Por esto, ya Ventura de la Vega, en 1864, advierte a Daniel sobre esta contradicción, que «es una belleza: quizá sin saberlo, se le ha pegado [al médico] de su María el espíritu Católico» .6

En cuanto a la felicidad, el narrador considera que no es un «derecho» ni un «patrimonio natural» (p. 15); se alcanza como resultado de una trayectoria vivida con humildad, sin grandes pretensiones. El que aspira a mucho se engaña; la desilusión, tarde o temprano, descubre cuál es la verdadera realidad (cf. pp. 11 y 15). En este planteo se sobreentiende que esa trayectoria hacia la felicidad no significa un desplazamiento vital hacia los objetos deseados, pues se debe desear poco o nada. En consecuencia, quien anhela progresos, por ejemplo, en el orden social no puede alcanzar la paz. Sólo es feliz la persona que controla sus impulsos y frena sus ansiedades. Estas afirmaciones -que se explican en el discurso abstracto- se configuran también en el plano de la acción: cuando Wilson se descontrola, comienzan para él y su familia una serie de infortunios.

Con esas correlaciones se agrega una nueva antinomia a la cualificación de las actitudes humanas: resignado = controlado (o prudente) versus ambicioso = desenfrenado. Estas marcas constituyen los rasgos típicos de algunos personajes. Don Urbano Díaz se caracteriza por un exceso de preocupación por su apariencia (cf. pp. 39-40). Todo lo contrario sucede con Amando Ruiz, quien «parece vivir ocupado exclusivamente de un pensamiento oculto» (p. 40). Las «Ruinas de Palmira» y «las confesiones de Juan Jacobo Rousseau» (p. 42), entre otras lecturas, han llevado su imaginación «ardiente y voraz» a soñar «otro mundo» (p. 41) y a alentar aspiraciones imposibles, y su cuerpo hambriento, al médico. De la comparación entre ambos personajes (cap. VIII) se concluye que el narrador condena la ambición tanto material como intelectual.

Estas consideraciones que se vierten sobre la conducta de los individuos se corresponden con otras acerca de la evolución de la sociedad. El narrador, del mismo modo que aconseja la prudencia en el hombre, propone la moderación en los cambios sociales.

El principal desenfreno que critica es la pérdida de autoridad de los padres. Según aquél, los americanos han asociado la idea de emanciparse de España con el odio a todo lo viejo y pasado, «sacrificando a sus mayores, a sus padres y a todo lo que no era joven y nuevo» (p. 27). La falta de respeto a los progenitores produce en los jóvenes una ceguera que no les permite valorar los esfuerzos realizados por los padres, ni asegurarse un futuro de trabajo honesto. El varón estudia «para doctor, como quien dice para sabio [...] y quién sabe... con el tiempo, llegará a escribir un diario, será convencional y de ahí a ministro...» (p. 29). Los jóvenes llenan sus cabezas de teorías inaplicables, se imaginan en Londres o París y creen «que la máquina del edificio social no espera ya para funcionar sino el ligero impulso que ellos van a darle» (p. 28). Las niñas, en cambio, están «educadas para muñecas» (íd.) y para casarse. Pero lo que más escandaliza a Wilson es que sean los propios padres quienes se avergüencen de su condición humilde y aspiren a que sus hijos sean, socialmente hablando, más que ellos.

En particular, el narrador hace hincapié en la necesidad de «robustecer la autoridad maternal» (p. 27), pues no comprende «por qué la mujer, soberana y dueña absoluta, como esposa, como amante y como hija, pierde, por una aberración inconcebible, su poder y su influencia como madre» (p. 26). La única razón que encuentra el inglés consiste en que «la madre representa el atraso, lo estacionario, lo antiguo, que es a lo que más horror tienen las americanas» (íd.). Como justificación de este «horror», el narrador ha expresado poco antes que las mujeres argentinas tienen una «rapidez de comprensión notable y sobre todo una extraordinaria facilidad para asimilarse, si puede así decirse, todo lo bueno, todo lo nuevo que ven o escuchan» (íd.)- Y por estas cualidades, Wilson considera que, en nuestro país, «la mujer es generalmente muy superior al hombre, con excepción de una o dos provincias [?]» (íd.)7.

En síntesis, en la pugna entre las fuerzas sociales conservadoras y las progresistas, el narrador defiende a las primeras, advirtiendo que las segundas conducen al caos (desenfreno en lo social). Sólo una autoridad firme garantiza el control y, por ende, la paz social.

El mejor instrumento para mantener el orden propuesto es la educación. Los contenidos de ésta deben adecuarse -parece decir el narrador- a los roles sociales que, tradicionalmente se han señalado para cada sexo, y a la realidad en que viven. El joven debe aprender a trabajar. A su propio hijo, el médico presenta los beneficios de la agricultura. Las niñas, en cambio, no requieren «aquellos conocimientos generales de alto interés, que sobre ciertas materias debe por fuerza adquirir una señorita destinada a vivir en Grovesnor Square» (p. 26); necesitan saber, primero, «cuidar de la casa, componerse su ropa, preparar el café con el esmero que su madre, y alabar de continuo al Dios bueno que no se cansa de prodigarnos sus favores» (íd.). Respecto de sus dos «puntanitas», Wilson considera que les ha dado una buena educación; mientras que Juan ha sido malcriado por la madre, aunque -finalmente, tras duras experiencias con el «Ñato» y en la cárcel- recapacita y empieza a dedicarse al cultivo del trigo.

Otro de los problemas que ocasiona la aceleración de los cambios político-sociales se refiere a la «lucha de la civilización contra la barbarie, o mejor dicho, de la barbarie contra la civilización» (p. 58). Wilson denuncia que ese mal «es causado más por la impaciencia de los civilizados que por la barbarie de los incultos» (íd.; el realzado es mío). Los «civilizados», soberbios e intolerantes, pretenden imponer teorías gubernativas elaboradas para sociedades de un alto grado de civilización, a un pueblo ignorante -todavía- de sus deberes y de sus derechos, y sin un «sentimiento profundo y serio de la moral» (íd.). La solución que predica el narrador radica en entregarse con fe y perseverancia al bien general, educando al pueblo con el ejemplo de la práctica de las virtudes y con la tolerancia.

En particular, el narrador analiza la «falta de educación moral» (p. 133) de los «millares de gauchos salvajes» (p. 134) que pueblan la inmensa pampa, y exhorta a los legisladores a que examinen la situación de esos hombres: si se los mantiene en la ignorancia, nunca dejarán de ser «enemigos naturales, que siempre la fuerza bruta es el contrapeso de la idea, del pensamiento» (p. 135).

¿Qué sabe un gaucho de sus deberes de ciudadano? ¿Quién se los ha enseñado jamás? ¿Cómo podéis exigir el cumplimiento de lo que ignora? [...] ¿Quién le habló jamás de un Dios padre de todos y bueno para todos? [...] ¿Por qué los sacerdotes ilustrados no van a la campaña? [...] ¿Por qué no ponéis escuelas en todas partes, con profesores morales y bien pagados, que enseñen al hijo del gaucho la obligación del cristiano, para que pueda comprender en seguida el deber y el derecho del ciudadano?


(pp. 135-136)8.                


Las preguntas se convierten luego en acusación: los políticos no solucionan estos problemas porque en ellos sólo hay odio y viven del pasado. Tras la crítica, el narrador les da consejos, que todavía tienen validez:

Cesen las luchas de palabras [...]. Educad al pueblo, fortificad en él sentimientos morales, y sólo por ese medio seréis grandes, respetados y felices


(p. 136)                


La felicidad para todos depende, en consecuencia, de la superación de dos pares de dicotomías. Por un lado, el gaucho -bárbaro = ignorante (valoración negativa)- debe ser educado en cuanto a la moral y a sus deberes cívicos, a fin de convertirlo (la responsabilidad recae sobre los gobernantes) en un hombre civilizado, es decir, sabio, con conocimientos y conducta ética (valoración positiva). Por otro lado, los civilizados deben dejar de ser desenfrenados (por la ambición -cf. pp. 68-70-, los rencores y la intolerancia), para volverse prudentes, justos, responsables y coherentes con su prédica.

Esta propuesta axiológica del narrador está precedida por un episodio que muestra en vivo los perjuicios sociales de la barbarie. Es el caso de Benítez, quien asesina al juez Robledo. De nuevo en la cárcel, el médico quiere convencerlo de que ha cometido un grave pecado. Pero poco puede hacer frente a las razones atendibles del gaucho, quien se ha sacrificado en lo que podemos calificar como un verdadero acto de amor:

Desde que supe que ese malvado era la causa de sus desgracias, ni de día, ni de noche podía dejar de pensar en matarlo, y cuando me quedaba dormido oía una voz que me decía: ¡mátalo, Pascual! ¡mátalo, Pascual! que al fin para vos no es sino otra muerte y para esa familia de santos es una felicidad grande.


(p. 132)                


Benítez no conoce la doctrina religiosa que le explica el médico, sino la realidad de la vida cotidiana, con sus injusticias permanentes:

[...] le aseguro que lo que Dios manda, pocos lo obedecen; a mí desde que nací, puedo decir que la gente no ha hecho más que perseguirme, y bien me acuerdo que mi madre decía: Pascual es un buen muchacho y ha de ser honrado. Pero de aonde, si el capataz es el primer pícaro con quien di, y de él en seguida, pícaros y más pícaros.


(p. 133)                


La única vía de salvación posible para Benítez es el arrepentimiento, a nivel espiritual; aunque el sargento reconoce que:

[...] yo quisiera arrepentirme de haber muerto a ese bribón; pero si se me figura que he hecho tan bien; ¡ya se ve... la costumbre!


(p. 134)                


Socialmente, no habrá solución para los gauchos en desgracia hasta que no haya una profunda reforma social por medio de la educación.

En suma, todas las dicotomías analizadas conforman un planteo ético, tanto para las relaciones interpersonales como para las sociales. Por consiguiente, se oponen dos tipos de personas: la virtuosa (el buen amigo, el gobernante justo) frente a la inmoral (el amigo traidor, el gobernante corrupto). La oposición más fuerte se da entre Wilson -prototipo del virtuoso- y el juez Robledo -prototipo del inmoral-, quienes actúan como antagonistas.




ArribaAbajoValoración del nivel ideológico

Las ideas que propone la autora -a través del narrador- resultan algunas, conservadoras y otras, innovadoras. Califico de «conservadora» -en cuanto que promueve la lentitud en los cambios sociales- a su postura, por ejemplo, sobre la mujer, pues la relega al interior del hogar y a las actividades propias de éste. «Andá, trae mate, mujer, y no te metas con el gobierno» (p. 117) le dice el gobernador de San Luis a su esposa. María es presentada como modelo admirable, ya que es muy buena ama de casa, pero no comparte decisiones con su marido. Así mismo, en la estructura narrativa, a las mujeres les corresponden roles de escasa actividad. La esposa de Wilson es una presencia casi muda y de escasa actuación: atiende a la familia y a los amigos, sufre por el alejamiento del hijo y la prisión del marido. Las «puntanitas» Lía y Sara son recatadas, obedientes y se enamoran -como el padre espera- de jóvenes dignos9.

Pero, por otra parte, la autora sale en defensa del gaucho, anticipándose doce años al Martín Fierro (1872-1879). La historia de Benítez es más cruenta que la del personaje de Hernández: mata a su capataz porque éste no lo deja ir y se burla de sus convicciones políticas; refugiado entre los indios, debe pelear y asesinar por su mujer y su hija, traídas cautivas por un santiagueño que no acepta ningún tipo de canje; tiempo después, muerta su esposa, regresa a sus pagos en busca de sus dos hijos varones; se encuentra con que uno de ellos es acusado de deserción y, como el padre no consigue el perdón del juez Robledo, es fusilado; Pascual, de nuevo con los indios, se une al bando del «Ñato» y se dedica al robo de ganado, hasta que es apresado, junto con su amigo Juan Wilson. Benítez narra esta historia con sencillez y sin excesos melodramáticos, con el mismo tono realista que usará el hermano de Eduarda, Lucio Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles (1870).

Las críticas a los civilizados ubican a esta escritora en una línea de pensamiento opuesta a la de, por ejemplo, Sarmiento y su Facundo. De todos modos, adviértase que Eduarda -al enfocar su relato desde la perspectiva de un narrador virtuoso, educado y extranjero- adopta una postura paternalista hacia los gauchos, una mirada de quien se considera superior. Tal vez esto no sea sólo efecto de la estructura narrativa, sino más bien manifestación de la mentalidad de la familia de Eduarda, especialmente de la de su tío Juan Manuel de Rosas.




ArribaAbajoRelaciones textuales con El vicario de Wakefield (1766)

Eduarda Mansilla toma de la novela de Oliver Goldsmith (1728-1774) el tipo de narrador - homodiegético, crítico de la sociedad- y el esqueleto narrativo: vida campestre familiar pacífica, alejamiento del hijo varón, prisión del padre, ayuda de un delincuente, recuperación de la felicidad con el casamiento de dos de sus hijos. También la autora argentina copia el recurso de la carta escrita con ambigüedad.

Pero las diferencias son más que las semejanzas, ya que se producen, sobre todo, en el nivel ideológico.

Charles Primrose debe recuperar su posición social y económica, perdida al fugarse y quebrar su banquero. Sus enfrentamientos con Mr. Thornhill se deben a cuestiones de honor y de legalidad, ante los atropellos del joven noble para con las hijas del vicario. En definitiva, se plantea un conflicto entre la nobleza, que abusa de sus fueros, y la burguesía, que ambiciosa mayor poder político. Desde este trasfondo, el narrador critica la realidad político-social de la Inglaterra de mediados del siglo XVIII. La boda de Sophia con Sir William Thornhill y la de George con Miss Arabella Wilmont -hija de un eclesiástico de gran fortuna-, y la legalización del casamiento de Olivia con el joven Thornhill certifican el ascenso social que obtiene el vicario como consecuencia de su triunfo; triunfo que no consigue por su propio esfuerzo, sino por la magnanimidad de Sir William y la oportuna intervención del delincuente Jenkinson.

En cuanto a las virtudes personales, el vicario, pastor anglicano, no presenta las mismas del médico de San Luis. Primrose discute acaloradamente por cuestiones teológicas, se preocupa por el dinero -sobre todo, las dotes de sus hijos-, prejuzga injustamente, desconfía de los pobres y no perdona de corazón a los que lo ofenden. También en su esposa Deborah y en sus hijas se advierte ambición y vanidad. Adviértanse estas diferencias, fundamentales, en el cotejo entre estos dos fragmentos:

The Vicar of the Wakefield

[...] my wife observing as he went, that she liked him extremely, and protesting, that if he had birth and fortune to entitle him to match into such a family as ours, she knew no man she would sooner fix upon. I could not but smile to hear her talk in this lofty strain; but I was never much displeased with those harmless delusions that tend to make us more happy10.


El médico de San Luis

María no puede resistir a un movimiento muy marcado de vanidad desconocido hasta entonces a su alma, cuando [...] oye decir a los mendigos [...]: Dios las guarde, las mellizas idénticas son tan bellas como buenas. [...] mi hermana Jane replica con marcado disgusto: «Hermana, la vanidad es pecado muy peligroso por sus consecuencias».


(pp. 10-11)                


En síntesis, como afirma Pagés Larraya, «El médico de San Luis es casi una imitación de El vicario de Wakefield de O. Goldsmith, pero tan bien adaptado al medio y a las costumbres criollas, que resulta un cuadro costumbrista de la ciudad puntana»11.




ArribaAbajoEl espacio social

El cuadro costumbrista del que habla Pagés Larraya está construido por la conjunción de la ejemplaridad, surgida del plano axiológico, con la descripción. Ésta es el instrumento preferido por el narrador, ya que la intención de Wilson es la de presentar un modelo. Por ello, describe personajes -Ño Miguel, Benítez, Aguedita, entre los más logrados-, ambientes -la casa de Agueda, la mísera planchadora moribunda; la prisión-, situaciones cotidianas -las veladas de conversación y canto, con los relatos de Ño Miguel; el riego de la quinta, los preparativos para la boda-; y los describe con el «estilo peculiar del país», como afirma Ventura de la Vega12. Con todos estos elementos, el narrador construye el mapa social de San Luis, ciudad que representa a todo el país.

Las escenas se caracterizan por la frescura y la espontaneidad con que el narrador las recrea. Hay que destacar que, aunque actualice sus recuerdos desde una perspectiva guidada por los afectos, Wilson -para mantener la coherencia con su pretendida humildad- debe moderar las cualificaciones positivas -y la idealización, propia del romanticismo-; por consiguiente, las descripciones adquieren tintes objetivos y realistas. Tanto es así que, por ejemplo, Juan María Gutiérrez alaba «la verdad con que se ha descrito la provincia en que pasa la escena, y la originalidad y exactitud de algunos de los tipos», como el pastor ciego13. Gracias a esta veracidad (verosimilitud bien lograda), la descripción del espacio social es creíble y, por ende, el narrador -y la autora- logra su objetivo.






ArribaAbajoConclusiones

Eduarda Mansilla se anima a mostrar -antes que otros- algunas de las lacras de la sociedad de su época, pero -desde su escrito- no reclama para las mujeres un lugar más sobresaliente y mejor ubicado entre los formadores de opinión de esa sociedad; lugar que, paradójicamente, ella intenta ocupar con la publicación de su novela. Sea por las limitaciones sociales, sea por su misma postura conservadora, Eduarda prefiere abrigarse bajo el prestigio de El vicario de Wakefield y enmascararse tras un narrador de más crédito -por ser hombre y médico- y que aparenta mayor imparcialidad -por ser extranjero-. Pero no sólo por su contenido ideológico es que conviene rescatar del olvido esta novela, sino sobre todo porque su narración es amena e interesante, sencilla sin que pierda profundidad, y generosa, pues comparte con los lectores la felicidad del médico de San Luis.




ArribaAbajoAnexo

Datos biográficos de Eduarda Mansilla de García


Agrego esta biografía con los datos más confiables, dada la escasez y/o la incorrección de las informaciones sobre la vida de esta escritora que se han publicado.

Eduarda nace en Buenos Aires, en 1838, segunda hija del Gral. Lucio Norberto Mansilla y de Agustina Rosas. El 31 de enero de 1855 se casa con el Dr. Manuel Rafael García, con cuya familia los Mansilla se visitan, aunque «no tenían intimidad».14 Un lejano parentesco los une, pero un «mal entendu» -por problemas con los mazorqueros- los separa15. De ese matrimonio nacen Eduarda (Eda), Manuel, Rafael, Daniel, Eduardo y Carlos.

En 1860 el Dr. García inicia su carrera diplomática y, con ella, el peregrinar de la familia por E.E.U.U. y por Europa. Permanecen tres años en Washington, junto con Sarmiento, «gran amigo de la pareja».16 En 1863, García es designado primer Secretario de cuatro delegaciones argentinas en: Francia, Inglaterra, Italia y España. Se instalan en París, pero visitan en distintas ocasiones otras ciudades -especialmente, Florencia-. En la capital francesa, Eduarda concurre a la corte de Eugenia de Montijo y allí conoce a Dumas, Victor Hugo, Rossini, entre otras personalidades. Entre 1868 y 1872 se radican nuevamente en Washington. Según Daniel García Mansilla, su madre se destaca en los salones de ambas márgenes del Atlántico Norte:

Todo lo sabía. Era bellísima, y a la vez elocuente, alegre y majestuosa; cantaba como una gran artista, hablaba muchos idiomas, escribía libros, componía música, que ejecutaba después con arte consumado.17



A principios de 1873 regresan a Europa. Viven en París, Amiens y Vannes (Bretaña), acompañando a Eda, casada con el barón Charles de Lagatinerie; en tanto que el padre viaja con frecuencia a Londres, donde debe vigilar la construcción de una flota de guerra para la Argentina.

En los primeros años de la década del '80, García es nombrado Ministro Plenipotenciario en Gran Bretaña y, en 1885, en Austria-Hungría. Su esposa no lo acompaña, en el primer caso, por haber viajado a Buenos Aires -de donde regresa en 1884-; y en el segundo, por problemas de salud. Eduarda se instala en París y luego en Florencia. Desde allí debe viajar con urgencia a Viena, ante la súbita agonía de su esposo, quien fallece el 4 de abril de 1887. La familia, casi completa, se traslada a Buenos Aires, para disponer la testamentaría del padre. Pero, como Eduardo y Daniel siguen también la carrera diplomática, regresan a Viena un año después. Finalmente, en 1890 se instalan otra vez en la capital argentina. Eduarda fallece el 20 de diciembre de 1892, a los cincuenta y siete años, a causa de una dolencia cardíaca.




ArribaObras

  • 1860 Lucía (en folletín) y El médico de San Luis, novelas, seudónimo «Daniel».
  • 1869 Pablo ou la vie dans les pampas, novela publicada en París, con prólogo de Laboulaye.
  • 1870 Lucio Mansilla traduce Pablo... para el folletín de La Tribuna de Buenos Aires.
  • 1871-1872 Artículos de modas y costumbres en El Plata Ilustrado de Buenos Aires; seudónimo «Alvar».
  • 1880-1881 Comentarios sobre modas en El Nacional, seudónimo «Eduarda».
  • 1881 Cuentos, para niños18. La marquesa de Altamira, drama en tres actos, representada en el teatro de la Alegría y, posteriormente, en el de la Opera, «por la compañía Morelli, que la dió vertida al italiano»19.
  • 1882 Recuerdos de viaje y Lucía Miranda, edición en volumen y con su nombre completo, editada por la Imprenta de Juan A. Alsina.
  • 1883 Creaciones, cuentos. Serían títulos de algunos de ellos: «El ramito de romero», «Dos cuerpos en un alma», «La loca», «Kate», «Sombras», «Beppa», «Scotto», «Diálogo sobre la resignación», «Similia similibus» y «María»20. Los Carpani, drama representado ese año21


 
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