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El minutero

Ramón López Velarde



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ArribaAbajoRetablo a la memoria de Ramón López Velarde

por Juan José Tablada


Retablo a la memoria de Ramón López Velarde

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1

Consagro a su memoria este Retablo:
un lucero nos guía hasta el establo
donde su numen -Niño Dios de cera-
junto al asno y el buey del Nacimiento,
que humildad y potencia diéranle con su aliento,
de Reyes y pastores los tributos espera.

*  *  *


Pues las dádivas de monarcas y zagales
que timbraron sus versos, adornaron su cima:
¡Joyas y flores, oro y marfil, mirra y panales
hechos de sol y magas perlas hechas de luna!


2

Leyenda del Retablo: «No se ha visto
poeta de tan firme cristiandad.
Murió a los treinta y tres años de Cristo
y en poético olor de santidad».
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*  *  *


«Fue en la vida el agreste actor de pastorela
que canta villancicos, todo música y miel,
y al fin, cambiado en ángel, sobre el torvo Luzbel,
con un verso de oro entre los labios... vuela!».

*  *  *


«La Belleza le dio un ala; la otra el Bien,
¡viva así por los siglos de los siglos! Amén».


3

Escolio


Hermano cuyos éxtasis venero
cobijados bajo tu gran sombrero
negro y tímidamente mosquetero.

*  *  *


El olor de azahar y los cocuyos
dentro de las magnolias fueron tuyos.

*  *  *


Y tus metales que juzgaron vanos,
como engendros de luna, los insanos,
cuajaron oro virgen en mis manos.

*  *  *


Y tu poesía que dijeron rara,
rezumando emoción es agua clara
en botellones de Guadalajara.
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*  *  *


(Pues con sudor de su barro mortal
cuaja el Poeta prismas de cristal
para que el vulgo vea al triste mundo
irisado, misterioso y profundo).

*  *  *


Fue tu barro también un incensario
ante Xochiquetzal; mas tu fervor
católico, ciñó el escapulario
Y a la par desgranabas un rosario
perfumado con ámbares de amor...

*  *  *


Tus júbilos ingenuos sobre la pena están
cual sobre negro lucen, ardientes y sencillas,
azules amapolas y rojas «maravillas»
las jícaras que bruñe Michoacán.

*  *  *


Así en la laca nítida y brillante
de tus cóncavos versos turbadores
bebiendo el agua zarca, entre las flores,
¡mira su propio rostro el caminante!


4

Poeta municipal y rusticano,
tu poesía fue tu Aparición
Milagrosa en el árido peñón,
entre nimbos de rosas y de estrellas,
y hoy nuestras almas van tras de tus huellas
a la Provincia en peregrinación...
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5

¡Gracias...! Porque alargaste hasta la cuna
rústica y pobre tu rayo de luna...
Y le pusiste letra al pertinaz
cántico de la fuente abandonada
que sintió los enigmas de tu faz
en su propio misterio reflejada.

*  *  *


(La fuente: compotera de azulejos
del silencioso patio de las monjas,
que los limones guarda y las toronjas
en dorada conserva de reflejos...

*  *  *


Y donde aún, tal vez, alma beata
pero siempre golosa, en la oportuna
medianoche, hurga mieles con la plata
cómplice de los rayos de la luna).

*  *  *


Porque brillo de séricos mantones
de Manila, tendiste en los balcones
de la natal casona, pobre y fea,
al paso de las lentas procesiones.

*  *  *


Y en la plaza polvosa de la aldea
despertaste un nidal de ruiseñores,
entre ígneas corolas de oro y plata,
dejando oír tu honda serenata
y encendiendo tus luces de colores.
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*  *  *


Pues florece en jardines de esperanza
de la Patria la gran noche sombría,
cuando en ardiente cornucopia lanza
tu cohete de luz su pedrería...

*  *  *


Y al clamor de la gente pueblerina
que anhelados prodigios adivina,
oros llueve, como si desde el cielo
¡por darnos luz, el padre Ilhuicamina
arrojara los astros a su duelo!

*  *  *


Por los poemas que con miel de flores
amasó tu alma -monja en penitencia-
y como los monjiles alfajores
huelen a mirra y saben a indulgencia.

*  *  *


Por tus poemas tan sabrosos como
las mulitas del Corpus, que en el lomo
llevaron hasta nuestra niñez, en sus huacales,
fragantes y jugosas las primicias frutales.

*  *  *


Porque entre albas cortinas y entre flores
de tu jardín y germinada chía,
Y naranjas con oros voladores,
encuadras tu sentida poesía
en un altar de Viernes de Dolores.
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*  *  *


Porque en tus versos armonizas y unes
con el afán de indígenas telares
copal de misas, ocios de San Lunes
y aromas de verbenas populares.

*  *  *


Porque colgaste de tus rimas rudas
y con pólvora sabia, hasta la escoria,
quemaste a la Retórica, ese Judas,
en jubiloso Sábado de Gloria...

*  *  *


Porque vestiste tu ímpetu de charro,
y de china poblana tu alegría,
y a nuestra sed en tu brillante jarro
de florecido y oloroso barro,
¡brindabas inebriante poesía...!


6

Jaculatoria


Un gran cirio en la sombra llora y arde
por él... y entre murmullos feligreses
de suspiros, de llantos y de preces
dice una voz al ánimo cobarde:
«¡Qué triste será la tarde
cuando a México regreses
sin ver a López Velarde!...».

Nueva York

José Juan Tablada





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ArribaAbajoObra maestra

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El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un sólo sitio.

El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.

Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas.

Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias pretensiones. ¿Quién enmendará la plana de la fecundidad? Al tomar el lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio, por más que mis conclusiones se derivan,   —20→   precisamente, de lo que en mí pueda haber de clemencia, de justicia, de vocación al ideal y hasta de cobardía.

Espero que mi humildad no sea ficticia, como no lo es mi miedo al dar a la vida un sólo calificativo: el de formidable.

En acatamiento a la bondad que lucha con el mal, quisiera ponerme de rodillas para seguir trazando estos renglones temerarios. Dentro de mi temperamento, echar a rodar nuevos corazones, sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo.

Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino.

Quizá mientras me recreo con tamaña potestad, reflexiona en mí la mujer destinada a darme el hijo que valga más que yo. A las señoritas les es concedido de lo Alto repetir, sin irreverencia, las palabras de la Señora Única: «He aquí la esclava»... Y mi voluntad, en definitiva, capitula a un golpe de pestaña.

Pero mi hijo negativo lleva tiempo de existir. Existe en la gloria trascendental de que ni sus hombros ni su frente se agobien con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco. Aunque es inferior a los vertebrados   —21→   en cuanto que carece de la dignidad del sufrimiento, vive dentro del mío como el ángel absoluto, prójimo de la especie humana. Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.



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ArribaAbajoDalila

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En mis memorias, Gabriela Bezansoni ocupa la línea de las hechiceras. La noche de abril en que la oí perfeccionar a Dalila, Sansón, cabizbajo como nunca, padeció ante seis mil espectadores la chapuza filistea. A mi ver, la principal desgracia del tenor que la multitud repudió severamente, consiste en alternar su voz escolástica con la de esta enloquecedora, en cuya garganta se subleva el trueno y se pacifica la brisa.

Su personalidad bravía nos arrebató. Por discernimiento o por instinto de su sexo, creó la Dalila emblemática en el apogeo de las contradicciones: benigna y brusca, fanatizada e impía, celeste y zoológica. La ciudad, que en los últimos años ha asistido a prodigios y maravillas, nunca pagará la visita de esta cantante,   —26→   verdadero numen que practica el arcano de consolar a los hombres por la harmonía.

Todo es arcano; arcana también la facultad estética de desencarnar las cuestiones más encarnizadas. Así, en una bella largueza impersonal, damas y caballeros aplaudían a la contralto, a pesar de que en la escena delataba a las unas y acentuaba el sinsabor de los otros. Ellas no la sentían extranjera; ellos, elevando al cubo el misterio, se dejaban tonsurar por las tijeras de la Deseada.

Dentro del humo de tales jeroglíficos, Sansón, figura de Cristo, empujaba la muela. Una sola cosa era segura: el encanto que fluía de una pingüina consustancial al Arte. Trasquilando a su grey melómana con la autoridad del genio, la Bezansoni es algo más que la escuela, algo más que la disciplina y algo más que la batuta del director y que la concha del apunte... Es la musa.



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ArribaAbajoMi pecado

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Era el tiempo en que las amadas salían del baño con las puntas de la cabellera goteando constelaciones. Tiempo difunto en que se sentaban a la mesa con los hombros cubiertos por una toalla para defenderse de la humedad. Tiempo en que una hirviente escala solar se descolgaba por el tragaluz, incendiando las rojas mayúsculas del mantel. Hambre ingente y anhelos frugales. Pero luego, a poco andar, el hambre física se trasladará a los planteles del espíritu, cambiando la temerosa legumbre en los gajos de la insaciable voluptuosidad.

Por zurdo cálculo me acerqué a la segunda de las hijas de aquel notario. Desde la siniestra imparcialidad conque estoy mirándola, me confieso traidor, egoísta y necio. En las efemérides de mi flaqueza, es Ella, en realidad, mi único pecado.

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La aproveché mientras duró la comodidad de mi conciencia. Al sentirme incómodo, la saqué del calor de mis entrañas y la solté sobre el invierno. Casi no se quejó. Lancé su corazón con la ceguera desalmada conque los niños lanzan el trompo. Hoy, castigándome la cuerda los dedos, la dignidad de su martirio me echa en cara la más hueca de mis faltas.

Me faltó personalidad. De la interferencia de nuestras vidas, salí deshonrado. A partir de entonces hay alguien que puede hablarme de arriba a abajo. En el sol y en las estrellas he indagado por una reparación, no ante Ella, que quizá me despreciaría, sino ante mí mismo. Mas la noche y el día me esconden el emblema de la expiación.

Viejo pecado, que en este instante rezarás o coserás: si eres expiable, te ofrezco mi voluntad de permanecer inferior a ti. Quiero hablarte siempre desde abajo. Mi iniquidad rayó tu horóscopo diamantino con una estría de duelo. Viejo pecado que en este instante cantarás, dentro del vaho de la tarde lluviosa: conserva en rehenes mi deshonor.



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ArribaAbajoEn el solar

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Contra mi voluntad emprendí el temido regreso al terruño. Después de siete años volví a recorrer las leguas y leguas de alcaparras, hasta alcanzar el puente pegado a mi lugar, el puente sin arcos, el dramático puente sin concluir a cuya vista se detienen los carruajes si la henchida cólera del río los excomulga. Trunco dolor del puente, cuya inutilidad apenas sirve a las golondrinas, estas amantes comisionadas que se esforzarán en acompañarme, volando al ras de la banqueta.

Se me destina, en la casona, la sala de la derecha. Fantasmas, fantasmas, fantasmas. A las diez de la noche, logro escaparme. En un cielo turquí, el relámpago flagela edredones de nube. La ciudad jerezana me tienta con un mixto halago de fósil y de miniatura. Divago por ella en un traspiés ideal y no soy más que una   —34→   bestia deshabitada que cruza por un pueblo ficticio. En el pavor de la guerra civil, los zorros llegaban a los atrios y a los jardines. Yo dejo de merodear, porque he despertado la suspicacia de un galán. Metido ya en el lecho, como en un sarcófago, el reloj del Santuario deja caer las doce. El trueno rueda y todo se vuelve nugatorio.

La diana conque me despiertan los pájaros, me persuade de que han heredado el esmero poético, guardándose libres de las ideas módicas y del sonsonete zafio en que incurren los parnásides.

El viaje es electoral. En ello radica la inevitable contribución a lo chusco. Soy llamado decadentista y apático. Pago mi impuesto al sainete sublunar y me compenso con la alhaja del Escorpión, que ha estado fulgiendo en la desnudez azul como la inmarcesible animalidad del cielo.

He hecho un descubrimiento: ya no sé comer. De convite en convite, mimado por la urbanidad legendaria de aquí, he comprendido mi decadencia. Ni los genuinos manteles calados, ni el pan legitimista que se desborda por la mesa, retando al perfume de los rosales, ni siquiera la leche ártica, en vasos que no se abarcan con los dedos de Artajerjes, han podido mover mi apetito. Las señoritas escurren su sonrisa sobre el enfaldo, los niños también se   —35→   festejan a mi costa. Yo comía al igual de ellas y de ellos. Ahora, en la honesta abundancia lugareña, la ponzoña de mis sentidos solicita, para responso del opíparo ayer, el magno, el ensordecedor, el loco gemido que sólo la madre de los árabes pudo prestar.



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ArribaAbajoNovedad de la Patria

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El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una Patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años del sufrimiento para concebir una Patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa.

El instante actual del mundo, con todo y lo descarnado de la lucha, parece ser un instante subjetivo. ¿Qué mucho, pues, que falten los poetas épicos, hacia afuera?

Correlativamente, nuestro concepto de la Patria es hoy hacia dentro. Las rectificaciones de la experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras glorias sobre españoles, yankes y franceses, y la celebridad de nuestro republicanismo, nos han revelado una Patria, no histórica ni política, sino íntima.

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La hemos descubierto a través de sensaciones y reflexiones diarias, sin tregua, como la oración continua inventada por San Silvino.

La miramos hecha para la vida de cada uno. Individual, sensual, resignada, llena de gestos, inmune a la afrenta, así la cubran de sal. Casi la confundimos con la tierra.


No es que la despojemos de su ropaje moral y costumbrista. La amamos típica, como las damas hechas polvo -si su polvo existe- que contaban el tiempo por cabañuelas.

Un gran artista o un gran pensador, podrían dar la fórmula de esta nueva Patria. Lo innominado de su ser no nos ha impedido cultivarla en versos, cuadros y música. La boga de lo colonial, hasta en los edificios de los señores comerciantes, indica el regreso a la nacionalidad.

De ella habíamos salido por inconsciencia, en viajes periféricos sin otro sentido, casi, que el del dinero. A la nacionalidad volvemos por amor... y pobreza.

Hijos pródigos de una Patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla. Castellana y morisca, rayada de azteca, una vez que raspamos de su cuerpo las pinturas de olla de sindicato, ofrece -digámoslo con una   —41→   de esas locuciones pícaras de la vida airada- el café con leche de su piel.

Literatura -exclamará alguno de los que no comprenden la función real de las palabras, ni sospechan el sistema arterial del vocabulario-. Pero poseemos, en verdad, una Patria de naturaleza culminante y de espíritu intermedio, tripartito, en el cual se encierran todos los sabores.

El país se renueva ante los estragos y ante millones de pobladores que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad. ¿Por virtud de qué fibras se operará esta adivinanza?


En las pruebas de canto, los jurados charlan, indiferentes a las gargantas vulgares. Hasta que una alumna los avasalla. Es el momento arcano de la dominación femenina por la voz. Así ha sonado, desde el Centenario, la voz de la nacionalidad.

Hay muchos desatentos. Gente sin amor, fastidiada, con prisa de retirar el mantel, de poner las sillas sobre la mesa, de irse.

Tampoco escasean los amantes, fieles en cada rompe y rasga, calaveras de las siete noches de la semana, prontos a aplaudir las contradicciones mismas, diseminadas por el territorio, que se resumen en la vasta contradicción de la capital.

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En este tema, al igual que en todos, sólo por la corazonada nos aproximamos al acierto. ¿Cómo interpretar, a sangre fría, nuestra urbanidad genuina, melosa, sirviendo de fondo a la violencia, y encima las germinaciones actuales, azarosas al modo de semillas de azotea? Un futuro se agita en la placidez diocesana de nuestros hábitos. A veces, creemos que va a morir el primor del mundo. Que la turbamulta famélica aniquilará los diamantes tradicionales, los balances del pensamiento, los finiquitos de la emoción.

¿Quedará prudencia a la nueva Patria? Sus puertas cocheras guardan todavía los landós en que pasearon aquellas señoras, camarlengas de las Vírgenes, y las familias que oyen hablar de Lenine se alumbran con la palmatoria del Barón de la Castaña...

La alquimia del carácter mexicano no reconoce ningún aparato capaz de precisar sus componentes de gracejo y solemnidad, heroísmo y apatía, desenfado y pulcritud, virtudes y vicios, que tiemblan inermes ante la amenaza extranjera, como en los Santos Lugares de la niñez temblábamos al paso del perro del mal.


Bebiendo la atmósfera de su propio enigma, la nueva Patria no cesa de solicitarnos con su voz ronca, pectoral. El descuido y la ira, los dos   —43→   enemigos del amor, nada pueden ni intentan contra la pródiga. Únicamente quiere entusiasmo.

Admite de comensales a los sinceros, con un sólo grado de sinceridad. En los modales conque llena nuestra copa, no varía tanto que parezca descastada, ni tan poco que fatigue; siempre estamos con ella en los preliminares, a cualquiera hora oficial o astronómica. No cometamos la atrocidad de poner las sillas sobre la mesa.



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ArribaAbajoEl cofrade de San Miguel

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Recuerdo que al mostrarme Herrán este cuadro, le dije mi resistencia a los crucifijos del populacho; arrostrando aquel temperamento susceptible que se disfrazaba con desdeñosas urbanidades.

Yo no puedo con estos cristos, hazmerreír y trasgo, que se coordinan, en ultramar, con la pifia mesiánica refugiada bajo las faldillas de Guillermina. Reverente y reverencial, adoro a un cristo sin guardarropa, cuyo cuerpo bendecido irradia de una dignidad limpia y translúcida, como la de un nardo que hubiese padecido por la salvación de las rosas. Desde muy pequeño, la derecha pulcritud de mi voluntad amortiguó y desvaneció las injurias que el Evangelio relata, de manera que el amadísimo y amantísimo cadáver, me iluminase como un joyel, sin más sangre que la rúbrica de la lanzada.   —48→   Mas en el embrollo anímico del «Cofrade», era preciso un Redentor víctima de todo, hasta de lo soez. El pincel, implacablemente verídico, afrenta a una cruz y la coloca en los hombros del modelo atáxico. Desilusión y quietud es el devoto, en cuya cabeza vendada, la piedad no se ramifica en exigencias estéticas. Por eso, en una crucifixión superpuesta, las manos rocallosas, firmantes de la última abdicación, soportan la caricatura de Nuestro Señor halagadas y satisfechas. Si al cofrade se le desmenuzara la piedad en belleza, quedaría siempre resarcido en la pompa del escapulario. Su dicha es simple, pero segura, y llegó a ella por un camino sin curvas. Asómase a sus ojos una semilla de compasión para los que pasamos ante él, renuentes a las parodias de la Divinidad, tras un Mesías lúcido, sin más sangre que el goterón del costado, el goterón fugitivo, granate de un utópico amor.



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ArribaAbajoFresnos y álamos

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La flota azul de fantasmas que navegan entre la vigilia y el sueño, esta mañana, en el despertar de mi cerebro, tuvo por fondo los álamos y los fresnos de mi tierra. ¡Álamos en que tiembla una plata asustadiza y fresnos en que reside un ancho vigor! ¿Tan lejos están de mí la plaza de armas, el jardín Brilanti y la alameda, que me parecen oasis de un planeta en que viví ochocientos años ha?

Cuando yo versificaba y gemía infantilmente bajo aquellas frondas, todavía no sospechaba que había de escribir la confesión que más o menos reza así: «Mi vida es una sorda batalla entre el criterio pesimista y la gracia de Eva. Una batalla silenciosa y sin cuartel entre las unidades del ejército femenino y las conclusiones de esterilidad. De una parte, la tesis reseca. De otra, las cabelleras vertiginosas,   —52→   dignas de que nos ahorcásemos en ellas en esos momentos en que la intensidad de la vida coincide con la intensidad de la muerte; los pechos que avanzan y retroceden, retroceden y avanzan como las olas inexorables de una playa metódica; las bocas de frágil apariencia y cruel designio; las rodillas que se estrechan en una premeditación estratégica; los pies que se cruzan y que torturan, como torturaría a un marino con urgencia de desembarcar, el cabo trigueño o rosado de un continente prohibido».

No: yo no sospechaba llegar a decir tal cosa. Mi tristeza, aunque tumultuaria, era simple como la conciencia de las vírgenes que comulgan al alba y después de comulgar rezan dos horas, y después de rezar dos horas, al volver a su casa beben agua, por un laudable escrúpulo. Mi primer soneto no miró venir el cortejo vivido de los goces materiales, ni mi primera lágrima vio dibujarse en lontananza la confortante silueta de Epicuro. ¿Qué pensarían álamos y fresnos si descubriesen en el rostro de su habitual visitante de aquella época, las huellas del placer?

Hoy mi tristeza no es tumulto, sino profundidad. No tormenta cuyos riesgos puedan eludirse, sino despojo inviolable y permanente del naufragio.

Pocas emociones habrá más voluptuosas que la altanería del alma, que se nutre de su propio acíbar y rechaza cualquier alivio exterior. Llevo dentro de mí la rancia soberbia de aquella casa de altos de mi pueblo -esquina de las calles de la Parroquia y del Espejo- que se conserva deshabitada y cerrada desde tiempo inmemorial y que guarda su arreglo interior como lo tenía en el momento de fallecer el ama. No se ha tocado ni una silla, ni un candelabro, ni la imagen de ningún santo. La cama en que expiró la antigua señora se halla deshecha aún. Yo soy como esa casa. Pero he abierto una de mis ventanas para que entre por ella el caudal hirviente del sol. Y la lumbre sensual quema mi desamparo y la sonrisa cálida del astro incendia las sábanas mortuorias y el rayo fiel calienta la intimidad de mi ruina.

¡Oh fresnos y álamos que oísteis mi imploración en versos titubeantes! Fresnos y álamos: ¡ya nada imploro! Estoy sereno como en aquellas siestas de otoño en que me llevaban de la mano a contemplar cómo ardían vuestras hojas en montículos a que prendía fuego el jardinero. Recuerdo con una exactitud prolija el humo compacto y el crujido de la hojarasca que se retorcía, confesora y mártir. Sólo que, a mi serenidad, se han agregado dos elementos que me eran ajenos cuando estudiaba el silabario: el dolor y la carne. Voy respirando, fresnos y álamos, no vuestra fragancia, sino el ambiente absurdo de una habitación de la que   —54→   acaban de sacar un cadáver y exhibe los cirios aun no consumidos y la oleada del sol como un aliento femenino.

Oigo el eco de mis pasos con la resonancia de los de un trasnochador que camina por un cementerio...



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ArribaAbajoViernes Santo

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Hemos dado el Pésame a la Virgen en San Fernando. He sido feliz noventa minutos. Con la felicidad de la ternura niña, más experta hoy. Una ternura parlante que multiplica las alegorías del predicador y magnífica a la Jerusalem virginal, circunvalada por todos los dolores. Voces de mujer subrayan los Misterios, y las gorjas cantantes sugiérenme señoritas cuyos nombres concuerdan la benevolencia de la melodía con la autoridad del arcángel: Micaela o Gabriela... Invítanme y me pregunto si ha venido el instante de consagrarme a las atrofias cristianas. Quisiera decidirme en esta misma fecha y en este mismo lugar; pero temo a mi vigor, pues las líneas del mundo todavía me persuaden y aún me embargan las bienhechoras sinfonías corporales. ¿Qué hacer?... Ninguna respuesta pediré a mi dicha papista,   —58→   a mi fe romana. Me basta sentirme la última oveja, en la penumbra de un Gólgota que ensalman las señoritas de voz de arcángel.



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ArribaAbajoLa última flecha

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Ya se dispara, como en la crisis del poema, la última flecha del arco del Arquero. La aproximación del 31 de diciembre tapa el sol con la trepidante cortina de dardos que nublaba el horizonte clásico. Paralelamente, un sector del alma enlútase al consumarse y consumirse la aljaba del año. La vejez será, en conclusión, una sombra de flechas; y los inocentes, degollados, teñirán de tragedia su arco sin estrenar. Quienes apuntamos -centauros o amazonas- a media carrera, vemos en el cielo un hemiciclo, enfrente de nosotros, cuyo azul será desflorado por el tiro que siga. Tal vez la cumbre de la vida nos da, como sensación principal, la de nuestra situación entre dos firmamentos: uno carbonizado y otro flameante, como casulla de abril. Y ante el seguro temor de que el carbón se propague a la casulla, quisiéramos fijar el   —62→   tiempo desbocado, como se fija un corcel, por la brida, en un tronco; y entregarnos a lo estacionario, a lo anodino, o, cuando más, tomar dosis homeopáticas de ironía y de emoción, de piedad y de licencia, como en la cuarteta de Herrera Reissig.


   Rezar un avemaría
rimados por la cintura,
y sorprendernos el cura
en esa impropia harmonía.



Pero, ¿cuál de nuestros huesos escapará a la calcinación? El rédito que nos cobran las doce vértebras del año es la ceniza de las nuestras. Libemos entonces, hasta las heces.

Yo consideraba, poco ha, en el taller de un pintor amigo, el monumento erigido a los muertos en el cementerio del Pére Lachaise. Del doble cortejo que, por la derecha y por la izquierda, entra al Orco, las figuras que más atraen mi conmiseración radical son las de las niñas y las de los ancianos puros. Porque a las unas y a los otros se les arrebata el rédito sin que hayan disfrutado el capital. En cambio, las parejas ya no pujantes, todavía no seniles, acceden al umbral plutónico en el instante ideal: el que separa la vigencia de la decrepitud. El brazo masculino y el brazo femenino concertaron su última flecha, y para   —63→   no sostener un arco inoficioso, se adelantan hacia el reino plutónico.

No cualquiera logra el desenfado desdeñoso de un Montaigne, para decir: «Que la muerte me atrape cultivando las coles de mi jardín imperfecto». Somos demasiado terrenales, y si aceptamos el agotamiento, no acordamos que se frustre la labor. A la sola enunciación de un prematuro punto final, reitérase el balido de un cordero inmolado en un prólogo sumarísimo.

Complementariamente, nos aterra el fantasma de la vida en la abolición del ser, cuando se arrastra un esqueleto valetudinario, un pensamiento inhibido y un corazón en desuso. ¡Fútil apéndice no te deseo! Tu posibilidad es dañina como el estrambote, notoriamente menguado, de unos versos discutibles. Como el quinto acto de una comedia que se desenlazó en el tercero. Como el reseco epílogo de una dama jugosa. Como el bostezo del entusiasmo. Que lo que fue mariposa no parodie a los reptiles. Que el poderío de nuestros miembros no se liquide como el de los osos cegatones y reumáticos de los circos.

¡Gallardos votos! Pero formulados con un cómico olvido de nuestra cobardía y de nuestra vileza sustanciales. Excelentes mendigos que saboreamos la migaja del mediodía y repudiamos la vespertina... ¿Quién nos dice que en   —64→   la hora impotente no mendigaremos las migajas de la migaja? Este puntapié, no muy filosófico, que reservamos para el cascarón de la vida, bien puede convertirse, llegado el momento, en el anhelo de una moratoria indefinida para besar los personales harapos. Y tal oprobio no esplenderá, como el de Job, porque se reducirá a una prosaica voluntad de nutrición. Lloremos a Sagitario pidiendo limosna. Uno de los aciertos de expresión que más me han conmovido en mis lecturas, pertenece a Lemaitre. Hállase, si mi memoria no claudica, en el comento de «La Leyenda Dorada» en que el estilista repuja la narración de las Once Mil Vírgenes. Éstas, en grupos sucesivos, iban recibiendo la muerte en una pradera, bajo la saeta. Y al morir lanzaban «pequeños gritos modestos». ¡Pequeños gritos modestos! En estos tres vocablos se resume toda una facultad literaria. Y si he traído a cuento los «pequeños gritos modestes» que la saeta provocaba en las gargantas virginales, ha sido para conminar a los lectores a que escuchen el vasto e indomable grito del año que agoniza. Porque nuestras flechas han ido matando a las Horas, cuyas quejas compendiadas y humildes se suman hoy para engrandecer la voz de protesta del año que fallece. La caprichosa sensibilidad humana admite como fungible la Hora, mas no el Año. Y el volumen del   —65→   grito del 31 de diciembre no es, en realidad, más que el caudal de los «pequeños gritos modestos», que, en la pradera del martirio, hemos arrancado a las doncellas.

¡Y las cándidas mártires estaban hechas de nuestra propia sangre, modeladas por nuestra propia fantasía, caldeadas por nuestra propia pasión! Hemos sido suicidas y seguiremos siéndolo. Sólo los inmortales no se suicidan. Nosotros, pobres Anquises y míseras Ledas, nos gastamos sin remedio, por más que la divinidad nos penetre. Confundimos el lecho con el sepulcro y sabemos, por una pávida experiencia, que la aceleración de aquel puede llevarnos, del vértigo de la vida, al Orco.

Nuestra última flecha será milagrosa, porque seremos tan veloces que alcanzaremos a dispararla y a recibirla, desempeñando, en un sólo acto, el flechador y la víctima.



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ArribaAbajoAnatole France

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Acometer la síntesis del anciano equivale al riesgo de urdir un perfecto mosaico vital.

Lo supo todo y de todo gustó. Su experiencia, desencantada y voluptuosa, como una dama vestida de ala de mosca, que portase en el pecho una roja flor, esquivó el rompecabezas desaseado del Mundo.

No militó sino para su complacencia, jugando entre las ideas más abstrusas como con obedientes amigas corporales. Para los laicos y ultramontanos que amortizando su carne blasonan de poseer la verdad, tuvo el jocoso desdén conque el Par Oliverio hubiese glosado a los eunucos bizantinos. Recelando del microscopio y del trance intuitivo, no atendió a otra voz que a la de la limpia Harmonía.

Hizo el retrato malicioso y tierno de la Humanidad, y su risa áulica respetó la chispa   —70→   divina extraviada en la escoria. Alma sin ira, sólo condenó lo deforme. No disimuló su sonrojo ante la Creación, mas su crianza de nieto de Montaigne lo preservó de la blasfemia. Con la sagacidad más apta que haya residido en un cainita, abrió la puerta de escape en el abismo de las apariencias sensibles, como él decía. De la gentilidad y del cristianismo recogió los esmeriles en que se desbrava la conducta. En un lenguaje sin mancilla, el melodioso censor vierte las piedades en que se cristaliza su enfado.

Veneremos en él el portento harmónico. Nuestros catolicismos errabundos hacen escoleta al cordial parisiense, antídoto de la fealdad universal. Su afable orgullo se retrajo de tomar papel en el drama de la estirpe de Caín, prefiriendo gastar su hoguera sincrónica en una insospechable actitud estilista y estilita.



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ArribaAbajoLa necedad de Zinganol

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La educación de Zinganol suscita en mí una de esas tenues olas de simpatía que nacen en lo recóndito del presente para ir a alcanzar las piaras fugitivas del ayer. Cuando nos sentamos frente a un escenario pretérito, a ver la comedia que se nubla siempre y jamás fenece, nuestra diversión se atempera, avecinándose al dolor. Hay en los recuerdos irónicos la pena de un corazón moribundo que ya no puede bañar los pies que una semana antes lo llevaron a sus placeres, ni la cabeza que un día antes formuló sus latidos.

Los días idos se amontonan como sillares de un edificio en nuestra propia persona: nunca dejará de ser triste contemplar los sillares desmoronados, por más que algunos, o muchos, hayan rodado cómicamente.

Zinganol y yo nos quisimos un poco. Zinganol   —74→   pensaba, con un agudo autor, que la vida es un mal cuarto de hora con algunos instantes deliciosos. El mal de Zinganol estaba en su estructura antisocial. Trataba a la sociedad con la fría urbanidad conque se trata a una cortesana que cambia con nosotros cosas viles. Profesaba un pesimismo de tejas abajo, sin subirlo nunca a lo suprasensible, para que no chocase con su educación ortodoxa. Zinganol había hecho este acomodo de sus opiniones, sin descansar mucho en él, y llevado sólo de la obligación que constriñe a toda persona bien nacida a imponer a la conciencia una lógica que, quizá, no gobierna al universo.

Una de las excepciones de su pesimismo era el amor. Había amado a algunas almas débiles. Amó después a otra vehemente y amplia: Isaura. Y se dijo: Ella, que es capaz de los arrebatos de voluntad y de la autonomía del pensamiento, podrá ser amada sin que la sociedad tome su parte leonina en el festín.

Zinganol se juzgaba el mortal más feliz porque Isaura y él no se saludaban. Para saludarse habría sido preciso un guión social, y ésa habría sido la parte leonina. Mejor estaban así, como habitantes de diversos planetas que, al encontrarse en una zona de ilusión, carecían de comunidad de lenguaje e ignoraban todo signo de reciprocidad.

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Un día, empero, Zinganol dio traza a conocer el lenguaje de la tierra. Saludó a Isaura. Ella casi no contestó. Mi pobre amigo, con el temperamento rencoroso que tantas desgracias le acarreó a su deslucida existencia, duró un mes sin salir de su planeta. Pero, al fin, discurrió como se discurre cuando urge complacer a las pasiones, y volvió a la tierra.

Hojeando la Biblia, mi protagonista se había detenido en su niñez en las estampas del Diluvio, en las que se mira a los náufragos asidos al pico de las montañas. Zinganol estaba abrazado al amor, como al pico de una montaña. Elaboraba su sueño encima del rebullicio de las gentes, sin calcular que las aguas ascenderían cuarenta codos sobre su Himalaya de meditaciones efusivas.

En aquella fecha despertó a las tres de la mañana. Como no logró volver a dormir, entregose a los devaneos de la madrugada. Grato ejercicio en que nos mecemos, entre paisajes desleídos, emociones incorpóreas y fisonomías desdibujadas. La de Isaura anunció sus contornos a Zinganol. Mi amigo, siempre intempestivo y brusco, cayó en un sueño arbitrario. Era un jardín colgante, mas no con ambiente babilónico, sino con un aire de encantamiento. Por un sendero de rosas vigilantes y de nardos se deslizaba Ella, ya amanecido. Él caminaba   —76→   aproximándose a Ella, y las almas del uno y de la otra eran dos vellones que se sumaban a los de la bruma.

En el jardín aterido Ella iba a recoger las palabras de Él, no por enamorada, sino simplemente por interesada en la exposición de su obra de mujer, de su más alta obra del tiempo reciente. Hablaron. Ella, a quien Él había presumido alerta y generosa para el trance, le dijo: «No te conozco», en un diálogo opaco y lacónico, como trueno de tempestad que se va. Zinganol era menos que una espina de las rosas vigilantes, que hubiese pretendido detener a Isaura, afianzándose en balde a la orla de su veste.

Mi amigo sintió toda su necedad, todo el mal gusto de su rebeldía, toda su insensatez en haber desechado los guiones sociales; y fue para él evidente la nulidad de su ímpetu febril contra las convenciones que en un conjunto viciosamente organizado, protegen a una señorita y garantizan su regularidad.

De antiguo nos frecuentábamos Zinganol y yo. Pero su índole arisca retardó la relación que me hizo de su percance. Como epitafio le he compuesto una diatriba no muy amarga, porque nos quisimos algo, como antes dije.

He aquí la diatriba:

«Me da lástima Zinganol, tu misantropía   —77→   que reaccionaba en crisis morbosas, en pugna con los principios de mecánica. Cojeabas del mismo pie que el rey don Rodrigo, y no había quien cantase para ti una Profecía del Tajo, y en tus furores pueriles no caías en la cuenta de que fray Luis no sospechó a los detectives, ni considerabas que éstos se habrían limitado a calificar a don Rodrigo de falta de urbanidad. Creías, con una buena fe que honrará tu memoria por los siglos de los siglos, que el sol disipa la pertinacia de las nieblas para estimular el horno de las quimeras centralistas, y no exclusivamente para sancionar el saludo normal de las personas normales. Tal vez atinabas cuando, en muy diserta prosa, motejabas a Juan Jacobo; pero yo siempre temí que el despecho te inspirase y que un añejo agravio sin perdonar te moviese a juzgar escasas de poesía las doctrinas de Rousseau sobre el funcionamiento de las agrupaciones; doctrinas que inhabilitaron a los pajes para seguir salvando a deshora, el puente levadizo. A tu sagaz observación (que los pósteros han de aplaudir, aunque el aplauso no te beneficie mucho) se escapó medir la influencia de la recomendable institución de la policía en la marcha pasional, y no descubriste el sello consistorial que sobrellevan inconscientemente las parejas de hoy no más inflamadas que Atala y René.

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Te jactabas de una excelente memoria, pero echaste en olvido muy pronto las enseñanzas de los sapientísimos profesores que, en términos mazorrales, te explicaron la ineptitud de los organismos que no se adaptan al medio. Lamentaría yo, querido Zinganol, que a través de tu lápida advirtieses el tufillo de esta filosofía chata, gemela de la zoología; pero la verdad es que manejabas tus asuntos con un absolutismo anacrónico, que no bastaba a disculpar ninguna de tus infracciones de los usos vigentes. Eras, justamente, mirado de reojo, como todas las naturalezas atrabiliarias. Hundido en el mar del trato humano, te afanabas porque tu fibra sentimental no se gastase en él, y trascendías, así, al humorismo incontenible del nauta que ha zozobrado y caído al fondo del océano y que dice a las esponjas y a los corales: "Estoy hecho una sopa, mas la región del corazón está seca". Parodiabas a Raimundo Lulio, enfrentándote a prácticas igualitarias que no toleran un carácter inusitado en el erotismo de nadie, ni menos una persecución contra damas en el interior de la catedral mallorquina.

Siempre te propuse en vano el ejemplo de aquel Dandolo que, antes de ser Dux, desempeñó ante el Papa la misión de conseguir que se levantase la excomunión que pesaba sobre Venecia. El Papa negábase a recibirlo. Dandolo   —79→   se ocultó en el refectorio pontifical y cuando el sucesor de San Pedro entró a comer, el veneciano se arrojó a sus pies y alcanzó lo que anhelaba. Los cardenales, por aquel acto de humillación, lo apodaron El Perro; mas él regresó a los brazos húmedos y ardientes de su ciudad, besándola y redimiéndola. Tú, pobre Zinganol, abandonabas la ciudad de tu afecto al calosfrío del anatema, y la perdías con tal de que no te costase una humillación alejar de ella los horrores del entredicho. ¿Se conducen así los adoradores prudentes y los lectores de las Ocho Bienaventuranzas? Con un pudor exquisito procurabas que tus prójimos retiraran su dedo meñique de tu corazón. Eras pudoroso, pero no cristiano, pues echabas en saco roto el precepto: "a tu prójimo como a ti mismo". Eras pudoroso pero mal asociado; pues en una escuela de esgrima cualquier alumno tiene derecho a tocar con el botón de su florete el pecho de cualquier inscrito; y en este planeta sublunar el amor equivale a una escuela de esgrima en que los inscritos, desmelenados y jadeantes, provocan al adversario manchándose de rojo el lado del corazón, para demarcar el juego.

La existencia era, para tu criterio, una redundancia, y las razas una vegetación parasitaria. Pero cuando dejabas de sentir al universo como un pleonasmo, tomabas la cosa por la   —80→   tremenda y dabas punto y raya a los chicuelos que viven en una alternativa de frenesí y de hastío por sus juguetes. Yo espero que en la serenidad de ultratumba te hayas convencido de que tu conducta no se emparejaba con tu experiencia.

Ignoro qué hábitos morales desplegarás actualmente. Un versificador honorable preguntaba: "¿Quién volvió de la tumba temida a decir lo que está más allá?". Mas ya actúes de moro, ya de cenobita, quiero elevar un voto, si las aves agoreras hallan acogedor el firmamento. Que al transmigrar a cualquier mundo, sepas y quieras dar el santo y seña. Porque si persistes como ente irregular, acabará por abochornarte tu carencia de domicilio conocido. Tu condición de vagabundo del éter escandalizará a los municipios de la Vía Láctea, y tu insubordinación ha de producir hoy el rubor continental de Marte y mañana la afrenta anular de Saturno».





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ArribaAbajoLa flor punitiva

A Mario Torroella


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Una vez y otra vez envenenado en el jardín de los deleites, no asomaron ni la desesperación, ni la venganza, ni siquiera un inicial disgusto. Antes bien, germinó la solemne complacencia de los señalados por la diosa. Y en las rituales resignaciones, roja como el relámpago de una bandera, sólo se afanaba la sangre, queriendo escapar en definitiva.

Pasajera de Puebla, pasajera de Turín, lo mismo da. El frenesí masculino, sin caer en estulticia o en bajeza, no puede exigir legalidad a las distribuidoras de experiencia, provisionalmente babilónicas. Estimemos, al contrario, que sazonando nuestra persona, la libren de lo insulso y le inculquen el vital sentido de que toda raíz es amarga.

Los rectores de la multitud, llámense políticos, sabios o artistas, producirían obra más   —84→   ilustre si se repartiese entre ellos un prudente número de contagios.

Si pagar es lo propio del hombre, paguemos nuestras supremas dichas, abominando de esa salubridad que organiza las islas del Mar Egeo en compañía de seguros.

Un orangután en primavera divide sus chanzas entre los viejos verdes y los jóvenes en blanco. El furor de gozar gotea su plomo derretido sobre nuestra hombría; inútil y cobarde querer salvarnos de la crapulosa angustia. Al cabo, una ancianidad sin cuarentena suspirará por la mesa de operaciones.



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ArribaAbajoUreta

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Este hombre que llega sin blanca a la taquilla de la Muerte, es uno de los más persuasivos ejemplos de generosidad en que pueden inspirarse las sociedades de América.

Superior a su medio, ha padecido todas las censuras, hasta la política, y la frivolidad lo juzgó frívolo. Pocos, empero, habrán hecho al país, y por tan corto precio, el bien que Urueta.


Literato, orador, propagandista una vez y otra vez, ha sido un verdadero educador.

En todas las actividades de su palabra le ha caracterizado como primera y última virtud su sensibilidad, una sensibilidad justa y metódica que lo vuelve, sin alegoría, el tic nervioso de nuestra literatura.

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El gran Barbey decía que la imaginación es la más poderosa de las realidades humanas. En los manteles de Urueta, la imaginación es la dama de carne y hueso que junta las manos a la altura de la boca y configura con los brazos desnudos la Sublime Puerta de vocablos, emociones e ideas.

Adaptando lo universal a lo concreto, merecen las letras considerarse como una filosofía en acción. Cada autor tiene la suya. El elemento universal conque filosofa el tribuno chihuahuense destácase en la voluntad, en el furor de vivir. Gozador de la vida, se aferra a ella. Sin una gota de sangre, lleva ya dos años de defenderla por tierra y mar. Una noche nos decía, íntimamente, esquivando praderas de asfódelos, que su brazo era todavía capaz de disparar el arco de Odiseo contra los pretendientes.

Definidas e integradas así su tesis y sus modalidades comunicativas, resulta una espiral que se desplaza por derrotero patético: algo como el sobresalto de los tendones de la rodilla de una bailarina.

Erraría, quien lo disputara, en conclusión, teatral. Cierto que los ojos, entre orgiásticos y curiales, abarcan la escena; que la voz remeda esquilas y campanas mayores; que en la mano, cirujana del aire, se jacta una simpatía huesosa; y que en los párrafos abundanciales   —89→   tiembla una túnica o se arruga una bahía. Pero el personaje está adentro. Nuevo Arnaldo de Brescia no se alimentaba sino de la sangre de las almas.


Cualesquiera que hayan podido ser las alteraciones de su energía, México no olvidará que ha tenido en él una individualidad: un orador único, en el sentido de soltar de arriba las cláusulas, y un prosista con efectos de fogonazo sobre la pazguata planilla bachillera.

En 1910, la capital potosina oyó sus conferencias estéticas, entre ellas la dedicada a Othón. Conocí entonces al amigo ulterior. Por aquellas fechas ni siquiera olfateaba yo la preciosa dádiva de su trato. La rectitud ajedrecista de las bellas calles turbábase con el tumulto estudiantil, y el tribuno, fortificado en el hotel, se defendía con laconismo: «No sé hablar desde los balcones: de suerte, señores, que muy buenas noches y a dormir». Nos dispersábamos pensando en el respingo peculiar de su hombro, aquel respingo, acento circunflejo de las oraciones líricas y de los combates de la Cámara.

Simbólicamente es lícito afirmar que el maestro que nos recomendaba dormir era nada menos que el centinela alerta del pensamiento y de la acción.

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En el haber de su moral hay que abonarle la actividad central de la conciencia, revelada dentro de los despotismos policíacos en vigor. Yo quiero guardármelo, en el archivo de las imágenes instructivas, en el giro de un bailador que escuda con las manos el reverso de su pareja y que, describiendo circunferencias menguantes, se inmoviliza como un santón, en el centro matemático de la bacanal. Aleccionadora, también, su aspiración briosa, decidida, a la felicidad. Aspiración infalible, iba a escribir, olvidándome de que estudio a un terrestre... Urueta ve el rostro de la felicidad idéntico al de algunas mujeres en quienes está de tal modo organizado, en palancas y superficies, que es más que el espejo, el medio instrumental del amor.

Por eso los itinerarios de Urueta se practican en vehículo mecánico, así se vaya hacia la ciudad divina. Su entendimiento es el entendimiento agente de los escolásticos. Al incorpóreo silogismo óyelo silbar cual honda de plomo.

Ocupará siempre lugar de honor en la galería nacional de espíritus plásticos.

Pertenece al número de los que creen que la forma es tan importante al cuerpo como su substancia, si no más. Dato explicativo de su optimismo, pues le basta la embriaguez de las líneas para vibrar; fenómeno singular en un   —91→   malicioso de su talla, ducho en el dolor y veterano de las expediciones contra lo ruin.

La línea, física o psicológica, parece constituir, para espíritus como el de Urueta, una ley de embeleso, de hondura y de altitud, en la que caben hasta los dones del árbol del Apocalipsis. Las tres dimensiones prometen el bien que buscamos; pero el alma frenética se satisface con la dimensión del contorno.

Cesando la voluntad, para nadie habrá infierno, según la sentencia de San Bernardo. En el punto simétrico de esta doctrina agítase favorito de la elocuencia, con pasiones longitudinales o curvilíneas, pero siempre en marcha por los dos planisferios.

Imposible dejar de considerar su aspecto de actor. No un actor como aquel que pasó la existencia pidiendo espectros, sin sospechar que él mismo era uno. Actor, al contrario, de personalidad entrañable y aventurera, arrebatado por los cabellos en la sucesión de profetas que secuestraban los ángeles.

Su prestancia y su mímica se prolongan a la tertulia y al refectorio privado en olas de zumbona sentimentalidad, evidenciando su ser en una esfera lumínica jaspeada de sarcasmo.

No he trazado uno solo de estos renglones sin compartir la fatiga del maestro enfático que lucha con la guadaña. Mi cordialidad, compañera suya en el cuarto de banderas del   —92→   sol y detrás de los telones del alba, escápase en pos de la mirada marítima ensombrecida por el mal. Recordándolo en las puntas de los pies, en la actitud violinística con que alcanza las caudas de sus párrafos, me consterna ver transformarse aquel anhelo de su cuerpo en un mero signo de admiración ante la esquiva salud.