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El misterio Ganivet

Ricardo Gullón





El interés por la persona y la obra de Ángel Ganivet no disminuye con el transcurso del tiempo. Sin contar los numerosos textos publicados a raíz de su muerte y en los años inmediatos por amigos y paisanos: Seco de Lucena, Almagro San Martín, Rodolfo Gil, Nicolás María López y sobre todo Navarro Ledesma, son varios los libros que le han sido dedicados por Saldaña, Modesto Pérez y otros. Los más interesantes son: Vida y obra de Ángel Ganivet, de Melchor Fernández Almagro; Ángel Ganivet. Vida y obra, de Antonio Espina, y el recién publicado Ángel Ganivet. Su idea del hombre, de Francisco García Lorca1 . La sola lectura de los títulos indica que en la intención de Fernández Almagro y Espina el estudio de la persona de Ganivet importa tanto como el de la obra, mientras el propósito de García Lorca tiende con preferencia al análisis de ésta.

Mas, aun este último, no emprende el análisis de la obra ganivetiana, movido por propósitos críticos o neocríticos, sino como medio para determinar, a través de ella, las ideas del pensador granadino en orden a los problemas fundamentales. No media demasiada diferencia entre la finalidad perseguida por los autores de los tres libros mencionados e incluso diré que ni tampoco entre ellos y cuantos hasta hoy escribieron sobre Ganivet. Coinciden todos en el deseo de iluminar las sombras existentes en torno a este ser original, que, bajo genuinas sencillez y diafanidad, ocultaba secretos todavía no revelados.

No fue Ángel Ganivet hombre que recatara su pensar ni aun su sentir. En libros y cartas los proclamaba desembozadamente, pero la sinceridad no le impidió silenciar, con perfecto derecho, circunstancias y sentimientos relativos a puntos, que, por eso mismo, resultan arcanos. Hay un misterio Ganivet, tal vez dilucidable cuando se conozca la parte inédita de su correspondencia o llamado a resistir cuantas tentativas de esclarecimiento se produzcan.

La imagen corriente, la imagen ortodoxa y admitida es la del Ganivet precursor de la generación noventayochista o, mejor dicho, del espíritu noventayochista. No hay unanimidad al apreciar y valorar los datos sobre los cuales se funda tal imagen y, naturalmente, las discrepancias se acentúan en cuanto se trata de perfilarla y concretarla, sin limitarse a la adscripción a una ideología renovadora que no se manifestó en el escritor granadino con iguales propósitos y dirección que en los miembros del grupo o grupos a quienes se supone precede y en quienes sin duda influye.

La originalidad de Ganivet no la discute nadie que se haya asomado, siquiera fugazmente, a sus obras. Originalidad lindante, a ratos, con la extravagancia, pero a menudo fecunda y llena de incitaciones que sacudieron con violencia la pereza mental de la época, y de los hombres, embotados por la cerril soñarrera que precedió al desastre, y fue, en parte, causa de él. ¿Precursor? Quizá sí; Unamuno arguyó que tenía mejor derecho al título si ha de aplicarse no a quien muere primero, sino al primero nacido culturalmente: «yo nací un año, tres meses y catorce días antes que él -dice-, y si [el título se refiere] al nacimiento espiritual como publicista, también empecé a escribir antes que él». Mas poco importan cuestiones de precedencia cuando está claro que las coincidencias ideológicas entre Unamuno y Ganivet fueron determinadas por una actitud espiritual semejante frente a los problemas españoles, y matizadas por discrepancias temperamentales y por divergencias respecto a las soluciones.

Fernández Almagro caracterizó con certera ironía los años anteriores al Desastre (páginas 59 y 60 de Vida y obra de Ángel Ganivet), y si la cita no fuese demasiado larga yo la transcribiría -como hizo Antonio Espina en su libro- para deleite de los lectores. En aquel Madrid de los dramas de Echegaray y las caricaturas de Cilla, Ganivet disonaba. Era, en muchos aspectos, el hombre nuevo, adverso a las trapisondas y compadrazgos usuales en el Madrid de la Regencia. Dos datos ayudarán a conocerle: su conciencia profesional, que desde el Instituto le instó a trabajar intensamente, y su generosidad, notoria en la renuncia, a favor de sus hermanos, de la herencia paterna. Buen estudiante y lector voraz, no tardó en forjarse una cultura y el instrumental necesario para dar a las ideas expresión rotunda y clara -siquiera esa transparencia sea compatible con la contradicción y a veces con el misterio-, la expresión precisa y tajante que les convenía.

Ángel Ganivet

Ángel Ganivet

Ganivet suele pasar por estoico. Es tópica la referencia a su estoicismo de raíz senequista, y por esta vez el tópico sintetiza expresivamente la rectitud moral, la serenidad, la convicción de que poseía «una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino» en que apoyarse frente a la adversidad. Pesimista también, por clarividente y por hostil al tejido de falacias que constituía la vida española de su tiempo; pesimista por su percepción de la distancia entre la realidad nacional y la política aparatosa y huera que la desfiguraba. Esa veta patriótica y la actitud crítica consiguiente, tienen en los noventayochistas seguidores apasionados. En Unamuno halló Ganivet un interlocutor de su talla y no menos ardiente. El desdén del granadino por los falsos prestigios finiseculares, dirigido preferentemente a políticos y escritores, no va tan sólo contra los españoles.

Pesimismo y criticismo no se detenían en los Pirineos: «en París -escribe el 4 de septiembre de 1893-, en la ciudad del esprit, en el cerebro de Europa y demás, no han salido en las últimas elecciones entre una partida de élus ni uno que represente una idea política, artística, ni higiénica siquiera». (Contundente afirmación, tan ganivetiana como pudiera ser barojiana). Su pesimismo, según Navarro Ledesma, estaba equilibrado por momentos radiantes: «era optimista en el camino y pesimista en la posada». En su obra, el optimismo a penas se ve, sino en ráfagas, muy espaciadas. El tono es sostenidamente pesimista, y no se olvidan con facilidad las fórmulas de inusitada crudeza -inusitada en su tiempo, no ahora, cuando políticos y teorizantes llamados realistas hablan lenguajes de tremenda y cotidiana violencia- que utilizó el plantear el problema de la regeneración nacional.

En esa violencia verbal sí que fue precursor. Como lo fue en el planteamiento de otro problema actual y acuciante: el de la responsabilidad «objetiva» del hombre ante la sociedad. Francisco García Lorca destaca un diálogo de los Trabajos de Pío Cid, y comenta : «Doña Candelaria plantea el problema en sus verdaderos términos: que nuestros actos tienen repercusión en lo social y en lo individual ajeno y que los actos propios crean una relación con el mundo que nos responsabiliza con él». Pío Cid piensa lo contrario: «tengo la costumbre -responde al otro personaje- de arreglar mi vida, no como la sociedad lo dispone, sino como yo quiero». Anarquismo extremado, colindante con el extremo de nacionalismo articulado en el Idearium y con la proclamación de la fuerza como superior al derecho. El diálogo entre Pío Cid y doña Candelaria es importante como manifestación de la dualidad de tendencias que escindía el alma de Ganivet. La tesis del personaje femenino es justa, en cuanto los actos de Pío Cid fueron intencionales, pero es preciso observar que actualmente está adquiriendo vigencia una derivación descarnadamente objetiva: el hombre es responsable, no según la intención, sino conforme al resultado de sus actos; la responsabilidad depende de lo que esos actos parezcan, vistos desde fuera, objetivamente, a quien los juzga.

El análisis realizado por García Lorca sobre la idea del hombre, en Ganivet, incluye el examen del concepto de lo humano, el del hombre y la naturaleza, el del hombre y los valores -morales y sentimentales- y el del hombre y su destino. La parte más nueva de la obra es la segunda, donde el autor investiga las resonancias, en el alma ganivetiana, de voces soterrañas, voces de la naturaleza, susurrantes o estridentes, siempre hondas y misteriosas. Las fuerzas ciegas, los elementos -aire, agua, fuego y tierra-, la sangre, la luz y la piedra son objetos de estudio pormenorizado, buscando en ellos, o por ellos, la explicación de una existencia, en quien «quizá lo más peculiar», según el reciente exégeta, «es, junto al incansable deseo de saber, la aceptación del misterio».

Aspectos complementarios de un espíritu complejo que no se deja reducir fácilmente a cifra. García Lorca recuerda certeramente «la tesis de todo un libro: Granada la bella, donde se plantea la reforma del mundo físico mediante la acción del espíritu». Supongo que al hablar así pensaba el crítico en las terminantes palabras de Ganivet en el primer artículo de los recopilados en ese volumen, cuando, refiriéndose al arte de reformar una ciudad (Granada, en este caso) declara: «para entendernos diré sólo que este arte nonato puede ser definido provisionalmente como un arte que se propone el embellecimiento de las ciudades por medio de la vida bella, culta y noble de los seres que las habitan».

Ganivet cree en la vinculación entre el hombre y el medio en que vive. Aún es más explícito en el Epistolario: el dintorno, la circunstancia orteguiana se incorpora al hombre, y éste deberá agarrarse fuertemente a la tierra si no quiere «irse a fondo». Lorca destaca la importancia de esta actitud con referencia a la creación artística, considerándola inspirada -recordemos que Ganivet declaró haber leído a Taine «de cabo a rabo»- en «el espíritu del territorio», en la impregnación del hombre por corrientes espirituales nacidas en lo que se podría denominar alma colectiva. En opinión de Ganivet, el hombre se siente inmerso en un gran misterio, en una oscura pugna que, sin él quererlo, y acaso a su despecho, le sitúa y le forma. El hombre y la naturaleza dependen uno de otro, y nuestros movimientos instintivos, nuestros impulsos, dependen en mucho, de ese sexto sentido regido por fuerzas de la naturaleza.

El agua, elemento purificador; el fuego, elemento necesario para la destrucción previa; el aire, fuerza pujante y ascendente, y la tierra, «núcleo irreductible» en donde se encuentra el espíritu territorial, son los cuatro elementos que García Lorca estudia, apurando la exégesis hasta darnos la mejor síntesis de lo que significan como valores de pensamiento y creación en la obra ganivetiana. Con los temas concurrentes: la sangre, la luz y la piedra, queda completo el desarrollo de valores naturales operantes en la ideología de Ganivet y destacada la significación y la importancia de cada uno de ellos, dentro del conjunto.

El contraste entre popularismo y aristocratismo constituye el rasgo del alma ganivetiana donde veo más acentuado su peculiar iberismo. Es propio de la raza ese gusto, en apariencia contradictorio, por lo popular y lo aristocrático, con el correlativo desdén por «el justo medio» y lo burgués. Ganivet, inclinado por temperamento al rudo señorío, al despotismo ilustrado capaz de «echar a los lobos» medio millón de españoles, si fuere preciso o se considerase preciso -por él, claro, pues ¿a quién otro autorizar para decidir en trance tal?- para la salvación del resto y de la patria. Su tendencia individualista o, mejor, anarquizante se compensa con la propensión autoritaria, que en él es mucho mas que una veleidad y surge estructurada, orgánica y hasta sistematizada.

El popularismo es auténtico. Creía que en España lo mejor, por no decir todo lo bueno, lo había hecho el pueblo. Radical aquí también, peca por exceso de radicalismo en la afirmación: «los que salvaron a España fueron los ignorantes, los que no sabían leer ni escribir», dice, a propósito del alzamiento antinapoleónico. Procediendo a una generalización sin distingos, elimina abrupta y arbitrariamente a estamentos enteros, como si en defensa de la patria únicamente hubieran participado los analfabetos. La extremosidad de carácter le era connatural, y para achacarla a la enfermedad hace falta cerrar los ojos a la raíz de esta pasión, tan española, que ignora y quiere ignorar el matiz, el claroscuro, el término medio.

No me atrevo a censurar esa actitud, porque gracias a ella logró el hombre ibérico empresas gigantescas, irrealizables en buena lógica y lúcida reflexión . La extremosidad no es una virtud doméstica, ni con ella se adquieren títulos para ser reputado buen padre de familia, a estilo de los tiernos cuadritos familiares recogidos en tanto delicioso interior holandés. Pero el pensamiento de Ganivet le robustece esa descompensación crónica, a la que debe la abundancia de «ideas picudas» (como es sabido dividía las ideas en dos grupos: picudas o excitantes e incitantes al combate, y redondas o apaciguadoras, tendentes a concordia y armonía) de ideas picudas, digo, vigentes en su obra. Al Idearium lo veía compuesto de ideas redondas, mas a cada paso sobresalen aristas delatoras. Quizá pensó de buena fe que, en esa ocasión, había limado las zonas erizadas, los puntos hirientes, pero contra el propósito operaban fuerzas ocultas del temperamento y las determinadas por el inconsciente colectivo, antes aludido.

La cultura le sirvió para encauzar y manejar ideas, para hacerlas eficaces: no para «redondearlas». Antonio Espina señala el debate mantenido en el espíritu de Ganivet por «dos tendencias de opuestas culturas: la clásica española y la moderna y modernista extranjera. De la de fuera tomó ciertas normas y actitudes intelectuales que afectaron más a la disciplina del pensamiento que al fondo de él. Educado, hecho Ganivet en el ambiente didáctico de una facultad de Filosofía y Letras española, siempre le quedó ese primer molde que no rompen los más furiosos embates del océano forastero». Verdad que necesita ser aclarada: Ganivet no abdica nunca su iberismo profundo; se siente parte de una cultura viva y capaz de reaccionar vitalmente frente a los estímulos de la época, y al propio tiempo encuentra en lo extranjero instrumentos cuya utilización no significa cambiar nada esencial a un pensamiento ya formado. Pero no me parece exacto, ni conveniente, adjetivar la cultura de nacional o extranjera, aunque entiendo perfectamente la aguda distinción establecida por Espina. Yo hablaría más bien de aportaciones culturales diversas, y en el caso de Ganivet las indígenas predominan y dan tono a la meditación y al carácter. En sus obras abundan las declaraciones de iberismo sustancial y consistente, entreveradas de críticas punzantes a los sempiternos vicios nacionales. No se olvide la respuesta que dio a su propia pregunta, cuando al «¿Qué somos?», contesta, trasladando la cuestión del plano local al nacional: «somos lo que todos saben, lo que es todo en España: una interinidad». Y no se olvide tampoco cuán certeramente apunta contra la impreparación y el arbitrismo, contra el hombre «de las ideas generales», «eufemismo con que se encubren la osadía y la ignorancia».

Fernández Almagro, nada sospechoso de antiganivetismo, puntualizó los sectores débiles de la posición mantenida por el creador de Pío Cid respecto a los cambios -no diré al progreso, palabra tabú, ahora en cuarentena- en la vida de las ciudades y de los pueblos. La aversión de Ganivet por las nuevas técnicas, ya fuesen para instalación del alumbrado eléctrico en los hogares o la conducción de aguas por tuberías (su defensa de los aguadores ambulantes constituye una ingeniosa página) se fundaba, como dice Almagro, «en su amor a las bellezas granadinas, [dolido] por repetidos desafueros». Tiene razón el crítico cuando postula para esas posiciones una comprensión de fondo, atenta al espíritu que informa las palabras de Ganivet, y no a su letra. El capítulo XVII de La conquista del reino de Maya, donde se estudian las Reformas en el alumbrado.- Las lamparillas de aceite y las velas de sebo. Primeros ensayos de alumbrado público.- Institución de las fiestas nocturnas, demuestra la persistencia de tales ideas en Ganivet y el interés que atribuía a los problemas implicados en ellas.

«España -escribió en la quinta y última de sus cartas a Unamuno, reunidas en el volumen titulado El porvenir de España- es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento». ¿Paradoja? No hay tal. A renglón seguido se explica cumplidamente, atreviéndose a imaginar un futuro en que tendrá lugar la segunda salida de España a las empresas universales y a señalar, como deseable campo para la aventura, el africano. Frente a Costa y frente a cuantos querían eliminar del ensueño nacional toda posibilidad de aventura, Ganivet propuso otra nueva, y, considerándola inevitable, pidió la adopción de medidas para hacerla viable. No dice cuáles serían, mas en el Idearium advierte la necesidad previa de «ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón».

Ganivet fue adverso al sentimentalismo, adverso a la tendencia a dejarse llevar por la emoción, tan generalizada en su época. Francisco García Lorca subraya el dato: «hay en Ganivet un hondo deseo de evasión del mundo de lo sentimental, o simplemente evasión del mundo, que matiza muchas de sus actitudes de un agudo sentimiento de soledad». Y al llegar aquí estamos rozando el punto más patético del misterio ganivetiano, pues ese «agudo sentimiento de soledad» es prenuncio de muerte, prenuncio del acto final. A Ganivet, desde mucho antes de la tragedia, quizá desde los años de estudiante en Madrid, se le siente solo. Y la soledad le condujo, por no sabemos qué escondidos caminos, a la desesperación y a la muerte. ¿Fueron los caminos de la enfermedad? Imposible afirmarlo. Esa parte del misterio no ha sido revelado, ni sabemos si algún día llegará a serlo. La presencia de la muerte impuso a los críticos una reserva que no es timidez, ni miedo a la verdad, sino -creo- respeto al desgarramiento íntimo, a la angustia sentida por el hombre ante la embestida de fuerzas que no podía vencer, que no podía nombrar siquiera, porque ocultaban el rostro mientras le asediaban y poco a poco oscurecían -es el verbo adecuado- su cerebro, llenándolo de nieblas y enturbiando con ellas su razón. Todavía está por escribir la narración de ese dramático combate de Ganivet contra las potencias demoníacas que un triste día, el 29 de noviembre de 1898, le impulsaron a morir en las aguas del Dwina.





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